jueves, 4 de noviembre de 2010

2 de septiembre (Parte y2).

  Retomo el Diario. No me gustan los finales cargados de tristeza y el mío no será así. Me resisto. No lo acepto. Además, no hay vida sin amor, ni amor sin vida y yo todavía estoy vivo.
  Son la 1:45 a.m. O sea ya es mañana 3 de septiembre.
  Ayer recibí una extraña llamada. Aunque, gracias a Dios, el día transcurrió en paz, una endeble y delgada paz. Pasaron cosas que rescatan y afianzan mi fe. Si bien nunca la he perdido, si extraviado temporalmente. El amor al prójimo abunda por doquier, sólo hay que percibirlo y absorberlo. ¡Gracias, Dios, por hacérmelo ver! ¡Qué bella es la vida cuando a tu paso tropiezas con seres de alma pura!
  Necesito, tanto como el aire que respiro, seguir escribiendo, descargando mi pena, a veces impregnada de furia, otras de desesperanza y, algunas veces, de amor. Lástima que mi intelecto no me ayuda y muchas palabras huyen de mi mente sin que tenga la capacidad de transcribirlas con la dulce sutileza que merecen cuando inundan mis pensamientos. Quizás es tanta la furia que anida mi alma, que mi razón se ciega. El propio egoísmo de mis pensamientos oscurece todo lo hermoso que a veces se presenta ante mis ojos.

PAUSA PREBEODA: La botella está a medio dedo de decirme adiós (tengo otra). Las manillas del reloj siguen imperturbables su camino, sin conmoverse de mi dolor. Sólo les interesa ir en busca del nuevo día. Ellas no piensan. Son mecánicas. ¡Cómo me gustaría ser como ellas!... Mecánico, sin pensamientos que me turben.

  Los sonidos de mi desesperanza retiñen en la noche oscura. Sólo veo un tropel de sentimientos cuyo color huelen a humo y alcohol… ¡Quiero música en mi corazón!... Necesito campanas de paz, no la silenciosa serpiente que alimenta mi desesperación… ¡Besa mi boca, muerte, porque ni tu sentencia podrá acabar con mi pena!
  Hijo, hoy daría la vida por verte… ¡Te quiero ver!
  Estoy otra vez borracho y con mi pluma maltratando el recuerdito del bautizo de Dorian, uno de los pocos que llevo conmigo… No quiero verlo, porque mi alma se irá en llanto… Te voy a mudar unas páginas más atrás… Estoy escribiendo en una pequeña libreta que compré para seguir garabateando el Diario. No tiene fecha ni nombre. Sus páginas están unidas por un espiral blanco, tal como el suspiro de la muerte y la vida.

PAUSA DE PAZ: Son las 2:00 a.m. del día 3 de septiembre. Voy, con el poco alcohol que me queda, tratar de aniquilarme… Sé que ya lo estoy, pero mi corazón sangra y sólo Dios podrá cerrarme las heridas. Si no fuese por Él, el Todopoderoso, hace tiempo estaría ya (acceso de tos) muerto.

MAÑANA:                                                                              
  A veces pienso cosas terribles y después recapacito. Los celos y la inseguridad nublan la mente más lúcida. Mi tormento no me hace ver con claridad, oír ni sentir.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

2 de septiembre (Parte 1).

       SEGUNDA PARTE
   LOS SONIDOS DE MI DESESPERANZA

  Anteanoche estuve divagando un poco, pero me hizo bien. Reflexioné sobre algunas cosas… ¡Mentira!... ¿Cuál reflexión si no tengo siquiera capacidad de pensar en paz?... Cuál reflexión, si a veces lo único que sale de mi mente son incoherencias… Incoherencias de amor y sufrimiento. Bueno, eso no importa. El asunto es que estoy vivo y escribiendo nuevamente. Eso es lo importante… Eso y el amor.
  El amor es el todo en la nada, la exaltación de la vida. No lo dejaré escapar aunque muera en el intento… “Navega siempre en el mar donde el amor desata su tempestad de gloria”, escucho que me dice mi conciencia, y lo haré. Juro que navegaré en ese mar hasta en el último suspiro… ¡Dame luz, sabio Dios!... Dame luz para seguir amando… Dame luz para amarte aún más… Por favor, ¡dame luz!... Escucha mis súplicas.
  Vivir sin amor es como estar desterrado en una jungla tormentosa y salvaje. Todos lo saben. Yo lo estoy sabiendo ahora y probando su acre dolor.
  Sé que brinqué un día en mi desesperación. Fue el de ayer, creo. Ayer… prefiero no contar nada de ayer, excepto una cosa. Tendido en la cama de mis sueños tomé la palabra amor entre mis dedos y comencé a jugar con sus letras. La más suave es la O. Redondita y tersa. Mientras pasaba la punta de los dedos sobre su delicada superficie me hizo recordar el cuerpo, el abdomen sedoso de mi Carolina. Mientras lo palpaba, la diminuta O fue poco a poco creciendo y su textura convirtiéndose en piel humana, con sus poros, olor y toda su delicadeza. Cerré los ojos y pensé por instantes en Carolina. En como pasaba mi manos sobre su suave abdomen y la veía a ella mirándome con dulce pasión. Sus ojos me sonreían y sus labios semiabiertos insinuaban amor y placer. Viendo aquella escena en mi mente, con rubor confieso que llegué a excitarme. Pronto la aparté para no perturbarla y quedara así en mi recuerdo. Pura, limpia, sin pecado concebido… La O encierra todo. Es un globo. Es el mundo en amor. El amor mismo convertido en todo un planeta. Es la esfera de la eternidad a través de amor. ¡Qué hermoso y necesario es el amor! Hace falta más que aire, más que el oxígeno para poder vivir. Estar sin amor es como estar sin cordura. Aparte delicadamente a un lado la O, para que no fuese contaminada en su inmaculada pureza y redondez y comencé a jugar con todas las demás letras del amor. La R no me gustó. Su rabillo final parecía una espina. Una daga que olía a traición. La dejé y enseguida tomé entre mis dedos a la A… ¡Ah, qué hermosos recuerdos trajo a mí memoria! La A es el todo, el principio y el fin del amor. Es el alfa y el omega. ¡Qué hermosa letra! Y es que amor no podría comenzar con ninguna otra letra que no fuese esa. Además, es la primera en todo. En el abecedario y en las vocales. En fin, la A es el amor en toda su magnificencia y divino fulgor. La M, en cambio, aunque grande y majestuosa, con sus largas patas a cada uno de los lados, se me asemeja a dos centinelas, a dos alabarderos que cuidan, vigilan bajo sus pórticos y columnatas romanas la entrada del amor. Si este es bueno y noble, lo dejan pasar. Si es cruel, cínico y falso, le cierran el camino. Me encanta la M. Además, la asocio con maternidad. Es la primera palabra que se me viene a la mente cuando veo la M de amor. No hay nada más tierno, sublime y angelical que la maternidad. ¡Es el milagro de la vida y la existencia!... ¡Es Dios en el vientre de una mujer!... Una reflexión final y una disculpa. Creo que en mi dolor traté muy mal a la R del amor. No intuí con claridad su representación. Recapacité y me disculpo. La R, la R es el final. La conclusión y realización del amor en toda su magnificencia divina. Es el vivir junto al ser amado hasta el fin de la vida, hasta el fin de los tiempos abrazados. Tiernamente abrazados porque el amor, el amor verdadero nunca acaba, nunca muere, persiste en el tiempo por siempre.
  Y así, mimando y adorando a la palabra amor, me quedé un rato más echado en la cama. Embelesándome con esa divina palabra. Y entre los juegos que hacía, me percaté que deletreando amor al revés se lee Roma. También hice otros “reveladores” descubrimientos. Al combinar sus caracteres leí en mi mente el nombre Omar. Y siguiendo el juego con sus letras que compone amor, pronto me conseguí con el nombre de Mora, Ramo, Orma sin H, Maro, Arom (aroma en inglés, creo yo), Maor (que si mal no recuerdo era un guerrero vikingo amigo Thor, el dios escandinavo del amor y las guerra), Moar y así otras… Entonces concluí que el amor tiene mil sonidos y su universo mil formas, siempre y cuando se ame con noble desprendimiento y pureza.
  ¿Se nota?... Se nota que estoy fastidiado y que no tengo nada, absolutamente nada, qué hacer en esta montaña excepto pensar... Al menos esas estupideces me alejan del dolor… De imágenes funestas.

MAÑANA:                                                                  
  Las manillas del reloj siguen imperturbables su camino, sin conmoverse de mi dolor. Sólo les interesa ir en busca del nuevo día. Ellas no piensan. Son mecánicas. ¡Cómo me gustaría ser como ellas!...

martes, 2 de noviembre de 2010

31 de agosto (Parte y4).

   Son las 9:45 p.m. Oigo ruidos a mis espaldas. Son Fernando y Sonia que están llegando. Dejaré la pluma a un lado y esperaré cinco minutos. Después les tocaré la puerta. Abrió Sonia. Danger estaba adentro con ellos. Le relaté lo de la tormenta y pregunté si no se les había inundado la cascarita. Sonia afirmó que no. Después les conté que en la tarde le di a Danger, que en las tardes se monta en dos patas y se asoma solícito a mi ventana, toda la olla de caraotas blancas con arroz y salchichas que me sobró del día anterior. Sonia quedó pasmada. Al rato vino Fernando, quien estaba en el baño, y me pidió que no volviese a hacerlo porque el perro es muy delicado del estómago. Le recordé que él mismo me había dicho que le daba caraotas porque contenían mucho hierro. Fernando consintió, pero agregó que sólo le daban un poquito y mezcladas con perrarina. Pedí disculpas y le aseguré que no lo volvería a hacer aunque me siga manipulando con su carita de víctima mimada cuando se asoma por las tardes. Fernando sonrió. Sonia afirmó que iba a comprar y darme un paquete de galletas especiales para que se las diese. “Eso si, advirtió, raciónalas. No se la des todas de un sólo golpe”.

PAUSA DE INQUIETUD: ¿Dónde carajo está Carolina? ¿Dónde tiene a mi hijo? Esperaré uno minutos más, que sea un poco más tarde, y me meteré otra vez en el sistema de mensajería del teléfono de la casa, mi antiguo hogar. Espero que al celular les den ganas de funcionar.

  Les referí a Sonia y a Fernando lo de la cera y deshumificador y lo económico que costaron. Los invité a ver los resultados. Vino sólo Fernando. Me pidió que les mostrase uno de los deshumificadores y mientras iba a buscarlo, vi que curioso observaba de reojo este Diario, el cual tenía abierto sobre el mesón y con el bolígrafo encima, tres o cuatro páginas atrás de la que estaba escribiendo antes de ir a tocarles la puerta. El pobre no habrá podido descifrar siquiera una palabra de mis garabatos, los cuales son bastante confusos. Tanto, que a veces hasta a mi me cuesta leer lo que escribo.
  El deshumificador, le pareció bien.
  –Vamos a ver si funciona, porque esos hongos son muy poderosos –expresó dubitativo y luego agregó– Lo del sábado si va. Mi tío (Patricio) llamó para reconfirmármelo.
  – ¡Buenísimo! No te preocupes, iré a conocer a esa “pavita” (jovencita) de 54 años –respondí mordaz.
  Mi respuesta fue una mierda. No lo hice por maldad, sino arrastrado por esa intolerante agonía que no me desampara.

PAUSA DE INQUIETA IRRITACIÓN: Llamare a mi antiguo hogar y me meteré en la contestadora… Suspenso y espera… Traté, pero el odioso celular no quiso funcionar… ¡Lo freiré en la sartén para quemarle toda la humedad y hongos!... Pensándolo bien: ¿Será que la pila expiró o, definitivamente, el aparato se dañó? Sea lo que sea, ni remedio, ya lo puse a “tostar” sobre la lamparita. Tal vez se apiade de mí y me deje hacer aunque sea una desesperada llamada más. El alcohol ya está haciendo mella en mi maltratada humanidad. Son las 10:20 p.m. y Soledad Bravo me taladra el cerebro con la canción número 9, titulada “Al son de este bolero”, la cual dice: Comenzaría todo otra vez si contigo fuera corazón/ La llama aún quema en mi pecho/ Nunca se apagó… ¡Qué torturante!… ¿Tendrá Carolina un amante?

  El aparato de sonido se detuvo de golpe. Ceso de tocar. Por más golpecitos que le doy con mi pluma y las manos, nada. Se quedó mudo. Como que se apiadó de mí y no quiere que escuche la número doce (“No puedo ser feliz”), mí preferida, o me quiere terminar de desesperar. Por aquí aislado, sin música, y sólo con el croar de las ranas y los grillos de melodía de semifondo, es como para volverse loco. Necesito un pequeño descanso. Me fastidié de sacudir y darle golpes al aparato y me estoy desesperando… ¡Qué angustia, que sufrimiento, Dios mío! Tengo ganas de estallar en llanto, pero sólo logro que mis ojos se humedezcan apenas un poco más de lo que siempre están. Todos complotan contra mí, ¡hasta el bendito aparato!

PAUSA DE VIDA: Un trago para que la desesperación baje sus decibeles.

  Casi logro que funcione. Puse el selector en la canción Nº 10 y apenas comenzó a sonar, regresó a doble cero. Voy a poner la Nº 12 de una vez por todas a ver si la agarra. ¡No lo hizo! Regresó al 00. Otro intento y otro trago de gin. ¡Tampoco!... ¿Todo está contra mí?... Sí, tal parece que si… Otro trago para calmar la angustia… Este quema, pero no por ello deja de ser sabroso. Voy a poner otro CD. Necesito música, ruido, algo que acalle las voces de mí alma herida.
  ¡Aleluya! Al fin funcionó con los “Cantos sefardíes”… ¡No!... Fue una ilusión… Sólo duró unos segundos y volvió a enmudecer. Pondré el canal clásico en la radio. Quizás me dé paz. Un poco de Mozart, Shubert, Beethoven, Bach o Thaikovsky… O un Paganini con su inquieto y virtuoso violín que me lleven a otra dimensión, donde la tristeza (¡ja, ja!) no tenga universo ni cabida.
  La muerte, ¿será qué tan sólo la muerte me concederá descanso?… No, no puede ser posible. Dios es piadoso. Tan piadoso que en lo más íntimo de mí ser escucho sonar campanas, pero me confunden… No entiendo… ¿Serán el augurio de una ruptura definitiva? El anuncio de que nunca volveré con Carolina, cosa que tercamente me resisto aceptar. Con ella se iría parte de mi existencia, lo sé… Todo, a mí alrededor, los árboles, los pájaros y el olor del viento lo perciben y me lo transmiten. Pero yo, mortal estúpido y egoísta, ególatra sin razón, busco darme por desentendido. Más que aplacar mi martirio lo avizoro a través de una esperanza que no existe, porque aunque haya amor en mí corazón, aunque sea cargado de furia, en el de ella no existe porque jamás existió. Nunca me amó, sólo estaba desesperada por sexo.
  Ser misericordioso, ilumíname para no seguir torturándome... ¡Dame otra señal!… Sí, otra señal que dentro de mí imbecilidad pueda absorber con claridad.
  Sé, Dios, que estoy pidiendo demasiado. Sé que Tú estás guiando mis entumecidas y desesperadas manos, pero Tú también sabes, en tu sabiduría infinita, que soy un imbécil y soñador romántico que no quiere, que se resiste, o no sabe, ver las cosas con claridad. ¡Dame luz, sabio Dios!... Dame luz para cumplir la misión que me destinaste en éste mundo. Dame luz para llevar hacia tu morada a hombres de fe. Seré tu incondicional pastor, Dios mío… Dame luz para amarte aún más… ¡Por favor, dame luz!
  ¡Coño, es que no logro entender nada!… Coño, todos me desamparan… Menos tú, mi Dios. Todos me hacen ver las cosas oscuramente, todos me rechazan. ¿Por qué Dios? ¿Qué cosa tan mala hice para pagar tan alto precio?...
  ¡Qué pregunta!... ¡Qué bolas tengo yo al increparte!... Qué bolas, si Tú todo lo sabes y diriges. No, no estoy maldiciendo ni reprochando nada, sólo estoy estúpidamente, filosofando.
 ¡Qué bolas las mías, Dios, queriendo contradecirte!... A ti, el Dios del universo infinito… El omnipotente, el omnipresente, el que todo lo sabe y lo ve. Qué bolas las mías, ¿verdad?
  Sé que tengo que sufrir, Dios. Sé que me tienes destinada una misión… Que una de ellas es la de escribir éste Diario… Sé que me consideras un alma buena y piadosa. Sé, igualmente, que por Tú gracia divina aún estoy vivo… Sé tus pensamientos mi querido Dios, pero ¿hasta cuándo ésta prueba?... Coño, qué pregunta estúpida, si Él lo sabe de antemano.
  Coño Dios, si sabías todo esto, si sabías que Carolina no era mí pareja perfecta, ¿por qué coño me hiciste casar con ella y engendrar un hijo? Perdona mi pregunta Dios… Ya recordé el porqué… Recuerdo mis rezos. Veo que no fueron vanos. Que escuchaste mis mudos pensamientos y luego de viva voz que yo lo deseaba. Que quería estar con ella…Lo recordé… Ya entendí, Dios. Lo que pasa es que soy un poco torpe (¿mucho?) en entender tus designios… Escuchaste mis súplicas de entonces. Cuando con mis labios depositados sobre el vientre gestante de su madre pedía que Dorian fuese un profeta, un nuevo conductor de la humanidad. Que de grande se convirtiese en un guía espiritual, en un gran cristiano, cuya misión de vida sería derrotar el materialismo y conducir a la humanidad hacia un mundo mejor y más humano para llevarnos a todos, seres imperfectos, hacia ti, mí Dios… Hacia la verdad absoluta, más allá de la verdad aparente que cercena el pensamiento puro de los hombres. Cuántas veces te lo supliqué Dios... ¡Qué olvido tan misterioso y estúpido el mío, Dios!
  Gracias, gracias por hoy, aún 31 de agosto, mostrarme la verdad de mí sufrimiento, de revelarme mí misión: engendré un hijo de un ser cruel, materialista y malvado para que en un futuro sea uno de tus arcángeles, profetas o guías hacia la liberación de la humanidad.
  Es cierto, lo pedí tantas veces que así fuera, que me siento alborozado por mí olvido. Ahora sé, Dios, el porqué de mí separación y sufrimiento. Era la cuota, y la es, que debo pagar por mi atrevida pretensión.
 Ahora que lo sé, ahora Dios Todopoderoso que me has dado la luz, pagaré mi deuda contigo con el mayor de los gustos, con la mayor complacencia, ya que sé, se hará tú voluntad.
 ¡Bendíceme Dios en mí ignorancia porque pese a ella nunca dejé de amarte y nunca lo haré, aunque esté en la dimensión de los muertos o donde Tú me quieras llevar!


FIN

PAUSA DESPUÉS DEL FIN: Hora 11:55 p.m. Complacido, con ganas de llorar y al mismo tiempo de reír, beso el portarretrato con la foto de mi adorado Dorian. Lloraré, pero esta vez de felicidad… Por amor, porque ahora tengo un aliciente que reconforta mí destrozada alma y ese es Dorian… ¡Lloro, al fin lloro!... Lloro por amor… Por siempre, ¡por el amor!

PAUSA DE OBSERVACIÓN IMPORTANTE: El fin anterior quizás no sea el fin final. Éste Diario podría tener dos finales. Todo depende de los próximos acontecimientos y las ganas que me queden para seguir con esto. Sé que estos garabatos están todos desordenados y que sólo yo entiendo o sabría recomponer este rompecabezas, pero si sigo vivo en los días venideros, lo ordenaré. Son las 1:35 a.m. del 2 de septiembre. No tengo sueño pese a los cuatro lexo y a la media botella de ginebra que tomé… Y eso que me había prometido que hoy no iba a tomar ni fumar… Qué engaño, pero no lo puedo evitare pese a que está minando mi salud… PAUSA DENTRO DE LA OBSERVACIÓN IMPORTANTE: Me estoy sirviendo y acabo de tomar otra tacita de gin… ¡Uff!... ¡Quema!... Decía que en estos momentos no puedo, en verdad, dejar de hacerme daño. Por ahora lo más importante es ver y abrazar a Dorian. Si no lo logro retomaré el Diario y así tendrá dos finales… El que escribí ayer (¿ayer?) y el que tendrá si prosigo. El Diario al menos me da una razón, una justificación para seguir viviendo, a pesar de que esté plagada de tormento y desesperación. Aunque tú crueldad, Carolina, no merece el perdón de Dios, te concedo el mío.


P/D: Para los que conocen el arte de escribir ninguna novela lleva ya la indicación de FIN, pero como esto es un Diario, el autor se ha  permitido no sólo hacer eso, si no lo que, de ahora en adelante, le venga en ganas en aras del dolor y la literatura.
MAÑANA:                                                                   
                   SEGUNDA PARTE
   LOS SONIDOS DE MI DESESPERANZA.

lunes, 1 de noviembre de 2010

31 de agosto (Parte 3).


  Prosigo. (Se supone que ya cené. Ahora son las 8:30 p.m.).
  Voy hacia atrás en el día. Después de mi “suculento” almuerzo, me dije ¡manos a la obra! Moví la cama, barrí y comencé a echar la cera plástica, la cual expandí con la escoba. Las indicaciones escritas detrás del pote decían que debía esperar treinta minutos, tiempo del secado, pero yo seguí. Tratando de no pisar lo húmedo, sin embargo en varias ocasiones mis cholas quedaron adheridas al suelo. Pese a todo, quedó bien. No estoy totalmente complacido, pero al fin quité esa capa blanca que estaba debajo de la cama. Creo que eso me tenía los ojos llorosos y últimamente no permitía que soñase en paz, como solía hacerlo. Además, ese olorcito a viejo, a podrido, es insoportable. Después que finalice de extender la cera por toda la superficie visible de la cascarita, procedí a vaciar el closet. ¡Oh, desastre! Todos mis zapatos -negros, marrones, vino tinto y botas- estaban pintados de blanco desde la suela hasta el cuero. Los cepillé afuera, en la parte de atrás de la cabaña. Sudé la gota gorda durante el “trabajito”. Luego limpié el piso del mal llamado” closet”, que también estaba blanco por los hongos. Barrí, cepillé, limpié y luego apliqué el producto. Quedé satisfecho del trabajo y el esfuerzo ya que evito, al distraerme, tomar lexos. Ahora sólo llevo en mi cuerpo el que tomé en la mañana. Espero, en lo que queda de noche, vencer la depresión a fuerza de puras tacitas de ginebra y cigarrillos. Debo reconocer que lo que hice fue una buena terapia. Al menos no pensé ni en Dorian, aunque ahora lo hago, ni en Carolina.
  Terminada la “Operación limpieza”, me prodigué un largo duchazo. Al rato se desató el temporal en la montaña. Entonces decidí hacer esto, lo que estoy haciendo: escribir -aunque sin mucha pretensión- estos garabatos.

PAUSA PREOCUPANTE: El celular sigue alocado, pero con vida. Sé que tengo tres mensajes, aunque creo que los escuché todos en la tarde. Eran del banco. Dejaron dicho que debo girar fondos en mi cuenta para cubrir la cuota del crédito del auto. Aún debo año y medio. Lo compré a 48 meses.

  Ya son las 9:00 p.m. y sólo se me ocurre quedarme tranquilo, tomando mi gin, fumando y, quizás, leyendo algunos capítulos del libro En la intimidad con Dios, que me prestó Antonello Di Messina. El libro fue escrito por Benito Baur (o.s.b). Nunca lo había oído nombrar, sino hasta ahora, que tengo su libro en mis manos. Señalé unos párrafos que la van muy bien a Carolina y a todos los seres humanos y, por supuesto, a mí, que quizás transcribiré. No por reproche, no por ira, -¡por mi ira!-, sino por lo aleccionador. ¿Por qué los humanos somos tan idiotas y egoístas?... Yo entre ellos, por supuesto. No, no es para reírse, ya que estoy sufriendo una barbaridad. Aunque todos los textos sagrados, de casi todas las religiones del mundo, afirman que el sufrimiento lleva a la paz, a la revelación y a la sabiduría, no estoy por nada de acuerdo con eso. Me opongo rotundamente a ese axioma religioso. Es un total exabrupto. ¿Por qué para ser felices tenemos primero que hacernos el haraquiri? Es inhumano, masoquista y bestialmente cruel e inaudito. ¿Quién escribió tal estupidez?... ¿Un santo, un loco o un obstinado de la vida? No lo sé. Lo único que sé es que no estoy de acuerdo porque va contra todos los principios de la condición humana y la vida.
  Pero no por ello voy a dejar de transcribir parte del capítulo IV, titulado La purificación del corazón, en sus páginas 56 y 57 del libro, las cuales tenía marcadas con un hisopo y con cuyos postulados estoy totalmente de acuerdo.
  El mismo dice. “Existe el pecado original. De el arranca la perversidad del corazón humano, de la que todos nos resentimos. Ha quedado oscurecida nuestra inteligencia. No conocemos a Dios ni nos conocemos a nosotros mismos; ignoramos tanto el origen como el fin de nuestra vida. No sabemos en qué consiste nuestra verdadera felicidad ni qué hacer para alcanzarla. Somos ciegos e ignoramos que lo somos. Más bien creemos que vemos, a pesar de no ver nada. La voluntad, creada recta por Dios, se ha torcido bajo los efectos del pecado original. Tenía originariamente nuestro corazón tendencia natural a amar a Dios sobre todas las cosas, más después del pecado nuestro amor se ha reconcentrado en nosotros mismos. Si amamos es con egoísmo. Buscamos siempre nuestra ventaja y nuestro interés. Con estas miras nos aferramos desde la infancia tras las cosas terrenas, y nos esclavizan, sujetan a sus órdenes las necesidades materiales y el deseo de remediarlas. Del pecado original nació la concupiscencia, el afán desordenado de las posesiones terrenas (concupiscencia de los ojos), de los goces y placeres mundanos y sensuales (concupiscencia de la carne) y del honor, el poder y la distinción social (concupiscencia del espíritu). Esta concupiscencia nos dificulta querer, y más aún, practicar el bien. Vemos el bien, lo estimamos, incluso lo deseamos, pero obramos mal. No somos como debemos ser. ¡Unen en nosotros tantos instintos que no deberíamos tolerar! Siendo así, ¿qué recurso nos queda? Purificar del mal nuestro corazón, libertarlo del desorden y la corrupción”.
  Deambulo por mi cascarita. Atisbo en la oscuridad, pero nadie ha llegado. Estoy solo en la montaña. Me detengo a observar los portarretratos y fijo la vista en el que tiene la foto de Dorian. Paso la mano por su rostro y le lanzo un beso y… me dan ganas de llorar.
  ¡Carajo, no entiendo porque no puedo llorar, si soy tan propenso a las lágrimas! Tengo muchos días sin verlo. Creo que son treinta y ocho. Qué sé yo. Perdí la cuenta de casi todo. La jornada para mí se resume en día y noche y en noche y día. Todos son iguales, menos los momentos de angustia, los cuales parecen experimentar un goce en mi cuerpo. Le encanta torturarme y disfrutan de mi dolor.
  Añoro a mi niño adorado. A sus abrazos, a sus ocurrencias. A cuando me examina con sus angelicales e inocentes ojos. En ese momento parece un querubín que bajó del paraíso. Cómo me encantaría tenerlo entre mis brazos. Estrecharlo, mimarlo y escuchar su risita tierna y celestial. ¡Todo, todo en él lo adoro! Su aliento, sus caricias, rabietas y mimos.
  ¡Bruja loca!... ¿Por qué me torturas así?… ¿Qué infame delito cometí que merezco tan vil trato?... Yo creo, sinceramente y desde el fondo de mi alma, que mi delito fue quererte demasiado. De darme todo. De volcarme a ti de cuerpo y alma, desinteresadamente, sin pedir nada a cambio, sólo tú amor. Eso lo interpretaste como debilidad, estupidez, y pasto fácil para todas tus triquiñuelas.

MAÑANA:                                                                             
  Necesito música, ruido, algo que acalle las voces de mí alma herida.


domingo, 31 de octubre de 2010

31 de agosto (Parte 2).

  Son las 4:00 a.m. Los gallos ya comenzaron a cantar. El quinto lexo que ingerí antes de ponerme a escribir comenzó a hacer sus efectos. Fumaré otro cigarrillo y trataré de dormir esperanzado que en el transcurso del día de hoy Carolina me llame y que, aunque no hable conmigo, me ponga a Dorian en el auricular para mimarlo, escucharlo e impregnarlo de besos aunque sea a través del teléfono. ¡Qué sea lo que Dios, en su infinita omnipotencia y sabiduría divina, quiera! No me opondré, ni puedo oponerme a sus designios, aunque quisiera. Estoy en sus manos y a la espera de su voluntad celestial.
  Dormí un poco. Después vagué por la cascarita, arreglando cosas. Ahora son las 6:35 p.m. En la montaña se desató un temporal. La luz se fue por instantes, pero casi enseguida volvió.
  Estoy escuchando el CD “Canciones de la Nueva Trova cubana”, de Soledad Bravo. Es excepcional en todos sus temas.
  Me estoy tomando unos gin en la tacita y fumando y, por supuesto, tosiendo.
  En la mañana llamé a Pepe, el hijo del canciller José Vicente Vasconcelos, a su casa. Ya había salido. Marqué su celular y me salió la contestadora. Le dejé un mensaje para concertar una cita, ya que el joven Pepe, quien siempre me invitaba a sus fiestas escandalosas y de desabillé en su casa de Flomita, hoy es el nuevo alcalde de la populosa y anárquica Catare, un distrito al sureste de la ciudad.
  Necesito conseguir un trabajo urgentemente. El que sea. Claro, que tenga que ver con mi profesión. Y como él estará estructurando su equipo de prensa, es una buena oportunidad para mí. Aunque últimamente está casi inaccesible.
  Como tenía en mente la disposición de salir, de huir de mí impuesto encierro aunque sea por un par de horas, no dudé en hacerlo. Me vestí, tragué medio lexo (3 mg.) y me monté en el auto con la idea de comprar una extensión eléctrica y una cera plástica, de esas que sirven para “curar” los pisos rústicos, y otro deshumificador. Aquí en la montaña hay tanta humedad, que hoy me di cuenta que los caicos (baldosas de tercera) que están debajo de mi cama, en vez de ser de tono ladrillo, su color natural, ahora son blancos nieve. ¡Puro hongos! Igual está el piso del “closet”. De eso me había percatado hace tiempo, pero me resistía a luchar con tanta humedad. Era demasiado. Con mi dolor bastaba.
  Fui directamente a la Central Madeirense, una cadena de automercados supercompletos y bastante económicos, que está en el Centro Comercial Los Geranios, cerca de mi antiguo hogar, donde siempre acompañaba a Carolina a hacer las compras. Pregunté por el deshumificador y ni sabían de lo que estaba hablando. Pregunté allí, porque Andreína, mi vecina abogado, me había dicho que ella había comprado dos y a muy buen precio en un Excelsior, otra cadena de supermercados. Bueno, ni remedio. Compré la extensión y me fui.
  Del teléfono público que está en la salida del automercado, llamé al bufete de Alfredo Díaz. Esta vez me atendió. Se excusó diciéndome que no tenía a mano el documento para disolver la compañía que le mandó por fax Luis David, mi ex socio y principal sospechoso en la supuesta conjura sentimental. Que lo dejó en su casa, que lo quería leer con calma. ¡Qué raro!
  No obstante, pese a su inexplicable respuesta, le dije que procediera y que lo llamaría mañana.
  Cogí el auto y me dirigí hacia PlanSuárez, otro supermercado, único, pero muy bien surtido y económico. Mientras buscaba en los estantes la cera plástica para el piso e interrogaba a uno de los dependientes, una señora, muy hermosa y amable que estaba acompañada de su pequeña hija de unos siete años, me colmó de atenciones y recomendaciones. Dijo que estaba buscando lo mismo para ponerlo en el piso de su finca. En mis adentros pensé, si esta señora, que destila donaire y excelente condición social por todos sus poros, supiese dónde vivo y para qué la necesito, no me habría siquiera dirigido la palabra. Amablemente me llevó al pasillo de las ceras. Habían muchas y de diferentes marcas. Mientras las miraba, expresó que ella aún no había decido cuál comprar, cuál sería la mejor marca y la más apropiada. Me mostró una, de un galón, y comenzó a leerme las indicaciones. Al ver el precio, para mí en esos momentos inaccesible, amablemente le indiqué que esa no me servía y que además era mucha cantidad de producto para mi “pequeña necesidad”, para el espacio que la necesitaba. Ella contestó: “Todo lo contrario que yo, que la necesito para una gran área”.
  Su gentileza y disposición en ayudarme, propia de almas nobles, realmente me conmovió. ¡Sentí que un ángel guiaba mis pasos! Su hija era tan cariñosa y gentil como su madre. Antes de irse, sin siquiera conocerme, dijo: “Hasta luego señor”, con esa vocecita celestial, con sonidos plenos de serena ternura.
  Al final, ya solo, decidí por uno de los más baratos, una cera acriplástica de la Fuller. ¡Ah, que olvido! También compré dos deshumificadores marca Lord que costaron la irrisoria cantidad de bolívares 1.842 con setenta y nueve céntimos y dos repuestos -piedritas de cloruro de calcio- por bolívares 1.065 con cincuenta céntimos. También compré un pañito amarillo… ¡Toda una ganga! En total gasté 13. 430 bolívares, cuando por el primer deshumificador -el eléctrico, de barrita- que compré pagué 10.050 bolívares en MiKasa, una súper ferretería.
  Al dirigirme a la caja me encontré con otro “ángel”, con quien entable una corta conversación. Era alta, rubia, delgada, con un cuerpo de miss y muy bella.
  Ella había comprado un tobo grande. Estaba detrás de mí en la cola para pagar. Durante la espera, como cerca de las cajas hay dispensadores con grandes cantidades de golosinas, ella agarró una bolsa repleta de bombones y la tiró dentro del tobo. Entonces yo intervine.
  –Eso engorda y tú lo sabes –le expresé risueño, a manera de chanza.
  – Si, lo sé –contestó y a fin de excusar su glotonería, agregó– Como voy a pagar con cheque y el monto es pequeño, quería aumentar la suma de la compra.
  –Muy bien –atiné a decir ante una salida tan fenomenal.
  La cajera estaba atendiendo a una señora que estaba delante de mí. Nosotros esperando el turno para pagar. Instintivamente, como si hubiese reflexionado sobre mi observación, la hermosa rubia sacó el paquete de bombones del tobo y lo volvió a poner donde estaba. Celebré su decisión con una sonrisa de complacencia.
  –Hiciste muy bien –le dije.
  Ella sonrió agradecida, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.

PAUSA DOBLE: No sé si lo conté ayer, pero mi celular se volvió impertinente. A veces funciona, otras no. Únicamente cuando lo expongo al calor (encima de la lamparita) obedece. Se le deben haber metido hongos en el sistema o, en su defecto, la pila ya pereció. Tiene más de un año y nunca la he cambiado. Mañana iré a una agencia de Telcel para que lo chequeen. Aquí, sin teléfono, quedaría completamente incomunicado del resto del mundo… Y la pausa es doble porque me dio hambre. Hoy almorcé muy ligero. Vertí una lata de atún en la sartén, le revolví dos huevos y los cociné. Ahora, para la cena, me apetecen unas cuatro rebanadas de pan cuadrado, las cuales doraré en la sartén y luego le untaré con un poco de crema de queso.

MAÑANA:                                                                              
  Aunque todos los textos sagrados, de casi todas las religiones del mundo, afirman que el sufrimiento lleva a la paz, a la revelación y a la sabiduría, no estoy por nada de acuerdo con eso. Me opongo rotundamente a ese axioma religioso. Es un total exabrupto.


sábado, 30 de octubre de 2010

31 de agosto. (Parte 1).


  Son las 2:17 a.m. Dormí poco. No lo suficiente. Desperté de improviso. Un sueño, un mal sueño, hizo que abriese los ojos. Tendido en la cama estuve meditando sobre las imágenes y figuras disparatadas que vi en el sueño. Estaba solo, metido en una cabaña en medio del desierto. Todo olía a soledad, a soledad de cipreses muertos. Cerca había un polvoriento pueblo, parecido a esos pueblos fantasmas de las películas de vaqueros del oeste americano. No muy lejos estaba una playa con grandes dunas de arena blanca. Más allá, el mar.
  En la cabaña donde me encontraba, construida con grandes listones de madera, también estaba durmiendo y también desperté de improviso. El presentimiento de que Carolina había regresado a la casa, una villa campestre ubicada en las cercanías de la playa que veía no tan lejos de las dunas blancas, fue lo que instintivamente me hizo, en el sueño, despertar y levantar de la cama. Corrí a buscarla. Corrí con todas las fuerzas de mí alma y pronto llegué. Me llené de dicha cuando en el pórtico de la casa vi a Dorian. Correteaba desde donde estaba hasta el interior de la casa atravesando una puerta madera, la cual estaba abierta. Entraba y volvía salir. ¡Era mi Dorian! Su misma cara, su cuerpo, pero su tamaño, su estatura y volumen, era minúsculo, como del tamaño de una botella de refrescos. Estaba alegre, risueño y correteando a gran velocidad, demasiada velocidad, para ser un niño tan pequeño. Al llegar, quise asirlo entre mis manos, ya que en su correteo pasaba muy cerca de mis piernas, pero no podía agarrarlo. Traspasé la puerta en su búsqueda y de improviso me vi dentro de un baño. En su centro estaba una gran tina de porcelana blanca, de esas antiguas, sostenidas por cuatro patas de bronce muy pulidas que semejaban las garras de un águila. Dentro de ella y con el agua más abajo de sus pechos descubiertos, estaba Carolina sentada de espaldas. A cada extremo de la tina, como si fuesen un par centinelas, dos mujeres indias, de esas que sólo existían en las antiguas estepas norteamericanas, la protegían. Luego, una de ellas tomó un paño blanco, muy mullido, y comenzó a secarle el pelo. Al finalizar, se lo enrolló en la cabeza a manera de turbante. Me acerqué y ella, quitándose el paño de la cabeza, me miró en forma penetrante, exteriorizando con sus ojos que no era bienvenido. Aunque era ella sin el menor vestigio de duda, su aspecto era diferente. Se veía más alta, mucho más alta, y el pelo lo llevaba más corto que de costumbre y con un tinte rubio plateado. Pero lo que más me impresionó fue su cuello, tres veces más largo y grueso que uno normal. Estaba semiarqueado, como el de los flamencos rosados que hay por las playas de Boca de Uchire o de una gran boa que se desplaza haciendo eses por la pradera. Sus ojos no eran sus ojos, ni su color. Estaban achinados y color miel. Su aspecto me erizó, pero más que todo su cara y cuello. Al salir de la bañera de pronto ya no estaba desnuda, sino vestida con una gran batola blanca muy ajustada al cuerpo y larga hasta los tobillos.
  – ¿Qué has venido a hacer? –preguntó secamente sin dejar de perforarme con esa mirada de disgusto, casi diabólica.
  –A ver al niño –contesté.
  –Está por ahí –espetó con desprecio.
  Salí a buscarlo, pero ya no estaba. Volví a entrar a la casa y tampoco había nadie, ni nada. Ni la bañera, ni las mujeres indias, ni nada. Estaba desierta, como el mismo desierto que había dejado atrás, y sin nada. Todo había desaparecido.
  De pronto me vi trepando como una araña por las paredes de madera de una de esas tabernas que también aparecen en las películas de vaqueros. Quería subir a su segundo y único piso. De ellas colgaban banderas norteamericanas plisadas en semicírculos. Eran banderas de color azul, blanco y rojo, de las que usaban en la Guerra de Federación.
  Una vez arriba me encontré con un grupo de bellas jóvenes tomando clases de ballet. Le pregunté a una de ellas, a la que supuestamente conocía, dónde estaba Carolina. Ella, una guapa joven de ojos verdes rasgados, me contestó que no sabía. Que no había ido a su casa. Me despedí y traté de bajar de la misma forma y por el mismo sitio por donde subí, pero no pude. Unos tablones se alzaban en forma de lanza y al hacer fuerzas sobre la baranda, me impedían el descenso. Di marcha atrás y le pregunté a la misma muchacha por dónde podía salir. Ella contestó “¡por ahí!”, señalándome con el índice una carpa, parecida a la de los circos, llena de coloreados dibujos. Fui hacia allá y comencé a caminar sobre su techo. La lona ondulaba con cada uno de mis pasos. Iba muy atento y despacio a fin de no perder el equilibrio y caer. Mientras caminaba, de pronto de me vi en el centro de una de las calles del polvoriento pueblo que había dejado atrás al empezar mi recorrido. Quise avanzar, pero un destartalado camión me cerró mi paso. De el se bajaron un grupo de mal encarados y corpulentos hombres con la intención de darme una paliza. Vestían pantalón y sudadera blanca. Al percatarme de sus intenciones, como por arte de magia un revólver Mágnum apareció en una de mis manos. Agarré por los cabellos a uno de los hombres, lo puse de rodillas frente al neumático delantero del camión y lo inmovilicé con una estranguladora. Con el cuello fuertemente sujeto, aprisioné el cañón del revólver a un lado de su cara. Los otros quedaron petrificados. Amenazante y decidido le pregunté sobre quién los había mandado y dónde estaba Carolina.
  –J.J. Nos mandó J.J. –confesó el despavorido malandrín.
  – ¿Y dónde está Carolina? –indagué.
  –Con él –contestó uno de los otros.
  Empujé contra el suelo al que tenía asido por el cuello y les dije a todos que se fueran, que corriesen hacia atrás del vehículo. Mientras lo hacían disparé dos tiros a los cauchos del camión. Uno al delantero y otro al grupo de atrás. Después me vi en mi carro manejando a toda velocidad hacia las dunas de arena de la playa. Suponía que Carolina estaría ahí con el tal J.J. Me los imaginaba abrazados a orillas del mar y con su vista fija en el horizonte. Al llegar a las dunas vi huellas de neumáticos de un rústico dibujadas en la arena. “La Explorer de Carolina”, pensé en mis adentros mientras el corazón hacía esfuerzos por no salirse de mi cuerpo. Pero luego, al mirar hacia los lados, vi otras, muchas otras huellas similares. “¿Qué camino seguir?”, me preguntaba. Además, mi pequeño auto no podría avanzar por mucho tiempo por esas altas dunas, las cuales no permitían ver la orilla del mar. Si seguía, pronto las ruedas quedarían atrapadas en la arena. Llegué hasta donde pude, salí del auto y corrí siguiendo la trayectoria que habían dejado los neumáticos de uno de los rústicos en la arena. Exhausto y con la lengua afuera, llegué hasta la cima de una de las dunas más altas. Mis ojos se toparon con un mar celestial color turquesa. En la playa, varias personas vestidas con bañeras estilo victoriano y señoras amparadas del sol con exquisitas sombrillas color marfil adornadas de finísimos encajes, paseaban por la orilla. Otros, lo más chiquillos, jugueteaban alegres con grandes balones inflables de múltiples colores. Pero nada de Carolina y el fulano J.J., de quien no conocía su rostro y mucho menos sabía que existía o quién era.
  Decepcionado abandoné el lugar. No sin antes echarle otra mirada a ese hermoso mar color turquesa, todo uniforme y sutilmente ondulado. Semejaba un ser vivo que furtivo se trasladaba a un lugar ignoto para abrazarse con su amor en la eternidad.
  De ahí me vi entrando en un alto y estrecho edificio de madera. Subí al tercer piso. Abrí una puerta y vi a una anciana de cabello muy blanco y largo tendida en un camastro boca abajo, con la cabeza casi colgando de este, jugando y acariciando a un niño sin rostro que no era Dorian. En el sueño la identifiqué como la abuela de Carolina. Ella está muerta y yo nunca la conocí, siquiera en foto. No podía verle el rostro, sólo su cuerpo y largo cabello colgando, el cual tapaba sus facciones. Entonces le pregunté:
  – ¿Dónde está Carolina?
  –En Austria –dijo lacónica la anciana.
  Dentro del sueño recordé que Alfonso, su primer ex esposo, estaba de paseo con su hijo Pablito en Alemania. Y me dije: “¡Esa es la jugada!”. Se fue para allá para reunirse con su ex, con quien seguramente volverá a vivir.
  Ese último pensamiento fue el que me despertó. El que turbó mi sueño pese a los cuatro lexos que tengo en el cuerpo, los cuales por su soporífera acción dicen que, supuestamente, impiden soñar. Pero yo soñé. Estoy soñando, aunque atormentadoramente, sueño y eso me place.
  Comencé a deambular como sonámbulo por la cascarita. A oscuras. Porqué así hay más silencio. Encendí un cigarrillo tras otro y seguí pensando. Luego me puse a mirar a través de la ventana. El cielo estaba hermosamente estrellado, parecía de esos que les ponen a los pesebres. Fijé los ojos en una gran y titilante estrella que tenía frente a mí. Su luz y destellos iban dirigidos directamente a mis ojos. Tomé la silla, la mudé del lugar donde siempre está, y comencé a mirarla fijamente y me puse a orar. A pedirle a Dios y a ella, a la estrella, que le diesen paz a mi alma. Que me ungieran de sabiduría y tranquilidad para apaciguar mi tormento. Les pedí fuerza física, mental y espiritual. Que me indicasen el camino a tomar y que no me abandonasen. Que si con el sufrimiento se logra la felicidad, estaba dispuesto a soportarlo con tal de lograr mi gran y único deseo: volver con Carolina y mi hijo Dorian.
  Ahí, sentado a oscuras y con la vista fija en la estrella, pensé en ella. Me la imaginaba pasando la noche en vela, tal como yo. Me reproché todo el mal que le había hecho. Le pedí perdón por todas mis equivocaciones y que mis pensamientos ruines no tenían ninguna base, sino el tormento, la rabia, la ira y la confusión.
  Aún dudando de su amor y tratando de convencerme de que todas mis deducciones eran producto de la inseguridad, le pedí a la estrella que me diese una señal si no había otro hombre en su vida. Y ella titiló, titiló en repetidas ocasiones. Era como la luz de una linterna en la lejanía que mandaba una señal.
  Suspiré profundo… Bien profundo. Mi espíritu se sosegó. “¡Me ama, aún me ama! -grité en mis adentros-. Sólo está llena de recelos y rabia contra mí”.
  Le pedí a Dios, al cielo y a las estrellas, borrar todos los resentimientos, como si nunca hubiesen existido y dejarnos volver para vivir junto a nuestro hijo una vida feliz y en paz.

MAÑANA:                                                                              
…una señora, muy hermosa y amable que estaba acompañada de su pequeña hija de unos siete años, me colmó de atenciones y recomendaciones.


viernes, 29 de octubre de 2010

30 de agosto (Parte y2).

  Al colgar recibí otra llamada. Esta vez de Prestor Maratinos, amigo de farras y de desdichas. Me invitaba a pasar por su oficina, una pequeña empresa discográfica, para tomarnos unos tragos. Le dije que tal vez iría. El debía saber, por algunas preguntas que hizo, que estoy separado de Carolina.
  De improviso y casi inmediatamente después de colgar, me dio un fuerte ataque de pánico. Creí que iba a morir. Me tiré sobre la cama buscando que se me calmara, pero nada. Desesperado, respirando en ahogos y con el corazón palpitando con tanta fuerza que creí que iba a estallar, me incorporé y busqué la Biblia. Presuroso examiné en sus primeras páginas una sección titulada “Donde encontrar ayuda cuando estás…”. Los leí a golpe de vista. Ninguna de las opciones que estaban ante mis ojos cuadraba para el momento que estaba pasando. Di vuelta a la página y encontré un titulillo que rezaba “Buscando la protección de Dios”. Recomendaba la lectura del Salmo 27:1-6 y remitía a la página 501. Busqué y lo leí todo. Me concedió un poco de paz. Luego releí varias veces el inicio del Salmo: El Señor es mi luz y mi salvación; ¿De quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? 2.- Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron. 3.- Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mí corazón; aunque contra mi se levante guerra, yo estaré confiado.
  La lectura no pudo concederme la paz que necesitaba. Entonces, con la Biblia todavía en la mano, caminé hacia el baño, bajé el boxer y comencé a masturbarme. Aunque al principio no lograba una erección, al rato sí. Una vorágine de mujeres, posiciones, rostros, cuerpos, expresiones de placer, entre ellas la de Carolina, opacaron mis pensamientos de angustia y comencé a concentrarme en las imágenes de esas noches de coitos. A duras penas llegué al éxtasis. El ataque fue cediendo y la mente aclarándose. Utilicé esa “técnica” no para profanar a nadie, sino porque hace tiempo leí que los ataques de angustia, también llamados ataques de pánico y síndrome del soldado, entre muchas otras definiciones, la usaban los soldados aislados en sus trincheras durante la Segunda Guerra Mundial. Estos, atrapados entre el miedo y las balas, sufrían ataques de pánico y la única forma de borrar toda idea de muerte súbita de su mente era con la autocomplacencia.
  Mientras escribo estas líneas, trato de reponerme de uno más leve. Esos ataques duran apenas segundos, minutos quizás, pero parecen una eternidad.
  Ahora son las 6:21 p.m. y la montaña está totalmente en penumbra.
  Poco después del ataque que sufrí en la tarde vino la señora Marixa, la “Gerente de hospedaje”, para mostrarle mi cascarita a María (¿?), una psicólogo clínico que ocuparía la última, la 28, del grupo que están construyendo en el terraplén de abajo. Estaba acompañada por una amiga de trabajo que es psicopedagoga. Y como la mía, para colmo de fastidio, Marixa la utiliza de “cascarita modelo”, porque según ella la tengo “bien bonita”, las trajo hasta aquí para que viesen la “decoración interior” de mi cueva de soledad y angustia.
  Entró sólo María. Su amiga se quedó afuera, hacia la parte de atrás, charlando con Marixa y conmigo sobre las ventajas y desventajas de estas casitas, a las cuales ella llama iglús debido a su forma arqueada y, en honor a la verdad, tiene mucha razón. Lo único que las diferencia de un iglú es que no están hechas con bloques de hielo y tienen ventanas.
  María comentó que quien le había dicho que este lugar existía, era un tal Pasqual, un italiano que vivía en la exclusiva urbanización La Manzanita Country Club, y quien, supuestamente, le dijo que me conocía, que era mi amigo. María no supo decirme, ya que aseveró no recordarlo, su apellido. ¿Quién será? ¿Qué estará pasando? ¿Será verdad lo que dice o alguien las envió a espiarme?
  Con las dos mujeres hablé largo. Les enseñé mi dossier de pintura, el cual contiene fotos 8x10 de muchos de mis cuadros, invitaciones a exposiciones y recortes de prensa con notas sociales y las entrevistas más importantes que me habían hecho.
  Casi al momento que partieron, me dio un segundo ataque de angustia, aunque mucho más leve que el anterior. Busqué otro lexo (hoy ya llevo cuatro) y lo bajé con un trago de ginebra. A esta hora ya he ingerido tres tacitas repletas de gin.
  Ayer, al caer la tarde, estuve hablando con Robert, el dueño de la finca y hermano de Helena Rex una conocida actriz cubano-venezolano, que ha tenido mucho éxito en Hollywood. (Creo que ya lo había escrito en otra página del Diario que eran hermanos. No importa. Repetirlo no le hace daño a nadie).
  Bueno, para resumir, Robert orgullosamente me dijo que quizás Vargas Llosa prologaría su nuevo libro (¿No les dije qué él también escribía?), del que me prometió una copia original, impresa en su computadora, para que la fuese leyendo. Terminado de decirme eso, su esposa lo llamó por el celular para comunicarle que le acababa de entrar un e-mail de Vargas Llosa. Se despidió y presuroso salió a chequear el mail.
  Yo me encerré en mi cascarita. Descansé un rato, luego comí el resto de las albóndigas -por cierto quedaron durísimas, ya que no tenía pan molido- que hice para el almuerzo, y lavé los trastos sucios.
  No sé si lo había anotado en el Diario, pero por estos lados, cerca de un pequeño caserío llamado La Mata, vive Lucía Sarria, hermosa y escultural ex actriz de Miravisión y coprotagonista de varias telenovelas estelares de ese canal de televisión. Se aloja en un destartalado rancho hecho de láminas de zinc, tablas corroídas y piso de tierra. Está muy abandonada y vive en la total indigencia. Afirman que la droga la volvió loca. Robert me dijo que andaba con un malviviente drogadicto de quien ella estaba perdidamente enamorada y que esa relación la llevó a su destrucción física, mental y, por supuesto, económica. Afirmó que aquella otrora bella y escultural mujer, ahora es un andrajo, un desecho humano. Refirió que a veces bajaba hacia Gavilán, otro caserío, más poblado y con algunos pequeños centros comerciales y restaurantes de carretera que venden carne en vara y pollo en brasa a los visitantes domingueros de la zona. Aseveró que allí, drogada y completamente desnuda, se baña debajo de un surtidor de agua que está instalado en plena vía pública a fin de que camiones cisternas de Hidrocapital se reaprovisionen del vital líquido para después distribuirlo por las zonas más desposeídas del sector. Totalmente indefensa y fuere de sí, la otrora gran y todavía hermosa y joven actriz, es objeto de burla de chavales y lugareños.
  En días pasados fui a husmear por el sector La Mata. Quería ver y corroborar con mis propios ojos el asunto ya que la gente tiende siempre a exagerar. Pregunté a unos muchachos y no supieron darme detalles del lugar preciso donde vivía. Seguí adelante y volví a preguntar. Esta vez a una moza jovencita. Con muchas imprecisiones me dio una dirección muy campestre: “Bajas y después subes por la subida. Pasa cerca de donde está una matica y por ahí pá dentro es”.
  Por supuesto, aunque hice el intento, no encontré el sitio porque hay muchas maticas (pequeños árboles, casi arbustos) y confundirse es sumamente fácil, más aún con una explicación tan vaga como la que me dió.
  Ya era pasado el mediodía y como por la carretera no encontré ninguna otra alma a quien preguntarle, me fastidié y emprendí regreso a mi cascarita.


MAÑANA:                                                                  
… Carolina había regresado a la casa, una villa campestre ubicada en las cercanías de la playa que veía no tan lejos de las dunas blancas…

jueves, 28 de octubre de 2010

30 de agosto. (Parte 1).

  Anteayer (el 28) compré -no recuerdo si lo había dicho- una caja de lexo de 6 mg. que contiene tres blister de tabletas de diez pastillas cada una… ¡Qué manjar para un desesperado!
  Aunque Paramahamsa Yogananda recomienda en una de sus sagradas oraciones “enséñame a no narcotizarme con el opio de la inquietud”, mi tormento interior es más sólido que el acero y tan grande como el universo y todo, todo dentro de este insignificante y mortal cuerpo, se ha convertido en un andrajo que ni los buitres querrán devorar.
  Al día siguiente de mi encuentro con Cruz y De La Sierra estuve de compras. Gasté más en medicinas que en alimentos. Volví a chequearme con la oftalmóloga ya que mis ojos están constantemente llorosos… ¿Esto lo había escrito ya?… ¡Buh!, como dicen los italianos. De todos modos qué importa. Sigo.
  La doctora me puso otro tratamiento y afirmó que la queratitis medicamentosa que yo mismo me había producido por la inoculación excesiva de colirios, había desaparecido. Expresó que lo que ahora aquejaba mis ojos era algo más bien alérgico. Le dije que podría estar en lo cierto porque vivía en la finca de un amigo, un lugar muy húmedo y lleno de hongos.
  Compré las nuevas medicinas al salir del consultorio y comencé el tratamiento de inmediato. Todavía no ha hecho efecto. Es más, creo que empeoré.

PAUSA DE HAMBRE: Son las 2:50 p.m. y aún no he almorzado. Hoy desperté a eso de las 11:30 a.m. con una resaca de padre y señor nuestro… ¿o mío? Fui directo hacia los lexos. Ingerí uno inmediatamente. Luego monté el almuerzo: Caraotas blancas, las cuales todavía están duras como una piedra debido a que no las puse a remojar anoche. Las dejaré para la cena. Veré qué puedo comer. Pero antes me tenderé en la cama. Estoy algo débil y con un desgano terrible.

PAUSA TELEFÓNICA: Al escuchar los repiques de un salto me incorporó de la cama y tomó inmediatamente el teléfono. Supuse que era Alfredo Díaz, mi abogado, quien pese a que lo he llamado -ayer y hoy- a su bufete, no he podido hablar con él. En las dos ocasiones me dejaron esperando en la bocina. La secretaria iba a su oficina, indagaba y regresaba siempre con evasivas: “Está hablando por larga distancia y ahora no lo puede atender. Llámelo más tarde”, expresaba. Lo hago y después la secretaria me sale con el cuento: “El doctor tuvo que salir urgentemente”. Como es eso, si camina con dificultad por su problema en la pierna. El pobre, al que le tengo sincero afecto y admiración, tuvo poliomielitis cuando era niño. Lo quiero como a un hermano, quizás hasta más, y lo estimo de verdad, tanto que ni el mismo sabe cuánto. No importa, son cosas de la vida. Como dice el dicho popular, cuando estás abajo, hasta las gallinas te cagan. Aunque ese no es el caso de Alfredo Díaz, lo sé y en ello pongo mis manos sobre el fuego.

  Quien llamaba era Orzi Basale, un periodista gay que en una oportunidad trabajó conmigo cuando yo dirigía la revista Mundo Gráfico. Especifico lo de gay, no para denígralo, sino porque él se siente muy orgulloso de serlo y no tiene ningún empacho en pregonarlo a los cuatro vientos.
  –Te tengo de segundo en mi lista –comenzó diciendo después que se identificó.
  – ¿De qué lista? –pregunté sorprendido porque hace tiempo que no sé de él.
  –Del cóctel de esta noche en Vermman´s. Es a la siete.
  – ¿Cuál cóctel? –pregunté todavía sorprendido.
   ¿Orzi llamándome por celular para invitarme a un cóctel cuando nunca lo había hecho?... Raro…
  –El de la revista –contestó.
  – ¿Cuál revista? –riposté confundido.
  Por mi extrañeza se percató de inmediato que había cometido un error. Que había marcado el número que no era.
  – ¿Quién habla? –preguntó tartamudeando más de lo común, ya que es tartamudo de nacimiento y cuando está nervioso se le acentúa más el defecto.
  – ¿Es una nueva revista? –repregunté amodorrado por la cantidad de lexos que tenía encima.
  –Pe-pe-ro, ¿quién es?... ¿Quién habla?... –gagueó mi buen amigo Orzi.
  –Leonardo Vento –aclaré para que ambos saliésemos de la confusión.
  Orzi creía que se había comunicado con Leonardo Montaro, otro periodista, también gay y que también trabajó conmigo. Luego de disculparse y saludarme, me pidió el favor de que le diese el número del celular de Montaro. Consulté la libreta telefónica y se lo di. Apenado, no lo quedó más remedio que invitarme al dichoso cóctel. Se daba para celebrar el aniversario de la revista Ocean World.

MAÑANA:                                                                             
…me dio un fuerte ataque de pánico. Creí que iba a morir. Me tiré sobre la cama buscando que se me calmara, pero nada. Desesperado, respirando en ahogos y con el corazón palpitando con tanta fuerza que creí que iba a estallar, me incorporé y busqué la Biblia.

miércoles, 27 de octubre de 2010

29 de agosto (Parte y 2).

  Llegué a la cascarita. El sobre, que había guardado en el bolsillo interior de mi chaqueta de cuero marrón, lo abrí al poco tiempo. Primero me desvestí, oriné y serví un trago de ginebra. De antemano sabía cuál era su verdadero contenido. Es más, en el trayecto de regreso jugaba con adivinar sobre la cantidad marcada en el cheque que estaba en su interior. Mentalmente me decía: “Me prestó trescientos mil bolívares, no más”. Al abrir el sobre ciertamente había un cheque endosable de Banestro a mi nombre y en la parte superior derecha y en tinta negra estaba escrito 300.000. Silenciosamente le di las gracias y la bendije.
  Son las 1:33 a.m. Sé que tengo un día de retraso en mi Diario (hoy ya es 30 de agosto). Un día más sin ver a Dorian. Un día más que debo soportar mi tormento. Un día más de vida y un día más para aferrarme a la vida sin importar el pesar.
  El 29, el día 29, o sea ayer, lo comencé tranquilo, con paz, pero luego se cargó de angustia.
  Aunque tengo muchas cosas que contar, las cuales ocurrieron al final de la tarde, lo haré mañana, o sea hoy, pero después de descansar un poco.
  Es la 1:39 a.m. Puse el CD Con amor de Soledad Bravo, el cual repetida e insistentemente escucho, pero el reproductor, mi tres en uno, no quiere funcionar.
 Esta noche hasta los grillos me abandonaron. Estoy totalmente solo. Únicamente oigo, además de los sonidos de mi estómago, el revoloteo de una gran polilla negra con dos grandes ojos de muerte tatuadas en las alas que se estrella contra mi ventana, la cual, gracias a Dios, tengo cerrada. No dejaré entrar a la muerte en mi morada de tormento.

PAUSA SILENCIOSA: Voy a tratar de hacer andar al aparato porque la primera canción del CD, que se titula Esperaré, es verdaderamente lapidaria. Se ha convertido en una especie de venganza silenciosa en mi tormento. Claro, muy virtual, pero venganza al fin. Si lo logro, mientras la escucho trataré de transcribirla. La canción dice más o menos así: Esperaré que vivas lo mismo que yo… Que te pase lo mismo que a mí… Esperaré que sientas lo mismo que yo… A que la luna la mires del mismo color… Que adivines mis versos de amor… Esperaré que las manos me quieras tomar… Disculpen las imprecisiones. La escribí de memoria, ya que por más que le doy golpecitos y sacudo de un lado a otro el reproductor, este se niega a funcionar. Espero que sea sólo por esta noche. Pondré la radio. Necesito compañía… ¡y vino!... Apareció Franco De Vita con Soledad a través del radiorreceptor y canta: Otro golpe para el corazón… Te veo venir soledad…

  ¡Qué martirio! Hasta por radio me persigue el ahogo. El cenicero está repleto de colillas, la botella de gin vaciándose y yo agotado… Pero te veo venir soledad, me masculla en las sienes De Vita.

PAUSA INESTABLE: He realizado hasta ahora, en lo que va del mes y según indica el registro interno de mi teléfono celular, 344 llamadas y he hablado a través de el durante 5 horas, 25 minutos y 3 segundos. Pero, a esta hora, 2:10 a.m., me cautiva la idea de meterme en la contestadora de “casa” e indagar si “alguien” le dejó algún mensaje a Carolina. Sé que no es correcto, pero busco paz y revelación a mis angustias. Lo he estado haciendo desde que Carolina bloqueó su celular y en diferentes horas del día, a expensas de mi cuenta, la cuál no sé a qué suma ascenderá este mes. Voy a marcar. Pondré a mi lado la grabadora a punto, por si “hay algo”.

  Lo hago porque hace unos días dejé dos mensajes: Uno el 21 de agosto, el día del cumplemés (16 meses) de Dorian para felicitarlo y otro durante la borrachera que cogí con mis vecinos (¿el sábado o el viernes?... ¡Qué se yo! No recuerdo), donde le decía que me iba a matar, a acabar con mi vida, y que la quería mucho y etcétera, etcétera. Pero ambos fueron borrados. ¿Por quién, si ella no está en casa sino en Aruba? ¿Quién tiene, además de mí, la clave para entrar en la contestadora? Cómo lo hicieron y quién fue. Eso me intriga. Todas las veces que me he metido en el sistema, la contestadora me repite: “No hay mensajes grabados”. ¡Qué no, si yo dejé dos!... ¿Quién y desde dónde los borraron?... ¿Habrá sido su abogado, quien, por lo mafioso que es, tiene intervenido el teléfono y está grabando las llamadas para recabar pruebas en mi contra por la supuesta “violencia doméstica” de la que me acusa Carolina?
  ¡Me importa un carajo! ¿Qué más puedo perder ya? Quizás gané algo: ¡Más desesperación si me topo con algo raro! Voy a hacer, silenciosamente, esa llamada indagatoria. La hice. Sólo recibí el mensaje pregrabado de siempre: “Hola, es Carolina. No me encuentro ahora. Puedes dejar tú nombre y tu mensaje. Chao”. Del resto nada. Ningún recado nuevo ni viejo. Pero su voz, aunque grabada, cómo me estremece, cómo inunda de inquietud mi alma.
  En el cenicero ya no entra un cabo más. Son las 2:35 a.m. No tengo sueño y sé que no dormir lo suficiente me está haciendo daño, tanto física como mental y espiritualmente. Debo dormir, pero no tengo paz. Hoy, con el dinero que me prestó Cruz Lares, compré lexos y otras medicinas. Otra vez fui a la consulta oftalmológica ya que sigo llorando sin quererlo. La doctora me indicó otro tratamiento, no tan costoso, que estoy siguiendo al pie de la letra. No me cobró la consulta. ¿Arrepentida por su equivocación en el diagnóstico anterior? Quizás., pero eso no importa. Mis ojos aún siguen llorosos. Espero que este nuevo tratamiento sea el indicado y me cure este fastidio, este vía crucis de lágrimas… ¿Esto lo había anotado antes o no?... ¿Sí… no?... ¡Qué perturbación! Comienzo a olvidar cosas.
  ¿Qué hago? ¿Dormir o seguir con esta bobada del Diario?... ¡Sí!... Si, está bien. Me retracto. No es ninguna bobada, sino una medicina para el alma. Para mi alma atormentada y confundida. Un poderoso sedante que evita pensar en cosas aún peores y funestas.

PAUSA ESENCIAL, FISIOLÓGICA: Voy a hacer pipí.

  ¡Ya!... Está bueno. Me tomaré un lexo y trataré de dormir. Si despierto vivo seguiré escribiendo.
  Por cierto, esta tarde estuve leyendo a Paramahamsa Yogananda en su libro “Meditaciones metafísicas” de la colección Joyas Espirituales y me impactó su reflexión que titula A la luz de la luna, donde recomienda: “Funde tu mente por la noche con la luz de la luna y lava tus tristezas en sus rayos. Siente como su luz mística se difunde silenciosamente sobre tu cuerpo, sobre los árboles, sobre las llanuras inmensas. Contempla en un espacio descubierto, con mirada fija que penetre más allá de los límites del paisaje que alumbra la luna, la línea tenue que dibuja el horizonte, y deja que tu mente, en el vuelo incesante de la meditación, llegué más allá de lo visible, traspasando los límites del horizonte. Deja que tu meditación vague más allá del horizonte de la Tierra y penetre en las regiones de la fantasía. Lanza tu mente desde los objetos bañados por la luna hasta las pálidas estrellas de los cielos lejanos, más allá de la quietud eterna del éter, todo palpitante de vida. Observa como los rayos de la luna se difunden no sólo sobre un lado de la Tierra, sino por todas partes en las regiones infinitas de tu mente. Continúa meditando hasta que en la luz de la luna de tu calma lo percibas todo en sus rayos luminosos. Vuela en los confines ignotos de los cielos y realiza la existencia eterna de todo. Fija tus inquietos ojos sobre el punto medio entre tus dos cejas. Elévate hacia las estrellas de la meditación. Envía las radiaciones de los pensamientos amorosos a los seres queridos en este mundo y a los que se han ido antes que tú envueltos en sus túnicas de luz. No existe espacio entre las mentes y las almas. Aunque distantes en pensamiento en realidad nuestros seres queridos y todas las cosas están muy cerca de nosotros. Sigo irradiando tus pensamientos: Soy feliz en la dicha de mis seres queridos que se hallan en la Tierra y de los que están en el más allá”, termina Paramahamsa Yogananda.
  Qué hermoso canto a la vida y a la existencia. Que espiritual, excepcional y magnífico, sólo para utilizar tres adjetivos. Aunque valdría utilizarlos todos, porque no hay palabras para describir su sencilla belleza.
  Por cierto anoche, después de cuarenta días sin soñar, tuve un sueño especial, paradisíaco y revelador. En el mismo la abundancia, el romance y el dinero, pese a intrigantes y peligrosas luchas, caían a borbotones sobre mis manos desde el cerro El Ávila. El sueño fue truculento y totalmente descabellado. Comenzó en Suecia, donde fui sometido a ciertas extrañas “torturas” por parte de unos supuestos médicos que luego resultaron ser detectives. De ahí en adelante no recuerdo qué pasó. Lo único que recuerdo es que la historia terminó en la Cuba de José Martí, en plena guerra. Había muchos hombres con uniformes azul claro y birrete de soldado en el campo de batalla. Entre ellos estaba yo. De repente supe, abriéndome paso entre los soldados, que buscaba a un hombre, a un hombre que me infamó. Al fin, después de tanta búsqueda, lo encontré. Quería matarlo. Luchamos. Durante la lucha caímos en un lodazal. Y allí, metidos hasta la cintura, de repente nos pusimos a reír de alegría. En ese instante se nos acercaron otros dos soldados. A uno de ellos, por las eufóricas morisquetas que hacía, se le cayeron los pantalones y dejó su culo blanco al descubierto. Sin importarle un bledo aquello, comenzó a bailar y retorcerse como Sherezade. Entre tanto los “contrarios” (nuestros supuestos enemigos) disparaban contra nosotros unos cañones medievales. No obstante, al salir los mortíferos proyectiles por los macizos caños, exhalaban un vagido y las pesadas balas se disolvían en el aire como por arte de magia. Antes de desvanecerse se escuchaba un hálito, un soplido. Luego, una tos seca salía de la boca de esas armas.
  Son las 3:43 a.m. del día 30 de agosto. Mañana , o mejor dicho dentro de unas horas, si Dios todavía me concede la vida y ese sueño sigue presente en mi recuerdo, trataré de describirlo mejor.
  No sé si habrán dado cuenta por las letras a medio terminar y casi fuera de línea que estoy garabateando en el Diario, que estoy borracho, agotado y, por supuesto, con mi mano izquierda entumecida. Por eso, únicamente por eso, me iré a dormir. Basta por hoy.

PAUSA DE RELAJACIÓN: No sé cómo ni porqué llegó a mis manos un cassette de música de relajación. Voy a tratar de soñar bajo sus notas. Si no lo logro ingeriré otro lexo. ¡Hasta mañana, si Dios quiere!

  Todavía no. Esperaré a que el sedante que tomé antes haga efecto. Entre tanto seguiré manchando con letras este Diario.
  Carolina, perdóname por lo que estoy escribiendo. Cambiaré todos los nombres, pero lo que he dicho y he escrito es la verdad, tan verdadero que ni el propio Dios puede negar, ya que Él, el Todopoderoso, le dio alas a mi pluma para que lo pudiese relatar en este Diario. ¡Qué Dios te bendiga siempre, Carolina! No es mi intención, ni mi deseo -¡nunca!- que te pudras en el infierno. Soy, antes que nada, católico, cristiano. Por sobre todo, creo en Dios y en su omnipotencia…
  Se terminó… Dejo todas las cosas, más aún en este mundo material, donde no tengo lugar de vida. ¿Divago?... ¿Estaré, oh, Dios divagando? Eso me asusta.
  Hoy no tengo ganas ni voluntad de escribir más. Quizás mañana. Por ahora no puedo más. Escucho tropeles de muerte que se avecinan y me asalta un miedo incontrolable. La debilidad y la torturante angustia minan mí amargo corazón. Además, estoy borracho, completamente borracho, tanto de odio como de alcohol… Dios, ¿dónde estás?... ¡Dímelo!… Dices que eres luz y sólo veo oscuridad… ¡Ayúdame!

MAÑANA:                                                                    
  Aunque Paramahamsa Yogananda recomienda en una de sus sagradas oraciones “enséñame a no narcotizarme con el opio de la inquietud”, mi tormento interior es más sólido que el acero y tan grande como el universo y todo, todo dentro de mi insignificante y mortal cuerpo, un andrajo que ni los buitres querrán devorar.