viernes, 17 de diciembre de 2010

14 de septiembre (Parte y2).

  Llegué a la Central de Servicios. No había casi nadie y me atendieron con prontitud. El bendito aparato funcionó a las mil maravillas en manos de la programadora. Para cerciorarse de que todo estaba bien hizo una llamada de prueba. Funcionó y me lo entregó no sin antes advertirme que la línea se haría activa de cuatro a seis horas. Salí del Centro con la intención de llamar al doctor Marcos Valera por unos teléfonos públicos ubicados en todo el frente de la salida de las oficinas de Selcel, pero ambos estaban ocupados. Esperé impaciente unos minutos. La conversación que sostenían los usuarios parecía interminable. Llamaré de otro lugar, me dije, ya que esta espera me va a costar, con lo que tendré que pagar de estacionamiento, más que una larga conversación por celular. (Reflexiones de un hombre quebrado y, para remate, desesperado).

  Al salir del estacionamiento del centro comercial equivoqué la salida y fui a parar hacia la vía que va a Altamira. En vista del error, propio de desesperados, decidí dar, antes de regresar a la montaña, una vueltecita por el ambulatorio de Bello Campo. ¿Sorprendería esta vez a Carolina buscando al fantasmagórico médico?
  Cerca del ambulatorio había un par de teléfonos públicos. Estacioné y llamé al doctor Valera. Sería un suspiro en la tormenta si se llegase a un pronto acuerdo con lo de la demanda. El abogado era la primera persona, por necesidad vital y monetaria, que debería tener mi nuevo número.
  Contestó la secretaria. El doctor no estaba y le dicté a ella el número. Luego le pedí que lo repitiese para cerciorarme de que lo había anotado correctamente.
  Mientras hacia la llamada y veía inquieto hacia el ambulatorio creyendo descubrir lo que posiblemente sólo existe en mi atormentada mente, mis piernas fueron presas de un leve temblor… Terminó la llamada y, por supuesto, nada del fantasma y su bella princesa.
  Durante todo el trayecto de regreso a la cabaña sentía el rostro compungido, como a punto de caerse a pedazos sobre el volante y mis piernas. Mis pensamientos estaban tan dispersos y deprimidos (¡ellos también -los pensamientos- se deprimen!) que recordaba el aspecto que tenía la cara de Carolina cuando se deprimía, lo cual es frecuente en ella, por eso se atragantaba de pastillas tranquilizantes y somníferos. Nor… (Aquí terminó el cuaderno número tres. Sigo transcribiendo el cuaderno cuatro y último, el cual comienza por la página 757 del manuscrito).
  Retomo la línea anterior, la quedó en Nor…
  Normalmente la observaba así, con su rostro compungido, labios arqueados hacia abajo, los ojos sin luz ni brillo y absorta en las oscuras y lúgubres cavernas de sus pensamientos.
  Tan sombríos eran sus pensamientos, que cuando ella iba sola, manejando su camioneta, siempre llevaba la radio o el reproductor al máximo del volumen y, con ¡los vidrios cerrados! Si por casualidad nos topábamos en la vía de regreso a casa y llegábamos simultáneamente al estacionamiento, no se daba cuenta de que estaba a su lado y hablándole. Ella siempre llevaba el volumen de la radio a la locura. Era su fórmula se escape, su evasión de la realidad para bloquear o dispersar los pensamientos que le asaltaban. Hacía lo mismo cuando comenzamos nuestra relación y convivía con ella en su casa de Altamira. Al sentir chirriar el portón metálico del estacionamiento sabía que era ella (Normalmente, yo llegaba antes a casa). A fin de recibirla me asomaba por la pequeña terraza del segundo nivel. Ella se bajaba de la camioneta (antes tenía una Blazer gris, la cual vendió a la celestina de Rosalía) con el motor aún encendido y la música a reventar. Recogía sus cosas. Carpetas, cartera o alguna compra, desactivaba el motor y subía. Era su constante. Así lo hacía siempre. A veces, no sé porqué tormentosos motivos, subía sin siquiera apagar el auto y dejaba que la música siguiese chillando a todo volumen. Hace, pero hace mucho tiempo, Carolina convive con un gran tormento interior que no le da paz. Se esfuerza, pero no lo logra. Por eso su vital y constantes visitas psiquiátricas.
  A pesar de todo la amo. Cuántas veces intenté ayudarla. Pocas veces pude, porque con celos maníacos evita que nadie se entrometa en su mente. Esa es su caja fuerte más preciada y su tormento mortal.
  Unos cuatro meses atrás, estando yo al volante de su Explorer nueva, íbamos muy tranquilos y callados a una reunión de no recuerdo qué.
  –Yo no me quiero enfermar… No me quiero enfermar… –estalló de repente en amargo llanto.
  – ¿Qué te pasa mi vida?... ¿Por qué te vas a enfermar? –pregunté sorprendido y asustado por esa repentina explosión.
  –Es qué mi mamá se enfermó de los nervios después de cumplir los cuarenta y al poco tiempo murió de cáncer… Eso me atormenta… Yo no quiero enfermarme –decía en sollozos y moqueando como una bebé.
  La tranquilicé como pude.
  – ¿Y por qué esa comparación?... Tú no tienes nada que ver con tú mamá… No tiene nada qué ver una cosa con la otra. Tú no estás enferma. Además, todavía faltan unos cuantos años para que llegues a los cuarenta –argumenté a fin de serenarla.
  –Pero ese presentimiento no me lo puedo quitar de la mente… –decía mientras seguía sollozando sin parar.
  – ¡No chica!... ¡Quítate esa vaina de la cabeza! A ti no te va a pasar nada. Tú morirás de vieja –afirmé para calmarla.
  Poco a poco se fue tranquilizando. La distraje con otros temas hasta que llegamos a nuestro destino. Ese mismo presentimiento obsesivo me lo había comunicado en otras ocasiones, pero nunca en la forma tan dramática como lo hizo esa vez.
  Aquel rostro compungido que siempre veía en Carolina, ahora también es mío. Me pertenece. Le robé su depresión y la enmarqué en mi rostro. Estoy igual, idéntico, cual copia al carbón. Inexpresivo, con el rictus de los labios hacia abajo, como la máscara griega de la tragedia, los ojos parecidos a la noche y dispersos en la oscuridad de mis pensamientos aunque el día sea radiante y, para que la copia sea aún más fiel, ahora yo también, inconscientemente, ando con la radio a todo volumen buscando aturdirme con la música, sin importar del tipo que sea y sin reparar tampoco si ando con los vidrios del auto subidos o bajados. Es su herencia de amor y sufrimiento.
  Estando a unos dos kilómetros de La Montaña de los Desesperados, una canción me enardeció y puso a correr como un demente. Era de Sopra pa contraría (creo que se escribe así). Me sacó de mis cabales. Es de un negrito brasilero y Carolina la cantaba con mucho amor. Decía algo así: Cuando hago el amor con él sólo recuerdo tu cuerpo/Aunque sea de otro sólo es tu cuerpo el que quiero y mierdas por el estilo, cuya letra hablaba de amores y sexo no olvidados y prohibidos pese a estar los amantes separados y ella con otro hombre. No recuerdo bien la letra, pero me da en la propia madre porque cuando la canción salió al mercado y se puso de “moda”, Carolina se desvivía al escucharla por la radio del auto mientras iba conmigo (sola supongo que también) y la cantaba y se reía. Yo, molesto, verdaderamente molesto, le pedía que la quitara. Que pusiese otra emisora, que esa canción, argumentaba por celos, era de arrabal, sin clase, pero ella se negaba. En varias ocasiones le moví el dial y ella se quedaba tranquila. Otras, la volvía a sintonizar y me decía “Pero si a mí me gusta ¿Qué pasa? Y yo, al lado suyo, manejando muerto de dudas y cavilaciones, tenía que soportar esa canción que me horadaba el cerebro. Pero más sorprendido quedé cuando compró el CD y lo llevó a casa. Esa canción, de todas las que contenía el compacto, era la que ponía y repetía insistentemente. “Esa es la mejor del disco. Por esa nada más vale la pena comprarlo”, decía mientras me moría de celos y dudas. ¡Coño de la madre!, como que en esa época ya tenía a otro, pienso ahora.
  Al releer este Diario, si es que llegó a hacerlo y concluirlo, la buscaré y la copiaré a fin de que alguien, sea quien sea, entienda porqué una simple canción, como la calificaba Carolina cuando le pedía que la quitara, me afectaba y me afecta aún más hoy. Sí, es cierto, es una simple canción, que carece de cuerpo, vida y razón, pero también es totalmente cierto que cuando una mujer se “encariña” tanto con una canción es por un motivo y nunca sano o intrascendente. Siempre hay una razón. Les dice algo o le recuerda algo que, casi siempre, es clandestino. Ellas son, además de muy hormonales, excesivamente vaginales, y mucho más cuando una canción habla de hacer el amor con otro, el goce y todo ese otro montón de porquerías de mierda. En el peor de los casos, ese tipo de canciones les reviven un secreto, una traición, algo condenable pero que disfrutan mucho callándolo. Forma parte de su baúl secreto e infranqueable que llevarán a cuestas toda la vida y nadie jamás podrá penetrarlo.
  Soy tonto pero no tanto (¡sonó cacofónicamente bonito!), o quizás demasiado para ser un imbécil real, de carne y huesos, y no una comiquita.
  Antes de casarme con Carolina, cuando me separé de Eva María, una novia que quise mucho, adopté, a fin de aplacar mi dolor y despecho la canción No sé tú, de Luis Miguel. La asociaba a mí tristeza y cuando hacía el amor con otras mujeres, al menos durante el primer año de nuestra separación, veía su cuerpo. Sentía que era ella, Eva María. Lo mismo que me acaba de pasar con Maura. Sabía que era otro cuerpo, pero me imaginaba que hacía el amor con Carolina. ¡Qué desgracia!... Toda la mierda me cae a mí… Ese es el baúl que tendré que cargar a cuestas toda la vida… ¡Pura mierda!... ¡Mierda de mujeres!... ¡Qué asco!
  Al llegar a casa quise estallar en sollozos, pero por aquí uno no tiene ni la privacidad ni la libertad siquiera para eso. Siempre alguien anda cerca, sin pretensiones de husmear, pero cerca y te cortan el gusto (¡las ganas!) de sufrir con ¡muchas ganas!
  En vista de ello, no me quedó más remedio que beber enloquecido y fumar. Tanto, que me sentí prisionero de una nube de humo. Bebí hasta desvanecer, pero antes de que mis manos y mi cabeza se resistieran a seguir adelante, en un papel aparte escribí un poema, el cual titulé Por qué lloran las mariposas, el cual copiaré.
  Aclaro que todo lo que corresponde a este día 14 de septiembre, lo escribí en el Diario al día siguiente, o sea hoy 15. No obstante le dejé un suave ‘matiz’ para que pareciese escrito en su día y no ahora… ¿Qué les pareció eso de un ‘suave matiz’, fantasmas de mis sueños y de mis sombras?
  Fue tanto el gin y la cuota de lexos, que quedé nocaut a eso de las 11:30 p.m.
  A continuación el poema y me despido de este día para entrar en el próximo, el cual no es tan próximo porque ya estoy viviendo la noche del 15 de septiembre, pero si me vuelvo a noquear con el gin, lo seguiré el 16 y así sucesivamente hasta el final. Esa es la tónica que me impuso mi comandante La Ginebra.

POR QUÉ LLORAN LAS MARIPOSAS

Tirado en la ribera de la nada
pensaba en el atardecer
de la primavera, en los bosques
callados y siempre vivos
de la sabiduría silenciosa.

Escuchaba el riachuelo
de mi alma descorrer
hacia el eterno
soplo del viento.

Miraba embelesado
a los pájaros cantores
de fantasías y quimeras
que cabalgan en los sueños.

Miraba al mundo
girar en torno mío
pero no entendía
sus movimientos
ni el porqué de la vida.

Todo fluye. Nada es eterno.
Hasta la muerte es temporal,
como temporales son
las ideas y las ilusiones.

Me vi tirado
sobre una alfombra
de hierba viva
adornada por flores
de tantos colores
que el mismísimo arco iris
las hubiese envidiado
si ese vil defecto
albergase su juego golondrino.

Estaba tan feliz
que hasta la dicha
susurraba su alegría
en el eco de la montaña.

De pronto vi una,
después otra,
más adelante a millones
de hermosas mariposas
de múltiples colores, formas
y maneras de danzar al viento.

Una muy pequeña,
de tiernas y agraciadas
alas color azul cobalto
ribeteadas de perfumado
listón blanco, dejaba
descorrer una lágrima
por su inocente mejilla.

No pude permanecer más tiempo
tendido en la hierba viva.
Me incorporé, fui hacia
ella y curioso le pregunté:
¿por qué lloras mariposa?

Levantó su rostro
y con la lágrima
aún rodando hacia
la inmensidad intangible,
me dijo: Por el mundo…
Por ustedes…
¿Y por qué?, la interrumpí
en su sollozo interior sin
dejarla concluir.
Porque navegan hacia el fin
y siquiera se han dado cuenta.

Me recosté junto a ella
y puse a pensar a su lado
mientras una gran lágrima
también rodaba por mi rostro.


MAÑANA:                                                                               
  Retomo la parte del orgasmo…
  Seguí acariciándome sin lograr evolución ni erección. Todavía estaba muy dormido y bastante débil por la borrachera precedente. Mi miembro permanecía inerte, pero mis deseos ardientes… ¡La depresión es maldita! ¡Hasta acaba con la hombría del hombre! Pero, como soy Aries, soy muy cabeza dura y no me doy por vencido tan fácilmente. Seguí tocándome, acariciándome, mimándolo y de repente, como el Ave Fénix, resurgió de sus cenizas y se puso “grande y duro”, como me decía mi amada Carolina cuando lo tenía en sus manos, lista para llevárselo a la boca.


¡ATENCIÓN!... ¡ATENCIÓN!... ¡ATENCIÓN!...
  A partir del día domingo 19 de diciembre DIARIO ÍNTIMO DE UN DESESPERADO se seguirá publicando en la primera de las pestañas de este blog a fin de darle paso al texto completo de la novela URL, EL SEÑOR DE LAS MONTAÑAS, que quedará a la vista de los blogueros hasta consideraciones al contrario.



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