lunes, 25 de octubre de 2010

28 de agosto.

  Son las 4 a.m. Un mal sueño me despertó. Pasadas las tres de la madrugada tomé el celular, marqué el número de la casa, introduje la clave y me metí en la contestadora telefónica de mi, hasta hace poco, dulce hogar o, mejor dicho, de la casa Carolina. Porque, realmente, es de su propiedad. Yo estuve siempre muy claro en el asunto. Nunca lo dudé y jamás pretendí nada sobre dicho inmueble u otras cosas materiales. Ella bien lo sabía. Bien sabía que lo único que me interesaba era ella como mujer, su amor, su cariño. No obstante, siempre que estábamos un poco contrariados o yo emitía cualquier insignificante opinión sobre nuestro hogar, aunque esta fuese la más trivial de todas, me repetía una y otra vez, como si se tratase de un disco rayado “esta es mí casa”. Bueno, aunque el asunto no venga al caso es revelador sacarlo a colación porque ahora percibo la realidad muy, pero muy distinta de cómo la veía en aquel entonces. Antes se me hacía difícil, por no decir imposible, intuir maldad o algo extraño en esa actitud.
 Volviendo a lo de la contestadora, asombrado me percaté de que no había grabado ningún mensaje nuevo. Los dos que había dejado en medio de la borrachera fueron borrados. Volví a recostarme y pensé: “O ella acaba de regresar de Margarita o está chequeando los mensajes desde allá y los borra después de escucharlos”. Cosa poco probable, porque siempre olvidaba la clave. Cuando estábamos juntos y ella se disponía a chequear los mensajes, siempre me pedía que se la dictara. Se le hacía difícil retener aquel pequeño número. En una ocasión la anotó en una libreta que guardó en una de las gavetas de la cocina, cerca de un teléfono que estaba allí, encima de un mesoncito, pero pasado algún tiempo no recordaba dónde la guardó la última vez que la utilizó. Su cerebro siempre estaba en otro lado, en otro mundo. En los bussines, quizás, pero no en el hogar.

PAUSA DIVINA Y PROFANA. Mudaré algunas de las hojas que me persiguen (o yo persigo) a la página del 10 de junio de la agenda. Quedan pocas libres. Dentro de poco seguiré en una libreta. ¡Ya!... ¿Hice rápido, verdad?... Mudé todos los recuerditos… Desde hace más de diez minutos mi mente se ha visto asaltada por algunos recuerdos eróticos que no me dejan concentrar en lo que estoy escribiendo. Me tenderé sobre la cama y tomaré un descanso… No puedo descansar. Ahora los recuerdos han tomado forma humana, forma de mujer. Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer. Es Marisol, una bella bailadora de flamenco con quien me acostaba esporádicamente mucho antes de casarme con Carolina, y viene hacia mí. Cerré los ojos, pero más pudo la carne y el deseo… (Pausa de tiempo necesario y distante). Me autocomplací. Fue sublime, verdaderamente sublime. Lo disfruté… Después, aún jadeante, comencé a recordar cómo la fogosa y escultural Marisol, cuando sentía necesidad de mi cuerpo y caricias, me llamaba por teléfono y acordábamos la hora en que iría por ella. Estaba casada, no sé si aún lo está. Era muy atrevida. Me pedía que la pasase buscando por su casa y que al llegar me estacionara cerca del edificio y tocara la bocina. Al escucharla, ella bajaría enseguida. Y así lo hacía. Yo siempre le expresaba mis temores y reservas. Le pedía que tuviese cuidado porque no quería verme envuelto en un escándalo y menos en plena calle. “No importa, quédate tranquilo y no tengas miedo. Si llegase a pasar algo yo lo arreglo”, me decía para calmarme. En dos oportunidades su esposo casi nos sorprende. Mientras Marisol se montaba en el auto el estaba llegando a pie y dirigiéndose hacia la misma puerta de entrada del edificio por donde pocos segundos antes ella había salido. Mi susto fue mayúsculo. Le gustaba el peligro y parecía disfrutarlo o no importarle nada aquel hombre, por cierto muchísimo más joven que yo. Una vez le pregunté qué pasaba, si tenían problemas o si su marido era impotente. Ella respondió: “Nada de eso. Todo está perfecto y yo lo quiero mucho… Lo amo”. No pregunté más. No iba a entender los laberintos de esa extraña relación y tampoco me importaban. Fue mejor dejarlo así. No soy psiquiatra y a lo que a mi atañía era pasarla bien con ella y cómo lo disfrutábamos. Eran largas, muy largas horas, de placer y total entrega… Descanso… Nota directa y subrayada (al margen no es): Volví a llamar a casa y como nadie contestaba, volví a hacerlo… Volví a autocomplacerme con Marisol. ¡Qué lujuriosa fantasía!... ¡Si, lo sé! Es un pecado de amor… ¡Una infidelidad!... Quizás los subterfugios de la mente sólo se propongan autocastigarme… Lapidar mi amor y con ello castigar a Carolina... ¡Lo sé!... Estoy siendo infiel en pensamientos… Quizás sea calculado, pero ella ejecutó el acto en todo su perverso goce carnal… No sé… Eso es lo que, al menos, creo ahora. Lo que mis instintos gritan… El eco que ahoga mi alma. Las campanas que atormentan mi ser y no me dejan conciliar el sueño… Quiero, al menos por instantes, alejar su figura y su recuerdo de mi mente… Creer que más allá de ella y del dolor que me causan los recuerdos, existe una vida más hermosa, placentera y pura como el agua cristalina. Y yo, desesperadamente, necesito beber de esa agua porque me estoy quemando por dentro.

  Estoy fumando dos cajetillas de cigarrillos al día. Son las 4.20 a.m. La noche tiñe con un manto de misterio a la montaña. Voy a preparar café. Tomaré una buena tacita y luego iré otra vez a la cama para ver si puedo dormir un poco. El frío está entumeciendo gran parte de mi cuerpo, pero la peor parte se la lleva la mano con la que escribo el Diario. Se engarrota de tal forma, que a veces me cuesta abrirla. Cantos de gallos comienzan a escucharse en la lejanía, en la oscuridad profunda. Es como si un ciclorama de fieltro negro separase mi ventana del mundo exterior. Es el teatro de la vida, de los sueños rotos y las esperanzas marchitas. Bostezo y mis ojos lloriquean debido a la resequedad ocular (o conjuntivitis) que no quiere abandonarme. Sigue fiel (al menos alguien o algo me es fiel) a mi desde hace algo más de un mes. Pese a todos los colirios y gotas que he inoculado en ambos ojos, sigue tan campante como al principio. A mi izquierda, el retablo florentino con la imagen de un Cristo crucificado me observa y piadoso acompaña mi perturbado silencio. El café acaba de pasar. Son las 4:35 a.m. Tomaré una taza, fumaré otro cigarrillo -aunque una tos seca corta mi respiración a ratos- y volveré a la cama.
  Mi cabello, que se mantenía aún rubio, ha encanecido vertiginosamente en estas últimas semanas. Testigos irrefutables son mis ojos y el cepillo, en cuyas hebras cada mañana quedan atrapados una gran cantidad de mechones color nieve pálida.

MAÑANA:                                                                      
 Aquí en la montaña se escucha hasta el eco del silencio. Todos buscan saber. ¡Hasta el gato quiere saber!



Andrea Bocelli & Sarah Brightman - Time To Say Goodbye.
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domingo, 24 de octubre de 2010

27 de agosto.

   Estoy retomando este Diario sumido en una desesperante angustia, pero creo estar lúcido y coherente.
  En la tarde me recosté a fin de descansar un poco, pero Fernando, quien estaba alborotado (música a todo volumen y tragos), no me dejó.
  Me aseé y vestí con calma fin de ir a comprar cigarrillos y un frasco de gin en la única bodega que hay en las cercanías. Está ubicada más o menos a unos trescientos metros después de salir del “hoyo” de la montaña donde están enclavadas las cascaritas. Me explico. La montaña es la montaña y las cascaritas están construidas en una hondonada. Para salir de sus contornos hay que tomar un rudimentario, accidentado y angosto camino de tierra y subir hasta la carretera asfaltada, la cual conduce hacia una montaña más alta. De allí hay que virar a la derecha y, a unos más o menos trescientos metros y en plena curva, hay una especie de expendio de víveres cuya pretensión es la de convertirse algún día en un pequeño auto mercado, pero, en honor a la verdad, no deja de ser una bodega de carretera. Lo importante es que resuelve de inmediato cualquier urgencia. Para mis necesidades actuales tiene lo primordial: gin barato y, por supuesto, cigarrillos. Por lo demás sé cómo arreglármelas.
  Cuando iba saliendo, Fernando y Sonia me invitaron a tomarme unos tragos con ellos. Acepté con gusto. Al regresar me uní al festejo. Un poco más tarde llegaron a la montaña Antonello y Luna. También se integraron. Minutos después los nuevos vecinos. Ella, muy hermosa pero alerta como un áspid en celo, se llama Andreína (no recuerdo su apellido pero era algo así como vasco) y su pareja Rolando Cheissman, un joven estudiante del octavo semestre de periodismo en la Universidad Central.
  Andreína es abogado y trabaja en el área de Propiedad Industrial en un bufete de abogados de la capital.

PAUSA REFLEXIVA: Todos lo que estamos aquí, en la montaña, somos, en cierta forma, “prófugos” de algo. Unos vagabundos de los sueños. Víctimas del dolor de los sentimientos. Estamos huyendo o escondiéndonos. Unos de la derrota, otros de la miseria y quién sabe de cuántas otras cosas más. Lo cierto es que es un refugio que en algunos momentos se convierte en agradable y disipa por instantes los horribles fantasmas que nos atormentan en las noches, cuando todas las puertas se cierran y cada uno queda atrapado en sus pensamientos. En las luchas interiores y desesperadamente aguarda el amanecer para que todos ellos huyan para poder alcanzar nuevamente la precaria paz que concede los primeros rayos de sol. Al regresar la noche, todo vuelve a repetirse. Es una infernal constante que siquiera al alcohol o los calmantes aplacan, sino el cansancio que te conduce a la extenuación y al sueño.

  Del grupo, el único que no tenía pareja era yo, pero el sarao estuvo agradable. Hablamos de todo: Filosofía, periodismo, diseño gráfico, pintura, spinning (Fernando corroboró la sentencia de Robert. La mayoría de esos centros son utilizados como sitios de acercamiento y aventuras amorosas, extramaritales o no. Y que la mayoría de los entrenadores son unos perversos sinvergüenzas. Fernando es coordinador y profesor de spinning en dos gimnasios diferentes, actividad a la que le dedica todo el día. Además da clases de aerobic y artes marciales).
  Cuando se refirió a eso, un gélido frío recorrió todo mi cuerpo, tal como pasó días antes con el comentario de Robert. Por mi mente cruzó un pensamiento aterrador y muchas interrogantes: ¿Habrá sido Carolina seducida por uno de esos chulos?... ¿De ahí sus continuos cambios de gimnasios?… ¿Estará persiguiendo a un entrenador o a otra persona? ¿A qué se deben esos cambios tan imprevistos? Cuando le preguntaba, escuetamente me decía que no le gustaba el nuevo profesor. Y como ellos, los profesores, viven rotando de un gimnasio a otro, ella también comenzó a hacerlo… ¿Será eso posible o todo es producto de mi imaginación, de una mente corrompida por un amor no correspondido?
 Cuando comencé a beber tenía cuatro dosis de lexos encima. No obstante no me tranquilizaron. Por ello, como desesperado camino al cadalso, comencé a apurar con furia paranoica trago tras otro
  Todos estábamos reunidos alrededor de la pequeña mesa de plástico color blanco -de esas de playa- y sentados en sillas del mismo material.
  De repente Andreína, que había regresado a su cascarita, nos sorprendió a todos al traer a la mesa una rica tortilla a la española hecha con muchas papas y cebollas, además de una bandeja con champiñones al ajillo y galletas. El manjar estuvo exquisito. Yo contribuí con las pocas aceitunas rellenas con almendras que me quedaban en el frasco y con el postre, una cestita de higos secos que me regalaron.
  De pronto, cuando el sarao estaba en su mejor punto, Fernando y Sonia dijeron que tenían que salir y todo se acabó en un instante. Fue un bochinche fugaz, pero sabroso. La pasamos excelentemente bien, pero agarré una rasca infernal. Tanto, que tuve la insolencia de preguntarle a Antonello porqué se drogaba. Eso fue dentro de mi cascarita, cuando me acompañó para ir a buscar más cigarrillos.
Sono cazzi miei... ¿Bene?... (Es asunto mío… ¿Bien?) –contestó en italiano, pero en tono pausado.
  Enseguida comprendí mi metida de pata. Todo fue por influencia de Fernando. Éste, antes de que todos los demás se incorporaran al grupo, me había comentado sus sospechas. Me dijo que la noche anterior, mientras yo estaba encerrado en mi cascarita escribiendo, a él y a Sonia les “pegó” un fuerte olor a marihuana. Me refirió que, casualmente, esa misma noche el vigilante estaba haciendo una de sus esporádicas rondas por el lugar y al pasar frente a la cascarita de Luna y Antonello, comentó: “Por aquí huele a marihuana”.
  Me avergüenza mi intromisión en los asuntos de Antonello. Lo que pasa es que en la tarde, antes de recostarme, mucho antes de que Fernando me atormentara con su música a todo volumen, lo vi muy intranquilo y con los ojos llorosos.
  A cada rato me tocaba la puerta. ¿Ciai un paio di sigarrette? (¿Tienes un par de cigarrillos?)”, me preguntaba. Yo se los daba. Al poco tiempo volvía a tocar. “¿Tienes curda? (alcohol)”. ¡No!, le contesté, aunque después salí a comprar. Y enseguida otro toque: “¿Te quedan lexotanil?”. Le di la mitad de uno de 6 mm. Al par de minutos volvía por más cigarrillos. Su rostro destilaba una angustiante desesperación. De repente se montó en su auto y picando cauchos salió como alma que lleva el diablo montaña arriba. Luego, por Fernando me enteré que se había peleado con Luna. Al tiempo regresó. Buscó a Luna y volvió a salir. Volvieron más tarde y luego de ducharse se unieron al sarao.
  Por cierto, al mediodía Antonello me prestó el libro En la intimidad con Dios, de Benito Baur. Es una vieja edición corregida respecto a la primera, según se advierte en una de sus solapas, que se editó en1954. La que tengo es mi manos se imprimió bajo la tutela de la Editorial Herder, de Barcelona (España) el 16 de diciembre de 1972.

PAUSA SORPRESA: Acaba de tocar la puerta Fernando, quien regresó con Sonia a la montaña (8:10 p.m.). Abrí. Me dijo que me tenía una buena noticia. Que había sido invitado para el sábado a las dos de la tarde a una reunión en el apartamento de su tío Patricio. Que me iban a presentar a una hermosa mujer cuyo nombre era Mireya, y que estaría en casa de sus tíos. Que ellos venían de allá, que le hablaron de mí y que me quiere conocer. Refirió que era una mujer sola y que “estaba abierta a todo”. Sugirió que fuese en mi auto porque, si las cosas iban bien, a lo mejor me la traía a la cascarita. Con una sonrisa en los labios, Sonia lo reprendió por la insinuación. Entre otras cosas le pregunté cómo era la tal Mireya y dijo: “Tiene como 54 años, pero está bien buena”. Quedé pasmado. De todas formas iré.

PAUSA ANGUSTIANTE: He pasado la mayor parte del día deprimido y echado sobre la cama. Me acabo de levantar y busqué entre el libro El descenso de Xanadú, de Harrold Robbins, el blister de lexotanil y me tomé la mitad de la última que quedaba de una de las tres filas. La había guardado o más bien escondido entre las páginas del libro para evitar que Antonello las viera. No, no se trata de egoísmo, ni nada personal. Me quedan muy pocas y el a cada rato me está pidiendo una. Apenas quedan para mi consumo personal y, con mucho pesar, se las he negado.
  En la tardecita, antes del fugaz sarao, salí en un tour de tormento. Pasé por la casa de los padres de Carolina para ver si su Explorer estaba aparcada en el estacionamiento de la quinta. De allí enfilé hacia La Manzanita para indagar si había ido a casa de su hermano mayor. Después pasé por la de Rosalía. Nada. Todo fue infructuoso. (PAUSA INTERNA: Estoy pasando el recuerdito de Dorian y todo lo demás a la página correspondiente al 4 de junio. P/D A LAPAUSA INTERNA: Recuerden que estoy escribiendo el Diario en una agenda vieja, cuya casi totalidad de folios están en blanco. Cuando no tenga más espacio seguiré en unas libretas que compré para tal fin).
  Ya en la montaña, arreglé el desastre de la noche anterior. Aún no he tendido la cama. El libro que me prestó Antonello quedó abierto en El Pecado (Capítulo 5, página 63). Lo leeré más tarde, aunque en las actuales condiciones no leo, no puedo concentrarme en la lectura. Apenas paso la vista sobre las líneas, estas se disipan sin dejar huella en mí ser o memoria.
  Ahora son las 9 p.m. y voy a cenar. Me comeré el plato de chupe que gentilmente me ofrecieron Andreína y Ricardo cuando regresé esta tarde. “Está un poco picante”, dijo ella al dármelo. (Veré cuánto). “¡Gracias!”, le contesté amablemente. Y agregué: “Me servirá de cena, porque hoy tengo mucha flojera de cocinar”.
  Después de calentar y comerme el chupe, salí un rato a conversar con los vecinos. Andreína, Ricardo, Sonia y Fernando estaban cenando a la luz de la luna frente a las cascaritas. Conversé un rato con ellos y aquí estoy de regreso.
 Son las 10:25 p.m. Me estoy comiendo unas galletas “María” y dentro de poco me recostaré para ver si al fin puedo sintonizar mi cerebro y leer el capítulo de El Pecado.
  Dentro de la gran laguna mental en que está nadando mi cerebro y pese a la confusión que tengo sobre días y horas mientras escribo, acabo de recordar que anoche llamé a mi antigua casa. Luego de escuchar la contestadora con el consabido Hola, te has comunicado con Carolina. Ahora no estoy, deja tu mensaje y pronto contestaré, le dejé el desesperado anunció de que iba a acabar con mi vida.
  Los humanos somos hijos de la ira, la cual brota desde lo más sombrío de nuestro corazón. Mi desconsuelo -potenciado por el alcohol- me impulso a tal necedad. Quise borrar el mensaje para que no lo escuchase, pero el sistema me lo impidió. Sé cómo hacerlo. Sé que la clave para penetrar en la casilla de mensajes es el 80023801 y luego se marca 0365. Lo intentaré otra vez mañana.

 
MAÑANA:                                                                  
Está completamente desnuda y me ve con unos ojos plenos de libidinoso placer.


DIOS, COMO TE AMO-Doménico Modugno.

sábado, 23 de octubre de 2010

26 de agosto.


PRÓFUGOS DEL DOLOR

   Son las 9:35 a.m. Hace ya bastante tiempo que estoy despierto. Estuve reescuchando repetidamente, casi de forma alienante, una grabación de Rosalía. Utilicé audífonos, porque por aquí hasta las paredes espían. La grabación es pésima, un fraude. No entendí casi nada. Lo único que medio capté es “no habrá vuelta atrás”… ¡Todo acabó!... ¡Qué desastre!...
   Anoche, entre mi delirio, el dolor, el alcohol y los lexo, además de mi estómago casi vacío, pasó por mi mente la tenebrosa idea de editar este Diario. Sé que no será tarea fácil, porque descifrar mis “garabatos” es una misión harto difícil, casi imposible, hasta para mí… Es la tentación y, por ahora, queda sólo en eso.

PAUSA COQUETA: Voy a peinarme. Luego me serviré un Corn Flakez (Hojuelas de maíz tostado), ya que mi estómago está pidiendo clemencia. Además de los tres cigarrillos que me he fumado casi unos tras de otros desde que desperté, durante no sé cuantas horas atrás lo único que he hecho es meterle humo a la barriga.


MAÑANA:                                                                       
Todos lo que estamos aquí somos, en cierta forma, “prófugos” de algo. Unos vagabundos de los sueños.

  Andrea Bocelli "El Silencio De La Espera" Live on stage.


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viernes, 22 de octubre de 2010

25 de agosto (Parte y III)

  Rosalía afirma quererme, pero nada más lejos de la verdad. Le interesé cuando “tenía” mi pequeño y relativo poder. En aquel entonces siquiera sabía quién era, aunque ella afirmaba conocerme desde “atrás”. A todo les decía que yo era su “amigo del alma”. No sé de dónde sacó eso. La conocí después. Antes de que ella me presentase a Carolina, hasta buscó seducirme, pero no logró su cometido. Me invitaba a salir. Andábamos juntos de fiesta en fiesta y hasta dormía su casa, pero en habitaciones lejos y separadas. Nada de sexo. Siquiera hubo una insinuación de mi parte. Fue en mi época de libertinaje y amor desmedido. Aunque, a decir la verdad, no me faltaron ganas de pasarla por las armas. No porque estuviese muy buena ni nada que se le parezca, sino por el sólo, único e imponderable hecho de engrosar mi lista. Ser una estadística más en la bitácora amorosa que en ese entonces llevaba a fin de preservarme de una enfermedad infecciosa o del mortal sida.
  Carolina es, emocionalmente, inestable. De ahí todos sus rollos mentales. De ahí sus continúas, desde que tenía los dieciséis años de edad, visitas al psiquiatra. Quizás fui imbécil o poco delicado. Quizás falsamente creí que estaba curada cuando tanto su padre, madrastra, hermanos y personas cercanas me decían: “¿Qué le has dado a esa mujer que ahora se ríe?... ¡Al fin vemos a Carolina alegre!… ¡Le curaste su tristeza!”. Por eso comencé a tratarla como se trata a una pareja normal. Con sus altos y bajos. Con los reclamos, tanto de ella como míos, que luego se convertían en delicias. Con el si y el no que no era ni si ni no, sino un tal vez que se traducía en puro amor y sublime devoción en un lecho repleto de pasión. Quizás de allí provino su confusión. De no aceptar más mis ínfimas y lógicas diferencias. De todo, hasta de lo más mínimo, se sentía agredida. Por eso, gracias a esa “alma bondadosa que se llama Rosalía, me decía que mis “agresiones verbales” eran consideradas violencia doméstica y que una nueva Ley que había entrado en vigencia hace pocos días condenaba mi proceder…. Y a los hombres, ¿quién nos protege?... ¿Qué más violencia de las continúas y degradantes humillaciones de las mujeres?...
  “Eres un chulo, un aprovechador… A mi hijo no les da nada (¿Mío no? Yo siempre pintado de la pared. Como si lo hubiese parido por obra y gracia del Espíritu Santo)… ¡Si esto es lo que esperas de mi vida contigo, mejor es no estar casada y tirar (hacer el amor) por fuera!”… Qué palabras tan sucias y humillantes. Seguramente recomendación y “consejo” de Rosalía. ¿Y eso no es violencia doméstica?… ¿Quién nos protege a los hombres?

PAUSA MEFISTOFELICA: Mis recuerdos parecen un acto de magia del diablo... De ese maldito cabrón que jode mente, cuerpo y espíritu... Pero conmigo no podrá… Podrá acabarme físicamente, pero no espiritual y mentalmente… ¡Será mi lucha!... ¡Derrotaré a ese cabrón mal nacido!

PAUSA SOBRE LA PAUSA: Estoy a punto de llorar, pero las lágrimas no quieren salir. He llorado tanto en las últimas semanas que creo que hasta los lagrimales se me secaron… El recuerdito de bautizo de Dorian, la hojita con los rezos de La Milagrosa, la copia de Corintios 13, a la que se sumó una estampita, no sé como, de una oración a la Virgen Santa Rita y una tarjetica navideña escrita por Carolina fechada el 24 de diciembre del 99 y que, en inglés, dice: “To: Dorian. From: Mamá y papá: …” PAUSA DENTRO DE LA PAUSA: No podré transcribir nada. No sé donde anda la dichosa tarjetita. ¡De repente desapareció!... ¿Qué diabólico maleficio asalta mi ser?... Te lo dije… ¡Conmigo no podrás maldito diablo!... Lo sé. Me ves débil, casi “evaporándome”, pero una fuerza a la que temes me sostiene… ¡La fe, Dios, Jesucristo y su madre, la Virgen María, así como el Espíritu Santo, son mi aliados!...
 
  Evidentemente uno de los dos está más de allá que de acá. ¿Seré yo, oh Maestro?... Quizás.
  No obstante voy a emitir otro juicio, aunque según Chopra, no debemos hacerlo. Mucho antes de conocerla, Carolina era adicta a los psicoterapeutas, como ella misma llama a los psiquiatras. Es totalmente cierto. Sus más íntimos lo saben. Entonces, quién, psicológicamente hablando, está mal, ¿ella o yo? Me quieren hacer creer que yo. Todas las maléficas baterías antirazón apuntan hacia mí. No desistirá en sus intentos hasta lograrlo. “Él es un borracho, enamora a todas las mujeres… En definitiva, es un alcohólico”, afirmaba para descalificarme ante su familia y amistades. Y me pregunto: ¿Cómo y bajo qué milagroso artificio un presunto alcohólico puede trabajar exitosamente en una misma empresa durante muchísimos años sin que el dueño del consorcio lo sepa o, en el peor de los casos, acepte esa condición en un empleado?

PAUSA ADORMECIDA: Estoy embobado por todo el tiempo que hoy dediqué en escribir estas líneas. Mi mano, la izquierda, está entumecida. Si a ello le agrego mis precarias condiciones, el “viaje de lexos” y ahora el poquito de gin que bebí, deberán concluir que únicamente un hombre centrado psicológicamente puede someterse y resistir tan gran esfuerzo, sea psíquico, físico o espiritual. Son las 12:05 a.m. de la madrugada del sábado 26 de agosto. O sea, en este momento hoy ya no es hoy, sino mañana. ¿No es así?

PAUSA HONESTA: Carolina me acusa, además de muchas otras cosas, de ser un alcohólico. Quizás… Es posible que eventualmente lo sea… Por un día o dos, a lo sumo… ¿Quién sabe?... Bebo… Soy un bebedor social y a veces me paso de tragos… Es la pura verdad… Es verdad que también a veces meto las extremidades, como la gran mayoría de los ejecutivos. Y no quiero por ello justificarme… En mis años mozos vi a un arzobispo totalmente ebrio y hablando pistoladas, pero no por ello dejó de ser arzobispo y pastor de la Iglesia Católica… Fue un desliz, pero, estoy seguro, que su fe sigue tan firme y sólida como una roca. Además, ella, Carolina, también bebe. Muy poco, es cierto, pero la he visto borracha unas cuantas veces. No por ello la considero alcohólica. Son cosas del momento, de la euforia, de la fiesta, de lo bien o mal que lo está uno pasando, de las defensas, bajas o altas, pero todos, creo yo, desde la China hasta Alaska, pasando por los Polos, el del Norte y el del Sur, para finalmente aterrizar en el Tibet (sin ser monje) nos hemos emborrachado y nos seguiremos emborrachando, pero no por ello somos alcohólicos, enfermos que para vivir necesitan del alcohol como si se tratase de agua, oxígeno o una medicina. No soy de los que ingieren bebidas alcohólicas desde que se levanta de la cama y termina cuando el alcohol lo venza. Nunca he bebido en las mañanas. Me da asco hasta de pensarlo. Sería un vomitivo. Siquiera ahora, que estoy desesperado, con un gran dolor en el alma y a punto de dejar este mundo. ¡Tomo y punto!... Es probable que ahora esté en el límite, en el bordeline, a punto de convertirme en un total, verdadero y confeso alcohólico... Así trabaja Satanás, pero no me dejaré vencer. ¿Dónde andas Dios?... ¿Estás de vacaciones?... ¡Te quiero ver!… Necesito de tú presencia… ¡No me abandones!

P/D A LA PAUSA HONESTA: ¿Cómo es posible que durante tantos años de trabajo en una misma empresa un “alcohólico” sea considerado por superiores y subalternos como un hombre sumamente centrado, de éxito e invalorables logros? ¿Cómo es posible que a un “alcohólico” el presidente de la república, altas esferas gubernamentales y de la sociedad civil lo enaltezcan como un excelente trabajador y sus méritos sean premiados con las más altas condecoraciones del país?... No, no me estoy justificando. Tampoco a mis borracheras. Una cosa es que tome, a veces en demasía, lo reconozco y otra que sea un enfermo alcohólico. ¿Fue esa la excusa para urdir su traición? ¿Quién está más enfermo: quien necesita tres o cuatro veces a la semana ayuda psiquiátrica o el que se toma unos tragos -con exceso o no- dos o tres veces a la semana?... Que un “loco” me de la respuesta, porque he conocido psiquiatras que absorben más alcohol que un cubo vacío. Entonces, ¿quién tiene la razón, a quién le asiste la verdad? ¿Quién, de todos los psiquiatras del mundo, puede presumir que conoce siquiera el 20% de la mente humana? La mente es el microcosmos más desconocido del universo, tanto o más que el cosmos infinito. Piensen un poquito. Deténganse a pensar…

  Digo esto, hago esta real reflexión, porque creo que Carolina, mi aún amada y misteriosa esposa, es una mujer de resquebrajable factura psíquica. Que quizás todo fue producto de los abusos y maltratos de su padre, pero que el peor de los daños lo hicieron los propios psiquiatras, uno tras uno y todos ellos en conjunto, porque le amalgamaron y forjaron una mente débil, proclive al precipicio por cualquier banalidad. Que se aprovecharon de ella porque sabían que tenía dinero para pagar todas las consultas y hospitalizaciones que decidían hacerle. Que la mayoría de ellos al principio actuaron de buena fe, pero que con el transcurrir de los meses y el tratamiento, al no poder doblegar su prepotencia, soberbia y sabelotodismo, únicamente se limitaron a escucharla y cobrar la hora de consulta. Y no estoy inventando, ni elucubrando. Me lo confesó en privado una de sus psiquiatras. Para resumir, textualmente me dijo: “Ya no soportaba esa situación. Ella venía y hablaba. Así transcurría la hora de consulta. No permitía que yo interviniese o le diese un diagnóstico. Cuando trataba de decírselo, se paraba, agarraba su cartera y se iba. Un buen día al fin pude decirle que así no íbamos a ningún lado, que no progresaríamos. Que me daba pena seguir cobrándole por nada y que, por favor, se buscase otro psiquiatra, pero que yo no la atendería más”. Me da lástima confesarlo, pero así fueron las cosas. Y entonces, ¿qué podría esperar yo?... De ella todo… Hasta mucho más de lo que me está sucediendo.
  Aunque en mi vida nunca he odiado a nadie. No porque no quiera, sino porque no tengo esa capacidad… ¡No sé cómo hacerlo! A veces me embarga un sentimiento que podría confundirse con el odio. No obstante, creo que sólo es rabia e impotencia, la cual se disipa a los pocos minutos. En la vida sólo he aprendido a amar, a soñar y a dejar que los sueños me envuelvan en ese halo misterioso que transporta al infinito… ¡Al cielo!... Entonces, ¿por qué odiar?... ¡Qué mortal estúpida ocurrencia!... ¡Amor, mucho amor necesita el mundo!

PAUSA DESFALLECIDA: Estoy empezando a perder las líneas en la agenda… ¡Mi brazo se descarriló por el alcohol y el cansancio! Voy a descansar un poco los dedos, ya que aprisiono con mucha fuerza la pluma antes de depositar mis palabras sobre el papel. Mañana será otro día. Espero que no esté cargado de tanta angustia y desesperación.

PAUSA ESTÚPIDA: ¡Ya es el otro día! Son las 1:40 a.m. de la madrugada del sábado. O sea hoy ya no es hoy sino mañana. Dejo abierto el Diario en esta misma página por si no puedo conciliar el sueño. Si fuese así, tomaré otra vez el bolígrafo y seguiré escribiendo.

MAÑANA:                                                                                
Prófugos de dolor.


Como quieres que te olvide - Soledad Bravo.

jueves, 21 de octubre de 2010

25 de agosto. (Parte II).

  No sé cómo terminará esta noche. Son las 10:10 p.m. Acabo de escuchar un ruido afuera. Me asomé y no vi a nadie. Antonello y Luna tienen su puerta cerrada. Fernando y Sonia aún no han llegado. Tampoco los vecinos que se mudaron anoche. Una abogada y su novio, o pareja… qué sé yo.
  Cerré la puerta, que aún permanecía abierta, y escribí estás líneas. Luego puse Desaires, el CD de Rocío Durcal. Lo escucho. La nostalgia y el desamor invaden cada poro de mi cuerpo. Mi corazón comienza a latir con más fuerza y me embarga una triste sensación. Una gran necesidad de llorar. De golpe el reproductor saltó a la canción Palomo gris, que dice: Vete…Vete… Levanta el vuelo… Yo te quiero feliz. Aunque comienza con estrofas como: Cuando el amor se acaba… Pero cuando el amor termina, se terminan las palabras… Se esconden los te quiero… ¡Qué angustia Dios mío!... ¡Qué lacerante desesperación hace presa de toda mi humanidad!... Mi alma y mi ser me abandonan a la oscuridad más absoluta, pero debo seguir de pie, luchando, entendiendo o tratando de entender qué está pasando en realidad… ¡O confusión amarga, apártate de mí.

  A mí no se me acabó el amor por Carolina. Espero que en ella tampoco. Que sus sentimientos se mantengan puros, que me siga amando y podamos recoger los pedazos rotos, si es que el fantasma de una tercera persona no sea más que una ilusión, una fantasía mía.
  Pensando en ello y sin poner en tela de juicio la integridad ni moral de Carolina, el otro día, el del cumpleaños de Robert, éste hizo un comentario tan lapidario que me estremeció. Estaba hablando de sus padres, de cómo rehicieron su vida y capital después de salir de su Cuba natal. De huir del marxismo-leninismo de Fidel y sus sanguinarias milicias. Contó que se les ocurrió la sabia idea de montar un gimnasio digno y de primera, totalmente alejado de la concurrencia de personas inescrupulosas. Refirió que en esa época la mayoría de los que funcionaban en Caracas estaban plagados de prostitutas, chulos y malvivientes. Los utilizaban como centro de encuentro de rufianes. Eran caldo de cultivo para la “prostitución social y selectiva”, aunque hoy en día, pese a todo al modernismo y discreción, la cosa no ha cambiando. Sólo han cambiado sus personajes y protagonistas. Apuntó Robert que el éxito de sus padres (antes no existía el spinning) consistió en hacerlo muy selectivo. Lo “depuraron”. Sólo aceptaban personas de reconocida solvencia moral.
  ¿Por qué me estremeció tanto ese comentario?... ¡Por Carolina, por supuesto! Ella tiene unos cuatro meses o cinco, a lo sumo, -lapso en el cual se produjeron nuestros mayores encontronazos- haciendo spinning y cambia a cada rato de gimnasio. Ninguno le cuadra o satisface aún. ¿Persigue a alguien?… ¿Qué busca en realidad?... ¿Ponerse en forma o algo más?
  Otra cosa. Robert también aseveró que la gran mayoría de los entrenadores o “profesores”, como les gusta que se les llamen ahora, son chulos, aprovechadores y aventureros.
  Las últimas “intercepciones” y chequeo de las llamadas de Carolina me indican que muchas fueron hechas a centros de spinning… ¡Dios mío!... ¿Qué hay de turbio en todo esto? ¿Será por ello que en la última llamada que me hizo -no la grabé- que duró más de hora y pico me decía y calificaba a cada rato de viejo… ¡Sí, decía que yo era un viejo!... Sigo deduciendo… Sigo pensando… Sigo atando cabos… ¿Cuál fue el verdadero motivo de nuestra separación?... ¿Las ofensas de parte y parte, o qué?... ¿Algo más profundo, más oscuro e insondable?… ¿Por qué en las últimas semanas me decía: “¡Ya verás cómo me voy a poner!”. Se refería a convertirse en flaca, o bajar muchos kilos, porque está bastante pasadita de ellos.
  ¿Habrá caído en la maraña de chulos entrenadores y vividores de gimnasios?... Si es así, ¡Qué Dios se apiade de su alma!
  No puede ser que en su confusión mental no haya respetado nada… ¡Ni matrimonio, ni hijo, honor o decencia!... ¿Será por eso toda la cortina de humo que tendió con lo de las fotos de mis antiguas amigas, las que tenía mucho antes de conocerla? Ella se califica de mujer honorable. Espero que así sea.
  Dios, ¿por qué no me unges con el don de la verdad?... ¿Por qué te obcecas en mantenerme en está horrible oscuridad?... ¡Dios, quiero ver!... ¡Ilumina mis ojos y corazón!
  Son las 10:38 p.m. Mi angustia se reaviva y las esperanzas de una reconciliación se disipan… ¿Qué hacer?... ¿Quedarme quieto y esperar la muerte?... ¿Qué hacer: irme a Aruba y enfrentarme con ella y la realidad?… ¿Hablar con la mitómana de Rosalía y ser pasto de sus viles engaños?... ¿Qué hacer?... ¡Dios mío, apiádate de mí!.... ¿Qué hacer?... ¿Esperar el desenlace del tiempo, de las horas, de la eternidad de los segundos?.... ¿Eso me devolverá la dicha y premiará con la verdad?... No quiero morir sin saber la verdad… Sé que muchos mueren sin saber porqué mueren y tampoco de dónde salió la ponzoña… ¡Lo sé!... Quizás es lo más fácil… Morir sin saber porqué, ni de dónde salió el tiro o la herida mortal que partió de las entrañas del propio cuerpo…Es lo más divino… Es morir como reyes… ¡Qué fácil es morir infartado!... Pero esta agonía… Este daño físico, espiritual y mental es la propia tortura del infierno… En esta oscuridad sólo la música salva mi alma.
  Ahora Soledad Bravo canta: Esperaré que pases lo mismo que yo… Que sientas nostalgia por mí…Que no me separe de ti… ¡Ay, qué dolor aprisiona mi alma!

PAUSA MISTERIOSA: Creo que por mi ventana entró un murciélago. Está cerca de la luz que está a mi espalda. Voy a investigar. Les tengo más asco que miedo, pero allá voy. Falsa alarma. Era una “tarita” chillona (grillo). La agarré y boté por la puerta.
  Como no tengo nada o poco que hacer, menos hoy y a esta hora, me puse a examinar mis manos y brazos. Carolina tiene razón, está en lo cierto: ¡son de un viejo!... Claro, me he demacrado mucho en la montaña. He perdido kilos a granel. Antes era fuerte, relleno y musculoso. Ahora doy pena ajena. Me parezco a uno de esos judíos que sobrevivió a los Campos de Concentración… Parezco salido de los hornos crematorios… No importa… Aún estoy vivo y tengo, creo yo, mis facultades mentales perfectas, casi inalteradas… Sólo el sufrimiento le ha hecho daño, pero no es tan grave e irreparable como para no dejarme pensar y escribir tal como lo estoy haciendo… Sé que algunas veces expreso cosas un poco alocadas, pero es lo que sinceramente pienso y como de aquí saldré, en el mejor de los casos, en una urna, me importa un carajo lo que se piense o no se piense de lo que escribo si alguien, alguna vez, llegase a encontrar este Diario… Escribo para no morir… Escribo para vivir… Escribo para entenderme, no para que me entiendan… Escribo para no pensar, porque el pensar mucho mata espíritu y mente… Escribo porque las palabras que voy garabateando en el Diario tienen vida, sentimiento, dolor…. Y si ellas están vivas yo también…

  PAUSA PREOCUPANTE: Lo de viejo parece ser cierto. Mucho más cuando, a pesar de mi incipiente barba (dejo de rasurarme durante días)… ¡Qué horror!... Además, me salieron bolsas en los ojos… Quizás repletas de esa ordinaria ginebra o por la humedad y los hongos, que me tiene los ojos constantemente irritados y llorosos… No hay dudas… Mi vejentud comienza evidenciarse. Sí, voy hacia el ocaso. ¿Pero ella sabía mi edad antes de casarnos?... Ella, que el 13 de octubre cumple cuarenta y un años, tampoco es ninguna niña. Cuando la jala mecate de Rosalía “aconseja” por teléfono a Carolina (¡qué malévolos mensajes subliminales le manda! Lo digo con conocimiento de causa, porque una noche “atrapé” y escuché durante casi una hora su conversación), no se cansa en decirle que es una “muñeca”, una muñequita linda, y la muy engreída se lo cree. Lo hace para endiosarla y después, cuando lo crea oportuno, esquilmarle un dinerillo o lo que se le antoje. ¡Qué sibilina es la tal Rosalía y que poca autoestima tiene Carolina!... ¡Cosa de locos!... Una vez, irritado por tantas y repetidas falsedades y porque Rosalía la ponía en mi contra, califiqué esa relación “amistosa” de cuasi lésbica. Carolina es Rosalíadependiente. La necesita como si fuese una droga. Sin sus adulancias se desmoronaría. Ella vitalmente precisa que a cada rato le suban la autoestima. No importa de dónde ni de quién provenga. Yo lo hice durante un tiempo, pero me agotó su prepotencia y soberbia. Renuncié a la falsedad y comencé a hablarle con la verdad, como un ser normal. Al parecer, eso la fastidió. Lo que pasa, y de ahí viene la dependencia, como si fuese una droga de alto poder, hacia Rosalía, ella necesita que le suban su ego, el cual se lo pasa en el subsuelo, y la vieja zorra lo sabe. Por eso la mima y le dice muñequita. Tú eres una princesa… Eres bella… Mereces lo mejor, le dice. La muy tonta de Carolina no se da cuenta de que está siendo manipulada y como esa imperiosa necesidad le hace tanta falta como el aire que respira, le prodiga fe ciega a esa celestina.


MAÑANA:                                                                               
“…¡Si esto es lo que esperas de mi vida contigo, mejor es no estar casada y tirar (hacer el amor) por fuera!

Diego Fortunato



Andrea Bocelli y Marta Sánchez. Vivo por Ella.
http://www.youtube.com/watch?v=wyqbpSyLiGc

miércoles, 20 de octubre de 2010

25 de agosto. (Parte I).

  Anoche me acosté temprano, a eso de las ocho y media de la noche. A la media hora un fuerte calambre, que me torció hasta arriba el dedo gordo del pie derecho, con dolor reflejo extensivo hasta el muslo, me hizo levantar de golpe. Comencé a caminar por mi pequeña cascarita, pero el dolor no se me quitaba y el dedo del pie seguía apuntado tieso hacia mi cara… ¡Coño, qué dolor!  Hoy desperté full deprimido. Quiero huir de la montaña y de todo lo que huela a ella.


PAUSA DE CANSANCIO: Son las 2:35 de la tarde del viernes 25. He fumado ya mucho y sólo tengo en el estómago las sobras de la pasta con atún de ayer, las cuales utilicé como desayuno. Además, como dije, estoy muy deprimido por algunos acontecimientos.

  No sé si echarme en la cama, fumarme otro cigarrillo y pensar si prepararme o no algo de comer. No lo sé… Indecisión turbadora…
 Por ahora me quedó aquí, atado al Diario. Estoy releyendo mi lista de deseos. En su libro Las siete leyes espirituales del éxito (de la vida), el cual tengo parcialmente subrayado, Deepak Chopra recomienda hacerlo.
 Desde que los escribí en una hoja de papel, el cual posteriormente doblé meticulosamente en ocho partes, la guardé debajo del cargador de mi celular que está sobre el mesón, a la izquierda de donde estoy escribiendo ahora. Lo hice con el propósito de tenerla siempre a la vista. La hoja en la cual redacté el gran sueño de mi vida la arranqué de una libreta. Es una hoja común y corriente tamaño carta, color violácea y con el dibujo de un corazón del mismo tono, pero en degrades, estampado en el centro. Forma parte del material de propaganda sobre el control de la hipertensión de un conocido laboratorio médico. El diecisiete de agosto escribí sobre esa hoja los seis deseos primordiales de mi vida. Ayer le agregué un séptimo. El texto es el siguiente:

MIS DESEOS

1) Ser feliz y amar al prójimo como a mí mismo.

2) Tener una quinta-museo, con todo el confort apetecible del mundo, en La Manzanita Country Club.

3) Lograr éxito como pintor.

4) Alcanzar notoriedad como novelista y escritor.

5) Que, a través de todos estos deseos, pueda darle felicidad, amor y paz a mi familia, amigos y a todos los semejantes que se me acerquen para que yo, a través de la Sabiduría Divina de Dios, los haga felices y convierta en seres que siembren paz, bondad y amor por en el mundo.

6) ¡Salud! Mucha salud espiritual, mental y física.

7) Volver con Carolina y vivir con ella un matrimonio lleno de dicha y felicidad.

 Dado, escrito y archipensado, el diecisiete del mes de agosto del año dos mil, en Las cascaritas, al sureste de las montañas de Turgua.

PAUSA ACCIDENTAL: Mientras terminaba de transcribir mis deseos en el Diario, Antonello, el siciliano, a quien -y que me perdone Luna- le hace falta otro tipo de mujer a su lado, si no nunca saldrá del hoyo en el que se encuentra, se asomó por mi ventana trasera y me pidió, en estado verdaderamente alarmante, para no decir deprimente, un vaso de agua mineral. Aquí el que toma agua de tubería y abusa en ello, corre con el peligro de contraer bilharzia, diarreas u otras enfermedades, sin mencionar el cólera, que siempre anda danzando por ahí. Le llené el vaso. También le ofrecí pasta, diablitos, atún, aceite de oliva, legumbres y lo que quisiese si le hacia falta. A los cinco minutos, o menos, volvió a asomarse.

  –Scusa.Un altro bicquiere d’acqua– manifestó en italiano mientras me extendía el mismo vaso plástico color naranja que le había llenado momentos antes.
  Le expresé que en la tarde había comprado un botellón (18 litros) y que si tenía un recipiente más grande se lo llenaría.
  Luego, suponiendo que el agua era para hacer una pasta, le ofrecí mi olla. (Va con “h” o sin “h”. Me refiera a cómo se escribe olla. Bueno, me da igual). Lo sé. Estoy perdiendo facultades y unos cuantos millones de neuronas con tanto alcohol barato que ingiero.
  No está en mí juzgarlos, pero creo que Luna y Antonello están dañados, muy dañados. Lo sé, no soy nadie, ni tengo autoridad para emitir juicio alguno, menos ahora. Aunque meses atrás me creía un ser casi perfecto y con capacidad de todo, de ser juez y el verdugo a la vez, ahora entiendo mi error y estupidez. ¡Qué cagada!... ¡Qué perversa prepotencia domina a veces pasajes de nuestras vidas y no nos damos cuenta del desatino sino hasta la hora de la muerte! Bueno, la cosa es que presiento que ambos, además de alcohol, utilizan drogas. ¡Qué Dios me perdone, pero es lo que creo!
  Sus ojos enrojecidos, más que todo los de Antonello, y la serie de tatuajes que se hizo recientemente Luna en manos y piernas (al menos son los que he podido ver), me arrastran a este apresurado juicio. No los critico. Ese es su problema, aunque lamento no poder ayudarlos, aunque el instinto animal que los humanos tenemos adormecido en nuestros cerebros, me indica que debo estar alerta. Hay mucha desesperación en sus rostros. A lo mejor ellos pensarán igual de mí, no obstante debo hacerle caso a mi intuición. No porque en realidad me importe mucho su vicio o que su proceder vaya de alguna forma a perjudicarme, mucho menos en esta desolada y triste montaña, sino por mis principios, por la forma en que fui educado. ¿Bien, regular o mal? No lo sé, ni eso importa ahora. Pero el sentido moral que creció, desarrolló, vivió y vive dentro de mí desde que era niño, difícilmente se pueden transgredir, olvidar o tirar al cesto de la basura en el momento que lo desee porque, simplemente, está cincelado con tinta indeleble e indestructible en mí ser. No existe nadie en el universo, ni tampoco jamás existirá, que pueda borrar el tatuaje moral grabado en mí conciencia.

PAUSA IMPORTANTÍSIMA: Había olvidado anotar en este Diario que encima del rústico “closet” de madera de mi cascarita acomodé unos portarretratos. En uno de peltre, que en alto relieve tiene grabada la imagen de un golfista en pleno swing, tengo a Dorian disfrazado de osito (fue hecho con tela amarilla y roja). La foto la tomé durante el Carnaval de este mismo año. En una de las equinas del portarretrato le incrusté una tarjetita de Anne Geddes en forma de huevo, de cuyo cascarón, resquebrajado en su extremo superior, se asoma el rostro de un lindo bebé. Es la tarjeta del Día del Padre de mi querido Dorian. Por supuesto, la compró y escribió Carolina. Decía: Papi… ¡Feliz día! Yo soy la apertura a la nueva vida que nació conmigo y que te regalo… Soy tu cascarón al… Tú lo pondrás en el futuro. ¡Feliz día! 18/06/2000. Eso era todo. Hace pocos días, no sé cuántos, a los puntos suspensivos que Carolina dejó en blanco, en el espacio sin escribir, lo continué y garabateé la palabra amor.

  A la izquierda del portarretrato coloqué una ardillita gris hecha de fieltro sostenida sobre una base plástica roja en forma de corazón, en cuyo interior, en letras blancas, decía: “Todo sería mejor si estuvieras conmigo”. Esa ardillita me la habían regalado cuando todavía vivía con Carolina. La había puesto sobre el televisor que estaba en la habitación principal. En la misma donde dormíamos, nos amábamos y soñábamos Carolina y yo cuando no había turbulencia en nuestros corazones. Luego de un tiempo, por decisión de Carolina, fue a parar dentro de una cesta que estaba a un lado del lavamanos “mío”. Escribo “mío” entrecomillas porque cuando Carolina remodeló el pent-house donde viviríamos después de casarnos, a un lado del dormitorio principal hizo construir una gran baño donde, además de una pequeña bañera circular, hizo poner dos lavamanos separados uno del otro por poco más de medio metro. Uno era de ella y el otro, supuestamente “mío”. Aunque siempre me recordaba que el apartamento y todo lo que estaba adentro era suyo.
  Sobre el listón de madera que funge de “repisa” del pequeño closet de mi cascarita, cerca del portarretrato de Dorian coloqué un carrito verde, un “draguns” de plomo que pertenece a una colección de autos en miniaturas que mi amiga Nina Plavovic llevó como obsequio cuando fue a visitarlo. En ese entonces Dorian tenía ya diez meses de nacido. A la izquierda, tapando un bolsón de palos de golf en alto relieve que forma parte del marco de otro portarretrato, dispuse, un poco desordenadamente, un pequeño Mickey Mouse de fieltro, de los que obsequian en los McDonald. Sobre el mismo tablón, al lado de la foto de Dorian, ubiqué un portarretrato dorado, muy hermoso y brillante, con una foto en blanco y negro, de esas antiguas, de mi madre en su época juvenil. En la época en que todavía Carolina y yo no amábamos estaba en “mi” estudio de pintura. Finalmente, a fin de darle un “acabado” impecable a ese rincón de la cascarita, cerré la “decoración” ubicando a la derecha de la foto de mi madre, una foto de Carolina y mía enmarcada en un portarretrato plateado, el cual tenía en casa sobre la mesita de noche de mi lado. En la estampa se nos veía felices. Estábamos sentados abrazados en la mesa de un romántico restaurante de Nueva York, al otro lado del Hudson. A nuestras espaldas se distinguía la Torre Crysler y otros rascacielos. Esa “hermosa y tierna” imagen también fue pasto de la hoguera de odio y desamor que hice con todas las fotos que tenía de ella. Antes, por supuesto, recorté el pedazo donde aparecía yo. ¡No me quería ir a podrir en el infierno donde iba ella! Fue el mismo día que rodé hasta el fondo del barranco. ¿Habrá sido por malo, perverso o un castigo del Altísimo? Esa foto, ya incinerada y que réquiem descanse en paz, la sustituí en el portarretrato por una del el bautizo de Dorian que tenía guardada entre los folios de mi agenda.

P/D A ESTA PAUSA: Aún conservo fotos de Carolina. Las escondí en un álbum que al abrirlo se despliega en cuatro alas. Allí sólo tenía fotografías de cuadros. No las destruiré.

SEGUNDA P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Entre los portarretratos coloqué la pequeña Biblia de bolsillo. Está abierta de par en par en las páginas 318 y 319 correspondiente al Capítulo 13 de la primera epístola del apóstol San Pablo a los Corintios. Así concluyo esta pausa. Era lo más importante que quería escribir y describir al referirme a las fotos, pero la mano de Dios me lo hizo anotar de último… ¡Qué Dios los bendiga y les de paz y amor a todos!

MAÑANA:                                                                                         
...¡Dios, quiero ver!... ¡Ilumina mis ojos y corazón!



BURKA - LIBERTAD (Nabucco de Verdi) - Nana Mouskouri.

martes, 19 de octubre de 2010

24 de agosto. (Parte y II).

  Sin sospechar que estaba desorientado, Iván y Carlos me seguían sin chistar. Seguían creyendo en mis “habilidades” por la seguridad que imprimía en cada una de mis palabras. Pero la realidad era otra. Estábamos perdidos. Yo lo sabía, pero no se los dije porque tenía la esperanza que de seguir subiendo podríamos ubicar las cascaritas.
  Comenzamos a subir montañitas. Una tras otra. Cuando terminábamos de subir una creyendo que era la última, al llegar, frente a nosotros veíamos otra, aún más alta.
  Ya no había que decir nada. Los tres sabíamos que estábamos completamente perdidos. Temíamos que la noche nos atrapase en esa fosa. De ser así y necesitar ser rescatados, nadie sabría siquiera dónde comenzar a buscarnos porque dimos muchas vueltas. Yo, al menos, no recordaba los sitios por los que pasamos. Quizás por el cansancio, quizás por la presunción de que no hacía falta recordar nada porque sería fácil salir de allí. Estaba equivocado. Muy equivocado. En todo caso, de no poder conseguir el camino de regreso, tenía el celular. Llamaría a Robert y le daría algunas pistas para que nos encontrasen.
  A fin de aplacar un poco la sed, comencé a absorber el néctar de algunas cayenas silvestres que encontraba a mi paso, cuya flor después mastica y comía. Eso calmaba el ansia y la urgente necesidad de bocado. Tenía días alimentándome mal y la poca reserva energética que tenía mi cuerpo la dejé en la montaña. Por más que insistí, mis compañeros de aventura no quisieron probarlas.
  Caminabamos extenuados, sedientos y, como dije arriba, con un hambre infernal. No sé como se veían nuestros rostros, pero presumo que tenían expresión de terror.
  Durante los ascensos pensé que de un momento a otro me daría un infarto. De la vanguardia pasé a la retaguardia. A veces, me detenía por segundos para que el ritmo de mi corazón aminorara un poco su traqueteo. Los guariqueños se detenían a esperarme metros más adelante. Aunque había perdido toda credibilidad ante ellos, de pronto les dije que no deberíamos seguir subiendo, sino bajar. Mi agotamiento era tal, que creí que de un momento a otro no daría un paso más. Que no lo lograría. Que no llegaría hasta el final de aquel cerro, el cual era bastante alto, y que ese final también sería el mío.
  Mientras avanzábamos, nuestros ojos trataban de ubicar un punto de referencia que nos orientara, pero nada. Desde lo alto de una de las montañas Iván divisó a lo lejos unos naranjales. Muy seguro de sí mismo afirmó que la finca de Robert quedaba por esos lados. Ya pasaban las tres de la tarde. Debido a la hora, el mismo Iván sugirió que lo mejor era regresar por el mismo camino que momentos antes habíamos dejado e ir hacia los naranjales. Carlos y yo asentimos.
  Bajamos y pronto entre la enramada nos topamos con un destartalado ranchito. Había sido abandonado desde hace bastante tiempo por quién sabe quién. En el suelo, bordeando el rancho, vimos una plantío de tomaticos silvestres en su punto exacto de maduración. Aunque eran del tamaño de una uva, mitigaron parte de nuestra sed y hambre. Mientras los comíamos divisamos otro apetitoso manjar: dos pequeños árboles repletos de limonsones, especie de naranja con injerto de limón. Uno sólo estaba maduro. Los corté con mi cuchillo y repartí entre los tres. Nos los comimos con apetito voraz.
  En la mañana, cuando bajábamos, percibimos en las profundidades del bosque el ruido de un riachuelo. Aunque no llegamos a ver ni una gota de su agua debido a la espesura, sabíamos que estaba allí. Gracias al cielo lo volví a escuchar. También vi una vereda muy similar por la que habíamos pasado. Se los dije y los tres pusimos nuestros oídos en estado de alerta.
  A pocos metros escuchamos el suave murmullo de pequeñas caídas de agua. ¡Allí estaba el río! Corrimos y bebimos hasta saciar toda nuestra sed y lavarnos con ese vital y preciado líquido cara, manos y cuerpo.
  Felices, pero preocupados, comenzamos el retorno río arriba. Encharcándonos de pies a cabeza fuimos escalando las resbaladizas piedras llenas de musgo y moho. Algunos resbalones, pero ninguno de nosotros perdió la vertical. De los cunaguaros nada. Sólo una bella, silenciosa y extasiante vegetación.
  Cuando solventar las gigantescas rocas se nos hizo ya imposible, dejamos el cauce del río y comenzamos a subir por un sitio muy empinado, buscando siempre una vereda paralela. El corazón casi se nos salía del pecho a los tres. Los latidos hacían eco en ese mortuorio silencio.
  Desde hace bastante tiempo iba con el torso desnudo. Había afianzado parte de la franelilla debajo de la gorra para que el resto me protegiese el cuello y parte de los hombros del sol. ¿El suéter?... ¡Quién me mandó a llevarlo! Colgando del cinturón, donde lo había anudado a fin de tener las manos libres. Los lentes nike, que tenía enganchados por una de sus patas debajo de la correa pasaron a mejor vida. Al inclinarme para pasar debajo de un tronco escuché el inconfundible track que hizo trizas a una de sus patas. A despecho mío los boté un poco más adelante.
  El regreso se hizo tan largo que mis piernas no querían responder. El asunto de los cunaguaros se había borrado de nuestras memorias y pensamientos, pero gracias a Dios, estábamos por salir de esa pesadilla. Lo único que queríamos era estar arriba, seguros y descansar.
  Los más agotados éramos Carlos y yo. Iván no lo parecía tanto, aunque a escasos kilómetros de las cabañas confesó estar molido.
  Poco antes de llegar, por la vereda que subíamos Carlos vio una serpiente cazadora oculta entre unos troncos de bambú podridos. Con sus demoníacos ojos seguía cada uno de nuestros pasos. El joven guariqueño alzó la rama que utilizaba, al igual que yo, como cayado y punto de apoyo, y le lanzó un garrotazo. Esta se rompió y sibilina la culebra corrió a refugiarse en la espesura.
  Al fin, unos cuantos metros más y estábamos en terreno conocido. Mientras pasábamos frente al grupo 16 de las cascaritas (yo vivía en una en el grupo 18), Nelson, su mamá y otros trabajadores que trataban a duras penas meter un fajo de bambúes dentro de un destartalado jeep, se asombraron al vernos.
  Iván y Carlos se quedaron ahí. Habían llegado a sus “casa”. Muy cerca de la residencia principal de la finca. Vivían en una suerte de caballeriza sin uso. Ese era su hogar y dormitorio. Proseguí hacia arriba solo. Faltándome apenas unos doscientos metros, una de mis piernas casi se encalambra y deja de responder a mis requerimientos. Tuve que “regañarla” para que siguiese caminando.
  Una vez en la cascarita, tomé mucha agua, me desvestí, lavé toda la ropa: botas, medias y ropa interior (menos el suéter) y la puse a secar. Luego me preparé una pasta corta (plumitas), a las cuales le vacié una latica de atún para darle sabor. Saciada el hambre, tomé un largo baño.
  Deberían ser cerca de las seis de la tarde. Estaba agotado y con dolores en las extremidades. Me tendí sobre la cama, puse las piernas en alto a fin de recuperar fluidez en la circulación, pero uno calambritos me obligaban a deshacer esa posición e incorporarme de la cama en el acto. Luego de unos cuantos pasos, el dolor se atenuaba.


MAÑANA:                                                                         
…escribí sobre esa hoja los seis deseos primordiales de mi vida.


Renato Carosone -  Tu Vuò Fa' L'Americano.
(Para disfrutarlo, reírse un rato y aprender).
http://www.youtube.com/watch?v=BqlJwMFtMCs

lunes, 18 de octubre de 2010

24 de agosto. (Parte I)

   Desperté temprano. Apenas dormí un par de horas o quizás un poco más.
  Aunque estoy aturdido por la noche de ayer, puedo pensar bien. Soy yo mismo, al menos eso creo. Me acabo de chupar un lexo, eso me tranquiliza casi como por arte de magia. Al momento de disolver bajo el paladar la pastilla, se realiza el “milagro”. Es como si un timbre sonara en tú interior y el subconsciente baja sus niveles de revolución interior y la paz vuele a tú espíritu.
  Por supuesto que la dichosa pastilla no obra así de rápido y no tiene nada de “milagrosa”. Lo único milagroso que en realidad existe es tú propia mente, que es más poderosa que un millón de drogas juntas si la sabes utilizar para bloquear o erigir lo que quieras. El milagro, el más grande de los milagros vivos y conscientes, es la mente.
  Pero hay un diablo, uno que pulula entre tu yo y la mente, y se llama conciencia. Muchos, cuando la muerte llega, a la conciencia la llaman espíritu. De esa misma forma, o algo parecido, funciona cuando la mente se debate entre pastillas y subconsciente.
  No hay uno ni lo otro. No puedo absorber conciencia ni espíritu si no soy digno de mi mismo. Sepan que el hombre es un animal social que no resucita si asume que su mente muerta está...
  Últimamente me da por llorar en las mañanas, igual pasa cuando estoy muy tomado. Es una sensación nueva, cuyos efectos “curativos” estoy empezando a descubrir. Antes no era así, ahora lo soy. Yo nunca lloraba, ahora lo hago casi por nada y con frecuencia. Me hace bien. Es como si arrojara por los ojos todo el dolor y las penas que tengo dentro. Refresca un poco mi ser y mi mente atormentada.
  El cristofué se alejó… Me abandonó. Quizás emigró. Se fue de este desesperado lugar. En estas montañas no hay nada, sólo penas. Ahora siquiera puedo escuchar su canto recriminatorio en las mañanas. Hubo un momento en que quería deshacerme de el a toda costa, ahora lo añoro… Añoro su canto de vida… Añoro su camuflaje… Añoro su cercanía.
  La vida en la montaña es dura. Los elementos la hacen aún más insoportable, mucho más viviendo en las endebles cascaritas. Primero el viento y el frío, luego la lluvia y en el verano el fuego del sol y los incendios, para seguir con las inundaciones de octubre y otra vez los desalmados chubascos... Es fuerte…
  Enjugué mis lágrimas y preparé una tortilla a la española con las papas que había salcochado ayer. Fue mi desayuno. Luego comencé a vestirme lentamente mientras pensaba en los cunaguaros (especie de pequeños tigres americanos) que, me dijeron, había por montones montaña abajo, hacia una pequeña selva donde confluyen varios silenciosos riachuelos.
  Desde hace días tengo ganas de bajar montaña abajo. La idea me seduce, y mucho. No puedo aguantar ese incontenible deseo de ir hacia aquel ignoto lugar que, aseguran, se encuentra al final del cerro, después de pasar un intrincado y oscuro bosque lleno de gigantescos y tupidos árboles.
  Hoy lo decidí. Voy a descender por el escabroso sendero alfombrado de mohosas hojas secas, aunque dicen que nadie se ha atrevido a bajar por allí. No pretendo ser un pionero, eso me importa un bledo. Sólo quiero, si es que en verdad voy a morir dentro de poco, una muerte noble, digna y sin sentido.
  Mi acción podrá interpretarse como un intento deliberado de poner fin a mi vida. Quizás, podría ser. No lo sé. El instante que decidí bajar, me encontraba en tal estado de dolorosa euforia, que ahora no puedo explicar si lo hice por simple aventura desquiciada o por qué. No sé… No lo sé… Sin embargo, debo decir que pese a todo lo que estoy pasando amo mucho a la vida y no creo estar tan loco como para intentar algo descabellado, estúpido e inútil. Eso no aplacaría mi sufrimiento, sino simplemente me quitaría la vida y entonces, sin vida, no podría desentrañar mi tormento… Saber el porqué de muchas cosas… ¿Qué hice mal y por qué?... ¿Si todo es verdadero o simples juegos de la fantasía, de fantasmas creados por mis celos?... Mi espíritu de aventura, de búsqueda de la verdad, por más dolorosa que esta fuese, no me habría permitido suicidarme… En fin, eso creo ahora, hoy. Mañana no sé si cambie de parecer.
  Lo que si es cierto e indudable, es que estaba todavía bajo los efectos del abuso de alcohol de la noche anterior. En ese estado de modorra que no sabes si estás parado sobre la tierra o levitando. Esa mezcla de estar y no estar totalmente en si, llevan a un estado de indiferencia donde el valor y el coraje rasguñan el atrevimiento. Ya nada importa si estás decidido y seguro de lo que vas a hacer. Es el ser héroe habiendo sido alguna vez un poco cobarde… En realidad, creo que estoy escribiendo lo que no debería escribir ya que no sé, ni estoy claro ni seguro sobre lo que verdaderamente siento y soy y, mucho menos, de lo que pasaba por mi mente en ese momento.
  No obstante, pese a no tener una verdadera motivación, estaba decidido a bajar por ese sendero que, decían, era extremadamente peligroso. Y lo hice y regresé, por eso lo estoy contado.
  Así comenzó: Me puse unas botas, mi viejo jean verde oliva y una franela del mismo color, colgué de mi cuello un péndulo hecho con cuarzo de seis aristas y una brújula de aficionados, de esas baratas, y un escapulario con la medallita de La Virgen de la Milagrosa en cuyo reverso estaba la imagen de San Miguel Arcángel, el protector de Carolina, santo del que es muy devota.
  En el bolsillo trasero del pantalón llevaba la cartera con mi documentación y apenas mil bolívares, el móvil, y una linternita. Endosé una gorra negra que en su frente tenía impresa la propaganda de Pirelli y me lancé a la aventura.

PAUSA CONFUSA: No se si escribo en primera, tercera, cuarta o quinta persona. Lo único que sé es que escribo la verdad, sin tiempos ni medida, pero sí con momentos reales y vivos, aunque salpicados de tormento e inconsciencia.

  Enganchado al cinto del pantalón llevaba un cuchillo de supervivencia, de esos que llaman Estilo Rambo, porque en la empuñadura, que es desenroscable, tiene incorporada una brújula (la de mi cuchillo está dañada desde hace bastante tiempo) además de otros implementos, como nylon para pescar, anzuelo y otras cosas que al momento de la verdad, cuando tienes hambre y te sientes perdido, no sirven para nada si no fuiste entrenado para saber cómo utilizarlos.
  ¡Epa!... Faltaba anotar que tenía puestos mis lentes negros Nike, estilo Robocop, y en mi izquierda llevaba un afilado machete.
  A esa hora de la mañana los guariqueños estaban cortando bambúes y troncos hacia el lado derecho de mi cascarita, paralelo al sitio por donde iba a descender. Es el paraje más peligroso y escarpado de esos lados de la montaña. Al verme, me preguntaron adónde iba. Les dije: “En busca de los cunaguaros” y dicho eso me lancé cerro abajo.
  Mientras bajaba abriéndome paso con el machete escuché ruidos como a sesenta metros detrás de mí. Me detuve para oír mejor y de pronto veo a Iván, quien sin ton ni son decidió seguirme. Me pidió el machete y cortando el monte y arbustos que nos impedían el paso, siguió bajando callado. Yo iba atrás, muy cerca. A los pocos minutos otro ruido de ramas rotas. Era Carlos, quien también se nos unió seducido por la aventura. No tendrían más de veintiséis o veintisiete años cada uno y, de los nueve, eran los más fornidos de los guariqueños. Los otros, excepto José Ángel y Pedro, son unos bebés.
  Según Iván, cuando comenzamos el descenso eran como las once y treinta.
  Al principio la pasamos bien. Todo era nuevo, ignoto ante nuestros ojos. Muchas cosas que explorar y de muchas cosas de qué maravillarnos, como de su flora. De los sembradíos naturales de bastón del emperador y su hermoso color escarlata y las aves del paraísos con sus verdes, amarillos y rojos que contrastaban con el paisaje semiselvático. Los había a montones por doquier. Así como las crestas de perico (o algo así).
  Bajamos y bajamos buscando el río, morada de los supuestos cunaguaros, pero nada de los felinos y menos del dichoso río. Estuvimos caminando sin detenernos y remontando un cerro tras otro durante más de tres horas y nada. Sólo sudor, cansancio y mucho sol.
  Llegado un momento caminábamos sin rumbo. No sabíamos dónde nos encontrábamos y tampoco cómo regresar a nuestro punto de partida. Evidentemente estábamos perdidos.
  Confiado en la brújula, de la que estaba súper seguro de que nos sacaría de allí, insistí en seguir adelante a fin de conseguir un camino, aunque fuese diferente, para iniciar el regreso.
  No obstante, lo mío era pura presumida intuición. Hace tiempo que estaba desorientado. No sabía, ni remotamente, donde estábamos. Lo único que sabía en mis adentros es que había perdido el norte. La brújula estaba bien, funcionaba a la perfección, no así yo.
  Antes de salir de la cabaña, al realizar la lectura inicial, cometí un grave error. Con un bolígrafo anoté las coordenadas del punto de partida en la palma de mi mano, pero con el sudor, el agua y todo lo demás, se borró. Lo sé. Eso solo se le ocurre a un… Bueno, digamos que son cosas de la resaca, descuidos de un desesperado. Sin embargo tercamente señalaba que las cascaritas estaban a 140 grados al sureste (quizás me traicionó el subconsciente (¡todo me traiciona!), porque la casa donde vivía con Carolina está al sureste de la capital). La realidad era que las cabañas estaban a 240 grados al suroeste, cosa que supe después. Estúpida y peligrosa confusión. Debí anotarlo en un papel. La próxima vez tomaré esa precaución.


MAÑANA:                                                                                                                
 Los tres sabíamos que estábamos completamente perdidos.

Diego Fortunato

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