miércoles, 8 de junio de 2011

EL PAPIRO (SEXTA Y ÚLTIMA ENTREGA)

Caps. 25 a 27 y último.




A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, publiqué semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro. En total fueron 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final, o sea esta, dividí en dos partes los últimos siete. La novela seguirá vigente en blog. (Buscarla en el índice). La semana entrante editaré bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.


SINOPSIS

Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.






25


  Raquel y Juan, bajó la conducción del ex capitán de asalto, se colaron sin ser vistos por la entrada norte de la Misión.

En el recinto todo estaba oscuro. Un destello que provenía del tejado de la edificación, les hizo presumir que hacia allí podrían haber llevado a Santiago.

Amparados en las sombras treparon sigilosamente hacia el techo a través de las verjas de hierro de los ventanales y ductos de agua. Cuando Juan, el último en subir estuvo arriba, se acercaron a la luz que proyectaba una claraboya ensombrecida por el sucio y el tiempo. Apenas a unos pasos, Raquel resbaló al pisar una teja enmohecida. La oportuna mano de Dark evitó que cayese al vacío.

– ¡Gracias! –susurró la joven totalmente pálida y con el corazón que le latía tan fuerte que se podía escuchar.

Dark no contestó. Se limitó a hacer señas, indicándoles a ambos que siguiesen avanzando agazapados y en silencio.

Al llegar, trataron de ver a través del vidrio, pero no pudieron. Estaba tan opaco que era virtualmente imposible ver nada.

Dark hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó un pequeño vaporizador, de los que se usan para refrescar el aliento, y lo roció sobre el cristal. Con la tela del codo frotó con fuerza hasta lograr una abertura por la que se podía ver nítidamente hacia el interior.

La primera en asomarse fue la inquieta Raquel.

Abajo, con horror, observó como en una gran mesa parecida a las quirúrgicas dos monjes sujetaban con fuerza a Santiago. Otros se apresuraban en despojarle la ropa y amarrarlo de pies y manos con unas cadenas. El predicador no oponía resistencia. Esperando a que lo inmovilizaran, Lucindo sostenía ansioso dos largos cabos de alambre que estaban conectados a un acumulador.

Al ver la tétrica escena, Raquel lanzó un sordo alarido y espantada se echó hacia atrás. Juan la sostuvo a tiempo para evitar que se hiciese daño. Al ver que sus pupilas se humedecían, la abrazó.

Dark hizo señas de silencio, les dio la espalda y miró por la rendija. El joven predicador estaba desnudo. Sólo unos blancos calzoncillos le cubrían el cuerpo. Sangraba por frente y brazos mientras a su lado media docena de monjes, además Basilisco y Fernando, lo rodeaban amenazantes. Una mueca de asco se delineó en sus labios cuando la joroba de Lucindo se pronunció más que de costumbre mientras aplicaba una descarga en el bajo vientre, a la altura de la ingle, de Santiago.

Al sentir el flujo eléctrico, el joven predicador se estremeció sin quejarse. Ni una lágrima, siquiera un lamento se escuchó en aquella cámara de muerte.

–Lo están torturando –advirtió pausado Dark apartándose de la claraboya–. Debemos hacer algo y pronto… Ese muchacho no resistirá mucho tiempo…

Juan soltó a Raquel y aprovechó para ver también.

– ¡Coño, el tipo tiene un rabo! – exclamó aterrado a los pocos segundos.

– ¿Qué dices?… ¡Calla! –murmuró Raquel entre dientes, sin denotar sorpresa, tratando de evadir el asunto.

– ¿Un rabo?... ¡Déjame ver! –requirió extrañado Dark y apartando a Juan volvió a echar un vistazo.

Inexpresivo, examinó detenidamente la escena. Algo, muy parecido al rabo de un mono, se movía debajo del cuerpo de Santiago. Debía ser bastante largo, porque sobresalía de la camilla y se agitaba vivamente tratando de fustigar el rostro de Lucindo o de cualquier otro que se le pusiese a distancia.

– ¿Qué pasa?… ¿Qué le están haciendo? –preguntó Raquel sacudiéndolo.

– ¿Quién es ese hombre? –imprecó mal encarado Dark.

– ¡Ya te lo dije, un santo!... ¡Un santo!... ¡Un santo diferente! –respondió haciéndose la señal de la cruz a fin de convencer a aquel gigantón que tenía frente a ella.

– ¿Y los santos tienen cola? –inquirió el ex veterano de Afganistán.

– ¿Qué?... ¿Qué dices?... –manifestó estallando en sollozos y aparentando no saber nada, aunque percibía que ocultarlo ya era inútil.

– ¡Mira por ti misma! –invitó Dark dejándole el resquicio a su disposición.

Raquel lo sabía, lo había visto el día que el predicador le entregó el legajo, pero se resistía en creerlo. En un soplo lo había borrado de su mente. Buscaba convencerse a sí misma que el tal rabo no existía, que había sido una sombra, el cordón de la persiana reflejado en su espalda. El hombre que amaba en silencio no habría podido tener jamás un rabo. Eso era imposible. Todo, se decía en lo más profundo de su ser, fue producto de mi imaginación. No obstante, temerosa se acercó otra vez al cristal.

Compasiva más que con horror, vio a Santiago sobre la cama de torturas a punto de desfallecer. Un rabo muy largo, mucho más de lo que ella suponía haber visto en la casa del Alto Hatillo, salía de la parte trasera de su cuerpo y pendía hacia la izquierda.

– ¡No importa!…–dijo desatando la vista de la abertura–. ¡Es un santo!... Un verdadero santo –suspiró mientras dos grandes lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¿Lo sabías? –interrogó incisivo Dark.

– ¡Sí!... Pero es un santo… –repitió conmovida.

– ¿Qué está sucediendo allá abajo? –demandó El Remedón intranquilo.

– ¿Un santo, no? –refunfuñó haciendo caso omiso a la intervención de Juan.

–Sí, señor, ¡un santo! –ratificó Raquel con decisión.

El ex veterano de guerra clavó sus ojos en los de la joven, quien vacilante esperaba una respuesta de aquel desconocido que se había aventurado a ayudarla. La apartó y dio otra ojeada.

– ¿A quién le importa ese infeliz, santo o no?... ¡Un santo con rabo, es lo único que me faltaba ver en esta vida! –afirmó con intención de dar por acabado el asunto.

Raquel estaba al borde de la desesperación, sentimiento que se le acentuó al escuchar aquellas inclementes palabras.

– ¡Sálvalo, por favor!... ¡Yo lo amo! –imploró asiendo a Dark por la chaqueta.

–Hoy en día nadie ama a nadie –rugió con desagrado el veterano guerrero–. ¡Eso es basura!… No obstante, voy a salvar a ese infeliz porque…

– ¿Por qué?... Porqué vas a salvarlo –preguntó timorato El Remedón.

– Eso no importa… Tardaría toda una vida explicándote mis razones… Lo importante es que voy a hacerlo –concluyó evasivo.

– ¡Gracias!... ¡Gracias, señor!... –expresó satisfecha la joven abrazándolo.

– ¡Vamos!... No hay que perder tiempo –apresuró Dark mientras se deslizaba como un felino sobre el tejado–. Síganme y callen –demandó.

Atrás, pisándole los talones, Raquel y El Remedón lo seguían sin pronunciar palabra. Aunque bajar era más difícil que subir, con su ayuda los jóvenes lo lograron sin lastimarse.

Al pisar suelo firme caminaron hacia un punto señalado por Dark. De pronto éste se detuvo.

–Recuerden que tienen que obedecer al pie de la letra cada una de mis instrucciones, de lo contrario se quedan aquí –masculló áspero mientras sacaba de la sobaquera oculta bajo la chaqueta una pistola.

Los jóvenes asintieron con la cabeza. Raquel, que no perdía detalles sobre los movimientos que hacía el espigado hombre de apariencia extranjera, pronto se percató de que era zurdo.

Dark entresacó la caserina de la pistola, chequeó que todo estaba en orden y con la palma de la mano, de un golpe seco, la volvió a encajar y la puso a tiro. De uno de los bolsillos interiores de la chaqueta extrajo un silenciador, el cual atornilló al cañón haciéndolo girar con precisión. Del otro, unos pequeños lentes especiales de visión nocturna, cuya correa pasó encima de la cabeza para que se deslizase hasta el cuello.

Raquel y El Remedón observaban boquiabiertos todos sus movimientos. Asombrados contemplaron como el ex veterano capitán clavó una rodilla a tierra, se subió el ruedo del pantalón y supervisó una pequeña pistola que guardaba escondida dentro de una funda de cuero negro, casi del mismo color de sus zapatos, la cual tenía sujeta a la pierna izquierda, un poco más arriba del tobillo.

– ¡Vamos!... Estoy listo –afirmó mientras se incorporaba.

Los muchachos lo siguieron callados. No sabían quién era aquel hombre que les había ofrecido ayuda desinteresada y tampoco porqué lo hacía. Sin embargo, les daba seguridad y confianza.

Entre las sombras Dark ubicó la puerta de la celda donde tenían cautivo a Santiago. Un barrote afianzado desde dentro impedía el paso. Metió la mano por una estrecha abertura y logró desencajarlo.

Con un rápido reconocimiento visual se cercioró de que no había centinelas y avanzó hacia el interior señalándoles a los jóvenes que lo siguiesen en silencio y a su espalda.

Caminaron a oscuras por un estrecho pasadizo cuyo techo abovedado lleno de telarañas hacía más sombrío el lugar.

A lo lejos se escuchaban voces, risas y gritos. Sabían que estaban cerca, aunque el eco les impedía ubicar con precisión el lugar exacto.

Al salir del pestilente corredor se dirigieron hacia un rincón donde un montón de mohosas literas estaban arrumadas contra la pared. Cautelosos avanzaron a tientas varios metros más. Cerca de la pila más grande de las ruinosas camas, que olían a musgo y podredumbre, se detuvieron.

Una luz que titilaba en el fondo de la cámara les hizo presumir que estaban casi debajo de la claraboya por la que habían observado momentos antes.

Dark le pidió a los jóvenes calma y que siguiesen detrás de él sin hacer el más mínimo ruido.

Después de avanzar algunos metros más, en el centro de una gran sala, que en otros tiempos tuvo que haber sido una majestuosa cava de vinos, se abrió delante de ellos la dramática escena que habían visto desde arriba.

– ¡Shuuuu! –siseó Dark al escuchar la acelerada respiración de Raquel.

– ¿Qué vamos a hacer? –masculló El Remedón.

–Por ahora observar y cuando llegue el momento actuar… Yo les avisaré…

–Pero nosotros no tenemos armas –protestó Juan.

–No importa… Sólo traten de no hacer ruido –dijo seguro de sí mismo el ex veterano.

Desde su escondite los tres intrusos escuchaban nítidamente todo el interrogatorio.

Entre los monjes reinaba el desconcierto. Fernando sólo se limitaba a observar risueño, aunque lo que más quería era cobrar el dinero e irse de ese apestoso lugar lo más rápido posible.

Basilisco, por el contrario, prendía un cigarrillo tras otro. En su rostro se percibía ese innato y frío instinto criminal que lo había acompañado toda la vida. La agonía de Santiago parecía divertirlo.

– ¡Púyalo! … ¡Púyalo!... ¡Dale duro a ese animal!... –incitaba a cada rato a Lucindo.

Al ver que el jorobado monje se ponía nervioso y no sabía qué más hacer, estallaba en desvariada carcajada.

Todo lo contrario sucedía con el padre Serafino, quien se notaba colérico y con una expresión maligna en su semblante.

– ¡Habla!... ¡Habla si no quieres morir!... ¡Explícanos a qué corresponde y qué significa esa marca! –demandaba con furia a un Santiago a punto de desfallecer.

– ¡Habla, si no quieres sentir otra vez el fuego de la descarga! –amenazaba sádicamente Lucindo mostrándole lo cables.

El padre Consentino, con el espinazo doblado en un improvisado mesón, chequeaba frenético las páginas de viejos y voluminosos tomos de teología y lenguas antiguas. Al presumir que había encontrado algo, con un pesado libro entre sus manos se acercó a Serafino.

–Prior, ese tatuaje no corresponde al 666, la marca de Satán, ni a la del papiro 5Q9… ¡Nos equivocamos!… En los libros no hay nada parecido y…

– ¡Busca imbécil!... ¡Tú eres el experto en arameo! –vomitó el principal de la Misión sin dejarlo concluir.

Los monjes estaban confundidos. Creían que la marca de nacimiento que Santiago tenía tatuada en su costado derecho, a la altura de la quinta costilla, una especie de triángulo color paja quemada de unos siete centímetros de grosor, cuya forma semejaba a un pedazo de cartón rasgado, correspondía a algo diabólico. Con mucha más razón si el hombre que estaba frente a ellos tenía un rabo, simbología que, según los antiguos textos, inobjetablemente representaba a Lucifer. La marca tampoco tenía similitud con la forma y enunciado del papiro clasificado con las siglas 5Q9, cuya inscripción, en arameo, advertía: Cuando las naciones del mundo se encuentren unidas en un globo y todas las lenguas serán conocidas, nacerán nuevos y falsos profetas, del cielo y del averno, y entre ellos el nuevo Mesías.

Al escuchar a los frailes, Dark comenzó a entender porqué lo habían enviado desde Ravenna a Caracas.

– ¡Busca!... ¡Traduce lo que aquí está escrito! –imprecó Serafino al capuchino experto en lenguas antiguas señalando la marca en el costado de Santiago.

–Estoy tratando prior, pero es difícil, porque es muy blanco y la figura no es tan visible y clara –contestó mientras con una gran lupa observaba aquel extraño tatuaje.

El cuerpo de Santiago brillaba por el copioso sudor que despedían cada uno de sus poros. De su frente brotaban relucientes gotas, algunas bañadas en sangre, que al reflejo de la luz semejaban una corona de espinas. Con los brazos extendidos en forma de cruz y encadenado sobre el camastro de hierro, respiraba profusamente, pero sin quejarse. Su cola, ya inerte, no se movía como minutos antes.

De improviso una exclamación de terror y sorpresa brotó de la boca de Consentino, por lo que los demás monjes voltearon hacia él.

– ¿Qué pasa? –preguntó impaciente Serafino.

– ¡Oh, Dios, qué hemos hecho! –dijo consternado mientras leía unas citas del viejo libro.

– ¿Qué sucede, dime? –volvió a interrogar el prior, pero esta vez alzando la voz con rabia e indignación.

Consentino no lo escuchaba. Estaba tan desorientado y con los ojos hundidos en unos párrafos de aquel antiguo texto, que ni un trueno lo hubiese distraído.

– ¡Dios, perdónanos por nuestro crimen! –volvió a quejarse el viejo teólogo.

– ¡Dime qué averiguaste, si no te mato aquí mismo! –vomitó enloquecido Lucindo asiéndolo por el cuello.

–En el centro de la marca hay un pez… ¡Un pez! –exclamó Consentino acongojado y aún sin reponerse del impacto que le causo el descubrimiento, agregó–.: Un pez igual al que los antiguos cristianos pintaban en las cuevas donde alababan a Dios…

– ¿Y la inscripción?… ¿Qué dice la inscripción? –preguntó Serafino fuera de sí.

–En claro arameo dice: Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola –balbuceó trastornado, Consentino.

– ¡Bah!, ignorante, eso es mentira… No puede ser... ¡Este muchacho es el diablo, no un Elegido de Dios! –bramó el prior y con furia lo empujó a un lado.

Sin poder controlar más la angustia que le causaba estar viendo y escuchando aquello, Raquel retrocedió vacilante y se recostó de una de las pila de literas, la cual se desmoronaron con estruendo bestial.

Al escuchar el ruido, instintivamente Basilisco y Fernando sacaron sus armas. Lucindo soltó los cables eléctricos que había vuelto a blandir para seguir torturando a Santiago y tomó una gran hacha que estaba recostada de un polvoriento saco de carbón.

Serafino y los demás monjes corrieron en busca de unos enseres de labranza que estaban apilados cerca de ellos. Consentino, en cambio, se arrodilló y desconsolado comenzó a orar en voz alta al lado del cuerpo encadenado de Santiago.

Dark desenfundó su 9mm. y avanzó hacia el centro del salón seguido por Raquel y El Remedón, quienes caminaban agazapados a su espalda.

Al verlos, Basilisco se amparó tras el camastro donde estaba encadenado el predicador y disparó varias descargas, pero ninguna de las balas dio en el blanco.

Frustrado, maldiciendo su mala puntería y con todo el odio del mundo reflejado en el rostro, dirigió el arma hacia Santiago y le disparó a quemarropa. El proyectil penetró el hombro derecho del predicador, quien del impacto perdió el sentido al instante.

Dark apretó con furia los dientes, alzó su Browning y la apuntó hacia Basilisco. Tres impactos en el pecho lo despegaron del suelo y su cuerpo inerte cayó a dos metros de distancia. Su miserable vida había concluido en un baño de sangre. El odio fue pagado con la muerte y el infierno.

Aprovechando la confusión, Fernando corrió hacía el cajetín de luces y bajó los brakers. Todo quedó a oscuras. Sólo los esporádicos y fugaces fogonazos de los disparos alumbraban la escena.

Dark se ajustó sobre los ojos los lentes de visión nocturna justo a tiempo para distinguir, a un par de metro de distancia, a Lucindo que se le venía encima blandiendo en alto el hacha.

Con un movimiento relámpago y de certero balazo en la frente abatió al jorobado monje, quien con macabra expresión cayó arrodillado a sus pies antes de desplomarse cuan largo era.

Entretanto, desde el comando de luces, Fernando descargaba sin control la Taurus.

El ex capitán les pidió a Raquel y a Juan que se tirasen al suelo. Él hizo lo mismo. Con la pistola firme en su mano sólo esperaba un mal movimiento del comisario de la DISIP, quien ahora no parecía tan valiente y risueño como momentos antes.

Uno de los disparos de Fernando dio en una pequeña caldera de gas situada a un extremo del recinto y en instantes aquella cámara de tortura se convirtió en un infierno.

La explosión fue tan estrepitosa y resplandeciente, que iluminó otra vez el sótano, momento que aprovechó Dark para ubicar con precisión a Fernando Lisias, quien desesperado se movía disparando sin norte ni objetivo alguno. Dos proyectiles dieron en su humanidad y lo acallaron para siempre.

Las llamas comenzaron a devorar todo lo que encontraban a su paso, por lo que los otros monjes corrieron espantados hacia la salida.

Consentino, en su letargoso arrepentimiento, seguía orando arrodillado al pie del camastro donde estaba encadenado Santiago sin, aparentemente, haberse dado cuenta de nada.

El fuego fue tomando vida voraz y amenazante se iba acercando a la caldera madre que alimentaba de gas a toda la Misión.

Decididos en ir al rescate de Santiago, Raquel y El Remedón corrieron hacia donde estaba, pero el intenso fuego se los impidió. Sin saber qué hacer, observaban petrificados la escena a corta distancia. Al asegurarse de que todos los monjes se habían ido, Dark enseguida los alcanzó. El Iluminado perdía mucha sangre por el hombro, por lo que les pidió a los muchachos que se quedasen donde estaban. Recogió del suelo el manto que llevaba puesto uno de los monjes, se cubrió con el y se abrió paso entre las llamas. Al llegar donde estaba el predicador desató el burdo nudo que ajustaba las cadenas, las desenrolló y lo liberó.

Raquel fue la primera en socorrerlo. Se deshizo del pañuelo de seda que tenía envuelto en el cuello y comenzó a secar parte de sus heridas. Dark la apartó y se echó el predicador en los hombros.

– ¡Recoge su ropa!... ¡No hay tiempo qué perder! –le ordenó a Juan, quien para evitar el fuego tomó un largo listón de madera y las arrastró hacia él.

Consentino seguía orando cuando una llamarada lo envolvió. El pobre, entre rezos y gritos de terror, pronto quedó carbonizado.

– ¡Rápido, alejémonos!... ¡Esto está por estallar!.. –alertó Dark a los muchachos.

Entre explosiones corrieron hacia la salida. Las largas lenguas de fuego que se habían propagado por todo el monasterio les retrasaban el avance. Con desesperación Raquel y Juan seguían a su salvador, quien se movía como una pantera entre las llamas. Del cuerpo denudo de Santiago pendía el rabo, el cual se movía rítmicamente de un lado a otro con los movimientos de Dark, pero a nadie parecía ya espantarle.

Alcanzado el patio, buscaron la salida más corta y afanosamente llegaron a la puerta principal de la Misión. Un descomunal candado ajustado a una cadena que le daba tres vueltas a la reja de entrada, les cerraba la huída. No había tiempo para volver atrás, a la entrada norte, por dónde habían ingresado. Sólo era cuestión de tiempo para que toda la misión volase por los aires en mil pedazos.

Dark le pidió a los muchachos que se apartasen unos cuantos metros de la verja y con El Iluminado inerte sobre su espalda, disparó una Clod, especie de bala-cohete que le habían obsequiado en Afganistán. El candado voló como un juguete de aserrín.

El primero en pasar fue El Remedón, quien estaba en shock, después le tocó el turno a Raquel y por último lo hizo Dark con Santiago a cuestas. El joven predicador perdía abundante sangre del hombro.

Después que penetraron el bosque de flores y plantas silvestres que circundaba al monasterio, a sus espaldas escucharon una fuerte explosión seguida de otras de menor intensidad. Instintivamente se detuvieron y miraron hacia atrás. Grandes llamaradas y columnas de humo se alzaban al cielo.

Cuando estuvieron fuera de peligro, Dark bajó a Santiago, quien había recobrado a medias el conocimiento y con ayuda de El Remedón se pasó uno de sus brazos por detrás del cuello y casi a rastras se lo llevó hasta los matorrales donde había escondido su auto.

Mientras lo abordaban, volvieron a mirar hacia la Misión y horrorizados observaron como las llamas habían tomado aún más fuerza y convertido al monasterio en una gran bola de fuego.

Pero no todo había terminado. Algo aterrador y divino estaba por suceder.

Aunque no era época de tempestades ni tormentas, una nube color azabache, tan negra como el miedo, bajó de las profundidades del universo y se detuvo sobre lo que quedaba de la Misión arropándola como sábana luctuosa. De pronto se escucharon truenos que hablaban de muerte.

Dark y sus compañeros, así como el mismo Santiago, sintieron erizar cada partícula de su cuerpo.

A los pocos segundos, de aquel manto sideral comenzaron a emerger rayos y centellas que vomitaban lanzas de fuego que se estrellaban con cólera divina y justiciera sobre el monasterio.

Trozos de la nave central, presbiterio, campanario, paredes, columnas y muros comenzaron a derretirse y desmoronarse entre estallidos y llamas hasta convertir a toda la edificación en piedra volcánica.

Al volante del auto Dark, incrédulo y aterrado, quizás por primera vez en su vida, mantenía pisado a fondo el acelerador para salir lo más pronto posible de aquel infierno.

En el asiento trasero Raquel tenía apoyado contra su pecho a Santiago mientras El Remedón a duras penas trataba de fajarle el hombro con un pedazo de tela que había rasgado de su camisa a fin de contener la hemorragia.

– ¡Llévenme con mis hermanos! –pidió con sumisa devoción El Iluminado.

–Mi amor, ¿y quiénes son tus hermanos? –inquirió con dulzura Raquel, delatando inconscientemente sus verdaderos sentimientos delante de todos.

–Los Elegidos de Dios.

– ¿Los Elegidos de Dios? –repreguntaron los dos muchachos con asombro y todavía consternados por lo que acababan de pasar y ver.

– ¡Sí!… –afirmo Santiago exhalando un suspiro.

– ¿Y dónde los encontraremos? –indagó imperturbable Dark, quien conducía a toda velocidad y con las dos manos bien sujetas al volante.

–En La Gran Sabana –alcanzó a contestar antes de perder otra vez el sentido.

– ¿La Gran Sabana? –soltaron extrañados y al unísono Raquel y Juan.

– ¿Qué es La Gran Sabana? –inquirió Dark.

–Un sitio muy hermoso y celestial, pero muy, muy lejos de aquí –contestó Raquel.

Situada al sudeste del Estado Bolívar y al sur del soberbio río Orinoco de Julio Verne y escenario de la fantástica novela El Mundo Perdido del escritor inglés Sir Artur Conan Doyle, La Gran Sabana es una mágica extensión de tierra constituida por formaciones rocosas, una de las más antiguas del planeta, de más de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados que ha estado alejada durante siglos de la contaminación de la cultura y costumbres occidentales, por lo que aún conserva el encanto de la naturaleza virgen y primitiva.

Como si fuesen pinceladas por la mano de Dios, sus alucinantes selvas tropicales están rodeadas por tepuyes, unas inmensas y majestuosas torres naturales en forma de pirámides de punta chata pertenecientes a la era precámbrica. A su alrededor puede atraparse en un suspiro toda la divinidad y paz del mundo.

Por encima de los ochocientos metros sobre el nivel del mar, ese paraíso está lleno de húmedos y frondosos bosques segados por el majestuoso Aponwao, el Suruku, tierno y dulce a su paso, el Kukenán, que se dibuja sobre la tierra como una mano abierta, el Urimán y el Karuay, que parecen cantar un Ave María en susurro, el Yuruaní, una aparición etérea sobre la tierra y el Mauruk e Icabarú, ríos cuyos mágicos nombres son tan hechizantes como sus aguas que vigorizan piel, sentido y espíritu.

En las riberas del Yuruaní, en donde un manso viento acaricia los rostros como queriéndolos besar, parecen confluir dos mundos: uno celestial y otro humano.

En aquel inmenso recodo del mundo, el aroma de la vegetación parece desprenderse del mismo cielo despidiendo por sus poros una energía espiritual que casi se puede tocar. Hay tanta paz y quietud, que siquiera el ensordecedor arrullo de las aguas del Kama-Merú, uno de los tantos y asombrosos saltos del lugar, puede turbarla.

A esa región quería Santiago que lo llevasen. Desde donde se encontraban, el camino era largo, muy largo, y escabroso. Muchos kilómetros deberían recorrer para poder llegar hasta el estado Bolívar, enclave de La Gran Sabana, y él no estaba en condiciones para tan rudo viaje.

El improvisado vendaje que le puso El Remedón apenas serviría para contener la hemorragia y evitar un mal mayor. Era algo temporal y no una cura. La herida podría infectársele de un momento a otro y su vida estaría en serio peligro.

Era un riesgo para el muchacho y Dark lo sabía, no así los otros. Su vida ahora dependía de su decisión.



26


   Todos los periódicos del mundo reseñaron en sus primeras páginas la extraña destrucción, devastada por rayos y centellas, de la Misión Capuchina en Venezuela.

Las cadenas de televisión y los telediarios internacionales se dieron banquete con la noticia mostrando imágenes aterradoras y los cadáveres calcinados de algunos monjes y de otras personas ajenas a la Misión, presumiblemente “viajeros o comerciantes”.

Los restos de Basilisco y Fernando Lisias nunca pudieron ser identificados, por lo que los investigadores presumieron que pertenecían a labriegos que los monjes tenían bajo su cobijo en el monasterio.

Un tropel de especulaciones cundió por la red en todo el planeta. En Internet hasta abrieron Blogs especiales, donde se daban alucinantes versiones. Ni científicos ni teólogos hallaron explicación al fenómeno, como comenzaron a denominarlo, por no encontrarle causa humana aparente.

La mañana siguiente al desastre una reunión urgente y secreta convocada por el Santo Padre en la intimidad de su dormitorio, se estaba realizando muy temprano en el Vaticano.

Tres cardenales, entre ellos Nocerino y dos civiles, discutían exaltados sobre los eventos ocurridos en la Misión de San Felipe.

–Si el predicador tenía la marca del papiro 5Q9 o, por el contrario la del 3J3, nunca lo sabremos, porque todos murieron carbonizados. Lo que si es cierto, Santo Padre, es que, según los informes que nos enviaba el finado abad de la Misión, en esa región estaban naciendo niños con cola. A los monjes sólo les faltó comprobar las características de la marca. Eso, ahora, nunca lo sabremos –precisó el cardenal Nocerino.

–Pase lo que pase, se diga lo que se diga, la Iglesia nada sabía ni nada sabe del asunto. Debemos silenciar todo hasta que consigamos otra prueba viviente. Para ello están estos hombres –dijo el Pontífice señalando a los dos civiles–. Usted, Nocerino, será relevado de toda responsabilidad y será enviado a representar a la Santa Sede como Nuncio Apostólico en Perú. Espero que, como lo ha hecho hasta ahora, no abra la boca y no comente, ni en sueños, el trabajo que estuvo realizando para la Iglesia y menos del hombre que envió desde Ravenna –ordenó el Papa para finiquitar la reunión y haciendo una seña con la mano invitó a todos a salir del recinto.

En el Vaticano suponían que tanto El Iluminado, así con John Dark y todos los monjes habían perecido en el incendio. Para la alta jerarquía fue un respiro, ya que todos los indicios y pistas que involucraban a la Santa Sede en la persecución del predicador quedaron destruidos con su muerte y los libros y documentos calcinados.

Aparentemente, el asunto había concluido, sin embargo al día siguiente el cardenal Nocerino fue hallado muerto en la habitación de huéspedes especiales del Vaticano.

Con él moría una generación de investigaciones y secretos, donde sofisticadas torturas abrían un nuevo y funesto capítulo en la historia de la Iglesia Católica. Un capítulo aún más aberrante y despiadado que el de la propia Inquisición.

Después de décadas de estudios sobres los Rollos del Mar Muerto, Nocerino estuvo sólo a horas, ya que Dark se lo habría comunicado, de saber que la marca tatuada en el cuerpo de Santiago correspondía al profético 3J3 y que el muchacho era un Elegido de Dios, portador del Ichthys, el pez, cuyo significado es Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador y no alguien diabólico como presumían tanto el Papa como los monjes de la Misión.

Sin embargo esa realidad no era aceptada por el Vaticano, de ahí que guardasen con tanto celo los enunciados del pergamino 3J3. Admitir que los nuevos profetas, Los Elegidos de Dios, nacerían con una cola, era, según los jerarcas de la Iglesia, más que una herejía un pecado mortal que acabaría con la fe cristiana. Por su comodidad, preferían ceñirse a las profecías enunciadas en el papiro 5Q9.

Concisamente, mediante un breve comunicado, la Santa Sede especificó que la muerte de Nocerino había ocurrido por deficiencias coronarias, aunque el cardenal era un toro de pura cepa y jamás había sufrido del corazón ni tenía antecedentes de enfermedades coronarias en su familia.

El cardenal tuvo el mismo fin que el había planificado, pero que abortó pocas horas antes de llevarlo a cabo, para el rebelde arzobispo negro Indalko Coringo: morir envenenado en la misma habitación de huéspedes especiales donde ahora él dejó de existir.

Nocerino manejó en vida el caso del arzobispo de Nairobi, Indalko Coringo, quien, según el Vaticano, se había “puesto fuera de la Iglesia Católica” al provocar a la curia romana cuando, en 1999, denunció de modo espectacular “rituales satánicos dentro del Vaticano”.

Luego, en febrero de 2001, el arzobispo negro, que era además curandero y exorcista, desafió la prohibición del Vicario de Cristo al celebrar una misa pública de sanación en la iglesia de San Pablo, diócesis de Roma.

En aquella oportunidad se planeó, siendo pieza clave en el asunto el cardenal Nocerino, la eliminación física de Coringo, cuyos criminales preparativos se adelantaron cuando el arzobispo negro se casó en Miami en rito público por la secta Moon.

La amenaza real que representaba Coringo para la Iglesia Católica no se debía a sus desafíos y desacatos contra su autoridad, sino porque era el líder de un nutrido grupo de teólogos y prelados que pensaban declarar, a través de un manifiesto público, una Guerra Santa contra la Iglesia si no iniciaba prontas, radicales y modernas reformas en su seno. Aunque pareciese paradójico, el obispo negro sólo pretendía sacar del negro oscurantismo a la Iglesia Católica.



27


  Turnándose al volante, Dark y El Remedón estuvieron conduciendo toda la noche por oscuras y apartadas carreteras.

Raquel había sugerido que la mejor vía era la de La Costa, por lo que, desde San Felipe, tuvieron que regresar a Caracas y después tomar la ruta de Oriente. Argumentó que por Los Llanos la carretera era muy accidentada y llena de cráteres, grandes y profundos huecos, que podrían poner en peligro la vida de todos, mucho más de noche, ya que más de media docena de personas mueren sobre el deteriorado asfalto diariamente debido a la desidia gubernamental.

Aquel viaje se había convertido en un laberinto. Deberían cruzar otros tres grandes estados para llegar a La Gran Sabana, que limita con Brasil y Guyana. Varias veces extraviaron el camino y tuvieron que dar marcha atrás al encontrarse con callejones sin salida repletos de follaje.

Muy entrada la noche pasaron por El Guapo vía Boca de Uchire, espléndido paraje lleno de playas vírgenes acariciadas por los refrescantes vientos alisios. Luego por Clarines y Puerto Píritu.

Avanzaban lentos. Tanto Raquel como El Remedón le advirtieron a Dark que de noche, más que de día, transitar por las carreteras venezolanas, no sólo era un riesgo, sino un suicidio.

Dark escuchaba, pero le interesaban muy poco aquellos comentarios. Su mente estaba centrada en otra cosa. La intriga lo había seducido. Quería saber qué se traía entre manos aquel joven predicador, del que unos decían santo y otros diablo, aunque para él apenas era el hombre de la cola, pese a tener tatuado en su cuerpo la marca del pergamino 3J3. Únicamente por ello, luego de revisarle la herida, accedió a continuar hacia La Gran Sabana.

Al despuntar el alba seguían rodando bajo un sol abrasador por solitarias y angostas carreteras. Los rayos se colaban por cada rincón del auto haciendo más pesado el viaje. Nadie se quejaba, siquiera Santiago, aunque momentos antes le había pedido a Raquel que le desabrochase la camisa que ella misma le había vuelto a vestir después de la huida de la Misión.

Pasadas las dos de la tarde, se detuvieron en las afueras de la población de El Tigre para almorzar. Unas cuantas arepas de chicharrón rellenas de carne mechada, café y jugo de lechosa, mitigó temporalmente su hambre. Antes de regresar al auto, Dark y Juan compraron una buena provisión de botellitas de agua mineral para paliar la sed en el camino. Raquel se había quedado dentro del vehículo cuidando a Santiago. Su ropa echa jirones y manchada de sangre hubiese despertado sospechas. Además, el predicador estaba muy débil para caminar, aunque fuesen pocos pasos.

Al filo de las cuatro y media de la tarde, al advertirlos agotados y hambrientos, Dark detuvo el auto frente a “La boa azul”, un viejo y solitario hotel de carretera. A un costado del hospedaje, un destartalado letrero que se batía al viento avisaba: “Soledad - 8 Km.”, lo que indicaba que un pequeño pueblo estaba cerca.

El veterano ex combatiente se bajó y le pidió a El Remedón que lo acompañase. Juntos caminaron hacia la recepción de “La boa azul”.

Una obesa mujer, desaliñada y grasienta, que no pasaba de los treinta años, los recibió detrás de un mugriento mostrador. A su espalda, un desvencijado afiche que mostraba al actor Al Pacino en su interpretación de El Padrino III, parecía querer desprenderse de la pared para quedar sepultado para siempre en el asqueroso suelo. Aquella imagen representaba un humillante insulto a la ruda fama de implacables asesinos de los mafiosos.

–Necesitamos dos habitaciones limpias y frescas –solicitó Dark mientras Juan permanecía a su lado–. Preferiblemente con vista a la calle –puntualizó.

–Puede escoger las que prefiera, ya que todas están vacías –dijo despreocupada–. No es temporada y todavía falta mucho para que el primer turista o aventurero se asome por estos lados... ¿Cuánto tiempo se quedarán? –preguntó rascándose con desespero la cabeza.

–Sólo pasaremos la noche –precisó Dark alejándose un poco a fin de evadir los piojos que suponía de un momento a otro iban a aterrizar en el mostrador.

–Bien, entonces pueden quedarse donde quieran –afirmó la dependiente frotándose aún con más fuerza. Su cabello ensortijado y negro lucía aceitoso y sucio.

Sin soportar más la presencia de la apestosa mujer, Dark pidió la cuenta, pagó por adelantado y regresó al auto.

Juan se quedó con ella para revisar las habitaciones y escoger dos contiguas, pero con vista a la calle, según indicaciones del ex veterano de Afganistán.

Mientras lo hacía, por una de las ventanas vio a Dark despojarse de su chaqueta y apoyarla sobre los hombros de Santiago, quien durante parte del viaje perdió mucha sangre, aunque ahora la herida estaba milagrosamente seca. Luego se quitó la sobaquera, puso la pistola en su cintura, a la altura del abdomen, y la ocultó bajo la camisa. Tiró el aparejo de cuero dentro del portaguantes del auto y regresó donde estaba sentado el predicar. Con cuidado lo ayudó a incorporarse y recostarlo de su cuerpo. Juntos, y dando algunos traspiés, caminaron hacia la entrada del pequeño hotel.

Raquel se había quedado rezagada recogiendo los restos de varias botellitas plásticas vacías que estaban esparcidas en el interior del vehículo. Al tenerlas en sus manos, cerró la puerta con un ligero puntapié y presurosa corrió a alcanzarlos. Al pasar cerca de un viejo barril que fungía de cesto de basura, las botó en su interior.

Repugnantes, aunque con colchones confortables y camas aparentemente nuevas, las habitaciones de “La boa azul” les pareció un oasis en el desierto. Estaban felices de poder estar allí. Una fue ocupada por Santiago y Raquel, la otra por Dark y Juan.

Después de instalarse, el ex capitán les comunicó que iría al pueblo cercano para comprar vendas, medicinas y algo de comida.

Le pidió a Juan que lo acompañase. Quería evitar que los pobladores de Soledad lo acosasen con preguntas necias debido a su aspecto extranjero. “Al ver al mulato junto a mí, pensó, no se atreverán a abordarme”.

Tengan cuidado –advirtió Raquel–. En estos pueblos uno nunca sabe con qué o quién se encuentra… Eviten cualquier problema y regresen pronto.

–No te preocupes… No quiero más guerras, es suficiente con lo que hemos pasado –aseveró espontáneo Dark.

Apenas salieron, la muchacha cerró con llave la puerta, se asomó a la ventana, los vio abordar el auto y sólo cuando los perdió de vista en la carretera quedó tranquila. “Todo irá bien”, se dijo en sus adentros luego de un largo suspiro.

Sabía que no estaba sola, que Santiago la acompañaba, y que Juan y Dark regresarían pronto. No obstante, una fuerte opresión en el pecho le presagiaban más momentos de angustia y dolor.

Resignada a la espera, se retiró de la ventana y trató de deslizar las cortinas, pero una de ellas se atascó por la humedad y poco uso del riel. Insistió y de un fuerte tirón lo logró a medias.

En semisombras, aunque todavía mucha luz se colaba a través de la ranura del cortinaje, se dirigió hacia la cama donde habían recostado a Santiago. Con devoción le tomó suavemente la cabeza y se la acomodó sobre dos almohadas. Luego, sin pronunciar palabra, fue al armario. De lo alto extrajo una cobija y se la extendió sobre el cuerpo.

–Pronto sanarás y te sentirás mejor… Descansa y no pienses en nada… Lo malo ya pasó –dijo para confortarlo–. No te preocupes… Ellos volverán y te desinfectarán la herida –aseguró acariciándole el cabello.

Sin saber que más decirle para animarlo y en vista del silencio del predicador, le estampó un tierno beso en la mejilla.

–Lo malo aún no ha pasado, Raquel –dijo profético Santiago con la mirada dirigida al vacío.

– ¿Qué quieres decir? –respondió descorazonada la muchacha, que de golpe se sentó a su lado, en el borde de la cama.

–No te asustes. No me refiero al asunto de los monjes, sino a lo que está por venir… Prométeme que después de dejarme con mis hermanos leerás el manuscrito que te di y comenzarás a difundirlo –rogó–. El tiempo se ha acortado y no se puede esperar hasta la fecha que te había dicho.

–Lo traje conmigo. Está aquí –afirmó señalando el bolso que todavía pendía de su hombro y del que no se apartó ni un instante durante toda la odisea vivida–. Tuve miedo de dejarlo en el rancho. Aquí está más seguro –aseveró tocando la cartera.

–Fue una gran decisión –aprobó satisfecho el predicador.

–Pero, qué es lo grave que va a pasar…–indagó moviéndose nerviosa en el borde de la cama–. No te entiendo, porque creo que peor de lo que nos sucedió no hay…

–Va a ser algo universal y no personal – la interrumpió–. Pero no te preocupes, tú y Juan estarán a salvo–. …¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!

– ¿Qué estás diciendo?... ¿A qué te refieres?...

–No, no es nada... Solo estaba pensando en voz alta –puntualizó para tranquilizarla.

Al concluir la enigmática sentencia, el joven predicador se volteó y recostó su cuerpo sobre su hombro sano con evidente intención de dar por terminada la conversación.

Raquel comprendió que su interrogatorio era inoportuno, mucho más en ese momento, después del agotador viaje y de todo lo que había sufrido y padecido en la cámara de torturas de la Misión. Su dolor debería ser insoportable, aunque no se quejaba.

Según Dark, la herida era profunda, pero gracias a la providencia, la bala, tal como había entrado, salió sin tocar hueso alguno. Era un buen augurio. No ameritaría intervención quirúrgica.

Como veterano de guerra, tenía experiencia en esos menesteres, mucho más con heridos de bala o esquirlas de mortero. Durante la Operación “Libertad Duradera” había salvado y socorrido a muchos soldados heridos de gravedad.

Raquel estaba tranquila. Sabía que Dark podría curar y atender a Santiago, aunque, y se lo comentó a Juan, le extrañaba la recuperación tan acelerada que había tenido.

–Si no te importa voy a darme una ducha. Así descansas un poco de mi preguntadera –expresó con gracia, guiñándole el ojo–. Te dejaré sólo, pero si me necesitas, ¡llámame!… ¡Pega un grito!... ¡Te escucharé a pesar del ruido del agua! –advirtió con un sonrisa mientras se dirigía a la sala de baño.

–No te preocupes, Raquel… Tómate el tiempo que quieras… Aprovecharé para rezar un poco –contestó mientras la veía desaparecer tras la puerta del lavabo.

Al escuchar que pasaba el cerrojo, Santiago volvió a tomar su posición horizontal en la cama, extendió los brazos en forma de cruz y comenzó a orar en silencio.

Mientras lo hacía, desde el este, más abajo de donde sale el sol por las mañanas, un rayo verde, color esmeralda reluciente, penetró por la ventana de la habitación colándose por el resquicio que había quedado abierto entre las cortinas. Poco a poco aquel rayo esmeralda se fue solidificando hasta tomar forma casi corpórea. Sus extremos esparcían destellos que refractaban una luz violeta ligeramente teñida de azul opaco y oro.

En ese instante Santiago advirtió el parpadeo de algo celestial en su cuerpo. Vibró. Absorbió la energía que entraba por la ventana, suspiró y quedó callado, a la espera.

Un sudor tenue, como de rocío, inundó sus partes desnudas y de su piel brotaron minúsculas y brillantes escarchas. Su mirada apuntaba a una inmensidad imperceptible.

Como germen divino, de las palmas de sus manos comenzaron a brotar tenues rosas de sangre que a medida que su oración se hacía más profunda tomaban un color purpúreo. Igual sucedía en sus pies descalzos. Al instante, su cuerpo comenzó a elevarse suavemente de la cama.

Sus ojos emanaban tan radiante esplendor, que de ellos parecían desprenderse todo el conocimiento humano y la paz del universo entero.

De pronto, como si una orden hubiese sido calladamente impartida, su cuerpo se detuvo a medio metro de altura del lecho y quedó suspendido en el aire.

Santiago parecía no percibir nada, siquiera sus sentidos. Surcaba una dimensión muy distante al entendimiento humano.

Cerró los ojos y suspiró. Luego volvió a abrirlos y fijó la mirada en el último rincón del techo, en una esquina donde colgaba una vieja telaraña que había descosido sus redes muertas en el tiempo, y habló suavemente, con armonía.

–Dime, buen creyente, ¿qué crees de todo esto?... ¿Es sincera la justicia de la Iglesia?… –pronunciaron sus labios salpicados de un fulgor aperlado, como ansiando que se produjese una respuesta inmediata.

Mientras decía esas palabras, la luz que había penetrado por la ventana se fue reabsorbiendo tan lentamente, que cualquiera hubiese creído que no quería irse o que alguien, fatigosamente, la retenía.

– ¡Dios sufre y yo también!... ¡Dime qué piensas!… Sincera tú alma… ¿Crees qué Dios quiere una Iglesia corrompida?... –preguntó colmado de amor y misericordia sublime mientras su cuerpo descendía y de sus ojos brotaban grandes lágrimas–. ¡Háblame, por favor!... ¡Contesta! –suplicó afectuoso mientras la luz se disipaba por la ventana–. ¡No!... No trates de adivinar con quién hablo… Sólo escucha, porque te estoy hablando a ti… ¡Sí, a ti!... A ti, que lees estas líneas... No me contestes ahora pero, por amor a Dios, ilumina tú corazón… Llénalo de fe y deja que tu propia divinidad fluya en tu cuerpo... Cuando quieras responderme, sólo piensa y yo atraparé tus pensamientos y se los llevaré a…

Un brusco golpe seco en la puerta de entrada sacó a Santiago de su exaltación. Otros dos, aunque más suaves, se escucharon después. Era la señal que Dark había convenido para anunciar su regreso. Antes de salir le advirtió a Raquel de no abrir la puerta si oía otro tipo de toque.

Ligeramente su cuerpo se fue posando otra vez sobre la cama. Los rosetones de manos y pies se reabsorbieron en cuestión de segundos. Y, como si nada hubiese ocurrido, volvió a tomar la posición que tenía antes de comenzar a levitar y dulcemente cerró los ojos.

Al oír la señal, Raquel salió presurosa del baño y fue a atender el llamado.

Había vuelto a vestir su viejo jean y la franela blanca la cambió por una diminuta blusa que había metido en el bolso antes de partir hacia San Felipe. Su cabello, ligeramente húmedo, lo llevaba recogido en un moño.

– ¡Ya regresaron, Santiago! –advirtió contenta mientras iba hacia la puerta.

– ¡Sí, los escuché! –asintió abriendo los ojos.

Los dos hombres traían varios paquetes. Enseguida el ex capitán abrió uno y de su interior sacó vendas, desinfectantes y medicamentos y fue directamente hacia el predicador.

Deshizo el torniquete que le había aplicado Juan y empezó a limpiar la herida. Para su asombro, no estaba purulenta, sino más bien seca y el tatuaje de pólvora, pese a su blanca piel, había desaparecido.

Al terminar la cura se dispuso a vendarlo.

Raquel, que lo observaba atenta a su lado, le quitó delicadamente las gasas de las manos y prosiguió con el vendaje.

–Conseguí un mapa de La Gran Sabana, así podrás guiarme mejor –dijo Dark recogiendo los deshechos de algodón y vendajes, los cuales, luego de hacer una medición, tal como si fuese un experto basquebolista, los encestó en el pote de basura.

– ¡Excelente! –exclamó la joven brindándole una de sus tiernas sonrisas mientras anudaba los extremos de la gasa sobre el hombro de Santiago–. El camino es largo, pero nada complicado –indicó–. Si partimos antes del amanecer llegaremos al caer la tarde.

Durante la huida John les había revelado su presunta verdadera identidad y, en parte, obviando precisiones, para quién supuestamente trabajaba. Empero, no les dijo qué hacía esa noche espiando en la Misión. Mucho menos de su trabajo en el Servicio Secreto. Solamente les dijo lo primero que se vino a la cabeza y, al parecer, surtió efecto.

Los jóvenes se conformaron con la explicación. Fue el hombre que salvó a Santiago y ese era aval suficiente para ellos, aunque la curiosidad de Raquel permanecía intacta y, siempre que podía, trataba de sacarle algún otro detalle sobre su misteriosa personalidad.

Santiago, por el contrario, parecía saberlo todo, pero callaba y sólo se dejaba llevar por los acontecimientos. Comprendía que estaba entre amigos y que su obra en la tierra estaba por terminar.

–Y mi auto, ¿qué pasará con el? –preguntó de sopetón Juan al recordarles que lo había dejado cerca de la Misión.

–Por ahora se quedará donde lo dejaste –precisó Dark–. Al regreso lo recogeremos. Nadie sospechará de tu viejo cacharro… Creerán que es de algún labrador que lo dejó abandonado por algún desperfecto mecánico… Nadie reparará en el –manifestó para tranquilizarlo.

El Remedón consintió con una mueca de resignación y fue a sentarse en el borde de la cama, junto a Santiago.

–Bien, es hora de celebrar. Traje algo de comida y algunas cervezas –señaló Dark, sacando de un voluminoso envoltorio varias cajitas con hamburguesas y papas fritas.

Todos, sin excepción, devoraron el contenido de los paquetes. Pero quien verdaderamente tenía un hambre atroz, era el pobre Juan. No desechó nada. Las papas fritas que caían al suelo las recogía y sin limpiarlas siquiera se la metía en la boca. Todos reían y hacían chistes a sus expensas, hasta el mismo Santiago.

–Recuerda que no sólo de pan vive el hombre –le dijo bromeando.

Juan no contestaba. Sólo reía y tragaba. Al verlo tan desesperado, Raquel, que no podía con su tercera hamburguesa, se la extendió. Abriendo sus saltarines ojos el joven la aceptó gustoso.

Después de comer se quedaron charlando y trazando la ruta que deberían tomar al día siguiente. Raquel examinaba minuciosamente el mapa que había traído Dark. El recorrido era largo y sin posibilidad de atajos. Ella lo sabía. Por carreteras asfaltadas sólo se podía tener acceso a La Gran Sabana desde el estado Bolívar, en territorio venezolano, que es donde estaban, o por Brasil.

–Mañana, una vez que salgamos, en aproximadamente hora y media o dos, dependiendo del estado de la vía, estaremos entrando en Puerto Ordaz. De allí sólo a un paso de San Félix, desde donde tomaremos la vía de Upata. Esa es la mejor parte, después el camino es muy accidentado, lleno de peligrosas curvas y angostas rectas –precisó Raquel.

–Muy accidentado… Si tú lo dices, te lo creemos –contestó socarronamente El Remedón.

– ¡Déjame ver!– pidió Dark retirando suavemente el mapa de sus manos.

Siguieron hablando un buen rato sobre la ruta y sus inconvenientes. Santiago se limitada a escucharlos sin proferir opinión. Cuando surgieron los primeros bostezos, decidieron retirarse a dormir.

Al amanecer, el ex capitán se encargó de levantarlos uno por uno. El último en hacerlo fue Juan, quien después de la gran comilona de la noche anterior no quería despegar la cara de la almohada.

Sigilosamente, y sin hacer ruido a fin de no despertar a la recepcionista que los recibió, fueron abordando el auto. Al cerrarse la última puerta, Dark encendió el motor y aceleró con tal fuerza que los neumáticos traseros levantaron una pequeña polvareda y pedruscos que rebotaron debajo del chasis. Atrás quedó “La boa azul” y aquella mujer que tanta repugnancia le causaba a Dark.

A los pocos minutos estaban pasando sobre el puente colgante Angostura, que une a Soledad y Ciudad Bolívar por la parte más angosta del río Orinoco. De allí en adelante solitarias e interminables rectas se presentaban ante sus ojos. Todo parecía distante, menos el cielo. A los lados de la vía grandes rocas pintadas de blanco con enormes letreros que decían “Cristo viene ya”, “Sólo Cristo salva” y otros mensajes bíblicos destacaban en el verdor del paisaje. En algunos trechos, pequeñas colinas cortadas en dos para dar paso a la carretera mostraban su tierra color ladrillo brillante que al reflejo del sol parecía sangre germinada.

Cerca de las once de la mañana, ya que perdieron mucho tiempo desayunando, entraban por el lado norte de Puerto Ordaz. La moderna ciudad, uno de los emporios más grandes en extracción de hierro y aluminio, estaba a treinta y nueve grados centígrados sobre cero. El calor era tan insoportable, que el asfalto de la autopista expelía de sus entrañas un vapor que parecía hervir bajo las llantas de los autos.

Al salir tomaron rumbo a San Félix, también llamada Ciudad Guayana, pequeña urbe abarrotada de negocios y mercaderes, así como de delincuentes, bandoleros de todas las calañas y nacionalidades, refugiados de desastres naturales de otras regiones marginales del país, y basura. De allí prosiguieron hacia Upata, Guasipati, El Callao y Tumeremo, pueblo donde se reaprovisionaron de combustible.

Durante el viaje hicieron pocas paradas. Habían comprado suficiente agua, galletas, refrescos y el tanque de gasolina lo mantenían full. Les habían advertido que después del llamado del “kilómetro 88”, a escasos minutos del caserío Las Claritas, no encontrarían ni un solo expendio de víveres y mucho menos estación de gasolina. Que después de ese caserío había un pequeño surtidor en el Fuerte Militar Manikuyá en Luepa, en plena Sierra de Lema, a unos sesenta kilómetros, pero que no era confiable, ya que casi nunca tenían combustible o cuando lo tenían decían que el despachador no estaba. Aparentemente con esas excusas pretendían reservarse la gasolina para uso militar en caso de cualquier contingencia. Así que el surtidor confiable estaba enclavado cerca de una posada pemón situada en Los Rápidos del Kamoirán, en plena Gran Sabana, por lo que era preciso reaprovisionarse a la altura del famoso “Kilómetro 88”, donde existe uno de los más ricos yacimientos de oro y diamantes del país y centro de reunión de aventureros, mineros, contrabandistas y forajidos.

Dark no apartaba sus ojos del camino. A su lado Juan, fungiendo de copiloto, examinaba detalladamente el mapa. Atrás, Santiago y Raquel dormían uno recostado del otro en el asiento trasero. Cualquiera los hubiese confundido con dos enamorados que habían planificado una fuga furtiva al no tener consentimiento de sus padres. Parecían estar hechos el uno para el otro, pero nada más lejos de la verdad.

Tanto amor hubiese podido ser posible, pero no en el caso de Santiago. El era un joven diferente a todos los demás. Además, de su cuerpo pendía una larga cola, aunque ese detalle parecía importarle un bledo a Raquel.

Aquel muchacho, de rasgos finos y tez blanca, tan hermoso como un ángel, estaba muy lejos de cualquier tentación terrenal. Raquel lo sabía, pero se resistía a aceptarlo. La energía que irradia un corazón enamorado no tiene fronteras ni límites y mucho menos entiende de razones.

Al filo de las cuatro de la tarde, ahora con cuarenta grados ardiendo encima del latón del auto, Dark seguía con el acelerador a fondo.

De un clima pasaron a otro, tan fugaz y velozmente como se desplazaba el vehículo.

Del calor intolerante, saltaron a la humedad de la selva. El olor se transformó en prado salvaje. Hojarascas, helechos derretidos por el tiempo y el fango, que hablaban de sangre y muerte, se presentía en el ambiente.

Habían pasado por un puesto de control y vigilancia de La Guardia Nacional instalado cerca de El Dorado, pueblo minero en cuyas inmediaciones queda una de las más sanguinarias y tristemente célebres penitenciarías de Venezuela. Estaban apenas a unos noventa kilómetros de la entrada de las minas de oro de Las Claritas, el más grande yacimiento que se conocía desde Alaska a Cabo de Hornos, hoy en día explotado por canadienses, alemanes, aventureros y grandes compañías norteamericanas gracias a concesiones concedidas por el gobierno venezolano.

Todo, en los alrededores, parecía ser tierra de nadie, cuyo aroma a muerte, oro y riqueza se palpaba en cada arbusto, en cada sueño.

– ¿Crees que llegaremos antes del anochecer? –preguntó Dark a Juan.

–Si, creo que sí. Estamos cerca de Las Claritas, por Santa Lucía de Inaway… De ahí pasaremos hacia Las Minas de Caolín –precisó indicando los lugares en el mapa–. Son sitios peligrosos, pero al franquearlos estaremos mucho más cerca de La Piedra de la Virgen, puerta de entrada a La Gran Sabana.

A los pocos minutos, tal como lo había pronosticado Juan, estaban en la periferia de Las Claritas, caserío alineado a ambos lados de la carretera y lleno de pequeños y destartalados comercios cuyos letreros advertían “Sólo compramos diamantes”, “Aquí pagamos en dólares”. Otros decían “La esquina caliente”, “Carne y bebida fresca”, anunciando la venta de licor y prostitutas. La mayoría de esos negocios, donde circula gran cantidad de dinero, droga y trueques de los más insólitos, son regentados por comerciantes árabes que también ofrecen todo un universo de artefactos, que van desde vestimentas, utensilios de cocina, televisores, lavadoras y hasta armas de todos los calibres.

Las instalaciones mineras, de donde se extraen centenares de toneladas de oro en polvo todos los años, están pueblo arriba, hacia el corazón de la selva.

Al pasar por el caserío aminoraron la velocidad y silenciosos avanzaron escrutando a los sudorosos y desaliñados pobladores y mineros que caminaban por las adyacencias. A un lado, cerca de un negocio de comestibles, vieron aparcado un camión militar de la Tercera Compañía del Destacamento de Fronteras, cuyos soldados, todos armados con fusiles-ametralladoras, les devolvieron la mirada mal encarados.

Después de hacer una pequeña pero tediosa cola de autos, rellenaron el tanque en la estación situada en las afueras del Kilómetro 88. El único que se bajó para estirar un poco las piernas fue Juan, aunque no se apartó ni medio metro del auto. Pronto reiniciaron la marcha.

Al pasar por un largo túnel natural formado por enormes y frondosos árboles que se unían en arco en su cima, el día de pronto oscureció a su paso. Mientras el auto avanzaba a toda velocidad, millones de pequeñas mariposillas, tan blancas como la nieve, que salían de las profundidades de la selva se cruzaron a su paso por el negro asfalto. Al salir, otra vez el cegador y agobiante sol les encendía la vía.

Dark estaba seducido por aquella vegetación salvaje e indómita que mordía los bordes de la carretera como queriéndola devorar para devolverla a la selva de la que había sido arrebatada.

Al ver un claro, aminoró la marcha y detuvo el auto en el borde del camino. Al no percatar peligro alguno se apeó.

No lo hizo por nada banal, menos para deleitarse con la naturaleza que tenía frente a él, aunque esta fuese maravillosa. Una necesidad fisiológica que estaba a punto de hacerle estallar la vejiga lo obligó a detenerse.

Antes de meterse entre los arbustos le pidió a Juan que se quedara dentro del auto y esperase su regreso.

Caminó hacia un farallón, apartó unas ramas y se adentró unos cuantos metros. Al sentirse sólo y lejos de miradas curiosas, deslizó la cremallera, metió la mano en sus calzones y la volvió a sacar. Con suspiro de liberación, empezó a vaciar el saco.

Como si se tratase de aparecidos, de las entrañas del follaje salieron tres hombres que más que seres humanos parecían bestias.

– ¡Hola, puedo ayudarles en algo! – atinó a decir Dark mientras se subía la bragueta.

– ¡Claro, hombre! –exclamó un negro tan inmenso como el miedo que tenía grabada en la cara una cicatriz que le partía la frente en dos. En su mano sostenía un chopo, viejo fusil de cacería calibre 12, cuyo impacto es letal a cien metros de distancia.

A su izquierda, un desgarbado pelirrojo que no dejaba de esbozar una estúpida sonrisa, levantaba amenazante una vieja Colt 45. Al lado de éste, un viejo, que algún día tuvo que ser granjero debido a su raído sombrero pelo e´ guama, sostenía una morocha, escopeta de dos tiros que de un solo disparo puede acabar con un tigre.

Dark no se inmutó. Se limitó a observar sus actitudes y movimientos, aunque intuía qué se traían entre manos.

– ¿Qué anda usté buscando por esto lares?... Este sitio es peligroso, más para extranjeros o estúpidos forasteros –señaló con tono amenazante el más pequeños de ellos blandiendo como loco la morocha.

– ¿Qué quieren?… Yo no tengo dinero, ni nada de valor –espetó en tono seco Dark.

– ¡Huyuleeé!… Éste gringo cree que somos pendejos… ¡Usté tiene mucho oro, cabrón! –rumió uno de los forajidos poniéndole la Colt a la altura de la sien.

– ¿Usté no anda solo, veldá?… ¿Dónde está lo’ otros? –preguntó mal encarado el negro.

– ¡Vamos pá la carretera!… ¡Ahí deben de está! –alentó el viejo haciendo señas hacia arriba con la escopeta.

John Dark había sido sorprendido por los gents, una especie de ex mineros que, defraudados por la mala suerte o timados por las grandes corporaciones mineras, se internaron en las montañas para asaltar a los que trasladaban su cargamento de oro por la selva o al primero que se les atravesase, tanto de día como de noche. El oro y la frustración de no poseerlo, los había convertido en brutales asesinos.

Los bandoleros, con Dark al frente, comenzaron a subir la loma hacia la carretera.

Debido a la demora, Juan había decidió ir en su busca. Antes de bajar del auto sacó del compartimiento de guantes la Browning que Dark había dejado allí.

En el puesto trasero, como si el mundo no existiese, Raquel y Santiago seguían durmiendo uno recostado del otro.

El flacuchento joven se desplazó entre los arbustos, pero no escuchó ni vio nada, aunque percibía que algo anormal estaba sucediendo. “Orinar no se lleva tanto tiempo. ¿Qué habrá pasado?... ¿Dónde se metió Dark?”, se preguntaba.

Cauteloso comenzó a bajar la pendiente sin hacer ruido.

El sonido de ramas rotas y pisadas, lo alertó. Se escondió tras unos matorrales y apartó unas ramas para poder observar. A un lado, subiendo la cuesta, vio a Dark caminando delante de los tres forajidos que le apuntaban sus armas en la espalda.

Agazapado, espero a que llegasen cerca de donde estaba. Apenas pasaron, salió sin hacer ruido y se colocó justo detrás de ellos.

– ¡Alto!... ¡Tiren sus armas!... ¡Ni se les ocurra voltear si no quieren morir! –ordenó.

El pelirrojo hizo un movimiento tratando de girar hacia el sitio de donde provenía la voz.

Juan, sin pensarlo dos veces, disparó el arma. La bala fue a dar cerca de los talones del bandido, por lo que se quedó tranquilo.

– ¡Es un chamo y está solo! –alertó el viejo de la escopeta–. No podrá con toítos nosotros… ¡Acabemos con er! –rumió incitando a los otros.

Juan se movió ágilmente y sin hacer ruido hacia su izquierda.

– ¡No está sólo!… ¡Somos cuatro!…–dijo fingiendo una voz grave, que no parecía la suya, e hizo otro disparo–. ¡Volteen y será lo último que verán! –amenazó mientras retornaba a su posición inicial temblando de pies a cabeza.

Dark permanecía con los dos brazos en alto. Por el tono, sabía que Juan había fingido la voz y que estaba asustado. Que pronto los malhechores de la montaña se percatarían de ello e intentarían algo desesperado. Debería actuar, y pronto, si no quería morir a manos de esos desalmados.

– ¡Tiren sus armas y levanten las manos! –volvió a exigir Juan recobrando su voz.

Cuando estaban a punto de hacerlo, Juan resbaló y cayó hacia un lado despidiendo un angustiante grito de dolor.

Instintivamente los hombres voltearon y accionaron sus armas hacia el follaje, pero no vieron a nadie.

El Remedón quedó boca arriba sobre unos arbustos y apenas alcanzaba a vérsele el cañón de la pistola, la cual aún permanecía en su mano pese a la brusca caída.

Aprovechando la confusión, Dark se inclinó y sacó el arma que tenía escondida debajo de la bota del pantalón justo en el momento que el negro corpulento giraba hacia él.

– ¡Estás muelto desgraciao! –le grito con diabólica maledicencia el forajido.

Fue lo último que dijo. El fulminante disparo de Dark cerró por siempre su boca. Los otros dos, confundidos, huyeron hacia la selva y desaparecieron entre un enjambre de lianas y cañaverales.

– ¡Juan!... ¡Dark!... ¿Qué está pasando? –se escuchó desde lo alto–. ¿Me oyen?... ¡Contesten, por favor!

Era Raquel, quien al escuchar las detonaciones despertó y fue en busca de sus compañeros.

– ¡Aquí, Raquel!… ¡Espéranos donde estás que vamos subiendo! –gritó el ex capitán mientras ayudaba a Juan a incorporarse.

Después que lo sacó de entre los arbustos, le quitó el arma de la mano y comenzaron a subir.

–Fue una magnífica treta… ¡Gracias por ayudarme! –señaló agradecido–. Eres muy valiente… Fue grandioso, jamás me hubiese imaginado que eso sucedería –dijo dándole palmaditas en el hombro–. Tienes muy buena puntería… ¿Dónde aprendiste a disparar? –preguntó refiriéndose al tiro que le hizo al grandullón pelirrojo cerca del pie.

– ¿Buena puntería? –contestó extrañado y aún temblando El Remedón–. ¡Le apunté al cuerpo y la bendita bala se clavó en la tierra!

Ambos echaron a reír y comenzaron a remontar la pequeña pendiente. Dark sonreía y movía incrédulo la cabeza.

El ex veterano volvió a ponerse frente al volante. Juan, con el cuerpo virado hacia el asiento trasero, contaba a Raquel y a Santiago, entre risas y bromas, la hazaña vivida momentos antes.

El camino era largo y el calor de un húmedo aletargante, por lo que después de escuchar la aventura de Juan, los dos jóvenes volvieron a quedarse dormidos.

–Descansa un poco tú también para que estés fresco cuando te toque conducir –recomendó Dark al ver que Juan comenzaba a cabecear.

– ¡Sí, lo haré! –contestó luego de un prolongado bostezo.

Subían por la Sierra de Lema. Ya habían sobrepasado La Piedra de la Virgen, El Abismo, El Monumento al Soldado Pionero y el Murey-Tepuy. Se desplazaban cerca del desvío a Kavanayén, donde pasa el río Tarotá, en las inmediaciones del pequeño aeropuerto de Luepa. Todo iba de acuerdo a lo planeado. Ningún otro problema. Un paisaje de cuentos de hadas se abría a cada lado de la carretera. El gigantesco Roraima estaba arropado por un tropel de nubes por lo que apenas la silueta de su cima podía distinguirse en la lejanía.

Pronto llegaron a los Rápidos de Kamoirán, en el kilómetros 171 de La Gran Sabana. Dejaron la carretera principal, cruzaron a la derecha y se adentraron unos pocos metros. Ahí estaba el salvador surtidor de gasolina, el cual era atendido por un joven indio pemón. Al fondo, una hermosa posada, cabañas con techos tejidos de palma moriche y paredes de piedras de río, un restaurante, baños y los saltos, cuyo susurro apenas se escuchaba desde allí. A no ser por el pemón que atendía el surtidor y otro que se veía en los alrededores, el sitio parecía estar desierto, pero no era así. Todos estaban en sus chozas descansando u ocupados en los quehaceres propios de la vida cotidiana. Mientras Dark se reaprovisionaba de combustible, Raquel y Juan se bajaron y fueron a los baños. Inmutable, Santiago permanecía aparentemente dormido en el puesto trasero.

Retomaron el camino y al recrearse ante sus ojos el paradisíaco asentamiento pemón Uroy Uaray, Santiago automáticamente despertó. En su mirada se percibía un gozo interior indescriptible. Su rostro pálido había recobrado el fulgor de los días precedentes.

– ¿En qué piensas? –preguntó Raquel al verlo con la vista perdida hacia el infinito horizonte.

–En la Tierra Nueva –afirmó sin voltear a verla–. Recuerda siempre que el significado de la vida lo hallaremos al explorar dentro de la inocencia de nuestro Dios interior.

– ¡Miren! –exclamó Juan después que el auto salió de una pequeña pendiente y ante sus ojos vio una inmensa sabana plena de paz–. ¡Nunca había visto algo tan hermoso!... Es fascinante… ¡Seguramente aquí es donde hace la siesta Dios! –afirmó hechizado, restregándose los ojos.

Santiago lo observó con ternura, pero calló. Él sabía cosas que no le estaban permitidas revelar, no obstante se asombró con la ocurrencia de Juan, su apóstol y amigo.

–Si, Juan, esto es un paraíso… Lo mejor que he visto –aprobó Raquel–. Figúrate que el primero que vino para acá fue un español y le gustó tanto, que llamó a esta inmensa llanura La Gran Sabana.

Raquel estaba en lo cierto. Su nombre se le debe a Juan María Mundó Freixas, un fornido agente viajero catalán, que al ver por primera vez aquel paisaje extraordinario, quedó tan extasiado que después de hincar rodilla a tierra y rezar un padrenuestro, besó el suelo y bautizó a la región con el nombre de La Gran Sabana.

A los pocos años de su arribo de España, en las postrimerías del año 1918, Mundó Freixas dejó todo y se convirtió en explorador y minero y nunca más se apartó de esa tierra encantada, la cual, decía, “no sólo nos da fortuna”, refiriéndose al oro y los diamantes, que lo hay a todo su largo y ancho, “sino porque nos proporciona un encuentro con Dios”. Mundó nunca más regresó a España y murió en la tierra que amó. “¡Estoy en el paraíso y nunca más saldré de el. Dios me ama!”, les escribía a sus parientes en la Madre Patria.

A través de aquel fascinante paisaje, moteado por pequeños oasis de morichales que parecían óleos pintados por una mano divina, recorrieron unos ochenta kilómetros deslumbrados ante tanta belleza. Ninguno de ellos, a excepción de Raquel y Santiago, había estado jamás allí.

Como para darles la bienvenida, el cielo se había despejado casi totalmente y altivos tepuyes abrigados por blancas nubes se divisaban en la lontananza. Entre ellos el majestuoso Roraima, el más alto y misterioso de todos los tepuyes, el Kukenán, llamado Monte de los Suicidios, y el Ilú-tepuy. Este último, según cuenta la leyenda fue lo que quedó del tronco del Árbol Madre, un gigantesco y frondoso árbol que con sus ramas rozaba el cielo y que estrepitosamente se derrumbó el mismo día en que los romanos crucificaron a Jesucristo a muchos miles de kilómetros de distancia de allí. Al caer, sus ramas formaron lo que es hoy la selva del Amazonas.

Todos observaban callados. Raquel rompió el silencio.

–Según los indígenas los tepuyes son pirámides etéreas que actúan como portales dimensionales –refirió a los demás.

Y ciertamente era así, habitada por los intuitivos indios pemones, en su casi totalidad, e indígenas arekunas tuarepanes y kumaragotos, toda La Gran Sabana es un refugio espiritual y energético cuyo magnetismo escapa a toda lógica humana o científica. Gracias al cielo, su cultura ancestral aún no ha sido contaminada por la mal llamada civilización y su virginal pureza se mantiene casi tan incólume como en el principio de los tiempos.

–Dime, mi bella sabelotodo, ¿El Salto Ángel, está cerca, verdad? –preguntó curioso El Remedón.

– ¡Gracias por lo de bella! –exclamó abriendo sus expresivos ojos mirando a Santiago para que él también se fijase en lo hermosa que era–. No amigo mío, es por aquí, pero no está tan cerca. Y ya que me dijiste sabelotodo, te diré que El Salto Ángel es la catarata más alta del mundo y fue descubierta por el aviador y buscador de tesoros Jimmy Ángel, quien quedó estupefacto cuando desde su avioneta Ryan Flamingo vio aquella gigantesca caída que parecía desprenderse del Auyantepuy y enterrarse en las profundidades de la selva.

–Profundidades de la selva… ¿El Auyantepuy? –repreguntó El Remedón, de ahí el sobrenombre que le endosaron sus amigos por estar repitiendo siempre o casi siempre la última frase o palabra que escuchaba–. ¿Y qué es el Auyantepuy?

–Es el tepuy más grande de todos, Juan. Por aquí hay más de cincuenta, pero ese es el más extenso y en su cima nace el Salto Ángel. Figúrate que dicen que Jimmy Ángel quedó tan impactado, que se olvidó de la búsqueda del oro y comenzó a explorar aquella caída de agua que se iniciaba a casi un kilómetro desde lo alto –refirió en tono académico Raquel.

El Auyantepuy es considerado el Olimpo de los Dioses de los indígenas Arekunas, aunque su traducción verdadera es Montaña del Diablo porque dicen que en su cima se encuentra la casa de los Mawariton, espíritus malignos y de Tramán-Chitá, el ser supremo del mal.

Aunque Ángel apenas fue el primer occidental en ver aquella maravilla que los pemones llaman “Churún Merú”, desde que hubo vida en el planeta sus aguas caen y seguirán cayendo misteriosamente y con la misma intensidad, desde la Morada de las Divinidades Presentes, según otra leyenda indígena.

Dicen que sus aguas vienen benditas del Rayo Cielo y que en su caída se escucha el susurro de los planetas y el universo, que en un rugido ininteligible, únicamente escuchado por Los Elegidos, se presiente el Ommmmm, la voz de Dios, su saludo.

Estaba cayendo la tarde en La Gran Sabana. El sol se convirtió en un huevo frito a punto de quemarse. Más frescos, dentro del auto todos hablaban con brío. Los kilómetros eran devorados por la velocidad, con la misma rapidez que los insectos se suicidaban al estrellarse contra el capó y parabrisas del auto.

De pronto comenzó a llover. Dark aflojó el acelerador, ya que el camino se puso resbaladizo. En ese momento Raquel comenzó a cantar una vieja canción pemón, pero en castellano.

–Lluvia de Dios… Lluvia de amor… Bendición del cielo… Lágrimas que germinan la semilla. Nuestro pan y nuestro amor y a la tierra das vida y verdor… Lluvia de Dios, lluvia de amor…

–Hermosa canción… ¿Dónde la aprendiste? –preguntó Santiago.

–Me la enseñó un abuelo pemón la última vez que estuve por aquí –contestó risueña y siguió cantando.

– ¿Qué significará pemón? –soltó de pronto Juan, quien estaba pensativo y admirando el paisaje a través de la ventanilla del auto.

–Tú amiga, “la sabelotodo” –subrayó Raquel dejando de cantar–, lo sabe también, pero no te lo voy a decir.

–No te lo voy a decir, ja… –remedó, pero enseguida juntó las dos manos en forma de oración a la altura del pecho y en tono suplicante, expresó–: Anda Raquel, por favor, dímelo.

– Es fácil, Juan…–dijo la muchacha cediendo a sus requerimientos–. Los indígenas no son nada complicados… Pemón quiere decir una persona y pemones, varias personas… ¿Simple, verdad?

– ¡Simple!... Más de lo que creía… Jamás me lo hubiese imaginado –reconoció Juan con una mueca de asombro.

Cuando lo consideró oportuno, Dark encendió las luces del auto. La lluvia había cesado y la noche estaba por caer, aunque una luna llena, tan inmensa que abarcaba tanto cielo que parecía que en algún momento se iba a desprender, casi no hacía percibir la diferencia entre la noche y el día.

Muy atrás habían dejado al pequeño puente sobre el río Kama, que, al igual que casi todos los demás ríos de La Gran Sabana, alimenta al caudaloso Caroní. Después pasaron por el Mirador Irú-Tepuy, el Nak-Piapo y el Valle de Kuravera.

En las inmediaciones del Arapán Merú, llamada también Quebrada Pacheco, Santiago le indicó a Dark que estaban por llegar. Que antes de arribar al poblado de San Francisco de Yuruaní, un asentamiento de indígenas pemones, llamado por ellos Kumarakapay, le diría dónde detenerse.

A baja velocidad recorrieron aproximadamente otros cinco kilómetros. Todos estaban atentos a la señal de Santiago.

Al pasar sobre el puente del Salto del Río Yuruaní escucharon a lo lejos una bandada de pájaros con cola de tijera que iban en busca de sus nidos. A su izquierda, gracias al cielo claro y abierto, aún podía verse a la distancia el imponente Roraima cubierto de nubes y misterios, en cuya alucinante cima reposa El Valle de los Cristales, El Foso, El Laberinto, Las Cuevas-hoteles, el Lago Gladys y la Proa.

Cerca de un paraje donde se alzaba un pequeño bosque de moriches, especie de palmeras de mediana altura que crecen en ciénagas y cerca de los ríos, Santiago pidió que detuviesen el auto.

Dark se orilló, apagó las luces y desactivó el encendido del motor.

Apenas eran las seis y media de la tarde y la carretera estaba completamente desierta. No se escuchaba ruido de motores de autos o camiones transitar por el lugar. Sólo las aguas del Yuruaní, las cuales se percibía muy cerca, rugían plenas de vida.

– ¡Es aquí! –señaló Santiago–. Por favor ayúdenme a bajar.

Raquel fue la primera en salir en su auxilio. El Iluminado le pasó el brazo sobre los hombros y se apoyó en ella para caminar.

–Llévame hasta aquel lugar y luego regresa con los demás –pidió indicando un claro a unos sesenta metros sabana adentro.

Raquel obedeció sin preguntar y en silencio bajaron por el pequeño desnivel entre cientos de luciérnagas que parpadeaban delante de ellos alumbrándoles el camino.

Aquel paraje despedía un inconfundible olor a sándalo y laurel que parecía brotar de lo profundo de la tierra.

Al llegar cerca de una tupida pared de arbustos, la cual indicaba el final del sendero, Santiago se detuvo.

–Este es el sitio… ¡Déjame y regresa! –requirió con serenidad.

La joven le dio la espalda y obediente se dispuso volver. Luego de pocos pasos se detuvo. Su mente era un torbellino de interrogantes e indecisiones. No estaba segura si seguir adelante, regresar o quedarse ahí, estática, clavada en la tierra. Su corazón latía con fuerza y desesperación. Suspiró profundamente y, en un soplo, dio vuelta atrás y corrió hacia donde había dejado a Santiago, lo abrazó y con temblorosa emoción robó un beso de su boca.

El predicador no pronunció palabra, sólo la acarició para apartarle unos rizos que caían sobre sus azules y radiantes ojos.

– ¡Qué Dios te bendiga Santiago!... ¡Te amaré hasta la eternidad, amor mío! –exclamó conmovida y lo soltó para volver hasta donde la esperaban Dark y Juan.

Dos brillantes lágrimas rodaron sobre sus mejillas mientras avanzaba hacia la carretera. Al llegar, estaba ahogada en llanto.

Raquel se sentía destrozada. El hombre que había amado en silencio durante tanto tiempo se iba, quién sabe dónde y porqué. En lo profundo de su corazón sabía que nunca más lo volvería a ver. Que el amor de su vida se había ido y con él parte de su vida.

Al estar solo, Santiago se arrodilló y extendió sus manos al cielo, como queriendo agarrar al infinito. Así estuvo por instantes imprecisos.

De lo más profundo del universo se proyectó una luz blanca llameante que iluminó la oscura pared de arbustos, la cual pronto se abrió ante los ojos estupefactos de Raquel, Dark y Juan, quienes observaban desde la carretera.

De aquel enclave mágico, entre el vuelo de miles de pájaros con colores de arco iris, salieron más de media docena de hombres semidesnudos y con cola, igual a la de Santiago, y fueron a su encuentro.

Con esfuerzo, el joven predicador se incorporó y corrió hacia ellos. Al encontrarse se abrazaron con paz sublime y juntos regresaron por aquel paraíso de donde habían salido y desaparecieron en la espesura.

Raquel lanzó un ahogado suspiro y agitó la mano en alto a manera de despedida.

– ¡Te amaré eternamente! –susurró entre labios secando su última lágrima.

Pasados algunos segundos, la luz fue desapareciendo lentamente y todo regresó a la normalidad, aunque ahora las miles de estrellas suspendidas en aquel cielo despejado resplandecían con mayor fulgor.

Raquel, Dark y Juan se miraron la cara atónitos, sin poder salir de su estupor.

La primera en reaccionar fue Raquel, quien le pidió a Dark que encendiese las luces altas del auto.

Luego los reunió con ella delante de los faros y extrajo de la cartera el manuscrito que le había entregado Santiago. Rasgó las ataduras y se sentó en el suelo, cosa que imitaron los otros dos. Tomando una gran bocanada de aire, les dijo que ese era el legado de Santiago, el cual ella juró divulgar por el mundo. Aseveró que su contenido no lo conocía y que esa sería la primera vez que lo iba a leer.

Dark y El Remedón esperaron a que Raquel quitase la última cinta del fajo y que desplegara el escrito ante los faros del auto. Apenas terminado, en voz clara, la joven leyó:

Estos son designios del Señor. Diez fueron los Mandamientos, diez las profecías:

1) Lo que es de la tierra a la tierra volverá. Pero será purificada. Lavada con las aguas provenientes de un prediluvio –lluvias, deshielos, ciclones, terremotos, huracanes de piedras, maremotos, tsunamis y tifones– centralizado en zonas urbanas. Grandes ciudades serán desoladas y el cemento y el hormigón con el que fueron construidas las edificaciones, puentes, carreteras y todo lo que se le asemeje, será arrasado y volverá a reintegrarse con el suelo para volver a ser parte de la naturaleza de la cual germinó.

2) Entre la gente deambularán seres como zombis y sin voluntad, anunciando otra de las pestes que se avecinan. La muerte será una bendición, ya que los que sobrevivan a ella estarán condenados al doloroso e implacable castigo eterno.

3) El Sida mutilará genéticamente a más de un tercio de la población mundial por diez generaciones diez, tiempo luego del cual todos los hombres y los descendientes de ellos que tuvieron el gen en su ser, no podrán nunca más procrear mientras exista vida en la Tierra.

4) Una gran guerra asolará a la Tierra convirtiendo al planeta azul en rojo carmesí. Durará diez días cien y ya no habrá pájaros ni animales conocidos sino que nacerán otros después del holocausto. Sólo los más fuertes subsistirán. Entre ellos murciélagos, insectos, peces y diez millones diez de seres humanos, quienes recomenzarán a labrar sobre el pasado viendo el presente y sin pensar en el futuro.

5) El vicio y el materialismo voraz será desterrado por siempre para dar paso al nacimiento de la virtud pura y al pensamiento espiritual.

6) Otra purificación impensada e inimaginada por los sabios y los pensadores caerá con dolor lacerante sobre los hombres viles, pero no tocará a los humildes y puros.

7) Ni niños, ni ancianos de buena fe, serán perturbados, ya que desde el universo sobre sus cabezas caerá un manto andrajoso, símbolo de la verdad pura y absoluta, que cubrirá sus rostros como señal divina y para que no observen el castigo celestial a la maldad. El que osase quitarse el velo verá, pero será condenado de inmediato por maldecir su fe y provocar la ira de Dios.

8) El hombre entenderá que el amor no es sólo un sentimiento, sino un destello de nuestra propia divinidad.

9) Mil millones mil vivirá la humanidad en paz en el Edén de la Tierra Nueva.

10) Cuando todo haya pasado, el universo se desgarrará para abrir a los ojos del hombre la imagen del Creador y los misterios del espacio y del tiempo, las líneas de la luz y el sonido, las cuales podremos mover, domeñar y atrapar en nuestras propias manos. No existirá el silencio en la mudez de los pensamientos, sino voces de gloria, que inundarán con su belleza y felicidad al nuevo mundo.

Santiago, El Elegido de Dios para la Tierra Nueva.

Después de leer aquel texto, alentador y aterrante a la vez, sin comunicárselo siquiera, como impulsados por una fuerza divina, los tres se dirigieron hacia el claro donde estuvo arrodillado Santiago y se echaron sobre el pasto boca arriba, muy callados, y fijaron la vista al cielo.

Sólo el latido de sus corazones y lo profundo de su respiración se escuchaba ahora en La Gran Sabana.


EL PRÓXIMO MIÉRCOLES                           
Primeros cinco capítulos de La estrella perdida



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