martes, 16 de noviembre de 2010

7 de septiembre (Parte 1).

MI EPITAFIO
  Son las 4.18 p.m. He pasado todo el día triste y muy deprimido. Me estoy tomando unos tragos para soportar el dolor. Hace apenas un minuto estuve a punto de estallar en llanto, pero nada. Escasamente se me humedecieron los ojos. Por eso decidí escribir mí epitafio en la parte trasera de una de mis viejas tarjetas de presentación y pegarla con cinta plástica en el centro de la agenda negra, donde comencé a escribir este Diario.

PAUSA DE TRABAJO: Freddy acaba de tocar la puerta para poner uno de los últimos travesaños de la despensa. Está agachado, a mi derecha, cerca del fregadero, luchando con la tabla, ya que no le cuadra. Aquí, debido a la humedad todo se dilata y deforma con rapidez increíble. Acaba de salir para serrucharle un pedazo que le “sobra”. Pronto volverá. De momento suspenderé este tormentoso diálogo interior. Cuando Freddy termine y se vaya, volveré a tomar la pluma.
  Ya concluyó. Son las 4:33 p.m. El pobre Freddy es un verdadero desastre como carpintero. La tabla quedó tan mal hecha y descuadrada, que no pude evitar reírme y hacerle las observaciones pertinentes antes de que se marchase.
  –Bueno, traté de hacer una gracia y me salió un despelote –reconoció sonreído.
  Nos volvimos a sonreír al contemplar el entuerto, pero ni modo. El mal ya estaba hecho. Nos despedidos y se fue no sin antes comunicarme que volvería en la mañana para fijarle los tornillos.
  El epitafio que estaba escribiendo antes de llegar Freddy, dice así: “En caso de que algo me suceda (muerte), entregar esta agenda y otros cuadernos con mis notas del Diario de un Desesperado a… (Nombre reservado hasta para esta trascripción) para que lo ordene y edite. Es mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida”. Después del punto final y del cierre de las comillas puesto ahora, puse, en punto y aparte y abajo a la derecha, mi firma autografiada y la fecha: 7.9 00.

MAÑANA:                                                                    
  Muchos, a sus espaldas, le decían “aliento del diablo”. No obstante, yo creo que eso no es todo, ese sólo es el camuflaje de la verdad.

lunes, 15 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte y5).

  La otra noche le regalé a Fernando, mí vecino de la cascarita Nº 19, una oración que escribí cuando viví otros tiempos turbulentos. Antes la imprimía por cientos en la computadora, las mandaba a plastificar tamaño carnet y las regalaba, junto a una pequeña medallita de la Virgen de la Milagrosa que compraba en la Librerías Paulinas, a amigos o a quien creía que la apreciaría o podría serle espiritualmente útil. En la cartera todavía tengo una diez de ellas. Voy a buscar una para transcribirla. (Pausa…)
  Aquí estoy otra vez. La titulé ORACIÓN PARA MITIGAR LAS ANGUSTIAS y dice así: Nada me perturba. Nada me molesta. Nada inquieta mi alma y corazón. A nada le temo. Soy muy positivo. Tengo fe en Dios y en el Espíritu Santo, así como en todos los santos, quienes siempre están conmigo. Tengo buena salud y soy fuerte como un toro. Ninguna enfermedad está en mí y tampoco me podrá atacar. ¡Dios es mi guía! ¡Dios es mi fe! Yo estoy con Dios y Él me protege contra todo mal, sea físico, mental o espiritual.

Amén

Leonardo Vento

  Siempre que me abatía el pesar o sospechaba que me devendría un ataque de angustia, sacaba una copia de la cartera y la leía mentalmente una y otra vez hasta que la ansiedad cesaba.
  Es muy poderosa y le tengo mucha fe. Fue inspirada por el Altísimo. Recuerdo que una vez que iba en el auto hacia un lugar determinado que no vale la pena comentar ahora, súbitamente me dio un ataque de muerte. Me hiperventilé y en cuestión de segundos comencé a sudar copiosamente pese a que tenía el aire acondicionado a frío máximo. Sentí que el corazón quería salirse despavorido de mi pecho. Me asusté mucho, muchísimo. Creí que iba a morir. Temblaba y no sabía qué hacer. Pese a ello, le robé un poco de calma a mí angustia y comencé a rezarla. Con fe, miedo, nerviosismo y bastante atropelladamente la repetía de memoria una y otra vez. Primero mentalmente, luego de viva voz. Nadie escuchaba lo que decía (me refiero a los otros conductores que iban por el mismo canal que yo), ya que tenía los vidrios del auto subidos. Esa repetición constante de la oración, mi oración, evitó un fatal desenlace, una muerte súbita. Desde ese entonces, aunque no ahora, siempre que tenía un ataque de pánico la rezaba. Toda mi familia, amigos y mucha gente tienen una copia de ella. A mí, en su momento y cuando lo necesité, me ayudó mucho. Tanto, que me devolvió a la serena vida. Ahora, durante el martirio que vivo, me ayuda la sabia Biblia y otras lecturas, aunque nunca me desprendo de una copia de la oración.
  A Fernando le gustó tanto, que dijo que haría copias y las distribuiría entre sus amistades. No sé si esa oración consiste en una herejía o sacrilegio, pero la escribí imbuido de una gran fe y amor hacia Dios e invocando su divina protección cuando un día comenzaron a invadirme los ataques de angustia.
  La noche se alarga, se extiende como si fuese plastilina negra sobre la montaña y, lentamente, se aleja. Mientras, como hembra pura y limpia que va al encuentro de su gran amor, la madrugada se despoja de su vestido de raso negro y con mirada de luz, mimosa avanza hacia el nuevo día. Yo bostezo. Danger ladra porque acaban de llegar Antonello y Luna con unos “invitados” desconocidos para su sensible olfato canino. Habrá fiesta en la cascarita 17. Sigo escribiendo al son la música de la radio. Escucho muchas canciones que cantan las penas del amor. Esas de despecho. Pero no me afectan, al menos ahora… Ahora tengo paz. ¿Será que estoy curado?... ¿Qué mi dolor de amor al fin se ha acabado?
  No sé. Esperaré mañana. Esperaré ver qué me depara el mañana. Me muevo en el borde del venenoso filo de la incertidumbre. Eso me inquieta, claro está, pero estoy acostumbrándome a dejarme llevar por ella, aunque en ocasiones me le resisto con furia. “¡Qué pérdida de energía!”, me recrimino a veces, pero mí dolor es más fuerte que mi razón. La domina. De tal forma, que a veces me convenzo, me “autoconvenzo”, que yo soy el dolor hecho hombre… Todo resiste, todo tiene fuerza aún. Mi mente, mi cuerpo y mi espíritu. Espero que siga así. Es la fórmula para renacer, para volver a la vida y alcanzar mi tan añorada, pero no conocida, felicidad.
  Son la 3:00 a.m. Estoy tentado en llamar a la casa y meterme, como vil “ladrón”, en la casilla de mensajes telefónicos. A esta hora nadie tomará el teléfono. Carolina debe estar profunda ya que antes de irse a dormir ingiere una “bomba” de somníferos de alto voltaje. Pablito tiene un sueño muy pesado. Despierta tan temprano para ir al colegio, que comienza a cabecear a eso de las ocho y media de la noche. El servicio, si es la señora Elsa, aunque tiene el sueño liviano no se moverá a tomarlo si escucha el timbre a esta hora de la madrugada…
  ¡Decidido! Lo voy a hacer. Si hay algo que contar, lo anotaré en el Diario. (Pausa…).
  No hubo nada. ¡Cero mensajes grabados o guardados! Será hasta mañana (¡hoy! Más tarde), querido Diario.
  Voy a seguir tomando, fumando y escuchar música hasta que el sueño y el cansancio me arrojen sobre la cama.

MAÑANA:                                                                               
MI EPITAFIO
…mi última voluntad y que nadie se atreva a leerlo al ser encontrado porque lo atormentaré todas las noches mientras tenga vida.

domingo, 14 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 4).

  Mi pretensiones iniciales al escribir el Diario nunca fueron literarias. Era una manera de desahogar mi pena. Un ejercicio para no pensar y, al mismo tiempo, pensar. Era dejar correr mí mano hacia el sufrimiento. Revolcarme en el con sinceridad para que alguien, alguna vez (más que todo mis hijos porque por ellos comencé a escribirlo) supiesen que el dolor me mató, que el pesar pudo, al fin, acabar con mí paz y mí vida. Que no sólo fui un tonto deprimido, sino un tonto que murió por amor.
  Esa era mi intención inicial. Ahora le tomé el gusto. Ahora, con todas sus benditas imprecisiones y vaguedades -todas verdaderas y sinceras-, trato, pese a mí dolor, buscarle un sentido literario a este Diario de un Desesperado.
  Me turba el miedo, el temor de que caiga en malas manos. En manos inadecuadas. De que alguien se entere de esta intimidad tan desesperante. Que mis notas sean leídas sin que pueda hacerle cambios, sin que pueda reemplazar todos los nombres verdaderos por otros ficticios, que nunca semejen a los auténticos, al menos en algunos casos. Me aterra esa idea, como la de que nunca nadie sepa, se entere, del verdadero del motivo de mí tormento.
  Juego a escribir y eso calma un poco el dolor que me causa esa corona de espinas que abrasa mi corazón. No sólo lo abrasa sino también lo abraza, como amante de sangre, y lo hiere.
  Sé que resistiré y renaceré. ¡Dios me protege con su bondad infinita! pero, ¿estaré haciendo lo correcto? ¿Estoy fallándole a los principios divinos?
  ¿Estos es amor u odio? No soy un fabricante de ideas, sino un desesperado que plasma su dolor sobre papel.
  La primera epístola de san Pablo a Los corintios habla de amor y dice: El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido (¿Lo estaré haciendo yo?), no busca lo suyo (¿Estaré yo buscando lo mío?), no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad (¿Y está es la verdad? Quizás la mía, nada más. ¿Pero es la verdad o sólo la verdad mía y la verdadera verdad es otra?) . Todo lo sufre, todo lo cree (¡Ahí estoy yo!), todo lo espera (¿La muerte, una nueva vida, la felicidad y la paz?), todo lo soporta (¿Hasta cuándo y por cuánto tiempo?).
  Dudas, siempre las dudas. ¿Será que mí fe, y la esperanza de nuevos tiempos después de la turbulencia, me ha abandonado? Era tan feliz, siempre risueño y positivo, ¿por qué ahora me embarga tan sufrida tristeza y melancolía?
  Dios, Tú, el misericordioso, sabes la respuesta. ¡Quema mí alma, envíala al infierno, si todo lo que he escrito no corresponde a la verdad, a mi sincero y real tormento! ¡Guíame y sigue guiando mis manos, pera paralízalas si falto a la verdad!
 ¿Estoy cuerdo o rayo en la locura?... ¿Estaré quizás desvariando y haciendo uso de Tú santo nombre en el pecado?
  ¡Dame una señal o paralízame a fin de no concluir este Diario!
  Son largos cuarenta días, los mismos que Tú, Señor, pasaste en el desierto. Yo estoy en una montaña, un desierto de árboles, de hojas y sufrimientos, dos mil años después. ¿Tendrá algún sentido ésta coincidencia?...
  ¡No!... No he cumplido aún los cuarenta días. Por la hora y el día que señala el celular, son treinta y ocho. Me faltan dos días, y ¿luego qué?
  En este instante, más que a Carolina, quiero ver, abrazar, besar y mimar a Dorian. Al principio lo había utilizado como “escudo”, como excusa cobarde y egoísta debido al resentimiento (¿amor?) hacia Carolina, pero ahora, que lo sé en Caracas, mi corazón siente la imperiosa necesidad de verlo. No me conformo con la foto del portarretrato, quiero verlo en carne y huesos.
  ¡Coño!, necesito abrazarlo más que a nadie, más que a su madre, a quien presumo amar tanto. ¿Será amor el qué le abrigo o, por el contrario, la veo, la necesito como mi puntal hacia la seguridad y estabilidad económica en estos momentos tan tormentosos y críticos?... ¿La amo?... ¿Verdaderamente la amo o todo es pasión carnal? ¿Son los placeres de la carne o las delicias de los sentimientos los que me unen a ella?... ¡Oh, bendita alucinación de los sentidos!... ¡Qué confusión! Lo único que no es objeto, sino fin de tal confusión, es Dorian. Mi amor por él… Lo demás puede ser lo demás. Cosas sin sentido que turban y enloquecen mi desesperado espíritu.
  ¡Venceré! Venceré mí desesperación. Me humillaré ante ella y le ganaré la batalla.
  El otro día, en mi recorrido desesperado leí y memoricé el letrero de una valla que promociona una conocida marca de whisky. Es un proverbio chino y dice. No temas ir despacio, sólo teme quedarte parado. Y yo no estoy inerte. Voy despacio, pero nunca me encerraré en una abulia, ni física, mental o espiritual.

MAÑANA:                                                                    
  Me muevo en el borde del venenoso filo de la incertidumbre. Eso me inquieta, claro está, pero estoy acostumbrándome a dejarme llevar por ella, aunque en ocasiones me le resisto con furia. “¡Qué pérdida de energía!”…

sábado, 13 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 3).

  Aunque este Diario está cargado de odiosas verdades. Hirientes y, aparentemente, destructivas y malévolas hacia Carolina, la mujer objeto de mí pena y sufrimiento, no por ello la odio… No sé odiar... y sé perdonar. Yo la amo todavía. Una llamada suya reconfortaría mi espíritu herido. Aunque me dijese la verdad más amarga, la perdonaría, aunque no excusaría sus pecados si los cometió. Mi opinión, a pesar del perdón, seguiría siendo la misma, aunque yo también haya fallado en la relación. Mis pecados fueron veniales y todo inducidos por los celos y las dudas que me creó sus misteriosa personalidad.
  La perdono, Dios, pero por favor, sácame de esta incertidumbre, como recomienda san Agustín, para, con valentía, poder empezar una nueva vida.
  Son las 8:58 p.m. y no hay llamadas de ella, siquiera para ponerme a Dorian al teléfono. Gracias a Dios que mi pequeño y adorado bebé no tiene conciencia de lo que está sucediendo y por lo que estoy pasando. Tan pequeño, tan indefenso. Tan tierno y dulce, que sería verdaderamente criminal que tuviese conciencia del sufrimiento de su padre… De su madre no creo. Lo dudo bastante, porque con su indiferente crueldad está demostrando todo lo contrario, tanto hacia mí como al bebé.
  Son las 9:21 p.m. he bebido poco pero si he fumado bastante. No sé si en lo que queda de noche seguiré así. Tengo buena provisión de ambas cosas.
  Hoy suspendí uno de los colirios que me recetó la oftalmóloga. Creo que en vez de mejorar me está empeorando. Seguiré sólo con el que mandó ponerme cada doce horas por doce días seguidos y el ungüento de terramicina, el cual debo aplicarme antes de dormir. Mis ojos siguen llorosos aunque esa doctora afirma que ya no tengo ni conjuntivitis ni queratitis. ¡Coño, qué brutos son algunos médicos! Ni que esta vaina de los ojos fuese una enfermedad rara o desconocida para que no puedan dar con un diagnóstico preciso y contundente. Es un simple lagrimeo y nada más. ¡Pero cómo jode!
  Mi cama todavía está desarreglada. Llevo treinta y siete días en la montaña y las sábanas aún están limpias e impecables. Todavía no pienso mandarlas a lavar, no por dinero, porque la lavandera de por aquí cobra sólo “lo que usted quiera darme”. Tampoco por antihigiénico, sino porque no tengo otro cambio y con los temporales que están cayendo por aquí, los trapos duran, a veces, hasta dos días para secarse. Lo que sí yo mismo he lavado, son las fundas de la almohada, ya que con el juego de sábanas que compré venían dos y, como estoy solo, uso una nada más y las voy reemplazando. Mientras lavo una y espero a que seque, uso la otra y así viceversa. La primera la lavé al día siguiente de la caída por el barranco, debido a que, por las heridas frescas, amaneció manchada de sangre y ese tipo de manchas, si se dejan mucho tiempo, no hay detergente inventado hasta ahora que las borre.
  Mis dedos vuelven a entumecerse. Últimamente me pasa con mucha frecuencia. Sobre la cama me espera mudo y silencioso el libro Sangre, dioses y mudanzas, de Sergio Dahbar . Me intriga el título y nunca he leído nada de ese autor. Voy a ver de qué se trata y se me gusta, lo leeré hasta quedarme dormido.
  Son las 10:22 p.m. Vuelvo a lo mío. No quiero perder tiempo leyendo esa “obra”, ese libraco escrito por Dahbar, un periodista argentino -lo sé porque leí la síntesis “biográfica” que está en la solapa-, que reside en Venezuela desde 1974. Más que nada, la “obra” consiste en una sucesión desordenada de pequeños y tristes artículos sin ninguna ilación, con comentarios de prensa anexos, los cuales para mí no tienen ningún valor literario. Es un empaste sin sentido y sin razón y eso que ganó, aquí en Venezuela, el Premio Hogueras 1989. En el mismo libro leí el fallo del jurado y los nombres de sus integrantes, y me dio risa. En este país la cultura está mediatizada y tasada. Mejor dicho, totalmente secuestrada. ¡Esos malditos intereses y tráfico de influencias! Realmente no perciben o no les interesa el daño que le hacen al decoroso desarrollo de nuestras letras. Realmente entristece. Es una desconsolada realidad. Aquí se compra todo. Nuestra cultura está corrompida y manipulada por mercenarios de las letras. Lo único bueno, a mi humilde parecer, es el título del libraco y la cita de Sarmiento, verdaderamente genial, que Dahbar escogió para reproducirla en la página siete de su “obra” (¿una forma de justificar tan desaguisado librito?).
  La cita de Sarmiento es verdaderamente hermosa. Propia de un verdadero escritor y buen estadista. Y, como a mí me viene al pelo, debido a las incorrecciones, repeticiones, grandes fallas de construcción en este Diario (estoy consciente de que las hay, y muchas) que nunca releo, aunque me he propuesto hacerlo algún día, me permito reproducirla.
  En su tiempo y en forma simple, clara y sincera, Sarmiento sentenció: Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que se os antoje (que es mí caso). Que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta (el caso de Dahbar), será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilazo; no se parecerá a lo de nadie; pero bueno o malo, será nuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza.

MAÑANA:                                                                   
¿Estoy fallándole a los principios divinos? ¿Estos es amor u odio? No soy un fabricante de ideas, sino un desesperado que plasma su dolor sobre papel.

viernes, 12 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 2).

  Ahora, en el instante que estoy escribiendo esto, tengo los libros desplegados sobre mi tablón de trabajo. Abro la tapa de la novela de Grishan y en su primera página encontré un díptico impreso en papel Fabbiano y conservado en forma impecable. Leo su primera página y me asombra. Por eso lo voy a transcribir en el Diario. El texto, muy corto, dice: “En la tarde de la vida te examinarán en el amor”. Abajo, a manera de firma S. (¿san?) Juan de la Cruz. Lo abro y en su… (PAUSA INTERIOR: Se acabó la tinta del bolígrafo. Buscó otro.) parte interior el díptico tiene dos poemas-pensamientos. Uno es de san Agustín y, a la izquierda el otro, que a su pie firma, en letra de imprenta, Santos Erminy Ymery y la fecha: diciembre de 1999. Los leeré inmediatamente… (Pausa).
  Ya los leí. Me emocionaron… Ambos poemas me emocionaron. Tanto, que me serviré mi primer gin y los copiaré en el Diario. Pero, además de eso, los reflexionaré, pensaré y llevaré siempre instalados en el departamento de cosas útiles y preciosas de mi cerebro.
  Mientras sostengo el papel en mis manos reflexiono e interrogó interiormente: ¿Será este díptico, que llegó a mis manos en esta apartada montaña en momentos de tormento y desesperación y entregado junto a un libro por un carpintero (tal como lo fue Jesucristo) un mensaje divino que me envió el Todopoderoso a través de Freddy, quien hace apenas tres días llegó a la zona con el propósito de ayudar a Joaquín? ¿Será, pese a su hablar tosco, un arcángel moderno enviado por Dios? Y el tres… Llegó hace tres días… El tres es sagrado. A las tres de la tarde murió Cristo y tenía 33 años cuando fue crucificado… El tres es mágico… ¡Es divino!
  Una vez con Antonello me pasó lo mismo. Percibí esa misma sensación. Fue a la semana de haberme prestado el libro En la intimidad con Dios. Recuerdo que fue una tarde. Él iba saliendo hacia El Saltillo. Sé dónde iba porque me lo dijo cuando se ofreció en traerme del pueblo lo que necesitase.
  Ese día estaba encerrado en mis cavilaciones, tal como siempre. De pronto tocaron la puerta de la cascarita. Era Antonello. Al abrirla nos topamos cara a cara. Sus ojos, brillantes, estaban circundados por una aureola rojiza. Al principio creí que eran ojeras. Que el pobre, a quien percibo sufrir mucho, tenía días de mal dormir. Pero mientras pensaba eso, lo vislumbré, lo asemejé al Arcángel san Gabriel. Mi estupor fue grande. Sentí algo divino recorrer mi cuerpo. Era él, el que estaba frente a mi era el Arcángel san Gabriel. Había visto muchas estampitas del santo, ya que Carolina es su devota y lo tiene por toda la casa. Esa sensación duró microsegundos, pero fue real y tan vívida que no sé como describirla. ¡Lo vi!... Era el Arcángel y no otra persona… En esos microsegundos no era Antonello sino san Gabriel con aureola y todo, ya que aprecié su resplandor tras la cabeza. Quizás pudo ser por efecto de la luz que se proyectó detrás del cuerpo de Antonello al abrir la puerta, pero la luz estaba allí… Yo no estoy loco y tampoco veo visiones… Nunca he visto una.
  Enseguida se lo comenté a Antonello. Le dije que por instantes se me pareció al Arcángel san Gabriel. Se sonrío y dijo: “Eso es lo único que me faltaba… ¡Yo un arcángel!”.
  ¿Pero por qué tuve que relacionar al arcángel con Antonello? ¿Qué prodigio o misterio encierra este lugar, al que bauticé como La montaña de los desesperados? ¿Por qué todos los moradores de la montaña que he conocido hasta ahora respiran desespero por cada uno de sus poros? Hasta Fernando, con su corpulencia y casi dos metros de estatura, a quien creía el más fuerte de todos, arrastra un gran tormento interior, además de graves problema con su mujer. El mismo me lo contó sin preguntarle. Fue el lunes pasado, creo. Él se había quedado en la montaña porque iban a hacerle unos arreglos a su cabaña (todas tienen muchos detalles sin terminar). Esa mañana me contó muchos atormentantes pasajes de su vida y el mal momento que estaba pasando con Sonia. Incluso me mostró la carta que le estaba escribiendo, la cual me negué a leer. A esa hora de la mañana bebía ron ligado con caña blanca y un refresco de cola. Estaba muy turbado. Hasta me enseñó la caja de balas dundun que había comprado.
  –Estas hacen mucho daño –dijo enseñándome la punta de plomo perforado del cartucho.
  Bueno, parece que por aquí todos estamos expiando algún pecado…
  Creo que me distraje un poco. Vuelvo al díptico… El prodigioso díptico que encontré dentro de uno de los libros que me prestó Freddy y que había olvidado anotarlo… Así funciona el tormento. Una vez vas de aquí para allá y después de allá para ninguna parte… Trataré de dominar las dispersiones… Por cierto, no anoté que a Freddy, en “reciprocidad literaria” le presté El descenso de Xanadú, de Harold Robbins, el cual, confieso, no he leído y tampoco sé cómo vino a dar a mis manos. Bien, voy a copiar el texto del dichoso díptico sin distraerme otra vez.
  Aunque se acaba de meter un insecto misil que anda dándose cabezazos por toda la cabaña, no haré pausa.
  El pensamiento de san Agustín está escrito en verso, o sea en forma de poema, y así lo transcribiré.

Cuando tenga que dejarte
por un corto tiempo
por favor no te entristezcas,
no derrames lágrimas
ni te abraces a tú pena
a través de los años.
Por el contrario, empieza de nuevo
con valentía y con una sonrisa
por mi memoria y en mi nombre
vive tu vida y haz todas las cosas
igual que antes.
No alimentes tu soledad
con días vacíos, sino llena cada hora
de manera útil. Extiende tu mano
para confortar y dar ánimo
y en cambio yo te confortaré
y tendré cerca de mí; y nunca; nunca
tengas miedo de morir porque yo estaré
esperándote en el cielo.

San Agustín

  Hermoso. Esperanzador y lleno de dulzura celestial. Más cuando afirma empieza de nuevo con valentía y con una sonrisa por mi memoria y en mi nombre vive tu vida. Y después cuando advierte no alimentes tu soledad con días vacíos sino llena cada hora de manera útil.
  Aunque no soy devoto de san Agustín ni de ningún santo en especial, sino que los amo a todos por igual, todavía conservo, aunque un poco envejecida, entre las páginas de la agenda donde comencé a escribir este Diario, una estampita a todo color con la imagen de Jesús en el Huerto de Getsemaní. En su parte trasera hay una oración y el logotipo del Colegio San Agustín, institución educativa donde estudié la primaria.

PAUSA DE ORACIÓN: Pondré la estampita junto al recuerdito de bautizo de Dorian para que lo cuide siempre.

Copiaré el segundo poema-pensamiento.

Linda la gente
que puede sonreír siempre.
Linda la gente
que es agradecida
y sabe agradecer.
Linda la gente
que no siente envidia.
Linda la gente
que ama
y puede expresar su amor.
Linda la gente
que es generosa
y se esmera en dar.
Linda la gente
que quienes le hacen
daño puede perdonar.
Y, más bella aún,
si los puede amar.

Santos Erminy Ymeri
Diciembre 1999

  Realmente es linda la gente que ama y puede expresar su amor. Parecen mensajes dirigidos al centro de mi alma. Linda la gente que quienes le hacen daño puede perdonar/y, más bella aún, si los puede amar.
  Creo que Dios me habla a través de ese díptico. Es su forma de decirme que me escucha y me indica qué debo hacer. El camino a tomar.

MAÑANA:                                                                   
  Una llamada suya reconfortaría mi espíritu herido. Aunque me dijese la verdad más amarga, la perdonaría, aunque no excusaría sus pecados si los cometió.


jueves, 11 de noviembre de 2010

6 de septiembre (Parte 1).

  Desperté deprimido, cansado y hastiado hasta de mí mismo. Pero tenía que cumplir con la misión que me había propuesto.
  A eso de las 9:30 a.m., luego de engullir (ya no como, sino devoro debido a las cuotas de retraso que le debo al estómago) unas hojuelas de maíz bañadas en una blanca leche, me vestí, tomé el auto y lo enruté hacia casa de Rosalía. El rústico seguía estacionado donde siempre lo vi. De ahí emprendí mi tormentoso recorrido de siempre.
  ¡Qué desespero! Aunque con el desayunó también tragué una tableta de 6 mg. de lexo, pese al sopor y somnolencia del tranquilizante, las laceraciones mentales siguen. No hay pausa.
  Decidido y sin pensarlo más, marqué el número de casa en la esperanza, debido a la hora (más o menos las once y media de la mañana) de que me atendería Elsa. Para mala suerte, atendió Pablito. Enseguida colgué. El niño es tan misterioso como la madre y, de seguro, no me iba a decir nada de lo que quería saber.
  Concluido el primer recorrido, derrotado y con un agotamiento contenido después de tantos días de tormento, regresé a esconder mi pena la cascarita.
  En la tarde, después de almorzar con un pedazo de lechosa que le compré a uno de los tantos camiones de venta ambulante que se estacionan a orilla de la carretera que lleva a la montaña, volví a hacer el mismo giro. ¡Nada!... Nada de nada.
  De regreso pensé: ¡al diablo con todo! “Sea lo que sea, algún día se sabrá la verdad. Por más que me atormente no cambiaré los resultados. Lo que pasó pasó. La única diferencia es que no lo sé y con saberlo no alteraré nada. Lo hecho hecho está. Dejaré todo en manos de Dios y que sea lo que Él disponga”. Trataba, falsamente, de reconfortarme. Aunque mi subconsciente no se tragaba esa ilusoria perorata interior, súbitamente me invadió una tenue de paz y escuché una serena voz que me susurraba al oído: “Volverás con Carolina. Todas tus sospechas carecen de fundamento. Ella te está sometiendo a ese desprecio para darte una lección. Una lección que te haga recapacitar y no ser tan insolente y arrogante cuando las dudas, celos y desconfianza te atrapan en sus redes”.
  Bueno, ojalá sea así. Pero qué lección tan cruel, mucho más utilizando a un inocente niño para castigarme. Esperaré. Dejaré que las cosas discurran sin resistencia y me dejaré arrastrar en la silenciosa incertidumbre… Evitaré, en lo posible, dejarme llevar por los impulsos.
  Esta tarde, a los pocos minutos de haber regresado a la cascarita, Freddy tocó. Venía a arreglar la puerta de la despensa, la cual ayer colocó al revés. Por eso no le cerraba. Puso la parte que debería ir hacia arriba mirando hacia abajo y viendo hacia adentro. Me explico. Como es una tabla rectangular compuesta de tres listones ligeramente barnizados unidos uno contra el otro, por el lado que se le mire es lo mismo. La única diferencia es el lado por dónde tiene que encajar. Si no se orienta en la forma exacta como fueron medidos y cortados los listones antes de unirlos, nunca encajará. No es asunto de nivel, sino de deformidades.
  Freddy traía tres libros debajo del brazo.
  – ¡Cumplí! –dijo complacido de sí mismo al verme asomar por la puerta–. Te traje los libros que te había prometido. Son muy buenos. Este es El cliente, de John Grishan. Me lo leído tres veces –afirmó mientras sus ojos brillaban de satisfacción.
  –Gracias, te lo agradezco mucho –referí con cierto desgano–. La tarde…, el día, está muy cargado –añadí enseguida a fin de disculpar mi falta de ánimo.
  El afirmó al tiempo que me mostraba los otros libros. Uno era de Sergio Dahbar, titulado Sangre, dioses y mudanzas, el cual estaba bastante empolvado, como si nadie jamás lo hubiese leído. O quizás porque el buen Freddy lo estuvo arrastrando consigo desde la mañana y como no tenía donde guardarlo, seguramente lo apoyaba cerca suyo mientras hacía los trabajos de carpintería. El otro, The street lawyer, también de John Grishan, estaba en inglés.
  – ¿Tú debes hablar inglés? –preguntó al mostrármelo.
  Asentí tímidamente con la cabeza. ¡Qué va!... No hablo papas de inglés. Le mentí. No sé porqué lo hice, pero mentí. Quizás fue por vanidad, por la banal presunción que a veces atrapa a todos los seres humanos con “imperfecciones sociales”.

MAÑANA:                                                                   
  ¿Será este díptico, que llegó a mis manos en esta apartada montaña en momentos de tormento y desesperación y entregado junto a un libro por un carpintero (tal como lo fue Jesucristo) un mensaje divino que me envió el Todopoderoso…

miércoles, 10 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte y4).

  A lo largo de todo este Diario, en cada uno de los pensamientos que me abrigan -escritos o no-, intuyo egoísmo en cada una de mis palabras. Un egoísmo de amor -¿carnal?- , un egoísmo que busca, o trata, de reivindicar su amor propio herido. Un egoísmo donde el príncipe es el ego, el yo… “El yo sufro”, parece ser lo único importante. “Me está pasando a mí y debo, tengo la necesidad de una vindicta”… Soy tan egoísta, tan despiadadamente egoísta, que en todo lo que he escrito me he escudado, me he refugiado, como un cobarde, en la premisa de que lo que más me importa, o que me importa mucho, es el amor de Dorian, sus recuerdos, su rostro, su ternura, su afecto. Que tengo necesidad de abrazarlo y de mimarlo. Sí, en verdad es una gran necesidad, una gran falta, y no voy a negarlo. Es una verdad inobjetable, pero no lo imperioso. La verdad es que lo que más inquieta mí alma es Carolina. Su pérdida y su desamor. Es la realidad. La pura y honesta verdad… No más escudos a mi egoísmo.
  Por eso Dios, por ser tan vil cobarde, por haber camuflados mis sentimientos con la imagen de un inocente bebé, castígame aún más. Hazme sufrir por egoísta. Por no ser verdaderamente honesto, claro y sincero. ¡Hunde tu daga en el centro de mi corazón por ser tan ególatra!
  En tus manos estoy. Tú dispones. Quisiera -y Tú, divino Dios, puedes concederme ese milagro- cambiar mis pensamientos por otros más dignos. Dignos de ti y de mí. Pero, con este tormento, en esta desesperación que me tienes sumido, no podré lograrlo solo… Necesito Tú ayuda… Dios sólo Tú puedes. Yo ya no tengo fuerzas… Además, apenas soy menos que un microbio pensante en tu gran universo. Sé que tienes muchos peos que arreglar por el mundo, pero échame una manito a mí también. Eso sí, cuando te desocupes… ¡No!… No te estoy presionado ni manipulando. Sólo te pido, si puedes, que te acuerdes de mí mientras tenga vida.

PAUSA TEOLÓGICA: Dios da su gracia los humildes... El que se humilla será ensalzado…, dice en la Biblia. ¡Qué más humillación pretendes de mí, Dios!

PAUSA EVIDENTE: No me he vuelto loco… ¡aún! Apenas son divagaciones alcohólicas impregnadas de humo, mucho humo y poca comida.

  Son las 10:55 p.m. y estoy escuchando la canción Inolvidable, de Soledad Bravo. Dice así: En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse/Imborrables momentos que siempre guarda el corazón/Porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que pueda olvidarse con un verso de amor/He besado otras bocas buscando nuevas ansiedades y otros brazos me estrechan ardientes llenos de emoción, pero sólo consiguen hacerme recordar los tuyos, que inolvidablemente vivirán en mí/Porque lo que aquello que un día nos hizo temblar de alegría es mentira que pueda olvidarse con un nuevo amor…
  ¡Te la dedico Carolina!… Todavía no he estado con otra mujer, aunque la idea me ha seducido… No sé tú… No sé si tú puedes decirlo mismo que yo… Creo que no… Creo, pese a mis atormentadas dudas, que sigues siendo honesta. Al menos eso es lo que quiero creer. Quiero mantenerte limpia en mi recuerdo. ¡Qué Dios se apiade de tú alma, si lo hiciste!… ¡Si manchaste mí amor!
  Soy cristiano y te perdonaría…Quizás sí, quizás no. Para ser honesto, no lo sé, ahora estoy confundido. Sólo sé que buscaría dentro de mí alma la forma de concederte ese perdón. Sé que lo lograría, pero eso sí, perderías toda mí estima y únicamente podría verte como simple basura, desecho tóxico de la humanidad… Una criminal del amor… Una asesina de lo más sublime y puro que tiene el ser humano: el amor.

PAUSA NUMÉRICA: Son las 11:19 p.m. Comencé a escribir este Diario en una vieja agenda, donde intercalé varios días entre páginas que ya estaban ocupadas y rayadas. Todo está un poco confuso, pero bastante legible para mí. De la agenda negra (ese es el color de su tapa), pasé a este cuadernillo, el cual sigo numerando (comencé la enumeración en la agenda)… ¡Ajá!... ¡Listo! Estoy escribiendo en la página 489 del manuscrito. Lo número para no confundirme, para no perderme en este mar de garabatos y letras. Este desesperado Diario podría abultarse y seguir abultándose, siempre y cuando tenga fuerza para seguir escribiendo o… dure mí vida.

  Son la 1:05 a.m. del día 6 de septiembre. Estoy cansado y borracho, pero no tengo sueño. Trataré de dormir por mí mismo. Tengo en el cuerpo una botella de gin pero no ha podido apaciguar mí desesperación. Aunque no quisiera, si no logro conciliar sueño, recurriré a una fulldosis de lexo. Aguantaré. Trataré de hacerlo sin esa ayuda.
  Ah, mañana… Si hay un mañana y me acuerdo, asentaré en el Diario un sueño, precario y lastimoso que tuve anoche (¿o anteanoche?) con la imagen de Carolina donde ella fungía de modelo desnuda de unos aprendices de pintores. Había caído en desgracia económica y ese era el único trabajo que pudo conseguir para poder lograr su sustento diario. Luego anotaré todo el sueño… De las burlas de esos aprendices al ver su cuerpo… No sé si recordaré escribirlo porque no me releo y el anotar el día a día me hace olvidar el que pasó… Es mí catarsis. Es lo que me hace seguir adelante y soportar el tormento.
  Mi mano, la izquierda, está como siempre, entumecida. Mi mente adormecida por el alcohol. Debo dejar de escribir ahora. El dolor de los dedos es bestial. No sé porque sigo, porque insisto…

MAÑANA:                                                                   
  De regreso pensé: ¡al diablo con todo! “Sea lo que sea, algún día se sabrá la verdad. Por más que me atormente no cambiaré los resultados.

martes, 9 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 3).

  En mi mente fluye como lava de volcán una insidiosa interrogante, una pregunta que me hizo Carolina un día, mientras yo manejaba su camioneta. No recuerdo dónde íbamos. Ella estaba sentada a mí lado, muy callada, y de pronto abrió la boca y lanzó: “¿A los hombres casados se le marca la señal del aro en el dedo? Restando importancia a tan extraña pregunta, más en aquel momento, unos dos meses atrás, cuando aparentemente todo estaba bien entre nosotros, le contesté: “Depende. A mí se me marca porque está muy ajustado. Otros lo llevan muy holgado y eso no deja marca, más si se lo quitan al salir de casa, como hacen algunos que conozco”. Y ella respondió. “Ah, por eso en las reuniones de la compañía veo que mientras charlamos uno de los Trazolari (uno de sus socios en otra empresa) juega mucho con el (aro) y después se lo saca y mete en el bolsillo de la chaqueta”. Extrañado, le respondí. “¡No sé!... No sé porqué lo hace”. Así terminó aquella trivial indagación. Luego hablamos de otras cosas y el asunto del aro quedó atrás, muy atrás, en los recuerdos.
  Pero… Pero ahora esa pregunta, tonta e inocente en su momento, asalta mi mente y apuñala mi corazón… ¿Por qué me hizo esa pregunta? ¿Cuál era su verdadero interés? ¿Qué quería averiguar? Sé bien que a ella le aterran los casanovas, los donjuanes casados… Bueno, eso es lo que decía… ¿Estaría, en aquel entonces, viéndose a escondidas con alguien y aunque éste le juraba su soltería ella sospechaba que estuviese casado?... ¡Coño!... Tener el descaro y la audacia de preguntar, de interrogar a su propio esposo, sobre la duda que le embargaba. ¿Será posible tanta desfachatez y crueldad?... ¿Será posible? ¿De ahí saldría el calificativo de “viejo” que me escupía a la cara durante los últimos días juntos?... ¡Sí! Su amante debe ser joven o más joven que yo. Por eso lo de “viejo”… Ahora comprendo… Pero qué cosa. Cuando nos casamos ella bien sabía que le llevaba diecisiete años… ¿Será todo esto, todo lo que he apuntado en el Diario elucubraciones de una mente enferma o la perversa realidad?… El tiempo… El implacable tiempo esclarecerá esta y todas las demás interrogantes que me atormentan… Pero cuándo, cuánto tiempo tendré que esperar para salir de esta borrascosa pesadilla.
  Ah, qué angustia, pero no puedo dejar de pensar. Mi mente parece divertirse abonando con martirio y desesperación cada pensamiento... Esta tarde… Ah, esta tarde, qué dolor, cuántas palpitaciones tamborearon mi corazón cuando escuché su voz mientras sostenía, supongo yo, el auricular adherido al oído de Dorian. La percibí alegre, dicharachera y feliz, cuando ella, normalmente, es todo lo contrario: taciturna, deprimida, amargada y frustrada. ¿Estaba feliz por su nuevo affaire y por haberse deshecho de mí?
  Dios, ¿por qué me envuelve tanta oscuridad?... ¡Dame de una vez la estocada, perfórame con la verdad… ¡Quiero vivir!… ¡Necesito revivir!... Por favor, hazlo… Necesito saber a qué atenerme para reiniciar, si Tú suprema voluntad así lo desea, una nueva vida. Pero, con este tormento que me aplasta es imposible dar un paso más.
  Hazme saber si tiene a otro y ya no me quiere. De esa forma, aunque mí sufrimiento sea mayor, o muera, podré intentar olvidar e iniciar el camino que Tú indiques. Pero, Dios, te lo ruego, acaba con esta cruel incertidumbre. No sigas lacerando mí cerebro… ¡Dame paz!

MAÑANA:                                                                               
   ¡Te la dedico Carolina!… Todavía no he estado con otra mujer, aunque la idea me ha seducido… No sé tú… No sé si tú puedes decirlo mismo que yo… Creo que no…

lunes, 8 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 2).

  A partir de ese momento todo fue un flujo de venenosas interrogantes. “¿El rústico estará todavía en casa de Rosalía o se lo llevaron?”. Esa conexión, el regreso de Carolina y no verlo más en el estacionamiento, tal como lo había visto los días precedentes, camuflado debajo de una lona blanca, me hacía presumir lo peor y que mí primera deducción era la acertada, pero antes tenía que comprobar si todavía seguía en el lugar.

PAUSA RÁPIDA. Mudo, hasta casi el final de esta libreta, el recuerdito de Dorian y sus papelitos acompañantes.

  El camino se hizo interminable. Otro sorbo de gin, luego otro. Al fin llegué al El Madrigal, donde quedaba mi antiguo hogar. Atisbé de lejos. Evidentemente se percibían signos de vida en su interior. El cortinaje estaba descorrido, pero no había luz, ni sombras moviéndose en su interior. Tal vez habían salido. “Regresaré más tarde”, me dije. “Más tarde, cuando caiga la noche. Por ahora iré hacia casa de Rosalía. Debo corroborar si el rústico sigue aparcado allí”.
  Mientras conducía la respiración se me trancaba. Quería bostezar y se me hacía imposible. Sorbos y más sorbos de gin. El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa. Entre los sorbos de gin fumaba un cigarrillo tras otro. No había pausa, sino intervalos. A ratos mis ojos se dirigían hacia la cajetilla semivacía que había tirado en el asiento delantero, a mi lado, junto al pequeño grabador y el celular. Rezaba porque no se acabasen todavía. Busqué en la guantera caramelos, los cuales siempre llevo conmigo, pero nada. Se habían terminado.
  Seguí atropelladamente la ruta hacia la residencia de Rosalía. De repente sentí un hormigueo en la parte frontal derecha de la cabeza. “¡Nada -me dije- viene un derrame!”. Otro sorbo. Otro mar de infernales pensamientos, pero al fin llegué. El rústico seguía allí. Al sobrepasar el portón de entrada, orillé el auto y volví a llamar a casa. Nadie atendió. Automáticamente se disparó la contestadora. Repetí la acción y lo mismo. Mis deducciones tenían fundamento. Pablito llegó, pero no Carolina.
  El cuarto de litro de gin de la carterita estaba casi feneciendo, no así la perturbación. Decidí, ya que estaba cerca, ir al supermercado a comprar más ginebra, dos botellas, y ración similar de cigarrillos.
  Al verme caminar con una botella de gin en cada mano hacia la caja rápida para pagar, algunas personas que estaban en el supermercado notaron la desesperación que llevaba tatuada en el rostro. Hasta la cajera hizo chistes con el muchacho empaquetador al notar la fuerza con la que aferraba los dos litros de veneno. “Tú también tomas eso. Te vas a alcoholizar”, le dijo dirigiéndole una esquiva mirada. Yo no hice caso. Sin pestañear, impasible como una estatua me quedé frente a la caja.
  Tomé el cambio, abracé la bolsa con las dos botellas contra el cuerpo y sosegado caminé hacia donde había aparcado el auto. “Al menos esto adormecerá el dolor”, pensé. Una vez en el auto enfilé otra vez hacia la casa de Rosalía. Mi atormentada mente me repetía: “En el aeropuerto tomaron un taxi y después que dejó a Carolina volvió a recoger el auto”. Pero cuando pasé frente a la residencia esas elucubraciones se esfumaron. El rústico seguía allí. Nadie lo había movido. Estaba como siempre lo había visto. Quizás la estrategia fue otra, pensé. Regresaré mañana.
  Traté de apaciguarme pero el tormento no lo permitía. “Anda otra vez a casa de Carolina”, escuche que me susurraba la impaciencia, y así lo hice. Quería ver luces, algún movimiento. En la ruta volví a marcar el número de casa y esperé. De pronto del otro lado apareció la voz de Dorian. De mis ojos brotaron lágrimas, aunque, no sé porqué, con voz fingida sólo atinaba a decir: “¡Alo!... ¡Aló!... ¿Quién habla?... Oiga… ¡Aló!...”, mientras del otro lado de la línea escuchaba a mí bebé con su verborrea ininteligible: “… ¡Eh!... Ba… Ba…Bo… Bu…” y cosas por el estilo. Mientras mis lágrimas descorrían por el rostro y por los movimientos algunas rebotaban sobre el volante, en el fondo oí la voz de Carolina y otra mujer, presumiblemente Elsa, la nana. Tranqué feliz y alocado la tapa del celular. Me sentí satisfecho, aunque también afligido y desesperado. Carolina, ella y nadie más, sabía que quien estuvo llamando insistentemente toda la tarde era yo. Por eso puso a Dorian al teléfono, para que “hablase” conmigo, para que escuchara su voz, y me quedase, de una vez por todas, tranquilo… Que dejase de llamar.
  Una opaca felicidad bañó mí cuerpo.
  Estaban en casa y también Elsa… ¿Elsa?... Las dudas volvieron a asaltarme. La paz fue momentánea. ¿Y si la otra mujer que escuché que hablaba con Carolina no era Elsa, sino el supuesto otro servicio que ella contrató? ¿Una mujer que desconocía su vida y de mí existencia? Carolina amenazó con decirle a todo el que le preguntase que ella era viuda. Que el papá de Dorian había muerto. Entonces su plan, concebido antes de marcharse, resultó perfecto para ocultar su adulterio... Mañana averiguaré si Elsa todavía trabaja en la casa. Si acompañó a Carolina, o si la que ahora está con ella es otro servicio.

MAÑANA:                                                                              
  Depende. A mí se me marca porque está muy ajustado. Otros lo llevan muy holgado…

domingo, 7 de noviembre de 2010

5 de septiembre (Parte 1).


  Son las 8 p.m. Acabo de regresar del tour de la angustia. Fue tanta la intranquilidad y el tormento que creí que me iba a infartar. Que no saldría vivo del tour.
  Toda la tarde tuve un presentimiento, tan vívido que a ratos cortaba mi respiración. Inquieto, fumaba un cigarrillo tras otro sin saber porqué y qué estaba pasando en mi cuerpo y cerebro. Caminaba de un lado a otro de la cascarita y siquiera podía salir e irme a algún lugar distante a tomar un poco de aire porque Freddy, el ayudante de carpintería de Joaquín, pasó parte de la mañana instalando una portezuela y pegando unas repisas que faltaban en el interior de la despensa que está debajo de la hornilla de la cocina.
  Como llegó la hora del almuerzo se fue y regresó a las dos de la tarde a fin de concluir lo que había empezado.
  Freddy es inquieto y hablador. Como tenía puesta música clásica en la radio, comenzó una cháchara intelectualoide. Habló de todos los libros que había leído y de su experiencia como camarógrafo. No paraba mientras ponía clavo, tras clavo y trataba de cuadrar la puertezuela en su lugar. Aunque la charla era amena, mi mente estaba en otro lado y comencé a inquietarme. Quería salir e indagar sobre mi presentimiento: el regreso de Carolina a la ciudad. Hasta le serví de ayudante para que se apurara y terminase de una vez por todas con lo que había venido a hacer.
  ¡Al fin!... De repente dijo que había terminado y que volvería en la mañana para rematar los detalles. Antes de irse le regalé unas camisas que ya no usaba. Se fue agradecido y prometió que al día siguiente traería unos libros para que los leyese. Se despidió amablemente.
  Apenas lo vi subir la cuesta corrí a la ducha. Me aseé lo más rápido que pude, aunque estaba bastante sucio y sudado, porque mientras Freddy hacía lo suyo y no requería de ayuda, me puse a limpiar el traje negro de shantú en seda que se había vuelto blanco del moho que se le adhirió. Lo mismo hice con tres lienzos de mí última colección que, pese a la limpieza, creo que no tienen remedio. La parte de atrás de las telas están salpicadas de hongos y manchas verdosas producto de la humedad. No se las pude quitar por más que lo intenté. Bueno, al menos eliminé lo grueso. Después de limpiarlas la asoleé. Hoy el día está hermoso. Dios le concedió un poco de luz a esta mohosa montaña.
  Terminé de bañarme a eso de las cuatro y tanto de la tarde. Me vestí apresurado y salí en el auto. Corría y pensaba como un desesperado. O, era al revés: pensaba como un desesperado y corría. No lo recuerdo. En el cruce de Gavilán hacia Oripoto instintivamente marqué el 9613056, el número de casa, el mismo que con desesperada insistencia estuve marcando todos estos últimos días y hoy más que nunca.
  ¡Bingo!... Me atendió Pablito, el primer hijo de Carolina. Oí su voz: “¡Hola, quién es!”. Sin saber porqué, quizás por lo inesperado y la impresión, cerré la llamada. Enseguida me sobrevino una fuerte taquicardia salpicada de una mortal y negra angustia. En la vía me topé con un grupo de mongólicos automovilistas que se desplazan como tortugas debido a un repentino y fugaz chaparrón. Impaciente, comencé a adelantarlos con febril locura. Saqué del portaguantes la carterita repleta de un cuarto de litro de gin que siempre guardo allí para cualquier “emergencia” y, bajo la presunción de que iba “descubrir algo” que aniquilaría mi ser, nervioso comencé a beber sorbos de la relajante bebida. Mientras conducía centenares de interrogantes surcaron como relámpagos mi mente. “¿Será qué Pablito regresó del viaje con su padre y subió al pent house a buscar ropa o algo que le hacía falta y después se irá otra vez porque Carolina sigue en Aruba? Sí, así debe ser, ya que Carolina ante de partir e impregnarme de insultos y maldiciones, dijo que regresaría el 8 de septiembre”, respondió mi mente tratando de descifrar el enigma.
  Al rato mi parte lógica y pensante se recriminó: “¡Qué tonto fui! Porqué no lo saludé e interrogué para saber de Carolina”.

MAÑAÑA:                                                                              
  El tráfico, esa bestia corpulenta compuesta de latas que ruedan, atentaba contra mí vida y estabilidad emocional. Empecé a sentir la sensación de que el brazo izquierdo se estaba adormeciendo al tiempo que la garganta se volvía seca y pastosa.

sábado, 6 de noviembre de 2010

4 de septiembre (Parte y2).

  Me siento perdido. Muy perdido en la oscuridad de mí tormento. A fin de apaciguarlo me miento por instantes y me digo: “Carolina dejó su auto a buen resguardo y viajó con mi querido Dorian sola, sin ninguna otra compañía”. Pero al rato, mi mente, a fin de no concederme tregua ni paz, vuelve a meter su aguijón en mi sangrante herida y susurra: “Pero recuerda Leonardo que un día o dos antes de la debacle tú mismo le interceptaste un mensaje en la contestadora de su celular donde un tal Miguel José, de una supuesta agencia de colocaciones le dejó el mensaje: Carolina (sin el señora antecediéndole) es Miguel José por el servicio que pidió. Por favor llámame al 545…”. Escuché hasta allí. No anoté el número porque borré instintivamente el mensaje por creer que carecía de importancia. ¿Por qué esa llamada? Por qué Carolina estaba buscando servicio si tiene dos, una fija, la nana Elsa, que es muy buena, y otro de “por día”. ¿No era para ella?… ¿Para quién era, entonces?... Y mi mente volvió a cabalgar en la incertidumbre y se contestó: “¡Claro, muy claro! Envió a la fija de vacaciones a su pueblo y se buscó otra (que no conociese su entorno familiar) para que cuidase al niño, ya que es una apática floja de primera, y ella andar de brazos y feliz con su amante. Al regresar la despediría y así nadie se enteraría de con quién andaba. Como ella es tan maquiavélica, tan enferma de la psiquis, le habría dicho a su “nuevo amor” lo mismo que me repitió en varias ocasiones antes de partir: “De ahora en adelante me considero una viuda”.
  Lo planificó todo con frialdad diabólica. Hacía algo similar cuando andábamos de amantes para que nadie supiese que estaba conmigo y a dónde íbamos. Engañaba a todo el mundo con tal serenidad, que yo me asustaba. Es una hábil mentirosa, una mitómana compulsiva. Así lo hizo durante nuestros calientes fines de semana y escapadas juntos. Con su cara bien lavada dice las mentiras más atroces sin siquiera pestañear y menos arrepentirse. Parece divertirse con la maldad… Haciendo daño.
  Pero, ¿estaré pensando mal?… ¿El diablo invadió mí espíritu? ¿Será ella capaz de tan maligno engaño? Pero si yo hablé dos veces por teléfono con Doris, el servicio de por día, para saber dónde estaba Elsa, la nana, y ella me aseveró que estaba con Carolina, que no la había despedido. ¡Oh, turbadora confusión!... ¿Qué estará pasando en realidad?... Entonces, Dios, ¿a qué se deben mis sospechas, mis presunciones?... ¿Estará ella sufriendo al igual que yo?... Dios, porqué me atormentas y llenas de dudas… ¡Sácame de mi tormento! ¿Quién es: Luis David, un chulo del spinning, un fantasma o nadie?... ¿Nadie está con ella?... ¿No tiene a nadie y mis dudas son producto de la desesperación?
  Dios, si quieres mi muerte te la ofrendo, pero porqué me torturas con tantas dudas. ¿Por qué merezco tan vil sufrimiento? Por favor, te lo suplico, acaba conmigo de una vez por todas ya que yo, por mis propias manos y en respeto a tú divinidad, no puedo hacerlo.
  Ayer, y qué no me pasó ayer. Gracias a los 12 gramos de lexo que aplacaban mí desespero no me sobrevino un infarto.
   Anoto.
  Después de dormir hasta pasadas la 1:30 p.m. la mona del día sábado, la cual fue consecuencia del juego de dominó en casa de Patricio, donde, en la vaguedad de mis pensamientos perdí casi todas las partidas y los diez mil bolívares que cargaba en el bolsillo, me preparé con esmero una pasta, limpié los trastos sucios y la cabaña, me vestí y salí a dar vueltas y… No mejor no cuento nada… ¿A quién le importa?

PAUSA SIN SENTIDO: Estoy otra vez borracho. Es el momento de divagar y a eso me dispongo.

  ¡Mí hijo!... ¿Dónde y con quién está mi hijo?… Qué pesar me agobia. No logro dormir. No logro paz. Ni con alcohol ni con los tranquilizantes. Porqué no veo, porqué estoy tan ciego, porqué mí alma están tan desnuda… ¡Habla, oh Dios! Quiero escuchar tú voz… ¡Habla, por favor! Guía mí tormento hacia un recodo de luz. Dame paz, al menos, si no quieres darme felicidad… Agobio sin sentido… Tormento ciego… ¿Quién soy?... ¡Ayúdame a ser!... Por favor… Sí, es una súplica… ¡Por favor, Dios, sácame de la sombra y entrégame tú amor!
  Sí. Sé que a veces más que atormentado parezco poeta. Como si fuese alguien que escribe por puro goce intelectual… Sí, a veces yo mismo percibo esa sensación. Que lo estoy haciendo, que estoy escribiendo bajo ese principio, luego… Luego reflexiono y me doy cuenta que, en verdad, estoy muriendo, envejeciendo y atormentándome… Sí, soy un desesperado con alma de escritor…Soy periodista, no cirujano. Es mi forma de contar las cosas. Pero eso no atenúa ni apacigua mi desespero. Mi Diario es auténtico, real, escrito con lágrimas y con sangre. No sólo sangre de la que no se ve -la del corazón, la de los sentimientos-, sino con sangre verdadera, como la que brotó de todo mi cuerpo cuando rodé más de sesenta metros barranco abajo.
  Ya no tengo fuerzas. La mano con que tomo el bolígrafo está entumecida. Además, de tanto en tanto la borrachera la lleva a escribir fuera de la libreta… Desfallecida se va sola, fuera del papel… Yo mismo me asombro. Creí que nunca me sucedería algo semejante, pero lo estoy viviendo… Es culpa, además del gin, de la cantidad de lexos, el cansancio, el tormento y todo lo demás que se quiera añadir… Bien, qué importa. Sé que nadie, o casi nadie, podrán descifrar estos jeroglíficos. Por eso sigo escribiendo porque, al fin y al cabo, soy un desesperado de la tinta y el papel.
  Son las 11:18 p.m. Se me acabó la energía, las ganas de escribir y las de vivir. Si mañana amanezco vivo seguiré escribiendo.

MAÑANA:                                                                   
  Toda la tarde tuve un presentimiento, tan vívido que a ratos cortaba mi respiración. Inquieto, fumaba un cigarrillo tras otro sin saber porqué y qué estaba pasando en mi cuerpo y cerebro.

viernes, 5 de noviembre de 2010

4 de septiembre (Parte 1).

  Son las 4:43 p.m. Ayer pasé un día diabólico. No así el sábado, porque al menos me divertí, reí, drené y conocí a Mireya, la bebé de 54 años. Pero hoy estoy deprimido en grado superlativo. Nunca había sentido una desesperación, impotencia, soledad, dudas y tormento más grande. No sé si esto, lo que estoy viviendo, me pasa por bueno o por malo. Creo que, definitivamente, entré en el turbulento e infernal mundo de la depresión. De la verdadera depresión… La más absoluta y mortal.
 Hoy apenas tengo fuerzas para garabatear el Diario. Quizás mande todo al diablo: mi vida, mi depresión, mis carencias, tanto de afecto, dinero y trabajo y me eche en la cama a esperar en silencio a la silenciosa muerte.
  Desde ayer muchas dudas, además de las dos puñaladas mortales que recibí y archivo para posterior reflexión, comenzaron a juguetear con mi febril y ya enferma mente. Todo, sumado a la carga que venía soportando, ha roto la paz de mi espíritu.
  Acabo de regresar de mi viaje de laceración. Esta tarde pasé, tal como estoy haciéndolo últimamente todos los días, por mi antiguo hogar. Desde una distancia prudencial atisbé hacia el pent house para ver si había señales de cambio, de vida. Las cortinas delanteras seguían inmóviles, tal como las he visto, tanto de día como de noche, desde que comencé a espiar. Ninguna luz, ningún movimiento pude captar en su interior. Todo sigue igual en la parte trasera, hacia la terraza.
  De ahí seguí hacia la casa de Rosalía, la celestina, porque hace días estoy viendo estacionado en el aparcadero de la quinta un rústico recubierto con una lona blanca. No sé de qué color o marca es. Solo se pueden apreciar sus rines de magnesio. Ayer, durante mi paso por el lugar me percaté que el viento descubrió parta de la matrícula. Pese a la velocidad que traía memoricé los números, los cuales anoté en una servilleta de papel al detenerme varios cientos de metros más adelante. Dado a mis nervios y tormento entré en confusión y anoté 283 RLB ó KLB. A fin de salir de dudas volví a pasar. Esta vez más lento. La lectura correcta es 283 KLB. La placa es de letras y números rojos y en su parte baja tiene la inscripción “carga”. O sea que no era un vehículo particular sino de carga liviana. En mi fantasía creía que se trataba de un “machito” descapotable, de esos que usan los buenos para nada para dárselas de rudos, supermachos y temerosos aventureros… ¿De quién será y por qué está estacionado allí? Lo averiguaré. Llamaré a mis amigos periodistas de la fuente policial para averiguar a nombre de quién está registrado ese vehículo.
  Con esa idea en la cabeza, me estuve atormentando durante todo el trayecto de regreso a la montaña. Las cavilaciones no me dejaban siquiera notar por dónde andaba. El auto parecía tener piloto automático y veloz tomaba curva tras curva y mordía dinteles de barrancos sin percatarse del peligro que había a cientos de metros hacia abajo. ¿Y si ese es el auto del amante de Carolina y lo dejó aparcado allí hasta su regreso? ¿Cómo se fueron al aeropuerto? Si se fue en su camioneta alguien tuvo que conducir porque a ella no le gusta hacerlo. Yo siempre lo hacía cuando estábamos juntos. Ella decía: “Maneja tú que yo me distraigo mucho”… Pero, pero todo esto son simples conjeturas. Además, la celestina de Rosalía le tiene alquilado a Marita, una de las tías pobres de Carolina, un pequeño apartamento que construyó en un ala de su quinta como respaldo para cuando tuviese agobios económicos. Pero sus tías, que se las dan de mantuanas santurronas, ¿se prestarían a tapar tan obsceno y perverso adulterio? “Imposible”, pensé. Pero luego mí perturbada mente me aclaró: “¡Ellas son fáciles de engañar! Así lo hicimos un montón de veces cuando Carolina y yo éramos amantes…”. Claro, si le llegasen a preguntarle a la cabrona de Rosalía, ésta, hábil timadora como es, las habría engatusado con cualquier banal explicación. Entonces, sólo entonces podría haber una conexión entre ese misterioso rústico y la “huida” de Carolina a Aruba desde ya casi un mes. Eso pienso. A veces pienso cosas terribles y después recapacito. Los celos y la inseguridad nublan la mente más lúcida. Mi tormento no me hace ver con claridad, oír ni sentir. Apenas percibo reflejos, cosas ilusorias, y cuando pienso en ello me da una gran lástima por mí mismo.

MAÑANA:                                                                              
  Engañaba a todo el mundo con tal serenidad, que yo me asustaba. Es una hábil mentirosa, una mitómana compulsiva.

jueves, 4 de noviembre de 2010

2 de septiembre (Parte y2).

  Retomo el Diario. No me gustan los finales cargados de tristeza y el mío no será así. Me resisto. No lo acepto. Además, no hay vida sin amor, ni amor sin vida y yo todavía estoy vivo.
  Son la 1:45 a.m. O sea ya es mañana 3 de septiembre.
  Ayer recibí una extraña llamada. Aunque, gracias a Dios, el día transcurrió en paz, una endeble y delgada paz. Pasaron cosas que rescatan y afianzan mi fe. Si bien nunca la he perdido, si extraviado temporalmente. El amor al prójimo abunda por doquier, sólo hay que percibirlo y absorberlo. ¡Gracias, Dios, por hacérmelo ver! ¡Qué bella es la vida cuando a tu paso tropiezas con seres de alma pura!
  Necesito, tanto como el aire que respiro, seguir escribiendo, descargando mi pena, a veces impregnada de furia, otras de desesperanza y, algunas veces, de amor. Lástima que mi intelecto no me ayuda y muchas palabras huyen de mi mente sin que tenga la capacidad de transcribirlas con la dulce sutileza que merecen cuando inundan mis pensamientos. Quizás es tanta la furia que anida mi alma, que mi razón se ciega. El propio egoísmo de mis pensamientos oscurece todo lo hermoso que a veces se presenta ante mis ojos.

PAUSA PREBEODA: La botella está a medio dedo de decirme adiós (tengo otra). Las manillas del reloj siguen imperturbables su camino, sin conmoverse de mi dolor. Sólo les interesa ir en busca del nuevo día. Ellas no piensan. Son mecánicas. ¡Cómo me gustaría ser como ellas!... Mecánico, sin pensamientos que me turben.

  Los sonidos de mi desesperanza retiñen en la noche oscura. Sólo veo un tropel de sentimientos cuyo color huelen a humo y alcohol… ¡Quiero música en mi corazón!... Necesito campanas de paz, no la silenciosa serpiente que alimenta mi desesperación… ¡Besa mi boca, muerte, porque ni tu sentencia podrá acabar con mi pena!
  Hijo, hoy daría la vida por verte… ¡Te quiero ver!
  Estoy otra vez borracho y con mi pluma maltratando el recuerdito del bautizo de Dorian, uno de los pocos que llevo conmigo… No quiero verlo, porque mi alma se irá en llanto… Te voy a mudar unas páginas más atrás… Estoy escribiendo en una pequeña libreta que compré para seguir garabateando el Diario. No tiene fecha ni nombre. Sus páginas están unidas por un espiral blanco, tal como el suspiro de la muerte y la vida.

PAUSA DE PAZ: Son las 2:00 a.m. del día 3 de septiembre. Voy, con el poco alcohol que me queda, tratar de aniquilarme… Sé que ya lo estoy, pero mi corazón sangra y sólo Dios podrá cerrarme las heridas. Si no fuese por Él, el Todopoderoso, hace tiempo estaría ya (acceso de tos) muerto.

MAÑANA:                                                                              
  A veces pienso cosas terribles y después recapacito. Los celos y la inseguridad nublan la mente más lúcida. Mi tormento no me hace ver con claridad, oír ni sentir.