viernes, 18 de mayo de 2018

LA CONEXIÓN©







SINOPSIS
Daniel Formosa, periodista retirado, se traslada a París con el objeto de escribir un libro, pero inesperadamente presencia una relación homosexual entre un conocido político, candidato a la Presidencia de la República, y su amante, un joven pintor. Decide investigar. Lo que en apariencia era una simple relación sodomita, se convierte en un intrincado tráfico de obras de arte a través de la valija diplomática, cuyo eje es París-Londres-Madrid. El macabro asesinato de un embajador, pone a Formosa tras los hilos de “La conexión del arte”, una sofisticada organización criminal cuyos cabecillas son banqueros, políticos, galeristas y miembros del tenebroso Cártel de Medellín. Va tras ellos. Al ahondar en las investigaciones le revelan que del Tesoro Vaticano “La conexión” sustrajo la valiosísima Cruz de Justiniano y un tríptico de Giotto. Desde el principio hasta el final, sucesos cargados de emoción y suspenso los llevarán a devorar cada una de las páginas de este interesante y revelador libro.



Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor y editor.

Dedicatoria:
Al arte, puro e inmortal.


Agradecimientos:
A Laura Flores, transcriptora de
las primeras noventa y seis páginas,
quien con sus elogios desinteresados me
estimuló a seguir escribiendo esta novela,
cuyo borrador permaneció abandonado
durante siete años en un desván.
A mi  ex esposa por haberme
dado unas forzadas vacaciones
de amor, tiempo en que pude concluirla.
Y a mis hijos Deborah, Daniela, Viviana,
Diego Odín y Cristhian, ya
que con la inspiración de su amor puro
transformaron la sequedad
de mi alma en verdor de primavera.

El autor





1

El encenderse y apagar de las luces de neón de los multicolores avisos luminosos provocaban una extraña danza de sombras en la oscura Rue Richer, una calle frecuentada por pintores y aventureros. Era como una pelea entre el tiempo y la luz que sólo se veía interrumpida, a instantes, por el paso de algún solitario coche con olor a trasnocho y buen vino, evidente por el zigzagueo de su conductor.

Eran ya las cuatro de la mañana y hasta los fastidiosos perros callejeros, cansados de su sempiterno concierto de aullidos y ladridos nocturnos, de sus reproches al mundo por la vida de perros que llevaban, se habían ido a arrellanar en el rincón de algún pórtico o debajo de un banco a fin de conciliar el sueño para, al día siguiente, volver a su mísera existencia.

A la izquierda de Rue Richer, en el segundo piso de un viejo edificio que sirve de taller a pintores hispanos que han tenido la suerte de que sus obras se vendan a buen precio en el mercado, permanecía encendida una mortecina luz que cambiaba de color al compás del reflejo de los neones de la calle.

Me encontraba en el cuarto piso de un edificio que le hacía el frente. Permanecía en la penumbra, sentado en una desvencijada silla mirando al vacío, con la vista perdida a través de la pequeña ventana. Pensaba en mi descabellada idea de haberme trasladado a París con la intención de, al fin, poder escribir una novela. Estaba persuadido que mi huida de Caracas de nada servía. Que tanto allá como en París las ideas seguían sin aparecer y cuando al fin afloraban eran pura mierda, aunque al principio me emocionaban y creía que había redescubierto al mundo. Luego de pocos trazos manuscritos los papeles iban a parar al cesto, que estaba repleto de inquietudes y frustraciones.

Entonces, sentado en la penumbra, me dejaba seducir por la idea de regresar a mi país y afrontar estoicamente la derrota y las burlas de mis compañeros. “¡Qué carajo importa!”, pensaba. Luego, un frío decepcionante, causado por mi impotencia, me hacía envalentonar y prometerme que seguiría allí. Que lo intentaría una y otra vez. ¿Y por qué no podría escribir una novela, aunque fuese un bodrio, si todo el mundo “estimulaba” mis capacidades literarias?

Me recosté del resquicio de la ventana a fin de que el húmedo aire de otoño palmeara mi cara con su acariciante frescor. Fue entonces cuando me percaté que en el sofá del apartamento del segundo piso que tenía frente a mí, dos cuerpos, uno frágil y otro robusto, ambos de tez morena, se movían uniformemente como si se tratara de un solo cuerpo o de unos siameses. Mi aburrimiento y preocupaciones desvanecieron. Me dejé seducir por aquella inesperada danza de amor y pasión. No me avergonzaba estar atisbando. Sólo me preocupaba ser descubierto. Por eso dejé la silla y me escondí estratégicamente tras de la vieja y polvorienta cortina marrón de la habitación.

Era excitante ver a dos amantes prodigándose cuerpo y pasión. Pasión sin eco ni ruidos. Solo el silencioso lenguaje de sus cuerpos, con caricias exploratorias y besos apasionados. Era la unión del amor puro y sublime en una danza que ni la misma Anastalova hubiese podido producir en sus magníficas coreografías.

Llegué a recordar a mis novias y a mis ex esposas. Eso me excitó tan fuertemente que me sentí ruborizar, prendido en fuego. Sin embargo, seguí allí, atisbando. Sin perder detalle. Esa pasión no tenía límites.

A instantes, y gracias a los reflejos de las luces de neón de la calle, pude ver los labios carnosos y la silueta de un hombre corpulento, aunque no bien formado, mientras abrazaba contra su cuerpo a una delicada figura de unos ocho o diez centímetros más baja que él. Siguieron abrazados el tiempo suficiente de un largo beso. Luego, el hombre robusto se reclinó y puso de cuclillas, dejando caer sus rodillas sobre una pequeña alfombra. En ese instante me di cuenta que su frágil amante también era hombre. Estaba de contraluz y en forma diagonal. De su pubis colgaba su símbolo medio erecto. Me asqueé, pero seguí viendo. El hombre robusto, que yacía sobre la alfombra y ahora con la cara recostada en el piso, se irguió, y aún apoyado en sus rodillas, tomó tiernamente el miembro de su compañero y se lo llevó a la boca. A los pocos segundos, y luego de un rítmico y afinado movimiento de biela y pistón, volvió a tomar su posición y se dejó penetrar.

Dejé de ver. No sé por cuánto tiempo. Estaba asqueado de mí mismo y de ellos. Sólo el resplandor de una luz más fuerte me hizo dirigir otra vez la mirada hacia aquella ventana. Ahora el hombre robusto estaba de pie y de espalda a mí ya con los pantalones puestos y su amigo, reclinado en el sofá, vestía unos diminutos calzoncillos rojos. Sobre la mesa del taller unas copas y dos botellas semivacías de champán y de vino semejaban el boceto inconcluso de un bodegón andaluz. Al fondo alcancé a ver algunos cuadros amontonados contra la pared.

“¡Qué inmundicia, Dios mío!”, pensé mientras descorría la cortina para irme a dormir, aunque esos aberrados me habían quitado todas ganas de sueño. Estaba indignado. ¡Coño, vine para escribir un libro y me trasnocho husmeando a unos maricas!... ¡Mierda!

Cuando tenía la cortina casi totalmente cerrada, por la última rendija vi al hombre moreno y robusto dirigirse hacia la ventana. ¡Quedé perplejo! Yo lo conocía. Era un hombre muy importante en mi país, un político de esos que hacen de todo para llegar a ser Presidente de la República, y de hecho era aspirante a serlo. No lo podía creer. ¡Era Flavio Gaudín! ¿Y qué hacía en París con tantos problemas que hay en Venezuela? ¿Vino desde tan lejos sólo para que se lo echaran? ¡Absurdo! ¿Quién era ese amante que ameritaba un viaje tan largo?

Tenía que averiguar todo al día siguiente. Lo del libro podía esperar, sólo producía basura. Además, mi instinto periodístico, aunque tenía tiempo sin ejercer, brotó por todas mis venas. Esa era mi misión, el libro, otro día.



2

Aunque no me sentía viejo ni acabado, sí un poco cansado. Lo confieso. Al despertar al día siguiente, mejor dicho, ese mismo día, pese a las pocas horas que había dormido, estaba revitalecido.

Mientras tomaba una ducha recordaba aquellas escenas llenas de morbo asqueroso que había presenciado en la madrugada. Me repugnaban por el hecho en sí de lo visto, pero también me alegraba, ya que me brindaban la oportunidad de estar, otra vez, tras una gran noticia. Mientras el agua tibia corría como manantial desde mi cabeza, deslizándose por el vientre hasta caer en diminutas cataratas contra el piso de baldosas azules del baño, veía, imaginariamente, mi nombre, Daniel Formosa, escrito en nítidas y negritas letras de imprenta antecedido del orgulloso “Por” que le da el toque, la estirpe y el estilo a las noticias de primera plana. Aunque no sabía si en realidad valía la pena aventurarme tras una simple pero borrascosa historia homosexual, mi instinto me decía que detrás de todo debía haber algo más que una relación entre maricas. Algo grande. ¡Muy grande!

Enclaustrado en mis pensamientos, de pronto me vi sentado en la cama, a medio vestir y abrochando mis zapatos marrones, mis preferidos por los bonitos y por ser los más caros que jamás había comprado: 1.200 francos. ¡Qué barbaridad!

Miré de reojo hacia la ventana y el sol que entraba del este, colado por una rendija que divide dos edificios cercanos, casi me deja ciego.

De un salto busqué mi fiel reloj de pulsera Citizen negro que estaba tirado a un costado de la terca y vieja mesita de noche, que pese a su cruel estado aún permanecía de pie, y casi se me salen los ojos al ver que marcaba las ocho y media de la mañana.

Agarré la primera camisa que mis manos alcanzaron a halar fuera del guardarropa y mientras la vestía me asomé presuroso por la ventana, que estaba abierta.

–¡Carajo! –exclamé mientras veía salir por la puerta principal del edificio del frente a Flavio Gaudín y a su misterioso, hasta ahora, acompañante.

Salté, pese a mis cuarenta y nueve años, como un gato montés sobre el mullido blazer marrón que estaba apoyado sobre el respaldar de la silla del pequeño escritorio de la habitación. Tiré de la perilla de la puerta que, por descuido, había dejado abierta toda la noche, y en brincos bajé las viejas escaleras de granito para encontrarme en la calle justo cuando ellos habían sobrepasado unos veinte metros la puerta de entrada de mi edificio.

Mientras caminaba tras ellos sonreía con picardía por mi arrojo y agilidad. Yo mismo nunca me creía la edad que tenía. Siempre pensé que cuando vine al mundo mis padres se habían equivocado al dar el año de nacimiento o, en todo caso, el escribano había cometido algún error al asentarlo en el acta. ¡Y es que me creía de veintiocho y no de cuarenta y nueve años! Mi cuerpo, aún atlético, y mi jovialidad así lo resaltaban. Quizás, sin pretenderlo, de manera inconsciente me aferraba a mi vanidad y a la idea de borrar con la mente el almanaque. No obstante, la verdad es que aún sentía ese fuego juvenil brotar por las entrañas. ¡O si no que lo digan esa pléyade de mujeres que he tenido!

Aún recuerdo con orgullo cuando meses atrás, en víspera de mi viaje a París y durante una de las últimas fiestas a las que asistí en Caracas, un amigo que estaba allí con su joven esposa me llamó aparte y, en son de broma, pero envaneciendo adrede mis condiciones de Casanova, insinuó intrigante: “Yo no creo que todavía queden en Caracas más de doscientas mujeres que no se hayan acostado contigo”. Eso levantó mi ego de tal manera, más en ese momento que había perdido el sosiego de mi espíritu tras el segundo divorcio, que seduje y llevé a la cama esa misma noche a una bella invitada, que, luego me enteré, era la ex esposa de un joven y bien parecido galán de telenovelas muy cotizado en mi país.



Al cruzar la esquina que da a Rue Du Faub, el acompañante de Gaudín se detuvo en un puesto de periódicos para comprar un ejemplar de Le Monde. Esperé unos pasos atrás y al ellos reanudar la marcha hice lo mismo.

En la siguiente calle, muy cerca del Boulevard de Montmartre, detuvieron un taxi. Presuroso hice lo mismo y prometí al chofer treinta francos demás si no perdía de vista el coche donde viajaban Gaudín y su amante.

Era domingo y el tráfico no estaba tan pesado ese día. El taxi de Gaudín pasó por Porte Saint Denis y tomó hacia Sebastopol. En un trecho me perdí, ya que no domino París. De pronto, gracias a la buena señalización de las vías, vi que pasamos por Rambuteau. Al poco tiempo estábamos frente al hotel de Rohan, en Rue de Vieile Du Tempse.

Gaudín bajó del taxi e hizo un ademán a su acompañante para que lo esperara dentro del coche. La gran fachada del Rohan lucía imponente en su clasicismo arquitectónico y en su prestancia. Luego de cruzar a pasos largos la espléndida alfombra roja, que siempre parecía nueva, Gaudín se perdió tras la puerta giratoria de vidrio y caoba.

A pocos metros de distancia, en mi taxi, aguardaba tratando de calmar al enfurecido chofer que me pedía algo más de los treinta francos pactados, de lo contrario no proseguiría. Lo calmé ofreciéndole cincuenta. Aceptó, aunque a regañadientes.

No medí el tiempo transcurrido ya que el chofer me tenía intranquilo, pero al rato Gaudín salió con un velis marrón de Yves Saint Laureant, creo, debido a sus resaltantes grandes iniciales marcadas en beige por todos lados.

Se montó en el taxi y le hizo una señal, denotando prisa, al chofer. Este emprendió marcha, yo hice lo mismo.

Las calles de París, en otoño, se convierten en unas hermosas alfombras parduscas formadas por millones de hojas de plataná y marroniers que, desde las alturas de los árboles, emprenden su huida a la vida hasta caer en su camposanto, que son todos los techos, vías, tarantines y recovecos de la ciudad.

Mientras seguía absorto viendo la seductora danza de las hojas que a nuestro paso nos coqueteaban durante su caída, para inmediatamente después, como en un último suspiro, alzarse otra vez enloquecidas desde el suelo al veloz paso de los vehículos, un gesto brusco de Gaudín, de quien atinaba a ver a través de la ventanilla de su auto solo parte de sus hombros, cuello y algo de su pelo negro ligeramente ensortijado, me sacó del embeleso.

Gaudín golpeaba, aparentemente sobre uno de sus muslos, un periódico. Supongo que Le Monde que había comprado su acompañante cerca de La Bergere, a su salida del nido de amor.

Por los gestos parecía furioso. Sacudía el diario perturbado. Me hubiese gustado ver la expresión de su rostro, pero era imposible. A veces, muy fugazmente, debido a sus ademanes cada vez más agresivos, veía sólo parte de su perfil, pero no me decía gran cosa. Su acompañante también replicaba aparentemente airado. ¿Qué pasaba, Dios mío? La curiosidad me aguijoneaba más a cada instante. ¿Qué inquietud podría haber entre aquellos dos seres que pocas horas antes se habían amado como dos colegiales?

Mientras trataba de adivinar el motivo de aquella perturbación irritante, pasamos por Place de la Republique, vía La Fayette. En ese instante recordé que también había comprado Le Monde. ¡Qué tonto había sido! Seguramente allí estaba la respuesta a la conducta de Gaudín, a su cambio de actitud. Mi instinto así lo decía. Desglosé el periódico que permanecía a mi lado, en el asiento trasero del coche, y le di una rápida mirada a la primera página. De momento no vi nada que podía enlazar a Gaudín con las noticias del diario. Eché un vistazo en sus páginas interiores, y nada. Volví a la primera página y, a dos columnas, en un recuadro bien marcado que estaba impreso en la parte izquierda, muy abajo, casi al pie del matutino, leí con asombro el titular: “Detenido homosexual que mató a ex embajador venezolano”.

¡Claro!, me dije, éste es el problema que tiene inquieto a Gaudín. Leí con avidez. La nota decía que un joven venezolano fue detenido en París por estrangular, en poco más de una semana, a dos hombres que lo contrataron para mantener relaciones sexuales. Uno de ellos, el ex embajador de Venezuela Otano Riva Rodríguez, “cuyo cadáver fue hallado ayer sábado, según informaron fuentes policiales. El cuerpo del diplomático, de 50 años -decía la noticia de Le Monde-, fue descubierto horas después de que la policía buscara activamente a Valentín Guzmán Pérez, de 21 años, y detuviera a su cómplice y compatriota José León Herodoto, de 25”.

La nota de prensa refería que “Herodoto fue arrestado, en principio, por su supuesta implicación en el asesinato de otro homosexual en un hotel parisino y que después se descubrió su relación con el segundo crimen. El cuerpo de Otano Riva Rodríguez, ex embajador venezolano en Madrid y Nueva York, estaba completamente desnudo, tendido en el dormitorio de su domicilio en la céntrica avenida Montaigne”.

“Los investigadores -proseguía Le Monde- determinaron que el diplomático fue estrangulado con una cuerda de macramé que el asesino le ató a la lengua y al cuello, según explicó el portavoz policial.

Las pesquisas, que culminaron con la captura de Herodoto, comenzaron el día en que se descubrió el cadáver del hombre asesinado en el hotel, un frutero parisino de 47 años.

La víctima había alquilado una habitación junto con el joven que media hora después salió del establecimiento y se marchó en un taxi, según los testigos.

El hecho de que el homicida borrara sus huellas dactilares y escribiera con un bolígrafo en el pecho del fallecido la frase “chao maricón”, hizo sospechar a los inspectores que se trataba de un experto asesino.

El criminal sustrajo al frutero una cadena, un reloj y varios anillos, uno de los cuales, con un escorpión grabado, ha constituido la clave para esclarecer los dos asesinatos.

Los encargados del caso recorrieron locales y calles frecuentadas por homosexuales, hasta que localizaron el citado anillo en poder de un hombre que dijo habérselo comprado a Herodoto.

Herodoto confesó ante la policía que el autor material del primer asesinato era Guzmán Pérez, a quien también acusó del segundo homicidio, cuya existencia, en ese momento, desconocía la Policía”.

La nota de Le Monde concluye que la policía sospecha que la conducta del presunto asesino, que aún no fue detenido, puede obedecer a que padece de “algún trauma”, ya que se descarta el robo como móvil de ambas muertes, explicó el citado portavoz policial.

Era algo realmente asombroso y repugnante. ¿Y qué tenía que ver Gaudín o su amigo con los asesinatos? ¿Acaso conocían al ex embajador? Lo más lógico era que sí. Ambos eran maricas y se debían a la política. A cada instante aquella noche de atisbos frente a mi ventana se ponía más interesante. Debía seguir con las pesquisas. Debía seguir obedeciendo a mi instinto, me repetía mentalmente.

Estábamos ya en Rue de la Chapelle, hacia Saint Denis, la vía que conduce al aeropuerto “Charles de Gaulle” por la autopista del norte.

El taxista lo sabía y comenzó a decir unas cuantas cosas en francés que yo, con una sonrisa en los labios, pretendía no comprender. Quería más dinero, era obvio, pero no se los daría por grosero, por patán, como dicen los españoles.

El camino se me hizo corto. Cavilaba y observaba el coche donde viajaba Gaudín, a unos setenta, o menos, metros delante de nosotros. Guardábamos una prudente distancia a fin de no perderlos de vista, aunque ya sabía, era lógico, que iban hacia el aeropuerto.

A los pocos minutos nos encontrábamos cerca de la puerta de embarque del “Charles de Gaulle”. El impertinente taxista casi me hizo perder de vista a Gaudín y a su amante. Vociferaba pidiendo más dinero y para zafármelo no quedó más remedio que dárselo, aunque sabía que se estaba aprovechando de mí. La misión que tenía era más importante que discutir con un viejo y terco conductor.

Al entrar, por instantes creí que habían desaparecido. No había mucha gente, en comparación a lo atestado que está a veces el “Charles de Gaulle”. Luego, entre un grupito de turistas japoneses, vi destacar la figura de Gaudín y su amante. Iban hacia las escaleras mecánicas tubulares. Una suerte de pulpo aéreo producto de la ingeniería moderna.

Subí tras ellos sin hacerme notar, aunque no sabía por qué adoptaba esa actitud, ya que ambos no me conocían. Y si lo habían hecho alguna vez, con seguridad ya lo habrían olvidado, por lo menos en lo que respecta a Gaudín, pero, del otro, ni en pintura lo había visto jamás. Además, tenía tiempo sin ejercer mi profesión en Venezuela y eso era aval de cierto anonimato.

Mientras la escalera se deslizaba hacia arriba, casi me dan ganas de pegarles un grito cuando veo que Gaudín, muy discreta y sigilosamente, acerca su mano hacia la de su compañero para atraparla sutilmente. ¡Qué maricas más inmundos!, exclamé para mis adentros.

Faltando unos cuantos escalones para llegar al final, lo soltó. Juntos siguieron hacia el despacho de la línea aérea venezolana.

Me alineé muy cerca de ellos en la pequeña cola para embarques de equipajes. No proferían palabra alguna. Parecían dos mudos o dos desconocidos. Por supuesto que todo era producto de la discreción. Allí podrían reconocer fácilmente a Gaudín, como de hecho ocurrió.

–¡Buenos días candidato! –saludó uno de los despachadores en claro acento venezolano.

Gaudín, sin alborozo, acostumbrado a la lisonjería política, esbozó una gran sonrisa y respondió el saludo en tono afable.

–¡Buenos días! Espero que aún esté a tiempo y que el vuelo sea puntual, ya que urge mi regreso a Caracas –sentenció con seguridad y aplomo.

Este le ripostó que sí. De hecho, el despachador, cosa que supe después, era un muchacho venezolano que se había ido a estudiar a París y, al perder una beca que tenía, abandonó los estudios y volvió a su viejo trabajo de despachador, oficio que realizaba en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, en Maiquetía.

Una vez hecho el embarque, Gaudín se apartó un poco del sitio y, con un fuerte abrazo, se despidió de su amante.

–Te llamo al llegar a Caracas –dijo–. Olvídate del asunto que leíste –recomendó antes de dirigirse hacia inmigración.

Mientras Gaudín se alejaba, me conmovió ver el rostro acongojado de su amigo íntimo. Era como si la seguridad y entereza que hasta ese momento había presumido se desvanecían con la despedida.

Fuerte, erguido y con pasos firmes, Gaudín comenzó a desaparecer lentamente en un largo corredor. Con él se iba una incógnita, un secreto que debía resolver. A uno lo tenía en mis manos, en París, pero el otro se marchaba a Caracas.

En mi mente había un sólo pensamiento: “Si quiero resolver este acertijo, también debo regresar Caracas”.



3

Después de siete meses en París, Caracas me parecía un gran basurero. Se imaginan el contraste. Verdaderamente alienante para una persona de buen gusto y que ama el orden. No, no es que sea presuntuoso, sino que las cosas hay que llamarlas por su verdadero nombre. Y todo por la codicia e indolencia de sus gobernantes, a quienes sólo les gusta la vida fácil, el robo y empantanarse en la corrupción más putrefacta.

Llegué a casa de mi segunda ex esposa. La muy descarada me recibió con los brazos abiertos, como si no hubiese pasado nada después del infierno y la tortura psicológica a la que me sometió entre la separación y el divorcio. Bueno, eso se los contaré en otra oportunidad, porque ahora lo que interesa es Gaudín.

Esa primera noche dormí en mi antigua casa, que ahora es de mi ex. La muy fresca, debido a mi espontánea indiferencia, me acomodó en el cuarto de servicio.

Debido a la alegría de volver a ver a los niños, quienes apenas me reconocieron -aunque mi aspecto en nada había cambiado, ya que seguía igual de blanco y con mi mismo metro setenta y dos de estatura, exceptuando mi pelo crespo y rubio que ahora lucía bastante más largo- y la idea de montarle una cacería a Gaudín, casi no me dejaron dormir esa noche.

Me levanté varias veces del lecho, un viejo sofá-cama amarillo que cuando estaba casado con Franchesca Manzoni habíamos abandonado en el pequeño cuarto de servicio que también servía de biblioteca y almacén de lencería, aunque, en verdad, no era ninguna de las tres cosas, sino un absurdo desorden.

Encendía un cigarrillo tras otro para calmar la ansiedad, aunque eso no calma nada sino que acelera la muerte.

Del pequeño cuarto, que quedaba a un paso de la amplia y moderna cocina empotrada estilo americano, iba hacia el balcón de la sala. Allí aspiraba con fuerza y, al exhalar, me deleitaba envolviendo el humo sobre las pocas plantas de papiro que aún quedaban en la jardinera. En un tiempo, cuando aún estaba casado con Franchesca, eran mi orgullo y las cuidaba con esmero. Ahora eran un verdadero asco.

De allí, del balcón, en vez de botar la colilla a través del ventanal y ver como se precipitaba velozmente tres pisos hacia abajo, me iba a la cocina y apagaba el cabo dejándole caer encima una lenta gota de agua que salía del grifo fregadero. Eso no me divertía, pero si me hacía recordar que la paciencia es la madre de todas las virtudes.

Y precisamente eso era lo que yo necesitaba: ¡paciencia! Mucha paciencia para llegar al fondo de las actividades de Gaudín. Sabía que algo raro y muy sucio debía haber. Mi misión, la que yo mismo me había impuesto, era averiguarlo.

A la mañana siguiente me levanté con los ojos enrojecidos, un poco aturdido, pero con muchas ganas de emprender mi cometido. Mi ex ya había llevado en su vieja Mercedes Benz roja a los niños al colegio y luego marchado a su trabajo. No sé lo que hacía ahora, pero supongo que, por su frivolidad, seguía en lo mismo: como ayudante de concursos de belleza, antro de homosexuales, prostitutas y vividores.

Me había dejado el desayuno preparado, sólo para calentar en el microondas. Ella recordaba con exactitud lo que me gustaba: huevos fritos con jamón, un par de rebanadas de pan tostado y abundante café negro. Por un rato pensé que quería reconquistarme, pero eso estaba muy lejos de mi mente.

Puse los huevos fritos con jamón en el microondas, giré la perilla a minuto y medio, encendí el pequeño televisor que estaba a un costado de la cocina y me senté a esperar el tiempo de recalentamiento, cuando veo a través de un avance noticioso del Canal 4 que el narrador concluía una noticia sobre el ex embajador asesinado en París. Expresaba que éste estaba siendo investigado por un presunto tráfico de obras de arte desde París a Caracas antes de que fuese muerto en un rito homosexual.

Corrí a vestirme para salir a indagar sobre el asunto. Luego de ponerme los pantalones pasé una de mis manos por la barbilla y me percaté que no me había afeitado. Mientras lo hacía, un penetrante olor a quemado hizo que corriera hacia la cocina. La maldita perilla del microondas se había atascado y no giraba hacia ningún lado. Desenchufé el aparato, abrí su pequeña portezuela a fin de que el humo se disipara, y seguí en lo mío.



Al llegar al centro de la ciudad, el caos imperante en la avenida Universidad me hizo bajar rabioso del taxi.

A pie llegué hasta la esquina de La Bolsa, frente al Congreso Nacional, donde funcionan los tribunales penales. Allí tenía un buen amigo, el doctor Renato Borges Miquelena, un juez muy probo y de intachable conducta. Sabía que él podía aclararme muchas cosas y ponerme al día sobre el caso del ex embajador.

Subí hasta el segundo piso del destartalado edificio y me dirigí, con pasos firmes, hacia la puerta de entrada del Juzgado Quinto de Primera Instancia en lo Penal.

Al entrar vi que todo seguía igual. Los mismos escritorios desvencijados, sucios y repletos de un desordenado rosario de expedientes de quién sabe cuántos inocentes que aún permanecían esperando condena en las cárceles sin haber hecho nada, sino sólo ser víctimas del capricho de algún estúpido e ignorante policía.

Sé muy bien que el juez Borges se desvive por darle celeridad a sus casos, pero en mi país, y todo el mundo lo sabe, la justicia está corrompida y los jueces más bien parecen mercenarios que magistrados. Por supuesto que mi amigo Borges era una de las pocas excepciones.

El secretario del juzgado hablaba plácidamente con una linda y joven morena de ojos verdes. Estaba encantado con ella, de su belleza, y no de su problema. Se veía a primera vista, ya que tenía esa mirada inconfundible del seductor, que entorna los ojos como un pendejo. Las máquinas de escribir de las secretarias me recordaban la redacción del periódico. Nadie se había fijado en mi presencia. Por eso avance, sin pedir permiso, hasta el despacho del juez. Sin tocar, bajé la manilla y abrí la puerta.

–¡Daniel! –exclamó Borges sorprendido levantándose de su asiento–. ¡Qué sorpresa!... ¿Cuándo llegaste de París?

–Apenas ayer, amigo –dije al tiempo que extendí los brazos para darle un fuerte apretón contra mi pecho.

Aunque teníamos la misma edad, Borges estaba gordo, casi obeso. Se veía como si todo el tiempo del mundo le había caído encima. De su abundante cabellera negra, de la que siempre presumía, sólo le quedaba un pequeño recuerdo al lado de sus dos orejas. Aunque vestía elegantemente, aquella ropa tan fina sobre aquel cuerpo grasiento parecía una burla al buen gusto. A ratos, mientras hablábamos, abría descomunalmente sus pequeños ojos negros para luego, inmediatamente, entrecerrarlos poniendo mirada aguda. El muy zorro de antemano sabía que yo no me habría molestado en ir hasta allá con la sola intención de saludarlo. Intuía que buscaba otra cosa. Eso lo intrigaba aún más.

Rápidamente comenzó un feroz y curioso interrogatorio. Le dije varias mentiras para complacerlo y a fin de que se sintiera orgulloso de mí. Le conté que estaba escribiendo una buena novela, la cual estaba por terminar, y que una prestigiosa editorial española se había interesado en publicarla. Le narré mi vida en París y lo bien que la estaba pasando. A instantes, mis “pequeñas” mentiras me perturbaban hasta hacerme enrojecer las mejillas.

El no se tragaba el cuento, pero le divertían mis ocurrencias. Qué podía hacer. ¿Decirle la verdad? Se hubiese decepcionado y no me habría soltado lo que después, confidencialmente, me dijo sobre la investigación del tráfico de obras de arte y la relación del caso con el ex embajador asesinado en París.

Aunque no era un expediente que él llevara, Borges estaba muy bien informado sobre el asunto.

Entre otros detalles de poco valor, Borges me dijo que el ex embajador Riva Rodríguez utilizaba jóvenes, algunos de los cuales después convertía en sus amantes, para que, a través de la valija diplomática, en el tiempo que ejerciera en Madrid y Nueva York, traficaran con valiosas pinturas de reconocidos artistas de fama mundial, en su mayoría del siglo pasado. Estas obras eran adquiridas en forma ilegal en Europa, de donde eran sacadas de la misma manera, para luego ser vendidas a precios millonarios a coleccionistas privados o galerías de arte, tanto en Caracas como en el exterior.

Todo me parecía muy interesante, pero no encontraba ningún hilo que atara al ex embajador con Flavio Gaudín. Presentí que debía haber algo más. Por eso le demostré interés a Borges, pero un interés no comprometido. Por supuesto que ni en broma le mencioné el nombre de Gaudín. Mucho menos las escenas que había presenciado en París. Dejé que siguiese hablando. Borges, cuando se desata, es un conversador incorregible. Habla de todo y de todos al mismo tiempo. Por eso hay que saberlo escuchar para poder hilvanar la dispersión de su lenguaje.

Fue exactamente en el momento que comencé a fingirme aburrido, dirigiendo la mirada adrede hacia el techo y las paredes de la oficina, cuando Borges soltó una confidencia a fin de retenerme un rato más en su despacho, por cierto, nada del otro mundo, sino más bien bastante modesto. Un escritorio enchapado en fórmica marrón simulando al nogal. Sobre este tres viejos teléfonos grises, unos cuantos papeles dispersos y útiles de escritorio. A su espalda una rústica biblioteca albergada por unos pocos libros de leyes, un televisor en blanco y negro y un aburrido florero de cristal de murano que desde hace tiempo parecía no haber visto una flor.

Sin medir la repercusión que podía tener en mi mente, el juez Borges me confió que el ex embajador Riva Rodríguez tenía una estrecha amistad con Pablo Castro Tinedo, un banquero muy respetado y temido en los círculos financieros y políticos venezolanos.

Esa confidencia me hizo estremecer. Abrió aún más mis ojos y sensibilizó ese olfato del que nos jactamos todo periodista que nos preciamos de ser llamados tales. Y yo ejercí la profesión durante treinta años y esa condición nunca se pierde, aunque ahora quiera dármelas de escritor.

Como la investigación estaba recién comenzando, Borges no pudo aclararme más el panorama. Le di las gracias y me despedí con la promesa de que antes de volver a París almorzaríamos juntos.

Mientras bajaba por las escaleras de los tribunales, en mi cabeza daba vueltas el nombre de Pablo Castro Tinedo. Yo lo conocía personalmente, estaba enterado de sus grandes y exitosos negocios multimillonarios. Sabía que no siempre se iba por el camino recto para atrapar a su presa y que se valía de mil y una artimaña, legal o financiera, para salirse siempre con la suya. Era un tramposo, pero un tramposo con estilo y con dinero. Si hubiese sido un pobre diablo, todo el mundo lo calificaría de vulgar ladrón. Pero como era multimillonario y con poder político, le llamaban astuto banquero. Yo sé de sus trampas y triquiñuelas desde el tiempo en que era un simple abogado. Sé de sus habilidades para el fraude y el delito fiscal. Bueno, todo el mundo bien informado sabía eso. Quizás yo sepa un poco más porque mi segundo suegro fue su víctima.

El cuento, para hacerlo breve, es que después de que mi suegro lo tenía como asesor de sus empresas, Castro Tinedo lo arrinconó hasta llevarlo a la ruina. Y todo por codicia y maldad. Fue así como, por su culpa, mi pobre pariente perdió sus siete fábricas, su casa, yate y demás bienes. Fue tanto el mal causado por Castro Tinedo, que mi suegro, después de quince años, todavía anda dando tumbos por allí.

Yo no sólo sabía de sus trampas, sino también algo, no mucho, de su borrascosa vida privada.

Recordaba con estupor el escándalo que se formó en los círculos de la alta sociedad el día que se supo lo de la fuga a París de su esposa, Cecilia Pinilla de Castro Tinedo, con el chofer de la casa.

Trastornada por la pasión y el porte de su chofer, unos veinticinco años más joven que ella, Cecilia, una rubia imponente en aquel entonces, abandonó a su calvo, regordete y pequeño marido, para trasladarse a Montmaitre con su amante, junto a quien vivió durante tres años.

En París hizo contactos para que le publicaran unos cuentos cortos que había escrito, pero todas las puertas se le cerraron.

Cansada de penurias y de llevar una vida disipada en París, Cecilia, al acabársele el dinero, el cual había dilapidado entre tragos y frivolidades, dejó a su amante y decide regresar a Caracas.

Su marido, pese a los prolongados cuernos y a las burlas y chanzas a las que fue sometido a sotto voce en los círculos de la alta sociedad, la perdonó y recibió con los brazos abiertos.

Y es que él tampoco era ningún santo. Mucho se habló en una época de su affaire con una prima de su mujer, a quien luego, después de terminada la relación extramarital, le quitó la pequeña fortuna que ésta poseía.

En un tiempo también se especuló mucho sobre un romance con su secretaria privada, mucho más joven que él. Esa unión terminó, según se dijo, porque la mujer, cansada de su creciente impotencia sexual y de estarle aplicando la “bombita” para que pudiese lograr una incipiente erección, comenzó a buscar satisfacción con otros hombres.

Cuando Castro Tinedo se enteró, ardió Troya en su banco. Todo el mundo lo supo. Fue tanto el shock que sufrió, que muchos aseguraban que había perdido la razón y que por tal motivo el banco se vendría abajo. Nada de eso sucedió. Por el contrario, el banco vivió una época de gran esplendor debido a una multimillonaria inyección de dinero fresco que Castro Tinedo consiguió gracias a sus buenos contactos gubernamentales.

De su vida sentimental, luego del último escándalo, poco se supo. Aunque se llegó a especular que su gusto hacia las mujeres lo había desviado hacia el de los hombres. Se decía que esa decisión lo hacía feliz, pero también lo atormentaba mucho. Por ello, para disipar su miedo y vencer las inhibiciones, se había dedicado al alcohol. Desde ese entonces la botella siempre fue su fiel compañera. Su primer whisky, y eso me consta, se lo tomaba a las nueve de la mañana, tres horas después del desayuno.

Pablo Castro Tinedo, como hábil enredador, era un hombre de poco dormir y un gran madrugador. “Mientras todo el mundo duerme -recuerdo que decía- yo ya tengo medidos, centímetro a centímetro, mis pasos de mañana y pasado mañana. Allí reside mi éxito”, sentenciaba envanecido tocándose su abultado abdomen.

En aquel entonces, Cecilia Pinilla de Castro Tinedo, ya con los años a cuestas y con su otrora belleza marchita, vivía deprimida y a punto del suicidio. De hecho, se dijo que en más de cuatro oportunidades trató de quitarse la vida. En su blanco rostro, como esculpido en cera, se demarcaba, pese a la gran fortuna que poseía, su poco interés ante la vida y el futuro.

Pocas veces sonreía, y cuando lo hacía, parecía más bien estarse burlando de ella misma y de la vida. Era una mascarada viviente.

Seguía escribiendo cuentos, pero nada de valor, aunque sus libros se imprimían en elegantes presentaciones y con una calidad propia de best seller. Por supuesto que eran publicados por su propia editorial.

Su desgano ante la existencia cotidiana sólo se esfumaba parcialmente cuando conocía a algún apuesto joven con quien ella presumía que podría tener algo más que una efímera y tediosa amistad. Porque una de las cosas que más le deprimían, era, precisamente, el tedio. Ella era una mujer activa en todos los sentidos, pero su edad y su cuerpo, ahora de una sola pieza recta, donde las caderas dejaron únicamente una horrible arruga para recordar que existieron, la privaban de los placeres de la carne por su terrible temor al rechazo. Y cuando este venía, cuando no podía comprar con dinero o promesas de fama a algún hombre que la hiciese sentir nuevamente joven y deseada, volvía a caer en un estado depresivo casi catatónico.

Una amiga común, a quien ella acudía en busca de ayuda cuando estaba al borde del precipicio, me contaba entre preocupada y alarmada de los complejos, frustraciones y temores de Cecilia Pinilla de Castro Tinedo.

“¡Pobre mujer!”, pensaba siempre que me la encontraba en reuniones, cócteles o banquetes. En realidad no era fea, pero con aquel cuerpo ajado y sin formas, verdaderamente que daba lástima.



La estridente corneta de un automóvil que casi me atropella en la salida del edificio de los tribunales, borró de un solo golpe todos mis pensamientos.

Era cerca del mediodía y las calles de Caracas estaban atestadas de un anárquico y caótico tráfico.

Tomé un taxi y me dirigí nuevamente a casa de mí ex mujer. En el trayecto recordé, que entre todas las cosas que me dijo el juez Borges, mencionó que esa noche los Castro Tinedo daban una fiesta en su casa en homenaje al embajador de España, quien dejaba la misión diplomática en Venezuela para volver a Madrid, donde se dedicaría a las empresas de textiles que poseía en su país.

Aunque no estaba invitado, ya que desde hace más de siete meses casi nadie sabía de mí, me hice el propósito de asistir. Sabía que muy poca gente notaría mi presencia, aunque en esos círculos era relativamente conocido, y que por tal motivo no tendría que dar muchas o ninguna explicación sobre mi retiro a París.

Sabía también que tendría el paso libre, ya que los Castro Tinedo, aún cuando cursan elegantes tarjetas de invitaciones para sus reuniones, muchas de ellas las hacen por teléfono, a través de secretarias, debido a que el servicio de encomiendas en Venezuela funciona muy mal, como casi todos los demás servicios. Por experiencia, y por haber asistido a muchas fiestas en su victoriana mansión del Country Club, tenía la firme certeza de que ningún portero, guardaespaldas u otra servidumbre, se aventuraría a cerrarme el paso, menos aún viéndome tan elegantemente vestido, como solía hacerlo en esas ocasiones. Además, si los guardias eran los mismos de hace siete meses, más bien me reverenciarían a mi paso.

Creo que ninguno de ellos supo nunca quién, en verdad, era yo. Sólo sabían que era “importante” y que conocía a los Castro Tinedo. Eso bastaba.



4

Esa mañana René Brizuela salió muy temprano del 25 Rue Richer. No sabía que al día siguiente de la partida de Gaudín yo ya había averiguado cómo se llamaba, de dónde era, qué hacía y de qué vivía.

Flaco, de mediana estatura, más bien un poco bajo, esa templada mañana en que los vientos de otoño ponen a estornudar a más de uno, Brizuela se asemejaba más a un actor de cine que a un pintor. Quizás era debido a su vestimenta, un poco estrafalaria, compuesta de pantalones color amarillo encendido, camisa verde pino, a la que sólo se le veían los puños, bufanda negra con vistosos lunares amarillos que hacían juego con su pantalón y grueso suéter de lana marrón.

Desde mi ventana lo vi alejarse calle abajo. Pensé: “Ahora sí te tengo en mis manos”. Y era así.

El lunes, a menos de veinticuatro horas después de presenciar la despedida de Gaudín y su amante en el “Charles De Gaulle”, enseguida que vi al hasta ese momento incógnito amigo íntimo de Gaudín salir de su taller, fui hasta su edificio y le toqué a la conserje. La mujer, una gorda sexagenaria de pelo rojizo a fuerza de tintes, cosa que no ayudaba en nada a su grotesca figura, respondió a mi llamado.

Con cara de pocos amigos y el ceño fruncido, que denotaban amargura por el destino que la vida le había deparado, en un vulgar francés y despidiendo olor a moho de su boca, me pregunto:

–¿Qué quiere usted?

Dejé que mi rostro se iluminase con una cordial sonrisa y con aire cautivante, como si estuviese deslumbrado ante su presencia, saludé a la vieja con picardía.

–¡Bon jour mademoiselle!

Luego, mintiendo y con evidente cara dura, le pregunté si mi amigo, el pintor latinoamericano del segundo piso, había dejado algo para mí.

–¿Quién, monsieur René Brizuela? –preguntó, ahora más dispuesta a hablar, mientras con sus dos manos arreglaba coquetamente su horripilante cabellera y de sus labios esbozaba algo parecido a una sonrisa.

–¡Oui, mademoiselle! –contesté en tono seco, casi despectivo, como si me asqueara su presencia.

Sus labios volvieron a torcerse tomando otra vez su aspecto malogrado natural.

–¡No, acaba de salir! –respondió cerrando de un golpe la puerta.

Mi actitud fue fríamente calculada. Debía primero, el tiempo que fuese necesario, tratar de sacarle a la vieja el nombre de su inquilino latinoamericano que vivía en el segundo piso, cosa que logré impecablemente

Sé bien que esas edificaciones, muy similares todas, tienen tres departamentos por piso. Existía la posibilidad de que las tres estuviesen ocupadas por latinoamericanos. Sin embargo, el único que acababa de salir era el hasta ahora desconocido Brizuela. El segundo paso era, una vez logrado mi propósito, tratar a la mujer bruscamente a fin de que aborreciera aquel instante de su vida. Que olvidara mi rostro, o que solo existiese un borroso recuerdo de el. Sabía que, por vanidad y orgullo, no comentaría aquel desagradable momento. Lo desterraría de sus recuerdos y seguiría inmersa en su amargura.

Conozco las debilidades del sexo femenino. Y aunque la vieja ya pasaba de los sesenta, jamás dejaría de ser mujer. Sus sueños, obviamente, no serían los mismos de cuando tenía veinte años, empero los seguía teniendo. El sólo hecho de haberse puesto aquel horrible tinte en su cabello evidenciaba que aún no había renunciado a ser mujer, a ser deseada, aunque fuese por instantes.

Enseguida regresé a mi habitación tratando de alejar aquella desagradable imagen femenina que aún permanecía delante de mis ojos. Una vez allí, busqué en mi libreta telefónica y marqué el 42.25.64.38. Era el número de la Sureteé, la policía francesa. El pasado 5 de julio, durante la recepción que dio la embajada venezolana en París para conmemorar el Día de la Independencia de mi país, conocí a Jean Pierre Perbal, un alto funcionario de esa organización que estaba entre los invitados, con quien entablé una buena amistad. Él me podría ayudar a identificar plenamente a René Brizuela.

Obviamente, no le dije palabra sobre mi verdadero interés en cuanto a Brizuela. Tuve que recurrir a una argucia, a una mentira. Le relaté que había recibido desde Caracas una llamada de una prima de René, a quien yo conocía desde que era una jovencita, en la que me informó que la madre de éste se encontraba grave y que no pudiendo dar con él en París, buscaron mi ayuda a fin de localizarlo. Jean Pierre me escuchó atentamente y pidió que lo llamase a las cuatro de la tarde. Que a esa hora tendría respuesta a mis preguntas.

Ese día no salí de casa, aunque tenía bastante que hacer antes de preparar mi vuelta a Caracas. A las cuatro en punto volví a discar el número de la Sureteé y pedí por el inspector Jean Pierre Perbal, Jefe de Investigaciones Especiales de la policía francesa.

Perbal, muy gentilmente, me informó que Brizuela vivía en el departamento número seis del 25 Rue Richer y que, según las referencias que poseía, era un pintor de escasa notoriedad, por lo menos en París, y que subsistía gracias a una sustanciosa beca otorgada por el Ministerio de la Cultura de Venezuela. Me dijo igualmente que había nacido en la ciudad de Valencia, al centro de Venezuela (dato al que yo a través del hilo telefónico le aludí poca importancia, haciéndole suponer que lo sabía de antemano) y que su teléfono era el 42.21.01.14.

Le di las gracias por su celeridad y excusas por la molestia causada. El se reiteró a mis órdenes expresando que “por una madre cualquier esfuerzo vale la pena”.

Colgué y fui hacia la ventana para aspirar un poco de aire fresco y estirar los brazos. Aquella espera me había mantenido algo tenso. Creía en las habilidades de Perbal y en la efectividad de la Sureteé, pero hasta que no tuve la información en mi poder, no me tranquilicé.

Mientras estaba asomado, veo a Brizuela regresar junto a un amigo que llevaba un voluminoso paquete debajo de uno de sus brazos. Estaba forrado en papel blanco y atado con un fino cordel rojo por los cuatro lados. Por el volumen y el poco esfuerzo que hacía al transportarlo, intuí que se trataban de cuadros o telas vírgenes montadas en sus bastidores.

Su amigo, de unos quince centímetros más alto que él, era un joven blanco, de pelo castaño liso, bien parecido y de cuerpo atlético. Vestía de forma desenfadada. Chaqueta negra llena de broches y adornos plateados abotonada hasta el cuello, un vaquero desteñido y roído y zapatos de tenis blancos. Hablaba profusamente y gesticulaba con las manos. No tenía aspecto de francés, quizás más bien podría ser español, deducía a través de mi rápida observación.

No les quité la vista de encima hasta que Brizuela abrió la puerta de entrada de su edificio y desaparecieron tras de ella.

Seguí un rato más en la ventana a fin de poder verlos a través de la suya, pero permaneció cerrada, tal cual como estaba antes de llegar.

Tomé del armario la chaqueta de piel de reno y bajé a la calle sin rumbo fijo. Quería despejar ideas y la mejor forma era un buen paseo al aire fresco del atardecer.




Me sentía contento por lo que había podido averiguar sobre Brizuela, pero no estaba del todo satisfecho.

Ese día, los preparativos de mi retorno a Caracas y las compras de última hora con el propósito de no volver con las manos vacías ante mis familiares, me tenían un poco agotado.

El avión partiría la mañana siguiente y yo ya tenía todo arreglado, menos el pequeño maletín de mano Gucci, que muy generosamente me había regalado mi segunda ex esposa antes de emprender viaje a París, el que ella calificó como una infantil evasión a mis responsabilidades. Y estaba en lo cierto, debido a que en el fondo había mucho de eso.

Me eché en la cama boca arriba y fijé los ojos en la vieja lámpara que colgaba del techo. Era un candelabro de cinco puntas con copas de cristal esmerilado y armazón de porcelana con encajes de múltiples florecillas multicolores. Muy rococó y pasado de época, según mis gustos.

Era la víspera de mi retorno y aunque me interesaba mucho, quizás demasiado, el affaire Gaudín, no podía dejar de pensar en mi familia. Aunque había pasado relativamente poco tiempo, me parecía una eternidad.

Aparté la vista de la ridícula lámpara, cerré los ojos y me dejé atrapar en el inmenso mar de los pensamientos y las imágenes. Los recuerdos fluían como manantial en mi mente. Unos eran placenteros, otros terriblemente dolorosos. Entré en el pasado como un rayo. Era como si estuviese montado en uno de esos carros de las montañas rusas de los parques de atracciones. Me detenía por instantes en un tiempo y luego corría veloz a través de los años y los sucesos. Y, agotado de tantos recuerdos y frustraciones, corrí más aprisa con mi mente hasta llegar apenas a unos años atrás. Me vi en la casa, muy feliz, rodeado de mis hijos y de Franchesca, mi segunda ex mujer. Parecía vivir aquel momento. Era tan real, que casi podía atraparlo con mis manos. ¡Qué feliz era, Dios mío! ¡Cómo la amaba y cómo la deseaba! Porqué tuvo que romperse aquella pasión que parecía no tener límites ni final.

Mientras pensaba en ella, pronto me vi acariciándola en mis recuerdos. Estábamos los dos desnudos, tendidos sobre la ancha cama matrimonial vestida de sábanas azules, como el agua del Mediterráneo. Yo pasaba mis manos por sus pequeños, mórbidos y blancos pechos mientras ella me veía con sus grandes y expresivos ojos color de miel que se tornaban color de prado seco mientras aumentaba la pasión. El placer, lo sabía, se iba pincelando con el correr de los minutos más en ellos. Con un suave movimiento me recliné sobre su sensual y bien formado cuerpo, tomé con mi boca sus senos mientras descorría lentamente una mano sobre su poblado pubis para luego acariciar tiernamente su ya mojado punto de placer. Ella, apartando mis labios de su pecho se los llevó a los suyos, y con su pequeña y delicada mano agarró mi virilidad, que estaba al rojo vivo. ¡Qué besos tan frenéticos y rebosantes de pasión sabía prodigar! Era como si de mi boca brotara agua dulce que ella ansiosa necesitaba para vivir. Poco a poco nos íbamos separando, y de allí, de su boca, yo comenzaba un lento recorrido con mis labios por los caminos de su cuerpo hasta llegar con ellos a su manantial, que palpitaba ardiente de deseo. Sus pequeños ahogos alucinantes mientras yo me deleitaba en el, sólo eran interrumpidos por los chirridos del copete de bronce de la cama del que ella, con sus dos manos al revés, se asía fuertemente. En aquella posición, con las piernas abiertas, las rodillas apuntando al techo y la planta de sus pies afincados contra el mudo colchón, hacía arder más mi deseo. Enloquecida, con sus ojos cerrados y boca semiabierta que dejaban asomar sus dientes de perla, Franchesca batía su cabeza de un lado a otro para que su bella cabellera negra dibujara ondas sobre su cara. Llegado el momento, me incorporaba dócilmente y la penetraba hasta el infinito en su mórbida morada mientras ella, en alicate, aprisionaba con sus dos piernas fuertemente mi cintura, y sin mover siquiera su frágil cuerpo, me apretaba contra el suyo con la fuerza de tres leones y buscaba mi boca para que fuese suya. Inmersa en el placer, dejaba que yo hiciese mis movimientos de esponja el tiempo suficiente para sentirme en toda su profundidad y en su infinito goce. Luego, con mis manos posadas en sus blancas y deliciosas nalgas, girábamos sobre nuestros cuerpos para que ella quedara sobre mí. Entonces soltaba mi boca y danzarinamente se incorporaba sin dejar de sentir el miembro ardiente en sus entrañas, recogía sus piernas hacia afuera y con sus rodillas clavadas en la cama comenzaba a moverse como una loba herida haciendo deslizar sus carnosos glúteos sobre las orillas de mis muslos. Éramos como clavo y madera fina y ella lo sabía. Por eso comenzaba a contonearse con deseo impaciente al sentirse penetrada hasta el cielo. De sus ojos brotaban centellas de pasión morbosamente eróticas. Yo la veía igual. A ratos, sin que un centímetro de mí saliera de su cuerpo, me incorporaba para besarle con mi boca sus erguidos y majestuosos pechos que apuntaban su pezón hacia mi lengua traviesa. Cuando venía el momento, clavaba sus manos y uñas sobre mis hombros, ponía los ojos en blanco, como de muerta, y dejaba salir de la profundidad de sus entrañas los gritos guturales y el sollozo histérico, carente de lágrimas, de la satisfacción. Yo seguía allí, pegado, y sin deshacernos volvíamos a repetir el ritual una y otra vez hasta que ella llegara a su cuarto orgasmo, momento en el cual yo también le hacía sentir el mío. Cuando presentía que me iba a desbordar, se volvía como loca. Me abrazaba más fuerte que nunca, aceleraba todos sus movimientos y posaba sus labios mojados por el deseo sobre toda mi cara como si de ella brotara agua viva. Besaba mis ojos con infantil ternura para luego deslizar su lengua cerca de la mía haciéndola mover como áspid en celo. Al terminar la primera etapa del ritual, nos despegábamos lentamente y ella bajaba hasta el centro de mi cuerpo. Tomaba entre sus manos al agotado guerrero que descansaba inerte sobre uno de mis muslos y lo introducía en su boca hasta hacerle recuperar el vigor perdido.

Al rato, la historia volvía a repetirse, con todas sus variantes y posiciones, hasta que yo llegara al tercer orgasmo y ella al catorce.

Después, agotados y risueños, siempre hacíamos chistes sobre eso, porque ella, asombrada, nunca recordaba con certeza cuántas veces había palpado el placer en su infinito. Y qué importaba si sabíamos amarnos como nunca nadie lo había soñado.

Durante los catorce años que duró nuestro matrimonio, casi lo hacíamos todos los días. Después, con el nacimiento de los niños, ella fue perdiendo el interés y la fuerza, mientras mi vigor aumentaba y mi impaciencia también.

En esos últimos años, cosa que ella nunca supo, aunque tenía tenues sospechas, tuve que buscar satisfacción afuera. No era lo mismo. ¡Jamás! Aunque en apariencia eran mejores hembras, quizás hasta más hermosas, nunca lograron que me sintiera como me sentía navegando en el cuerpo de Franchesca. Faltaban muchas cosas, pero la más importante era ¡amor! Y yo nunca podría amarlas como la amé a ella, porque ese es un sentimiento que florece en la piel y se anida en nuestro cerebro y allí pare y muere.

Sin embargo, las mujeres son animales impredecibles, profundamente malvados y egoístas cuando se trata de sus propios intereses. En ese punto no miden distancia ni tiempo. Sus sentimientos son un volcán de donde brotan dardos de fuego contra quien se interponga en sus decisiones sin importarles un bledo si éstas son calificadas de deshonestas, ya que ellas justifican sus actos autoengañándose y engañando a quienes les rodean con el fin de darle un sentido valedero a su innoble conducta.

La crueldad de algunas mujeres sólo es comparable al sufrimiento infligido a los que mueren de cólera.

Nunca he tratado de entender a las mujeres, porque de antemano sé que nunca nadie que lo haya intentado lo ha logrado. Sus almas, si es que las tienen, es un pozo negro y oscuro en cuyo fondo moran y se debaten entre sí todos los pecados capitales. A veces nunca salen a flote por carecer de oportunidad, pero si ésta se presenta no dudan en salir de su madriguera.

Y eso fue lo que pasó entre Franchesca y yo. De pronto, catorce años de vida en común se los llevó el viento en los últimos siete meses de vida conyugal.

Mi ingenuidad y seguridad en aquella mujer que tanto amaba me tenían los ojos vendados. Fueron siete meses de rechazos, recriminaciones y amenazas. La muy desalmada, con una crueldad y sangre fría sin límites, condenaba mi vida, presumiblemente bohemia e improductiva debido a unos pasajeros agobios económicos. Me reprochaba maltratos y vejaciones al punto de hacerme sentir culpable y perverso criminal, pese a que mi veleidosa y disipada vida había cambiado mucho desde que la conocí aquel maldito día de abril.

La verdad era que ella, la muy asquerosa, tenía un amante y trataba de justificar ante mí, su familia y la sociedad, su inaplazable necesidad de abandonarme. Cosa que hizo con crueldad después de una furibunda pelea.

No le importó nada. Ni hijos ni familia. Sólo su placer vaginal y nueva pasión, la cual creía que le brindaría una vida mejor y sin privaciones. Cosa que jamás sucedió, sino todo lo contrario.

Desde ese momento comenzó mi solitario peregrinar llevando a cuestas mi propio infierno particular. El suicidio, a veces, se asomaba para tenderme su mano amiga. Resistí a esa dulce tentación del sueño eterno. Tenía que demostrarme a mí mismo que había otro mundo, menos miserable y con olor a sinceridad, donde el odio y el egoísmo no se diesen la mano con el amor que brota de la razón, de la conciencia y de lo más profundo del corazón. ¡No!, tenía que demostrar sentimientos puros y no pasión desbocada.

Al principio creía que la traición de Franchesca era un castigo, luego me di cuenta que fue un premio de la vida. Un premio del que estoy agradecido: me había casado con una mujer con alma de demonio y Dios me la había quitado a tiempo para evitar mayores sufrimientos.

Mi vida ahora tiene sentido y sosiego. La de ella es una inmunda cadena interminable de traiciones y burlas sexuales que la tienen en las puertas del manicomio. Verdaderamente da lástima, pero “el que a hierro mata no puede morir a sombrerazos”, reza un sabio refrán.



5

A las ocho y treinta en punto estaba franqueando la puerta principal de la hermosa mansión de los Castro Tinedo, toda en blanco, con altas columnas y amplios corredores, para dirigirme hacia el fondo, donde estaba el suntuoso jardín. Allí, bordeando la inmensa piscina que permanecía iluminada con reflectores que venían desde el fondo, dando un aspecto de azul blanquecino, casi fosforescente a sus aguas, tres docenas de elegantes mesas redondas armoniosamente dispuestas y vestidas con manteles color verde esmeralda con finos encajes blancos en sus bordes, estaban ya casi atestadas de invitados, quienes permanecían muy circunspectos sentados en las cómodas sillas decoradas de la misma forma que las mesas. En su centro, un candelabro adornado con flores naturales en su base y con tres largas velas verdes encendidas, miraba al cielo.

Busqué a los dueños de casa, a quienes saludé afablemente. Estaban con el Embajador de España en Venezuela y otras personalidades. Luego de una reverencia rápida, muy protocolar, me retiré inmediatamente.

Encaminé mis pasos a otra área del jardín buscando con la vista a alguna persona conocida a fin de entablar conversación, aunque esta fuese intrascendente y trivial.

Me sentía algo incómodo. Fuera de lugar. Mi retiro a París había mermado un poco mi desenvoltura en ese tipo de ambientes.

Caminando sobre el fresco y bien podado césped un poco distraído, aunque eso era común en mí en esas reuniones, escuché a mi espalda una voz familiar que me reclamaba.

–Daniel, ¿dónde te habías metido?

Di vuelta sobre los talones y he ahí a Eduardo Chirivela, un conocido psiquiatra y ex candidato presidencial de un pequeño partido surgido de la división de uno más grande y sumamente poderoso.

–¡Eduardo, dichosos los ojos que te ven! –exclamé lleno de entusiasmo.

Me preguntó que me había hecho y le conté la misma historia que al juez Borges.

Eduardo era un hombre muy inteligente y capaz. No por nada había sido Rector de la Universidad de Caracas. Además era un hombre muy solicitado por sus aciertos y fama en la psiquiatría. Sin embargo, tenía su lado negro. Era tachado de homosexual incorregible aunque él, a fin de disfrazar su desviación, se hacía ver con mujeres bellas y voluptuosas, dándose aire de Don Juan.

Eso se decía de él. A mí no me constaba y conmigo tampoco nunca se sobrepasó. Habladurías de la gente, quizás. Yo no lo sabía y tampoco era mi problema. De la gente famosa, culta y capaz la envidia siempre hace estragos, ya que es una condición que los mediocres se niegan a aceptar. Verdad o mentira lo que se decía sobre él, a mí me importaba un bledo. Lo cierto es que siempre me agradaban sus interesantes conversaciones, porque de ellas aprendía mucho de la vida y los seres humanos. Además, dejaban en uno esa agradable sensación de que la noche no había pasado en vano, como suele suceder cuando uno se topa con personas que sólo hablan de dinero, negocios realizados o por realizar, y proyectos faraónicos que sólo tienen asidero en su imaginación. Lo banal y los asuntos de dinero siempre me han fastidiado porque siempre le he dado, a través de toda mi vida, más, pero mucha más importancia, a los quehaceres del espíritu, de los sentimientos. Me hace sentir más humano y digno de calificarme como tal. Y no es que el dinero no me importe. ¡Claro qué me importa! Pero todo en su justa medida. No soy de los que se obnubila ante una fortuna, menos soy devoto adorador del dios dinero. Lo veo como un simple papel que se necesita para subsistir y darse uno que otro gusto. Pero de ahí a volverme esclavo de un papel, la distancia es mucha, aunque eso represente poder ilimitado.

Quizás por ello, aunque todo el mundo creía lo contrario, no soy millonario. Eso sí, tengo para mis necesidades y eso me basta. Para qué más, si la vida es una ilusión de los sentidos. ¿Para qué sea objeto de envidias, trampas y maldiciones? Eso está muy lejos de mis aspiraciones terrenales.

Mientras conversaba con Eduardo, vi asombrado cuando la imagen de Gaudín, con su brazo derecho extendido y una sonrisota en los labios, caminaba a pasos agigantados hacia Castro Tinedo, su esposa y el embajador español, quienes estaban a unos quince metros de donde me encontraba.

Eduardo tuvo que darse cuenta, porque preguntó:

–¿Qué pasa?

–Nada, es que tenía tiempo que no veía a ese personaje –contesté evasivo.

Eduardo me clavó sus pequeños ojos escrutadores y mirándome fijamente, dijo:

–Se nota que has estado fuera mucho tiempo. Flavio Gaudín es el eje, hoy en día, de la política nacional y seguramente será el próximo presidente del país –sentenció sin dejar de mirarme.

Le respondí que en París estaba aislado de la política venezolana y que de las pocas noticias que llegaban a mis oídos me enteraba a través de la embajada o por alguna persona que estaba de paso.

Dejé a Eduardo, quien fue a saludar a unas señoras muy encopetadas y caminé hacia un almendro, que nunca daba frutos, que los Castro Tinedo habían mandado a traer de España para sembrarlo en su jardín. Eso, decían, le daba un toque europeo y de distinción a la casa.

Allí, casi a media luz, sólo era divisado por la legión de mesoneros que incansablemente servían bandejas repletas de vasos con buen escocés y copas de vino, esta vez, por la ocasión, español, aunque los Castro Tinedo adoraban el vino francés, el cual servían directamente de la botella, que estaba al lado de las copas a fin de que se denotara su marca y calidad.

Desde mi escogido refugio dominaba todo el panorama. Con un whisky en la mano y un cigarrillo en la otra, me sentía a mis anchas, cómodo, fuera del bullicio y la hipocresía sin fin. Me deleitaba escuchando la música de semifondo, unos pasodobles y algunos flamencos, seleccionados especialmente para el momento.

Tuve que salir del placentero retiro debido a una mocosita que se me acercó. Aunque tenía veintisiete años, mentalmente parecía de doce. Sabía que desde hace tiempo le atraía, pero me fastidiaba su conversación pueril y aires de aristócrata. No estaba nada mal. Buen porte, elegante, bella y con dinero, pero cuando abría la boca, su voz chillona e insulsa la hacían insoportable.

Hablé un rato con ella de nada y de todo. ¡Qué vacía era, Dios mío! Sin resistir más su charla, la dejé con la palabra en la boca y me acerqué donde estaba Gaudín. Las seis o siete copas que había tomado me hacían sentir más audaz, con menos inhibiciones.

Gaudín hablaba con un joven artista, al parecer pintor, por la indumentaria bastante informal que vestía. Su cara me era familiar, pero no recordaba dónde ni cuándo lo había conocido o visto.

Me acerqué un poco más, quizás a unos cinco o seis pasos de donde platicaban. Sus voces, pese al bullicio y la música, se oían claras, sin distorsión.

Decidí quedarme allí un rato a escuchar muy disimuladamente. No decían nada interesante o que pudiera interesarme. Iba a dar marcha atrás, cuando oí que Gaudín le dijo al joven.

–Lo de París hay que solucionarlo. Brizuela está al tanto y pondrá las cosas en orden.

Quedé boquiabierto. “Brizuela”, “París”, “hay que solucionarlo”, “pondrá las cosas en orden”. Todas palabras confusas que se me hacían familiares e intrigantes.

Quién era ese joven. Qué tenía que ver con Brizuela y Gaudín. Todo se enredaba más. Mi mente se convirtió en un torbellino que batía las ideas, situaciones, nombres y personajes de un lado a otro del cerebro. Estaba aturdido. Era demasiado, no entendía ya nada.

Retrocedí tambaleante, confuso, pero antes de estar demasiado lejos, la voz de Gaudín me hizo detener de golpe.

–Mañana salgo para Londres. Desde allí la situación se verá más clara–advirtió al joven dándole unas palmaditas en el hombro.

Dicho eso se despidió de él y esbozando su amplia sonrisa se dirigió hacia una mesa donde unas ancianas señoras, que más bien deberían haber estado durmiendo en su casa a esa hora, le hacían señas con las manos reclamando su presencia.

Mientras lo veía reverenciar a las damas, me dije: “Si él va a Londres, ¡yo también!


6

Caminaba de un lado a otro por la espaciosa habitación. A veces los viejos listones de madera que estaban debajo de la alfombra dejaban escuchar el crujido seco de los años.

En la mano sostenía un maldito cigarrillo encendido. Me hacían daño, lo sabía, pero no podía abandonarlos. El hábito, los nervios y la impaciencia complotaban contra mí para que no los dejara.

Eran las siete y treinta de la mañana y ya me había fumado cinco. El día estaba muy neblinoso, con aires de sueño y de un gris deprimente. Había llegado a Londres la noche anterior, siguiéndole los pasos a Gaudín.

Me alojé en el Dorchester, el mismo hotel que Gaudín, ya que al llegar al aeropuerto vi a unos mozos en la puerta de salida de viajeros mostrando grandes carteles en alto, con la inscripción del Dorchester, reclamando la atención de las personalidades invitadas al Trigésimo Congreso Mundial de la Nacional Socialista. Y como Gaudín era uno de esos invitados importantes, obviamente habría sido alojado en dicho hotel, que estaba bien resguardado y con una excelente vigilancia.

Asomado en la ventana veía parte del gigantesco Hyde Park y una hilera de árboles desnudos que se iban perdiendo en la lejanía de Park Lane. Algunos transeúnte caminaban luchando contra el viento y el frío. Aquella pálida escena semejaba un cuadro de Corot, pero pincelado en la descabellada urbe y no en la placidez del campo.

Encendí otro cigarrillo y dejé que el humo exhalado borrara aquella imagen que tenía frente a mí. Di la vuelta y me dirigí hacia el pequeño escritorio de madera pulida, muy estilo inglés, y de uno de sus cajones extraje el programa del Congreso Socialista que en la noche había tomado de una pila que estaba amontonada en una esquina de la recepción del hotel.

Lo chequeé y reconfirmé la hora en que estaba pautada la primera sesión: las nueve. Todavía tenía tiempo suficiente para bajar a desayunar, aunque debido a la ansiedad no tenía ganas de probar bocado. No obstante, bajé.

En el lobby vi a Gaudín charlando animadamente y en forma muy familiar con un grupo de personas. Seguramente parte de su comitiva, pensé.

Tomé el Mirror que alguien había abandonado en una de las mesitas del estar del hotel y comencé a ojearlo, pero con la vista y atención fija en los movimientos del político.

Uno de sus acompañantes miró el reloj y le dijo algo a Gaudín, quien enfiló hacia la puerta de salida seguido por todos ellos. Tiré el diario sobre la mesa de donde lo había tomado y fui tras ellos.

Al llegar a la calle ya se habían acomodado en dos autos. Me paré en seco y me dije: “¡Qué diablos estoy haciendo!”. Volví a chequear el programa del Congreso y leí que ese primer encuentro terminaría a las doce del mediodía. Luego habría, a la una, un almuerzo con todos los delegados y que, a las tres de la tarde, el Jefe del Gobierno español pronunciaría un discurso.

Iré a las cuatro, me dije, calculando que el discurso, mínimo, duraría una hora.

A las cuatro en punto estaba en la entrada del Centro de Conferencias situado en Storys Gate, cerca de Old Queen Street.

Me informé y todos seguían adentro. Esperé una media hora más y al rato comenzó el desfile de personalidades hacia la puerta de salida.

Entre la multitud vi a Gaudín. Venía a paso apresurado y sólo, sin acompañantes. Se metió en el primer taxi de la casi docena que estaban afilados contra la acera, frente al palacio de conferencias, y partió.

Lo seguí en mi pequeño Ford Cortina que había aprovechado alquilar en la mañana. Las calles estaban atestadas de coches, sin embargo no lo perdí. Fue una verdadera suerte. En Regent Street, en Piccadilly Circus, se bajó y entró a una pequeña galería de arte llamada “Point Blue”, situada al lado de las oficinas de la Singapore Airlines.

Estuvo dentro unos veinte minutos. Luego salió, tomó otro taxi y se fue. No llevaba nada encima que hiciese presumir una compra.

Bajé del auto y entré a “Point Blue”. Con una sonrisa en los labios me recibió un hombre delgado, de nariz aguileña y mejillas muy rojas. Estaba finamente trajeado y lucía un bigote blanco bien cuidado y abundante cabellera del mismo color impecablemente peinada.

–¿En qué puedo servirle? –preguntó en tono cordial, haciendo un ademán con una de sus manos invitándome a proseguir hacia el interior de la galería.

Le dije que estaba interesado en un Pisarro, pero que fuese de la época de su estancia en la Academie Suisse, donde conoció a Monet y Cézanne.

El hombre, que luego supe se llamaba George Bryanston, casi se va de espaldas al escuchar mis palabras. No era para menos, ya que de las paredes de la galería colgaban sólo unos cuadros de poco valor y de un impresionismo demarcado y burdo, que de ninguna forma podían ser obras de manos maestras.

Tratando de disimular su impresión, Bryanston dijo que trataría de conseguir el Pisarro para mí, pero que para ello necesitaba de algún tiempo. Indicó que tenía un socio en París y que éste, con seguridad, ubicaría la obra. Después me preguntó de dónde era y a qué parte quería que enviase el cuadro en caso de adquirirlo. Antes advirtió que la negociación, en este caso, sería totalmente en efectivo y en dólares norteamericanos, cosa que me pareció absurda e inusual.

Aunque por el acento había notado mi procedencia extranjera, le dije solamente que era latinoamericano, sin precisar país, y que oportunamente le diría dónde debería hacerme llegar la obra. Le manifesté estar de acuerdo con la operación en dólares, siempre y cuando, después de verla, me satisficiese la pintura y el precio. Hablamos sobre la imprescindibilidad de la autentificación firmada y sellada de la pintura por parte de algún museo de renombre en el mundo y sobre otros detalles de la negociación. Por supuesto que yo estaba inventando todo, tratando de hacerme pasar por un experto. No sé si mordió el anzuelo. La cosa es que me atendió amablemente.

Para darle un poco de aire de suspenso, le informé que me quedaría una semana más en Londres, pero que, por cuestiones de seguridad, no le revelaría ni el teléfono ni sitio donde me hospedaba, y que yo lo llamaría cuando lo creería oportuno.

Aceptó las reglas sin aspavientos, como si fuesen normales. De un pequeño cofre de bronce que estaba sobre su escritorio sacó una tarjeta y me la extendió. En su centro, en letras mayúsculas, decía: GEORGE BRYANSTON. Abajo del nombre, en letras más pequeñas y en minúsculas: Experto en Arte. En los extremos de abajo los teléfonos, fax, e-mail y el nombre de la galería.



Gaudín, acompañado de otros tres comensales, apuraba un bocado de su cena. Un cordon blue con contorno de vegetales al vapor y champiñones a la plancha, según pude ver a mi paso por el amplio restaurante del Dorchester mientras seguía al maitre para que me acomodase a unas cuatro mesas de distancia de donde estaba él.

Pedí un coq au vin y una copa de Blanc de Blanc y me dispuse a esperar mi orden. Encendí un cigarrillo y muy disimuladamente, con desenfado, observaba hacia los lados, pero viendo de reojo a Gaudín.

Cerca de la nueve y quince, poco antes de concluir la cena, vi extasiado, a lo lejos, en la entrada del elegante comedor, a René Brizuela escrutando con su vista el interior del local mientras cruzaba algunas palabras con uno de los mozos. Luego, haciendo un ademán al mesonero, se dirigió hacia la mesa donde estaba Gaudín y sus acompañantes. Saludó y llamó aparte a Gaudín. Este se levantó y caminó hacia la salida con Brizuela, quien permanecía a su lado. Unos siete metros antes de llegar se detuvo. Charlaron unos segundos y se despidieron dándose la mano.

Mientras Gaudín volvía a su sitio en el restaurante, yo firmaba apresuradamente la cuenta que momentos antes había pedido y salí del lugar.

Brizuela aún estaba en el hall del hotel, esperando la llegada de un taxi que, como cosa curiosa, esa noche no había ninguno en la entrada. Me dirigí al estacionamiento que está situado a la derecha de la entrada del Dorchester. Allí estaba aparcado mi insignificante Ford Cortina al lado de Rolls, Jaguares, BMW, algún que otro Bugatti y unos Mercedes último modelo.

Subí al auto, puse en marcha el motor y esperé. A los pocos minutos llegó un taxi. Brizuela lo abordó, yo lo seguí. Encendí los faros antiniebla y me coloqué detrás del taxi, que se desplazaba a poca velocidad. Tomó por la Shaftesbury, bajó por Cross Road, en Leicester Square, cruzó por Willam IV, frente al Portrait Gallery, y se fue por la Strand hasta llegar al puente de Waterloo. Allí se detuvo y Brizuela se bajó del coche. A una distancia prudencial abandoné el auto y lo seguí a pie.

El manto de neblina casi no me dejaba ver. A ratos la figura de Brizuela se perdía entre las sombras. Al tenerlo a cierta distancia me detuve y esperé intrigado. Recosté mi espalda sobre el borde de la baranda del puente con mis cinco sentidos bien despiertos y en estado de alerta máxima.

Desdibujado en la oscuridad, a unos veinte metros, veía Brizuela. Parecía nervioso. Caminaba intranquilo hacia el filo del puente para luego volver sobre sus pasos una y otra vez.

No había pasado siquiera cinco minutos cuando del otro lado vi aproximarse lentamente a otra persona que a medida que avanzaba se iba engrandeciendo o desvaneciéndose en la oscuridad según le pegase la luz de los faroles, los cuales estaban envueltos en un manto de neblina. Al llegar donde estaba Brizuela, se le acercó. Hablaron. Ambos parecían nerviosos. Luego, por los gestos, la charla pareció convertirse en discusión. A la distancia veía confuso la escena. Mis piernas temblaban. No sé sí más por el frío que por el miedo. En un momento Brizuela abandonó las palabras, le dio la espalda a su acompañante y se dirigió hacia el borde del puente.

Protegido por las sombras y la niebla, vi con asombro y terror como el otro hombre, al darle Brizuela la espalda, sacó algo del bolsillo de su chaqueta, una navaja, presumo, y se la clavó en el costado, a la altura del corazón. Brizuela trastabilló y mientras iba tambaleante hacia delante, éste lo agarró por el cinturón y de un empellón lo tiró hacia abajo. Luego se escuchó un golpe seco en las aguas del Támesis.

En su huida el otro hombre casi me atropella. Pude reconocerlo. Era la misma persona que días antes había visto llegar con Brizuela a su taller de Rue Richer.

Del susto perdí el camino de regreso al hotel. Estuve dando vueltas por Londres un par de horas antes de llegar.

Pasé una noche de demonios y en vela. No sabía si debía denunciar lo visto ante la policía o quedarme callado. Si lo hacía, seguramente toda la investigación que había adelantado se vendría abajo y nunca más sabría sobre las actividades de Gaudín.

Además, cómo iba a justificar mi presencia en el sitio del asesinato. Cómo decirle que al otro hombre yo lo había visto en París en compañía de Brizuela. Nadie creería mi historia. La tacharían de fantástica y, lo más seguro, es que me habrían detenido por sospechoso.

Tendido sobre la cama pensaba en lo sucedido y en la vida que hasta ahora había llevado y me indignaba conmigo mismo. Era un deambular de aquí y allá sin un norte preciso. Me recriminaba mi ingenuidad ante la vida y la falta de una verdadera aspiración. Me sentía un juguete del tiempo, un paria de la bohemia. Siempre había vivido el instante, las horas, el momento presente, careciendo de una meta que le diese sentido y definido sabor a la existencia. De ahí mis fracasos matrimoniales. Todo lo manejaba a través de mis instintos primarios, pero sin maldad, por eso mi nobleza era confundida con debilidad. Aunque concebía y me afectaba el dolor ajeno, creía, quizás por egoísmo, que solamente el mío era puro. Por ello, aunque muchas veces con mi comportamiento hacía sufrir a quienes me rodeaban y más quería, creía equivocadamente que el de los otros era un sentimiento fingido. O, en todo caso, exagerado. Era egoísta. Sí, verdaderamente egoísta, pero sin darme cuenta. Y sólo me percaté de ello cuando a mí también me tocó sufrir, cuando conocí las heridas del alma, de esas que son más mortales que mil puñales, pero ya era demasiado tarde para enmendar errores. Tarde en el tiempo, en mi voluntad y en la de los otros. La vida me había enseñado el camino con bastante retraso y ya no tenía deseos ni fuerzas para comenzar de nuevo una existencia que estaba muy lejos de mi personalidad o comprensión. Debería nacer de nuevo para tomar otro rumbo y eso no era posible.

Aunque siempre fui puro, sincero y totalmente transparente en mi forma de entregarme, de ser, de amar, nunca fui comprendido a cabalidad. Siempre presentían que detrás de tanta bondad debía haber un lado oculto, indescifrable, que cuando menos se esperara saldría flote para destruir, hacer daño. Por eso nunca nadie se me entregó sin reservas, tal como yo lo hacía.

Mi vida, cavilaba, no pertenecía a este mundo tan materialista, absurdo, pleno de voracidad inconcebible y sumido a la adoración del dinero. ¡No!, yo pertenecía a una raza más pura, ya extinguida o por venir. Pertenecía a la generación de los sentimientos y del amor profundo al espíritu humano. Estaba convencido de mi desubicación en el tiempo. Creía haber nacido en una dimensión que no era la mía y en una época equivocada. Pero había nacido en esta y estaba aquí, vivo, de carne y hueso, y aunque de mis entrañas brotaran ideas de tiempos pasados o por venir, debía soportar la vida tal como era. Con sus engaños, envidias y odios, aunque yo no tuviese facultad para almacenarlas en mi alma. Pensaba que la vida era fantástica, empero estaba persuadido que sólo era una fantasía de los sentidos. Un engaño que sólo la muerte nos revelaría su verdadera dimensión a fin de burlarse de las estériles luchas a las que nos sometió cuando la teníamos.

¡Cómo me hubiese gustado ser siempre niño! ¿Por qué uno debe crecer? ¿Por qué hay que romper esos mágicos momentos, límpidos y tiernos, sin maldad ni ambiciones perversas, para penetrar en el infierno de la razón que nos lega el crecimiento?




El impertinente repicar del teléfono me sobresaltó al otro día. Era el empleado de la recepción, quien cumplía con la instrucción de despertarme a las once de la mañana, tal como lo había pedido antes de acostarme. Le di las gracias y brinqué de la cama para meterme en la ducha.

Bajé al lobby para buscar los periódicos del día. Quería saber si los diarios habían publicado algo sobre el asesinato que presencié la noche anterior, pero nada. Ni una letra sobre la muerte de Brizuela. Era prematuro, lo sabía, pero la impaciencia me dominaba. Lo más seguro, lo lógico, era que aún no habían descubierto el cadáver o que la policía prefirió mantenerlo en reserva por un tiempo, sin informar a la prensa.

Cuando estaba revisándolos nuevamente, junto a mí pasó un botones con una bandeja plateada con un pequeño sobre encima, quien resonando una campanita de bronce repetía sin cesar:

–¡Mensaje para mister Gaudín!... ¡Mensaje para mister Gaudín!...

Mientras el muchacho se alejaba, estuve a punto de llamarlo y hacerme pasar por Gaudín para enterarme de lo que decía la nota. Pero mis pretensiones se esfumaron cuando apareció Gaudín tras una columna cercana a la tabaquería adyacente al lobby.

Tomó la nota, se metió una mano en el bolsillo de su gabán azul marino, extrajo algunas monedas que le dio al chico y se apresuró a leerla.

De pronto palideció. Su tez, ligeramente morena, tomó un color grisáceo y por la expresión de sus ojos parecía aterrado.

“¿Qué decía aquella nota que lo descompuso de tal forma?”, me preguntaba mientras lo veía guardarla.

De antemano sabía que ese día la reunión del Congreso Socialista estaba pautada para las cuatro de la tarde. Habían dado la mañana libre a fin de que los delegados descansaran o fuesen de shopping.

Yo tenía poco o nada que hacer. Aunque me quedaba dinero de reserva debido a uno que otro negocio que había realizado con éxito, y no por mis treinta años de continúo trabajo periodístico, la idea de salir de compras no iba conmigo. Odiaba esas estúpidas y tediosas caminatas a través de los grandes centros comerciales y ese constante entrar y salir de las tiendas en busca de un objeto o vestimenta que me agradase. Mi vanidad no llegaba a tal extremo. Sólo compraba cuando, de paso por algún almacén, veía algo que me atraía. Eso sí, sin muchas exigencias.

Mientras pensaba en ello sentado en un mullido sofá del recibidor del hotel, por mi cabeza se cruzó la intención de regresar a París y penetrar en el departamento de Brizuela, quien ya no lo necesitaría, en busca de alguna pista sobre sus verdaderas actividades. Pero cómo hacerlo. Tenía que urdir un plan, un plan maestro, debido a que la conserje del edificio ya me conocía. ¿Y por qué no disfrazarme?

La idea me sedujo por lo arriesgada y temeraria que era. Por eso corrí de compras a Oxford Street.



7

–Buenos días –saludé secamente cuando la conserje abrió la puerta segundos después de haber tocado el timbre.

Antes de que respondiese al saludo, de mi abrigo beige, que vestía abotonado hasta arriba con el cuello ligeramente doblado para disimular un poco el cabello, saqué una placa policial y ordené:

–¡Lléveme al departamento de monsieur René Brizuela! –ordené.

La vieja, atónita y algo medrosa, presurosa buscó la llave. Subimos por las escaleras hasta el segundo piso y cuando estábamos frente al número seis le dije que abriera.

Ella me escrutaba de reojo mientras ponía la llave en la cerradura. Presentí que dudaba y que daría marcha atrás. Entonces desabroché el botón del abrigo que está a la altura del pecho, metí la mano y del bolsillo interior extraje un puñado de tarjetas y le entregué una.

–Inspector Laroche, de Interpol, mademoiselle –expresé con serenidad y soltura.

Ella sonrió nerviosa y apuró en abrir la puerta.

–Pase usted –indicó empujándola.

Entré y ante su desconcierto cerré la puerta dejándola del lado de afuera. Sabía que debía apresurarme en revisar todo. La vieja podría sospechar y llamar a la estación de policía para corroborar mi visita.

Mientras habría cajones, gavetas y guardarropa, el sudor hacía que me molestara el pegamento de la tupida barba postiza y los bigotes color azabache que había adquirido en Oxford Street para completar mi disfraz. Allí también había comprado unos pequeños espejuelos redondos con cristales negros, un sombrero del mismo color, muy a lo gángster, a fin de esconder mi verdadero cabello, y tinte para manchar mis cejas del mismo color que la barba y los bigotes postizos. La placa policial, de barato pero reluciente latón dorado, la obtuve en una juguetería junto a una pistola de plástico y unas esposas del mismo material, que luego deseché. Las tarjetas, bastante rústicas, las hice yo mismo en una máquina digital, que las imprime al momento, en un local del Soho.

Buscaba afanosamente, pero no sabía qué. De momento me distraje al tropezar con el sofá donde vi desde mi ventana a Gaudín y Brizuela en su danza romántica. Estaba sucio y maloliente. “¡Qué ganas!”, me dije. Fui hacia donde estaba la cama, en un rincón, dispuesta haciendo esquina. A su lado, un poco apartada, sobre un viejo banco de madera había una cocinilla eléctrica de dos hornillas. En la repisa de abajo, algunas ollas, platos, tazas y cubiertos tirados al desdén.

Levanté el colchón y busqué entre el jergón. Nada. Sólo sucio acumulado. Era una habitación de un solo ambiente. Aunque se notaba que en un tiempo fue un sitio agradable, hoy su aspecto era una calamidad. A la izquierda estaba un caballete con una tela a medio pintar sobre el. A su lado un banco lleno de tarros de trementina, barnices, pinceles y un montón de tubos de pintura al óleo a medio usar algunos y otros casi totalmente vacíos. Allí tampoco había nada que indicara una pista. No conseguí ni una agenda ni una nota. Eso sí, había muchos y variados libros de pintura. Cuando me disponía a salir de aquel lugar, recordé la pila de lienzos amontonados contra la pared, la misma que había visto desde mi ventana. Le había pasado varias veces al lado sin reparar en ellos. Cerca de la puerta giré y me dirigí hacia donde estaban. Comencé a revisarlos uno por uno. Eran de Brizuela. Su firma en el margen bajo de la derecha así lo confirmaban. No estaban del todo mal, pero carecían de originalidad. Parecían más bien una imitación de lo que hacía Gauguín en Tahití, pero con la diferencia de que Brizuela pintaba sus óleos con figuras de indígenas Motilones, una raza primitiva que aún subsiste al occidente de Venezuela, y negras. Ambas totalmente desnudas y con fondos de vegetación tropical. Al revisar el último, el que servía de soporte a todos los demás y que estaba apoyado contra la pared, un papelito bien doblado que estaba inserto en la parte de atrás, entre dos esquinas del bastidor, llamó mi atención.

Lo tomé y desplegué. Escrito a lápiz, de esos que usan los pintores para bocetar, decía: “Museo del Priorato. 2 bis. Rue Maurice Denis –78100 Saint-Germain-en-Llaye. Telf.: 39737787. Chequear con F.G.”.

Me lo metí en uno de los bolsillos y salí escaleras abajo. A mi paso vi a la vieja y desagradable conserje de espaldas, hablando por el teléfono que estaba en el pasillo, cerca de la puerta principal del edificio.

Salí sin que se diera cuenta. Al alcanzar la calle apuré el paso, crucé y tomé en dirección a mi edificio. Cerca de la puerta de entrada volteé para percatarme si la vieja había notado mi salida y al no ver a nadie, subí al departamento.



La reunión del Congreso Socialista en Londres ya había terminado.

El Sun, periódico bastante escandaloso y amarillista, el viernes, la mañana de la clausura del Congreso, había publicado que el cuerpo de un joven, presumiblemente latinoamericano o árabe, había sido encontrado por la policía flotando en el Támesis, en las cercanías de la Torre de Londres, y que en su espalda tenía clavado un puñal que le partió el corazón en dos.

La noticia del Sun añadía que al hacerle la autopsia, los forenses determinaron que el joven era portador del virus del HIV, el terrible SIDA.

Después el periódico especuló sobre la hipótesis de que el desconocido seguramente había sido asesinado por una persona que contagió con la enfermedad.

La nota también informaba que Scotland Yard pasaría el caso a Interpol a fin de determinar la identidad y nacionalidad del occiso, ya que no se le consiguió documentación alguna, con el objeto de lograr la captura del asesino, de quien se presumía de nacionalidad extranjera.

El aspecto de Gaudín había cambiado notablemente. Se le veía nervioso, intranquilo y bastante malhumorado. El día anterior presencié de lejos una discusión que sostenía en un inglés bastante basto con un empleado de la recepción. Gaudín le reclamaba que las llamadas internacionales que pedía desde su habitación siempre les eran conectadas con mucho retraso. El empleado reconocía las demoras y se disculpaba, pero alegaba que no era culpa del hotel o del desinterés de algún empleado, sino de la Central Nacional de Telefonía.

Gaudín no aceptaba ninguna excusa y las explicaciones le irritaban aún más. Sólo la oportuna intervención de algunos integrantes de su comitiva lo sacó de la trivial discusión.

Luego de mi regreso a Londres, tras el viaje relámpago a París para husmear en el departamento de Brizuela al día siguiente de su asesinato, el cambio de Gaudín era evidente. Aquella sonrisa siempre espontánea en su rostro había desaparecido por completo. Ahora su aspecto parecía más bien la de un enterrador.

Mientras lo observaba pensaba en Brizuela, a quien veía en mi mente caer como un saco de papas al vacío. Luego oía el golpe seco de su cuerpo contra el agua. Una muerte terrible, sin duda. Y me preguntaba: ¿Sabía Gaudín desde la misma noche de su encuentro con Brizuela en el restaurante del Dorchester que ese sería su fin? ¿Qué le había dicho? ¿Por qué Brizuela había hecho el viaje de París a Londres? ¿Qué era tan importante para que Brizuela se le revelara ante su comitiva? ¿Sabían los otros que eran amantes? ¿Y quién era el asesino de Brizuela? ¿Por qué lo mato? Lo conocía también Gaudín. Lo habría mandado a matar él mismo. Qué secretos escondían y cuál era la relación de los tres. Qué les unía y qué motivo tan terrible había para asesinarlo.

Era todo un acertijo. Lo único evidente era que Gaudín, por su cambio de carácter y su aspecto fúnebre, tuvo que saber del asesinato de su amante la misma noche del crimen, o al día siguiente, cuando el botones le entregó el mensaje. Su rostro así lo delataba. Y quién le informó. ¿El mismo asesino? Entonces se conocían, era lógico. De otra forma no se hubiese enterado, ya que el Sun publicó la noticia sólo tres días después. Obviamente había sido el mismo asesino quien le informó. Se conocían. ¡Eso estaba claro!

Las cosas se estaban complicando demasiado. Lo que había comenzado como una simple y aberrante relación homosexual, estaba tomando visos de drama. De un drama donde la furia de lo impredecible cada día se iba agrandando más. Había muchas cosas que hilvanar. Muchísimas. Estaba tan agobiado y confuso que no sabía qué camino tomar. Los cabos, algunos de ellos, los tenía entre mis manos. ¿Pero cómo atarlos sin que la madeja se enrollara más?

La nota que conseguí inserta tras una de las pinturas en el departamento de Brizuela me inquietaba. No tanto por lo de “chequear con F.G.”, que evidentemente se refería a Flavio Gaudín, sino por la relación de éste, el difunto Brizuela y quién sabe cuántas personas más con el Museo del Priorato.

La otra cosa que no me dejaba conciliar el sueño era George Bryanston y su promesa de conseguirme el Pisarro con su “socio” de París.

Pero lo que más me atormentaba era la muerte de Brizuela y el rostro de su asesino, a quien yo había visto junto al pintor en Rue Richer.

Ese rostro pálido, de facciones muy finas y mirada fría e inexpresiva, se posesionó de mis sueños hasta convertirlos en pesadillas.

La otra noche desperté sudoroso, excitado por el temor y estremecido después que soñé con ese asesino.

En el sueño me veía en el centro de un inmenso prado, pero visto desde arriba, como si me estuviesen filmando con un gran teleobjetivo desde un avión que volaba a más de doce mil pies de altura. A instantes percibía que estaba sentado muy cerca de la curvatura de la tierra, porque, aunque estaba abajo, en el prado, yo mismo me podía ver desde arriba, como si poseyese el don de la ubicuidad. Me sentía encantado, tan extasiado con aquella escena, que ese goce tan celestial y sublime me hizo llorar de felicidad. Me sentía Dios y hombre. Un ser sobrenatural, casi omnipotente. Y así, acariciado por una brisa paradisíaca, que más bien semejaba el beso de miles de ángeles, veía hacía arriba, hacia el cielo, que de sus entrañas dejaba caer una fina llovizna con colores de arco iris. De pronto todo se nublaba y el cielo se volvía oscuro, pero de una oscuridad fingida. Era como si alguien hubiese tapado el firmamento con un manto de seda negra, muy negra, tanto, que creía haber quedado ciego. Al rato, un puñal del tamaño de un avión en el cielo rasgaba la noche para dejar asomar el rostro gigantesco, como si fuese la luna, del asesino de Brizuela. Como un rajo venía de la lejanía acercándose velozmente más y más a mí. De su boca abierta brotaban desperdicios inmundos y animales demoníacos, además de iguanas, serpientes, alacranes y salamandras. Su mirada estaba fija en mí. Sus ojos parecían dos puñales afilados que querían destrozarme. Cuando estaba a pocos, pero a muy pocos metros, su aliento de diablo me abrasaba como el calor de mil antorchas. Luego, cuando ya casi estaba encima de mí, aquella cara, del tamaño de un rascacielos, abría descomunalmente su boca para englutirme, cosa que no conseguía, porque en ese instante despertaba lleno de pánico.

Aunque no todas las noches, sino únicamente cuando recordaba las escenas del puente de Waterloo, la misma pesadilla aparecía en mis sueños. En ocasiones, en vez de estar sentado en un verde prado, me veía en un bote, a la deriva, en el propio centro del Atlántico. Otras, en la cima del Everest. Sin embargo, lo que no era invariable era la cara del asesino y su descomunal tamaño.




Decidí llamar a Bryanston para saber si había conseguido el Pisarro. A través del auricular me informó que todo estaba bien encaminado y que su socio había ubicado la obra en Madrid y que pronto la enviaría a Londres. Le dije que en la noche partiría con destino a Belbourne, por asuntos de negocios, y que cuando volviera me pondría nuevamente en contacto con él.

Quería cerrar ese capítulo con dignidad a fin de que no sospechara sobre mis verdaderas intenciones. Por supuesto que yo, ni remotamente, podía darme el lujo de adquirir un Pisarro. Tampoco tenía una pared donde colgarlo, ya que cuando me trasladé a París con la intención de escribir la novela había vendido el pent-house que tenía en Caracas. Y no lo hice por falta de liquidez, sino para desconectarme de todo lo que me unía a mis recuerdos.



8

Su vida sentimental era un desorden. Tras nuestro divorcio Franchesca había pasado por múltiples manos de hombres que le prometían el cielo, una vida mejor, pero sólo se acostaban con ella unos meses y después la abandonaban. Se aprovechaban de su confusión mental -porque, realmente, nunca fue muy cuerda que digamos-, de su ilusión ante una ansiada dicha que nunca llegaría y entonces abusaban de su cuerpo, única arma que ella poseía para expresar amor.

A veces me daba compasión, no tanto por ella sino por la vida de perros que con su histerismo continúo le hacía pasar a mis hijos. Pero, ni remedio. Yo le había advertido con franqueza lo que vendría después de nuestro divorcio. Le dije a lo que se exponía debido a su condición de mujer divorciada y con tres hijos. Lo tomó como una amenaza proferida por un hombre herido al que ella había engañado. En ese entonces se sentía tan segura de sí misma y de su amante, que mis palabras no le hicieron ningún efecto o, en todo caso, le parecían súplicas de un hombre acabado, receloso, al que ella ya había olvidado. ¡Qué tristes recuerdos! Qué fatalidad sin límites. Yo nunca dejé de amarla aunque su perversión me hirió mortalmente. En ese entonces conocí el infierno, vagué en el, pero su sólo recuerdo, aunque me atormentaba hasta el grado de la locura y el suicidio, me hacía vivir. ¡Qué amor tan loco! Qué amor tan confuso que ni la infelicidad de mis hijos podía aplacar. A veces quería acabar con ese sentimiento clavándome un puñal en las entrañas y hacerme un harakiri mientras su rostro iluminaba mi mente. Nunca me atreví, porque de hacerlo, pensaba, dejaría de amarla al extinguirse mi vida, y ese era un lujo que ni mi propia vida tenía el derecho de arrebatarme.

El seco, inconfundible y casi imperceptible crujir de un gran cubito de hielo que buscaba el fondo del vaso de mi séptimo u octavo whisky, no recuerdo, me hizo escapar momentáneamente de las imágenes y los recuerdos.

Estaba sentado sólo, en una noche que ya quería abandonar la oscuridad, en la barra de “La Ronda” del Caracas Hilton.

Detrás de mí, el silencio de una música trasnochada y un par de decenas de mesas vacías. Del lado interior de la barra dos mesoneros recogían y lavaban vasos y ceniceros con premura. Nadie más, sino los recuerdos, me hacían permanecer aún ahí. Pedí otro whisky que gracias a mi persistencia sirvieron.

Mientras lo apuraba, pensaba si debería o no llamarla al día siguiente. El asunto Gaudín me inquietaba, quizás no tanto como los recuerdos, pero debía seguir adelante. Tenía algunas pistas, muy concretas, sin embargo intuía que Pablo Castro Tinedo era el ojo del huracán. Sabía de sus tentáculos y de lo que era capaz de hacer con tal de conquistar poder y fortuna. También sabía que el padre de Franchesca, un galante napolitano, de porte elegante, ojos verdes rasgados y poseedor de un encanto irresistible, había enamorado a Stefanía, una hijastra de Castro Tinedo, a fin de concretar su venganza. Venganza hacia el hombre que más odiaba en la vida. El que había truncado todos sus sueños de empresario emprendedor al llevarlo a la ruina y timarle toda su fortuna. Una fortuna que, en aquel entonces, sólo poseían unos pocos. Sin embargo, era una vendetta relativa, sin peso específico, porque por el cuerpo de Stefanía no corría ni una gota de sangre de Castro Tinedo. Empero, él disfrutaba en sus adentros muy íntimos de aquella relación casi prohibida y aparentemente estéril.

Dino, que así se llama el padre de Franchesca, era mucho mayor que Stefanía. Según tenía entendido, él tenía 67 y ella 42 años. No obstante, se les veía felices, disfrutando de cada momento que podían pasar juntos, pero entre los dos había algo más que un acto de amor carnal. Yo lo sabía desde hace bastante tiempo. Callaba, simplemente callaba, porque en aquel entonces así debía hacerlo para no abrir viejas heridas ni rencores.

La historia entre los dos, de su atracción un tanto obscena, se remontaba a mucho tiempo atrás, cuando ella era todavía muy joven y en plan de matrimoniarse con un alemán llamado Ultrech. En tanto que Dino estaba casado con Antonella Fellini, una bella y encopetada hembra del sur de Italia. Me contaban que los dos, a espaldas de sus parejas, en los atardeceres de Arapito, una encantadora islita enclavada en el oriente de Venezuela y a donde iban todos a vacacionar tripulando el yate de Dino, ambos volvían las noches tropicales en aún más ardientes.

De eso pasaron unos cuantos años, pero ahora la muy prostituta estaba casada con un feo, insignificante y adulador administrador que, por el trato que le daba en cócteles y reuniones, parecía más bien su saltimbanqui. Y es que Stefanía trataba a aquel hombre como a un payaso. Se reía de sus ocurrencias cuando ella le exigía en público que le contase un chiste y luego, cuando le venía en ganas, con ademán de humillante prepotencia lo callaba delante de todos. Era su hazmerreír, un hombre que inspiraba más pena que lástima. Aunque Stefanía era bella, no se daba cuenta de ello, ya que sus complejos e inseguridad ante la vida la ofuscaban. Quizás todo se debió a su fracaso anterior, cuando se divorció de Ultrech, quien luego se convirtió en traficante de armas. Aquel fracaso, quizás, la trastornó. Y fue de tal magnitud, que ya no creía en sí misma como lo hacía antes. Todos sabían del carácter despótico y posesivo del alemán. A veces la maltrataba y pegaba tanto, que las huellas que dejaba en su rostro la mantenía encerrada en su casa durante más de una semana. Por eso, creo, que cuando decidió rehacer su vida y casarse nuevamente, buscó a un ‘disfraz’ para que fuese su consorte.

De Stefanía, de quien sentía una inmensa conmiseración, sólo me interesaba su relación con mi suegro. De allí podía sacar algo a flote. Quería un contacto más directo para, a través de ellos, estar más cerca de Pablo Castro Tinedo. Por eso mi indecisión de llamar o no a Franchesca. Sabía que con un poco de tacto y artimañas podría lograr que mi ex me pusiera otra vez en su camino.

Al día siguiente, sin volverlo a pensar, marqué 284.65.14. Me respondió Franchesca.

–¡Aló –contestó con claro desgano.

–Soy Daniel. ¿Por qué esa voz, si tú eres tan dulce? –pregunté musicalmente.

Eran las seis y treinta de la mañana y aún estaba aturdido por los tragos de la noche anterior. Sabía que ella era una gran dormilona y que le molestaba que la llamasen temprano en la mañana.

–¿Dónde estás?... Sabes que me irrita que me despierten a esta hora –precisó haciendo un gran esfuerzo, tratando de ser amable.

–Aquí, en Caracas. Muy cerca de ustedes.

–¿Qué haces otra vez aquí? –preguntó entre somnolienta y aturdida.

–Necesito verlos –respondí denotando nostalgia.

Hizo un pequeño mutis antes de contestar. Siempre dudó de mis verdaderas intenciones. Sabía, por experiencia, que detrás de la visita había siempre un pequeño discurso donde le recriminaría su vida y el daño que con ella les hacía a los niños. Sin embargo aceptó.

–¡Está bien! –rumió–. Ven al mediodía.

Llegué media hora antes. No por ser demasiado puntual o por ver, otra vez, a Franchesca, sino por mis hijos. Siempre me atormentaba la idea de que me fuesen a olvidar. De que sus sonrisas, puras y virginales, y sus traviesos e inocentes ojos pudiesen haberse desvanecido.

Quizás me consideren un pecador egoísta, pero sólo el amor, casi pasional, que prodigaba a los tres pilluelos, disipaba mi tormento por Franchesca.

Tuve que esperar sentado o vagando por la casa, rodeado de recuerdos, pasiones y desengaños, casi una hora antes que pudiese verlos. Era temprano y el tiempo y la distancia, así como el sufrimiento me habían hecho olvidar que a esa hora aún estaban en el colegio.

Cuando al fin llegaron fue como sentir el firmamento a mis pies. Todo fueron besos y abrazos, caricias sin fin y de una ternura tan dulce que hicieron asomar dos grandes lágrimas en mis ojos.

¡Qué bello es ser feliz! No hay dinero en el mundo que pueda comprar ratos como esos.

Franchesca me invitó a almorzar, cosa que acepté gustoso. Los niños no despegaban sus ojos de mí. Estaban tan emocionados al verme, que no dejaban de hablar y de contarme sus aventuras y sus logros, preguntando, al mismo tiempo, sobre las mías. Fueron instantes, horas, irrepetibles. Únicas en la vida de un hombre que, tal como yo, ha estado al borde del precipicio. ¡Qué tonto habría sido si me hubiese dejado vencer por la idea del suicidio!

Después del almuerzo conversé largo con Franchesca. Hablamos profusamente, pero con las incómodas imprecisiones de dos personas que están alertas ante la eventualidad de un paso en falso que lleve el diálogo hacía terrenos álgidos. A veces trataba de herirme, pero me hacía el desentendido. Entre esa red de palabras, ese juego amargo de sutiles y bien estudiadas recriminaciones, en cuanto tuve la oportunidad le pregunté por su padre.

Me dijo que le iba muy bien y que nuevamente sus negocios comenzaban a florecer. Le hice saber que tenía ganas de verlo y saludarlo personalmente para agradecerle todo el apoyo que me brindó en mis tiempos difíciles. Ella respondió que esa noche sería una buena oportunidad ya que se reuniría con un grupo de amigos en un restaurante.

–Será excelente para que te tomes unos tragos –expresó con sarcasmo.




Los acogedores salones de “II Piatto”, un fino restaurante de Las Mercedes, lucían espléndidos con su abundante iluminación, que hacía resplandecer aún más los manteles adornados con distinción.

A lo lejos divisé a mi suegro, quien, gracias a la intervención de Franchesca, me había invitado a cenar allí junto a otros amigos y, por supuesto, de Stefanía, la hijastra de Pablo Castro Tinedo, su actual compañera íntima.

Durante la velada me enteré de muchas cosas, pero la más importante fue la noticia de que Castro Tinedo viajaría a Madrid en los próximos días con la intención de tomarse unas vacaciones, tiempo que aprovecharía para arreglar unos asuntos de negocios con banqueros de la capital española.

Estuvimos en el restaurante hasta pasadas la medianoche. Hubo chistes y buen vino en medio de una cordialidad que ya había olvidado. Mi suegro me animaba en el proyecto de la novela y expresaba que debía regresar a París para concluirla. Su empeño era sincero, pero el pobre no sabía que había abandonado todo y que mi presencia en Caracas obedecía a algo que podría tener relación con el padrastro de su amante.



9

Aunque Madrid no es toda lo hospitalaria que parece ser, sino más bien una ciudad dura y difícil, me sentía a gusto estar allí. Quizás se debió al inesperado encuentro, al aterrizar en Barajas, con un amigo español, Paco Llorentes, a quien había conocido en Caracas, y que estaba en el aeropuerto para recoger a unos familiares procedentes de las Islas Canarias.

A Paco le agradó mucho verme, tanto que me invitó a salir esa noche con él y los recién llegados, a quienes no conocía.

Me alojé, como siempre lo hago cuando voy a Madrid, en el Gran Hotel Velázquez, situado en la calle del mismo nombre.

Me asignaron la habitación número 403, en el cuarto piso. Al traspasar la puerta dejé las maletas en el banco de equipajes que está situado justo al frente de la entrada de la habitación. De allí fui al dormitorio y me tumbé sobre una de las confortables camas. Mientras veía de reojo uno de los dos cuadros, unas reproducciones de Millet con motivos de campo, que estaban colgados de la pared, encima de las camas, traté de ordenar mis ideas, ya bastante confusas, pero no lo lograba. Aunque había creado un mecanismo subconsciente de autodefensa que desde lo más profundo del cerebro ordenaba no aturdir más mi mente, olvidar, almacenar los recuerdos en el nunca jamás, donde ni aún el silencio llega, mis esfuerzos fueron estériles.

Traté infructuosamente de concentrarme hacia Paco y su invitación. “¡Coño, debo tomarme un tiempo para mí. Necesito distraerme un poco!”, cavilé, no obstante los pensamientos seguían arañándome la razón.

Aunque nunca me gustó compadecerme, ese sentimiento de fustigamiento interior a veces me asaltaba y lograba deprimirme a tal grado, que me sentía algo menos que basura. Era una autoflagelación poética, con música de Wagner de semifondo, mientras caía en el abismo de la depresión más absoluta, pero pura, casi celestial. Y pensaba y pensaba, muy tontamente, que había vivido en un tiempo cuando los tiempos se traslucen. Tiempos en que las horas se ahogan en los sentimientos. Y, en ese goce interior de autodestrucción, mi estima rodaba como un réquiem para un moribundo, para un desheredado. Y me decía a mí mismo cual poesía melancólica: “Estuve allí, en las horas perdidas. Quizás fue una locura. Quizás una visión de los tiempos. Lo importante es que vi mi vida en un sueño”. Banales pensamientos que a veces me hacían creer que había perdido todo vestigio de cordura.

Y en ese afán de maltratarme, de sacudir la cabeza a fin de que de ella brotara la verdad, en mi mente apareció una escena que quisiera olvidar pero no puedo por más que trato.

Sucedió una noche, cuando envilecido y aturdido por el alcohol y los sufrimientos, llegué, no sé ni como, a la casa de un hermano de Franchesca. Allí estaba toda, o casi toda la familia reunida. Me invitaron, aunque ya habían cenado, a comer algo. Me senté en un banco del pequeño comedor de la cocina, cuando de pronto advertí que me ponían algo debajo de la nariz. Y allí me vi sin razón ni sentido, con la mirada clavada en una absurda papa que emergía como un iceberg de un rebosante plato. Me habían servido un nauseabundo hervido de pescado, que me asqueó, no por lo frío sino por lo obligado. Intuía que detrás de aquella gentileza había algo más y eso me repugnaba. Comencé a absorberlo cucharada tras cucharada como un desesperado, aunque sabía que con cada una de ellas mancillaba mi dignidad. Era como engullir mi propio honor, único tesoro que aún permanecía casi intacto.

Aunque hambriento, instantáneamente, dejé de comer. Pedí el baño. Una vez dentro, oriné, mientras de mis ojos rodaron lágrimas de desesperación y desdicha. Luego sollocé de impotencia ante mi propia lástima y la que les transmitía a los demás. Percibía que con cada cucharada que tragaba como bestia también mascaba mi vergüenza y hombría. Pero tenía hambre y deseos de morir o, quizás, ya estaba muerto. ¿A quién le importaba el honor de un fantasma hambriento o de un muerto en vida?

Moldeado en el dolor más profundo, lavé mi rostro, me sobrepuse al sufrimiento y salí del cuarto de baño. Con porte altivo, fingiendo entereza y tranquilidad, me presenté otra vez ante ellos, que con miradas escrutadoras y punzantes se regodeaban ante mi honor mancillado, y seguí comiendo. Nada me hacía languidecer. Creían que estaba loco. Quizás así lo estaba en ese momento, pero mi hambre podía más que mi rebeldía, en ese instante más que pisoteada. Todos disfrutaron de mi agonía, quizás hasta yo mismo.




Aquella mansa escena rural del cuadro de Millet que estaba viendo desde la cama, pintada, seguramente, en su aldea de Barbizon, junto al bosque de Fontainebleau, donde la naturaleza le ofrecía esa paz que tanto todos necesitamos, sacudió los funestos recuerdos de mi mente y decidí aceptar la invitación de Paco.

De antemano sabía, ya que mi suegro me lo había comunicado, que Pablo Castro Tinedo llegaría un día después de mí precipitado arribo. Sin siquiera preguntárselo, también en una confidencia mundana, me expresó que se alojaría en el Meliá Castilla. “A donde llegan todos esos recién vestidos latinoamericanos”, sentenció con evidente desprecio.

Llamé a Paco al número que me dio durante nuestro encuentro en el aeropuerto. Me dijo que a las ocho estarían en “Las cuevas de Luis Candelas” y que fuera puntual.

Vi mi reloj y todavía era temprano. Decidí meterme en la bañera, donde pasé casi una hora. Meditaba, pensaba. Estaba aturdido y confundido.

Aún desnudo, sólo con una toalla alrededor de la cintura, fui al salón contiguo de la habitación. Prendí el televisor y un programa de entrevistas que transmitía “Antena 3” atrapó mi atención. Empero, durante uno de sus cortes comerciales, me percaté de que se estaba haciendo tarde. Tiré la toalla hacia la chimenea falsa que había frente al sillón donde estaba recostado y corrí a vestirme.

A la hora prevista estaba frente a “Las Cuevas de Luis Candelas”, en Cuchilleros, refugio de antaño de un hábil ladrón del mismo nombre que se convirtió en leyenda por su arrojo y valentía al robar a los ricos sus pertenencias para luego repartir el botín entre los pobres. Su cabeza tuvo un precio muy alto, hasta que fue apresado y muerto a garrote vil en plena vía pública para escarmiento de los pobladores.

Subiendo por las escaleras que dan hacia una de las entradas del local, recordaba el día en que estuve allí con Franchesca y lo impresionada que quedó ante el gran mural de la época que, en varios cuadros pintados con gran maestría, relata la historia del temerario Candelas.

Al traspasar la puerta principal enseguida ubiqué a Paco. Estaba con dos bellas jóvenes. Una de ellas una mujer alta, casi de su tamaño, de pelo negro y de vivaces ojos color café. Por su porte y enigmática mirada parecía una de esas bailadoras de flamenco sacadas de un lienzo andaluz. La otra, de cabello color de miel que le rozaban los hombros y lánguidos ojos azules, más bien semejaba una princesa olvidada del Settecento. Vestía elegantemente un traje de seda con grandes flores rojas y amarillas prendadas de grandes ramas de violetas y hojas de un verde tibio que hacían más espectacular su discreto pero provocativo escote. De su cuello ligeramente pendía, casi a manera de gargantilla, un collar de fantasía con una gran flor de loto roja con filigranas de bronce, que tenía a su lado perlas de color ámbar un poco más pequeñas y otros adornos que enriquecían su estampa. Sus facciones, delicadamente finas, le daban un toque de clase y distinción.

Al verme Paco se levantó del asiento y alargó la mano.

–Me agrada que hayas venido, ¡vale! Te presento a Marina –dijo señalándome a la mujer de cabellos negros–, y ella es Valentina Doren, una gran amiga de Marina, quien es una invitada muy especial de mi familia.

Con una reverencia saludé a Marina, quien estaba del otro lado de la mesa. En cuanto a Valentina, le bese la mejilla por estar más cerca.

–Para mí es un gran placer conocerla, señorita –afirmé sin dejar de mirar sus expresivos y bellos ojos.

Paco era un Don Juan empedernido e incorregible. Me explicó que sus familiares recién llegados prefirieron quedarse en casa debido al agotamiento del viaje, por lo que decidió acudir a la cita con Marina, “su gran amor” y Valentina, su amiga de piso que estudiaba junto a ella Arte en la Universidad Compútense.

La cena fue exquisita y el ambiente ideal. Todos comimos un cordero que solo en Madrid saben preparar. Finalizada la cena, mientras terminábamos la segunda botella de un buen vino tinto de Rioja, hacíamos planes para concluir la velada. Paco insistió en ir al Teatro Alcázar, en Alcalá, donde presentaban “La rosa del azafrán”, una zarzuela de Federico Romero y Fernández Shaw, donde actuaría la soprano Pilar Moro, una antigua amiga suya.

Seducido por el encanto de Valentina, preferí, tal como lo habíamos conversado al rato de haber llegado al restaurante, salir a caminar por las calles de Madrid.

Valentina aceptó gustosamente acompañarme. Nos despedimos de Paco y Marina al pie de las escaleras de “Las cuevas” y nos fuimos caminando hacia la Catedral de San Isidro. Aunque nos habíamos acabado de conocer, parecía que nos conocíamos de toda la vida. Charlábamos de todo, de lo profano y lo divino. Pero nuestros ojos, cómplices, mantenían otro diálogo. Con olor a ternura. Era un lenguaje que sólo la piel puede descifrar.

De la catedral seguimos hacia la pequeña plaza donde está la estatua de Tirso de Molina. Allí, mientras ella descansaba recostada de un nogal, le di un suave beso en sus labios de pétalo de rosa. Fue como navegar en el más bello poema de amor. Al separarnos leí en su rostro que ella era mía y yo de ella.

Luego, tomados de la mano y ya casi al filo de la medianoche, proseguimos nuestro paseo nocturno hacia La Puerta del Sol. Esperamos la llegada de un taxi y partimos hacia el hotel.

No hay forma de contar aquel encuentro. Su piel blanca, desnuda, semejaba una porcelana vienesa donde se demarcaban sus finas venas de mar de coral que se escondían y volvían a aparecer con sosiego en otra parte de su vibrante cuerpo. Ni una frase, sólo caricias y besos. Aunque no había desesperación en ninguno de los dos, parecía ser la última vez en cambio de la primera. Nuestros cuerpos ardían, pero de un fuego celestial. La primera vez que entré en su paraíso sus ojos hablaron. Era como si me dijesen: “Gracias, gracias infinitas”. Luego los cerró y comenzó a besar cada rincón de mi rostro. Como pude, sin esfuerzo, dejé descorrer mis labios hasta una de sus orejas. Al sentir el húmedo calor de mi aliento se estremeció como una palmera sacudida por un huracán. Mi placer y movimientos pasaron desde el purgatorio al infierno, hasta morir en el edén, que era todo su cuerpo. Entre los dos no había límites ni fronteras, ni ley ni orden, sino algo sublime. No era únicamente carne y deseo, más bien algo delicado, como un canto al amor puro, sin velos ni rasgaduras. Era el génesis de la primavera, con su olor y su encanto. Con su perfume de piel de flores. Parecía un sueño, pero no de este mundo. Algo jamás vivido por mí y creo, estoy seguro, que por ella tampoco. Frente a nosotros no había espacio para el vacío sino para la felicidad plena. Nos amamos y nos volvimos a amar tantas, pero tantas veces, que el tiempo parecía estático. Un cómplice silencioso. Un cómplice que paralizó el despertar del alba. La noche nunca hubiese roto su encanto, a no ser por el travieso rayo de luz que se coló como un intruso por el cortinaje y alumbró nuestros rostros como queriendo intervenir en el encuentro. Sonreímos. Ella parecía un ángel y yo su guardián. Sin quitar su mirada de la mía, Valentina, con un leve movimiento, se recostó sobre mi hombro, cerró los ojos y quedó profundamente dormida. La observé durante un rato como un niño embelesado. “Será una aparición, un sueño o estoy muerto y me encuentro en el paraíso celestial”, pensaba mientras la seguía mirando. Tenía ganas de besarle hasta su sombra y gritarle con todas mis fuerzas “¡Gracias, gracias infinitas!”.

Nos despertamos a eso de las tres de la tarde con un hambre atroz. Nos bañamos juntos y salimos corriendo al restaurante del hotel, pero estaba cerrado.

Decidimos caminar en busca de un lugar que estuviese cerca. A cuadra y media, por la Velázquez, hacia la avenida Ortega y Gasset, conseguimos un Vip. Hambrientos, pedimos de todo, aunque no comimos tanto. Probamos de esto y aquello, pero dejamos los platos casi llenos bajo el asombro del mesonero, quien sonreía complaciente y con picardía como si hubiese intuido nuestra noche de amor.

Al salir nos despedimos no sin antes hacer cita para vernos después que cayera la tarde.

Valentina Doren era increíble. Una mujer como ninguna. Sabía que de seguir frecuentándola irremediablemente me enamoraría, si es que ya no lo estaba. La idea en vez de desagradarme, me encantaba, ya que me hizo revivir, borrar de la mente mi funesto fracaso anterior. Ella disipó mis temores, con los que siempre viví, de ser herido nuevamente. Pero, lo más prodigioso, lo mágico, fue que desterró de mi alma para siempre el recuerdo de Franchesca.

De regreso al hotel pensaba si Pablo Castro Tinedo ya habría llegado a Madrid. Una vez en la habitación llamé al Meliá. Me dijeron que tenía reservación, pero que aún no estaba registrado.

Me recosté un rato. Sólo pensaba en la llegada de la noche, en Valentina, en sus ojos y caricias. No quise ausentarme del hotel a fin de evitar un regreso tardío. El rostro de aquella mujer tan espectacular era como un cristal puesto frente a mí. Estaba allí, en todo mi ser, en cada suspiro y en cada gota de mi sangre. Sólo pensaba en la hora de nuestro encuentro. Echado en el sofá del estar y con su cara pincelada en mi mente, quedé dormido. Los constantes viajes, la tensión y el mal dormir me tenían exhausto. Quedé profundo, aunque vigilante. El suave sonido de unos nudillos contra la puerta me despertó. Sabía que era ella por la forma tan delicada como lo hizo. Y así fue.

Al abrir, allí estaba. Imponente, más bella que de costumbre y con sus lánguidos ojos azules penetrando los míos.

Como con anterioridad me había cambiado de ropa, arreglé con las manos mi cabello, tomé el reloj que estaba sobre la cómoda y salimos enseguida.

Mientras bajábamos sugirió ir a “La trucha”, un sitio encantadoramente romántico que está muy cerca del Teatro Español y la Casa de Lope de Vega.

Nos sentamos en la parte de afuera, muy retirados de la entrada principal, casi debajo del aviso negro con letras azules que tiene escrito el nombre del local. Queríamos estar a la luz de la luna, alejados del bullicio interior, como dos amantes furtivos.

Comimos angulas y otras exquisiteces del mar que ella muy apropiadamente ordenó. La pasamos muy bien, felices, riendo y contándonos nuestras cuitas. Las horas transcurrieron tan velozmente, que de no haber sido por la torpeza de un fatigado mesero que dejó caer una silla mientras las apilaba en un rincón, no nos habríamos percatado de que en el lugar ya no quedaba nadie sino nosotros.

Pagué la cuenta y volvimos al hotel. Otra vez nos entregamos al prodigio de la pasión. Valentina sabía decir y hacer las cosas con dulzura angelical. Eran 47 kilos de amor y valía más que cualquier diamante, por más puro, grande y fino que este fuera.

Así, de un restaurante a otro, una que otra visita al teatro o simplemente vagando por la ciudad, pasaron cinco días inolvidables e irrepetibles.

Al amanecer del sexto me levanté muy temprano ya que la noche anterior, a través del hilo telefónico, en el Meliá me informaron que Pablo Castro Tinedo había llegado. Marqué otra vez el número del hotel y pedí que me comunicaran con su habitación. A través del auricular me contestó una voz que no logré identificar. Obviamente no era la de Castro Tinedo. Colgué sin siquiera pronunciar palabra y decidí trasladarme hasta allá.

Valentina dormía profundamente esa mañana. Estuve contemplándola en silencio unos segundos. Luego la abrigué, ya que tenía medio torso desnudo. Cuando estaba presto para salir, di vuelta sobre mis pasos, tomé un papel y le escribí una pequeña nota donde le comunicaba mi pronto regreso y lo mucho que la amaba. Coloqué el mensaje sobre la mesita de noche, le di un beso en la mejilla y cubrí también parte de su cabeza al recordar que la noche anterior se quejaba un poco de frío.

Una vez en la calle tomé un taxi y fui directamente a husmear en el Meliá Castilla. No vi a Castro Tinedo ni a nadie que pudiese relacionar con él. Al salir del hotel compré un diario para enterarme de las últimas noticias, debido a que en los pasados cinco días no había leído ni una línea. Estaba totalmente desconectado del mundo y sus acontecimientos, pero no me importaba. Estaba tan feliz, que si durante ese tiempo el mundo se hubiese desmoronado no me habría dado cuenta.

Di una rápida mirada a la primera página y enseguida abordé un taxi que se había detenido al lado mío para dejar a un pasajero. Regresé directamente al hotel. Al pasar por el lobby un dependiente de la recepción me dijo que tenía un mensaje para mí. Tomé el papel y lo abrí. Era de Paco. Me invitaba para que fuera junto a Valentina a un concierto de la orquesta sinfónica “Amadeus”, en el Teatro Monumental.

La doblé y guardé en un bolsillo del pantalón. Al estar en el cuarto piso saqué la llave de la chaqueta y abrí la puerta de un empujón. Anhelaba que Valentina, ya despierta y bañada, corriese a recibirme con los brazos abiertos.

Pero no fue así. Entré al dormitorio esbozando una sonrisa al tiempo que cantarinamente decía: “¡Gorrioncito!, levántate, que llegó la hora de comer”.

Pero, ¡horror! Quedé petrificado, con los ojos casi saliéndose de sus órbitas. Valentina yacía totalmente desnuda inmersa en un baño de sangre. Su cuerpo estaba atravesado en la cama y su cabeza colgando de ella con sus bellos ojos azules, que aún mantenían esa expresión celestial, totalmente abiertos, mientras que de su boca brotaba un fino hilillo de sangre.

Estuve un tiempo impreciso parado allí, inmóvil, contemplando aquel espeluznante cuadro. Turbado, me acerqué al cuerpo inerte, posé uno de mis dedos en la sangre que manaba de sus labios semiabiertos y me lo llevé a la boca. Aún estaba caliente. Luego, casi como un autómata, con mano temblorosa le cerré los ojos y salí corriendo despavorido por las viejas escaleras de caracol, cuyo mármol blanco con salpicones grises veía rojos, semejantes a manchas de sangre. No sé a cuántas personas me llevé por delante en la precipitada carrera. Sé que tropecé varias veces, escuché voces y reclamos, pero mi aturdimiento y dolor me habían alejado de la realidad. Sólo veía sombras y escuchaba chillidos, como de ratas, y no voces.

Al alcanzar la calle corrí alucinado camino abajo. Cuántas cuadras recorrí en la huida no pertenecen a mi memoria. Fatigado y con la garganta seca y amarga como la hiel, detuve la carrera para tomar aire. Recosté la espalda en un enjambre de rejas verdes semejantes a un bosque de lanzas, me así de una de ellas y observe confuso a mí alrededor. Estaba cerca de una de las entradas del Parque Retiro, donde días antes había paseado con Valentina. Tomé fuerzas y seguí. Esta vez caminando a paso temeroso y volteando a cada instante para ver si alguien me seguía.

De pronto me vi de frente con el Museo de El Prado. Entré, creo que por la Puerta de Goya.

Al dar unos pasos escuché a alguien gritarme. Sentí que la sangre se me congelaba. No sabía si correr o voltear. Fueron segundos angustiantes, de indecisión y temor. Petrificado por el miedo y tratando de disimular el pánico, giré lentamente la cabeza y el cuerpo en busca de mi interlocutor. Era uno de los guardias del museo. Mientras el gendarme se acercaba, temblaba de pies a cabeza. No sé si él se dio cuenta, pero cuando traté de dar unos pasos, las piernas no respondieron.

Una vez a mi lado, el gendarme me extendió unos billetes y dijo:

–Señor, su cambio.

Lo tomé, saqué del pequeño fajo cien pesetas y se las di. Cuando se retiraba escuché que murmuraba.

–¡Ah, turistas!

En la entrada había pagado con un billete de cinco mil pesetas y en mi consternación había olvidado el cambio.

El museo estaba atestado de público. En su planta principal había una exposición antológica en homenaje a José de Ribera, quizás la más amplia y completa jamás mostrada sobre el pintor barroco, especialista en el claroscuro, que daba especial dramatismo a sus composiciones, cosa que confería un carácter escultórico a las imágenes. Para remate, como si fuera poco el drama que estaba viviendo, eso era lo que faltaba, ya que en muchos de esos gigantescos lienzos, debido a ese vivo dramatismo casi fotográfico, veía retratado el rostro inerte de Valentina. Eso me horrorizaba. Era como una pesadilla que me perseguía aún estando despierto.

Salí como pude de allí y entré a otra sala, pero: “¡No!”, gemí a viva voz. Fue tan fuerte mi grito, que algunos visitantes voltearon asombrados mientras que otros me señalaron con el dedo índice que callase.

Había entrado a una de las salas permanentes dedicadas a Goya, y mis pies precisamente me llevaron al recinto donde estaban las series de obras tituladas “Desastres de la guerra” y “Pesadillas goyescas”. Ese grandioso y demoníaco antimundo de Goya me hizo erizar la piel. Parecía que había entrado a la misma cámara de terror. Salí espantado, casi corriendo hasta la planta baja. Me senté al final de unas escaleras, en un resquicio que tiene vista lateral hacia uno de los jardines. Allí descansé unos segundos, tiempo suficiente para recobrar el aliento, pero no la calma. Un poco más tranquilo peiné con los dedos el cabello, sequé con el pañuelo el resto de sudor que había en mi frente y enfilé hacia la sala 64, dedicada la Escuela Holandesa. Para colmo de males, mi pesadilla siguió. Ahí, al lado de un lienzo de Murillo vi nada menos que al mismo Pablo Castro Tinedo, quien estaba acompañado de otras personas, españolas creo.

Buscando una ruta de escape, ya que presentía que el funesto banquero tenía mucho que ver con la muerte de Valentina, bajé hasta el sótano del museo. Entré a la cafetería, que estaba atestada de gente, pedí un refresco que bebí de un solo sorbo, volví arriba y por la primera puerta que encontré salí de aquel laberinto.

Ya en la calle subí a un taxi. Mientras pensaba qué hacer y dónde ir, con las imágenes frescas de los cuadros de Goya en mis pensamientos, recordé que éste, en la portada de sus famosos “Caprichos”, había escrito: “El sueño de la razón produce monstruos”. Y yo estaba viviendo eso y mucho más. No podía borrar de la mente la macabra escena de Valentina muerta, tendida en la cama en ese dantesco baño de sangre. A veces me resistía a creer que todo eso había sucedido. Pensaba que todo era un juego, una alucinación y en esa evasión mi mente me martirizaba con escenas donde observaba a Valentina incorporarse totalmente desnuda de la cama, fijando sus ojos desorbitados sobre mí mientras se acercaba sigilosamente. Cuando ya casi podía tocarla con las manos, que las tenía alargadas a fin de poder abrazarla, ella, con una estridente carcajada, arrojaba sobre mi cuerpo la sábana pincelada con su sangre. Mientras hacía esfuerzos para librarme de la tela escuchaba que se alejaba sin dejar de reír. Una vez libre de aquel sudario percibía estar atrapado entre una densa neblina carmesí.

Los ojos se me enturbiaron de tristeza, impotencia y confusión. Saqué mis lentes oscuros y me los puse justo en el momento que de ellos comenzaron a salir lágrimas que rodaban hasta mi barbilla.

Le había ordenado al chofer que me llevase hasta la Embajada de Venezuela, en la avenida Pío XII, pero al pasar cerca de un teléfono público, le dije que se detuviese.

Decidí llamar a Paco. Marqué el número en dos oportunidades, pero la línea estaba ocupada. Esperé un momento en la acera, con la vista fija en las ruedas de los coches que a esa hora pasaban casi en caravana. Estaba aturdido y extenuado. Transpiraba copiosamente y mis exhalaciones más bien parecían ahogos.

A los pocos minutos pude comunicarme con Paco. Le conté el horrendo crimen y mi fuga del lugar. No lo podía creer. Pensaba que se trataba de una broma de muy mal gusto. Sólo cuando me escuchó romper en desesperado llanto a través del auricular, me creyó. Sugirió que me tranquilizara y que tomase un auto hasta su casa. Memoricé la dirección sólo el tiempo suficiente para comunicársela al taxista.

Paco se portó como todo un hermano. Tuve que contarle, en parte, lo que me había llevado hasta España. Me creyó sin titubeos.

–¡Buscaré la fórmula para que salgas de aquí! –afirmó decidido.

–Haz lo que diga Paco al pie de la letra y serás libre –sugirió su madre, una tierna anciana de unos ochenta años de edad que escuchó en silencio todo mi relato mientras estábamos sentados al calor de la cocina.

–Le agradezco su comprensión y gentileza –respondí con sinceridad.

–La vida nos depara pruebas de fuego y sólo Dios sabe porqué –contestó.

–Dios sabe que lo único que quiero es justicia, aunque la venganza no se aparta de mis pensamientos –riposté salpicando ira.

–La venganza es obra del diablo y te hará ver cosas extrañas y equívocas. Escucha sólo la voz que emerge de tu corazón, porque si buscas sangre ella traerá más sangre –sentenció llevándose la mano al pecho.

Asentí resignado, pero altivo mis labios pronunciaron:

–Si Dios se hace el sordo yo sabré qué hacer para que ese crimen no quede impune –reproché levantando la mano con el puño apretado hasta la altura de la quijada.

Durante mi charla con la cortés matrona Paco hablaba por teléfono en el saloncito contiguo a la cocina. Podía verlo y por sus gestos noté que estaba contrariado. Al rato se serenó, colgó y se dirigió hasta donde nos encontrábamos sentados.

–Está hecho! –dijo lanzando un fuerte suspiro–. ¡Hoy mismo sales rumbo a Tánger!

Mientras me montaba en el auto, la presencia de Valentina, que aún veía llena de vida en mi mente, me daba fuerza. Era como si la tuviese al lado, con su voz, su sonrisa, besos y caricias.

Pese a la recomendación de la madre de Paco, la idea de la venganza iba acrecentándose dentro de mí. No podía evitarlo. Ese sentimiento era más fuerte que mi razón.

–¡Cierra la puerta, ya nos vamos! –gritó Paco luego de meter en el portaequipajes una improvisada maleta que me preparó con algo de su ropa. Era casi de mi estatura y eso me vino al pelo.

Antes de subir al vehículo besé con devoción a la anciana en sus mejillas, ocasión que ella aprovechó para susurrarme al oído: “Dios te dará las fuerzas, no desmayes”.

Preocupada, la madre de Paco observó nuestra partida parada debajo del pórtico de su bella casa, en las afueras de Madrid. Me despedí de ella levantando la mano y el auto arrancó.

De Madrid fuimos a Málaga. Fue un largo recorrido, el cual pasé casi todo el tiempo dormitando. Al amanecer llegamos a un pequeño puerto muy cerca de la ciudad. Paco me embarcó en un rústico y destartalado navío que me transportaría hasta Tánger. Nos abrazamos emotivamente. No hubo palabras ni recomendaciones, solo la indicación de que todo ya estaba arreglado y que en Tánger haría trasbordo en un carguero que me llevaría de vuelta a Venezuela.

La travesía, que duró casi dos días, la pasé casi todo el tiempo vomitando y con una extraña fiebre que sólo a ratos me dejaba salir del improvisado camarote. La tripulación, formada por cinco hombres mal encarados y de pocas palabras, siempre estaba atisbando el horizonte, como en busca de algo. Creo que transportaban contrabando, además de mí, un “asesino”.



10

Muchas obras de arte se habían perdido, desaparecido o simplemente habían sido robadas durante los últimos tres años de algunos museos del mundo. El informe apareció en un reportaje especial publicado en el Time.

El periodista que investigó el caso dejó entrever que las valiosas piezas podrían haber sido sacadas de sus respectivos países a través de agentes diplomáticos hacia el Tercer Mundo. También especuló que la autoría de los robos podría atribuirse a un grupo neonazi que operaba en Europa.

Ese artículo lo había leído hace algún tiempo. Muchos antes de viajar a París por lo del libro. Sólo recordaba algo, pero era muy vago y confuso. No obstante, durante mi primer retorno a Caracas, gracias a una amiga que tengo en la Fundación Americana, pude tener un ejemplar de dicha revista en mis manos.

El artículo lo firmaba un tal Donald White, quizás un seudónimo, a fin de protegerse de cualquier represalia. Leí el texto con avidez, aunque no era muy preciso en lugares o fechas. Uno de los detalles que más atrajo mi atención fue el párrafo que relataba que entre las obras “desaparecidas” se hallaba un Pisarro, además de dos Gauguin, un Manet, varios Ingres, tres Degas y otros lienzos pertenecientes a Cézanne, Delacroix, Miró, Matisse, Rubens, Lautrec, Rembrandt y hasta algunos de Mantegna y Caravaggio, entre otras.

No sé cuál era la fidelidad y confiabilidad de su fuente informativa, pero si era real lo que denunciaba el periodista del Time, el asunto era grave.

Especial impresión sentí al leer en el texto el nombre de Pissarro debido al contacto que tuve con George Brayston en la galería “Point Blue” de Londres. El pobre tonto aún debe estar esperándome y me pregunto: “¿Habrá conseguido el cuadro que le encargué? Quién sabe”.

Insatisfecho con la información que me suministró la revista norteamericana, hice mis propias indagaciones. Pregunté de aquí y allá, pero nadie sabía del asunto o poco le interesaba.

Un buen día me topé con un marchante muy versado en obras de arte, en especial en las de carácter religioso, y éste me dijo que muchas de las pinturas religiosas del Perú y Ecuador, consideradas patrimonio histórico nacional, habían sido sacadas de sus lugares de origen por agregados militares destacados en esos países y que las mismas eran vendidas a un precio relativamente bajo en Caracas y otras ciudades del continente americano. Algunas de ellas, afirmó, eran exhibidas descaradamente para su venta en algunas tiendas de antigüedades de la capital venezolana.

El misterioso personaje, que debido a su indumentaria parecía más bien uno de esos genios locos del siglo pasado, me citó incluso hasta los nombres de algunas de esas obras que eran sacadas de sus países a través de la valija diplomática. Habló de un “Ángel Abanderado”, un cuadro de la Escuela Cuzqueña del siglo XVII atribuido al Maestro de Calamarca; “La madrina del Niño Jesús”, de Pérez de Holguin, un pintor barroco del siglo XVII nacido en Cochabamba, cuyas influencias de Zurbarán eran notables; de “Nuestra Señora del Callao”, del mismo siglo que el anterior y atribuido a Leonardo Flores, un destacado artista de la Escuela del Callao y poblaciones ribereñas del lago de Titicaca; “Jesús Cautivo”, un anónimo del siglo XVIII, y “Santa Rosa de Lima”, un lienzo de la Escuela Cuzqueña del siglo XVII ó XVIII, atribuido a Diego del Carpio.

Pero lo que más me estremeció de sus revelaciones fue la afirmación que del mismo Vaticano habían sido sustraídas importantes obras, pero que el asunto se mantenía en total reserva, ya que era considerado Secreto de Estado. El mercader aseguró que tal confidencia se la había hecho un obispo con quien mantiene estrecha relación por cuestiones de arte. Me indicó que éste había regresado recientemente de Roma y que durante su visita al Vaticano, unos colegas de la curia alarmados le hicieron el comentario.

Aquel hombrecillo de ojos picarescos y semblante huesudo relató que el obispo habló también de una cruz valiosísima, tanto por su carácter religioso como por su valor artístico. Expresó que éste la llamaba La Cruz de Justino, o Justiniano, si mal no recordaba. El prelado también le refirió algo sobre un tríptico de Giotto, pero que no supo explicarle si lo habían sustraído del Vaticano o de alguna otra iglesia.

Con la idea fresca y con los nombres claros en mi cerebro, me despedí del marchante con la promesa de que lo mantendría informado si lograba averiguar algo, y corrí a la Biblioteca Nacional. Una vez ahí pedí unos cuantos libros relacionados con obras de arte, el Vaticano y una enciclopedia.

Tras consulta y consulta, tomar notas, ver libros y devolverlos, pasé casi toda una tarde, hasta que me topé con uno muy específico que hablaba sobre el Vaticano y sus tesoros. Estaba aturdido de tanto ver fotos, leer fechas y sucesos, hasta que en una página de aquel libro conseguí lo que buscaba. Y leí con avidez un texto que decía: “Entre las obras de orfebrería del Tesoro de San Pedro, la más antigua es la Cruz del Emperador Justiniano II de Constantinopla (VI siglo) que aún se lleva en procesión en las funciones del Viernes Santo”. Luego apuntaba: “La cruz, con piedras preciosas y esmaltes, llamada de “Constantino”, porque presenta una imagen del emperador, es, en cambio, obra del siglo V, contenida en un relicario de época posterior y nada tiene que ver con la gran cruz de oro, que pesa 50 kilos, colocada por Constantino sobre la tumba del Apóstol”.

Después proseguía con explicaciones de otras obras del Tesoro. Y yo me dije: “Esta debe ser la cruz robada. ¡La Cruz de Justiniano!” Inexplicable. ¿Y cómo pudo mantenerse el secreto?

Seguí leyendo hasta que di también con el Giotto, que está, o estuvo, expuesto en la Pinacoteca Vaticana, fundada por recomendación del Congreso de Viena para exponer al público las mejores obras, incluyendo las que Francia devolvió al Vaticano después de habérselas quitado con el Tratado de Tolentino.

La obra en cuestión, si era la misma que el obispo le comentó al marchante, debía ser la que estaba colocada en el centro de la Segunda Sala: el Políptico Stefaneschi, pintado en Roma por Giotto y su escuela -según lo que leía-, tal vez alrededor de 1300, para el altar de la confesión de la antigua basílica de San Pedro, encomendado por el Cardenal Stefaneschi.

Ese Giotto, de acuerdo a la descripción del libro, estaba constituido “por tres tablas y una faja pintada en ambos lados. Al centro de la parte principal se representa a Cristo en el trono circundado de ángeles, en el panel izquierdo se ve la Crucifixión de San Pedro y en el de la derecha el Martirio de San Pablo, mientras en la faja está pintada una Virgen con el Niño Jesús y los doce apóstoles. En la parte trasera, al centro, San Pedro en el trono y a sus pies el Cardenal Stefaneschi, quien tiene en las manos el mismo tríptico. En las tablas laterales están San Jaime, San Pablo, San Marcos y San Juan”.

Por más que busqué, fue la única información que hallé. Nada se asemejaba más a la confidencia del obispo.

Si el robo en realidad había ocurrido, era una verdadera bomba de tiempo. Revolucionaría al mundo, tanto por su connotación religiosa como por la artística. “Un verdadero escándalo periodístico”, me dije, casi saboreando el éxito, y luego me pregunté: “¿Tendrá también algo que ver con esto la “Conexión del Arte” que estaba investigando?”.

De ser así no sólo se explicaba la muerte de Valentina y muchas otras, quizás la mía también que, obviamente, era lo que perseguían tras el asesinato de mi amada.

Ahora más que nunca debería trazarme un plan para descubrir todo el enredo. Tenía que trabajar con sigilo y mucha precisión. No había la menor duda de que Castro Tinedo era la cabeza visible de todo, pero quizás detrás de él había alguien más poderoso, pero el que daba la cara era el banquero. Luego le seguían Flavio Gaudín, Brizuela y su misterioso asesino, el difunto embajador Otano Riva que, al igual que Brizuela, ya no contaban para nada. También estaba el pintor que habló con Gaudín en la fiesta que los Castro Tinedo dieron en su mansión de Caracas. Aunque no conocía su nombre era parte del mortal juego. Pero, cuántos integrarían la “Conexión” en todo el mundo y cuán grandes eran sus tentáculos.

Debía indagar todo antes de que ese gang se desarticulara por temor a ser descubierto o, en todo caso, tomasen un receso en sus fechorías en espera de tiempos mejores. Yo estaba cerca, muy cerca, y ellos así lo presentían. De otra forma no hubiesen intentado acabar con mi vida. Aunque el intento fue fallido.

Cómo, ¡y Dios lo sabe!, me habría gustado estar en la piel de Valentina. Pobre niña, tan joven, tan dulce y llena de vida.

Si hubiese tenido el don del Supremo Creador, habría reescrito el destino de Valentina y la habría colocado en el pináculo de la felicidad convertida en una princesa, a quien el mundo admiraría por su bondad, humildad y por su sonrisa primaveral y mirada dulce, como el azul del cielo.

Aunque repasaba y repasaba mentalmente todos los sucesos, no encontraba el eslabón que le hizo presumir a Castro Tinedo y sus hombres que yo estaba cerca, a punto de desenmascararlos.

Sí, claro que yo suponía algo turbio, pero cuál fue el hilo que toqué para desatar su ira sanguinaria.

Después de pensar y pensar, de tanto romperme la cabeza, deduje que podría haber sido por el asunto del Pisarro. Que Brayston no había mordido el anzuelo y ordenó investigarme. Quizás sí, quizás no. Posiblemente pronto sabría cuál fue mi error, un error fatal que costó la vida de una dulce inocente.

Al llegar a Venezuela tendría, obligatoriamente, que trabajar en la sombra. Debía cuidarme de dos enemigos: los miembros de “La Conexión” y de las autoridades que, seguramente, ordenaron mi captura me viesen donde me viesen.



11

–No estés tan tenso, que el viaje es largo –espetó un larguirucho negro como el azabache que estaba sentado con la mirada extraviada en el horizonte en la proa del barco que me llevaría de regreso a Venezuela.

Lo miré de reojo sin contestarle. Estaba demasiado absorto en mis preocupaciones y temores.

¡Oh, Valentina, Valentina, Valentina!... ¿Cómo quitármela de la mente? ¿Habrán pensado realmente que yo la maté? Me estará buscando toda la policía, incluso la Interpol. ¿Lo sabrán en Caracas? Qué pensarán mis hijos y mi madre. ¿Por qué Pablo Castro Tinedo la mandó a matar?... O el asesino pensó que quien estaba durmiendo en la cama era yo. Sí, era obvio. El asesino me confundió con Valentina. Antes de salir de la habitación la había cubierto con las sábanas hasta las orejas y ella tenía el color del cabello muy parecido al mío. Entonces, ¡me habían descubierto, sabían que estaba tras ellos! Pero, ¿cómo?

Mi cerebro era un caldero a punto de estallar. No sabía qué pensar y por dónde comenzar. Una cosa era cierta: los tentáculos de la “Conexión del Arte” tenían sus manos puestas en el homicidio y me estaban buscando. Más aún con todas las pistas que dejé en la habitación del Velázquez. Equipaje, un grabador con mi voz, la agenda telefónica e incluso la nota con mi letra. “La nota, coño, ese puede ser un punto a mi favor”, me dije suspirando. Al pie de ella, como siempre lo hago cuando dejo algo escrito, apunté la fecha y la hora: “7:30 a.m.” Eso, deduje, podrá darles alguna pista a los investigadores. La autopsia le revelará la hora de la muerte y concluirán que yo no habría podido hacerlo, ya que no estaba allí.

Pero, ¡mierda!, cómo interpretarían el “te amo con locura. Serás mía hasta la muerte”, que puse al final del escrito como posdata.

Sólo al llegar a Venezuela sabría la realidad. Por ahora todo era un acertijo.

No sé qué contactos movió Paco, pero me sacó de España en tiempo récord. Tampoco sabía a qué se dedicaba o cuál era su trabajo, lo único que sabía era que viajaba mucho y que movilizaba grandes sumas de dinero en sus negocios. Sea como fuese, se portó de maravilla. Primero me envió a Tánger, y ahora aquí estaba, a bordo de un carguero con bandera libanesa que me dejaría en las costas de Venezuela.

La brisa y el sol jugaban a escondidas con mi cuerpo. Mientras una me cacheteaba con su suave frescor, muy tranquilizante, el otro me achicharraba.

El viaje fue largo y monótono. Agua, cielo y sol. Luego la noche, la oscuridad y el frío. Era una constante que se repetía todos los días. Nada variaba, hasta que una noche llegamos a Cabo Verde, según me dijeron, frente a la costa de Senegal.

Al día siguiente casi toda la tripulación bajó a tierra. Yo no podía hacerlo por ser un prófugo. Al atardecer regresaron más borrachos que una cuba. Gérard, un marinero negrito que siempre me saludaba, no sé si para practicar su precario español o para fastidiarme, me subió a bordo un extraño licor que sabía entre ron y aguardiente puro. Agarré una soberana mona, pero sirvió para desahogarme, ya que mientras bebíamos establecimos un sincero diálogo en el que le conté, gracias a los prodigios de los vapores etílicos, lo que me estaba sucediendo. Él hizo lo mismo con su vida, que también era un infierno.

–Mi madre murió de peste y a mi padre lo mataron unos contrabandistas –confesó en medio de la borrachera–. Yo estoy aquí para descubrir a su asesino –dijo mientras movía la mano amenazadoramente–. A mí ya no me queda nadie en este mundo. Sólo unos tíos, de quienes poco sé, en Argelia. Pero nada más… Mi misión es similar a la tuya. Debo ubicar al asesino de mi padre, de quien sólo sé que se llama Nick, “Cuchillo de plata”, un alicantino de Cabo de la Nao, que, me informaron, se había establecido en Venezuela.

–¿Por qué mató a tu padre –pregunté curioso– y en qué parte de Venezuela piensas encontrarlo?

–Mi padre era un investigador de la policía argelina y estaba tras la pista de un gran cargamento de cocaína que llegaría procedente de tu país con destino a España –explicó–. Nick, “Cuchillo de plata” era uno de sus confidentes, pero mi padre no sabía que también trabajaba para los narcotraficantes… Se confió mucho de quien luego fue su verdugo –indicó apretando los dientes.

–¿Y cómo sabes que fue él? –interrogué intrigado.

Gérard me miró fijamente. Parecía haberse arrepentido de estar contándome su historia. Dudaba si proseguir o no con el relato. Al momento que iba a decirle que no siguiese, su desconfianza se disipó y volviendo su mirada a la normalidad, continuó.

–Hubo un testigo, una señora, que vio salir a un hombre de la pescadería donde encontraron acuchillado a mi padre –comenzó a contar como si estuviese viviendo el momento–. Era de noche y la señora, que estaba asomada a la ventana de una casa contigua, observó, a la misma hora que se supone fue el crimen, a un hombre limpiándose la mano en el poste del alumbrado. No pudo verle el rostro porque estaba en penumbra, pero si su brazo, ya que la luz del farol pegaba directamente en el. Por eso pudo notar, tatuado en el dorso de su mano, algo parecido a una cobra a punto de atacar. Y esa marca, según la policía, era la tarjeta de presentación de Nick, “Cuchillo de plata”.

–¿No pudo ser otro? –pregunté.

Gérard se detuvo por instantes tragó saliva y pronto prosiguió.

–No, y de eso estoy seguro. Tenía el raro símbolo grabado en la mano derecha y persona que saludase era lo primero que le veía. Luego de la muerte de mi padre el muy puerco desapareció. Era como si se hubiese ido al mismo infierno. Nadie más lo volvió a ver y cuando todo el mundo se había olvidado de él, me dijeron que estaba en tu país, por eso me embarqué en este carguero.

El relato de Gérard me pareció de novela, pero le creí.

Seguimos bebiendo hasta quedar extenuados. Esa misma noche “El erizo”, que así se llamaba el barco libanés, zarpó.

Durante la travesía Gérard y yo nos hicimos buenos amigos. Supe que su apellido era Godeau, un argelino de descendencia francesa.

El Atlántico se hizo pesado para mí. Era como navegar dentro de mi propia pesadilla. No hallaba qué hacer y la ansiedad me estaba trastornando. Siempre tenía la misma idea fija en la mente: Valentina. En las noches sufría terribles torturas mentales con relación al crimen. Castro Tinedo, Gaudín, Brizuela y toda una serie de personajes monstruosos se metían en mis sueños para ahogarme más en el dolor. Y, por si fuera poco, en ellos también entraba Franchesca, de quien según supe durante mi último viaje a Caracas, se había convertido en la amante de un insignificante, tosco y ordinario agente viajero que yo mismo una vez metí en casa para que él y su familia, igualmente burda, nos divirtieran algunos viernes en la noche, cuando no teníamos nada que hacer ni dónde ir. La muy loca de Franchesca se asió de él para no sucumbir. “¡Sí, necesito alguien que me bese los pies y me complazca en todos mis antojos”, me gritó una vez durante una crisis de histerismo en casa, cuando, ya separados, descubrí en el recibo telefónico una interminable lista de llamadas a ciudades y pueblos del interior del país. Intuí que eran hechas a su amante por la hora en que las hacía (cuando los niños dormían) y el tiempo que hablaba. Al interrogarla, ya que a mí me correspondía pagar en ese entonces el teléfono, en un mar de llanto me dijo que me mataría si decía algo del asunto. ¡Pobre mujer, qué lastimosa existencia! Buscaba sólo a una persona que se dejara humillar y dominar. Era como una venganza subconsciente, un deseo reprimido, debido a que conmigo jamás pudo lograrlo. Y en realidad era una lástima, ya que con sus encantos hubiese podido conseguir a alguien mejor, pero su cerebro e impaciencia no daban para más. Así aconteció también cuando, apenas adolescente, tuvo a su primer amante y así, a través del tiempo, siguió su calvario hasta el día en que la conocí. Se “reformó” durante catorce años, después volvió a las suyas. La pobre no era del todo culpable. Quizás su comportamiento enfermizo hacia el sexo se debió al hecho de que su madre la abandonó cuando apenas era una niña para irse tras su amante a Holanda, donde aún vive. Con su padre tampoco pudo contar. Estaba todo el día alejado de ella debido a sus negocios y círculo de amistades. Incluso, cuando éramos novios, una tarde la encontré caminando sola y llorando por una calle cerca de su casa. Cuando le pregunté qué le pasaba, me dijo que su padre le había sugerido que se acostara, a fin de ablandarlo un poco, con un viejo general de la aviación con quien iba a hacer un negocio. No había moral en aquel hogar, si es que se podía calificar de tal. Y qué decirles de sus hermanos. Uno peor que otro. La actitud de ellos podía justificarse, ya que, al fin y al cabo, eran hombres, pero no la de su hermana mayor, de quien se decía que se había acostado con media Caracas antes de casarse con un desprevenido empresario judío.

Bueno, cosas del pasado. Ahora solo me interesa esclarecer el asesinato de Valentina y desenmascarar a “La Conexión del Arte”.

La travesía me brindó tiempo suficiente para ordenar las ideas y saber por dónde empezar, aunque el primer paso dependería de mi arribo a Venezuela.

Durante el viaje, además de Gérard, también estuve conversando con Pietro, el cocinero italiano de “El erizo”. Me hacía reír mucho con sus ocurrencias. Era noble y sincero, además de bonachón, como son la mayoría de los italianos del sur, que se diferencian mucho de los del norte, quienes son pretenciosos, arrogantes y peligrosamente ignorantes, ya que no tienen conciencia de su estúpida prepotencia.

A Pietro, según me confesó, lo había abandonado su mujer al año de haberse casado. Él no entendía el motivo, porque, según contó, tuvieron largos ocho años de amores. Yo le recordé, a fin de que no le diera más vueltas a su cabeza, que Shakespeare había escrito en una de sus obras que “el matrimonio es la tumba del amor”. Y él, con sabiduría popular, que me asombró por su contenido filosófico, ripostó: “Yo diría que es el sueño enmascarado de toda mujer, el cual utiliza para alcanzar su prosperidad e independencia. Si lo logra deja al hombre y, si no, también”. La sentencia me hizo naufragar en la profundidad de los pensamientos por su realismo, casi mágico.

Los días y las horas parecían estacionadas en el tiempo, no obstante, por lo que me decía Gérard, sabía que nos estábamos acercando al mar Caribe. Cuando me lo refería, la ansiedad volvía a invadirme, ya que pronto llegaría el momento de saber la verdad, una verdad que me hostigaba. Pero, fuese cual fuese, debía saberla. No podía vivir con aquella angustia e incertidumbre. Por la memoria de Valentina y por aquellos maravillosos cinco días juntos, que valieron por toda la eternidad, si no se hacía justicia yo mismo debería tomarla en mis manos.

Recordaba las palabras de la madre de Paco, pero la sed de venganza me seducía.

Un día, quizás debido al frío y a los vientos de la noche, amanecí encendido en fiebre. Se lo dije a Gérard y éste me consiguió unas aspirinas y un enjuague para calmar el dolor de garganta. Durante los últimos tres días que siguieron no pude levantarme de la cama. Siempre dormía y cuando no lo hacía escrutaba con mi vista cada rincón de aquel gris y pequeño camarote que me habían asignado. Buscaba darle un sentido a los objetos que allí estaban, el porqué habían sido colocados de esa forma y no de otra. A veces trataba de adivinar también su procedencia y a quien habían pertenecido con anterioridad. Era una forma de evadir la realidad, de pasar el tiempo de reclusión sin martirizarme por el pasado y el porvenir, que era funestamente complicado. Eso me divertía y distraía.

Una noche, debilitado por la fiebre y agobiado por las penas, me acosté temprano. No obstante, a las pocas horas Gérard me despertó sobresaltado ya que al pasar cerca del camarote me escuchó delirar. Me dijo que los gritos eran tan fuertes y las palabras que pronunciaba tan incomprensibles, que se asustó y que por ello tuvo que darme el fuerte sacudón. Ardía en fiebre, Gérard me veía consternado. Luego me acercó un vaso de agua y me dio una aspirina para que la tomase. Así lo hice, pero antes de retirarse le pedí que no comentase nada de lo ocurrido al capitán debido a que no quería alarmarlo.

Cuando me sentí repuesto y con ganas, subí a cubierta para husmear el horizonte abrigado hasta los tobillos con un cobijón blanco.

Dos días después de mis quebrantos llegamos a la altura del Triángulo de las Bermudas, en el Trópico de Cáncer. Durante la mañana el mar estaba tranquilo. Una serena paz coqueteaba con el salitroso calor, haciendo arder aún más nuestras mentes y cuerpos. Al filo de la tarde, inadvertidamente, como un fantasma salido del plano astral donde moran los demonios, unos fuertes vientos huracanados convirtieron el mar en una batidora. Al rato, olas gigantescas de más de cuatro metros de altura estremecieron la embarcación. La tripulación estaba alarmada. Yo no sentía miedo ni placer. Sólo una sensación de libertad arrullaba mi mente.

El barco crujía por todos lados. Parecía que de un momento a otro se despedazaría. Todo comenzó a rodar por el suelo pese a que los bártulos estaban siempre bien ajustados. Tobos, botellas que estallaban contra el piso con la fuerza de una bomba, cajones rodando de estribor a babor y las olas precipitándose sobre nosotros como un diluvio hacían predecir el final. Cuando el agua comenzó a cubrirme los tobillos, decidí buscar refugio en el camarote.

No estaba espantado como pensaba que lo estaría en una situación similar si me hubiese ocurrido en otro momento de mi vida. Quizás prefería morir. No me importaba si eso sucedía. Estaba imperturbable ante cualquier eventualidad, ya que los acontecimientos precedentes en Madrid, la muerte de Valentina y mi huida, me habían acerado de tal forma, que nada de lo que sucediese conmigo o a mí alrededor tenía significado alguno.

Cuando los movimientos de la nave se hicieron insoportables, decidí echarme en la cama y amarrarme de ella con una sábana a la altura del pecho. Así evitaría rodar por el suelo, hacerme daño o desmayarme. Quería estar morbosamente consciente de todos los acontecimientos, disfrutarlos y saber qué se percibe cuando se está en el umbral de la muerte.

De pronto el navío se agitó bruscamente hacia uno de sus costados, tronando como si se fuese a deshacer. En la lontananza se escuchaban los gritos de los marineros tratando de poner orden a aquel infierno.

Una oscuridad tenebrosa, como si hubiésemos caído en las mismas profundidades del mar, hizo más alucinante la escena. Un silencio mortuorio invadió a la tripulación. Solo se escuchaba el silbido gutural, como de bestia apocalíptica, del viento. Cerré los ojos y en serena paz interior me encomendé al Señor. Me dije: “Este es el final del viaje”, ya que en esas tinieblas el barco parecía una cáscara de nueces metida en una lavadora.

Pasaron horas, minutos, instantes, no sé. El silencio, el viento con su lenguaje de tenebroso, la oscuridad y aquel mar embravecido hacía presentir la muerte, que estaba allí, sonriente y acechándonos para convertir al océano en nuestro inmenso cementerio.

Empero, tal como vino, la tempestad se fue. Se prendió una luz y luego otra. Dejé el camarote y subí a cubierta. La normalidad volvía, aunque la tripulación estaba intranquila. En sus rostros se podía leer mil fábulas de terror. El capitán no cesaba de dar órdenes. Los marineros corrían de un lado a otro, revisando amarras, achicando agua y tratando de contener su angustia.

A lo lejos vi a Gérard socorriendo a un marinero herido que estaba tendido sobre una manta y con la cabeza recostada en un ducto de aire.

Fueron horas sin final. Nadie de la tripulación durmió aquella noche pese a que la tempestad amainó a eso de las tres de la madrugada. Aunque el mar seguía encolerizado, pero no como al principio, yo dormí plácidamente.

Al despertar al día siguiente, volví atrás en mis pensamientos, a París y a mi idea de escribir el libro. Si no hubiese sido por la marica de Flavio Gaudín, lo habría logrado, ya que la idea que tenía era excelente y su trama seductoramente impactante. Hasta le tenía pensado un título. Se llamaría “Operación Tabaco” y el argumento giraría en torno a un comando especial formado por cinco hombres y una bellísima mujer, que se habían asociado para sabotear plantaciones de tabaco y fábricas de cigarrillos, debido a que el cáncer producto de su consumo había minado a más de las tres cuartas partes de la población del mundo. Era un flagelo peor que el SIDA, que estos hombres y la mujer, todos ex combatientes de la Guerra del Golfo, expertos tanto en armas como en sabotaje, decidieron acabar. Eran como una especie de “Rambos” o “Terminator”. La historia comenzaría en Virginia, al sur de los Estados Unidos, y proseguiría por todos los grandes centros de cultivo y producción de tabaco del mundo.

El reto de escribir el libro me apasionaba porque yo era, y aún lo soy, un empedernido fumador. A veces fumaba tanto, que en ocasiones me daba vergüenza enseñar mis dedos, todos manchados de nicotina y alquitrán. Eran un asco. Cuando el tiempo y la voluntad me lo permitían los limpiaba con agua tibia y limón.

“Operación Tabaco” era, a mi modo de ver, como una venganza personal contra esos traficantes de la salud del pueblo que se enriquecen a costillas de la muerte de otros. Ese era un negocio tan sucio y deprimente como el narcotráfico, quizás peor, porque al contrario que el de los narcos, esa era una empresa legal que movía bastante dinero y sus dueños eran considerados respetables industriales, muchos de los cuales también usufructuaban el poder político y social.

El viaje prosiguió sin tropiezos. A los pocos días llegamos a Santo Domingo, en la República Dominicana. Allí descargaron parte de la mercancía que llevaban en sus bodegas y en la madrugada “El erizo” levó anclas hacia Venezuela.

Mientras estábamos en el puerto el capitán me advirtió, a través de Gérard, que no saliese del camarote, que ni siquiera respirara, que guardase el más absoluto silencio, porque las autoridades aduanales subirían a bordo para el chequeo de rutina.

No quedó más remedio que tenderme sobre la cama, donde me dejé abrigar otra vez por los recuerdos. No podía eludirlos, ya que en ese país, en las acogedoras playas de La Romana, a unos cientos y pico de kilómetros de Santo Domingo, pasé la luna de miel con Franchesca. Fue en un espléndido centro veraniego llamado “Casa de Campo”, construido por la Wolf Western para el deleite de turistas millonarios.

En aquel lugar, en una villa contigua a las canchas de tenis, propiedad de mi abogado, pasé con ella ratos de verdadero ensueño. Recuerdo que la primera noche, después de hacer el amor, al quedar Franchesca exhausta, permanecí leyendo hasta la madrugada “El todopoderoso”, un best seller de Irwin Wallace, el cual había comenzado en Caracas. Sólo me acosté al terminarlo, pero un revoltoso pájaro carpintero, que se había colado en el sobretecho de la villa, con su picoteo no me dejó conciliar el sueño, por lo que esa noche no pegué un ojo.

En aquellos momentos no sospechaba, ni remotamente, lo que sucedería catorce años después. Y me dije: “¡Cuán distinto hubiese sido con Valentina!”. Ella, en su frágil inocencia, jamás exigía nada, lo daba todo de sí, al contrario que Franchesca.

Pero ahora, pensaba, no tenía a ninguna de las dos, sino un gran problema sobre mis hombros que debía resolver aunque me costase la vida.

La vida, pensé, y qué es la vida, sino una fantasía de los sentidos que carece de razón si no existe la felicidad, y yo la había perdido. Quizás para algunos ser feliz representa la riqueza, el poder, la salud o la tranquilidad, empero no para mí. Para mí la felicidad que me brinda el amor puro y sincero, sin condiciones, es la más grande de las riquezas jamás existida.

Antes de atracar en Santo Domingo le pedí a Gérard que, una vez en tierra, por favor se comunicase telefónicamente con una amiga mía, en Caracas, quien tiene una casa de playa en Cayo Madrizquí, en el archipiélago de “Los Roques”, una islita que está sobre el mar Caribe, al norte de La Guaira, y a donde se llega en sólo veinticinco minutos a bordo de una avioneta bimotor.

Le rogué que no le explicase nada, que sólo permitiera alojarme por un tiempo en su casa y que después yo le contaría todos los pormenores personalmente.



12

La vieja barcaza avanzaba sin problemas en la oscuridad de la noche. En ella íbamos tres hombres: Gérard, el motorista y yo.

El reflejo de la luna sobre el agua hacía ver el mar como un manto de plata con finos ribetes de ébano que danzaban al murmullo de las olas.

A lo lejos, una pequeña y mortecina luz colocada en una torreta de metal sobre el más alto risco del “Gran Roque” nos hacía presentir la costa.

Gérard hacía bromas.

–Ahora nos topamos con una ballena y le serviremos de desayuno –dijo emocionado.

–¡Calla!, es mejor no hablar ni hacer ruido –respondí con incertidumbre a su impertinencia, ya que navegábamos a oscuras.

Sabía, de hecho, que por esas costas no hay ballenas ni algo que se le pareciese, pero sí tiburones.

La madrugada del mismo día que habíamos llegado a Santo Domingo, cumplidas las labores rutinarias de descarga, chequeo aduanal y revisión, zarpamos sin contratiempos hacia el puerto de La Guaira, en Venezuela.

A la mañana siguiente le pedí al capitán, del que nunca supe su nombre ni nacionalidad, aunque Gérard una vez lo mencionó, que antes de pisar tierra me desembarcara en “Los Roques”. El hombre, de un humor infernal y con una mirada de hastío, manifestó que su pacto había sido otro y que no iba a poder complacerme, ya que desviar el rumbo le acarrearía graves problemas. Nos comunicábamos en francés y por más que insistía, el hombre no salía de su negativa.

En mi precipitada huida de Madrid sólo llevaba conmigo la ropa que vestía, sin contar la que me facilitó Paco, el pasaporte, documentos personales y la billetera, donde tenía unos dos mil dólares y unas cientos de pesetas. Sabía que Paco le había pagado suficiente dinero al hacer los arreglos, pero ahora él estaba muy lejos para recriminarle su comportamiento. Por eso saqué la billetera y le extendí seiscientos dólares. Sólo así el capitán salió de su terquedad.

Luego de guardarse los billetes, con una sonrisa socarrona y con su mal humor disipado por completo, dijo que sabía donde quedaba “Los Roques”, y desplegando sobre la mesa de mandos un mapa de navegación, señaló un punto con el dedo índice. Inmediatamente después, con voz de mando y secamente, indicó que fondearía a unas cuantas millas del archipiélago con el objeto de no ser visto y que a partir de aquel momento ya no se hacía responsable de mí. Asentí sin rechistar, di media vuelta y salí del puesto de mando.

Después de mucho hablar y hacer planes, Gérard, quien se había constituido casi en mi sombra, en su ansia de vengar la muerte de su padre, decidió aventurarse conmigo. Estaba convencido de que en Venezuela conseguiría a Nick, “Cuchillo de plata”. Por ello estaba conmigo, en el lanchón.

Una vez que avistamos el islote, el motorista, guiado por mis indicaciones, nos dejó a unos cuantos metros de la playa. No tuvimos que nadar mucho porque allí las aguas son poco profundas.

Al rato pisábamos arena del cayo “Madrizquí”. Esperamos unos minutos en la playa hasta que la pequeña nave se alejara. A medida que lo iba haciendo saludábamos con la mano en alto y no partimos a la casa sino hasta que la vimos desaparecer en las sombras. Caminamos en silencio unos cincuenta o sesenta pasos tierra adentro, sobre la arena, y de pronto allí estábamos, frente a la residencia veraniega de mi amiga.

Sabía donde escondía la llave de emergencia de la puerta de seguridad, por si acaso olvidaba la suya adentro.

Hurgué en la oscuridad con una de mis manos en la parte superior de la cornisa de la puerta-mosquitero de la entrada principal y tomé la llave que estaba enlazada a una pequeña cinta de raso color violeta.

Una vez en su interior encendí la luz, un pequeño reflector colocado en la parte alta de la pared, a la izquierda de la entrada, tiramos al suelo nuestros maletines y al ver las dos anchas camas matrimoniales que estaban casi unidas, sin siquiera insinuárnoslo, nos echamos boca arriba en ellas y al unísono gritamos:

–¡Lo logramos!

Eso nos causó tanta gracia que nos reímos un buen rato. Después, aunque conocía cada uno de los rincones de aquella casa, porque cuando intenté escribir “Operación Tabaco” mi amiga me la había prestado durante quince días, hice un pequeño reconocimiento del lugar.

Todo estaba igual a como la recordaba: las camas matrimoniales y los grandes cubos de madera esmaltados en blanco a sus lados, finamente adornados con dos bellas lámparas cilíndricas de porcelana del mismo color, servían de mesitas de noche. Cerca de una de ellas el aire acondicionado y a un costado un par de cómodas poltronas giratoria de rattán con cojines blancos en forma de conos. Un poco más allá tres rinconeras, también del mismo material, colocadas cinéticamente una encima de otra. Al frente, un carro-bar blanco con hielera de plata y una batería de finas copas de cristal y, a su diagonal, debajo de un ventanal con vista al mar, estaba bien dispuesto un acogedor comedor de formica beige que imitaba a la madera de pino y tres sillas plegables con asiento y respaldar de pajilla. Más al fondo podía verse la menuda pero confortable cocina, equipada con electrodomésticos muy sofisticados, y el amplio baño, también decorado en blanco, al igual que toda la casa.

Aunque de un sólo vistazo podía verse todo, Gérard se divirtió curioseando por todos lados. Abrió gavetas, accionó el aire acondicionado, jugueteó con la tostadora de pan, sopesó la fina vajilla inglesa y abrió la nevera, donde se encontró con la sorpresa de que en su interior había bastante comestibles: arroz, pasta, café, azúcar, agua mineral, harina pan y una gran variedad de enlatados, ya que en Venezuela, en las casas de playa, se acostumbra dejar todo en el refrigerador para que no sea pasto de las ratas u otras alimañas.

A pesar de estar hambrientos, debido a la emoción de sentirnos seguros y en tierra firme, no probamos bocado. Únicamente fumábamos y hacíamos planes para el día que estaba por venir. Conversamos hasta que el sueño y el cansancio nos vencieron.

Esa noche dormimos como niños, abrigados por la ilusión de que todas nuestras angustias y temores desvanecerían al entrar el alba y que, al fin, la justicia se haría presente. En nuestra charla dedujimos que lo principal no era la venganza, porque de esa forma nos convertiríamos en seres tan detestables como ellos, sino llevar a esos desalmados criminales ante la ley, desenmascararlos y presentarlos a los ojos del mundo en toda su cruel perversión.

La mañana siguiente un apetitoso olor a comida me despertó. Gérard, acostumbrado al trajín marino, se levantó al amanecer y con un cordel de nylon y unos anzuelos que había conseguido en una de las gavetas, se fue a pescar. Logró sacar del mar a más de media docena de Corocoros utilizando como carnada la pulpa de unos grandes cangrejos que descuartizó con un madero en la orilla de la playa.

Preparó el pescado con arroz y, en honor a la verdad, fue un manjar delicioso que nada tenía que envidiarle a esos sofisticados platos que preparan en los restaurantes de lujo.

¡Qué mar tan maravilloso teníamos ante nuestros ojos! Aunque lo había admirado infinidad de veces, jamás dejaba de maravillarme ante su esplendor. Esas aguas color azul turquesa de la orilla sólo las pudieron pincelar la mano de Dios que, en contraste con las más profundas, de un azul cadmio, le daba una luz y brillo tan especial al horizonte, que parecía el mismo Edén. Ese mar fantástico no tenía ni una ola, sólo un remanso movimiento que le daba vida. En ese instante pensé que Cristóbal Colón fue el gran agraciado, el primer turista que se fascinó con ese paraíso del Caribe.

Gérard y yo, extasiados con tanta belleza, nos sentamos en el porche, en unos bancos de madera que estaban juntos a una gran mesa, y seguimos contemplando aquella obra de arte de la naturaleza.

Al rato, intrigado, Gérard me preguntó de quién era aquella espléndida casa y qué dulces motivos le indujeron para construirla allí.

–Lo siento amigo mío, pero sobre ella no puedo pronunciar palabra –contesté descortés.

Por mi mirada entendió que no debía insistir, por eso cambió de tema.

A esa mujer la estimaba mucho, no por lo que representaba, sino por su alma noble y generosa y esos sentimientos que sólo se consiguen en las páginas de los romances.

Ella sabía parte de mi vida y yo la de ella, que era un verdadero suplicio, en el que cayó víctima de la envidia de parientes y amistades.

En un tiempo, cuando estuve trastornado por el divorcio de Franchesca, fue mi soporte espiritual, aunque muchos creyeron que éramos amantes debido a su belleza y juventud. Si de linaje hay que hablar, ella es uno de sus más representativos exponentes, ya que su sufrimiento y desdicha siempre los supo llevar con decoro y dignidad. Su adversidad no fue pretexto para la maldad o retaliaciones. Era una gran dama, que supo comprender mi tristeza y dolor, que con cariñosas palabras borraba para devolverme a la vida. Por eso, en gratitud a sus preciados y tiernos consejos, jamás contaré nada sobre su vida íntima, ya que la respeto más que la mía, aunque no me pertenezca.

Dejándonos acariciar por la fresca brisa matutina, mi compañero y yo comenzamos a planificar nuestros próximos pasos, a refrescar las ideas fraguadas la noche anterior.

Lo primero, nos dijimos, era conseguir una visa o un permiso especial para que él se pudiese movilizar sin problemas ni molestias de las autoridades. Luego, saber cuál era mi verdadera condición en el país. Si me estaban buscando o no y, lo principal, hacernos de dos armas.

Llamé por teléfono a mi amiga y le expliqué la situación. Ella accedió a ayudarme sin reparos. Dijo que esa misma tarde enviaría su avioneta, un Cessna bimotor, al mando de un tal mayor Tolima, a quien le daría instrucciones a fin de trasladar a Gérard hasta Caracas, desde donde se ocuparía de todos los pormenores del visado.

A eso de las dos, cuando el sol despide centellas de fuego sobre Madrizquí, se presentó ante nosotros el mayor, un hombre regordete de tez morena y mediana estatura. Vestía franela blanca y un pantalón caqui. Su sudor despedía un inmundo olor a licor barato.

Nos examinó suspicaz mientras de uno de sus bolsillos traseros sacaba un raído pañuelo con fajas azules, el cual pasó por su frente con desespero. Guardó el empapado pedazo de tela y apuntándonos sus pequeños ojos aguijoneados de sangre, manifestó que la avioneta estaba lista para despegar y que un lanchón anclado en el muelle del islote llevaría a mi amigo hasta la pista de aterrizaje que estaba en las afueras del pueblo del Gran Roque.

Gérard se despidió con un fuerte abrazo y ambos se alejaron hacia el muelle.

Estaba otra vez sólo, quizás por un par de días, sin nada que hacer. Caminé ensimismado por la playa con la mirada puesta hacia el aeropuerto. Cuando vi despegar al aparato regresé a la casa y me entretuve revisando un montón de periódicos viejos apilados en un cuartucho ubicado al lado de la puerta principal. Tomé uno al azar y volví al porche. Me senté y comencé a hojearlo con indiferencia.

El nombre de Alberto Tirrea, desplegado en un gran titular en la página de espectáculos, me hizo sonreír.

Éste era un conocidísimo y muy exitoso animador de la televisión local, pero al mismo tiempo un desviado y depravado homosexual.

Sonreí, porque una vez fui testigo de una de sus múltiples bacanales en “Pueblo Viejo”, un exclusivo complejo turístico playero, cuyos constructores imitaron el diseño arquitectónico de las islas griegas pero enclavado en un exótico paisaje tropical, situado cerca de Puerto La Cruz, al oriente de Venezuela.

Allí, a bordo de su lujoso yate, el animador fue sorprendido in fraganti por las autoridades del puerto en plenos actos sardanapalescos junto a un grupo de personalidades, entre quienes se encontraban el ex gobernador Porfirio Rivas Sábila; el Ministro de Justicia Rolando Sovar, quien a los meses murió de SIDA; Carlos Ángel, un conocido intelectual; Alberto Lusar, pariente de un eminente escritor (por cierto, estos dos últimos, en diferentes circunstancias pero igualmente deprimidos por cuestiones de pasión sodomita, se suicidaron pegándose un tiro); un emplumado banquero y un diplomático muy estimado en la cancillería, cuyos nombres ahora se me escapan de la memoria, además de un grupo de bellas modelitos de televisión y unos jóvenes efebos.

El suceso se convirtió en un bochornoso escándalo público, ya que la “prensa del corazón” los hizo trizas a todos.

De Alberto Tirrea, por lo menos, se sabía sobre sus apetencias sexuales, desviaciones éstas que le costaron tres divorcios millonarios de respectivamente tres guapas rubias con quien se había casado a fin de disipar los rumores sobre su evidente homosexualismo. Pero de los otros muy poco o nada se conocía de sus aberraciones.

El escándalo revolucionó a la hipócrita sociedad mantuana caraqueña, tanto, que puso a temblar a más de uno en el aristocrático Country Club, donde tanto hombres como mujeres, casados o no, viven su propia Sodoma y Gomorra moderna. En ese exclusivo recinto “sagrado” se consume gran parte de la coca que entra a Caracas vía Colombia, así como también se quema gran cantidad de hierba. Tanta, que a veces hasta el mismo Dios, allá en el cielo, fuma marihuana. Y si se trata de adulterio, tanto por parte de los hombres, que es considerado como algo “normal”, como por las mujeres, intocables matronas de la depravación, los nombres y familias que debería mencionar serían interminables. Y los chicos, bueno, en la misma tónica que sus padres, y qué más se podría esperar de ellos, sino asquerosidades.

Daba compasión, según me confiaron una vez unas enfermeras, ver a esos jóvenes, junto a sus respectivas novias embarazadas, desfilar por discretas y costosísimas clínicas ilegales a fin de abortar los engendros, producto de las drogas, que llevaban en sus vientres.

Una doctora que infelizmente prestaba sus servicios en uno de esos centros médicos abortivos, una vez me contó alarmada, pero ilustrando sádicamente cada detalle, sobre la clase de monstruos fetales que salen de la barriga de esa especie de mujeres zombis que van allá en busca de ‘ayuda especial’. “Y luego los domingos, ya recuperadas, usted las ve entrando muy encopetadas y elegantemente trajeadas en esas iglesias sólo para ricos, que más bien parecen templos de pecado. Aquello semeja más a un desfile de alta moda que un acto litúrgico”, recuerdo que refirió la doctora con sarcasmo, quien enseguida agregó: “Para colmo del fariseísmo, todos se saludan con una sonrisa de oreja a oreja, aún sabiendo que sus mujeres se acuestan con el otro y viceversa, y que sus “niños” son unos vagos que deambulan por las calles alucinados por los alcaloides, los cuales ingieren como si fuesen vitaminas”.

Por eso, “El escándalo Tirrea”, que así lo bautizó la prensa en aquellos días, puso a temblar a todos, ya que se esperaban nuevas y sensacionales revelaciones. Empero, no pasó nada, ya que el poder del dinero lo calla todo.

–¡Basura! –exclamé y tiré aquel periódico que me trajo a la memoria recuerdos que asqueaban.

Entré a la casa, me puse un traje de baño negro que encontré en el gabinete del baño, supongo que del marido de mi amiga, y fui hacia la playa para tomar un poco de sol y tratar de aclarar la mente.

Tirado sobre la ardiente arena pasé un buen rato deleitándome la vista y los sentidos observando a una media docena de italianitas que se paseaban por la playa con sus senos al aire. No tenían pudor ni vergüenza, y eso me satisfizo, porque estaban conscientes de la degradación moral y carencia de valores a la que nos ha llevado la decadente sociedad occidental.

Cansado de tanto disfrute, me eché boca arriba y me puse a escrutar el cielo. Era más puro de lo que veía en tierra. Las nubes, con sus transmutaciones, me remontaron a los tiempos mozos, y empecé a imaginar figuras en ellas, tal como lo hacía cuando niño: El oso que se acerca al elefante para darle un tierno beso; el viejo y barbudo gigante dirigiendo su mirada al cielo, como invocando clemencia; la pavorosa bruja torciendo su cuello y sacando su viperina lengua en pleno vuelo; el oso de peluche tratando de atrapar a una gaviota... ¡Era otro mundo, un mundo irreal dentro de lo real!, pero sin maldades ni egoísmos, ya que las nubes se unían y desunían en una simbiosis límpida y pura, con su mismo color de blanco nieve. Todo lo contrario a lo que sucedía aquí abajo, en la tierra.




Pasaron dos largos días y Gérard no volvía. Comenzaba a intranquilizarme. Dudaba si llamar o no para saber cómo iban las cosas. Todo se debía hacer con sigilo, sin levantar la más mínima sospecha, al menos hasta que mi compañero regresase con las buenas nuevas.

“Entre tanto -me dije- a pasar el tiempo”. Debía ahuyentar el pasado de mi mente y aprovechar los momentos que me brindaban aquella paradisíaca isla.

Con esa idea en la cabeza me acosté y dormí sin preocupaciones. A la mañana siguiente, muy temprano, fui a recorrer Madrizquí.

Aquel vergel lleno de quietud y en perfecta armonía con la naturaleza me hacia pensar en cómo se habrían sentido Adán y Eva, porque si esa sensación era igual a la mía, no entiendo porqué tuvieron que comerse la manzana, ya que era como navegar en la inocencia más pura, donde pájaros y peces, desconociendo todavía la voracidad del hombre, se unían armoniosamente como en el principio de los tiempos. ¡Qué droga más perfecta es la propia naturaleza! ¡Qué placer entenderla y compartirla sin vanas ilusiones de conquista!

Por instantes me sentí niño nuevamente y, mientras unos ingenuos alcatraces sobrevolaban mi cabeza para luego lanzarse al agua en su infalible pesca, comencé a recolectar inmensas conchas de Botuto, una especie de caracol puntiagudo de enormes proporciones, que están esparcidas por doquier al norte del islote.

También recogí algunos corales que, por su forma escultórica, parecían cincelados por el más grande de los artistas. Luego, metido en el mar solamente hasta los tobillos, jugueteé con las inquietas camiguanas, que abundan por millares en la orilla del mar. Al reflejo del sol esos diminutos pececillos se convertían en diamantes llenos de vida.

Me sentía en éxtasis, transportado a un universo del que nunca me había percatado que existiese, y eso que en esos mares y aguas había estado con anterioridad. Me avergoncé de mí mismo por no haber advertido antes tanta belleza y por lo que representábamos los hombres ante la naturaleza: ¡unos inmorales e inconscientes depredadores!

Agotado, con el sol friéndome la espalda y transportando el botín de conchas y corales, las cuales había colocado en un tobo de plástico que encontré abandonado en la orilla de la playa, decidí regresar a la casa.

Iba abstraído, aunque sabía que nadie en ese lugar hubiese reparado en mi presencia. Sería el último lugar sobre la tierra donde me buscarían, si es que me estaban buscando. Por eso vagué despreocupado, más aun cuando tenía la conciencia tranquila, ya que yo no había matado a Valentina. ¿Y cómo podría hacerlo si fue lo más maravilloso que me pudo suceder en la vida? Mis pensamientos iban dirigidos más bien hacia Gérard y las noticias que traería de Caracas.

Enfilé cabizbajo, arrastrando corales y conchas marinas, hacia la vereda tapizada de arena que da hacia la casa. A pocos metros del atrio levanté la cabeza y ahí estaba ese negrito vivaracho con una sonrisa de oreja a oreja recostado en una silla contra la pared y con sus pies sobre la mesa, mirándome con sus enormes ojos bien abiertos.

–¡Todo listo! –exclamó levantando su mano con el puño apretado en señal de triunfo.

Sonreí emocionado, le di un fuerte abrazo y me senté a su lado.

Con lentitud, cosa inusual en él, me fue narrando todo detalladamente. Me informó que a mi amiga nunca la vio, ya que no pudo acercarse ni a un kilómetro de la casa. Contó que en Maiquetía, donde aterrizó el bimotor luego de despegar de Los Roques, fue recibido por cuatro hombres, todos de apariencia muy ejecutiva, que lo llevaron a un hotel de Sabana Grande, al este de la ciudad. Allí fue interrogado sobre su procedencia y motivos de permanencia en Venezuela, inquisitoria sobre la cual mintió todo el tiempo. No obstante, los hombres quedaron satisfechos y le prometieron que solucionarían su problema, que le conseguirían la visa. Después de relatarme todas las circunstancias del viaje, dijo que adentro, en la casa, estaban los revólveres, dos Magnum, y algo que no me gustaría.

Entre y él me siguió. Gérard señaló unas toallas de baño que había sustraído a manera de ‘souvenir’ del hotel donde se hospedó, las cuales había puesto encima de una de las camas. Fui hasta allá, desenvolví uno de los paños y ahí estaba una Magnum 44. La miré, sopesé con la mano y luego, apretándola fuertemente en mi puño, la apunté hacia él y le pregunté:

–¿Y dónde está lo que no me gusta?

Intranquilo, Gérard señaló un paquete de periódicos que estaban sobre la mesa.

–Eso –dijo–. ¡Tómalo con calma!–advirtió.

De un tirón agarré el primero del fajo. Lo examiné con impaciencia y no vi nada que me pudiese interesar. Miré inquisitivamente a Gérard y éste, levantando los hombros, indicó:

–En la última página.

Giré el diario y a grandes titulares vi: “UN VENEZOLANO EL “MONSTRUO DE MADRID”. Un frío glacial recorrió cada centímetro de mi cuerpo. Luego leí. Decía mi nombre y descripción. Me tildaban de maniático peligroso y un sin fin de necedades y mentiras más. Me enteré por el periódico que a Valentina le infirieron siete cuchilladas. Y que la última, cuando ya estaba muerta, según el informe del forense, le partió el corazón en dos.

Colérico le pedí un trago a Gérard. Este fue a escarbar entre las provisiones que había traído y sacó una botella de whisky. Iba a buscar un vaso para servirme, pero le arrebaté el frasco de un manotón. Bebí un trago largo, después otro. Me recosté, tomé un cigarrillo de la caja que estaba tirada en la mesa y lo encendí.

Gérard observaba sentado en la cama, sin pronunciar palabra, mientras yo aspiraba con furia aquel cigarrillo y empinaba la botella en la boca haciendo rebosar el líquido sobre mi cuello y pecho. Dejé el frasco a un lado y busqué en los otros diarios. Todos decían lo mismo, aunque algunos eran más sensacionalistas y amarillistas que otros.

Los muy puercos colegas españoles me bautizaron como “El descuartizador de la calle Velázquez”, “un despiadado asesino”, “una lacra de la sociedad” que no merecía el derecho a la vida. No quería seguir leyendo, pero detuve la vista en un párrafo donde se afirmaba que el caso podría dar un giro de noventa grados, ya que una turista alemana que estaba alojada en la habitación contigua a la de Valentina, escuchó unos gritos a eso de las nueve y treinta de la mañana. “La testigo informó a las autoridades que ella recordaba con precisión la hora, porque fue el momento en que la recepcionista le logró una comunicación con Frankfurt. Pista que fue corroborada en la central del hotel, donde en un recibo digitalizado tenían asentada la hora, destino, día y tiempo de la llamada telefónica a fin de efectuar el posterior cobro”, decía.

La señora alemana -de acuerdo al mismo matutino- también relató a la policía que luego de escuchar el alboroto en la habitación, al colgar entreabrió la puerta para averiguar qué sucedía y, al hacerlo, vio a un hombre joven, rubio y bastante corpulento salir apresuradamente.

–¡Carajo! –exclamé–. Debe ser el mismo maldito que mató a Brizuela en Londres... La descripción coincide. Entonces estoy en el camino correcto: Gaudín y Castro Tinedo son cómplices. ¡Ya verá ese desgraciado, ya verá cuando me lo consiga frente a frente! –amenacé empuñando el revólver.

–¡Cálmate!... ¡Cálmate!... –demandó Gérard estremeciéndome.

Esa noche la pasé en vela. Otro día más de tortura para mi mente, de la que brotaban cenizas calenturientas.

La idea de la venganza, en sus formas más crueles, volvió a embriagar mis sentidos. Me imaginaba matando a ese maldito bastardo de mil formas y maneras. En mi mente iba desechando plan tras otro por uno más despiadado y sangriento. Quería verlo sufrir y morir lentamente. Un tiro sería muy honroso para él, reflexionaba mientras me zarandeaba en la cama sin poder conciliar el sueño. Debía despedazarlo para que muriese desangrado o estrangularlo lentamente... ¿Y por qué no meterlo en un estanque infestado de pirañas? Esa, esa idea era la que más me fascinaba. Me veía sentado muy plácidamente en un sofá con encajes de seda color marfil en la orilla de una inmensa piscina repleta de pirañas. En mi mano sostenía una copa de champaña, mientras que en el filo del tobogán estaba ese pervertido con la espalda desnuda, sangrante y desgarrada por los latigazos que anteriormente le había propinado. Detrás de él estaba Gérard apuntándole una pistola en la nuca. A una orden mía, Gérard lo tiraba al agua y yo disfrutaba oyéndolo implorar perdón. Y cada vez que lo hacía, que pedía misericordia, tomaba el revólver que tenía sobre una repisa y le disparaba un tiro, únicamente uno, a la piraña más cercana, que salpicaba muerte en su estertor. A otra súplica volvía a hacerlo una y otra vez y lo seguía repitiendo hasta que el agua se tiñese de escarlata con su sangre y de su cuerpo sólo restasen flotando despojos esqueléticos con la boca abierta, desgarrada de dolor, en un postrer intento de perdón.

Los primeros destellos del nuevo día se llevaron consigo esas imágenes espeluznantes. Vi a mi lado, y Gérard, agobiado por el viaje, aún dormía.

Sin hacer ruido me levanté y tomé una ducha, ya que durante la noche había sudado tan copiosamente que tenía la franela adherida a la espalda, y salí a recorrer la playa. El sol fatigosamente se abría paso entre una nube que amenazaba a lluvia. A lo lejos el faro seguía encendido y el pueblito del Gran Roque comenzaba a despertar de su letargo. Lanchas y peñeros salían a la mar en diferentes direcciones mientras los focos de las casitas de los pescadores se iban apagando en cámara lenta. Los yates y veleros anclados en las cercanías se mecían al vaivén de las pequeñas olas como si estuviesen tripulados por fantasmas.

En el recorrido me topé con algunos ladrones marinos, pequeños moluscos que se refugian en las conchas de otros que pasaron a mejor vida a fin de protegerse de los depredadores del mar, pero no de los hombres, sus verdugos más encarnizados. Con sigilo me acerqué a uno, pero al notar mi presencia enseguida se escondió en su concha. Lo levanté del suelo y examiné con curiosidad sus defensas. Después lo volví a poner en la arena, pero boca arriba, para ver qué hacía. Permanecí en silencio, observando. Transcurridos unos pocos segundos, el muy bribón, al no escuchar ruido, asomó primero su tenaza, símbolo de su poder y defensa, luego, en un malabarismo admirable, único en toda la naturaleza, sacó del caparazón más de las tres cuartas partes de su cuerpo y, aparentemente sin esfuerzo alguno, giró y vistió sobre sí la concha, que debía pesar unas diez veces más que su cuerpo.

Maravillado con la habilidad de ese ágil y formidable contorsionista, repetí el acto varias veces a fin de adivinar su arte y destreza, pero no pude, era algo que quebrantaba todas las leyes de la gravedad. Estuve a punto de sacarlo de su concha, desarmarlo como si fuese mi primer juguete, para ver como funcionaba, pero decidí dejarlo en la playa. Al rato, quizás recuperado del “susto”, el ladrón se fue a reunir con su familia dejando sobre la arena un rastro semejante al de las serpientes, pero con la diferencia de que a los lados iba dibujando también las marcas dentelladas de sus tenazas.

Regresé de mi caminata matinal cuando el sol había vencido en su esfuerzo por rasgar a las nubes.

Gérard aún dormía, pero al sentir el aroma del café que estaba colando, despertó. Desperezándose y lanzando unos pequeños alaridos, se acercó hasta donde estaba y preguntó:

–¿Más tranquilo esta mañana?

–Bastante –dije–. Pero es tiempo de comenzar a trabajar.

–Yo estoy listo –contestó en medio de un bostezo al tiempo que alargaba una taza para que le sirviese café.





A las nueve de la mañana tomamos un peñero, especie de lanchón de madera, que nos llevó hasta el pueblo, a unos diez minutos al norte de donde estábamos. Quería indagar sobre costos y hora de salida de unos pequeños turbos que hacían viajes a diario a Maiquetía, cerca de Catia la Mar, a unos veinticinco minutos de vuelo del Gran Roque.

No quería causarle más molestias a mi amiga, muchos menos involucrarla. Sabía que si se lo hubiese requerido habría enviado la avioneta, pero mi intención era alejarla de todo problema. Con lo que hizo era suficiente. No soportaría que algo le pasase por mi culpa. Ya había causado suficiente daño. La muerte de Valentina me enseñó que debía actuar y andar solo. Lo de Gérard fue fortuito y él tenía una razón, tan valedera como la mía, para arriesgar el pellejo. Pero era nuestro pellejo, de nadie más. Había que evitar que se derramase más sangre inocente. Además, Gérard y yo nos comprendíamos a la perfección y nos apreciábamos casi como hermanos.

En el poblado nos dijeron que una línea aérea privada hacía tres o cuatro vuelos semanales a Maiquetía y que su costo era cerca de los cuarenta mil seiscientos bolívares. Que si estábamos interesados podíamos hablar con el Capitán de Puerto o con la Guardia Nacional, que ellos nos precisarían detalles. Dimos las gracias, bebimos un par de cervezas bien frías en el tarantín donde nos suministraron la información y dimos marcha atrás.

En el muelle, en amena charla con unos marineros, nos esperaba el lanchero que nos había llevado. Gérard se divertía tomando fotos a marineros y al admirable paisaje con una cámara que había conseguido dentro de un armario de la casa.

Volvimos a Madrizquí meditabundos. No nos esperábamos con eso del “Capitán de Puerto o la Guardia Nacional”. Por Gérard no había problemas, ya que mi amiga le consiguió un permiso de estadía de tres meses, pero por mí sí. Me estaban buscando, tanto en Madrid como en Venezuela y quién sabe en cuántos otros países.

Al avanzar por la playa de regreso a casa vimos un movimiento inusual en un palacete enclavado en el islote. Aunque la distancia no permitía distinguir gran cosa, nos llamó la atención ver gente desplazándose por el lugar cuando, en los días precedentes, permaneció siempre solitario. Pensé que se trataba de una fiesta o algo por el estilo, por eso le indiqué a Gérard que siguiese caminando sin problema.

Al frente, a pocos metros de la mansión, anclados en el mar estaban dos lujosos yates con varias personas en la popa, que más que marinos parecían guardaespaldas. Seguimos avanzando lentamente con el objeto de poder observar todo con discreción. En el justo momento que pasábamos al lado de la villa sentimos a nuestra espalda el ruido de un helicóptero que se acercaba hacia nosotros. Nos pasó casi encima para poder aterrizar en el helipuerto que había cerca de la espléndida piscina de la villa, la cual podía verse desde la playa. Aún con las aspas del aparato girando, se bajó un hombre regordete de traje blanco sosteniendo con su mano el Panamá en la cabeza para que no volase al viento. Pese a que tenía la cabeza agachada, le reconocí: ¡Era Pablo Castro Tinedo!... ¡Increíble!, y qué hacía aquí.

Le di a Gérard un manotón por el hombro para que apurara el paso. El no entendía y seguía volteando para curiosear. Le hice un gesto con la cara para que siguiese caminando y, por la expresión de mi rostro, comprendió.

De pronto me detuve. “Porqué huir”, me dije y decidí desviarme por una vereda que da al patio trasero de la casa contigua a la que entró Castro Tinedo. En el trayecto le dije a Gérard que el hombre que descendió del helicóptero había sido el causante de la muerte de Valentina y que debíamos indagar a qué obedecía su visita al islote.

Subimos al techo de la casa de al lado y trepamos un árbol que vierte sus ramas hacia donde había entrado ese miserable. Ahí, protegidos por el follaje tropical, podíamos divisar parte de la piscina y la gran sala del piso inferior de la mansión, la cual estaba encuadrada en grandes vitrales con vista panorámica.

Con toda claridad, como si estuviese cerca de mis narices, podía ver a Pablo Castro Tinedo, quien estaba sentado, oh, sorpresa, junto a Flavio Gaudín, quien era inconfundible, al enigmático asesino de Brizuela, el que casi me atropella en su huida del puente de Waterloo luego de acuchillar a aquel infeliz, y al propio Nano Esconar Gaviria, jefe máximo del Cártel de Medellín, a quien estaban buscando todas las policías del mundo luego de su espectacular fuga de la cárcel de Envigado. Había otras personas que no pude reconocer y unos guardias, a quienes sólo se les veía las piernas y la punta de sus ametralladoras por estar fuera de nuestro ángulo visual.

Aquello no tenía apariencia de una reunión social, sino más bien de negocios. A distancia, la conversación parecía desarrollarse cordialmente. Sobre la mesa de la sala, de puro y fino cristal cuyo sostén consistía en dos elefantes blancos de marfil, había copas repletas de champaña y un par de botellas de whisky. “Quizás están celebrando mi derrota o la muerte de Valentina”, pensaba, cuando de improviso entró un hombre, a quien no pude verle el rostro, con un lienzo de mediano tamaño desprovisto de bastidor, que desplegándolo sobre su cuerpo se lo mostraba a Nano Esconar.

Castro Tinedo gesticulaba sin cesar. Luego se incorporó del asiento, tomó la tela en sus manos y se la acercó a Nano, quien movía la cabeza negativamente. A una señal de Castro Tinedo el hombre que había entrado con la pintura se retiró para, al poco rato, regresar con otra de mayor tamaño. Me pareció familiar por sus rayas y símbolos abstractos. Quizás se trataba de un Picasso, quién sabe. Se repitió la escena, pero Nano seguía con sus movimientos de cabeza. Obviamente se trataba de una venta. El personaje que traía las obras volvió a irse. Al rato regresó ayudado por dos hombres que sostenían por los extremos superiores una gran cruz dorada repleta de piedras preciosas.

–¡La Cruz de Justiniano! –exclamé en un ahogado grito que intranquilizó a Gérard, tanto, que me tapó la boca con su mano.

Aquello sí satisfizo a Esconar, cosa que demostró con una amplia sonrisa. A partir de aquel momento comenzó el ritual de la transacción entre copas e indiferencia por lo que se iba a comprar, propio de hábiles timadores.

Le murmuré a Gérard que tomase algunas fotos y que luego debíamos salir de allí cuanto antes.

Bajamos del techo pálidos e impresionados. Al pisar suelo casi corrimos.

Al avistar la casa me sosegué un poco. Gérard no entendía bien lo que pasaba. Tomamos un pequeño atajo de arena, doblamos a la derecha y enseguida estábamos en el porche de nuestro refugio, pero mi angustia en vez de aplacarse se agudizo.

Dos hombres parecían estar esperándonos. Ambos vestían trajes oscuros y corbata negra pese al insoportable calor. Uno, con cara de pocos amigos, estaba sentado donde Gérard y yo solíamos acomodarnos para admirar el mar. El otro, un grandulón corpulento, se había recostado de una de las columnas de madera del atrio.

Nuestra súbita presencia los sorprendió. Al vernos trataron de moverse con agilidad, como buscando sus armas en el cinto del pantalón. Sin mediar palabra recogí un botuto que estaba cerca de mis pies y lo estrellé en la cara del grandulón, quien cayó cuan largo era bañado en sangre. Gérard había ido al encuentro del que estaba sentado y haciendo girar la cámara en su lazo como si fuese una fonda, lo golpeó con fuerza. Lo tomó tan de sorpresa, que el hombre cayó de espalda contra el suelo. Gérard se le abalanzó y comenzó a aprisionarle el cuello con sus manos. El hombre hacía esfuerzos por librarse de aquellas tenazas y casi lo estaba logrando, por lo que así otra de las grandes conchas marinas entre mis manos y fui en auxilio de mi compañero. Del fuerte impacto, el hombre también quedó inconsciente.

Terminada la lucha, ambos nos vimos la cara y, presintiendo lo peor, corrimos hacia el interior de la casa en procura de nuestras armas. Por precaución había metido las Magnum en unas bolsas plásticas que luego escondí en el cesto de la basura, debajo de un montón de desperdicios. Allí estaban. Las tomamos y escapamos hacia el lado este de la isla, rumbo a una frondosa vegetación y manglares.

Amparados por ese rompecabezas formado por hojas, ramas y raíces y con el agua hasta las rodillas, pensamos que estaríamos, por los momentos, a salvo.

Descansamos hasta recobrar el aliento. No sabíamos qué hacer o dónde ir. Sólo nos mirábamos las caras estupefactos y confusos.

–¡Esta será nuestra tumba! –proferí inquieto.

Gérard, que no salía de su asombro, me veía afligido.

–Este islote es muy pequeño y pronto nos encontrarán –sentencié–. Debemos actuar rápido, antes de que los otros se percaten de lo que pasó.

–¿Y cómo podemos salir de aquí? –preguntó Gérard preocupado.

–¡El helicóptero! –exclamé.

–¿El helicóptero? –contestó incrédulo.

–Sí, el helicóptero será nuestra salvación.

–¿Pero, cómo? –balbuceó sin comprender.

–Lo tomaremos por sorpresa mientras están reunidos y discutiendo en la villa –expresé decidido.

–¿Y quién lo hará funcionar? –indagó.

–Pasé tres meses en Viet Nam como corresponsal de guerra y aprendí mucho sobre esos aparatos. No es nada del otro mundo –afirmé.

–Pero eso fue hace mucho tiempo –advirtió mi compañero lleno de pánico.

–Es como montar bicicleta, nunca se olvida –dije a fin de tranquilizarlo–. Pero este no es momento de indecisiones. Será ahora o nunca, de otra forma seremos cadáveres o pasto de tiburones.

A regañadientes Gérard accedió, comprendió que era nuestra única alternativa si queríamos seguir con vida.

Con cautela volvimos atrás. Hasta nuestras propias sombras o el ruido del viento al colarse por el follaje nos asustaban, pero estábamos decididos. Teníamos que jugar esa carta, la única que teníamos en las manos si no todo se habría acabado.

De pronto, mientras caminábamos, se me ocurrió que mejor era ir hacia El Gran Roque y mezclarnos entre los pescadores y turistas. Ahí, con tanta gente, no se atreverían a tocarnos y mucho menos a dispararnos. Aunque no había mucha vigilancia, la media docena de Guardias Nacionales bien armados los disuadirían y una vez a salvo tomaríamos uno de esos vuelos chárter para dirigirnos a cualquier lugar, con tal de salir de aquel infierno.

Le manifesté a Gérard la alternativa que tenía entre manos. No sólo la aprobó complacido sino que lanzó un suspiro tan grande que parecía haber vuelto a al vida.

–Bien, pero primero tendremos que volver a la casa para buscar nuestros enseres y documentos –urgí.

Gérard abrió su gran bocota, se subió de hombros y con una seña me señaló el camino.

Los dos hombres seguían tendidos en el piso, inconscientes, y con una legión de guaripetes a su alrededor dándose un gran festín dentro de la poza de sangre que había a sus lados. Muchos de esos extraños lagartos negros, los más grandes y atrevidos, estaban trepados sobre sus cuerpos en busca de alimento. A mi paso vi a uno que intentaba penetrar en la boca semiabierta del grandullón que había abatido.

Ya dentro de la casa, tomamos nuestros papeles, dos cajas adicionales de balas que habíamos ocultado en el refrigerador, dentro de una bolsa con vegetales, y salimos por la parte trasera en busca de un isleño que nos llevase con su peñero hasta el Gran Roque.

Conseguimos por causalidad a Luis, un viejo marinero de poblada barba y mirada patriarcal, al que habíamos conocido durante nuestra incursión en la Isla de Los Piratas, un cayo cercano que se une a Madrizquí a través de un fino hilillo de arena que surge de las aguas cuando la marea baja.

Recuerdo con claridad los cuentos y leyendas del viejo Luis, quien nos decía que en el centro de la Isla de Los Piratas, en una laguna formada por filtraciones de corrientes submarinas, estaba enterrado el tesoro que el filibustero inglés Henry Morgan dejó allí antes de ser perseguido y acosado por buques de la corona española, cuyos tripulantes luego le dieron muerte sin saber nunca dónde Morgan había escondido aquel fabuloso botín acumulado en tantos años de piratería.

Luis hablaba de miles de esmeraldas, diamantes, joyas, monedas de oro y diademas que habían pertenecido a príncipes, princesas y reyes. A Gérard y a mí nos deslumbró la historia, tanto que acordamos, una vez librados de Castro Tinedo y nuestros fantasmas, volver en busca del tesoro.

A la media hora estábamos echando anclas en el Gran Roque.

Agobiados por el sofocante calor decidimos ir en busca de un par de latas de cerveza para refrescar la garganta y planificar tranquilos los siguientes pasos.

Así lo hicimos, pero mientras saboreábamos el espumoso líquido dorado que nos congelaba el paladar, vimos a dos hombres, que no tenían visos de ser pescadores ni turistas, acercarse a la distancia.

Precavidos, dejamos en el mostrador las dos latas y fuimos retirándonos hacía un sitio poco transitable, apartados de las miradas curiosas.

Refugiados tras una blanca pared con ornamentos lila y rojo de una de esas humildes casas de pescadores, cuyo colorido y forma hacían más singular ese paraje del Caribe, escudriñábamos alertas aquellas calles cernidas por la arena del mar, que evocaban los sueños soñados en Las mil y una Noche.

En una imprudencia, Gérard, confiado, dejó el escondite y salió en busca de otras cervezas, las cuales vendían a pocos metros, a la izquierda de donde nos habíamos refugiado.

Apenas dio unas zancadas regresó con el miedo tatuado en sus pupilas. Le pregunté qué le había pasado y sin poder pronunciar palabra indicó hacia el norte, por donde venían a paso apresurado dos matones de Castro Tinedo.

Vimos al frente. A un centenar de metros estaba el mar, que hubiese sido nuestra salvación, pero nos habrían atrapado antes de llegar a cualquier bote. A los lados, sólo casas, iguales tras la que estábamos escudados. Miramos hacia atrás y vimos el gran faro, construido por un aventurero holandés, que sobre un peñasco se erguía al cielo como un monumento que se había resistido a la muerte y al tiempo.

Le señalé a Gérard el sitio y, sin dudarlo, echamos a correr cuesta arriba. No sabíamos que podía haber ahí, pero era el único camino a seguir si no queríamos ver nuestros cuerpos llenos de plomo.

Sudorosos y con la garganta seca como el desierto arribamos al extremo de aquella mole, que vista a la distancia no parecía tan inmensa. Tiramos de la puerta para subir hasta la cima del faro, pero una cadena de la cual pendía un herrumbroso candado, quién sabe de qué época, impedía nuestro paso.

Dimos vuelta y vimos hacia el despeñadero. Un agua profunda y mortal nos esperaba.

Regresamos sobre nuestros pasos y corriendo cual gacelas vimos a nuestros perseguidores tomando el mismo camino por donde nosotros habíamos subido.

Gérard sacó el arma que tenía disimulada en la espalda, a la altura de la cintura, debajo de la camisa que llevaba puesta al aire. Le dije que un disparo atraería la atención de todos, de la Guardia e incluso de los otros secuaces de Castro Tinedo y sus amigos, por lo que debíamos ser cautos y esperar los acontecimientos.

Esperamos tras uno de los muros que olía a musgo y muerte. Los hombres ya habían llegado, lo presentíamos. Sus toscas pisadas nos revelaban su presencia. Con nuestras Magnum martilladas y unidos espalda contra espalda esperamos lo impredecible. Sudábamos como puercos en la puerta del matadero, pero estábamos tranquilos, decididos a cualquier eventualidad, aunque ese fuese nuestro propio fin.

De pronto en el muelle comenzaron a explotar cohetes y fuegos artificiales, quizás en honor a la Virgen del Valle, patrona de los isleños y pescadores, cosa que nos asombró y tomó por sorpresa, pero mucho más a nuestros perseguidores, quienes comenzaron a disparar sus armas como locos, cosa que aprovechamos para salir de nuestro escondite y disparar hacia donde procedían los sonidos más cortos. A uno, que parecía un colombiano de esos de La Sierra, por su pelo largo y rasgos achinados, lo abatí de un solo tiro sin darle tiempo siquiera de apuntarme con su arma. Al otro, que gracias a su fino oído de marino Gérard había percibido tras una roca, le disparó casi toda la carga mientras se incorporaba luego de trastabillar hacia el risco.

Nos abrazamos para celebrar el triunfo, precario por ahora, pero triunfo al fin y al cabo. Aún estábamos vivos y teníamos por delante una misión que cumplir, la cual valía más que nuestras propias vidas.

Nos vimos y al unísono gritamos:

–¡Al helicóptero!




13

Durante la larga travesía de Tánger a Venezuela, Gérard no sólo me había confiado lo de su padre, sino también parte de su vida íntima, el gran amor que profesaba por Geraldine, su amiga de la infancia, con quien tenía la promesa de desposarse una vez cumplida su venganza.

La describió con pasión tan etérea, que yo, a mi manera, también la amo, pero no como hombre sino como un padre. Un padre que se sensibiliza por lo puro y lo sagrado, tal como comprendí el amor entre Geraldine y Gérard.

Contó lo difícil que se le hizo obtener la aprobación de los padres de su prometida cuando comenzó su relación. Habló de sus días de desesperación al ser rechazado por la familia de Geraldine, que lo creían un hombre sin futuro y aventurero. Le censuraban haber dejado sus estudios de veterinaria y emprender la búsqueda del asesino de su padre, la cual consideraban estéril. Nadie reparaba en sus nobles intenciones. Lo tildaban de desquiciado, un hombre afectado por la pérdida de un ser querido. Tuvo que remontar muchas montañas, trepar y humillarse antes de ser comprendido, no por la mujer que amaba, que sí lo entendía, sino por sus progenitores.

A Geraldine, a medida que Gérard me contaba como era, la veía como la reencarnación de Valentina. No por su semejanza física, porque Geraldine, al igual que su novio, era negra. “De un metro sesenta, pequeñita -como la pintaba Gérard-, pero con un corazón del tamaño del universo y de una pureza tal, que con una sola palabra suya, que parecía el canto de un ave, el mundo me parecía menos hostil”. Y yo lo escuchaba ensimismado, tanto, que recordaba a mi Valentina.

Cuando se consiguen dos almas gemelas, ni el mismo diablo las puede destruir.

En mi caso fue la mano del hombre, que es peor que la del diablo. Porque, si en verdad hay un infierno, el de este mundo, el de la tierra, es mucho peor que cualquier otro.

En el transcurso del viaje, en los momentos de control y sosiego, le prometí a Gérard, y así lo juré invocando al altísimo, que si salía vivo de ésta, sería padrino de boda de ese amor tan sublime.

Se emocionó tanto que no lo podía creer. Con afecto y en agradecimiento trató de besarme la mano, pero suavemente se la quite de entre las suyas, y le dije:

–Un amor como el tuyo es obra de Dios, y si a alguien tienes que reverenciar, es al mismo Dios.

Gérard me observó con una mirada tan penetrante que me hizo ruborizar.




Una noche, oprimido por las penas y las reflexiones me senté en la oscuridad en la popa de “El erizo” y dirigí la mirada al cielo. Vi aquel universo tan perfecto, tan armonioso, lleno de estrellas relucientes, tan desordenadas pro el azar para nosotros, que sentí empequeñecer, a tal grado que me vi desaparecer en el infinito.

Una vez vuelto nada, vagando al viento como una simple célula, me pregunté: “¿Por qué tanta vanidad, por qué tanta prepotencia y maldad si en realidad no somos nada, sino algo menos que una gota de agua esparcida en un desierto sediento? ¿Por qué los humanos no se dan cuenta que sólo son los depredadores más salvajes que la naturaleza pudo crear, seres plenos de defectos no obstante su envilecida racionalidad?”. El hombre es el lobo del hombre, sentenció una vez Juan Jacobo Rousseau, y yo creo que se quedó corto, porque el hombre es el exterminio del universo.

Ese viaje no planificado sirvió para reencontrarme conmigo mismo, y en ese reencuentro encontré a un amigo, Gérard, alguien que me brindaba una amistad sin interés. Nos juntamos por una causa común, pero jamás por otro motivo que no fuera ese. Él, con su parca filosofía y vivencias, pese a su corta edad, no pasaba de los veintiocho, me enseñó en instantes más de la vida que lo que la propia vida me había enseñado a mis cuarenta y nueve años de edad.

De él aprendí la verdadera lealtad, la que no tiene límites ni raza. La humildad, no la que se predica con hipocresía, sino la que nace del corazón, y la devoción, como la que San Pedro le profesó a Jesucristo.

Quizás para algunos éstas son simples palabras, un juicio efímero que se olvida instantáneamente al dejar de pensar, pero para quien tiene el don de percibirlas, esas virtudes son más reconfortantes que cualquier poder existente sobre la tierra.

“¡Valentina, mi Valentina, hasta después de muerta me puso en el camino de la felicidad! Cuánto me hubiese gustado aprender todas estas cosas junto a ti. Habría dado el alma para que estuvieses a mi lado en este viaje. Pero sin ti, ahora sólo es un viaje hacia la incertidumbre, a la soledad, a los recuerdos.

Si la muerte, Valentina, no es como dicen. Si tú estás allá, en otra dimensión, en el limbo, si es que existe, espérame mi amor que, juro por Dios que me escucha, que me reuniré contigo.

¿Y qué es la vida, mi amor, si no existiese la muerte? Sólo un mar de sufrimientos, un vagabundear por el tiempo en la espera de la partida, de la muerte infinita, la cual dará paz a nuestras almas.

¡Espérame mi amor, espérame! ¡Calma tus ansias que pronto estaré contigo!”.

En esos días llenos de angustia, soledad y dolor ilimitado, únicamente me aferraba a mis instintos. El mundo, su color, sus luchas y tragedias, así como sus logros y triunfos los percibía con indiferencia soez. No me importaba un bledo si la tierra se fuese a acabar o a partir en dos. Que la economía mundial, las guerras intestinas o fenómenos naturales estuviesen diezmando al planeta, me tenían sin cuidado. Nada, en esos momentos, nada importaba.

Era guiado por reflejos primitivos, negándole todo paso a lo racional. Valentina era mi mundo y se había desmoronado. ¿Qué importancia podrían tener las angustias, temores y pasiones de seres y naciones que no pertenecían a mi mundo? Estaba reducido a la nada, procazmente insensible al sufrimiento, al no ser el ser que había sido, sino otro, impenetrable e indolente ante todo lo que me rodeaba.

A veces, en los ratos que me invadía una lucidez que evitaba tener desde lo más profundo de mi ser, buscaba compadecerme, pero con indignación e ira, al sentirme impotente. Era una ira que surgía del fondo animal de mi alma con crueldad destructiva y sádica, tanto, que la disfrutaba al máximo mientras estaba inmerso en ella.

Sufría, me inmolaba en mis propias cavilaciones hasta que perdía todo vestigio de razón, y eso me gustaba, ya que prefería estar loco antes que cargar con la pena de la pérdida de Valentina.

Sabía que era un acto de premeditada cobardía, sin embargo el dolor era tan penetrante, que hacía esfuerzos titánicos a fin de destruir todo lo consciente que me pudiese quedar, cualquier remilgo de ella me molestaba. Absolutamente quería perder la razón, estallar y entrar en la dimensión del no pensar, del no discernir, del no total, en el vacío más absoluto, con tal de alejarme de las cosas terrenas o celestiales. Pero la maldita razón siempre estaba presente, espiándome a través de una caverna del cerebro, para sugerirme cordura y devolverle la paz a mi espíritu atormentado y confundido.

Así pasé parte del viaje, del que solo recuerdo pequeños bosquejos, donde rostros de seres invivientes me dirigían melancólicas miradas mientras que otros desdibujaban un océano de complacencia irónica ante mi sufrimiento. En ese entonces nada me importaba, ni yo mismo. Solo los instintos, ya precarios, me mantenían a flote.

Carecía de razón pura y diáfana. Era como una bestia enjaulada en un enjambre de pesadillas de dolor y congoja. Por eso hice lo que después hice. Tal vez fue por distracción, pero no por autocomplacencia o necesidad, porque en esos momentos era insensible al placer. Quizás lo hice por romper con lo mágico, con el embrujo que me tenía en trance o, tal vez, para desquiciarme de una vez por todas a fin de ahogarme en la nada, en la no razón. Estaba en el fondo, lo arañaba y disfrutaba de su calvario. No sé cuál fue el motivo que me indujo a hacerlo, pero lo hice:

Una tarde que el sol me freía la espalda y los sesos mientras estaba sentado en el suelo, recostado de un ducto de aire de “El erizo”, me incorporé y como alucinado me dirigí al camarote. Una vez dentro aseguré el cerrojo tras de mí y comencé a desvestirme lentamente, como si se tratase de un ceremonial sagrado. Ya completamente desnudo, me eché sobre la cama boca arriba, deslicé la sábana sobre parte de mi pubis y, pensando en Valentina, comencé a acariciarme hasta excitarme. El roce me producía un placer virginal, no vulgar. Era como si estuviese con Valentina a mi lado y que mi mano no era la mía sino la de ella. No sé cuánto tiempo permanecí así, ya que quedé profundamente dormido.

Al despertar vi la sábana mojada, la toqué y llevé los dedos salpicados de aquel líquido viscoso hasta la altura de mis ojos. Atónito corrí al baño y me lavé las manos con abundante agua. Luego, consternado, regresé y me senté a la orilla de la cama. Bajé la cabeza y con los codos apoyados sobre las rodillas comencé a frotarme la cara con ambas manos.

“¡Qué hice!... Porqué profané ese amor que yace bajo tierra -reflexionaba-. ¿Qué diablo tan implacablemente inmundo se ha apoderado de mi alma que hace que me masturbé con una muerta, con un alma que está en el cielo esperando por mí?... ¡Tan ruin es mi corazón que no respeta siquiera el descanso de su amada! Porqué atormentarla en mi tormento. Porqué ser tan bárbaro ante la caricia de un ángel que dio su vida por mí”.

Comencé a temblar de pies a cabeza. Un frío ártico me tullía hasta los tuétanos. Me eché otra vez sobre la cama, alcancé como pude una gruesa cobija de lana que estaba a un costado y me arropé hasta esconder la cabeza debajo de ella. Cerré los ojos buscando una oscuridad más profunda que procurase una explicación a aquella profanación.

Me sentía completamente degradado y, por más que pensaba, no le encontraba ninguna lógica a aquel acto impío, sucio y aberrante. Era una actitud contraria a todo lo que había sido y predicado.

En mi arrepentimiento vagué hasta los subsuelos de la paradoja, donde me vi envuelto en una frazada de seda color añil desflorando en un camposanto a una panzuda doncella cuyo rostro era igual al de Valentina, pero no así su cuerpo y su voz, que en éste caso era disonante y emitía un bramido quejumbroso. En su cuello tenía una guirnalda a manera de soga de donde pendían siete cuernos de azabache que representaban el Castigo, el Escarmiento, la Condena, la Expiación, la Penitencia, la Tristeza y la Sanción.

Sentía piedad de mí mismo mientras la penetraba, pero seguía ahí, atado a ella, que reía dejando suspendido en el aire un eco de profundo de dolor.

Terminado el sacrilegio, me incorporé y lancé un alarido de aflicción al ver que con ambas manos la doncella sostenía mi pene mutilado, el cual aprestaba a llevárselo a su boca dentellada de morunas espinas afiladas como un sable.

No sabía cómo escapar de aquel conjuro en que me había arrastrado la paradoja. No sé cómo, ni si alguien me escuchó, pero empalmando todas mis fuerzas proferí un aterrador grito y salí de aquella tribulación.

Al abrir los ojos estaba tan sobreexcitado y bañado en sudor, que me prometí a mí mismo nunca más volverme a autocomplacer.




14

La cosa no parecía tan difícil como imaginamos. Cerca del helicóptero había un solo vigilante. El cofrade en pleno permanecía reunido en la villa negociando el producto de sus fechorías. Únicamente nos preocupaban los guardias apostados a bordo de los yates anclados frente a la mansión.

Le dije a Gérard que se le apareciese por el frente al matón que cuidaba el helicóptero a fin de distraerlo y retirarlo del aparato. A él, le expresé, nadie lo conocía y podía pasar inadvertido, por lo menos hasta que yo pudiese sorprenderlo por detrás. Así, una vez dominado, nos subiríamos a la nave y listo, a escapar.

Pero en la práctica no resultó tan fácil, ya que mientras Gérard se dirigía hacia el custodio silbando una loca melodía, resbaló al meter el pie en un hueco que había en el césped y al caer hacia delante, su Magnum, la cual portaba debajo de la camisa, ahora a la altura de la barriga, rodó hasta su barbilla, que estaba clavada en el suelo.

Al advertirlo, el fornido guardián desenfundó su arma y se le fue encima. Yo me hallaba un poco retirado del lugar, empero saqué el revólver decidido a todo, pero en medio del nerviosismo mis movimientos fueron tan toscos que instintivamente accioné el gatillo dejando escapar un tiro al aire.

Al escuchar la detonación el guardia volteó hacia mí, que estaba a punto de alcanzar la nave.

Aprovechando el descuido, Gérard se incorporó, recogió su arma y le dio con la cacha en la cabeza dejándolo fuera de combate.

De un saltó subí al aparato y lo encendí. Gérard corría hacia mí bajo una lluvia de balas de ametralladora que venían de los yates. Desde la casa también se escuchaban disparos. Estábamos entre dos fuegos, a merced de esos delincuentes.

Si no lograba hacer volar a aquel pájaro pronto nos tendrían en sus manos. Aunque las aspas giraban con fuerza seguía adherido al suelo.

Entretanto mi compañero, que tenía medio cuerpo fuera del helicóptero, hacía vanos esfuerzos para zafarse de otro guardia que lo asía por un pie. Gérard maldecía y vociferaba en francés. Necesitaba ayuda pero yo no podía brindársela. Estaba muy atareado con los controles, buscando la manera de despegar de tierra aquella mole de aluminio. Me sentía agitado y los disparos que zumbaban contra las hélices me tenían aún más intranquilo. Hasta que, al fin, lo logré.

El helicóptero comenzó a elevarse. El pobre Gérard seguía tratando de librarse del rufián que no lo dejaba terminar de entrar.

Tomé un casco que estaba al lado del asiento y, como pude, se lo di a mi compañero. Este lo tomó y se lo batió en la cabeza en el preciso momento que pasábamos por encima de la piscina, donde el malhechor cayó levantando gran cantidad de agua.

Gérard rió exaltado mientras a lo lejos se escuchaban más disparos, pero ya estábamos fuera de su alcance. No obstante, encolerizado, mi compañero comenzó a disparar hacia abajo, pero todo era inútil.

Volamos a ciegas, sin saber dónde ir y, lo peor, sin saber dónde nos hallábamos. Busqué la costa, hacia tierra firme, que sabía que quedaba al sur. Fueron momentos desesperantes. Gérard borboteaba, aunque se presentía seguro a mi lado.

Viajamos un largo trecho a ciegas. Solo cielo, nubes y agua, que a ratos los confundíamos, porque el mar Caribe es tan parecido al cielo que a veces, cuando uno está volando, se cree en la estratosfera.

Al rato, difuminado entre las nubes, como si fuese un boceto sin terminar, divisé al cerro El Ávila, muralla de contención del Valle de Caracas. Sabía que abajo estaba la costa, por eso seguí el rumbo que me indicaban los perfiles de la montaña, guiado siempre por el pico más alto.

Volví a encender la radio, la cual había apagado al poco tiempo de despegar sin permiso de Madrizquí, ya que los controladores me tenían al borde de un colapso con sus demandas de identificación y ruta. Escuchamos las mismas cosas. Nos alertaban que debíamos desviar el rumbo y bajar unos cuantos pies porque estábamos interfiriendo en las rutas de aeronaves comerciales. Confuso, apagué nuevamente el receptor.

Aproximadamente a la media hora sobrevolábamos el puerto de La Guaira, por lo que opté seguir hacia la imponente montaña que a cada instante veía más cerca y más grande. Sabía que allí había fuertes vientos y corrientes encontradas, pero, al mismo tiempo, sabía que esa era la salida. Obviamente ya habían reportado el robo de la nave y nos estarían buscando. Por eso El Ávila era nuestra carta de salvación y guarida segura.

Penetré en las montañas a ciegas. Gérard estaba por infartarse. Maniobré como pude aquel aparato. Los vientos nos llevaban contra los farallones, pero los eludía con cortos virajes. Al poco rato, en una pequeña explanada, vi un claro y decidí aterrizar.

La palanca de mandos vibraba en forma epiléptica, por lo que hacía esfuerzos increíbles para mantenerla en posición.

Gérard, espantado, dijo en francés algo que no entendí. También estaba aterrado, pero tenía toda la concentración y capacidad puesta en la forma de cómo posar en tierra la máquina sin estrellarnos.

Todo temblaba. Adentro parecía que se había desatado un terremoto. El armatoste se mecía de un lado a otro según le pegase el viento.

Cuando nos hallábamos a pocos metros del suelo, casi a punto de lograrlo, una ráfaga de viento del norte nos encajonó en un profundo farallón. El aparato comenzó a caer en peso muerto hacia el fondo. Miré a Gérard en busca de ayuda, pero éste había metido la cabeza entre sus piernas. La vista se me nubló mientras seguíamos hacia el barranco. Comencé a mover controles y palanca desesperado buscando recobrar altura, hasta que milagrosamente la nave se estabilizó.

La misericordia infinita de Dios había intercedido otra vez por nosotros y ahí estábamos, alzando vuelo otra vez.

A medida que remontábamos decidí que al avistar otra vez el claro, lo volvería a intentar. No fue el mejor aterrizaje del mundo, pero lo logré.

Gérard de un impulso saltó a tierra. Yo me quedé adentro, estático, aferrado a la palanca de mandos y con la cabeza reclinada sobre el tablero. Al rato apagué el motor, bajé y me tiré al suelo boca arriba y le di gracias al Todopoderoso.

En ese instante me di cuenta que aún amaba la vida. Que la idea de la muerte, que siempre me acechaba, no era tan real como la presentía, que no estaba preparado para ese momento. Entonces Valentina retornó a mis pensamientos y me sentí como un vil egoísta, ya que ella, sin proponérselo, había ofrendado su vida por mí y yo ahora me asía de ella. Luego argüí que todavía no era el momento, que primero tenía que cumplir mi juramento. Que no debía recriminarme injustamente por querer salvarme de aquel desastre. Eso tranquilizó mi conciencia.

Cuando me repuse del susto y mis piernas dejaron de temblar un poco, me incorporé. Gérard estaba a mi lado, risueño, pero todavía un poco atolondrado. Fue hacia mí, me pasó una mano por la espalda y agarrándome con fuerza, expresó:

–Eres un loco asqueroso, pero gracias a ti aún estamos vivos.

–Me habían dicho que era fácil, pero todo es cuestión de práctica –riposté socarrón, pero aún temblando.

A nuestro lado sólo había arbustos, pequeños árboles y montañas. Sabía que, debido a la ruta por la que veníamos, hacia el sur debía estar Caracas. Conocía desde pequeño esas montañas ya que en ellas excursionaba con mis amigos de infancia. En aquel entonces era toda una aventura, ahora la más abominable de las alucinaciones.

Le indiqué a Gérard que caminaríamos con el sol a nuestra derecha y que, si estaba en lo cierto, pronto tendríamos a la gran ciudad bajo nuestros pies. El descenso fue un tanto abrupto, pero fácil. Remontamos una pequeña montaña y luego otra, un poco más alta, que apareció ante nuestros ojos al estar en la cima de la que habíamos subido antes. Bajamos y volvimos a ascender. De pronto, abriéndonos paso entre un matorral, a unos cuatrocientos metros de altura, vimos la ciudad cubierta por su tenue manto de smog.

–Bajar nos llevará solo unos cuantos minutos –le indiqué a Gérard, quien estaba calado de sudor.

Éste me vio, asintió con la cabeza y corrimos cuesta abajo.

Mi vida era una incoherencia. Otra vez sin equipaje y sólo con lo que tenía puesto encima caminaba por una calle del este de Caracas junto a mi amigo de desventuras, quien estaba igual de desecho que yo y, para colmo de males, sin un céntimo en nuestros bolsillos. No obstante, y gracias a Dios, aún conservaba mis tarjetas de crédito, las cuales no pensaba usar por cuestión de seguridad.

Aunque estaba indeciso, una salida rápida y discreta sería llamar a mi amiga, entrevistarme con ella y contarle personalmente lo sucedido. Pero qué hacer con Gérard. El no debía verla ni enterarse de quién y cómo era. En el asunto de la visa y las armas, el mayor Tolima sirvió de intermediario, evitando así cualquier roce que la pusiese al desnudo.

Cavilando sobre qué hacer, cómo y cuándo, decidí dirigirme al centro de la ciudad, donde funcionan pequeñas y baratas pensiones, que más bien parecen tugurios, y alquilar allí un par de habitaciones contiguas, una para Gérard y otra para mí. Ahí nunca preguntaban nada y si uno quería esconderse ese era el mejor refugio. Aunque en su mayoría esos hoteluchos son habitados por indocumentados peruanos, colombianos, ecuatorianos o haitianos y por malhechores y malolientes de poca monta, muy pocas veces esos sitios, que los hay por docenas, son visitados por la policía. Y, cuando lo hacen, publicitan tanto las razzias por los periódicos que al momento de llevar a cabo los allanamientos, la gran mayoría de los antisociales desaparecen velozmente de esos lugares.

La idea me parecía estupenda, pero ¿y el dinero? Esa gente acostumbra a cobrar por adelantado y en efectivo para evitar, como suelen hacerlo, que algún huésped se vaya con la cabuya en la pata.

De tanto pensar y darle vuelta a la cabeza recordé que entre mis tarjetas tenía también la de un cajero automático de una cuenta bancaria que no movilizaba desde hace bastante tiempo.

Gérard no sabía lo que venía cavilando mientras descendíamos por la avenida San Juan Bosco de Altamira. El se mantenía a mi lado descorazonado, inmerso en sus propios pensamientos y, posiblemente, arrepentido de haberse juntado conmigo.

–¡Ya está! –exclamé dándole un golpe en la espalda. Tengo el problema resuelto, al menos por ahora.

–¿Y cómo? –preguntó.

–No te apartes de mi lado y lo verás -contesté.

Hizo un ademán de resignación y seguimos caminando hacia abajo unos cientos de metros, nos desviamos hacia la derecha y al momento estábamos entrando a un gigantesco centro comercial donde funcionan muchos telecajeros.

Preferí hacer la operación de día, confundido entre la gente, para evitar ser reconocido, aunque en Caracas, por lo menos en la zona donde nos desplazábamos, a esa hora es más fácil conseguirse un brillante en la calle que a un policía.

Sacamos dinero, tomamos un taxi y nos registramos en la pensión “El cóndor”, en la avenida Baralt, en el propio corazón de la ciudad.

De ahí, sin que Gérard se enterase, telefoneé a mi amiga. Hicimos cita para las diez de la mañana del día siguiente en el parque Los Caobos. Me dijo que estaría sentada en un banco a cien metros, vía este, del Museo de Bellas Artes.

Antes de irnos a descansar le di algo de dinero a mi compañero. Había sacado suficiente por si acaso la policía, al saberme en Venezuela, se le ocurriera intervenir mis cuentas. Le indiqué que en la mañana me comprase en una tienda cercana, que vi cuando pasábamos con el taxi hacia la pensión, un jean talla 32, una franela blanca “M” y una gorra de pelotero con el emblema de los Leones de Caracas, mi equipo preferido, y que él aprovechara para comprar también lo que quisiese, con la recomendación especial de que al regreso trajera todos los periódicos del día.

La mañana siguiente, mientras me lavaba la cara en un baño colectivo que está al descubierto en un pasillo de la pocilga donde nos habíamos metido, vi a Gérard que regresaba presuroso llevando dos bolsas de plástico de mediano tamaño en sus manos. Al pasar junto a mí me haló por un brazo haciéndome señas de que lo siguiese hasta la habitación. Una vez dentro tiró todos los diarios sobre la cama y gritó:

–Estás en todos los periódicos y con ¡fotos! –precisó preocupado–. Debemos salir de aquí. Tarde o temprano, con disfraz o sin el, te encontrarán. Haz lo que tienes que hacer y vámonos.

–Muy bien. Sólo unas pocas horas más y nos iremos –prometí para apaciguarlo–. Tal parece que no hay escondite seguro para nosotros. Lo importante es mantener la calma. No salgas de la habitación hasta que no regrese de mi cita. Es imperativo que cumplas, que te quedes quieto –recomendé.

El encuentro con mi amiga fue breve. Había que evitar sospechas o la mirada de cualquier curioso que pudiese identificarnos. Aunque con mi disfraz más bien parecía un obrero de poca monta.

Antes de llegar donde esperaba, me acerqué a un viejo heladero que descansaba somnoliento a un lado de su carrito y compré uno. Mientras saboreaba la bola helada que emergía del cono de galleta, sin aparente prisa dirigí los pasos hacia donde estaba sentada y me acomodé en otro banco, a su costado, dándole la espalda.

Lacónica, sin siquiera dirigirme la mirada, expresó que dentro del periódico que había colocado a su lado, sobre el asiento, envueltos en papel de regalo había cinco mil dólares en efectivo y una tarjeta de cajero automático, la cual pertenecía una cuenta bancaria que había ordenado abrir a nombre de uno de sus empleados. Explicó que en esa cuenta había suficiente dinero y que la clave estaba pegada en un papel, al dorso del plástico. Dicho esto, hizo la advertencia de que no volviese, por ningún motivo, a comunicarme con ella hasta que todo el embrollo se hubiese resuelto. Asentí y, sin esperar a que le diese las gracias, se marchó rumbo a la entrada principal del museo. Tomé el periódico, lo aprisioné fuertemente debajo de mi axila y emprendí el regreso a la pensión en un destartalado taxi.

Durante el trayecto, el chofer, un moreno huesudo de pelo cano, comenzó un trivial parloteo sobre el alienante tráfico. Con monosílabos y desgano aprobaba sus quejas y maldiciones. Imprevistamente cambió de tema y preguntó:

–¿Y qué le parece el caso de ese degenerado asesino?

–¿Cuál? –pregunté con indiferencia. Sin percatarme, de primera, que se estaba refiriendo al asesinato de Valentina.

–¡El del “Monstruo de Madrid”! –exclamó extrañado ante mi respuesta–. El loco ese que mató a su mujer en España. El muy coño de madre fue a esparcir nuestra mierda a otro país para que nos sigan llamando indios e ignorantes... ¡Como si no fuese suficiente con el baño de sangre que tenemos todos los fines de semanas aquí! –protestó indignado y eufórico.

–No sabía –negué inmutable.

–Pero si está en todos los diarios –refunfuñó.

–Leo muy poco la prensa –se me ocurrió decirle a fin de obviar la conversación.

–¿En qué mundo anda usted, señor? –recriminó secamente.

–En el mío –contesté con disgusto al dicharachero taxista.

Mi tono lo hizo callar momentáneamente. Luego encendió la radio y comenzó a lanzarle improperios a los intrépidos transeúntes que, sin respetar los semáforos, toreaban el auto en las esquinas.

Cuando, en línea recta, habíamos llegado a unas tres cuadras del hotel, desde el asiento trasero observé varias luces azules de autos policiales dando vueltas enloquecidas. El alboroto parecía provenir de la pensión. Por precaución le pedí al taxista que detuviese el auto. Frenó y se orilló de mala gana para que yo descendiese. Mientras lo hacía acaricié el borde de una de sus mejillas con los cuatro mil bolívares que requirió por su servicio.

Me apeé, di unos pasos y entré a una panadería que tenía justo al frente y compré cigarrillos. Destapé la cajetilla, encendí uno y me coloqué detrás de una columna del establecimiento a fin de ver qué pasaba frente al hotel. “¿Nos habrán descubierto o es sólo una de esas razzias que de cuando en cuando suele hacer la policía? –meditaba –. No, descubierto no. Sería muy rápido y nuestra policía no tiene la envergadura ni el poder investigativo de un FBI o Scotland Yard. Es imposible” –me decía.

Un golpecito sobre el hombro me hizo girar sobresaltado. Era Gérard.

–¡Qué susto!... ¿Qué pasa? –interrogué nervioso al ver su rostro pálido.

–Vinieron por nosotros o, mejor dicho, por ti, ya que entraron en tropel en busca de un hombre blanco y, según la descripción que dieron, no podría ser otro que tú –soltó. En sus palabras la policía casi te dibujó. Yo me escabullí sin problemas, ya que mandaron a desocupar del hotel a todos los haitianos y dominicanos. El que comandaba el grupo los echó fuera y les ordenó que no volviesen sino dos horas más tarde. Y yo, como soy negro, creyeron que era uno de ellos y salí sin problemas –precisó suspirando mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa de satisfacción.

–¿Y los revólveres? –pregunté alarmado.

–Están a salvo –contestó al tiempo que tocaba con una mano el sombrero que tenía puesto y con la otra su parte íntima.

–Salgamos de aquí lo más pronto posible –expresé intranquilo.

–Pero, a dónde iremos –demandó intrigado.

–En el camino te lo diré –dije mientras doblaba la esquina a zancadas para dirigirme a otra avenida paralela que desciende en sentido contrario a la que estábamos.

Al llegar detuvimos un taxi y nos subimos. Le indiqué al conductor que nos llevara, a la brevedad posible, al terminal de pasajeros de “La Bandera”, ya que tenía que cerrar a las cuatro de la tarde –era, en ese momento, pasadas las doce del mediodía– una negociación muy importante en Maracay, ciudad situada a cien kilómetros de Caracas, y necesitaba tomar un expreso que me condujera hasta allá. No obstante, le ofrecí cincuenta mil bolívares si el mismo nos llevaba. El taxista pensó unos instantes antes de responder.

–Los llevo si me dan setenta –dijo engolosinado por nuestra premura.

–Está bien –contesté rápidamente aceptando su propuesta.

Gérard no entendía nada. Permanecía a mi lado callado, presumiendo que tenía un plan... ¡y sí lo tenía!

Tomamos la Autopista del Centro y comenzamos el viaje. El chofer no soltaba el acelerador. 120, después 140 kilómetros por hora. Era evidente que quería llegar rápido para así poder acortar su regreso antes de que anocheciese.

Llevábamos más de la mitad del camino recorrido. En un tramo casi desolado de la autopista le di unas palmadas en el muslo a Gérard, quien veía absorto el bello paisaje, enriquecido por los incandescentes colores amarillos y violetas de los araguaneyes y apamates. Volteó y me miró de frente, con una sonrisa de complacencia.

Le hice señas con el índice apuntando a su sombrero y luego lo dirigí a mi pecho, queriéndole explicar que sacase la Magnum y me la diese. Comprendió inmediatamente y agachándose como si fuese a enlazarse un zapato, se quitó el sombrero y a ras del piso del auto me pasó el arma.

La tomé y antes de que el desprevenido taxista pudiese darse cuenta, aprisioné el cañón del arma contra su nuca, al tiempo que le grité: “¡Este es un asalto!”.

El hombre, al escuchar mis palabras, casi pierde el control del auto. Recuperado del susto, lo conminé a pararse a un lado de la autopista. Lo hizo tembloroso. Su rostro parecía de papel marfil brillante.

Gentilmente, a fin de que dejase de temblar, le expresé que su vida no corría peligro, que no pensaba matarlo. Que únicamente nos llevaríamos el auto debido a que lo necesitábamos para un “trabajo” y que al concluirlo lo dejaríamos abandonado en un lugar donde la policía podría recuperarlo fácilmente.

Le pedí a Gérard, quien estaba a mi lado empuñando también su arma, que le diese cincuenta mil bolívares y no los setenta que el aprovechador chofer no había pedido por el viaje. Se los alargó y este nerviosamente los tomó y guardó en el bolsillo de su camisa. Luego le indiqué que bajase sin prisa, tranquilo, del auto, que permanecía con el motor encendido, y se internase entre los matorrales cercanos.

Quiso protestar, pero el cañón de la Magnum, que levanté a la altura de su frente, lo disuadió. Gérard tomó el mando del coche y al ver que el hombre desaparecía entre la vegetación, aceleró endiabladamente. En minutos estábamos a varios kilómetros de distancia.

–Sigue al pie de la letra todas mis indicaciones –le dije a Gérard–. La autopista es casi una recta interminable y con tránsito de alta velocidad. En la primera estación de gasolina que veamos nos detendremos para reaprovisionarnos.

Así se hizo sin contratiempos.

Mientras Gérard llenaba el tanque de combustible, entré a la tienda de la estación y compré dos lanillas amarillas y regresé al auto. Al retomar el camino desenrollé el periódico que horas antes me había dado mi amiga en el museo, rasgué el envoltorio de papel de regalo que, paradójicamente tenía imágenes alusivas a la Navidad, saqué los billetes, todos de cien dólares, la tarjeta con la clave y los guardé en el bolsillo trasero de mis jeans. Concluida la tarea boté el periódico por la ventanilla.

Pasamos de lado Maracay, luego la ciudad de San Juan de Los Morros, Ortiz, Calabozo y otra gran cantidad de poblados y caseríos.

En un punto de la carretera le notifiqué a Gérard que tomase el desvío que nos conduciría hacia el estado ganadero de Apure, y que cuando estuviésemos cerca de nuestro destino yo le avisaría para que metiese el auto entre el follaje.

Al encontrar un sitio despoblado escondimos el auto y con las dos lanillas comenzamos a borrar nuestras huellas dactilares. Al terminar botamos los trapos a un pequeño riachuelo y no le quitamos los ojos de encima hasta verlos hundirse y desaparecer en la corriente.

De vuelta a la carretera, emprendimos marcha a pie en dirección del Alto Apure, deteniéndonos de cuando en cuando para pedir un aventón a los vehículos que pasaban.

El sol, en su camino al ocaso, aún estaba abrasador.

Casi al borde de la desesperación, agotados y temerosos, anduvimos varios kilómetros a pie, hasta que un destartalado camión cargado de cochinos se detuvo a unos treinta metros delante de nosotros. Corrimos a su alcance al ver que el piadoso conductor nos hacia señas con la mano desde la cabina. Llegamos exhaustos, sólo con fuerzas para abrir la portezuela y sentarnos ambos en el asiento delantero ya que iba sin acompañante.

–¿ Adónde van? –preguntó incisivo el conductor.

–Al Samán de Apure –contesté con precisión.

–Tienen suerte, ya que pá allá mismito voy yo –expresó aquel llanero corpulento de tez olivácea y con el rostro curtido por el sufrimiento y las privaciones, que lo hacía aparentar de más edad de la que debía tener.

–¡Gracias al cielo! –exclamé suspirando–. Usted no sabe cuánto se lo agradecemos. Si no se ofende podemos pagarle por la cola. Díganos cuánto...

–¿De dónde vienen, porqué andan a píe? –preguntó suspicaz dejándome con la palabra en la boca obviando mi ofrecimiento.

–Venimos de Valencia, pero el auto se descompuso y lo dejamos en un taller mecánico en el camino, cerca de Bethel –expliqué mintiendo–, y como no pasaba ni un autobús, decidimos caminar y pedir un aventón hasta que apareciese uno. Pero la suerte nos favoreció al usted detenerse.

Gérard, cauteloso, permanecía callado.

–Me llamo Gabán, pero todos me dicen “Buena Fortuna” –expresó el llanero estirando la mano, la cual estreché.

–Yo soy Arturo y el Maloney, hijo de trinitarios, pero nacido aquí –mentí para no revelar nuestras verdaderas identidades.

El trayecto fue largo y la conversación abundante. Gérard, ahora rebautizado por mí como Maloney, dormitaba y casi no intervenía en la charla, hasta que un buen momento quedó profundamente dormido, no sé si por el cansancio o por el fuerte olor a mierda que despedían la media docena de cochinos que Gabán traía en la carga.

La noche ya se había adueñado del cielo. Minutos antes habíamos dejado la carretera asfaltada y tomado un camino empedrado y lleno de huecos. Era la vía hacia El Samán, la recordaba aunque tenía muchos años sin recorrerla. Llegado a un trecho, Gabán comunicó:

–Hasta aquí llego yo. El Samán queda pa’lante.

Se había parado frente a la entrada del hato “Los cinco diamantes”, según pude leer en la inscripción incrustada en bronce en el gran arco de concreto que da acceso al lugar. Gérard y yo le dimos las gracias y nos despedimos.

–Yo soy el caporal del hato. Cualquier cosa que necesiten me tiene la orden aquí –nos grito Gabán sacando la cabeza por la ventanilla antes de perderse en los vericuetos de la oscura vereda interior del hato.

Nos quedamos estáticos, observando los pequeños faros rojos de las luces trasera desaparecer en la lejanía.

–¿Y ahora qué? –rompió monótonamente el silencio Gérard.

–Caminaremos hacia El Samán, que deberá quedar a unos cinco o seis kilómetros de aquí. Ahí tengo un gran amigo, Elías, a quien llaman “El poeta de El Samán”. Él nos dará cobijo y respaldo.

Elías era un amigo incondicional de la secundaria, muy revolucionario y poeta. Al terminar el último año de liceo se marchó a la Unión Soviética cuando aún el bloque socialista permanecía de píe y seguía siendo potencia mundial, honores que compartía con los Estados Unidos. Estudió Letras y Filosofía en la universidad de Moscú, pero un buen día abandonó todo y decidió regresar a su patria sin concluir los estudios. Pisó tierra venezolana un 27 de junio, Día del Periodista, y del aeropuerto, con un grupo de amigos de El Samán, que en tres autos fueron a recibirle, se dirigió directamente al agasajo que esa misma noche se le brindaba a los muchachos de la prensa en la extinta Asociación Venezolana de Periodistas. Cómo se enteró, recién llegado del exterior, de esa recepción, nunca me lo dijo. Lo cierto es que se presentó ahí con todo su ‘comité de bienvenida’, un grupo de llaneros de pura cepa que olían a rancio alcohol.

Yo me encontraba entre los invitados, cuya gran mayoría eran personalidades de la izquierda, escritores revolucionarios, miembros de Partido Comunista ligados a la prensa y, por supuesto, periodistas.

Al verme, Elías soltó un grito sorpresivo y corrió a mi encuentro emocionado. Me abrazó contra su cuerpo y me dio tantas palmadas en la espalda que hizo derramar sobre el piso mi vaso de whisky.

Incrédulo, me hizo un rosario de preguntas, a las cuales no me dejaba contestar, ya que me atropellaba con otras. Apenas pudo enterarse de que era periodista y que trabajaba para un importante matutino nacional.

Los brindis se sucedían con la velocidad del rayo. Llegado un momento, hartos de alcohol, decidimos marcharnos para seguir nuestra conversación y contarnos las experiencias vividas fuera del lugar. Ofreció llevarme a casa y yo acepté gustosamente, pero el plan cambió en el trayecto, ya que me invitó a que prosiguiese viaje con él y sus amigos hasta El Samán para que conociese a su familia.

En medio de la borrachera y la insistencia, no me quedó otra alternativa que aceptar. A las dos de la madrugada llegamos a mi casa, en Carrizal. Yo aún no me había casado ni tenía, en ese entonces, intenciones de hacerlo. Mi padre, Don Luis, que aún estaba vivo, permitió que hiciese el viaje en ese estado etílico.

En la casa preparé al desdén un maletín con ropa, me despedí y abordé uno de los vehículos que esperaban afuera. En cada uno de los tres había buena provisión de whisky, por lo que seguimos bebiendo hasta llegar a El Samán, aunque más de una vez tuvimos que hacer paradas forzosas para orinar o vomitar todo el alcohol que teníamos dentro.

En el largo recorrido a uno de los llaneros se le ocurrió la infeliz idea, muy seductora para ellos, de que me hiciese pasar por ruso al llegar El Samán a fin de tomarles el pelo a esos “ignorantes campesinos”. Decían que sería una broma muy divertida. Me negué rotundamente.

Insistieron argumentando que todo el mundo lo creería debido a mi fisonomía europea y forma de vestir, “muy diferente a la gente de por allá”.

Elías, quien venía sentado a mi lado en la parte trasera de uno de los autos, aprobó la chanza. “Será sólo por un día –observó–. Nos divertiremos mucho”.

No tuve otra salida, acepté, pero las cosas no resultaron como habíamos planeado durante la borrachera.

Mi estadía se prolongó a largas dos semanas. Dos semanas durante las cuales tuve que inventar mi propio idioma “ruso”, porque de ser descubierto los llaneros me hubiesen linchado por tan humillante burla.

Fue fascinante, lo reconozco, pero también un suplicio, ya que la broma se convirtió en cárcel para mi boca, que sólo expresaba incoherencias en un supuesto idioma que ni remotamente dominaba. Era la “vedette” del pueblo y el conejillo de indias de mis amigos. Todos querían conocerme. Yo era el animal raro. La cosa extraña venida del Báltico, la curiosidad de ese pueblo donde, en ese entonces, ni la señal de televisión llegaba.

Hasta el vecino pueblo de Achaguas, con quien los samanenses mantienen una pugna ancestral, llegó la noticia de que “un ruso vivía en El Samán”. De allí los fines de semanas salían caravanas de autos y camiones para ver “el espécimen blanco de rostro rosado que quedó atrapado en las riberas del Arauca”.

Aunque, la verdad, todos estábamos entre las redes de nuestra chanza. Elías era el más preocupado de todos, ya que sin proponérselo había engañado a su propia familia, porque pasados los primeros días temió decirles la verdad a sus padres y siguió con el juego. Los otros llaneros también. De ser descubiertos jamás habrían sido perdonados por tal vileza. Una vez comenzada la charada ninguno podíamos echarnos atrás.

Elías fungía de mi traductor ante el boticario, el director de la escuela local, el bodeguero, las personalidades del pueblo y hasta ante el alcalde. Todos fueron a mi encuentro para conocerme. Se extasiaban viéndome pronunciar frases inexplicables de sonidos graves y grotescos, pero precisas y con autoridad, muy parecidas a las de las películas de guerra o batallas navales que ellos, seguramente, habían visto en el cine del pueblo.

Era impresionante verlos en su postura analítica y la atención que prestaban a cada una de las idioteces que salía de mi boca, a las cuales con reverencia y parsimonia Elías les inventaba una traducción. Aunque más asombrosas eran las preguntas, algunas infantiles y otras totalmente ingenuas, que me hacían. En varias ocasiones, porque yo los entendía a la perfección, tuve que contener senda carcajada.

Cuando salía de casa, escoltado siempre por Elías y algunos de sus amigos para realizar una pequeña caminata matinal antes del desayuno, los lugareños se me acercaban para estrecharme la mano con fuerza o simplemente para tocarme.

En uno de esos días, maravillosos pero atormentantes, ya que permití que me embozalaran siendo un gran conversador, Elías y sus camaradas de juerga me llevaron a un patio de bolas criollas. Me senté sobre un tronco seco que estaba tirado a la orilla del patio dispuesto a observar, pero uno de los jugadores me invitó a participar. Seguramente para burlarse de mí. De tal manera que deseché esa idea. Elías entretanto les explicaba a los llaneros que en Rusia no practican ese entretenimiento, tan popular en Venezuela. Sin embargo, fue tanta la insistencia que tuve que aceptar jugar con ellos.

Uno de los llaneros amablemente se esforzaba en explicarme cómo debía tomar la bola entre mis manos. Adrede yo hacía todo al revés. Me divertía haciéndolo impacientar. De tanto darle, le comuniqué en “ruso” que ya había entendido a fin de que se iniciara la partida.

El juego prosiguió entre mofas, gritos, maldiciones y la efervescencia producto de dos cajas de bien frías cervezas, hasta llegar a un punto culminante, cuya partida -vencer o perder- estaba en mis manos.

Tenía la última bola y para ganar debía, por aire, dar un ‘boche clavado’ a la bola que mi compañero de juego me había señalado con su dedo índice. Si lo lograba, el juego se decidiría a nuestro favor.

Yo, por supuesto, desde los tiempos mozos conocía todas las mañas y habilidades del juego, el cual me era más que familiar, aunque nunca tuve la destreza de mis compañeros. De tal forma, que esta vez si iba a intentar hacerlo bien, sólo para saborear la reacción de los llaneros.

Me acerqué pausadamente donde estaba la bola, la cogí entre mis manos y antes de ponerme a tiro les hice señas de silencio a todos. Una vez lograda la calma, apunté a mi objetivo cerrando el ojo derecho, eché el brazo con la pesada bola hacia atrás, tomé vuelo y la lancé.

Oh sorpresa, mía y de los presentes: la bola rasgó el aire con velocidad y en su descenso se estrelló en seco en la cara de la que me indicaron y esta, levantando polvo y pedruscos, quedó clavada en el sitio donde estaba la de nuestros contrincantes.

La algarabía que se armó no pudo ser mayor. Quedaron perplejos de mis habilidades. La celebración no se hizo esperar: dos cajas más de cervezas y ron para los asombrados llaneros, quienes brindaron profusamente haciendo alarde de mi “gran inteligencia”.

Hechos similares, pero de otro tenor, fueron sucediéndose día tras otro, hasta que llegó el momento de la despedida y el fin de la tortura. Cuando salí de El Samán no cesé de hablar hasta llegar a casa.





Al filo de la medianoche llegamos a El Samán de Apure. El pueblo parecía muerto. Lo único que hablaba de vida era la débil luz de los faroles de la calle principal y uno que otro bombillo que titilaba a través de los grandes ventanales de las casas. No recordaba con precisión cuál de todas era la de Elías. Mi memoria estaba desecha con los últimos eventos, no obstante tuve la percepción de que estaba ubicada en el centro de la calle principal.

A ojos vista hice una alocada medición y me aventuré a tocar la puerta de una de las casas que permanecía con la luz encendida. Abrió una anciana temblorosa, quien a duras penas me indicó que tocase al lado.

Mientras me hincaba para enlazar la trenza de uno de mi tenis, le indiqué a Gérard que lo hiciese por mí. Segundos después se presentó ante nosotros otra vieja matrona.

–¿Qué desean? –preguntó con voz seca mientras torpemente se acomodaba una ruana sobre los hombros.

–Ver a Elías –contesté incorporándome–. Soy Daniel Formosa, un amigo de la juventud.

Al escuchar mi voz, Elías desde adentro pegó un gritó de satisfacción y fue a mi encuentro.

–¿Daniel?... ¿Eres tú Daniel?... ¡No lo puedo creer! –exclamó asomándose a la puerta de entrada.

Un fuerte abrazo unió nuestros cuerpos para celebrar el reencuentro, imprevisto para él pero planificado en mi elucubrante cerebro de fugitivo.

–Eres el mismo “rusito” de antes –dijo separándose y escrutando con su vista la anatomía de aquel hombre que otrora fue su compañero de ideales–. ¡No has cambiado en nada! –sentenció sonreído al tiempo que nos invitó a pasar a su hogar.

Los tres pasamos parte de la noche hablando. Rápidamente Elías simpatizó con Gérard, quien hacía chistes sobre nuestro fatigoso arribo a El Samán en un camión lleno de mierda y cochinos. Llegado un momento, el cual creí preciso, mientras me mecía lentamente en una hamaca que tenía colgada cerca del comedor, le conté brevemente lo que nos había llevado hasta allá.

–Esa historia se parece a una película de suspenso y terror –manifestó moviendo la cabeza negativamente, haciendo entender que no lo podía creer.

Impaciente le expliqué que era la verdad, cruda, pero real. Que en la historia no había un ápice de fantasía y que tanto mi vida como la de mi compañero corrían peligro.

Elías nos escrutó callado. Parecía un lince en plena cacería. Luego se levantó del taburete donde estaba sentado y extendiéndome la mano prometió ayudarme en todo lo que estuviese a su alcance.

Después de su visto bueno le pidió a Doña Josefina, la viejecita que nos abrió la puerta, de quien nos dijo que era su tía-abuela, que nos preparase algo de comer y dos grandes pocillos de guayoyo.

Mientras cenábamos Elías relató que sus padres murieron hace más de diez años y que de sus dos hermanos uno, el mayor, graduado de ingeniero en computación, se había establecido en Miami, y la otra, la hembra, se había casado con un canadiense y ahora vivía en Montreal. Que visitaban muy poco el país y que hace más de un par años sólo hablaban muy esporádicamente por teléfono. De la finca, de quinientas y pico hectáreas donde pastan alrededor de trescientas cabezas de fino ganado, producto de la herencia familiar, explicó que la dejaron bajo su custodia, pero que estaba aburrido y fastidiado de esa vida bucólica tan monótona y repetitiva. Abrumado, confesó que sus libros de filosofía quedaron tirados en un viejo baúl y que ahora son pasto de ratas y cucarachas, ya que en el pueblo de nada le valieron sus estudios. “Los llaneros tienen su propia filosofía y estoy por creer que es mucho más beneficiosa para la subsistencia del alma y el pensamiento que la de los grandes maestros universales”, expresó.





Dormimos hasta pasadas las nueve de la mañana. Aún se sentía el aliento fresco del rocío matutino y ese olor silvestre, entre sándalo y hierbabuena, que perfuma a El Samán en el invierno llanero, mientras que decenas de pájaros trinaban su himno a la creación con su bel canto dirigido por la mano de Dios.

Aunque subyugado por la mansa quietud de la naturaleza, al despertar aquella mañana lo primero que hice fue pedirle a Elías que depositase en su cuenta bancaria los cinco mil dólares que llevaba conmigo y que de ese dinero me diese, en principio, un millón de bolívares. Luego le solicité que fuese al sitio más cercano de venta de celulares y comprase dos. Uno para Gérard y otro para mí. Y que para la operación utilizara su tarjeta de crédito.

Elías regresó al filo del mediodía sin novedad. Me entregó los teléfonos y el millón. Le di las gracias, no obstante le expresé que había olvidado algo vital. Teníamos sólo las balas que estaban en el cargador de las Magnum, ya que las cajas se quedaron en la pensión de Caracas. Le pedí que consiguiese un par de cintos de cuero, de esos que usan los llaneros debajo de sus camisas, full municiones. Señaló que no habría problemas, que en la noche las tendría.

Nuestra intención, tal como se lo había comunicado la noche anterior, era quedarnos por un tiempo en El Samán, alejados de la gran urbe y del acoso de nuestros perseguidores. Era un pequeño paréntesis. Una angustiante pausa sostenida en la esperanza de que las autoridades, sobre todo la española, avanzasen en las investigaciones y me libraran del cargo de asesinato. De esa manera, si así resultaban las cosas, podríamos contar entre nuestros aliados con todas las policías del mundo.

Por el momento luchábamos solos contra la más poderosa y sanguinaria conexión mafiosa de la que haya tenido jamás noticias y, por si fuera poco, contra la policía del planeta. Me embargaba la certeza de que no saldríamos vivos de ese avispero ávido de sangre. De tal manera que lo prudente era quedarnos quietos por una temporada y utilizar ese tiempo en pensar, en atar cabos que sirviesen para desarticular la ‘Conexión del Arte’ y sus tentáculos.

En la noche Elías volvió con los cintos y una sorpresa: compró a unos traficantes de armas que negocian con la guerrilla colombiana una ametralladora UZI y media docena de granadas de fabricación polaca.

–¡Esta es para mí! –exclamó alzando sobre sus hombros la metralleta y enseguida agregó–: ¡Al fin un poco de emoción!... Este encierro me estaba matando –y risueño nos lanzó a cada uno dos de las granadas para que la atrapáramos en pleno vuelo.

–¡Ahora sí estamos listos para el combate! –gritó eufórico y con la satisfacción dibujada en su rostro suponiendo que algo fuera de su rutina cotidiana estaba por suceder.

Gérard y yo nos vimos atónitos. Nosotros no queríamos ningún combate. Estábamos hartos de ellos, más bien queríamos un poco de paz en la convicción de que pronto se haría justicia. Que se detuviese la matanza y la persecución. En fin, queríamos cualquier cosa, menos una guerra.





Los tres días siguientes los pasamos en la ribera del río Apure, descansando y bañándonos en sus caudalosas aguas, en algunos lugares infestadas de pirañas y caimanes del Orinoco.

El paisaje llanero es una fábula pardo-verdusca alucinante durante los últimos meses del año, donde las lluvias e inundaciones no hacen percibirlo en toda su inmensa belleza, debido a que en época de chubascos la tierra se transforma casi en un mar interior.

La mañana del quinto día Elías nos tenía reservada una sorpresa. Quería que conociésemos el Parque Santos Luzardo, reserva forestal ubicada en el Cinaruco-Capanaparo, en los llanos bajos occidentales. Nos fuimos en su jeep hasta el poblado de El Yagual y de allí, por vía fluvial, remontamos los ríos Capanaparo, Cinaruco y Orinoco. En medio de los llanos, la tierra se confunde con el cielo, dando una sensación de volatilidad cósmica, parecida a la que deben sentir los astronautas cuando caminan por el espacio, con la excepción de que allí, en el centro de las aguas, se pueden observar inmensas montañas de médanos. Sí, desiertos entre las aguas profundas que en la lejanía parecen espejismos lunares. A sus lados, morichales, mauritio, bosques de galería, lagunas y ríos que conforman islas.

Aunque sólo alcanzamos ver a una tonina, uno que otro caimán y muchas bellas y extrañas aves, Elías nos refirió que en el lugar habitan la más numerosa de las especies de reptiles e innumerables mamíferos terrestres y acuáticos, como jaguares, manatíes, dantas, cunaguaros, osos hormigueros, ibis escarlata, garzas, babas y el peligroso y asesino caimán del Orinoco.

Regresamos al atardecer, plenos de un gozo interior indescriptible y eclipsados por aquel banquete que ofreció a nuestros ojos el indómito paisaje del llano.

Entrando al pueblo, de un brinco un llanero evadió un lodazal y se interpuso a nuestro paso haciendo señas con su sombrero para que detuviésemos el jeep.

–¿Qué pasa Marcial? –preguntó Elías frenando a sus píes.

–Por aquí estuvo Gabán preguntando por los extraños, señor –expresó–. Aunque hizo muchas preguntas, yo no le dije nada, señor. Yo sólo levantaba los hombros y le contestaba ‘no sé’.

–Hiciste bien Marcial. Y luego para dónde se marchó.

–Regresó por donde vino, presumo que para “Los Cinco Diamantes”, señor –concluyó perspicaz el llanero.

–Gracias por el aviso Marcial. Y ojo pelao, si lo vuelves a ver por aquí o presientes que algo huele mal, corres a decírmelo. ¿De acuerdo?

–¡Sí, señor! –dijo complacido el llanero, al tiempo que recogía varios billetes que Elías le extendió a través de la ventanilla.

–Eso no me gusta nada –comunicó Elías al reanudar la marcha–. Ese hombre no es de fiar y mucho menos la gente para la cual trabaja –sentenció meditabundo.

–Si es el mismo al que le dicen “Buena fortuna”, ese fue el hombre que nos dio el aventón en su camión hasta la entrada del pueblo la noche que llegamos –precisé.

–¿Y por qué no me lo habían dicho, coño?

–No creí que tuviese la menor importancia. Mucho menos después de todo lo que he pasado –riposté encabronado.

–Parecía un hombre bueno –intervino Gérard–. Se mostró tan servicial y diligentes que, por lo menos a mí, no me hizo sospechar peligro alguno.

–En cambio es todo lo contrario. Es una alimaña, un reptil... Un cruel asesino. Le dicen “Buena fortuna” porque lo han emboscado para matarlo en varias ocasiones, pero el muy coño de madre, siempre sale ileso o sólo con algunos rasguños, mientras que todos sus acompañantes quedan fríos en el lugar.

–¡Huao! –soltó Gérard –.¿Y quién se lo iba a imaginar?

–Y qué crees que vino a buscar en El Samán. Porqué preguntó por nosotros… ¿Crees que puede estar ligado a nuestros perseguidores? –pregunté intrigado.

–Eso, Daniel, es lo que me ha revuelto el estómago. Ese hato, que antes pertenecía a gente muy respetable, fue comprado hace un par de años por un colombiano que se dice arquitecto, pero muchos sospechan que es un narcotraficante. No conozco su verdadero nombre, pero todos sus subordinados lo llaman Jack, y viene rara vez por aquí –expresó visiblemente preocupado Elías–. Figúrate, que tuvo el descaro de cambiarle el nombre al hato. Antes se llamaba “Doña Bárbara”, porque allí nació Francisca Vásquez de Carrillo, la mujer que inspiró a Rómulo Gallegos a escribir su célebre novela del mismo nombre.

–¡Entonces ya nos tienen ubicados! –exclamé excitado.

–¡Vayamos por las armas! –precisó Gérard.

–Sí, tenemos que marcharnos lo más pronto posible. La casa ya no es un lugar seguro para nadie –sugirió Elías.



15

En París mi vida era pacífica. Tanto, que podría calificarse de aburrida, además de improductiva. No obstante tenía paz, una paz con ansiedad, pero privada de terror.

Al principio la soledad, estar lejos de mis seres amados, me llenaba de inquietud. Una inquietud que tan sólo las almas solitarias pueden comprender. Los bares, la Biblia y las ‘mujeres calientes’ era la trilogía que podía aplacarla. Si no definitivamente, sí por gozosos instantes. Las tres a la vez, aunque no precisamente en forma simultánea.

El libro, el bendito libro que había ido a escribir, no cobraba vida siquiera en mi imaginación. Era una meta. Sólo una meta, que carecía de principio. Entonces, ¿cómo alcanzar la meta sin saber cuál era el punto de partida? Lo ignoraba. Únicamente sabía, y tenía toda la intención de hacerlo, que debía escribir la novela. Pero mi mente era una sonata de acordes sin sentido donde la flauta se confundía con el acordeón (confusión y nostalgia), el piano con el violín (soledad y pasión) y el arpa con el tambor (amor y frustración). En fin, en mi ser ebullía paradigma y paradoja en un baile confuso, pero puro. ¿Una locura? ¡Claro qué es una locura! Por ello es que se lo estoy tratando de describir. Para que supiesen en que estado me encontraba cuando vivía en Rue Richer, en la penumbra, pensando, dejándome torturar por los pensamientos, antes de ver la escabrosa escena de Flavio Gaudín y René Brizuela en su sodomía.

Que aquella escena haya sido la chispa que me devolvió a la vida, es inobjetable. Pero ahora me está llevando a la muerte. Aunque mi vida en París era, en ese entonces, un lento perecer. Un estado abúlico muy parecido a la muerte. Era, como dicen los refraneros, un muerto en vida. Ahora, y esa es la paradoja, el destino cambió el orden de las palabras. Ahora soy una vida en la muerte. O, por lo menos, en su filo.

Y quién entiende al ser humano. Antes me quejaba de mi improductividad, reprochaba mi inercia. Ahora me quejo por la excesiva actividad, del movimiento continuo. Una paradoja dentro de otra y esta dentro de un mismo ser. ¿Incomprensibles juegos del destino? ¿Fatalidad?... ¡Destino? ¿Somos en realidad dueños de nuestro propio destino? No lo creo. Es un absurdo. El único que es dueño de su propio destino es Dios y nadie más.

Dueño significa posesión, tener en sus manos algo que le pertenece. Sea esta comprada, manufacturada o regalada o, por azar, hallada. Pero, ¿quién ha tenido alguna vez en sus manos su mente -esa ruleta de pensamientos traidores-, sus sentimientos y, para no ser empalagosamente retórico, su destino? ¿Existe el destino? ¿O es una fantasía más, una alucinación más, una trampa de nuestra mente? ¿Tienen destino los insectos que noche tras noche, y en todo el planeta, se encantan y danzan alrededor de la luz de un farol para luego perecer? ¿Era ese su destino? ¿Ese es el significado del destino? Ah, se ríen. Piensan ilusamente que los insectos no tienen destino. ¿Y quién carajo lo dice? ¿El que puso el farol o Dios? ¿Existe Dios? Yo creo que sí. Es mi fe. Entonces, si Dios existe y creó a los insectos, los cuales representan el noventa por ciento de las criaturas vivientes que hay en el planeta tierra y único sustento de vida para el planeta, ya que sin ellos cualquier signo de existencia se extinguiría debido a que son la balanza ecológica de la humanidad, porqué deberían carecer de destino, y los seres humanos, pequeños representantes de la vida animal y depredadores por excelencia y placer, sí. Y si a ellos, los insectos, muchos más perfectos, tanto en su morfología, evolución, sentido de subsistencia y reproducción continua a través de todas las Eras más primitivas, Dios los dotó de su propio código ético, de su propia Biblia, entonces ¿por qué asignarle destino tan cruel y desastroso sólo por una luz, un farol?... Que es su llegada al cielo, su meta final. Que esa luz donde bailan su danza mortal es la puerta de paso para el paraíso de los insectos. Es posible, pero descabellado para la soberbia y prepotente mente humana. Y es que, obcecadamente, nos resistimos ver más allá de nuestros propios ojos. Nuestro afán de posesión y riqueza, le ha robado, arrebatado, toda conciencia y fantasía al hombre, microscópica larva en la inmensidad del universo.

De todas formas, exista o no el destino, yo me aferraré a la vida, que si la tengo. Aunque Descartes en su cogito ergo sum diga siento, luego existo, creo que, ciertamente, existo, ya que las fantasías no sufren, ni perciben el dolor, sea este físico, mental o espiritual..., y tampoco cagan. ¿Quién ha visto alguna vez a una fantasía cagando?




Elías sacó del armario varios morrales. Me lanzó uno y otro a Gérard, indicándonos que en la despensa había suficientes víveres y que los llenásemos de enlatados. De otro estante sacó un par de cuchillos de caza, dos machetes y una escopeta Remington de repetición y municiones, además de frazadas y suéteres de lana. Dábamos la impresión de ser un grupo de comandos en fuga.

Entendía a Elías, su angustia, sin embargo no percibía el peligro tan inminente con él. Creía que estaba paranoico por la historia que la había contado. No presentí, en fin, la inminencia del peligro. Él sí, por su suspicacia llanera. Por vivir en tierra de nadie, donde tanto la guerrilla colombiana, que tiene azotada la zona con los secuestros de ganaderos, como los narcos, se apoderaron de casi los ochenta mil kilómetros cuadrados del estado Apure, teniendo en vilo diariamente a las trescientas mil personas que allí habitan. Él percibía ese peligro, en tanto yo supuse que en esa vasta llanura estaba a salvo. ¡Cuán lejos de la realidad!

Gérard y yo llenábamos las mochilas sin aparente prisa en la certeza de que Elías recobraría el sosiego, cuando de pronto escuchamos el golpeteo insistente y nervioso de la puerta de entrada de la casa.

–¡Señor Elías!... ¡Señor Elías!... ¡Abra la puerta! –suplicaban desde afuera.

–¡Es Marcial! –precisó Elías reconociendo la voz, mientras se dirigía hacia la puerta para franquearle el paso, pero antes de llegar se escuchó el tableteo de una ametralladora y los gritos agónicos de Marcial.

–¡Rápido, por la puerta de atrás!–ordenó.

Los tres corrimos y en menos de un minuto estábamos metidos en el corazón de la noche. No había luna, sino un manto de nubes en el cielo, seguramente puestas por Dios para proteger nuestra retirada.

–¡Síganme! –indicó nuestro guía–. No hablen y eviten hacer ruido… Yo los sacaré de aquí.

Lo seguimos a ciegas. Un pantano. Después otro. Tras de nosotros se escuchaban voces y gritos. Gracias al Todopoderoso que ese día, por ser domingo, Doña Josefina estaba en Achaguas, pasando el fin de semana con sus nietas y no regresaría a El Samán sino a mediados de la mañana del lunes. De no ser así esos desalmados le habrían dado muerte con toda seguridad.

De pantanal en pantanal llegamos a una ribera del río Apure.

–¡Quietos! –urgió Elías–. Voy a ver si el fuera de borda de Salomón (un vecino suyo) está en atracadero. El viejo es peligroso –advirtió– y siempre está alerta, aunque a esta hora debe estar roncando la borrachera.

Efectivamente, la lancha de aluminio estaba donde nos condujo Elías. Sin hacer ruido la abordamos. Gérard quitó las amarras. Todo era silencio. Sólo era roto por el granjear de las ranas y el zumbido de algunos insectos. Hecho lo suyo Gérard abordó sin dificultad el bote. Elías, desde la proa, con un susurro ordenó:

–Remen con las manos.

Lo hicimos hasta alejarnos lo suficiente del embarcadero. Nos fuimos adentrando en la penumbra río arriba poco a poco. Considerando que estábamos lo suficiente lejos, Elías caminó hacia la popa y tiró fuerte del cordel para encender el motor. Este rugió rápido.

–Ese viejo lo tiene de a toque –expresó sonreído y satisfecho.

El viaje fue largo y peligroso, ya que durante toda la noche, aunque surcando la ribera, Elías tuvo que remontar el Apure y parte del río Orinoco. Presentí otra vez el fin. Esta vez más real que nunca. La pequeña embarcación no tenía dominio. Parecía un pedazo de papel arrastrado por las aguas a la ventura. Iba de un lado a otro chocando con la ribera. Era evidente que de un momento a otro nos iríamos a pique. No había palabras. El miedo nos mantenía mudos y a la expectativa. Olas de bajo nivel, pero con furia demoníaca mecían la embarcación de un lado a otro. Elías aceleraba furiosamente el motor buscando fuerza para dominar a la serpiente de agua. Hacia el este el sol, que estaba por despertar, nos presentó más tétrico el escenario. Ya no percibíamos el peligro, ¡lo veíamos!

Silencio. Silencio total. Estábamos a merced de esas aguas asesinas y de la pericia de Elías.

Debido a los fuertes chaparrones de los últimos días, la mole de agua estaba encolerizada en su señorío. Sin compasión seguía su sempiterno y furioso camino al mar. En un borde Elías hizo un viraje brusco. Creí que, desfallecido, había entregado nuestras vidas al Orinoco. Pero no fue así. Desvío el bote hacia el Arauca, otro río, también muy caudalosos, pero menos mortal que el Orinoco.

–¡Ahora sí es mío! –expresó Elías con aire de victoria luego de hacer el molinete.

–Creí que íbamos a perecer –atiné a decir tiritando de frío y miedo con el agua escurriéndoseme por los tobillos.

–¡Te equivocas! –afirmó profético–. Estábamos muertos, pero la mano de Dios nos salvó. Sólo Él sabe porqué.

–O sea... –balbuceó Gérard– ¡Estamos renaciendo!

–Así es amigo mío. Nunca nadie, que yo tenga conocimiento, había logrado esta travesía en una lancha sin haber dejado la vida.

–Y entonces, loco de mierda, porqué lo hiciste –cuestioné irritado.

–Porque si nos quedábamos en los alrededores de El Samán hubiésemos estado igualmente muertos. Por nuestras vidas bien valía la pena intentarlo –sentenció.

–¡Y gracias a Dios que lo logramos! –respondí viéndole sus ojos rebosantes de satisfacción y triunfo. Pero en mi interior pensaba que era un loco de atar. Un loco noble, pero desquiciado por el placer de la aventura.

Al amanecer llegamos desechos y empapados hasta los tuétanos al pequeño muelle de San Miguel de Cunaviche, un melancólico poblado que se ha resistido morir. Un coro de gallos indicaba que salía de su sueño.

Ya en tierra firme busqué en la mochila dos paquetes de cigarrillos que había guardado junto a los alimentos. Estaban mojados. Los saqué de la caja y los puse a secar en un borde del atracadero iluminado por el sol. Hice lo mismo con el encendedor, cuya rueda giraba sin hacer chispa alguna.

No advertimos que éramos observados por un pescador que se había acercado al muelle. Gérard estaba tirado sobre los tablones boca arriba. Elías achicaba el agua del bote con un recipiente que alguna vez contuvo en su interior leche en polvo y yo distraído, trataba de secar los cigarrillos.

–¿Acaban de llegar? –escuchamos sorprendidos a nuestras espaldas.

–¡Sí! –contesté sobresaltado buscando la procedencia de la extraña voz.

–¿De dónde vienen?–preguntó curioso.

–De ahí mismito –respondí utilizando la misma forma de comunicación quisquillosa de los llaneros.

–Ah, ¿quieres fumar? –sondeó viéndome manipular los cigarrillos.

–Así parece, hombre –admití.

Hurgó en uno de sus bolsillos y sacó una arrugada cajetilla y me la extendió.

–Toma los que quieras –expresó.

Saqué tres. Le di las gracias y alargándole la mano, dije:

–Me llamo Arturo. Gracias por su amabilidad.

–Yo soy Matías y aquí me tienen a la orden pa’ to lo que necesiten. Si no me encuentran, en la churuata estarán mis hijos Mateo, Marcos y Lucas. Pueden confiar tanto en ellos como en mí –indicó antes dar vuelta atrás y perderse en los recovecos del destartalado muelle.

Estaba perturbado. Con la sensación de estar perdido en el centro de la selva. Dependíamos de Elías y su conocimiento del lugar. Era el único que nos podría sacar a la civilización.

–¿Y ahora qué? –le pregunté.

–No te impaciente –afirmó tirando la lata al agua y dirigiéndome la mirada, agregó–: Por estos lados hay un pequeño aeropuerto. Los llevarán a San Fernando y de ahí a dónde quieran.

–¿Aquí? –respondí incrédulo.

–Sí, aquí –precisó–. Es el único que hay a cien kilómetros a la redonda.

–Entonces, nuestros perseguidores también estarán al tanto.

–Supongo que si –contestó moviendo la cabeza afirmativamente.

–Nosotros apenas somos tres y ellos muchos y bien armados –señaló Gérard.

–Y si nos están esperando en ese aeropuerto que tú dices que existe en esta selva, ¿qué haremos? –indagué pensando en lo peor.

–Debemos arriesgarnos. No hay otra salida y menos en este lanchón, ya que está muy averiado –subrayó Elías.

Desechamos de los morrales las impregnadas mantas, suéteres y otras pertenencias, así como los machetes, que no nos servirían de nada si íbamos a abordar el avión. Únicamente dejamos lo necesario. Chequeamos el buen estado de las armas y caminamos hacia la cabaña totalmente desorientados por los acontecimientos. El celular de Gérard quedó inservible. El mío, gracias a la providencia, estaba intacto. Lo había metido dentro de una cubierta plástica, cerca de los víveres, y estaba totalmente seco.

Al llegar a la improvisada “Capitanía de puerto”, vimos a Matías meciéndose en una vistosa hamaca indígena de colores muy vivos mientras charlaba con otras tres personas, todas corpulentas y jóvenes, a quienes supuse sus hijos.

–Ah, ¿ustedes otra vez? –soltó irónico al vernos.

Saludamos. Elías quería decir algo, pero lo interrumpí y tomé la palabra. Fui al grano. Le comuniqué que estábamos en problemas. Que necesitábamos su ayuda para poder embarcarnos en un avión o en lo que fuese, con tal que volara. Sin empacho le confesé que gente muy peligrosa y bien armada quería matarnos y que, si nos ayudaban, les daría cien mil bolívares, contante y sonante, a cada uno.

Al escuchar la cifra Matías cambió de actitud. De un tirón e incorporó de la hamaca mientras sus tres hijos nos observaban deslumbrados por la tentadora oferta.

–No hay problema… Ustedes salen de aquí en un avión o yo no me llamo Matías –sentenció ajustándose los zapatos.

–¿Tienen armas? –interrogó Elías secamente a los presentes.

–Tenemos unas morochas y bastante guaimaros (cartuchos) –contestó uno de los jóvenes.

–Bien, entonces cárguenlas y llévense todo el arsenal que puedan con ustedes –demandé.

–¿Y los reales? –preguntó Matías enseñando la palma de su mano.

Metí la mano en el morral y saqué el dinero. Pensaba darle a cada uno su parte, pero Matías, atajó:

–Démelo todo a mí. Yo después me arreglo con los muchachos.

Tomó el dinero, apartó del piso una alfombra hecha de cocuiza, levantó un tablón y sacó un frasco de vidrio boca grande.

–Esta es mi caja fuerte –dijo mientras introducía los billetes. Luego, dirigiéndose a sus hijos, reprendió–: ¿Y ustedes por qué no se mueven?... ¡Qué están esperando! Busquen las escopetas porque tenemos trabajo.

Matías nos trasladó en su escacharrado camión Ford hacia el aeropuerto. En los puestos de adelante íbamos Elías y yo con el viejo al volante. Atrás, en la cabina de carga, Gérard con Mateo, Marcos y Lucas, quienes hablaban sobre los peligros y virtudes de la selva.

Matías, con la vista bien puesta en la vía, hacía maniobras para evitar huecos y lodazales, mientras los de atrás reían y ladeaban sus cuerpos como si fuesen ganado para el matadero.

A los veinte minutos, más o menos, divisamos el diminuto aeropuerto. Sorpresivamente Matías disminuyó la marcha y comenzó a avanzar despacio, muy despacio. A un lado de la pista había visto un helicóptero y refirió que eso era inusual por allí, a no ser que perteneciese a la Guardia Nacional, pero que era muy raro ver a un aparato privado por esa zona.

Silbó una tonada a sus hijos y les señaló la nave. A nosotros nos pidió estar alertas, con las armas listas.

Zorro y desconfiado, echó a un lado de la vía el camión y apagó el motor.

–Eso no me gusta –expresó–. Déme los riales que iré caminando hacia la pista y yo mesmito alquilaré el aparato. Echaré un vistazo por si hay algo raro por ai. Por esos lares naiden me conocen y puedo observar tranquilo, sin levantar roncha, pero a ustedes los andan buscando. Por mi no se preocupen que sé cuidarme sólo y por ustedes tampoco, porque mis tres hijos los protegerán.

Dicho esto y con el dinero en el bolsillo, comenzó a caminar hacia el aeropuerto.

Los minutos transcurrían lentamente. A la media hora no daba señales de vida. La impaciencia comenzaba a torturarnos.

En vista de que no llegaba su padre, Marcos, el mayor de los hijos, se puso al volante y comenzó nerviosamente a tamborear sobre la consola del camión sin apartar la vista del camino.

Un silencio expectante se adueñó de la llanura. Las manecillas del reloj avanzaban perezosamente, casi parecían detenidas en el tiempo. Empapados de sudor nos observábamos la cara el uno al otro sin proferir palabra. Al mirarnos sólo nos encogíamos de hombros o fruncíamos el ceño. Marcos instantáneamente rompió el silencio.

–¡Hay viene! –exclamó al divisar una figura esfumada que avanzaba hacia nosotros por la cenagosa carretera.

Al llegar, Matías nos comunicó que alquiló la avioneta, que el piloto nos esperaba con la orden de vuelo en mano y que le había cobrado por el viaje los trescientos mil bolívares que le había dado.

–¿Y el helicóptero?... ¿Qué averiguaste? –pregunté intranquilo.

–Ah, el mesmo piloto me dijo que es de unos ejecutivos petroleros que andan por aquí haciendo exploraciones...

–¿Ejecutivos petroleros? –interrumpí–. ¿Y qué que hacen unos ejecutivos petroleros donde no hay ni una gota de petróleo sino ganado y ciénagas?

Matías se encogió de hombros e hizo una mueca con la boca indicando no saberlo.

Era extraño. Algo andaba mal, lo percibía. Les señalé a todos que estuviesen con los ojos bien abiertos y con la guardia en alto.

Una vez en las instalaciones del aeropuerto nos recibió Ezequiel, el piloto, quien nos informó que estaba listo para partir, que lo siguiésemos hasta su Cessna para abordarlo.

Llevábamos nuestras armas escondidas bajo las camisas. Elías, por su parte, había envuelto la ametralladora en una de las mantas que habíamos desechado de los morrales, la cual ya estaba medianamente seca. Lo mismo hicieron Matías y sus tres hijos.

Gérard y yo flanqueamos a Ezequiel y caminamos hacia la aeronave. Elías se quedó rezagado, pidiéndole a Matías que le hiciese el favor de trasladarse a El Samán e indagar qué había ocurrido ahí y que cuando él regresara lo buscaría para que le informase detalladamente.

Ezequiel estaba sentado en el puesto de mando abrochándose el cinturón de seguridad. Mi compañero y yo teníamos los píes en la escalerilla cuando se escuchó el chasquear de una ametralladora. Al voltear vimos que desde el hangar del centro, el segundo de los tres existentes, seis hombres, armas en mano, corrían hacia nosotros, pero estaban siendo contenidos por el fuego de Matías y sus tres hijos, quienes se habían pertrechado tras un abandonado container y unos barriles apilados cerca de la pista.

Elías, entretanto, al verse indefenso y a campo abierto entre la avioneta y los hangares, decidió correr hacia atrás para tomar posición amparado por unas vigas que estaban tiradas a un costado del tercer hangar. De esa forma los pistoleros quedaron atrapados entre dos fuegos.

Ezequiel descendió de la avioneta pálido y haciendo preguntas, las cuales, obviamente, no tenía tiempo de contestar. Le señalé a Gérard ir hacia el puesto de Elías. Ezequiel, al verse solo, corrió tras nosotros utilizándonos de escudo, agachado y con las manos sobre la cabeza.

En nuestra carrera accionamos las armas en dirección a los seis pistoleros logrando hacerlos retroceder hacia el interior del hangar. Uno de ellos, ametralladora en mano, se quedó parado frente a la puerta del hangar y con sus dos piernas abiertas bien afincadas sobre el suelo disparaba enloquecido a todos lados. Parecía estar poseído o atiborrado de polvo blanco, debido a que cada vez que disparaba su arma rompía en carcajadas y profería maldiciones en un idioma incomprensible.

De mi pistola recibió dos impactos, pero ahí seguía, tambaleante pero de píe, como si nada. No cayó hasta que de los lados de Matías y sus hijos recibió varias descargas.

Seguimos disparando hacía el interior del hangar, en dirección de los fogonazos que venían de la oscuridad hasta agotar tres cargas. Improvisamente, uno de los pistoleros salió de su escondite y lanzó algo hacia los barriles. “Una granada, coño”, me dije. La explosión, seguida de gritos de dolor no se hizo esperar.

–¡Lucas!... ¡Lucas!... ¡Háblame! –gritaba Matías entre sollozos y desesperación.

Silencio. Olor a humo de muerte y tierra calcinante. Después los lamentos y maldiciones de un padre acongojado. Evidentemente Lucas había muerto.

Metí la mano dentro del morral y saqué las granadas. Mis compañeros me imitaron. Lancé la primera y esperé. La detonación retumbó en toda la llanura.

Con rabia y tino Elías y Gérard hicieron lo propio. Una densa fumarola brotó de la boca del hangar. De su interior los quejidos agónicos de los malvivientes y uno que otro disparo hacía presumir que estaban fuera de combate.

Precavidos, esperamos que se disipara la humareda. No obstante, mi indignación y furia pudo más que mi cordura. Tiré el morral a un lado y con la pistola bien aferrada a la mano dirigí mis pasos hacia la entrada del hangar.

Escopeta terciada y con su hijo Marcos ensangrentado apoyándose en su hombro, Matías se me unió. Luego lo hizo Mateo, junto a Gérard y Elías. Enardecidos, con la decisión dibujada en nuestros rostros, queríamos acabaran de una vez con todo y vengar la muerte de Lucas.

Nos hicimos varias señas y dividimos en dos grupos para entrar en busca de sobrevivientes. Queríamos indagar quiénes eran y quién los había enviado. Ezequiel, el piloto, también se nos unió y caminaba a prudentes pasos detrás de nosotros.

Al pasar al lado del que había caído en la puerta del hangar, Matías de una patada le zafó de las manos la ametralladora. Se agachó y recogió el arma del suelo.

Adentro aquello olía a carne de parrilla. La sangre salpicó paredes, suelo y ventanas, conformando algo así como una pintura abstracta pincelada por un azar mortuorio.

Menos mal que en el interior no había ningún avión repleto de gasolina, sino el hangar hubiese volado por los aires y borrado del mapa todo lo que estuviese a cincuenta metros a la redonda.

Contamos cuatro cadáveres y con el que estaba afuera eran cinco. Faltaba uno.

Con las armas a punto comenzamos la búsqueda del sexto hombre. Lo hallamos sentado en el suelo, en la esquina posterior del hangar. Recostado de la pared y con un cigarrillo sin encender en los labios, sangraba profusamente por su hombro derecho, brazo con el cual sostenía una ametralladora que descansaba en su regazo. Al vernos, con pasmosa sangre fría, expresó:

–Yo soy Jack, Jack Torbay, el dueño de “Los cinco diamantes”. Tengo mucho dinero y si me sacan de aquí y me llevan a un hospital, le regalaré un millón de bolívares a cada uno.

Su mirada era gélida e inexpresiva. No se quejaba de dolor alguno, pese a estar mal herido. Su tranquilidad asombraba. Se trataba de su vida y negociaba como si se tratase de algo común, sin importancia. Tirado allí, nos observaba risueño, pendiente de un regateo o de una contra oferta.

–¡Matémoslo de una vez! –gritó Matías desesperado.

Nos vimos. Nuestros ojos estaban atizados de ira. Gérard había ido con Marcos a hacer un minucioso registro en cada rincón del hangar.

–Esperemos que vengan los otros para resolver –dije–. Además, antes de tomar una decisión debo averiguar quién los envió a matarnos y porqué. Quiero, de una vez por todas, indagar quien está detrás de todo esto.

–Todo está limpió. A Gabán hoy no lo acompañó su buena fortuna, ya que está más tieso que un palo y oliendo a carne asada –afirmó complacido a mis espaldas Gérard mientras se abría paso para ver al hombre herido–. ¿Y qué vamos a hacer con ése? –preguntó.

De pronto palideció. Apartándome de un empellón se le acercó y con su mano limpió la sangre que cubría parte del puño de Jack.

Lo que a mí me había parecido una quemadura, fue transfigurándose hasta tomar la forma de una cabeza de cobra con sus fauces abiertas.

–Nick... Nick, “Cuchillo de plata”... ¡Es él!... –masculló mi compañero mientras levantaba su pistola y la apuntaba a la frente del delincuente.

–No amigo. Yo me llamo Jack Torbay... Soy colombiano. No sé con quién carajo me estás confundiendo, pero si me ayudas tú también tendrás tu millón... –y sin terminar sus palabras trató de alzar la ametralladora para dirigirla hacia Gérard.

Con los ojos desorbitados e inyectados en sangre, como si estuviese delante del propio diablo, Gérard, totalmente fuera de sus cabales, vació la Magnum contra el pecho de Jack, cuyo cuerpo con cada impacto se mecía como una marioneta.

–Esto es por mi padre, maldito asesino... ¡Muérete!... ¡Muérete maldito!... ¡Muérete! ... –gritaba mientras seguía disparando enloquecido.

No se percató de que había vaciado su arma y que al accionarla únicamente se escuchaba el click seco del gatillo sobre la recámara.

Lo abracé y despacio le quité el arma. No sabía qué decirle para tranquilizarlo. Su perturbación iba más allá de la furia. Ninguna palabra lo hubiese aplacado, por eso callé y esperé. Estuvo quieto unos instantes, pero bruscamente se me zafó y comenzó a darle puntapiés al cadáver inerte y bañado de sangre. Uno de ellos fue tan potente que hizo rodar el cuerpo hacía adelante, quedando al descubierto un radiotransmisor portátil que Jack había ocultado tras sus asentaderas cuando aún estaba con vida. Lo tomé y encendí. Aterrado escuché una voz que decía:

–¡Resistan!... ¡Resistan, carajo!... Ya estamos a menos de dos kilómetros del aeropuerto... Cambio... ¡Cambio, coño!...

–¡Hay que salir de aquí! –grité tirando el aparato–. ¡Vienen más!

Corrimos fuera del hangar en dirección de la avioneta. Afuera vimos a algunos empleados del aeropuerto, quienes, al no escuchar más disparos, se aventuraron a salir de sus escondites para enterarse de la situación. Otros, timoratamente asomaban sus cabezas por puertas y ventanas. Al vernos volvieron a encerrarse.

Matías, Mateo y Marcos fueron por el cuerpo de Lucas y de allí al camión. Miré hacia el lado derecho del aeropuerto, por donde se proyectaba una carretera paralela a la que nosotros habíamos llegado. Dos rústicos venían a toda velocidad levantando una descomunal polvareda. A un par de kilómetros tras ellos un camión verde, quizás de la Guardia Nacional, parecía perseguirlos.

En la desesperada carrera hacia el Cessna, Elías engarzó una de sus piernas en una especie de riel que había entre el follaje. Traté de zafarlo, pero no pude. Estaba atorado hasta más arriba del tobillo. Debido a los bruscos esfuerzos por librarlo comenzó a sangrar copiosamente. Mientras lo ayudaba, los dos rústicos doblaban hacia la entrada del aeropuerto.

–¡Sigue!... Sigue tú... Yo veré cómo me la arreglo –suplicó resignado.

Dudé, aunque tenía miedo. Mucho miedo. Mi conciencia me decía que debía quedarme ahí, para socorrerlo y protegerlo, pero mi instinto ordenaba que corriese hacia el avión.

Elías, con coraje, seguía insistiendo, ahora con improperios, a que me fuese, que corriera hacia el bimotor.

Gérard y Ezequiel ya estaban dentro y las hélices rugían estrepitosamente. Me hacían señas para que fuera. Miré a Elías, él comprendió mi impotencia, y corrí.

Sin siquiera cerrar la portezuela, Ezequiel aceleró y dirigió la avioneta hacia el comienzo de la pista. Al llegar dio un fuerte giro, la puso en posición y pisó a fondo el pedal.

Al levantar vuelo pasamos frente donde había dejado a Elías. Miré hacia abajo. Había más de diez hombres en el terreno. Unos disparaban hacia la avioneta, otros al cuerpo de Elías. Lo vi soltar la ametralladora, caer de rodillas al suelo y hacerse la señal de la cruz. Luego, moribundo, extendió los brazos como un Cristo y dirigió su mirada al cielo, invocando el perdón del Todopoderoso. Parecía Jesús en El Calvario. Mantuvo esa posición hasta que finalmente se desplomó hacia adelante víctima de las balas de esos malditos rufianes, quienes le vaciaron sus ametralladoras en la espalda. Rompí en un llanto ahogado. “¿Por qué ese sacrificio, Dios mío? Porqué debía morir de esa manera. Dio la vida por nosotros, por mí, y yo siquiera pude ayudarlo. Debía haberme quedado y morir con él. No haber sido tan pusilánime”, pensaba mientras mi rostro se bañaba en lágrimas. Viviré con el fantasma de mi cobardía, del remordimiento, toda esta vida y, quizás, también en la otra, si es que existe. ¡Siempre!... ¡Siempre!

Gérard estremeció mis hombros buscando darme consuelo, un consuelo que jamás obtendría en esta existencia.

–¡Mira! –exclamó de improviso señalando con la mano por la ventanilla.

El viejo Ford de Matías, que se veía como una minúscula mancha en la carretera, corría veloz hacia el embarcadero.

Dos hombres, por causa ajena, habían muerto hoy. Elías y Lucas. Otro ayer, Marcial. ¿Cuántos más deberían morir hasta que todo esto terminase? Sólo Dios lo sabía. Pese al dolor que me embargaba una tenue sensación de triunfo confortaba mi alma: Gérard había cumplido su promesa y vengó el asesinato de su padre. ¿Pero sería realmente Nick, “Cuchillo de plata” el hombre que dejó como un colador?”, reflexionaba.

–Era Nick –precisó Gérard incuestionable, como si hubiese adivinado mis pensamientos.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Su acento no era colombiano. Y, además de la cobra, tenía la otra marca, de la que nunca te hablé: un lunar de pelos en su mejilla izquierda. No te lo había dicho antes para evitar que te pusieses maniático y me señalaras a todo individuo que con un lunar nos tropezáramos.

–En pocos minutos aterrizaremos en San Fernando –interrumpió Ezequiel.

–No, no iremos a San Fernando –indiqué.

–¿Cómo? –respondió alarmado mientras Gérard me veía expectante.

–Regresaremos hacia atrás. Iremos por los lados de El Samán otra vez. Cerca del pueblo hay una carretera abandonada que es utilizada por los narcos como pista de aterrizaje. Ahí nos dejarás.

–Mire, señor –titubeó Ezequiel–. Si quiere le devuelvo los doscientos veinte mil bolívares que me dio Matías, pero no regreso por nada en el mundo.

–¿Y por tú vida? –amenacé apuntándolo con el arma.

- ¡Coño! Ustedes me van a matar de un susto. ¿Qué carajo habré hecho para tener un día tan maldito? –gimió.

–Nada, que yo sepa. Pero das la vuelta o te vuelo la cabeza. Voy a contar hasta diez y si al finalizar veo que no cambias el rumbo comienzo a disparar y la primera bala será para ti –advertí.

–¡Está bien!... ¡Está bien!... ¡Tranquilícese! –gesticuló mientras iniciaba un semicírculo.

–¿Estás loco?... ¿Para qué... –intervino Gérard.

–No, amigo mío –atajé–. En San Fernando seguramente nos estarán esperando. Esta vez no los matones, sino las autoridades, porque a estas alturas deben estar al tanto del tiroteo en el aeropuerto y de nuestro plan de vuelo. Por eso es que Ezequiel, si no lo has notado, aún no ha encendido la radio. ¿Verdad, Ezequiel? –pregunté, y éste aprobó con la cabeza–. Además, tengo una corazonada, la cual te comunicaré una vez que estemos en tierra.

Gérard calló. Ezequiel de tanto en tanto maldecía su suerte, pero seguía sin variantes el rumbo que le había indicado.

Pensé en Matías, el viejo truhán se había quedado con el resto, ochenta mil, de los trescientos mil bolívares que le di para el alquiler de la avioneta. Bueno, ni modo. Pero me indigna el hecho de que el pobre diablo haya perdido a un hijo y arriesgado la vida de los otros y la propia, sólo para esquilmarme unos cuantos billetes. Era obvio que por estar pendiente de su negociación no averiguó a quién pertenecía el helicóptero y que el cuento de los ‘ejecutivos petroleros’ fue un invento suyo. Si se hubiese ido por lo recto nadie habría muerto. Ni Elías ni Lucas. Pero la codicia ciega al hombre, tanto, que esta vez miserablemente cobró dos vidas.

Ezequiel nos comunicó que tenía frente a sí la carretera abandonada donde aterrizaría para dejarnos. Iba a encender la radio pero le agarré la mano para evitarlo. Le dije que cuando remontara vuelo podría hacerlo, pero que por ahora no quería enterarme de los alertas que estarían transmitiendo. Teníamos problemas de sobra y no quería escuchar nada que pudiese hacerme alterar los planes que danzaban en mi mente.

–No le digas a nadie, ni a la policía ni a extraños, dónde nos dejaste –advertí–. Si lo haces, no habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte sin que yo y ‘mi gente’ te pueda conseguir –desafíe utilizando el estilo de los gángster de las películas–. Dile lo que quieras, inventa cualquier cosa. Que nos dejaste en otro lugar, cerca de San Fernando o más allá. Aléjalos lo más que puedas de nuestro verdadero destino, ¿entendido?

La amenaza fue tan concluyente, que de la boca de Ezequiel sólo salían guturales “Huum”.

El descenso fue suave. El aparato se posó en el terraplén como un ave.

Apenas nos apeamos, Ezequiel, como alma en pena, giró y volvió a remontar. Miré al cielo y las nubes ya se habían tragado el cuerpo de la avioneta. Sólo su cola se veía a la distancia, mientras hacía el oeste un abanico de garzas blancas parecían tratar de alcanzar la anaranjada y fosforescente bola en que se había convertido el sol en su crepúsculo.

–¿Cuál es esa corazonada tuya? ¿Por qué regresamos a la boca del diablo? –preguntó desconcertado Gérard mientras tomábamos un recodo para alejarnos de la explanada.

–Elías, que Dios lo tenga la gloria, me comentó que su capataz, un llanero que antes había trabajado arreando ganado en “Los cinco diamantes”, le confesó que uno de los sótanos del hato, que antiguamente fungía de bodega de vinos, siempre estaba custodiado por dos hombres fuertemente armados y que cualquiera que osaba acercarse sin estar autorizado, era alejado bajo fuertes amenazas. Quiero averiguar qué guardan tan celosamente ahí. ¿Porqué tanta seguridad en un hato de ganado? ¿Es raro, no? Tenemos que indagar qué esconden.

–¡Estás loco de remate! Cómo te la vas a arreglar para entrar en un sitio tan custodiado sin saber cuántos hombres hay y cuántas armas tienen. Mas que una locura es un suicidio, y yo...

–La idea no es tan descabellada –interrumpí–. Las matemáticas indican que seis de ellos murieron en el aeropuerto. El otro grupo de matones que llegaron durante nuestra huida deben haber sido detenidos por la Guardia Nacional o están bajo interrogatorio. Y, si hay más, deben estar esperándonos en San Fernando, creyendo que íbamos hacia allá. Por eso, concluyo que en el hato deben estar sólo los obreros y, a lo sumo, dos o tres matones vigilando el misterioso sótano. No digo que será fácil, pero tampoco imposible.

–Me sigue pareciendo una insensatez. Además, cómo llegaremos sin siquiera saber dónde estamos.

–Antes de aterrizar, hacia la puesta del sol, vi el hato. Lo único que tenemos que hacer es caminar siempre hacia el oeste y antes de que caiga la noche estaremos en sus inmediaciones. ¿Fácil, no?

–¿Y después qué? –inquirió Gérard.

–Permaneceremos escondidos entre los arbustos hasta las tres de la madrugada. A esa hora, que el sueño es más pesado y profundo, entraremos en acción. ¡Los sorprenderemos dormidos!... Será más fácil de lo que imaginamos, entiendes. Ahora dime, ¿qué te parece el plan?

–Lo mismo. Cosa de dementes. Pero, ni remedio, te acompaño.




Tiritando de frío esperamos la hora acordada encubiertos entre los matorrales. Nuestros estómagos vacíos lanzaban unos S.O.S. con ruidosos mensajes telepáticos al cerebro. Sacamos unas latas de carne cocida de nuestros morrales y comimos con deleite. Zancudos del tamaño de pequeñas libélulas nos mantenían entretenidos. A muchos les dábamos el descanso eterno estrellándolos con la palma de la mano en nuestras propias caras. Su molesto zumbido y el escozor de sus picadas, que se avivaba mientras más nos rascábamos, nos hizo adelantar en quince minutos la misión.

Evitando hacer ruido y con mucho sigilo fuimos acercándonos a la residencia principal del hato, una majestuosa mansión estilo colonial de fabricación reciente, floridos jardines, dos inmensas piscinas, canchas de tenis y caballerizas, todo alumbrado por potentes reflectores colocados estratégicamente alrededor de las alas del techo. No obstante, esa noche permanecían encendidos únicamente los de los extremos. No fue nada complicado adivinar donde estaba ubicada la cava de vinos, ya que dos reflectores mucho más pequeños que los del techo iluminaba, de tres entradas contiguas, sólo una. Presumimos que esa debería ser.

Bajamos silenciosamente por unas escaleras en forma de media luna en busca de la puerta de acceso. Dos hombres, ambos vestidos con pantalón negro y suéteres cuello de tortuga, dormían sentados en unas poltronas ubicadas a ambos lados de una puerta de madera adornada con flejes de hierro colado. Uno de ellos tenía descansando sobre sus muslos una pequeña ametralladora pavonada en negro azabache. El otro había apoyado su arma, una escopeta recortada, de la pared.

Le hice un gesto a Gérard indicándole que me encargaría del hombre de la izquierda y que él hiciese lo suyo con el otro. Asegurando que las Magnum estuviesen bien sujetas a nuestros cintos, dejamos descorrer silenciosamente los morrales de la espalda, blandimos en nuestras manos los cuchillos de caza que nos había dado Elías, bajamos los tres últimos escalones y sin titubeos nos abalanzamos sobre la yugular de los guardias.

Fuimos certeros. El de Gérard siquiera alcanzó a abrir los ojos y en su agonía cayó al suelo moviendo epilépticamente ambas piernas. El mío me clavó la vista aterrado y, sin entender que estaba a segundos de la muerte, se aferró de mi brazo arañándolo. Luego se desplomó clavando su cabeza entre mis piernas. No cabía la menor duda de que se había ido a podrir directo al infierno.

Hurgamos en sus bolsillos en busca de las llaves de la puerta. En un abrir y cerrar de ojos Gérard las campaneó mostrándomelas.

Probamos una tras otra hasta que la puerta abrió. Zafamos la palanca del cerrojo, empujamos y entramos.

Ante nuestros ojos apareció, como una visión, lo que podría considerarse un pequeño museo. Una tenue luz ultravioleta alumbraba todo el rectángulo que otrora ocupaba la cava de vinos, por supuesto, ahora remodelada con la última tecnología. Termostatos, sistemas de ventilación especial e indicadores de humedad estaban perfectamente ubicados. De las paredes, teñidas de un blanco puro, colgaban valiosísimas obras de arte. Otras estaban montadas sobre caballetes. Aquí y allá, armónicamente dispuestas sobre cubos de madera, se erguían deslumbrantes esculturas.

Comencé un rápido rastreo y con embeleso pude ver cuadros de Picasso, un Van Gogh, un Pisarro (¿el que pensaba venderme Brasyston en Londres?), varios Gauguin, un Toulusse-Loutrec, muchos Dalí, La niña del lazo azul de Rubens, Salomé de Cranach y hasta El samaritano de Rembrandt. También aprecié una perfecta copia, supongo, de La mujer adúltera de Tintoretto.

Cada unas de las valiosas piezas estaban perfectamente numeradas y clasificadas con los títulos y nombre de autores grabados en láminas de bronce colocadas visiblemente a un lado para que fuesen fácilmente identificadas, tal como hacen en las galerías de arte, pero en este caso con una sofisticación muy especial.

Me dirigí hacia un rincón atraído por un manto celeste que cubría lo que suponía una escultura que se hubiese dañado durante su traslado a tan apartado lugar. Quité la tela y no pude contener el “¡carajo!”, que brotó de mi boca, sobresaltado por lo que estaba viendo. Gérard me miró intrigado, haciendo muecas con la nariz a fin de que le dijese qué estaba sucediendo.

–¡Es la Cruz de Justiniano! –susurré–. Debemos sacarla de aquí.

La Cruz, de oro macizo y con incrustaciones de piedras preciosas, debía pesar alrededor de unos cincuenta kilos. Yo lo sabía. Advertía que era muy difícil huir de aquel lugar con tan pesada reliquia y sin tener medios de transporte a nuestra disposición. No obstante, luego de cubrirla nuevamente, le pedí a Gérard que me ayudase a recostarla sobre el hombro. A duras penas pude sostenerla.

–¡Vámonos ya! –susurré otra vez.

Trastabillé al pisar el charco de sangre que circundaba los cadáveres, el cual, convertido en cintas color púrpura, comenzaba a serpentear debajo de la puerta.

Eran las tres y veinte minutos de la madrugada cuando iniciamos la retirada. De tanto en tanto mi compañero y yo nos turnamos la pesada cruz.

–¿A dónde vamos ahora? –interrogó curioso Gérard.

–Por ahora a El Samán. A casa de Elías. Espero que Doña Josefina esté allí para que nos brinde amparo. Si la anciana no está, forzaremos la puerta y buscaremos dónde esconder la cruz. Pero, por ahora, es imperativo que haga una llamada que podrá salvarnos la vida.

–¿Salvarnos la vida? –repitió Gérard–. Y porqué no la hiciste antes.

–Antes no tenía pruebas de nada. Y tanto la policía como los miembros del gang nos querían vivos o muertos. Ahora, con la cruz en nuestro poder y con el increíble botín que hallamos, tenemos un chance, al menos con las autoridades.

Me senté a descansar y saqué el celular de la mochila. Marqué el 811 y esperé. A través de la computadora, una voz femenina pregrabada me dio la bienvenida e informó que en aproximadamente dos minutos sería atendido. Desvanecido, arropado por las tinieblas de la noche y con los mosquitos fastidiándome, los dos minutos se hicieron interminables.

Finalmente, a través del aparato escuché la aterciopelada voz de la operadora de guardia.

–Buenos días, soy Adriana, operadora número 27, en qué puedo servirle.

–Necesito con apremio el teléfono de la Policía Técnica Judicial de Caracas –notifiqué.

–Espere unos instantes –contestó.

Eficientemente, a escasos segundos, volvió al auricular para dictarme el número, el cual repetí en voz alta para que Gérard lo memorizara. Tranqué y a medida que mi compañero lo repetía iba marcando. No tuve respuesta. Al tercer intento, una voz ronca y somnolienta contestó:

–PTJ, buenas noches, ¿en qué puedo servirle?

–Soy Daniel Formosa...

–¿Daniel Formosa? –repreguntó pasmado el detective de guardia.

–Sí –señalé severo–. Escuche con atención lo que le voy a manifestar: Localicé donde esté, o despiértelo en su casa si es necesario, al comisario Omar Glazo y dígale que me llame urgentemente al 014-2474160, ya que le tengo una información bomba y que luego que escuche lo que le voy a decir me entregaré personalmente a él. Recuerde, únicamente a él, y dése prisa ya que es cuestión de vida o muerte –precisé contundente.

–Trataré de ubicarlo lo antes posible, pero, por favor, mantenga encendido su celular –sugirió el detective antes de colgar.

Mientras seguimos la espinosa caminata llevando la cruz a cuestas, le dije a Gérard que Omar Glazo era el director de la PTJ, la policía científica del país, y que lo conocía desde la época en que ejercía el periodismo. Le manifesté que era una persona proba y de fiar y que, de llamarme, le revelaría todos los detalles del tesoro artístico que encontramos en “Los cinco diamantes”. Ese era nuestro pasaporte para salir del lugar.

La llamada no se recibió. Cansados y cabizbajos llegamos al pueblo. El que había sido hogar de Elías estaba en penumbra. Sólo se escuchaba el llanto del viento y en la distancia el rugido sordo de las aguas del Apure. Olía a destierro de la noche mientras los impertinentes faroles de la calle danzaban sin quietud y silencio.

Nos dirigimos a la parte posterior de la casa, apoyamos la cruz en un tablón que crujió con su peso y con nuestros cuchillos aún ensangrentados forzamos la cerradura, la cual cedió sin problema.

Al entrar apoyé la cruz en uno de los sofás del comedor. Gérard se echó al suelo boca arriba, decaído, y abrió los brazos a sus lados preludiando la espera. Me senté en una silla, a su lado, y encendí un cigarrillo. También estaba fatigado, no obstante saqué el celular y lo apreté contra mi mano. Nuestros ojos se acostumbraron tanto a la oscuridad que por momentos pensé que estaba amaneciendo. Cuando, desalentados, nos disponíamos a dormir, sonó el teléfono. Hizo tanto estruendo que creí que iba a despertar al vecindario.

–Abrí inmediatamente la tapa y con voz sofocada murmuré:

–¡Aló!

–Daniel, soy yo, Omar Glazo. Antes que digas nada te informaré que para hoy, a las diez de la mañana, cité a todos los medios de comunicación a una rueda de prensa, en la que estaré acompañado por el Comisario Jefe de la Interpol establecido en Caracas, con el objeto de anunciar que el asesino de Valentina Doren fue atrapado y está convicto y confeso en Madrid.

–¿Qué? –titubeé perplejo.

–Sí, como lo oyes. Tú estás libre de culpa, no obstante tienes que entregarte para declarar...

–Pero Glazo, dime quién fue, cómo se llama, dónde...

–Todos los detalles lo sabrás a su debido tiempo..., cuando te entregues. Confía en mí. No es ninguna trampa –garantizó categórico.

–Yo jamás habría podido hacerle daño a Valentina... La amaba... Me devolvió a la vida...

–Sí lo sé... Pero, dime, cuál es el notición, la bomba, que me tienes –preguntó.

–La solución de un caso –dije aún fuera de mí–, que te dará fama mundial y que está relacionado con el crimen de Valentina y otros más. El asunto es largo y complicado, pero te adelantaré que descubrí la mafia que traficaba con obras de arte robadas en los museos del mundo y que tenía en vilo a todas las policías –expliqué ya repuesto del shock que me causó la noticia sobre el arresto del asesino de mi amada.

–Dime quiénes son.

–Por ahora, y es lo urgente, quiero que envíes detectives bien armados al hato “Los cinco diamantes”, situado a unos diez kilómetros antes de llegar a El Samán de Apure.

–¿En qué parte? –interrumpió.

–En El Samán... Samán de Apure. Allí, además de dos delincuentes muertos, en un aposento que antes servía de cava de vinos encontrarán gran parte del tesoro artístico robado. Tienes que actuar con rapidez, debido a que con los primeros rayos del día todo podría desaparecer. Envía pronto brigadas aerotransportadas de la delegación de San Fernando o todo se te irá de las manos... ¡Olvídate de la rueda de prensa, que esto es más importante!... Ven tú mismo –supliqué.

–Eso va a ser imposible. Una movilización como la que me pides necesita tiempo y planificación. ¿No estarás exagerando? –respondió incrédulo, tratando de sondearme a fin de evitar el traslado.

–Glazo, te repito, esto es serio. Si procedes con prontitud te llenarás de gloria, pero si no lo haces te hundirá –expresé haciendo énfasis en la voz a fin de animarlo–. Ten la seguridad de que una vez que todo esté controlado me entregaré a ti personalmente, a nadie más –y sin dar más explicaciones corté la llamada y apagué el teléfono.

–¿Por qué no le dijiste lo de Castro Tinedo y Flavio Gaudín? –preguntó Gérard, quien escuchó callado toda la conversación pegando su oído en la tapa del celular.

–El impacto habría sido muy grande. Si estaba escéptico con lo poquito que le dije, figúrate cómo tomaría lo otro. Me hubiese tildado de demente y trancado el teléfono. Pese a que es un policía muy agudo y con olfato de sabueso, Glazo no me habría tomado en serio. Cuando me entregue le contaré todo, con detalles y fechas, para que inicie una investigación a fondo, ¿entiendes?

–Creo que sí –ripostó encogiéndose de hombros.





Eran las nueve de la mañana y teníamos los ojos más abiertos que los de Bart Simpson. Aunque la fatiga nos martirizaba, aún más punzante era la exasperante demora. Glazo no llamaba. No teníamos idea de lo que estaba sucediendo. ¿Habría seguido mis indicaciones o tiró todo al traste y se quedó en Caracas dando su rueda de prensa? Fue un alivio oír que había sido exonerado de un delito que no había cometido. Pero ese asesino sólo era un peón de la “La conexión”, el autor material de un crimen, no los capos, los autores intelectuales.

Lejos de sentirme entusiasmado, estaba contrariado, desilusionado. La presunción de que los más peligrosos, la escoria de “La conexión”, esos hombres ambiguamente respetables, de turbia riqueza, quedasen en libertad, me desesperaba. Mucho más sabiendo que con el poder que ostentaban, mi honor y mi vida seguirían valiendo menos que un centavo. Tenía la clave para desenmascararlos, no obstante carecía de pruebas legales, contundentes para llevarlos a la cárcel.

Pruebas, necesitaba pruebas. Pero dónde carajo conseguirlas, pensaba. “¡Las fotos, coño!... ¡Las fotos!”, explotó como un torbellino el recuerdo.

–¡Gérard! –grité.

Mi pobre amigo de desventuras saltó de la hamaca donde se había tendido y corrió a mi encuentro revólver en mano, asustado por mi grito.

–¡Tranquilo!... Tranquilo, no pasa nada –dije alzando mis manos para que bajase la guardia, y pregunté–: ¿Dónde está la cámara que tenías en Los Roques? Recuerda que la llevabas en nuestro paseo y que con ella le tomaste un par de fotos a Castro Tinedo y Gaudín negociando con Nano Esconar. ¿Dónde está?... La necesito.

–La tiré… Se quedó en la isla.

–Cómo que la tiraste... ¿Por qué? –pregunté iracundo.

–Después que la estrellé en la cara del rufián quedó inservible.¿Qué tenía a hacer con ella? Además, no iba a cargar con ese peso mientras corríamos...

–Entonces estamos hundidos –dije resignado.

–Era muy grande para cargarla encima –expresó con despreocupación al tiempo que metía su mano en uno de los bolsillos del pantalón–, pero aquí está el rollo –manifestó tomándolo entre sus dedos con una sonrisa en los labios.

–¡Uff! –suspiré –. ¿Cómo lograste sacarlo de la cámara?

–Veo que lo olvidaste. ¿No recuerdas los gritos que pegaste cuando me quedé rezagado? Mientras tú pedías que me apurara, que corriese, yo estaba sacando el rollo de la cámara.

La película estaba bien protegida en su estuche plástico. No había sufrido daño alguno en nuestro paso por las embravecidas aguas del Orinoco. Gérard señaló que la estuvo cuidando todo el tiempo. Sabía que era una prueba irrefutable de la íntima conspiración entre políticos, banqueros y narcos. Yo, por estar más pendiente en salvar nuestro pellejo que de otra cosa, inexplicablemente había obviado ese detalle tan vital.

Esperando con impaciencia noticias de Glazo, escudriñamos cada rincón de la casa buscando un sitio seguro donde esconder la preciada Cruz de Justiniano, hasta que nos tropezamos con un pequeño almacén de maíz, una especie de silo casero. Apartamos los granos con una pala que descansaba en una pared e hicimos un colchón para la cruz. La colocamos en el centro y luego volvimos a poner los granos encima.

Nos pareció el escondite perfecto. Antes habíamos pensado enterrarla en la parte posterior de la casa, pero advertimos que la tierra removida haría sospechar al más desprevenido de los intrusos que algo había sido ocultado a toda prisa en el lugar.

Terminada nuestra faena, la cual realizamos sin hacer el más mínimo ruido, timbró el celular. Presuroso contesté.

–Daniel, es Glazo... ¡Aló!... ¡Aló!... ¿Me escuchas? –oía a través del receptor.

Un sopor paralizante invadió cada poro de mi cuerpo. Tenía temor de contestar. No estaba preparado para otro posible desastre. ¿Habrán tenido éxito o la misión fracasó? Invadido de dudas, hablé.

–Sí, te escucho. ¿Qué pasó? –inquirí excitado.

–Todo resultó como tú lo habías dicho. Atrapamos a otros cinco delincuentes. Uno de los nuestros resultó herido en la balacera, pero no fue nada grave. Por aquí la situación está controlada. De Caracas vienen unos fiscales del Ministerio Público a fin de hacer un registro minucioso de las obras incautadas. Yo cumplí con mi parte, ahora cumple con la tuya. ¿Dónde estás?

La pregunta me cayó como un balde de agua. Me había acostumbrado al nomadismo, a ser un fugitivo. Enfrentarme a la realidad, aunque fuese para reivindicar mi nombre, me asustaba. Mis instintos me fueron habituando a vivir asido al momento, a una supervivencia precaria y llena de peligros donde yo tomaba mis propias decisiones de vida. Ahora la ponía en manos de Glazo. Me había vuelto desconfiado y precavido. Sólo tenía fe en un hombre, Gérard, quien se cosió a mi drama y lo vivió tan intensamente como yo. Sin su apoyo me hubiese rendido. Estaba vacilante en revelar nuestro escondite, pero otra vez él, Gérard, ayudó a animarme.

–Es el momento. Todo lo que pudimos hacer ya lo hicimos. Ahora ellos nos ayudarán y protegerán. No hay otra vía- apuntó.

Mis pensamientos eran como un turbio charco de agua sucia. Dudaba. No me atrevía a decidir. No obstante, el rostro de Valentina se presentó ante mí como una aparición y una luz brillante disipó mi indecisión.

–Estoy en El Samán, en una casa azul identificada con el número 54. Conmigo está Gérard, mi compañero de desgracia. Aunque confío en ti, prefiero que entres solo y, por favor, que tus perros guardianes estén bastante alejados de nosotros o desapareceré otra vez. Sabes que estamos armados y no quiero equivocaciones –espeté precavido.

–No hay ningún problema. Sólo quiero que dejes los nervios y te tranquilices, porque todo terminó y no tienes nada que temer. En quince minutos estoy allá –contestó franco y con aplomo el jefe policial.

–¡Entendido! Pero, repito, entra sólo. No me importa si vienes armado o no. Únicamente me entregaré a ti, porque entre todos los policías, confío sólo en ti.

–¡Está bien chico! Deja la paranoia. Ya te dije que todo está bajo control... Te pido, por favor, que mantengas la calma para que no lo eches todo a perder –aconsejó fraternalmente antes de colgar.

Gérard, contagiado por mi excitación, comenzó a pasearse nervioso. Nos faltaba aliento para seguir adelante. ¿Cuán adelante podríamos ir, dónde quedaba el adelante? No teníamos alternativas. Ambos sabíamos que no existía un mañana, ni otro camino. Se había hecho lo correcto. No importaba el desenlace que acarrearía. Ambos sabíamos que nuestro destino estaba en manos del Creador y de Glazo.

Entregados a un silencio interior íntimo, no reclinamos en las butacas de la sala con nuestras armas prestas, pero resignados. Mi mente había capitulado a cualquier idea que no fuese esperar por el devenir.

Un suave, casi imperceptible, toque de nudillos sobre la puerta nos estremeció.

–¿Quién es? –pregunté apuntando instintivamente mi arma hacia la entrada.

–¡Glazo, chico, Glazo! ¿Quién más podría ser? –ripostó el comisario desde la parte de afuera.

–Espera, ya te abro –expresé prevenido y ordenando a Gérard que se escondiese tras el muro de la cocina.

Entreabrí la puerta asiendo el revólver con el brazo distendido a la altura de los ojos. Allí, dándome la cara, estaba Omar Glazo con una sonrisa dibujada en los labios y mostrándome sus dos manos vacías.

–¡Pasa! –apremié al tiempo que escudriñaba los alrededores. Vi a tres comandos de la División de Asuntos Especiales en uniforme de camuflaje apuntando sus armas hacia la casa, pero más que temor me transmitió seguridad.

Glazo vestía un pulcro traje gris, camisa celeste y corbata amarilla con lunares de un azul triste. Más que un policía parecía un modelo sacado de un desfile de Versace. Sus cincuenta y tantos años los llevaba con distinción y elegancia. Su cabello bien peinado y ojos verdosos transmitían quietud y serenidad, por ello intuí que no éramos víctimas de una celada.

Un fuerte abrazo selló el pacto.

–Todo terminó –sentenció–. No hay nada que temer. Por favor deja ya ese revólver... ¿Aquí estoy, verdad?… Serénate que todo está bien.

Al no presentir riesgo Gérard asomó sus narices. Los presenté y nos sentamos los tres en la sala.

–Mira, esta es la situación. Tanto tú como el amigo –dijo señalando a Gérard– están fuera de peligro. Sin embargo, debemos preparar un informe detallado sobre lo ocurrido y los necesitamos para que nos aclaren muchos puntos. Se vendrán con nosotros… No teman por sus vidas porque están bajo una custodia especial, con hombres muy calificados y entrenados para cualquier contingencia. ¿De acuerdo?

Gérard aprobó moviendo la cabeza, yo demoré en contestar, para luego puntualizar:

–Glazo, esta es sólo una parte del enredo. Los verdaderos cabecillas son personas muy importantes del quehacer nacional. Ni vislumbras quién es el cerebro de esta organización criminal –comuniqué pausadamente, pero buscando impactarlo.

–Está bien, todo me lo dirás una vez que estemos en la central. Por ahora lo importante es que los saque de aquí sanos y salvos. Esta es una zona muy peligrosa y aunque tengo suficiente hombres para enfrentar cualquier eventualidad, nadie está seguro aquí. Los narcos, la guerrilla colombiana..., tú sabes. Entonces, lo pertinente es que nos vayamos lo antes posible, ¿de acuerdo? Mi helicóptero está cerca de aquí y espera por nosotros.

Convencidos de que era lo mejor, le entregamos las armas, desengranamos la Cruz de Justiniano ante el asombro de Glazo, quien lanzó un expresivo ¡caray! que nos causó risa, nos ajustamos los morrales a la espalda y salimos a la calle con el comisario al frente, quien ordenó a sus comandos bajar las armas y venir a protegernos. En un santiamén más de veinte hombres, que salían de escondites insólitos, nos rodearon haciendo un verdadero e infranqueable escudo humano. Mientras avanzábamos se nos unieron cuatro jeep de su escuadrón de asalto. Abordamos uno con Glazo mientras los otros nos escoltaron hacia el helicóptero y a la libertad.



16

Insondables designios nos impone el destino. Cuando estuve en Madrid y conocí a Valentina Doren la vida se me revelaba en su propio color. Matices de aventura y romance pincelaban el lienzo inconcluso de mi existencia. Con ella me sentía llevado por las manos de Degas, quien en magistral trazo nos atrapaba en una de sus telas inmortales. Advertía que de mi ser brotaba una luz incandescente con sabor a paz. No había vestigios de nubes que perturbaran tan espléndida transparencia. Hasta el tono de mi voz grave, lo percibía como un concierto de afinados violines celestiales. No había la menor duda, Valentina era un ángel enviado desde el paraíso para iluminar mi vida, deshecha y sin sentido. Ella había venido a rescatarme. A guiar mi alma hacia un norte noble. Dios la envió para buscarle un significado a mi ser atormentado y atribulado por las heridas del tiempo. Su suave transparencia, su mirada, borró en halo mágico mi dolor y soledad y, con su muerte, reveló que mi vida tendría un sentido, poco común, pero un sentido: desenmascarar a “La conexión del arte”. Alguien debía hacerlo y Dios puso en mi camino a Valentina para indicar la razón de mi existencia, hasta ese momento estéril. No fueron mis fuerzas las que lograron hacerme llegar hasta el final, sino el soplo divino de un ángel que buscaba justicia. Mi piel ardía en un fuego confuso e impotente, sin solución, al no entender el sacrificio que Dios le había impuesto a Valentina. No obstante, ese mismo Dios acarició mi discernimiento y lo inundó de decisión y pecado. ¿Fue pecado quitarles la vida a los bandidos que nos perseguían? ¿Fue la mano justiciera del Todopoderoso la que impulsó a la mía? No lo sé, pero sí sé que Dios borró de mi conciencia todo remordimiento o culpa y alumbró otra vez el sendero interior de mi ser para consagrarme una nueva vida. “El mismo sol renace en tierras nuevas en un ciclo de eternos amaneceres”, escribió Rabindranath Tagore, y yo, junto a Gérard, estaba inmerso en uno. En un nuevo amanecer. Tan límpido como los ojos de cielo de Valentina.




La anárquica Caracas proseguía su acelerada carrera al caos total. En las puertas de la central detectivesca nos recibió un tropel de reporteros y fotógrafos de todos los medios de comunicación, incluso de agencias internacionales. Nuestros escoltas nos fueron abriendo paso entre destellos de flashes y exigencias periodísticas.

Empellones y maldiciones escuchábamos a nuestro paso. Nada había cambiado. La misma predisposición contra la prensa, los mismos atropellos, esta vez con la diferencia de que yo estaba del otro lado y no entre los reporteros.

El ruidoso recibimiento me incomodo, debido a que Glazo había prometido al momento de entregarme que se evitaría cualquier contacto periodístico hasta tanto que Gérard y yo no hubiésemos revelado todos los pormenores de nuestras investigaciones. No obstante, sé por experiencia que daría la excusa acostumbrada: “Hubo una filtración y los sabuesos de los periódicos hicieron acto de presencia”. Siempre es así, el acoso de la prensa es inevitable, aunque uno esté en el último rincón de la tierra.

La nube de periodistas se disipó como por arte de magia al tomar el ascensor que nos conduciría al cuarto piso, donde funcionan las oficinas de la Dirección General. La custodia especial que Glazo nos había asignado estaba adherida a nosotros como estampilla.

Una vez dentro del despacho Glazo me agradeció por la información que le suministré sobre el tesoro, ya que gracias a ella la PTJ se había adjudicado un rotundo triunfo, muy beneficioso en estos momentos en que la imagen de la institución policial estaba un poco deteriorada. Se sentía feliz, complacido y eufórico por su exitosa operación. En su elocuencia alardeaba y se veía, y así lo gesticulaba con sus manos, en grandes titulares en las primeras planas de todos los periódicos del planeta como el héroe policial que había descubierto e incautado el botín que todas las policías del mundo no había, después de cinco años de rastreo, podido conseguir.

Lo dejé envanecer hasta que mi paciencia llegó al límite.

–Has triunfado, pero sólo a medias –lo interrumpí en su engreimiento–. La cabeza de “La Conexión” aún sigue viva y si no haces algo y pronto, tu triunfo se desvanecerá en jactancias.

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó aturdido.

–Lo que no me dejaste comunicar cuando me entregué en El Samán.

–¿Y es más importante de lo que acabamos de realizar? –interrogó fanfarrón.

–Mucho más importante. Tengo a la cabeza del león en mis manos y tú te regodeas sólo con la cola –contesté.

–¡Explícame! –expresó intrigado.

A Gérard lo habían llevado, pese a mi oposición, a otra oficina para interrogarlo aparte. Antes de salir se despidió dándome la mano, situación que aprovechó para dejar colar sobre la mía el rollo fotográfico con las pruebas. Debido a la confusión reinante por la celebración de la parcial victoria, nadie se percató del canje.

–¿Estás bien sentado? –pregunté.

–¡Sí! ... ¡Claro que sí! –afirmó Glazo impaciente.

–Bueno, te diré... ¿pero en realidad estás bien sentado? –insistí a manera de chanza para desesperarlo.

Glazo asintió moviendo la cabeza, pero reflejando estar perdiendo la calma.

–¿De verdad? –repetí con una sonrisa a fin de exasperarlo un poco más.

–¡Coño, di de una vez lo que vas a decir! –contestó airado.

–Las cabezas ocultas –dije parsimoniosamente– del gang del arte en nuestro país son nada más y nada menos que Flavio Gaudín y Pablo Castro Tinedo...

–¿Qué? –soltó escéptico sin dejarme concluir.

–¡Como lo oyes!... Y tengo pruebas.

Impulsado por un resorte Glazo se levantó del asiento y comenzó a pasearse por la oficina frotándose nerviosamente las manos sobre la cara.

Le conté todo, desde París en adelante, detalle a detalle. Resistía creerme. Aunque Glazo es un policía inalterable, en esta oportunidad el fruto de la revelación y la severa responsabilidad que acarrearía alguna acción contra a los personajes nombrados, lo habían confundido.

Mientras se movía por la oficina, escrutaba el rostro de sus “soldados”, buscando aprobación, pero estos le hacían muecas de desconcierto.

–Te dije que tenía pruebas –expresé para sacarlo de su abstracción.

–¿Cuáles? –preguntó.

Doble el cuerpo hacia la izquierda con lentitud, metí la mano en el bolsillo, saqué el rollo y dije:

–¡Aquí está!

–¿Qué es eso? –indagó excitado.

–La prueba –contesté–. En este rollo hay en par de fotos donde aparecen Flavio Gaudín y Castro Tinedo negociando obras de arte con Nano Esconar, el capo del Cártel de Medellín, entre ellas la Cruz de Justiniano que te entregué en El Samán, y algunas de las que incautaste en “Los cinco diamantes”. Las fotos fueron tomadas en Los Roques, en la casa de playa que Pablo Castro Tinedo tiene allí.

–¡No puede ser! –exclamó.

–Envía a revelar el rollo y lo verás con tus propios ojos –reté.

Glazo llamó a uno de sus hombres de confianza, le entregó el rollo para que lo llevase al laboratorio del segundo piso con la advertencia de que lo protegiese con su vida, si fuese necesario, y que lo quería en su escritorio revelado y con copias 8 x 8 lo antes posible.

Pasaron menos de quince minutos cuando su subalterno le entregó el negativo y las copias. Al ver las fotos, de su garganta salió:

–¡No puede ser!... ¡Es increíble!

–Pues créelo, porque yo viví toda su despiadada persecución –manifesté con resentimiento.

Glazo, blandiendo las fotos en sus manos, pidió la presencia en su despacho del Jefe de Investigaciones Especiales y que llamasen a un grupo de jueces y varios fiscales del Ministerio Público. Todo indicaba que en su cerebro estaba urdiendo un plan para desencadenar una serie de imprevistos allanamientos simultáneos.

–¡Ordene usted, jefe! –se escuchó una voz que venía del resquicio de la puerta.

Un hombre corpulento, de tez morena y aspecto rudo estaba delante de Glazo.

–Exígele al primer juez penal que contactes por teléfono que emita una orden de captura y prohibición de salida del país contra Flavio Gaudín y Pablo Castro Tinedo. ¡Hazlo pronto! –subrayó.

El funcionario salió sin chistar. Sin preguntar el porqué y marchó a cumplir el mandato de su superior.

Pasaban las diez de la noche. Estaba fatigado y deprimido. No obstante el triunfo que se avecinaba sólo pensaba en descansar. Le dije a Glazo que debía dormir un poco, de lo contrario desvanecería.

Indicándome el sofá de su oficina, expresó:

–Duerme ahí. Aquí estarás bien, porque después de lo que me mostraste no estarás seguro en ninguna parte.

Acepté su sugerencia y me eché sobre la butaca. Pese a la bulla, el ir y venir de los detectives, los constantes repiques telefónicos y los gritos de Glazo impartiendo órdenes, enseguida quedé profundamente dormido. No obstante, mi descanso no duró mucho.

Un fuerte sacudón me despertó bruscamente.

–¡Despierte, señor!... ¡Despierte! –escuché somnoliento.

–¿Qué?... ¿Qué pasa? –tartamudeé.

–El jefe quiere hablar con usted –señaló un hombre uniformado que me veía con sus dos ojos tan abiertos que parecían un par de huevos fritos.

–Me incorporé como sonámbulo, miré hacia los lados y vi a Glazo sonreírme.

–¡Bingo! –exclamó–. Tenías razón en todo.

Mientras bostezaba vi mi reloj. Eran las tres de la madrugada.

–¿Qué pasó? –pregunté desesperezándome.

–Al tener en mis manos la orden de captura, rodeamos la villa de Castro Tinedo. Cinco de mis hombres, dos fiscales públicos y un juez se presentaron ante su puerta requiriendo su presencia –comenzó a relatar emocionado–. Atendió el ama de llaves, quien informó que el banquero se encontraba en el exterior. Luego se escuchó un disparo. Mis hombres penetraron la casa y encontraron a Castro Tinedo tirado sobre el escritorio de su biblioteca encharcado en sangre. En su mano sostenía una Beretta todavía humeante. ¡El pobre cobarde se suicidó!

–¿Cómo? –pregunté aturdido.

–Se suicidó, ¿entiendes? –repitió Glazo.

–Entonces nuestras pruebas se fueron con él –atiné a decir.

–¡No! –aseveró Glazo–. A Flavio Gaudín lo tenemos en nuestras manos y está hablando más que un perico... ¡Políticos de mierda! –sentenció asqueado.

–¿Y dónde lo tienen? –pregunté.

–Aquí mismo, en el piso de abajo –precisó.

–Quiero verlo, quiero hablar con él –exigí nervioso.

–Es imposible. Nuestros procedimientos no lo permiten –atajó Glazo.

–Es un ruego, Glazo. Olvídate de las reglas y déjame estar presente en el interrogatorio. Acuérdate que te lo serví todo en bandeja de plata.

–¡Está bien! Te lo permitiré, pero sólo por unos minutos. Recuerda, Daniel, unos minutos nada más y luego te saco de ahí, ¿entendido?

–¡Gracias, amigo! –expresé complacido.

Bajamos un piso y entramos en una oficina que más bien parecía una habitación de hotel barato. Espejos falsos, unos opacos y otros transparentes, mostraban la imagen de Flavio Gaudín sentado detrás de un escritorio mientras dos funcionarios lo interrogaban. Como buen político utilizaba los subterfugios y trampas que le otorgaba su excelente dominio de la oratoria, con la cual tenía desorientados a los detectives. A cada pregunta Gaudín respondía con precisión, sin dejar la menor presunción de duda. Era un falso, un hipócrita de mierda. Le supliqué a Glazo que me dejase entrar en ese momento a la sala de interrogatorios ya que mi presencia podría descomponerlo y si eso sucedía podríamos sacarle provecho.

Prodigiosamente Glazo accedió. Buscaba un giro a aquella incómoda situación. Estaba metido en camisa de once varas y tenía que zafársela lo antes posible. Tenía en sus manos a un político de envergadura, y aunque esa detención fuese preventiva, sabía que estaba jugando con fuego y arriesgando su cargo y prestigiosa carrera.

Al traspasar la puerta de la sala de interrogatorios, los ojos de Gaudín se encontraron con los míos. Palideció instantáneamente. Su postura se diluyó en fracciones. Era como si alguien le hubiese bajado el suiche. Toda luz de su rostro se opacó.

– ¡Hola, candidato! –saludé–. ¿Se asombra que aún esté vivo?

–Disculpe, pero a usted no lo conozco –ripostó con esfuerzo.

–Pero sí conoce a René Brizuela, su amante parisino –contesté tranquilo.

–No sé de qué me está hablando.

–De Rue Richer –expresé con ira.

– ¿Rue Richer?

–Sí, y no se haga el tonto. Lo filmé el otoño pasado mientras hacía el amor con él en su taller de pintura –afirmé mintiendo, pero sin la menor vacilación.

–Bueno, él era un buen amigo –reconoció viéndose atrapado.

–Al que usted, en el Dorchester, en Londres, ordenó matar –espeté con sangre fría.

– ¿Matar?... ¿Dorchester?... –repitió haciendo denotar que no comprendía.

–Sí –respondí–. Cuando estuvo en la convención socialista... Yo estaba cenando en el restaurante del hotel, sentado a escasas cuatro mesas de usted en el momento que lo envió al matadero –pronuncié como si estuviese enterado de todos los detalles anteriores al asesinato.

Gaudín se turbó aún más. Estaba a punto de venirse abajo, de tocar el fondo, lo percibía. Debía acorralarlo en forma implacable, pero cómo hacerlo. Pese al zarandeo de mi última pregunta, el hombre tomó un segundo aire, y en tono seco contestó:

–Yo ceno o almuerzo todos los días con diversas personalidades...

–Pero –atajé–, no con un amante que a los pocos minutos es asesinado en el puente de Waterloo.

–¿Asesinado? –preguntó con inocente dubitación.

–Sí, asesinado por orden de Pablo Castro Tinedo –solté adivinando.

–Ah, fue él –expresó traicionándose.

–Sí, fue él –reafirmé.

–¿El qué?... Yo no dije nada... No sé de qué me está hablando –comenzó a decir a fin de retractarse.

–Ya está bueno de tanta farsa –grité furioso tomándolo por un brazo–. Tenemos en nuestro poder filmaciones donde apareces tú, Pablo Castro Tinedo y Brizuela negociando obras de arte robadas con Nano Esconar en Los Roques. ¡Basta de mentir!... Todo se acabó –sentencié lapidariamente.

Gaudín estalló en llanto. Parecía una mujerzuela herida. Me dio tanta compasión que le alargué el paquete de servilletas desechables que estaban sobre la mesa.

–¡Ese maldito psicópata me las pagará! René era el amor de mi vida, mi consuelo. Lo único verdaderamente importante... ¡Voy a destruir a ese maldito Castro Tinedo!... Él sabía que René lo era todo para mí... Lo voy a destruir... ¡Lo voy a destruir! –sollozaba inconsolable el miserable político.

Esperé a que se calmara. La escena, pese a mi furia, me conmovió. Recordé a Valentina, mi gran amor, mi ángel, que fue asesinada vilmente debido a una confusión. Entendía a Gaudín en su dolor, en sus sentimientos, aunque no justificaba la monstruosidad de sus crímenes. Sus propios cómplices le habían quitado la vida a su amante, a su gran amor. Aunque era sodomía no dejaba de ser amor. Parecía verme en un espejo, pero de diferente cristal. Pese al odio que albergaba hacia Gaudín, ver a un hombre de su porte llorar de esa forma por otro, me conmocionó, no obstante aprovecharía su descalabro para darle un jaque mate al asunto con mi próxima pregunta, ya que Gaudín no estaba enterado de que su socio se había suicidado.

–Castro Tinedo está en la sala contigua y está hablando hasta por los codos. No sólo te echó toda la mierda, sino afirma que tú eres la cabeza de todo, el gran jefe… El que maneja toda la conexión a través de tu poder político y diplomático. Tú sabes, el asunto de la valija y todo...

–¡Eso es mentira! –interrumpió–. Él conocía mis debilidades hacia los hombres y me manipulaba, sólo fui su instrumento. Él manejaba todo, el verdadero organizador de todo es él y otros cinco banqueros, tanto de Londres como de París –confesó ante nuestro asombro.

–Eso es lo que tú dices porque tienes el agua hasta cuelo, pero él afirma todo lo contrario...

–Tengo documentos, cifras y nombres y todo se los daré a fin de que ese maldito pague por la muerte de René.

Salí de la sala y dejé a Gaudín con los otros investigadores, quienes pidieron la presencia de dos representantes del Ministerio Público para comenzar a tomarle las declaraciones al político. Éste se explayó dando nombres y detalles de cómo y a través de quiénes se hacían las operaciones. Compungido y lloroso, contó con precisión fotográfica cada detalle de “La Conexión de Arte” y el porqué de esa íntima conspiración. Reveló que las ventas únicamente se las hacían a coleccionistas japoneses y a los narcotraficantes. Habló de cifras astronómicas y señaló que un buen porcentaje de ese dinero iba destinado al sostenimiento y equipamiento de las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ya que de triunfar en su revolución, los banqueros, políticos y narcos involucrados en “La conexión” obtendrían posiciones de mando y privilegiadas dentro de la nueva estructura del gobierno colombiano. Precisó que las FARC es la organización clandestina más rica del mundo, la cual es financiada, en gran parte, por narcotraficantes, entre ellos el capo de la droga brasileña conocido como Fenandinho Geira Dair. De éste último, quien adquirió varias de las obras de arte robadas por “La Conexión”, afirmó que su organización delictiva giraba mensualmente diez millones de dólares a las FARC por su participación directa en el tráfico de drogas, las cuales iban con destino a Brasil, Paraguay y Estados Unidos. Contó que Pablo Castro Tinedo recientemente había autorizado un envío de material bélico a la guerrilla, consistente en la entrega de tres millones de proyectiles calibre 7.62, procedente de Paraguay, y de diez mil fusiles jordanos, los cuales pasaron vía Perú. También denunció que Castro Tinedo lavaba los narcodólares de sus ‘socios’ en más de cincuenta países del mundo. De esa forma ampliarían su radio de operaciones y extenderían sus tentáculos a Asía y Norteamérica. Confesó ante los incrédulos policías que Pablo Castro Tinedo, pese a su riqueza y prosperidad, era agente encubierto de Fidel Castro y que su misión era crear confusión política y financiera en algunos países latinoamericanos con gobiernos débiles a fin de exportar los postulados castristas. Relató con pasmosa calma que Tinedo recibía órdenes directas del tirano caribeño y que su primer objetivo era perforar las estructuras gubernamentales Venezuela.

Comencé a entender claramente el porqué Tinedo optó por la vía del suicidio. Teniendo tanto poder y riqueza hubiese podido burlar la mano de la justicia en Venezuela, pero no la del inescrupuloso castigo de Fidel, quien le callaría rápidamente la boca a fin de no verse inmiscuido en un grave problema internacional.

Los periódicos de todo el mundo se alimentaron durante varias semanas del caso. Especularon e hicieron conjeturas involucrando a más personas, convirtiendo a “La conexión” en un tema casi de ciencia-ficción. Gérard volvió a su país. Yo me quedé en Caracas pendiente de los últimos acontecimientos a través de informaciones de primera mano que recibía de boca de Omar Glazo. Fue él quien me notificó que Brayston, el dueño de la galería “Point blue”, había sido detenido por Scotland Yard. Que el hombre que asesinó a Valentina y a Brizuela era un psicópata maracucho de nombre Valentín Guzmán Pérez, el mismo que había dado muerte en un rito homosexual al ex embajador Otano Riva, presuntamente porque lo había infectado con SIDA, y que ahora, enfermo y sin esperanzas, pagaba su condena recluido en un manicomio de máxima seguridad en las afueras de Madrid.

Por su parte Nano Esconar Gaviria, líder del Cártel de Medellín, declarado enemigo público número uno de Colombia, murió, junto con un guardaespaldas, en un enfrentamiento con la policía de Medellín dieciséis meses después de su fuga de la cárcel de Envigado. Nano había comenzado su carrera criminal en la adolescencia robando y vendiendo lápidas. Luego pasó a ladrón de carros, a transportador de drogas y finalmente a capo máximo del Cártel de Medellín, la mayor organización de narcotráfico del mundo. Una vez la revista Forbes lo mencionó entre los hombres más ricos del mundo, con una fortuna estimada en 3.500 millones de dólares.

Yo estaba solo. Sin amor, pero satisfecho por el desenlace. Vagaba por Caracas de un sitio a otro. De bar en bar. Sin paz. Atormentado por el recuerdo de Valentina. Hacía el amor con la primera mujer que se topase en mi camino. Me había convertido en un personaje de novela, aunque nunca escribí la mía. En bar que entrase, era abordado por parroquianos para que les diese mi versión sobre “La conexión”. Al principio contaba la verdad, luego comencé a inventar. Dependiendo del estado de la borrachera, el sitio y el ánimo, les contaba cosas absurdas y llenas de fantasía. Hubo días en que cambié el mapa de los acontecimientos y les decía a mis absortos interlocutores que todo había comenzado en Camboya. A otros en Sydney. Me divertía cambiando fechas y lugares. No soportaba tantos interrogatorios. La saturación de alcohol en mi cuerpo daba vida a las imágenes más disparatadas. Me regocijaban porque me hacían olvidar mi verdadero drama. Llegó un momento en que confundía realidad con ficción, pero no me importaba, ya que mi alma hace tiempo había abandonado mi cuerpo.

Una de esas noches, en víspera de la Navidad, salí de un bar más asqueado de mi propia existencia que ebrio. Si con Valentina había comenzado a tener un sentido, ahora estaba nuevamente totalmente vacía.

Llamé, ticket en mano, al valet-parking para que buscase mi auto. No había nadie, pese a que de costumbre en el lugar siempre estaban dos o tres diligentes parqueros. Esa noche habían desaparecido. Los alrededores lucían desolados, aunque no era tarde, sino más bien temprano.

En medio de la borrachera grité en busca de atención. No recibí respuesta. Mis palabras sólo tenían eco en las sombras de la noche. Nadie interrumpía el silencio.

Una ráfaga de ametralladora lo rompió. Vi hacia el cielo creyendo que se trataban de fuegos artificiales. En segundos me desplomé. Mis ojos permanecían abiertos. Un remolino de personas rodeó mi cuerpo. Unos eran transeúntes, algunos clientes del bar y otros los parqueros, que al fin aparecieron.

– ¡Está muerto!

– ¡Llamen a una ambulancia!... ¡Todavía está vivo!

– ¡Lo mataron!

Escuchaba inerte, inmóvil, tendido en el piso boca arriba y con los ojos apuntando a la oscuridad.

No sabía si ya estaba en el callejón de luces por donde vagan las almas después que mueren o si aún estaba vivo.

El tiempo no detuvo su marcha. Cuánto minutos pasaron, horas, no sé. Una ambulancia llegó tan silenciosa como un carruaje de muerte que desliza sus ruedas sobre nubes. Uno de los paramédicos fríamente puso sus dedos sobre mis ojos y los cerró al tiempo que le decía a su ayudante: “¡La camilla!”.

En ese instante mis ojos volvieron a abrirse y en una vorágine vieron lo que acaban de leer.