lunes, 18 de octubre de 2010

24 de agosto. (Parte I)

   Desperté temprano. Apenas dormí un par de horas o quizás un poco más.
  Aunque estoy aturdido por la noche de ayer, puedo pensar bien. Soy yo mismo, al menos eso creo. Me acabo de chupar un lexo, eso me tranquiliza casi como por arte de magia. Al momento de disolver bajo el paladar la pastilla, se realiza el “milagro”. Es como si un timbre sonara en tú interior y el subconsciente baja sus niveles de revolución interior y la paz vuele a tú espíritu.
  Por supuesto que la dichosa pastilla no obra así de rápido y no tiene nada de “milagrosa”. Lo único milagroso que en realidad existe es tú propia mente, que es más poderosa que un millón de drogas juntas si la sabes utilizar para bloquear o erigir lo que quieras. El milagro, el más grande de los milagros vivos y conscientes, es la mente.
  Pero hay un diablo, uno que pulula entre tu yo y la mente, y se llama conciencia. Muchos, cuando la muerte llega, a la conciencia la llaman espíritu. De esa misma forma, o algo parecido, funciona cuando la mente se debate entre pastillas y subconsciente.
  No hay uno ni lo otro. No puedo absorber conciencia ni espíritu si no soy digno de mi mismo. Sepan que el hombre es un animal social que no resucita si asume que su mente muerta está...
  Últimamente me da por llorar en las mañanas, igual pasa cuando estoy muy tomado. Es una sensación nueva, cuyos efectos “curativos” estoy empezando a descubrir. Antes no era así, ahora lo soy. Yo nunca lloraba, ahora lo hago casi por nada y con frecuencia. Me hace bien. Es como si arrojara por los ojos todo el dolor y las penas que tengo dentro. Refresca un poco mi ser y mi mente atormentada.
  El cristofué se alejó… Me abandonó. Quizás emigró. Se fue de este desesperado lugar. En estas montañas no hay nada, sólo penas. Ahora siquiera puedo escuchar su canto recriminatorio en las mañanas. Hubo un momento en que quería deshacerme de el a toda costa, ahora lo añoro… Añoro su canto de vida… Añoro su camuflaje… Añoro su cercanía.
  La vida en la montaña es dura. Los elementos la hacen aún más insoportable, mucho más viviendo en las endebles cascaritas. Primero el viento y el frío, luego la lluvia y en el verano el fuego del sol y los incendios, para seguir con las inundaciones de octubre y otra vez los desalmados chubascos... Es fuerte…
  Enjugué mis lágrimas y preparé una tortilla a la española con las papas que había salcochado ayer. Fue mi desayuno. Luego comencé a vestirme lentamente mientras pensaba en los cunaguaros (especie de pequeños tigres americanos) que, me dijeron, había por montones montaña abajo, hacia una pequeña selva donde confluyen varios silenciosos riachuelos.
  Desde hace días tengo ganas de bajar montaña abajo. La idea me seduce, y mucho. No puedo aguantar ese incontenible deseo de ir hacia aquel ignoto lugar que, aseguran, se encuentra al final del cerro, después de pasar un intrincado y oscuro bosque lleno de gigantescos y tupidos árboles.
  Hoy lo decidí. Voy a descender por el escabroso sendero alfombrado de mohosas hojas secas, aunque dicen que nadie se ha atrevido a bajar por allí. No pretendo ser un pionero, eso me importa un bledo. Sólo quiero, si es que en verdad voy a morir dentro de poco, una muerte noble, digna y sin sentido.
  Mi acción podrá interpretarse como un intento deliberado de poner fin a mi vida. Quizás, podría ser. No lo sé. El instante que decidí bajar, me encontraba en tal estado de dolorosa euforia, que ahora no puedo explicar si lo hice por simple aventura desquiciada o por qué. No sé… No lo sé… Sin embargo, debo decir que pese a todo lo que estoy pasando amo mucho a la vida y no creo estar tan loco como para intentar algo descabellado, estúpido e inútil. Eso no aplacaría mi sufrimiento, sino simplemente me quitaría la vida y entonces, sin vida, no podría desentrañar mi tormento… Saber el porqué de muchas cosas… ¿Qué hice mal y por qué?... ¿Si todo es verdadero o simples juegos de la fantasía, de fantasmas creados por mis celos?... Mi espíritu de aventura, de búsqueda de la verdad, por más dolorosa que esta fuese, no me habría permitido suicidarme… En fin, eso creo ahora, hoy. Mañana no sé si cambie de parecer.
  Lo que si es cierto e indudable, es que estaba todavía bajo los efectos del abuso de alcohol de la noche anterior. En ese estado de modorra que no sabes si estás parado sobre la tierra o levitando. Esa mezcla de estar y no estar totalmente en si, llevan a un estado de indiferencia donde el valor y el coraje rasguñan el atrevimiento. Ya nada importa si estás decidido y seguro de lo que vas a hacer. Es el ser héroe habiendo sido alguna vez un poco cobarde… En realidad, creo que estoy escribiendo lo que no debería escribir ya que no sé, ni estoy claro ni seguro sobre lo que verdaderamente siento y soy y, mucho menos, de lo que pasaba por mi mente en ese momento.
  No obstante, pese a no tener una verdadera motivación, estaba decidido a bajar por ese sendero que, decían, era extremadamente peligroso. Y lo hice y regresé, por eso lo estoy contado.
  Así comenzó: Me puse unas botas, mi viejo jean verde oliva y una franela del mismo color, colgué de mi cuello un péndulo hecho con cuarzo de seis aristas y una brújula de aficionados, de esas baratas, y un escapulario con la medallita de La Virgen de la Milagrosa en cuyo reverso estaba la imagen de San Miguel Arcángel, el protector de Carolina, santo del que es muy devota.
  En el bolsillo trasero del pantalón llevaba la cartera con mi documentación y apenas mil bolívares, el móvil, y una linternita. Endosé una gorra negra que en su frente tenía impresa la propaganda de Pirelli y me lancé a la aventura.

PAUSA CONFUSA: No se si escribo en primera, tercera, cuarta o quinta persona. Lo único que sé es que escribo la verdad, sin tiempos ni medida, pero sí con momentos reales y vivos, aunque salpicados de tormento e inconsciencia.

  Enganchado al cinto del pantalón llevaba un cuchillo de supervivencia, de esos que llaman Estilo Rambo, porque en la empuñadura, que es desenroscable, tiene incorporada una brújula (la de mi cuchillo está dañada desde hace bastante tiempo) además de otros implementos, como nylon para pescar, anzuelo y otras cosas que al momento de la verdad, cuando tienes hambre y te sientes perdido, no sirven para nada si no fuiste entrenado para saber cómo utilizarlos.
  ¡Epa!... Faltaba anotar que tenía puestos mis lentes negros Nike, estilo Robocop, y en mi izquierda llevaba un afilado machete.
  A esa hora de la mañana los guariqueños estaban cortando bambúes y troncos hacia el lado derecho de mi cascarita, paralelo al sitio por donde iba a descender. Es el paraje más peligroso y escarpado de esos lados de la montaña. Al verme, me preguntaron adónde iba. Les dije: “En busca de los cunaguaros” y dicho eso me lancé cerro abajo.
  Mientras bajaba abriéndome paso con el machete escuché ruidos como a sesenta metros detrás de mí. Me detuve para oír mejor y de pronto veo a Iván, quien sin ton ni son decidió seguirme. Me pidió el machete y cortando el monte y arbustos que nos impedían el paso, siguió bajando callado. Yo iba atrás, muy cerca. A los pocos minutos otro ruido de ramas rotas. Era Carlos, quien también se nos unió seducido por la aventura. No tendrían más de veintiséis o veintisiete años cada uno y, de los nueve, eran los más fornidos de los guariqueños. Los otros, excepto José Ángel y Pedro, son unos bebés.
  Según Iván, cuando comenzamos el descenso eran como las once y treinta.
  Al principio la pasamos bien. Todo era nuevo, ignoto ante nuestros ojos. Muchas cosas que explorar y de muchas cosas de qué maravillarnos, como de su flora. De los sembradíos naturales de bastón del emperador y su hermoso color escarlata y las aves del paraísos con sus verdes, amarillos y rojos que contrastaban con el paisaje semiselvático. Los había a montones por doquier. Así como las crestas de perico (o algo así).
  Bajamos y bajamos buscando el río, morada de los supuestos cunaguaros, pero nada de los felinos y menos del dichoso río. Estuvimos caminando sin detenernos y remontando un cerro tras otro durante más de tres horas y nada. Sólo sudor, cansancio y mucho sol.
  Llegado un momento caminábamos sin rumbo. No sabíamos dónde nos encontrábamos y tampoco cómo regresar a nuestro punto de partida. Evidentemente estábamos perdidos.
  Confiado en la brújula, de la que estaba súper seguro de que nos sacaría de allí, insistí en seguir adelante a fin de conseguir un camino, aunque fuese diferente, para iniciar el regreso.
  No obstante, lo mío era pura presumida intuición. Hace tiempo que estaba desorientado. No sabía, ni remotamente, donde estábamos. Lo único que sabía en mis adentros es que había perdido el norte. La brújula estaba bien, funcionaba a la perfección, no así yo.
  Antes de salir de la cabaña, al realizar la lectura inicial, cometí un grave error. Con un bolígrafo anoté las coordenadas del punto de partida en la palma de mi mano, pero con el sudor, el agua y todo lo demás, se borró. Lo sé. Eso solo se le ocurre a un… Bueno, digamos que son cosas de la resaca, descuidos de un desesperado. Sin embargo tercamente señalaba que las cascaritas estaban a 140 grados al sureste (quizás me traicionó el subconsciente (¡todo me traiciona!), porque la casa donde vivía con Carolina está al sureste de la capital). La realidad era que las cabañas estaban a 240 grados al suroeste, cosa que supe después. Estúpida y peligrosa confusión. Debí anotarlo en un papel. La próxima vez tomaré esa precaución.


MAÑANA:                                                                                                                
 Los tres sabíamos que estábamos completamente perdidos.

Diego Fortunato

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