martes, 26 de octubre de 2010

29 de agosto (Parte I).


  Son las 10:29 p.m. Anotaré en el Diario lo que había prometido anotar ayer: Mi encuentro con Cruz Lares y su esposo.
  A eso de las siete y diez de la noche me presente en el Dolligan´s, el sitio de comida tex-mex del cual ellos son propietarios. Ubicado privilegiadamente en El Satillo, un pueblecito turístico que conserva todo el encanto y la magia de la era pre y post colonial. Sus construcciones y fachadas han sido remodeladas, decoradas y pintadas con exquisito gusto de diferentes y variopintos colores, por lo que da al lugar la apariencia de un pueblo encantado. Está escasos kilómetros de la bulliciosa y alienante Caracas, por lo que los fines de semana es una alternativa a la paz, una vía de escape a la locura de la ciudad. Muchos califican al pequeño pueblo como el Centro Comercial al Aire Libre más grande y espacioso del mundo, ya que es itinerario obligado tanto de turistas extranjeros como locales.
  Al sobrepasar la puerta distinguí a Cruz Lares, De La Sierra, así como su pequeña hija Adriana, de apenas once años, y una amiguita del colegio, mientras terminaban de unir dos pequeñas mesas y extendían los manteles en su lugar preferido de la pequeña terraza de local, donde suelen cenar casi todas las noches.
  Cruz y de La Sierra ya se habían acomodado de espaldas a la entrada y no se percataron de mi imprevista presencia, pero si su hija Adriana, quien al verme se levantó de la silla visiblemente nerviosa y sorprendida. Igual sorpresa noté en Cruz y De La Sierra cuando escucharon a sus espaldas mi saludo de buenas noches y presurosos se levantaron para ir a mí encuentro. Pasada la sorpresa inicial y los afectuosos saludos de siempre, me acomodaron en un asiento frente a Cruz e invitaron a cenar con ellos. Apenas terminé de sentarme, cuando un mesonero llegó con un humeante plato repleto de pequeños trocitos de carne a la parrilla, una ensalada de aguacates cuya pulpa fue rebanada tan finamente que parecían hostias y abundantes y achatadas arepitas. Plato que, supongo, habían ordenado con anterioridad a mi llegada.
  Insistieron en que los acompañase a cenar. Siempre que me lo repetían les daba las gracias y me excusaba diciéndoles que apenas había terminado de cenar. ¡Mentira, estaba hambriento! Debido a su insistencia sólo acepté un café negro, el cual uno de sus empleados me sirvió con prontitud.
  Mientras ellos pasaban muy lentamente bocado tras bocado, aún sorprendidos por mi inesperada presencia en el local, comencé con un sutil interrogatorio dirigido a Cruz. Adriana me observaba con sus ojos casi desorbitados. Algo le importunaba y sorprendía. Los niños carecen de esa capacidad, muy propia de los adultos, de ocultar públicamente sus impresiones y emociones.
  Como tenía metido en la cabeza que existía un “plan diabólico” para que nadie me tendiese la mano, supuestamente orquestado por Carolina, en el que incluso estarían involucrados mis mejores amigos, comencé preguntándole que le había dicho Carolina sobre nuestra separación.
  Ella contestó que nada, que no había hablado con ella. Para que entiese con claridad el tenor de mi interrogante, le revelé que como Carolina amenazó con destruirme, suponía que se puso a llamar a mis amistades para decirles “lo ruin” que era y como todo se me estaba trancando, quería saber bajo qué argumentos buscaba acabar con lo poco que quedaba de mí. Cruz reiteró que no había visto ni hablado telefónicamente con ella. Lo dejé así, pese a que no quedé enteramente convencido. Muchas dudas me asaltaban. Mucho más cuando mientras hablábamos recordaba sus promesas de ayuda incumplidas y su yam miojo renguien kyo, oración “sagrada e infalible” que cuando conversábamos por teléfono insistía que repitiese constantemente. “¡Seguirá burlándose de mí!”, pensé. Esa noche, durante todo el tiempo que conversamos siquiera lo mencionó el dichoso yam miojo renguien kyo.
  Seguimos hablando. De La Sierra, muy discreto, quizás perplejo por todo el drama y dolor que reflejaban mi rostro y apariencia, al principio sólo asentía. Otras, apenas pronunciaba: “No, hermano”.
  Superado el impacto inicial que causó mi inesperada aparición y con una aparentemente paz recobrada, comencé, poco a poco, a dejar fluir a través de mis labios todo el tormento interior que me corroía. Adriana y su amiguita, que ya habían terminado de cenar, pidieron permiso y se retiraron hacía la parte interior del local a fin de escuchar música y ver videos musicales. Me sentí libre de poder hablar como un adulto entre adultos.
  Comencé relatándoles lo cruel que estaba siendo Carolina al esconderme a Dorian desde hace ya casi cuarenta días. Su negativa de dejármelo ver o siquiera ponerlo al teléfono. Ellos asintieron compungidos. Expresaron que era una actitud perversa e inaudita.
  Me sirvieron otro café. Luego una soda. Yo seguía explayado. Hablaba profusamente, relatando casi todo lo que he ido anotando en este Diario. Por supuesto no pronuncié palabra sobre las sospechas de una traición con Luis David o de cualquier otro fantasma que atormenta mi mente. No tenía el valor de decírselo. No podía permitirme escuchar de mis propios labios lo que con todas las fuerzas del alma busco negarme. Sabía que la duda estaba allí, danzando en mi cerebro y en mi martirio, pero jamás tendría valor de hablar de eso con otras personas. Me lo negaré siempre.

PAUSA RETRASADA: Son las 11:23 p.m. y ya me he tomado tres tacitas de ginebra, fumado seis cigarrillos y tosido varios pares de veces.

  Sí, le conté todo. O casi todo porque, en verdad, para decirlo todo necesitaría varios días. Muchas, pero muchas cosas, aunque sumamente trascendentes y graves, siquiera las he anotado en el Diario.
  Les hablé, siempre pidiéndole perdón a Dios y rogándole que mantuviesen toda la discreción del mundo, porque ellos eran las únicas personas a las que les había contado mi desesperación. Son los únicos, les indiqué, que a través de mis palabras conocen detalles de mi sufrimiento.
  Conté de los complejos de gran aristócrata de Carolina, cuando en verdad es sólo una superflua nueva rica, hija de un inmigrante italiano que, con tesón y mucho, pero muchísimos sacrificios, levantó un imperio en el mundo de la construcción. Les conté sobre las miles de veces que me tildaba de chulo y aprovechador por llevar un año desempleado. Siempre he trabajado, y ellos lo sabían. Además, era la primera vez en la vida que me encontraba cesante. Si analizamos objetivamente la realidad, los verdaderos aprovechadores son ella y sus hermanos, buenos para nada pese a sus profesiones, porque viven a expensas de la fortuna de su padre. De otra forma, con sus títulos universitarios o no, ahora todos serían un cero a la izquierda en el mercado de trabajo o unos simples empleaduchos, porque son flojos, desganados, por nada inteligentes y carentes de capacidad profesional. Les conté sobre las constantes visitas de Carolina al psiquiatra, pero no les dije que una de sus hermanas, Angelice, también necesitaba de ese tipo de asistencia “para vivir normalmente”. Les comenté que cuando conocí a Carolina ella andaba en lo mismo. Que visitaba a una psiquiatra tres veces por semana pero, como era tan misteriosa y reservada, nunca me lo comentó.
  Ese asunto de las visitas a la psiquiatra lo descubrí por mi mismo cuando apenas faltaban días para casarnos. En aquel entonces le di poca importancia porque confesó sin sobresaltos que se debía a una relación traumática con su padre desde que era niña. De no haberlo descubierto, jamás me lo habría dicho. Eso es seguro.
  Tampoco les referí a mis amigos que al poco tiempo de casados también me enteré que Carolina había desfilado por la consulta de la gran mayoría de psiquiatras de la capital, al menos de los de renombre, y que muchos de ellos la habían tratado. Tampoco les manifesté mis dudas sobre la verdadera razón de su imperiosa necesidad de terapia y que lo de su padre era válido hasta cierto punto, aunque cuando estaba irritada en más de una oportunidad le deseaba la muerte. Ahí debía haber algo más de fondo, pienso ahora. Algo muy negro y turbio. Esas rabietas y tétricos deseos hacia su progenitor los tenía, más que todo, durante nuestra época de amantes. Cuando comenzamos a vivir juntos, a escondidas de su padre, en su “casa de soltera”. En ese entonces yo era su “trofeo de caza” más preciado, al que mantenía oculto tras las paredes de la pequeña residencia donde vivía, en la urbanización Altamira, muy cerca de El Ávila. Esa es la pura verdad, aunque ella ahora afirmé despectivamente que en ese entonces “yo me le metí en su casa”.
  Presumo que sólo su madrastra y su hermana Angelice sabían que vivíamos juntos. Yo no conocía a nadie de su familia. Al tiempo me enteré que era numerosa, y muy puntillosa, por boca de la propia Carolina.
  De lo que si no tengo la menor duda es que Rosalía lo sabía. Ella fue quien nos presentó y la que, en cierta forma, “obligó” nuestra reconciliación después del desastre de la primera vez que “me la llevé” a la cama. ¡Qué condena!... Volvió a la memoria. Estaba totalmente en otra dimensión y ahora, mientras escribo, aquella intempestiva y casi forzada copulación regresó ante mis ojos para atormentarme. Aquella noche consideré a Carolina como una más y si no hubiese sido por la celestina de Rosalía, en menos de una semana aquel momento hubiese estado sepultado en el fondo del baúl de los recuerdos y la historia sería otra. Pero ella se empeñó en recoger lo pedazos rotos y unirlos otra vez y aquí estoy. A ella le debo, en parte, toda esta desgracia y sufrimiento.
  Por supuesto que nada de esto le conté a Cruz Lares y De La Sierra. Son sólo recuerdos que hoy rebotan y martirizan mi memoria.
  Me descargué con ellos. Fue mi primera y verdadera catarsis desde que comenzó el martirio. Hablé mucho y me hizo un bien infinito. Me sentí sereno y aliviado. La daga que llevo en mi corazón comenzó a hacerme respirar otra vez como verdaderamente respira un ser humano normal.
  Como el relato los atrapó, me ofrecieron un trago. Al principio lo rechacé, pero insistieron. No tuvieron que hacerlo más porque pronto acepté y me tomé un par de ginebras secas. ¡Ah, qué bien caen cuando el corazón late aliviado! Su sabor es otro y el placer sobre el paladar ya no pica, sino danza con fluida pasión. Mientras degustaba la bebida vino a colación el tema de Rosalía, a quien ambos calificaron de malvada, bruja perniciosa. En mí tormento, asentí sin chistar. Dije que estaba de acuerdo. Que, en realidad, esa mujer merecía el calificativo.
  Hablamos y hablamos sin parar. De La Sierra me dio sabios y sanos consejos. Durante un corto período que Cruz se ausentó de la reunión, buscó animarme. Dijo que era un hombre brillante, que valía mucho y me recomendó algunas “técnicas” para salir del tormento. Expresó que las mujeres eran vaginales y que dejase todo a un lado y sólo pensara en mí. Que lo que estaba pasando era una prueba que Dios había enviado. Que en el sufrimiento estaba la sabiduría y que pronto, muy pronto, tendría mucha paz.
  Al poco rato, mientras apuraba mi segundo trago de gin, Cruz volvió. Eran casi las diez de la noche. Les manifesté que debía irme. Que estaba viviendo en la finca de un amigo, al sureste de donde estábamos, y que el camino de regreso era oscuro y peligroso. Antes de partir Cruz sacó un sobre blanco del bolsillo de su blusa y me lo extendió. En su dorso se leía la inscripción: “Sr. Leonardo Vento. E:S:M.” . Dijo que era una invitación y que lo abriese al llegar a “casa”. Aseguré que así sería. Les di las gracias y nos despedimos con abrazos en la puerta de entrada del local. De La Sierra me dio las últimas recomendaciones espirituales y pidió que manejase con cuidado.

MAÑANA:                                                                     
Esta noche hasta los grillos me abandonaron.


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