lunes, 1 de noviembre de 2010

31 de agosto (Parte 3).


  Prosigo. (Se supone que ya cené. Ahora son las 8:30 p.m.).
  Voy hacia atrás en el día. Después de mi “suculento” almuerzo, me dije ¡manos a la obra! Moví la cama, barrí y comencé a echar la cera plástica, la cual expandí con la escoba. Las indicaciones escritas detrás del pote decían que debía esperar treinta minutos, tiempo del secado, pero yo seguí. Tratando de no pisar lo húmedo, sin embargo en varias ocasiones mis cholas quedaron adheridas al suelo. Pese a todo, quedó bien. No estoy totalmente complacido, pero al fin quité esa capa blanca que estaba debajo de la cama. Creo que eso me tenía los ojos llorosos y últimamente no permitía que soñase en paz, como solía hacerlo. Además, ese olorcito a viejo, a podrido, es insoportable. Después que finalice de extender la cera por toda la superficie visible de la cascarita, procedí a vaciar el closet. ¡Oh, desastre! Todos mis zapatos -negros, marrones, vino tinto y botas- estaban pintados de blanco desde la suela hasta el cuero. Los cepillé afuera, en la parte de atrás de la cabaña. Sudé la gota gorda durante el “trabajito”. Luego limpié el piso del mal llamado” closet”, que también estaba blanco por los hongos. Barrí, cepillé, limpié y luego apliqué el producto. Quedé satisfecho del trabajo y el esfuerzo ya que evito, al distraerme, tomar lexos. Ahora sólo llevo en mi cuerpo el que tomé en la mañana. Espero, en lo que queda de noche, vencer la depresión a fuerza de puras tacitas de ginebra y cigarrillos. Debo reconocer que lo que hice fue una buena terapia. Al menos no pensé ni en Dorian, aunque ahora lo hago, ni en Carolina.
  Terminada la “Operación limpieza”, me prodigué un largo duchazo. Al rato se desató el temporal en la montaña. Entonces decidí hacer esto, lo que estoy haciendo: escribir -aunque sin mucha pretensión- estos garabatos.

PAUSA PREOCUPANTE: El celular sigue alocado, pero con vida. Sé que tengo tres mensajes, aunque creo que los escuché todos en la tarde. Eran del banco. Dejaron dicho que debo girar fondos en mi cuenta para cubrir la cuota del crédito del auto. Aún debo año y medio. Lo compré a 48 meses.

  Ya son las 9:00 p.m. y sólo se me ocurre quedarme tranquilo, tomando mi gin, fumando y, quizás, leyendo algunos capítulos del libro En la intimidad con Dios, que me prestó Antonello Di Messina. El libro fue escrito por Benito Baur (o.s.b). Nunca lo había oído nombrar, sino hasta ahora, que tengo su libro en mis manos. Señalé unos párrafos que la van muy bien a Carolina y a todos los seres humanos y, por supuesto, a mí, que quizás transcribiré. No por reproche, no por ira, -¡por mi ira!-, sino por lo aleccionador. ¿Por qué los humanos somos tan idiotas y egoístas?... Yo entre ellos, por supuesto. No, no es para reírse, ya que estoy sufriendo una barbaridad. Aunque todos los textos sagrados, de casi todas las religiones del mundo, afirman que el sufrimiento lleva a la paz, a la revelación y a la sabiduría, no estoy por nada de acuerdo con eso. Me opongo rotundamente a ese axioma religioso. Es un total exabrupto. ¿Por qué para ser felices tenemos primero que hacernos el haraquiri? Es inhumano, masoquista y bestialmente cruel e inaudito. ¿Quién escribió tal estupidez?... ¿Un santo, un loco o un obstinado de la vida? No lo sé. Lo único que sé es que no estoy de acuerdo porque va contra todos los principios de la condición humana y la vida.
  Pero no por ello voy a dejar de transcribir parte del capítulo IV, titulado La purificación del corazón, en sus páginas 56 y 57 del libro, las cuales tenía marcadas con un hisopo y con cuyos postulados estoy totalmente de acuerdo.
  El mismo dice. “Existe el pecado original. De el arranca la perversidad del corazón humano, de la que todos nos resentimos. Ha quedado oscurecida nuestra inteligencia. No conocemos a Dios ni nos conocemos a nosotros mismos; ignoramos tanto el origen como el fin de nuestra vida. No sabemos en qué consiste nuestra verdadera felicidad ni qué hacer para alcanzarla. Somos ciegos e ignoramos que lo somos. Más bien creemos que vemos, a pesar de no ver nada. La voluntad, creada recta por Dios, se ha torcido bajo los efectos del pecado original. Tenía originariamente nuestro corazón tendencia natural a amar a Dios sobre todas las cosas, más después del pecado nuestro amor se ha reconcentrado en nosotros mismos. Si amamos es con egoísmo. Buscamos siempre nuestra ventaja y nuestro interés. Con estas miras nos aferramos desde la infancia tras las cosas terrenas, y nos esclavizan, sujetan a sus órdenes las necesidades materiales y el deseo de remediarlas. Del pecado original nació la concupiscencia, el afán desordenado de las posesiones terrenas (concupiscencia de los ojos), de los goces y placeres mundanos y sensuales (concupiscencia de la carne) y del honor, el poder y la distinción social (concupiscencia del espíritu). Esta concupiscencia nos dificulta querer, y más aún, practicar el bien. Vemos el bien, lo estimamos, incluso lo deseamos, pero obramos mal. No somos como debemos ser. ¡Unen en nosotros tantos instintos que no deberíamos tolerar! Siendo así, ¿qué recurso nos queda? Purificar del mal nuestro corazón, libertarlo del desorden y la corrupción”.
  Deambulo por mi cascarita. Atisbo en la oscuridad, pero nadie ha llegado. Estoy solo en la montaña. Me detengo a observar los portarretratos y fijo la vista en el que tiene la foto de Dorian. Paso la mano por su rostro y le lanzo un beso y… me dan ganas de llorar.
  ¡Carajo, no entiendo porque no puedo llorar, si soy tan propenso a las lágrimas! Tengo muchos días sin verlo. Creo que son treinta y ocho. Qué sé yo. Perdí la cuenta de casi todo. La jornada para mí se resume en día y noche y en noche y día. Todos son iguales, menos los momentos de angustia, los cuales parecen experimentar un goce en mi cuerpo. Le encanta torturarme y disfrutan de mi dolor.
  Añoro a mi niño adorado. A sus abrazos, a sus ocurrencias. A cuando me examina con sus angelicales e inocentes ojos. En ese momento parece un querubín que bajó del paraíso. Cómo me encantaría tenerlo entre mis brazos. Estrecharlo, mimarlo y escuchar su risita tierna y celestial. ¡Todo, todo en él lo adoro! Su aliento, sus caricias, rabietas y mimos.
  ¡Bruja loca!... ¿Por qué me torturas así?… ¿Qué infame delito cometí que merezco tan vil trato?... Yo creo, sinceramente y desde el fondo de mi alma, que mi delito fue quererte demasiado. De darme todo. De volcarme a ti de cuerpo y alma, desinteresadamente, sin pedir nada a cambio, sólo tú amor. Eso lo interpretaste como debilidad, estupidez, y pasto fácil para todas tus triquiñuelas.

MAÑANA:                                                                             
  Necesito música, ruido, algo que acalle las voces de mí alma herida.


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