miércoles, 29 de septiembre de 2010

22 de julio de un año cualquiera.

EL PRIMER PASO AL INFIERNO
(COMENCÉ POR ESTE DÍA PORQUE LOS PRIMEROS FOLIOS DEL DIARIO ESTÁN PERDIDOS EN LA JUNGLA DE MI SUFRIMIENTO).

   22 de julio de un año cualquiera.

   Carolina se llevó a Dorian. Lo arrebató de mi lado y se fue a vivir con su hermana. Su amenazante ultimátum fue lapidario: “me quedaré aquí hasta que salga de mi casa”. El apartamento donde estoy, el mismo en el que vivíamos antes de la ruptura, es de su propiedad.
   Tomó esa decisión porque la noche anterior le reclamé que tenía abandonado a Dorian.
   Le dije: “Dorian es un pobre niño abandonado y tú una pobre mujer rica”. La consideró una ofensa imperdonable. Entre improperios y maldiciones pronto entró en furia desvariada. Me insultó. Expresó que era una buena madre porque le daba todo a nuestro hijo, que pagaba las cuentas y yo nada. Que no tenía autoridad para reclamarle nada porque ella sostenía el hogar y que, por ese motivo, podía hacer lo que le venía en ganas sin explicación ni justificación.
   Como mujer rica e irracional que es, cree que con dinero puede comprarlo todo, hasta el afecto y el cariño de los hijos. ¡Qué equivocada está!
   Me molesté con ella porque salió de casa a las siete de la mañana y regresó pasada las ocho de la noche, sin saber nadie dónde, ni qué estaba haciendo y menos con quién andaba.
   Durante todas esas horas le importó un carajo su hijo, menos yo. Ni se molestó en llamar para saber si se había tomado el tetero, si estaba vivo o si se sentía bien o mal.
   Cuando tarde en la noche regresó, le reclamé su desconsiderada actitud. Le expresé que debía darle más amor y cariño a Dorian, quien apenas tiene tres meses de nacido. Que sus negocios e intereses inmobiliarios los podía dejar para después. Que, por amor a Dios, olvidase las cuestiones de dinero y le diese un poco de afecto a su hijo. ¡Qué lo tomase entre sus brazos!... Cosa que muy rara vez hacía, porque expresaba: “Me siento incapacitada. Me pone muy nerviosa, mejor lo hace ella”, decía refiriéndose a la enfermera que contrató para atender al bebé, la cual fue su verdadera madre durante casi todo su primer año de vida.
   Ese día, iracunda y dolida en su “amor de madre”, Carolina dijo que necesitaba tiempo y que, si yo quería seguir a su lado, no la molestase con tantos reproches porque “tenía que hacer sus cosas”.
   Ese mismo argumento esbozó durante toda nuestra relación para justificar su ausencia del hogar y el abandono de su hijo: “Tengo que hacer mis cosas”. ¿Cuáles cosas, Dios mío, si lo tenía todo? Yo ya no podía con ella. No había argumento, por más sutil y amoroso, que la hiciera recapacitar y entender. Cuando me atrevía a reclamarle algo con un poquito más de energía y severidad, amenazaba con dejarme y me conminaba a abandonar la casa donde vivíamos, la cual, como dije, era de ella. Eso, siempre que podía, me lo recordaba. ¡Qué tortura!... ¡Qué acoso psicológico!
   Sé que Dorian carece de afecto materno, pero no puedo hacer nada o muy poco para remediarlo. Me lo impide la oscuridad de Carolina. Su soberbia y prepotencia pobre mujer rica. Y, porqué no decirlo, ese bagaje de complejos y conflictos existenciales que carga sobre sus hombros, los cuales a veces le impiden caminar con cordura por la vida.
   Estuve a punto de resignarme. Me propuse pensar, a fin de rehuir confrontaciones, que su verdadera madre era la nana, la mujer que le prodigaba el amor que le negaba la mujer que lo tuvo en el vientre. Sí, lo sé. Era una actitud cobarde, pero sólo fue un pensamiento, nada más. Una forma de consciente evasión con el único objeto de proteger al niño y evitar estériles peleas. Pero nada. Todo seguía igual. La insensible y apática personalidad de Carolina me asombra e irrita.
   Como hace apenas pocos días perdí el trabajo, al menos yo, podré estar más cerca de mí hijo. Sé que no es ninguna solución, ya que el amor maternal no tiene substituto y es esencial en esa tierna edad… Sí, ciertamente, también estoy celoso, muy celoso. Intuyo la presencia de otro hombre en la vida de Carolina.
   – ¡Qué gran conflicto embarga mi alma!... Estoy preso en mi propia angustia y desesperación y no puedo siquiera salvar a mi hijo del desamor e indiferencia de su madre.
   – ¿Cuál odio y sed de venganza te seducen? –se pregunta mi conciencia.
   –Nadie está exento del mal –me contesta su voz interior.
   Estoy comenzando a sentir la tortura de la ausencia, de la soledad y desolación.
   “No te asustes, quien habla no es ningún fantasma, sino tú mismo”, me repito constantemente.
   Voy a llorar por primera vez. Me está pasando algo que nunca me había sucedido.
   – ¡No!, no siento ningún nudo en la garganta… Sino un dolor en el pecho que apenas me deja respirar. Siento que desvanezco y que, en cámara lenta, voy cayendo en las manos risueñas de la imagen de la muerte.



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