jueves, 18 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 3).

   Después de la infructuosa llamada a Rafael del Talante, llamé a casa para que me pusiesen a la bocina a Dorian. Quería, al menos, escuchar sus tiernos y cariñosos balbuceos. Atendió Pablito.
  – ¡Aló! –dijo.
  – ¡Hola, Pablito!, es Leonardo. ¿Cómo estás? –pregunté con gracia y amabilidad, pero terminada la frase colgó, presumo, asustado y sorprendido.
  Su madre seguramente ya lo había aleccionado. No debía hablar conmigo y tampoco recibir llamadas provenientes de mi celular. Antes de atender el teléfono, debería primero chequear en el localizador de qué número provenía la llamada entrante. Esa es una práctica muy vieja en Carolina. Cuando no quiere hablar con alguien hace una lista con números telefónicos que con los días se va agrandando o acortando, depende de cómo le pegue la luna, y se las entrega a los servicios para que, antes de levantar la bocina y de atender la llamada, revisen muy bien y cotejen los números que aparecen la pantalla del localizador con los de la lista. Si no es ninguna de ellos, puede recibir la llamada, de otra forma no. Otras copias de la misma lista las pega con cinta plástica al lado de los otros teléfonos que hay en la casa para que no haya excusa del la servidumbre. Se irrita mucho si hay alguna distracción en el asunto. Una vez, cuando estábamos casados, se puso fuera de si porque el servicio atendió una llamada de la lista por ella considerada “prohibida”. Hasta les ponía señales o cruces de advertencia o un NO, grande y mayúsculo al lado del número telefónico.
  A pesar de todo, sé que Carolina todavía me ama. Tuve ese presentimiento. Un presentimiento fuerte, muy fuerte. Lo que sucede es que está muy resentida por todas las cosas que, enardecido, le dije. ¡Ojalá se le pase y volvamos juntos! Me sentí, por fracciones de segundos, iluminado, bañado por una luz que le transmitió seguridad a mí atormentado espíritu. El fenómeno no aconteció después que llamé a casa, sino una hora, o un poco menos, más tarde. Porque enseguida que Pablito interrumpió la comunicación, llamé a Doris, el “servicio de por día”. Sé que va a casa a hacer limpieza a fondo todos los lunes y jueves de la semana. Marqué su número celular y atendió enseguida.
  –Hola, Doris, es Leonardo.
  –Hola, cómo está señor Leonardo –contestó cariñosa.
  –Doris, te llamo temprano porque como sé que hoy vas a casa, quiero que, por favor, le digas a Elsa que a las doce en punto del mediodía voy a llamar para que me ponga a Dorian al teléfono.
  –No, señor Leonardo –ripostó nerviosa y confusa–. Parece que ellos no han regresado todavía.
  –No, Doris. Si regresaron –le aclaré–. Apenas acabo de llamar y Pablito, al escuchar mi voz colgó el teléfono –precisé–. Dile a Elsa que no alerte a la señora. Que no diga nada de mi llamada. Lo único que quiero es hablar con el bebé.
  –Pero, hoy no voy a ir para allá –contestó dubitativa con evidente intención de evadirme y sacudirse de la petición que le hacía.
  – ¿Pero, la señora no te llamó para que vayas a trabajar hoy? –pregunté extrañado.
  – ¡Sí! –afirmó enseguida–. Me dejó unos mensajes en el celular, pero sin precisarme qué días debo ir y yo la llamé en varias ocasiones y nadie me contesta el teléfono –concluyó muy serena.
  Era cierto, Doris no mintió. En las casi de tres docenas de veces que he llamado nadie lo toma. Excepto el día que regresaron y me pusieron a Dorian y yo, tontamente, fingí la voz. Otras tres veces mis llamadas fueron atendidas por Pablito, pero como presentía, tal como ocurrió hoy, que iba a colgar al escuchar mi voz, me desconectaba yo primero.
  Como a eso de las once de la mañana salí de la montaña con la misma misión que la de ayer, pero esta vez con ligeros cambios. Pasar únicamente por casa de Rosalía para chequear, por última vez, si el rústico con placas de “carga” sigue ahí.
  Antes de llegar, muy cerca de su casa, en el cruce de la Clínica Latinoamericana, apenas sobrepasé el semáforo vi el auto de Rosalía, un viejo Ford. Nos cruzamos. Pasé a su lado, pero en sentido contrario de la vía. La tuve tan cerca que casi nos “rozamos”. Bajo la presunción de que me había visto y reconocido, le toqué la corneta, pero la vieja celestina no se dio por enterada. Era obvio que no me había visto. Siempre va pegada del volante, muy ensimismada. Quizás pensando en su próxima fechoría sentimental. Bueno, me haya visto o no, a estas alturas eso me tiene sin cuidado.
  De ahí, después de franquear su casa, bajé por un atajo para volver a la montaña. En el camino me detuve para hacer tres llamadas. Como ya eran las doce en punto, la primera fue Dorian, pero luego de varios repiques “una mano desconocida” desconectó el aparato. Siquiera se disparó la contestadora con la voz de Carolina. Quedé apesadumbrado y contrariado. Creí que esa misma mañana, en un impulsivo ataque de furia, Carolina había mandado a cambiar el número telefónico de casa para que yo no siguiese molestando con mis continuas llamadas. Decepcionado al ver otra vez frustrado un intento de hablar con Dorian, hice la segunda llamada. Fue para mi abogado, Alfredo Díaz. Con desfachatez, y quizás bastante obstinación, me conminaba a llamar yo mismo a Luis David para fijar la fecha del finiquito de la compañía. Insistentemente le repetí que lo hiciese él, ya que no quería hablar con ese “señor”. Me solicitó nuevamente sus teléfonos. Se los di y el me prometió que lo llamaría y que yo lo volviese a llamar a él dentro de una hora. La tercera llamada fue para la Galería de Arte Andrómaca. La persona que atendió me dijo que el personal de la galería seguía de vacaciones y que reabrirían el martes. Llamaré ese día. Necesito dinero y si vendieron algunos de mis cuadros me vendría muy bien.

PAUSA DE TERROR: Comencé a sudar copiosamente. No sé si es a causa del excesivo sol que tomé hoy mientras trataba de quitarle, otra vez, las manchas de moho a un cuadro, el que estaba más invadido por esa marabunta de montaña. Con la manguera que me prestó Fernando, rocié a toda presión mucha agua en la parte trasera, otrora blanca, del lienzo. Después estrujé la tela con un cepillo y detergente en polvo, y nada. Mientras pensaba en qué más podía hacer para quitarle esas feas y perniciosas manchas, lo dejé expuesto al sol. Mientras se secaba, se me ocurrió una “fabulosa” idea, no sé si para bien o para mal de la obra: pasarle un algodón empapado de cloro (por la parte trasera de lienzo, por supuesto). Lo hice y enseguida, al secarse bajo los inclementes rayos del sol, sucedió algo increíble. ¡El milagro! Mágicamente las odiosas y dañinas manchas desaparecieron. No sé si dañé la tela. No sé si con el tiempo el cloro pueda afectarla, pero la verdad es que la parte trasera de la tela quedó impecable, como nueva, de un blanco puro. No creo que le pase nada. El lino es fuerte y de buena calidad y, además, la gente blanquea hasta ropa delicada con cloro. Claro, por una sola vez no le hará nada. Ahora si la baño constantemente en cloro seguramente con el tiempo se le abrirá un hueco. El miedo que me aterrorizó al iniciar esta pausa, está volviendo. Algo raro ocurre en mí cuerpo y temo un infarto o derrame cerebral. Tomaré un duchazo con agua bien fría, como la de esta montaña, a ver si cesa de martirizarme esa sensación.

MAÑANA:                                                                   
  Buscaba aire, respirar… Estaba intranquilo y solo. Solo con mi miedo.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 2).

  Lo primero que hice esta mañana después de despertar, fue llamar al hijo del canciller para pedirle trabajo. Misión imposible. Nadie atiende ninguno de sus teléfonos. Le volví a dejar un suplicante mensaje donde dejaba entrever mi urgencia de trabajo. Luego llamé a un periodista español que tuve bajo mi dirección y que está en la empresa donde trabaja por única y exclusiva recomendación mía. Como profesional es muy talentoso y eso hay reconocerlo, pero como ser humano es un desecho tóxico. Al menos conmigo. De frente dice quererme, estimarme mucho y ser gran amigo, pero al darle le espalda es todo lo contrario. Lo carcome la envidia, rabia, mala disposición y si puede ponerme una zancadilla, no duda siquiera un instante en hacerlo. Conozco de su perversa actitud desde hace bastante tiempo, pero siempre le he restado importancia. No entiendo el porqué, el motivo, de esa doble cara y disfrazada indisposición hacia mí, porque nada le he hecho. En dos ocasiones le di trabajo y saqué del hoyo donde se encontraba, el cual era bastante profundo y desesperante. Aunque él nunca, que yo sepa, ha comentando nada sobre el porqué de su animosidad, quienes lo conocen dicen que sus celos, al parecer, provienen por cuestiones personales y no profesionales. Que le daba rabia, que no soportaba que yo siempre anduviera con mujeres bonitas y de buena posición y él, todo un gran profesional, tenía que refugiarse en prostitutas baratas para tener sexo y compañía, ya que era incapaz de conquistar a nadie. Quizás, pienso ahora, se debía a su putrefacto aliento producto de sus úlceras y gastritis. Muchos, a sus espaldas, le decían “aliento del diablo”. No obstante, yo creo que eso no es todo, ese sólo es el camuflaje de la verdad. Que detrás de sus relaciones con las mujeres, del porqué no puede relacionarse íntimamente con ellas como un ser normal común y corriente, hay algo más oscuro y oculto. Un lado negro. Algo relacionado a su intimidad al estar con una mujer. Algo de su función como hombre, algo muy secreto y misterioso.
  Algunos de mis conocidos argumentaban que su animadversión hacia mí se debía a que él no podía tener hijos, y nunca los tuvo, y yo sí. Esa hipótesis se fundamenta en muchos hechos. Me decían que cuando a sus oídos llegaban algunas de mis correrías o “historias amorosas”, que no es el caso repetir ahora, se descomponía. Bueno, si se puede asomar algo. Se indisponía cuando escuchaba el chisme sobre mujeres, algunas de las cuales él conocía, que querían tener un hijo mío y de otras que después de salir embarazadas abortaban por negarme a casar con ellas… Si, lo sé… El aborto es un delito… Un abominable delito del que, pese a mi negativa, fui cómplice en varias ocasiones. De otros casos me enteraba mucho tiempo después… Después que el delito había sido cometido. Nunca, a ninguna mujer, le di mi consentimiento para tal crimen. Siempre me opuse y me opondré mientras tenga vida al aborto inducido, pero eso no me excusa de que fui cómplice de esos delitos… Pero, ¿cómplice, de qué? ¿De no casarme con la mujer que se acostaba conmigo y luego abortaba sin mi consentimiento ¿Cómplice de no saber que estaban en su momento de fértil procreación, o sea ovulando, cuando se iban a la cama conmigo? ¿Cómplice por no ponerme preservativos cuando ellas imploraban que no lo hiciese… que no les gustaba sentir en sus vaginas el plástico sino la carne?... Si ese es un delito, entonces fui cómplice de sus abortos, pero nunca sufragué, pagué un solo centavo, por uno de ellos y siempre, cuando me ponían contra la espada y la pared, cuando decían “si no te casas conmigo aborto”, me oponían en forma contundente y razonada. Soy católico y estoy contra ese y cualquier otro crimen que atente contra la vida, mis valores espirituales, morales y de ser humano.
  ¡Dejémoslo hasta aquí!...
  Me salí del asunto del periodista español. Para concluir y resumir rápido la cuestión de mi amigo, al que sigo estimando, es que simple y llanamente es un resentido patán. Un envidioso patológico… Al pobre le hace falta psicoterapia y urgente. Tengo muchos cuentos y casos sobre su extraña personalidad. Son muchos, pero anotaré solo uno, el cual puede servir de ilustrativa abreboca. Una vez que salí de vacaciones durante cuarenta y cinco días (tenía tres años sin poder tomarlas) lo dejé, por recomendación mía, aunque al editor de la empresa no le gustaba mucho la idea, como Director-encargado de la revista que dirigía en ese entonces, la de mayor circulación y venta en el país. Bueno para resumir el cuento, después de irme, el fulano “amigo” comenzó a frecuentar todos los mismos sitios donde yo era habitué (bares, restaurantes, canales de TV, disqueras, etcétera) y a quien le preguntaba por mí, dónde estaba, qué había pasado, simple y desfachatadamente, les decía: “El murió. Yo soy ahora el nuevo director”. ¿Qué tal?... Me enteré al regresar de vacaciones y comenzar, nuevamente, a frecuentar mis sitios de costumbre. Al traspasar la puerta de los locales, dueños, maître y meseros con los que me topaba, me veían como si fuese un fantasma. Ellos, muchos de ellos y otras personas, me comentaron la fechoría. Por eso lo supe. Él, ni palabra de su mala acción dijo. ¡Así paga el diablo! Siquiera le reclamé el asunto, tampoco lo despedí. Lo hice al par de años por otro malévolo agravio que cometió. ¡Había colmado mí paciencia y compasión! Y ahora, después de todo lo que hice por él, además de arreglar muchos de sus entuertos profesionales, ahora que está en la buena posición, se niega a extenderme la mano. Eso sí, nunca ha tenido la valentía, sinceridad y honestidad, de lanzarme un no rotundo. Es el rey de las evasivas. De su boca nunca ha salido un no, sino un “veré que hago. Llámame la semana que viene”. Le encanta, en mis momentos de desespero, tenerme en el limbo de la incertidumbre. Eso, al parecer, lo plena de felicidad, alboroza su alma corrompida tenderme un manto de esperanza. Lo llena de dicha. Es muy ambiguo, como su alma. En sus adentros, en la intimidad de su perversa conciencia, parece gozar, burlarse de mí. Se siente feliz por eso… ¡Pobrecito!... Si eso es lo que le gusta, ¡qué su pudra en su infierno interior! Yo lo perdono, y con el perdón le otorgo el premio de Campeón Mundial de Evasivas Perversas. Sé, desde siempre, que es pérdida de tiempo solicitarle apoyo, pero lo sigo llamando para ver hasta dónde llega la miseria humana y el cinismo de una mente enferma. Aunque su nombre de pila es José Luis Ramírez, él se hace llamar Rafael Del Talante, nombre que adoptó desde que de su amada España llego al país. El dice que es su nombre artístico. Que en su Asturias natal habían muchos taladores y su padre hacía ese oficio… ¡Qué sé yo!... Algo así decía para justificar su apodo, su alias periodístico… No creo que sea de la ETA o lo estén buscando en España por algún crimen, pero, desde que tengo uso de razón, sé que sólo a los artistas de cine les da por eso de cambiarse el nombre por uno más impactante, corto y con “sonidos y luz”. Se les entiende, aunque no se les justifica. Miren ustedes a Arnold Schwarzenegger, el austriaco de Conan, el bárbaro, Depredador, Terminator y cientos de películas más. Obligó a todos los amantes del cine a aprenderse su nombre y punto. ¡Eso es personalidad!... Cero complejos imbéciles.
  En descargo de Rafael Del Talante debo decir, porque nobleza obliga, que con algunos desposeídos muestra otra actitud. Es caritativo y no le tiembla el pulso cuando debe socorrer a alguien necesitado. S ha ocupado de los gastos de sepultura y preparativos funerarios de varios periodistas que quedaron en la indigencia y bajo la impasible e ignorada mirada de los editores donde prestaron servicios hasta que les devino la muerte. No sólo eso. También ha estado atento y prestado ayuda económica, espiritual y humana a varios colegas enfermos y sin recursos. Recuerdo el caso de un periodista chileno el cual, enfermo de SIDA y desahuciado, fue atendido personalmente por Rafael en su lecho de muerte de un hospital público. Iba todos los días a asearle y cambiarle las sábanas y pijama. Siquiera las enfermar querían atenderlo, pero él lo hacía con devoción cristiana. Y no es que eran grandes amigos, sino apenas un conocido de la redacción. Todos los habían abandonado, hasta su familia que vivía en Chile, pero Rafael, sin ser arte ni parte de él, estoicamente lo ayudó hasta su último suspiro. También sé de su labor social en un ancianato de la capital, adonde va semanalmente a llevar galletas, caramelos y otros obsequios a los viejitos. Por eso, sólo por eso, es que lo perdono y sigo llamando amigo. No importa cuál sea su esquizofrenia virtual conmigo. Es un estado mental muy particular y no por ello, le retiraré el calificativo de amigo… Es la paradoja de la vida y los sentimientos.
  Bueno, para terminar de contar lo relativo a mis intentos de búsqueda de trabajo, anoto en este Diario que no localicé a nadie. Perdí mucho, del poco tiempo de llamadas que me quedan el celular. Entre “espere un momento, veré si está” y toda esa sarta de estupideces con que te demoran telefonistas, secretarias y “asistentes”, para al final decirte que la personas que buscas no se encuentra y que llames más tarde (o cuando te de la perra gana, porque de todos modos no te van a atender), dejé en la angustiosa espera gran parte del crédito telefónico que me quedaba. Si quiero mantener este canal abierto, el único que me comunica con el resto del mundo y amistades, pronto tendré que comprar baratas tarjetas de recarga para seguir usándolo.


MAÑANA:                                                                               
  Algo raro ocurre en mí cuerpo y temo un infarto o derrame cerebral. Tomaré un duchazo con agua bien fría, como la de esta montaña, a ver si cesa de martirizarme esa sensación.

martes, 16 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 1).

MI EPITAFIO
  Son las 4.18 p.m. He pasado todo el día triste y muy deprimido. Me estoy tomando unos tragos para soportar el dolor. Hace apenas un minuto estuve a punto de estallar en llanto, pero nada. Escasamente se me humedecieron los ojos. Por eso decidí escribir mí epitafio en la parte trasera de una de mis viejas tarjetas de presentación y pegarla con cinta plástica en el centro de la agenda negra, donde comencé a escribir este Diario.

PAUSA DE TRABAJO: Freddy acaba de tocar la puerta para poner uno de los últimos travesaños de la despensa. Está agachado, a mi derecha, cerca del fregadero, luchando con la tabla, ya que no le cuadra. Aquí, debido a la humedad todo se dilata y deforma con rapidez increíble. Acaba de salir para serrucharle un pedazo que le “sobra”. Pronto volverá. De momento suspenderé este tormentoso diálogo interior. Cuando Freddy termine y se vaya, volveré a tomar la pluma.
  Ya concluyó. Son las 4:33 p.m. El pobre Freddy es un verdadero desastre como carpintero. La tabla quedó tan mal hecha y descuadrada, que no pude evitar reírme y hacerle las observaciones pertinentes antes de que se marchase.
  –Bueno, traté de hacer una gracia y me salió un despelote –reconoció sonreído.
  Nos volvimos a sonreír al contemplar el entuerto, pero ni modo. El mal ya estaba hecho. Nos despedidos y se fue no sin antes comunicarme que volvería en la mañana para fijarle los tornillos.
  El epitafio que estaba escribiendo antes de llegar Freddy, dice así: “En caso de que algo me suceda (muerte), entregar esta agenda y otros cuadernos con mis notas del Diario de un Desesperado a… (Nombre reservado hasta para esta trascripción) para que lo ordene y edite. Es mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida”. Después del punto final y del cierre de las comillas puesto ahora, puse, en punto y aparte y abajo a la derecha, mi firma autografiada y la fecha: 7.9 00.

MAÑANA:                                                                    
  Muchos, a sus espaldas, le decían “aliento del diablo”. No obstante, yo creo que eso no es todo, ese sólo es el camuflaje de la verdad.

lunes, 15 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte y5).

  La otra noche le regalé a Fernando, mí vecino de la cascarita Nº 19, una oración que escribí cuando viví otros tiempos turbulentos. Antes la imprimía por cientos en la computadora, las mandaba a plastificar tamaño carnet y las regalaba, junto a una pequeña medallita de la Virgen de la Milagrosa que compraba en la Librerías Paulinas, a amigos o a quien creía que la apreciaría o podría serle espiritualmente útil. En la cartera todavía tengo una diez de ellas. Voy a buscar una para transcribirla. (Pausa…)
  Aquí estoy otra vez. La titulé ORACIÓN PARA MITIGAR LAS ANGUSTIAS y dice así: Nada me perturba. Nada me molesta. Nada inquieta mi alma y corazón. A nada le temo. Soy muy positivo. Tengo fe en Dios y en el Espíritu Santo, así como en todos los santos, quienes siempre están conmigo. Tengo buena salud y soy fuerte como un toro. Ninguna enfermedad está en mí y tampoco me podrá atacar. ¡Dios es mi guía! ¡Dios es mi fe! Yo estoy con Dios y Él me protege contra todo mal, sea físico, mental o espiritual.

Amén

Leonardo Vento

  Siempre que me abatía el pesar o sospechaba que me devendría un ataque de angustia, sacaba una copia de la cartera y la leía mentalmente una y otra vez hasta que la ansiedad cesaba.
  Es muy poderosa y le tengo mucha fe. Fue inspirada por el Altísimo. Recuerdo que una vez que iba en el auto hacia un lugar determinado que no vale la pena comentar ahora, súbitamente me dio un ataque de muerte. Me hiperventilé y en cuestión de segundos comencé a sudar copiosamente pese a que tenía el aire acondicionado a frío máximo. Sentí que el corazón quería salirse despavorido de mi pecho. Me asusté mucho, muchísimo. Creí que iba a morir. Temblaba y no sabía qué hacer. Pese a ello, le robé un poco de calma a mí angustia y comencé a rezarla. Con fe, miedo, nerviosismo y bastante atropelladamente la repetía de memoria una y otra vez. Primero mentalmente, luego de viva voz. Nadie escuchaba lo que decía (me refiero a los otros conductores que iban por el mismo canal que yo), ya que tenía los vidrios del auto subidos. Esa repetición constante de la oración, mi oración, evitó un fatal desenlace, una muerte súbita. Desde ese entonces, aunque no ahora, siempre que tenía un ataque de pánico la rezaba. Toda mi familia, amigos y mucha gente tienen una copia de ella. A mí, en su momento y cuando lo necesité, me ayudó mucho. Tanto, que me devolvió a la serena vida. Ahora, durante el martirio que vivo, me ayuda la sabia Biblia y otras lecturas, aunque nunca me desprendo de una copia de la oración.
  A Fernando le gustó tanto, que dijo que haría copias y las distribuiría entre sus amistades. No sé si esa oración consiste en una herejía o sacrilegio, pero la escribí imbuido de una gran fe y amor hacia Dios e invocando su divina protección cuando un día comenzaron a invadirme los ataques de angustia.
  La noche se alarga, se extiende como si fuese plastilina negra sobre la montaña y, lentamente, se aleja. Mientras, como hembra pura y limpia que va al encuentro de su gran amor, la madrugada se despoja de su vestido de raso negro y con mirada de luz, mimosa avanza hacia el nuevo día. Yo bostezo. Danger ladra porque acaban de llegar Antonello y Luna con unos “invitados” desconocidos para su sensible olfato canino. Habrá fiesta en la cascarita 17. Sigo escribiendo al son la música de la radio. Escucho muchas canciones que cantan las penas del amor. Esas de despecho. Pero no me afectan, al menos ahora… Ahora tengo paz. ¿Será que estoy curado?... ¿Qué mi dolor de amor al fin se ha acabado?
  No sé. Esperaré mañana. Esperaré ver qué me depara el mañana. Me muevo en el borde del venenoso filo de la incertidumbre. Eso me inquieta, claro está, pero estoy acostumbrándome a dejarme llevar por ella, aunque en ocasiones me le resisto con furia. “¡Qué pérdida de energía!”, me recrimino a veces, pero mí dolor es más fuerte que mi razón. La domina. De tal forma, que a veces me convenzo, me “autoconvenzo”, que yo soy el dolor hecho hombre… Todo resiste, todo tiene fuerza aún. Mi mente, mi cuerpo y mi espíritu. Espero que siga así. Es la fórmula para renacer, para volver a la vida y alcanzar mi tan añorada, pero no conocida, felicidad.
  Son la 3:00 a.m. Estoy tentado en llamar a la casa y meterme, como vil “ladrón”, en la casilla de mensajes telefónicos. A esta hora nadie tomará el teléfono. Carolina debe estar profunda ya que antes de irse a dormir ingiere una “bomba” de somníferos de alto voltaje. Pablito tiene un sueño muy pesado. Despierta tan temprano para ir al colegio, que comienza a cabecear a eso de las ocho y media de la noche. El servicio, si es la señora Elsa, aunque tiene el sueño liviano no se moverá a tomarlo si escucha el timbre a esta hora de la madrugada…
  ¡Decidido! Lo voy a hacer. Si hay algo que contar, lo anotaré en el Diario. (Pausa…).
  No hubo nada. ¡Cero mensajes grabados o guardados! Será hasta mañana (¡hoy! Más tarde), querido Diario.
  Voy a seguir tomando, fumando y escuchar música hasta que el sueño y el cansancio me arrojen sobre la cama.

MAÑANA:                                                                               
MI EPITAFIO
…mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida.

domingo, 14 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 4).

  Mi pretensiones iniciales al escribir el Diario nunca fueron literarias. Era una manera de desahogar mi pena. Un ejercicio para no pensar y, al mismo tiempo, pensar. Era dejar correr mí mano hacia el sufrimiento. Revolcarme en el con sinceridad para que alguien, alguna vez (más que todo mis hijos porque por ellos comencé a escribirlo) supiesen que el dolor me mató, que el pesar pudo, al fin, acabar con mí paz y mí vida. Que no sólo fui un tonto deprimido, sino un tonto que murió por amor.
  Esa era mi intención inicial. Ahora le tomé el gusto. Ahora, con todas sus benditas imprecisiones y vaguedades -todas verdaderas y sinceras-, trato, pese a mí dolor, buscarle un sentido literario a este Diario de un Desesperado.
  Me turba el miedo, el temor de que caiga en malas manos. En manos inadecuadas. De que alguien se entere de esta intimidad tan desesperante. Que mis notas sean leídas sin que pueda hacerle cambios, sin que pueda reemplazar todos los nombres verdaderos por otros ficticios, que nunca semejen a los auténticos, al menos en algunos casos. Me aterra esa idea, como la de que nunca nadie sepa, se entere, del verdadero del motivo de mí tormento.
  Juego a escribir y eso calma un poco el dolor que me causa esa corona de espinas que abrasa mi corazón. No sólo lo abrasa sino también lo abraza, como amante de sangre, y lo hiere.
  Sé que resistiré y renaceré. ¡Dios me protege con su bondad infinita! pero, ¿estaré haciendo lo correcto? ¿Estoy fallándole a los principios divinos?
  ¿Estos es amor u odio? No soy un fabricante de ideas, sino un desesperado que plasma su dolor sobre papel.
  La primera epístola de san Pablo a Los corintios habla de amor y dice: El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido (¿Lo estaré haciendo yo?), no busca lo suyo (¿Estaré yo buscando lo mío?), no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad (¿Y está es la verdad? Quizás la mía, nada más. ¿Pero es la verdad o sólo la verdad mía y la verdadera verdad es otra?) . Todo lo sufre, todo lo cree (¡Ahí estoy yo!), todo lo espera (¿La muerte, una nueva vida, la felicidad y la paz?), todo lo soporta (¿Hasta cuándo y por cuánto tiempo?).
  Dudas, siempre las dudas. ¿Será que mí fe, y la esperanza de nuevos tiempos después de la turbulencia, me ha abandonado? Era tan feliz, siempre risueño y positivo, ¿por qué ahora me embarga tan sufrida tristeza y melancolía?
  Dios, Tú, el misericordioso, sabes la respuesta. ¡Quema mí alma, envíala al infierno, si todo lo que he escrito no corresponde a la verdad, a mi sincero y real tormento! ¡Guíame y sigue guiando mis manos, pera paralízalas si falto a la verdad!
 ¿Estoy cuerdo o rayo en la locura?... ¿Estaré quizás desvariando y haciendo uso de Tú santo nombre en el pecado?
  ¡Dame una señal o paralízame a fin de no concluir este Diario!
  Son largos cuarenta días, los mismos que Tú, Señor, pasaste en el desierto. Yo estoy en una montaña, un desierto de árboles, de hojas y sufrimientos, dos mil años después. ¿Tendrá algún sentido ésta coincidencia?...
  ¡No!... No he cumplido aún los cuarenta días. Por la hora y el día que señala el celular, son treinta y ocho. Me faltan dos días, y ¿luego qué?
  En este instante, más que a Carolina, quiero ver, abrazar, besar y mimar a Dorian. Al principio lo había utilizado como “escudo”, como excusa cobarde y egoísta debido al resentimiento (¿amor?) hacia Carolina, pero ahora, que lo sé en Caracas, mi corazón siente la imperiosa necesidad de verlo. No me conformo con la foto del portarretrato, quiero verlo en carne y huesos.
  ¡Coño!, necesito abrazarlo más que a nadie, más que a su madre, a quien presumo amar tanto. ¿Será amor el qué le abrigo o, por el contrario, la veo, la necesito como mi puntal hacia la seguridad y estabilidad económica en estos momentos tan tormentosos y críticos?... ¿La amo?... ¿Verdaderamente la amo o todo es pasión carnal? ¿Son los placeres de la carne o las delicias de los sentimientos los que me unen a ella?... ¡Oh, bendita alucinación de los sentidos!... ¡Qué confusión! Lo único que no es objeto, sino fin de tal confusión, es Dorian. Mi amor por él… Lo demás puede ser lo demás. Cosas sin sentido que turban y enloquecen mi desesperado espíritu.
  ¡Venceré! Venceré mí desesperación. Me humillaré ante ella y le ganaré la batalla.
  El otro día, en mi recorrido desesperado leí y memoricé el letrero de una valla que promociona una conocida marca de whisky. Es un proverbio chino y dice. No temas ir despacio, sólo teme quedarte parado. Y yo no estoy inerte. Voy despacio, pero nunca me encerraré en una abulia, ni física, mental o espiritual.

MAÑANA:                                                                    
  Me muevo en el borde del venenoso filo de la incertidumbre. Eso me inquieta, claro está, pero estoy acostumbrándome a dejarme llevar por ella, aunque en ocasiones me le resisto con furia. “¡Qué pérdida de energía!”…

sábado, 13 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 3).

  Aunque este Diario está cargado de odiosas verdades. Hirientes y, aparentemente, destructivas y malévolas hacia Carolina, la mujer objeto de mí pena y sufrimiento, no por ello la odio… No sé odiar... y sé perdonar. Yo la amo todavía. Una llamada suya reconfortaría mi espíritu herido. Aunque me dijese la verdad más amarga, la perdonaría, aunque no excusaría sus pecados si los cometió. Mi opinión, a pesar del perdón, seguiría siendo la misma, aunque yo también haya fallado en la relación. Mis pecados fueron veniales y todo inducidos por los celos y las dudas que me creó sus misteriosa personalidad.
  La perdono, Dios, pero por favor, sácame de esta incertidumbre, como recomienda san Agustín, para, con valentía, poder empezar una nueva vida.
  Son las 8:58 p.m. y no hay llamadas de ella, siquiera para ponerme a Dorian al teléfono. Gracias a Dios que mi pequeño y adorado bebé no tiene conciencia de lo que está sucediendo y por lo que estoy pasando. Tan pequeño, tan indefenso. Tan tierno y dulce, que sería verdaderamente criminal que tuviese conciencia del sufrimiento de su padre… De su madre no creo. Lo dudo bastante, porque con su indiferente crueldad está demostrando todo lo contrario, tanto hacia mí como al bebé.
  Son las 9:21 p.m. he bebido poco pero si he fumado bastante. No sé si en lo que queda de noche seguiré así. Tengo buena provisión de ambas cosas.
  Hoy suspendí uno de los colirios que me recetó la oftalmóloga. Creo que en vez de mejorar me está empeorando. Seguiré sólo con el que mandó ponerme cada doce horas por doce días seguidos y el ungüento de terramicina, el cual debo aplicarme antes de dormir. Mis ojos siguen llorosos aunque esa doctora afirma que ya no tengo ni conjuntivitis ni queratitis. ¡Coño, qué brutos son algunos médicos! Ni que esta vaina de los ojos fuese una enfermedad rara o desconocida para que no puedan dar con un diagnóstico preciso y contundente. Es un simple lagrimeo y nada más. ¡Pero cómo jode!
  Mi cama todavía está desarreglada. Llevo treinta y siete días en la montaña y las sábanas aún están limpias e impecables. Todavía no pienso mandarlas a lavar, no por dinero, porque la lavandera de por aquí cobra sólo “lo que usted quiera darme”. Tampoco por antihigiénico, sino porque no tengo otro cambio y con los temporales que están cayendo por aquí, los trapos duran, a veces, hasta dos días para secarse. Lo que sí yo mismo he lavado, son las fundas de la almohada, ya que con el juego de sábanas que compré venían dos y, como estoy solo, uso una nada más y las voy reemplazando. Mientras lavo una y espero a que seque, uso la otra y así viceversa. La primera la lavé al día siguiente de la caída por el barranco, debido a que, por las heridas frescas, amaneció manchada de sangre y ese tipo de manchas, si se dejan mucho tiempo, no hay detergente inventado hasta ahora que las borre.
  Mis dedos vuelven a entumecerse. Últimamente me pasa con mucha frecuencia. Sobre la cama me espera mudo y silencioso el libro Sangre, dioses y mudanzas, de Sergio Dahbar . Me intriga el título y nunca he leído nada de ese autor. Voy a ver de qué se trata y se me gusta, lo leeré hasta quedarme dormido.
  Son las 10:22 p.m. Vuelvo a lo mío. No quiero perder tiempo leyendo esa “obra”, ese libraco escrito por Dahbar, un periodista argentino -lo sé porque leí la síntesis “biográfica” que está en la solapa-, que reside en Venezuela desde 1974. Más que nada, la “obra” consiste en una sucesión desordenada de pequeños y tristes artículos sin ninguna ilación, con comentarios de prensa anexos, los cuales para mí no tienen ningún valor literario. Es un empaste sin sentido y sin razón y eso que ganó, aquí en Venezuela, el Premio Hogueras 1989. En el mismo libro leí el fallo del jurado y los nombres de sus integrantes, y me dio risa. En este país la cultura está mediatizada y tasada. Mejor dicho, totalmente secuestrada. ¡Esos malditos intereses y tráfico de influencias! Realmente no perciben o no les interesa el daño que le hacen al decoroso desarrollo de nuestras letras. Realmente entristece. Es una desconsolada realidad. Aquí se compra todo. Nuestra cultura está corrompida y manipulada por mercenarios de las letras. Lo único bueno, a mi humilde parecer, es el título del libraco y la cita de Sarmiento, verdaderamente genial, que Dahbar escogió para reproducirla en la página siete de su “obra” (¿una forma de justificar tan desaguisado librito?).
  La cita de Sarmiento es verdaderamente hermosa. Propia de un verdadero escritor y buen estadista. Y, como a mí me viene al pelo, debido a las incorrecciones, repeticiones, grandes fallas de construcción en este Diario (estoy consciente de que las hay, y muchas) que nunca releo, aunque me he propuesto hacerlo algún día, me permito reproducirla.
  En su tiempo y en forma simple, clara y sincera, Sarmiento sentenció: Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que se os antoje (que es mí caso). Que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta (el caso de Dahbar), será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilazo; no se parecerá a lo de nadie; pero bueno o malo, será nuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza.

MAÑANA:                                                                   
¿Estoy fallándole a los principios divinos? ¿Estos es amor u odio? No soy un fabricante de ideas, sino un desesperado que plasma su dolor sobre papel.

viernes, 12 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 2).

  Ahora, en el instante que estoy escribiendo esto, tengo los libros desplegados sobre mi tablón de trabajo. Abro la tapa de la novela de Grishan y en su primera página encontré un díptico impreso en papel Fabbiano y conservado en forma impecable. Leo su primera página y me asombra. Por eso lo voy a transcribir en el Diario. El texto, muy corto, dice: “En la tarde de la vida te examinarán en el amor”. Abajo, a manera de firma S. (¿san?) Juan de la Cruz. Lo abro y en su… (PAUSA INTERIOR: Se acabó la tinta del bolígrafo. Buscó otro.) parte interior el díptico tiene dos poemas-pensamientos. Uno es de san Agustín y, a la izquierda el otro, que a su pie firma, en letra de imprenta, Santos Erminy Ymery y la fecha: diciembre de 1999. Los leeré inmediatamente… (Pausa).
  Ya los leí. Me emocionaron… Ambos poemas me emocionaron. Tanto, que me serviré mi primer gin y los copiaré en el Diario. Pero, además de eso, los reflexionaré, pensaré y llevaré siempre instalados en el departamento de cosas útiles y preciosas de mi cerebro.
  Mientras sostengo el papel en mis manos reflexiono e interrogó interiormente: ¿Será este díptico, que llegó a mis manos en esta apartada montaña en momentos de tormento y desesperación y entregado junto a un libro por un carpintero (tal como lo fue Jesucristo) un mensaje divino que me envió el Todopoderoso a través de Freddy, quien hace apenas tres días llegó a la zona con el propósito de ayudar a Joaquín? ¿Será, pese a su hablar tosco, un arcángel moderno enviado por Dios? Y el tres… Llegó hace tres días… El tres es sagrado. A las tres de la tarde murió Cristo y tenía 33 años cuando fue crucificado… El tres es mágico… ¡Es divino!
  Una vez con Antonello me pasó lo mismo. Percibí esa misma sensación. Fue a la semana de haberme prestado el libro En la intimidad con Dios. Recuerdo que fue una tarde. Él iba saliendo hacia El Saltillo. Sé dónde iba porque me lo dijo cuando se ofreció en traerme del pueblo lo que necesitase.
  Ese día estaba encerrado en mis cavilaciones, tal como siempre. De pronto tocaron la puerta de la cascarita. Era Antonello. Al abrirla nos topamos cara a cara. Sus ojos, brillantes, estaban circundados por una aureola rojiza. Al principio creí que eran ojeras. Que el pobre, a quien percibo sufrir mucho, tenía días de mal dormir. Pero mientras pensaba eso, lo vislumbré, lo asemejé al Arcángel san Gabriel. Mi estupor fue grande. Sentí algo divino recorrer mi cuerpo. Era él, el que estaba frente a mi era el Arcángel san Gabriel. Había visto muchas estampitas del santo, ya que Carolina es su devota y lo tiene por toda la casa. Esa sensación duró microsegundos, pero fue real y tan vívida que no sé como describirla. ¡Lo vi!... Era el Arcángel y no otra persona… En esos microsegundos no era Antonello sino san Gabriel con aureola y todo, ya que aprecié su resplandor tras la cabeza. Quizás pudo ser por efecto de la luz que se proyectó detrás del cuerpo de Antonello al abrir la puerta, pero la luz estaba allí… Yo no estoy loco y tampoco veo visiones… Nunca he visto una.
  Enseguida se lo comenté a Antonello. Le dije que por instantes se me pareció al Arcángel san Gabriel. Se sonrío y dijo: “Eso es lo único que me faltaba… ¡Yo un arcángel!”.
  ¿Pero por qué tuve que relacionar al arcángel con Antonello? ¿Qué prodigio o misterio encierra este lugar, al que bauticé como La montaña de los desesperados? ¿Por qué todos los moradores de la montaña que he conocido hasta ahora respiran desespero por cada uno de sus poros? Hasta Fernando, con su corpulencia y casi dos metros de estatura, a quien creía el más fuerte de todos, arrastra un gran tormento interior, además de graves problema con su mujer. El mismo me lo contó sin preguntarle. Fue el lunes pasado, creo. Él se había quedado en la montaña porque iban a hacerle unos arreglos a su cabaña (todas tienen muchos detalles sin terminar). Esa mañana me contó muchos atormentantes pasajes de su vida y el mal momento que estaba pasando con Sonia. Incluso me mostró la carta que le estaba escribiendo, la cual me negué a leer. A esa hora de la mañana bebía ron ligado con caña blanca y un refresco de cola. Estaba muy turbado. Hasta me enseñó la caja de balas dundun que había comprado.
  –Estas hacen mucho daño –dijo enseñándome la punta de plomo perforado del cartucho.
  Bueno, parece que por aquí todos estamos expiando algún pecado…
  Creo que me distraje un poco. Vuelvo al díptico… El prodigioso díptico que encontré dentro de uno de los libros que me prestó Freddy y que había olvidado anotarlo… Así funciona el tormento. Una vez vas de aquí para allá y después de allá para ninguna parte… Trataré de dominar las dispersiones… Por cierto, no anoté que a Freddy, en “reciprocidad literaria” le presté El descenso de Xanadú, de Harold Robbins, el cual, confieso, no he leído y tampoco sé cómo vino a dar a mis manos. Bien, voy a copiar el texto del dichoso díptico sin distraerme otra vez.
  Aunque se acaba de meter un insecto misil que anda dándose cabezazos por toda la cabaña, no haré pausa.
  El pensamiento de san Agustín está escrito en verso, o sea en forma de poema, y así lo transcribiré.

Cuando tenga que dejarte
por un corto tiempo
por favor no te entristezcas,
no derrames lágrimas
ni te abraces a tú pena
a través de los años.
Por el contrario, empieza de nuevo
con valentía y con una sonrisa
por mi memoria y en mi nombre
vive tu vida y haz todas las cosas
igual que antes.
No alimentes tu soledad
con días vacíos, sino llena cada hora
de manera útil. Extiende tu mano
para confortar y dar ánimo
y en cambio yo te confortaré
y tendré cerca de mí; y nunca; nunca
tengas miedo de morir porque yo estaré
esperándote en el cielo.

San Agustín

  Hermoso. Esperanzador y lleno de dulzura celestial. Más cuando afirma empieza de nuevo con valentía y con una sonrisa por mi memoria y en mi nombre vive tu vida. Y después cuando advierte no alimentes tu soledad con días vacíos sino llena cada hora de manera útil.
  Aunque no soy devoto de san Agustín ni de ningún santo en especial, sino que los amo a todos por igual, todavía conservo, aunque un poco envejecida, entre las páginas de la agenda donde comencé a escribir este Diario, una estampita a todo color con la imagen de Jesús en el Huerto de Getsemaní. En su parte trasera hay una oración y el logotipo del Colegio San Agustín, institución educativa donde estudié la primaria.

PAUSA DE ORACIÓN: Pondré la estampita junto al recuerdito de bautizo de Dorian para que lo cuide siempre.

Copiaré el segundo poema-pensamiento.

Linda la gente
que puede sonreír siempre.
Linda la gente
que es agradecida
y sabe agradecer.
Linda la gente
que no siente envidia.
Linda la gente
que ama
y puede expresar su amor.
Linda la gente
que es generosa
y se esmera en dar.
Linda la gente
que quienes le hacen
daño puede perdonar.
Y, más bella aún,
si los puede amar.

Santos Erminy Ymeri
Diciembre 1999

  Realmente es linda la gente que ama y puede expresar su amor. Parecen mensajes dirigidos al centro de mi alma. Linda la gente que quienes le hacen daño puede perdonar/y, más bella aún, si los puede amar.
  Creo que Dios me habla a través de ese díptico. Es su forma de decirme que me escucha y me indica qué debo hacer. El camino a tomar.

MAÑANA:                                                                   
  Una llamada suya reconfortaría mi espíritu herido. Aunque me dijese la verdad más amarga, la perdonaría, aunque no excusaría sus pecados si los cometió.


jueves, 11 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 1).

  Desperté deprimido, cansado y hastiado hasta de mí mismo. Pero tenía que cumplir con la misión que me había propuesto.
  A eso de las 9:30 a.m., luego de engullir (ya no como, sino devoro debido a las cuotas de retraso que le debo al estómago) unas hojuelas de maíz bañadas en una blanca leche, me vestí, tomé el auto y lo enruté hacia casa de Rosalía. El rústico seguía estacionado donde siempre lo vi. De ahí emprendí mi tormentoso recorrido de siempre.
  ¡Qué desespero! Aunque con el desayunó también tragué una tableta de 6 mg. de lexo, pese al sopor y somnolencia del tranquilizante, las laceraciones mentales siguen. No hay pausa.
  Decidido y sin pensarlo más, marqué el número de casa en la esperanza, debido a la hora (más o menos las once y media de la mañana) de que me atendería Elsa. Para mala suerte, atendió Pablito. Enseguida colgué. El niño es tan misterioso como la madre y, de seguro, no me iba a decir nada de lo que quería saber.
  Concluido el primer recorrido, derrotado y con un agotamiento contenido después de tantos días de tormento, regresé a esconder mi pena la cascarita.
  En la tarde, después de almorzar con un pedazo de lechosa que le compré a uno de los tantos camiones de venta ambulante que se estacionan a orilla de la carretera que lleva a la montaña, volví a hacer el mismo giro. ¡Nada!... Nada de nada.
  De regreso pensé: ¡al diablo con todo! “Sea lo que sea, algún día se sabrá la verdad. Por más que me atormente no cambiaré los resultados. Lo que pasó pasó. La única diferencia es que no lo sé y con saberlo no alteraré nada. Lo hecho hecho está. Dejaré todo en manos de Dios y que sea lo que Él disponga”. Trataba, falsamente, de reconfortarme. Aunque mi subconsciente no se tragaba esa ilusoria perorata interior, súbitamente me invadió una tenue de paz y escuché una serena voz que me susurraba al oído: “Volverás con Carolina. Todas tus sospechas carecen de fundamento. Ella te está sometiendo a ese desprecio para darte una lección. Una lección que te haga recapacitar y no ser tan insolente y arrogante cuando las dudas, celos y desconfianza te atrapan en sus redes”.
  Bueno, ojalá sea así. Pero qué lección tan cruel, mucho más utilizando a un inocente niño para castigarme. Esperaré. Dejaré que las cosas discurran sin resistencia y me dejaré arrastrar en la silenciosa incertidumbre… Evitaré, en lo posible, dejarme llevar por los impulsos.
  Esta tarde, a los pocos minutos de haber regresado a la cascarita, Freddy tocó. Venía a arreglar la puerta de la despensa, la cual ayer colocó al revés. Por eso no le cerraba. Puso la parte que debería ir hacia arriba mirando hacia abajo y viendo hacia adentro. Me explico. Como es una tabla rectangular compuesta de tres listones ligeramente barnizados unidos uno contra el otro, por el lado que se le mire es lo mismo. La única diferencia es el lado por dónde tiene que encajar. Si no se orienta en la forma exacta como fueron medidos y cortados los listones antes de unirlos, nunca encajará. No es asunto de nivel, sino de deformidades.
  Freddy traía tres libros debajo del brazo.
  – ¡Cumplí! –dijo complacido de sí mismo al verme asomar por la puerta–. Te traje los libros que te había prometido. Son muy buenos. Este es El cliente, de John Grishan. Me lo leído tres veces –afirmó mientras sus ojos brillaban de satisfacción.
  –Gracias, te lo agradezco mucho –referí con cierto desgano–. La tarde…, el día, está muy cargado –añadí enseguida a fin de disculpar mi falta de ánimo.
  El afirmó al tiempo que me mostraba los otros libros. Uno era de Sergio Dahbar, titulado Sangre, dioses y mudanzas, el cual estaba bastante empolvado, como si nadie jamás lo hubiese leído. O quizás porque el buen Freddy lo estuvo arrastrando consigo desde la mañana y como no tenía donde guardarlo, seguramente lo apoyaba cerca suyo mientras hacía los trabajos de carpintería. El otro, The street lawyer, también de John Grishan, estaba en inglés.
  – ¿Tú debes hablar inglés? –preguntó al mostrármelo.
  Asentí tímidamente con la cabeza. ¡Qué va!... No hablo papas de inglés. Le mentí. No sé porqué lo hice, pero mentí. Quizás fue por vanidad, por la banal presunción que a veces atrapa a todos los seres humanos con “imperfecciones sociales”.

MAÑANA:                                                                   
  ¿Será este díptico, que llegó a mis manos en esta apartada montaña en momentos de tormento y desesperación y entregado junto a un libro por un carpintero (tal como lo fue Jesucristo) un mensaje divino que me envió el Todopoderoso…

miércoles, 10 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte y4).

  A lo largo de todo este Diario, en cada uno de los pensamientos que me abrigan -escritos o no-, intuyo egoísmo en cada una de mis palabras. Un egoísmo de amor -¿carnal?- , un egoísmo que busca, o trata, de reivindicar su amor propio herido. Un egoísmo donde el príncipe es el ego, el yo… “El yo sufro”, parece ser lo único importante. “Me está pasando a mí y debo, tengo la necesidad de una vindicta”… Soy tan egoísta, tan despiadadamente egoísta, que en todo lo que he escrito me he escudado, me he refugiado, como un cobarde, en la premisa de que lo que más me importa, o que me importa mucho, es el amor de Dorian, sus recuerdos, su rostro, su ternura, su afecto. Que tengo necesidad de abrazarlo y de mimarlo. Sí, en verdad es una gran necesidad, una gran falta, y no voy a negarlo. Es una verdad inobjetable, pero no lo imperioso. La verdad es que lo que más inquieta mí alma es Carolina. Su pérdida y su desamor. Es la realidad. La pura y honesta verdad… No más escudos a mi egoísmo.
  Por eso Dios, por ser tan vil cobarde, por haber camuflados mis sentimientos con la imagen de un inocente bebé, castígame aún más. Hazme sufrir por egoísta. Por no ser verdaderamente honesto, claro y sincero. ¡Hunde tu daga en el centro de mi corazón por ser tan ególatra!
  En tus manos estoy. Tú dispones. Quisiera -y Tú, divino Dios, puedes concederme ese milagro- cambiar mis pensamientos por otros más dignos. Dignos de ti y de mí. Pero, con este tormento, en esta desesperación que me tienes sumido, no podré lograrlo solo… Necesito Tú ayuda… Dios sólo Tú puedes. Yo ya no tengo fuerzas… Además, apenas soy menos que un microbio pensante en tu gran universo. Sé que tienes muchos peos que arreglar por el mundo, pero échame una manito a mí también. Eso sí, cuando te desocupes… ¡No!… No te estoy presionado ni manipulando. Sólo te pido, si puedes, que te acuerdes de mí mientras tenga vida.

PAUSA TEOLÓGICA: Dios da su gracia los humildes... El que se humilla será ensalzado…, dice en la Biblia. ¡Qué más humillación pretendes de mí, Dios!

PAUSA EVIDENTE: No me he vuelto loco… ¡aún! Apenas son divagaciones alcohólicas impregnadas de humo, mucho humo y poca comida.

  Son las 10:55 p.m. y estoy escuchando la canción Inolvidable, de Soledad Bravo. Dice así: En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse/Imborrables momentos que siempre guarda el corazón/Porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que pueda olvidarse con un verso de amor/He besado otras bocas buscando nuevas ansiedades y otros brazos me estrechan ardientes llenos de emoción, pero sólo consiguen hacerme recordar los tuyos, que inolvidablemente vivirán en mí/Porque lo que aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que pueda olvidarse con un nuevo amor…
  ¡Te la dedico Carolina!… Todavía no he estado con otra mujer, aunque la idea me ha seducido… No sé tú… No sé si tú puedes decirlo mismo que yo… Creo que no… Creo, pese a mis atormentadas dudas, que sigues siendo honesta. Al menos eso es lo que quiero creer. Quiero mantenerte limpia en mi recuerdo. ¡Qué Dios se apiade de tú alma, si lo hiciste!… ¡Si manchaste mí amor!
  Soy cristiano y te perdonaría…Quizás sí, quizás no. Para ser honesto, no lo sé, ahora estoy confundido. Sólo sé que buscaría dentro de mí alma la forma de concederte ese perdón. Sé que lo lograría, pero eso sí, perderías toda mí estima y únicamente podría verte como simple basura, desecho tóxico de la humanidad… Una criminal del amor… Una asesina de lo más sublime y puro que tiene el ser humano: el amor.

PAUSA NUMÉRICA: Son las 11:19 p.m. Comencé a escribir este Diario en una vieja agenda, donde intercalé varios días entre páginas que ya estaban ocupadas y rayadas. Todo está un poco confuso, pero bastante legible para mí. De la agenda negra (ese es el color de su tapa), pasé a este cuadernillo, el cual sigo numerando (comencé la enumeración en la agenda)… ¡Ajá!... ¡Listo! Estoy escribiendo en la página 489 del manuscrito. Lo número para no confundirme, para no perderme en este mar de garabatos y letras. Este desesperado Diario podría abultarse y seguir abultándose, siempre y cuando tenga fuerza para seguir escribiendo o… dure mí vida.

  Son la 1:05 a.m. del día 6 de septiembre. Estoy cansado y borracho, pero no tengo sueño. Trataré de dormir por mí mismo. Tengo en el cuerpo una botella de gin pero no ha podido apaciguar mí desesperación. Aunque no quisiera, si no logro conciliar sueño, recurriré a una fulldosis de lexo. Aguantaré. Trataré de hacerlo sin esa ayuda.
  Ah, mañana… Si hay un mañana y me acuerdo, asentaré en el Diario un sueño, precario y lastimoso que tuve anoche (¿o anteanoche?) con la imagen de Carolina donde ella fungía de modelo desnuda de unos aprendices de pintores. Había caído en desgracia económica y ese era el único trabajo que pudo conseguir para poder lograr su sustento diario. Luego anotaré todo el sueño… De las burlas de esos aprendices al ver su cuerpo… No sé si recordaré escribirlo porque no me releo y el anotar el día a día me hace olvidar el que pasó… Es mí catarsis. Es lo que me hace seguir adelante y soportar el tormento.
  Mi mano, la izquierda, está como siempre, entumecida. Mi mente adormecida por el alcohol. Debo dejar de escribir ahora. El dolor de los dedos es bestial. No sé porque sigo, porque insisto…

MAÑANA:                                                                   
  De regreso pensé: ¡al diablo con todo! “Sea lo que sea, algún día se sabrá la verdad. Por más que me atormente no cambiaré los resultados.

martes, 9 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 3).

  En mi mente fluye como lava de volcán una insidiosa interrogante, una pregunta que me hizo Carolina un día, mientras yo manejaba su camioneta. No recuerdo dónde íbamos. Ella estaba sentada a mí lado, muy callada, y de pronto abrió la boca y lanzó: “¿A los hombres casados se le marca la señal del aro en el dedo? Restando importancia a tan extraña pregunta, más en aquel momento, unos dos meses atrás, cuando aparentemente todo estaba bien entre nosotros, le contesté: “Depende. A mí se me marca porque está muy ajustado. Otros lo llevan muy holgado y eso no deja marca, más si se lo quitan al salir de casa, como hacen algunos que conozco”. Y ella respondió. “Ah, por eso en las reuniones de la compañía veo que mientras charlamos uno de los Trazolari (uno de sus socios en otra empresa) juega mucho con el (aro) y después se lo saca y mete en el bolsillo de la chaqueta”. Extrañado, le respondí. “¡No sé!... No sé porqué lo hace”. Así terminó aquella trivial indagación. Luego hablamos de otras cosas y el asunto del aro quedó atrás, muy atrás, en los recuerdos.
  Pero… Pero ahora esa pregunta, tonta e inocente en su momento, asalta mi mente y apuñala mi corazón… ¿Por qué me hizo esa pregunta? ¿Cuál era su verdadero interés? ¿Qué quería averiguar? Sé bien que a ella le aterran los casanovas, los donjuanes casados… Bueno, eso es lo que decía… ¿Estaría, en aquel entonces, viéndose a escondidas con alguien y aunque éste le juraba su soltería ella sospechaba que estuviese casado?... ¡Coño!... Tener el descaro y la audacia de preguntar, de interrogar a su propio esposo, sobre la duda que le embargaba. ¿Será posible tanta desfachatez y crueldad?... ¿Será posible? ¿De ahí saldría el calificativo de “viejo” que me escupía a la cara durante los últimos días juntos?... ¡Sí! Su amante debe ser joven o más joven que yo. Por eso lo de “viejo”… Ahora comprendo… Pero qué cosa. Cuando nos casamos ella bien sabía que le llevaba diecisiete años… ¿Será todo esto, todo lo que he apuntado en el Diario elucubraciones de una mente enferma o la perversa realidad?… El tiempo… El implacable tiempo esclarecerá esta y todas las demás interrogantes que me atormentan… Pero cuándo, cuánto tiempo tendré que esperar para salir de esta borrascosa pesadilla.
  Ah, qué angustia, pero no puedo dejar de pensar. Mi mente parece divertirse abonando con martirio y desesperación cada pensamiento... Esta tarde… Ah, esta tarde, qué dolor, cuántas palpitaciones tamborearon mi corazón cuando escuché su voz mientras sostenía, supongo yo, el auricular adherido al oído de Dorian. La percibí alegre, dicharachera y feliz, cuando ella, normalmente, es todo lo contrario: taciturna, deprimida, amargada y frustrada. ¿Estaba feliz por su nuevo affaire y por haberse deshecho de mí?
  Dios, ¿por qué me envuelve tanta oscuridad?... ¡Dame de una vez la estocada, perfórame con la verdad… ¡Quiero vivir!… ¡Necesito revivir!... Por favor, hazlo… Necesito saber a qué atenerme para reiniciar, si Tú suprema voluntad así lo desea, una nueva vida. Pero, con este tormento que me aplasta es imposible dar un paso más.
  Hazme saber si tiene a otro y ya no me quiere. De esa forma, aunque mí sufrimiento sea mayor, o muera, podré intentar olvidar e iniciar el camino que Tú indiques. Pero, Dios, te lo ruego, acaba con esta cruel incertidumbre. No sigas lacerando mí cerebro… ¡Dame paz!

MAÑANA:                                                                               
   ¡Te la dedico Carolina!… Todavía no he estado con otra mujer, aunque la idea me ha seducido… No sé tú… No sé si tú puedes decirlo mismo que yo… Creo que no…

lunes, 8 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 2).

  A partir de ese momento todo fue un flujo de venenosas interrogantes. “¿El rústico estará todavía en casa de Rosalía o se lo llevaron?”. Esa conexión, el regreso de Carolina y no verlo más en el estacionamiento, tal como lo había visto los días precedentes, camuflado debajo de una lona blanca, me hacía presumir lo peor y que mí primera deducción era la acertada, pero antes tenía que comprobar si todavía seguía en el lugar.

PAUSA RÁPIDA. Mudo, hasta casi el final de esta libreta, el recuerdito de Dorian y sus papelitos acompañantes.

  El camino se hizo interminable. Otro sorbo de gin, luego otro. Al fin llegué al El Madrigal, donde quedaba mi antiguo hogar. Atisbé de lejos. Evidentemente se percibían signos de vida en su interior. El cortinaje estaba descorrido, pero no había luz, ni sombras moviéndose en su interior. Tal vez habían salido. “Regresaré más tarde”, me dije. “Más tarde, cuando caiga la noche. Por ahora iré hacia casa de Rosalía. Debo corroborar si el rústico sigue aparcado allí”.
  Mientras conducía la respiración se me trancaba. Quería bostezar y se me hacía imposible. Sorbos y más sorbos de gin. El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa. Entre los sorbos de gin fumaba un cigarrillo tras otro. No había pausa, sino intervalos. A ratos mis ojos se dirigían hacia la cajetilla semivacía que había tirado en el asiento delantero, a mi lado, junto al pequeño grabador y el celular. Rezaba porque no se acabasen todavía. Busqué en la guantera caramelos, los cuales siempre llevo conmigo, pero nada. Se habían terminado.
  Seguí atropelladamente la ruta hacia la residencia de Rosalía. De repente sentí un hormigueo en la parte frontal derecha de la cabeza. “¡Nada -me dije- viene un derrame!”. Otro sorbo. Otro mar de infernales pensamientos, pero al fin llegué. El rústico seguía allí. Al sobrepasar el portón de entrada, orillé el auto y volví a llamar a casa. Nadie atendió. Automáticamente se disparó la contestadora. Repetí la acción y lo mismo. Mis deducciones tenían fundamento. Pablito llegó, pero no Carolina.
  El cuarto de litro de gin de la carterita estaba casi feneciendo, no así la perturbación. Decidí, ya que estaba cerca, ir al supermercado a comprar más ginebra, dos botellas, y ración similar de cigarrillos.
  Al verme caminar con una botella de gin en cada mano hacia la caja rápida para pagar, algunas personas que estaban en el supermercado notaron la desesperación que llevaba tatuada en el rostro. Hasta la cajera hizo chistes con el muchacho empaquetador al notar la fuerza con la que aferraba los dos litros de veneno. “Tú también tomas eso. Te vas a alcoholizar”, le dijo dirigiéndole una esquiva mirada. Yo no hice caso. Sin pestañear, impasible como una estatua me quedé frente a la caja.
  Tomé el cambio, abracé la bolsa con las dos botellas contra el cuerpo y sosegado caminé hacia donde había aparcado el auto. “Al menos esto adormecerá el dolor”, pensé. Una vez en el auto enfilé otra vez hacia la casa de Rosalía. Mi atormentada mente me repetía: “En el aeropuerto tomaron un taxi y después que dejó a Carolina volvió a recoger el auto”. Pero cuando pasé frente a la residencia esas elucubraciones se esfumaron. El rústico seguía allí. Nadie lo había movido. Estaba como siempre lo había visto. Quizás la estrategia fue otra, pensé. Regresaré mañana.
  Traté de apaciguarme pero el tormento no lo permitía. “Anda otra vez a casa de Carolina”, escuche que me susurraba la impaciencia, y así lo hice. Quería ver luces, algún movimiento. En la ruta volví a marcar el número de casa y esperé. De pronto del otro lado apareció la voz de Dorian. De mis ojos brotaron lágrimas, aunque, no sé porqué, con voz fingida sólo atinaba a decir: “¡Alo!... ¡Aló!... ¿Quién habla?... Oiga… ¡Aló!...”, mientras del otro lado de la línea escuchaba a mí bebé con su verborrea ininteligible: “… ¡Eh!... Ba… Ba…Bo… Bu…” y cosas por el estilo. Mientras mis lágrimas descorrían por el rostro y por los movimientos algunas rebotaban sobre el volante, en el fondo oí la voz de Carolina y otra mujer, presumiblemente Elsa, la nana. Tranqué feliz y alocado la tapa del celular. Me sentí satisfecho, aunque también afligido y desesperado. Carolina, ella y nadie más, sabía que quien estuvo llamando insistentemente toda la tarde era yo. Por eso puso a Dorian al teléfono, para que “hablase” conmigo, para que escuchara su voz, y me quedase, de una vez por todas, tranquilo… Que dejase de llamar.
  Una opaca felicidad bañó mí cuerpo.
  Estaban en casa y también Elsa… ¿Elsa?... Las dudas volvieron a asaltarme. La paz fue momentánea. ¿Y si la otra mujer que escuché que hablaba con Carolina no era Elsa, sino el supuesto otro servicio que ella contrató? ¿Una mujer que desconocía su vida y de mí existencia? Carolina amenazó con decirle a todo el que le preguntase que ella era viuda. Que el papá de Dorian había muerto. Entonces su plan, concebido antes de marcharse, resultó perfecto para ocultar su adulterio... Mañana averiguaré si Elsa todavía trabaja en la casa. Si acompañó a Carolina, o si la que ahora está con ella es otro servicio.

MAÑANA:                                                                              
  Depende. A mí se me marca porque está muy ajustado. Otros lo llevan muy holgado…

domingo, 7 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 1).


  Son las 8 p.m. Acabo de regresar del tour de la angustia. Fue tanta la intranquilidad y el tormento que creí que me iba a infartar. Que no saldría vivo del tour.
  Toda la tarde tuve un presentimiento, tan vívido que a ratos cortaba mi respiración. Inquieto, fumaba un cigarrillo tras otro sin saber porqué y qué estaba pasando en mi cuerpo y cerebro. Caminaba de un lado a otro de la cascarita y siquiera podía salir e irme a algún lugar distante a tomar un poco de aire porque Freddy, el ayudante de carpintería de Joaquín, pasó parte de la mañana instalando una portezuela y pegando unas repisas que faltaban en el interior de la despensa que está debajo de la hornilla de la cocina.
  Como llegó la hora del almuerzo se fue y regresó a las dos de la tarde a fin de concluir lo que había empezado.
  Freddy es inquieto y hablador. Como tenía puesta música clásica en la radio, comenzó una cháchara intelectualoide. Habló de todos los libros que había leído y de su experiencia como camarógrafo. No paraba mientras ponía clavo, tras clavo y trataba de cuadrar la puertezuela en su lugar. Aunque la charla era amena, mi mente estaba en otro lado y comencé a inquietarme. Quería salir e indagar sobre mi presentimiento: el regreso de Carolina a la ciudad. Hasta le serví de ayudante para que se apurara y terminase de una vez por todas con lo que había venido a hacer.
  ¡Al fin!... De repente dijo que había terminado y que volvería en la mañana para rematar los detalles. Antes de irse le regalé unas camisas que ya no usaba. Se fue agradecido y prometió que al día siguiente traería unos libros para que los leyese. Se despidió amablemente.
  Apenas lo vi subir la cuesta corrí a la ducha. Me aseé lo más rápido que pude, aunque estaba bastante sucio y sudado, porque mientras Freddy hacía lo suyo y no requería de ayuda, me puse a limpiar el traje negro de shantú en seda que se había vuelto blanco del moho que se le adhirió. Lo mismo hice con tres lienzos de mí última colección que, pese a la limpieza, creo que no tienen remedio. La parte de atrás de las telas están salpicadas de hongos y manchas verdosas producto de la humedad. No se las pude quitar por más que lo intenté. Bueno, al menos eliminé lo grueso. Después de limpiarlas la asoleé. Hoy el día está hermoso. Dios le concedió un poco de luz a esta mohosa montaña.
  Terminé de bañarme a eso de las cuatro y tanto de la tarde. Me vestí apresurado y salí en el auto. Corría y pensaba como un desesperado. O, era al revés: pensaba como un desesperado y corría. No lo recuerdo. En el cruce de Gavilán hacia Oripoto instintivamente marqué el 9613056, el número de casa, el mismo que con desesperada insistencia estuve marcando todos estos últimos días y hoy más que nunca.
  ¡Bingo!... Me atendió Pablito, el primer hijo de Carolina. Oí su voz: “¡Hola, quién es!”. Sin saber porqué, quizás por lo inesperado y la impresión, cerré la llamada. Enseguida me sobrevino una fuerte taquicardia salpicada de una mortal y negra angustia. En la vía me topé con un grupo de mongólicos automovilistas que se desplazan como tortugas debido a un repentino y fugaz chaparrón. Impaciente, comencé a adelantarlos con febril locura. Saqué del portaguantes la carterita repleta de un cuarto de litro de gin que siempre guardo allí para cualquier “emergencia” y, bajo la presunción de que iba “descubrir algo” que aniquilaría mi ser, nervioso comencé a beber sorbos de la relajante bebida. Mientras conducía centenares de interrogantes surcaron como relámpagos mi mente. “¿Será qué Pablito regresó del viaje con su padre y subió al pent house a buscar ropa o algo que le hacía falta y después se irá otra vez porque Carolina sigue en Aruba? Sí, así debe ser, ya que Carolina ante de partir e impregnarme de insultos y maldiciones, dijo que regresaría el 8 de septiembre”, respondió mi mente tratando de descifrar el enigma.
  Al rato mi parte lógica y pensante se recriminó: “¡Qué tonto fui! Porqué no lo saludé e interrogué para saber de Carolina”.

MAÑAÑA:                                                                              
  El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa.