miércoles, 20 de octubre de 2010

25 de agosto. (Parte I).

  Anoche me acosté temprano, a eso de las ocho y media de la noche. A la media hora un fuerte calambre, que me torció hasta arriba el dedo gordo del pie derecho, con dolor reflejo extensivo hasta el muslo, me hizo levantar de golpe. Comencé a caminar por mi pequeña cascarita, pero el dolor no se me quitaba y el dedo del pie seguía apuntado tieso hacia mi cara… ¡Coño, qué dolor!  Hoy desperté full deprimido. Quiero huir de la montaña y de todo lo que huela a ella.


PAUSA DE CANSANCIO: Son las 2:35 de la tarde del viernes 25. He fumado ya mucho y sólo tengo en el estómago las sobras de la pasta con atún de ayer, las cuales utilicé como desayuno. Además, como dije, estoy muy deprimido por algunos acontecimientos.

  No sé si echarme en la cama, fumarme otro cigarrillo y pensar si prepararme o no algo de comer. No lo sé… Indecisión turbadora…
 Por ahora me quedó aquí, atado al Diario. Estoy releyendo mi lista de deseos. En su libro Las siete leyes espirituales del éxito (de la vida), el cual tengo parcialmente subrayado, Deepak Chopra recomienda hacerlo.
 Desde que los escribí en una hoja de papel, el cual posteriormente doblé meticulosamente en ocho partes, la guardé debajo del cargador de mi celular que está sobre el mesón, a la izquierda de donde estoy escribiendo ahora. Lo hice con el propósito de tenerla siempre a la vista. La hoja en la cual redacté el gran sueño de mi vida la arranqué de una libreta. Es una hoja común y corriente tamaño carta, color violácea y con el dibujo de un corazón del mismo tono, pero en degrades, estampado en el centro. Forma parte del material de propaganda sobre el control de la hipertensión de un conocido laboratorio médico. El diecisiete de agosto escribí sobre esa hoja los seis deseos primordiales de mi vida. Ayer le agregué un séptimo. El texto es el siguiente:

MIS DESEOS

1) Ser feliz y amar al prójimo como a mí mismo.

2) Tener una quinta-museo, con todo el confort apetecible del mundo, en La Manzanita Country Club.

3) Lograr éxito como pintor.

4) Alcanzar notoriedad como novelista y escritor.

5) Que, a través de todos estos deseos, pueda darle felicidad, amor y paz a mi familia, amigos y a todos los semejantes que se me acerquen para que yo, a través de la Sabiduría Divina de Dios, los haga felices y convierta en seres que siembren paz, bondad y amor por en el mundo.

6) ¡Salud! Mucha salud espiritual, mental y física.

7) Volver con Carolina y vivir con ella un matrimonio lleno de dicha y felicidad.

 Dado, escrito y archipensado, el diecisiete del mes de agosto del año dos mil, en Las cascaritas, al sureste de las montañas de Turgua.

PAUSA ACCIDENTAL: Mientras terminaba de transcribir mis deseos en el Diario, Antonello, el siciliano, a quien -y que me perdone Luna- le hace falta otro tipo de mujer a su lado, si no nunca saldrá del hoyo en el que se encuentra, se asomó por mi ventana trasera y me pidió, en estado verdaderamente alarmante, para no decir deprimente, un vaso de agua mineral. Aquí el que toma agua de tubería y abusa en ello, corre con el peligro de contraer bilharzia, diarreas u otras enfermedades, sin mencionar el cólera, que siempre anda danzando por ahí. Le llené el vaso. También le ofrecí pasta, diablitos, atún, aceite de oliva, legumbres y lo que quisiese si le hacia falta. A los cinco minutos, o menos, volvió a asomarse.

  –Scusa.Un altro bicquiere d’acqua– manifestó en italiano mientras me extendía el mismo vaso plástico color naranja que le había llenado momentos antes.
  Le expresé que en la tarde había comprado un botellón (18 litros) y que si tenía un recipiente más grande se lo llenaría.
  Luego, suponiendo que el agua era para hacer una pasta, le ofrecí mi olla. (Va con “h” o sin “h”. Me refiera a cómo se escribe olla. Bueno, me da igual). Lo sé. Estoy perdiendo facultades y unos cuantos millones de neuronas con tanto alcohol barato que ingiero.
  No está en mí juzgarlos, pero creo que Luna y Antonello están dañados, muy dañados. Lo sé, no soy nadie, ni tengo autoridad para emitir juicio alguno, menos ahora. Aunque meses atrás me creía un ser casi perfecto y con capacidad de todo, de ser juez y el verdugo a la vez, ahora entiendo mi error y estupidez. ¡Qué cagada!... ¡Qué perversa prepotencia domina a veces pasajes de nuestras vidas y no nos damos cuenta del desatino sino hasta la hora de la muerte! Bueno, la cosa es que presiento que ambos, además de alcohol, utilizan drogas. ¡Qué Dios me perdone, pero es lo que creo!
  Sus ojos enrojecidos, más que todo los de Antonello, y la serie de tatuajes que se hizo recientemente Luna en manos y piernas (al menos son los que he podido ver), me arrastran a este apresurado juicio. No los critico. Ese es su problema, aunque lamento no poder ayudarlos, aunque el instinto animal que los humanos tenemos adormecido en nuestros cerebros, me indica que debo estar alerta. Hay mucha desesperación en sus rostros. A lo mejor ellos pensarán igual de mí, no obstante debo hacerle caso a mi intuición. No porque en realidad me importe mucho su vicio o que su proceder vaya de alguna forma a perjudicarme, mucho menos en esta desolada y triste montaña, sino por mis principios, por la forma en que fui educado. ¿Bien, regular o mal? No lo sé, ni eso importa ahora. Pero el sentido moral que creció, desarrolló, vivió y vive dentro de mí desde que era niño, difícilmente se pueden transgredir, olvidar o tirar al cesto de la basura en el momento que lo desee porque, simplemente, está cincelado con tinta indeleble e indestructible en mí ser. No existe nadie en el universo, ni tampoco jamás existirá, que pueda borrar el tatuaje moral grabado en mí conciencia.

PAUSA IMPORTANTÍSIMA: Había olvidado anotar en este Diario que encima del rústico “closet” de madera de mi cascarita acomodé unos portarretratos. En uno de peltre, que en alto relieve tiene grabada la imagen de un golfista en pleno swing, tengo a Dorian disfrazado de osito (fue hecho con tela amarilla y roja). La foto la tomé durante el Carnaval de este mismo año. En una de las equinas del portarretrato le incrusté una tarjetita de Anne Geddes en forma de huevo, de cuyo cascarón, resquebrajado en su extremo superior, se asoma el rostro de un lindo bebé. Es la tarjeta del Día del Padre de mi querido Dorian. Por supuesto, la compró y escribió Carolina. Decía: Papi… ¡Feliz día! Yo soy la apertura a la nueva vida que nació conmigo y que te regalo… Soy tu cascarón al… Tú lo pondrás en el futuro. ¡Feliz día! 18/06/2000. Eso era todo. Hace pocos días, no sé cuántos, a los puntos suspensivos que Carolina dejó en blanco, en el espacio sin escribir, lo continué y garabateé la palabra amor.

  A la izquierda del portarretrato coloqué una ardillita gris hecha de fieltro sostenida sobre una base plástica roja en forma de corazón, en cuyo interior, en letras blancas, decía: “Todo sería mejor si estuvieras conmigo”. Esa ardillita me la habían regalado cuando todavía vivía con Carolina. La había puesto sobre el televisor que estaba en la habitación principal. En la misma donde dormíamos, nos amábamos y soñábamos Carolina y yo cuando no había turbulencia en nuestros corazones. Luego de un tiempo, por decisión de Carolina, fue a parar dentro de una cesta que estaba a un lado del lavamanos “mío”. Escribo “mío” entrecomillas porque cuando Carolina remodeló el pent-house donde viviríamos después de casarnos, a un lado del dormitorio principal hizo construir una gran baño donde, además de una pequeña bañera circular, hizo poner dos lavamanos separados uno del otro por poco más de medio metro. Uno era de ella y el otro, supuestamente “mío”. Aunque siempre me recordaba que el apartamento y todo lo que estaba adentro era suyo.
  Sobre el listón de madera que funge de “repisa” del pequeño closet de mi cascarita, cerca del portarretrato de Dorian coloqué un carrito verde, un “draguns” de plomo que pertenece a una colección de autos en miniaturas que mi amiga Nina Plavovic llevó como obsequio cuando fue a visitarlo. En ese entonces Dorian tenía ya diez meses de nacido. A la izquierda, tapando un bolsón de palos de golf en alto relieve que forma parte del marco de otro portarretrato, dispuse, un poco desordenadamente, un pequeño Mickey Mouse de fieltro, de los que obsequian en los McDonald. Sobre el mismo tablón, al lado de la foto de Dorian, ubiqué un portarretrato dorado, muy hermoso y brillante, con una foto en blanco y negro, de esas antiguas, de mi madre en su época juvenil. En la época en que todavía Carolina y yo no amábamos estaba en “mi” estudio de pintura. Finalmente, a fin de darle un “acabado” impecable a ese rincón de la cascarita, cerré la “decoración” ubicando a la derecha de la foto de mi madre, una foto de Carolina y mía enmarcada en un portarretrato plateado, el cual tenía en casa sobre la mesita de noche de mi lado. En la estampa se nos veía felices. Estábamos sentados abrazados en la mesa de un romántico restaurante de Nueva York, al otro lado del Hudson. A nuestras espaldas se distinguía la Torre Crysler y otros rascacielos. Esa “hermosa y tierna” imagen también fue pasto de la hoguera de odio y desamor que hice con todas las fotos que tenía de ella. Antes, por supuesto, recorté el pedazo donde aparecía yo. ¡No me quería ir a podrir en el infierno donde iba ella! Fue el mismo día que rodé hasta el fondo del barranco. ¿Habrá sido por malo, perverso o un castigo del Altísimo? Esa foto, ya incinerada y que réquiem descanse en paz, la sustituí en el portarretrato por una del el bautizo de Dorian que tenía guardada entre los folios de mi agenda.

P/D A ESTA PAUSA: Aún conservo fotos de Carolina. Las escondí en un álbum que al abrirlo se despliega en cuatro alas. Allí sólo tenía fotografías de cuadros. No las destruiré.

SEGUNDA P/D A LA PAUSA ANTERIOR: Entre los portarretratos coloqué la pequeña Biblia de bolsillo. Está abierta de par en par en las páginas 318 y 319 correspondiente al Capítulo 13 de la primera epístola del apóstol San Pablo a los Corintios. Así concluyo esta pausa. Era lo más importante que quería escribir y describir al referirme a las fotos, pero la mano de Dios me lo hizo anotar de último… ¡Qué Dios los bendiga y les de paz y amor a todos!

MAÑANA:                                                                                         
...¡Dios, quiero ver!... ¡Ilumina mis ojos y corazón!



BURKA - LIBERTAD (Nabucco de Verdi) - Nana Mouskouri.

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