miércoles, 1 de junio de 2011

EL PAPIRO (QUINTA ENTREGA)

Caps. 21 a 24.


   A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.

SINOPSIS

   Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.




21

Serafino se paseaba inquieto en su despacho del recinto clerical. En las manos sostenía un libro abierto, pero lo que menos hacía era leerlo.

Durante las últimas cuarenta y ocho horas no había sabido nada de John Dark y eso le preocupaba. Habían acordado comunicarse al menos una vez al día, preferiblemente en las noches, pero el Justiciero no cumplió con lo pactado.

Suponía que la reprimenda que le pegó cuando llamó borracho, le hizo desistir del encargo.

La obsesión del monje, el hecho de estar tan próximo a desentrañar el misterio del Anticristo, de ver con sus propios ojos la marca que evidentemente tendría Santiago tatuada en el cuerpo, en la cual imaginaba encontrar el apocalíptico 666, lo tenía más perturbado que de costumbre.

Cuando volvió a pasar cerca del escritorio se detuvo de golpe, dejó el libro a un costado y toscamente tomó entre índice y pulgar la campanilla de bronce y la agitó con insistencia.

De inmediato aparecieron ante la puerta tres monjes, entre quienes se encontraba Lucindo con su perversa expresión de siempre diseñada en el rostro.

–Quiero que todos, en este mismo instante, dejen sus labores y se dirijan a la capilla… ¡Quiero que oren profundamente!… Quiero… Quiero que abatan al diablo, pero que al mismo tiempo lo invoquen para que pronto esté entre nosotros… ¡Quiero al diablo aquí, hoy mismo!…–exclamó en total estado de ebriedad mental–. ¡Debemos, por el Dios Todopoderoso que guía nuestros pasos, conocer la figura de Satán!

Serafino se refería a Santiago, a quien, en su demencial ofuscación, creía la viva reencarnación del demonio.

– ¡Tranquilícese prior! –demandó Lucindo abrazándolo y llevándoselo contra el pecho ante el asombro de los otros dos monjes.

– ¡Estoy desesperado! –lloriqueó el regente de la Misión–. ¡Lucindo!… Lucindo… –balbuceó jadeante–, ayúdame a revelar la verdad… ¡Ayúdame a rescatar al Cristo que abandoné!

–No diga tonterías abad… Usted es nuestro guía y nosotros lo seguimos como a un enviado del Redentor…–pronunció el jorobado.

–Hay que extirpar al mal o el lo hará con nosotros –sentenció con el rostro ensombrecido el prior.

–Pronto, muy pronto, abad, tendremos en nuestras manos lo que con tantos y sacrificados estudios de teología buscamos entender…

– ¡La Iglesia es la representación de la verdad absoluta y quien esté contra ella es un hereje y debe morir! –sentenció con patética frialdad Serafino agitando las manos.

– ¿De qué están hablando ustedes? –intervino uno de los monjes que acudió al alerta.

– ¡Retírense! –ordenó categórico Lucindo–. Yo me encargaré de todo… Lo importante es que sigan la orden del prior y vayan a la capilla a rezar e invocar al… –cortó sin concluir y luego precisó–: Nosotros los alcanzaremos enseguida.




  A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.

Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del alumbramiento.

De pronto se detuvo y comenzó a trinar. El canto de aquella extraordinaria ave, nunca antes vista por esos parajes, silenció mágicamente la sofocante llanura. Por instantes todo quedó estático en el tiempo. Sólo el eco de su canto y el de una bandada de cristofué que momentos antes habían llegado para posarse en las ramas de unos árboles cercanos, se escuchaban en la inmensidad de la planicie.

Pese al estridente coro de los cristofués, fácil era adivinar la melodía que entonaba aquella paradisíaca ave de vistoso plumaje. Con sonoridad celestial, de su garganta salían acordes de flautas y violines que exclamaban “¡Aleluya! … ¡Aleluya!”, y como si se tratase de celebrar un hallazgo esplendoroso, extendió sus largas alas y comenzó a batirlas en veloz y frenética alegría. Al dejar de agitarlas, recogió del suelo algo parecido a un pedazo de raído cartón. Lo aprisionó con firmeza entre su pico y, señorial, estiró su hermoso cuello circundado de relucientes aros blancos y lo apuntó hacia el ancho cielo en dirección al este infinito.

Había un motivo para tal regocijo. En su pico, de un color tan rojo que semejaba la sangre de Cristo, el ave sujetaba el único trozo de piel recocida por el sol que quedaba de la inocente criatura brutalmente destrozada por Claudio Figueroa.

De improviso, tal como apareció, remontó vuelo llevándose el preciado tesoro. Fue tan vertiginoso el ascenso, que pronto su silueta se perdió entre un manto de nubes blancas que tapizaban el cielo ese día.

Muy cerca, el padre Vinicio, al igual como lo venía haciendo durante los últimos veinte años, descansaba de su caminata matinal sentado al pie de una gigantesca ceiba.

Estuvo todo el tiempo observando fijamente los movimientos de aquel curioso pájaro.

En su rostro esbozaba adrede una placentera sonrisa. Debió haberse imaginado muchas cosas, ya que por la distancia que lo separaba del ave era virtualmente imposible que pudiese ver qué sostenía en el pico. No obstante, el monje aparentaba entenderlo todo.

Imitándolo, estiró el cuello a más no poder y dirigió la mirada al firmamento. Luego, como si fuese un pájaro, comenzó a volar imaginariamente en la profundidad de aquel cielo que se abría ante sus ojos como un espejismo único e irrepetible.

El éxtasis del padre Vinicio era inagotable. Sus pequeños ojos color miel tomaron angelical expresión durante su viaje imaginario.

Parecía haber entrado en los jardines del Edén guiado por el vuelo del ave, y que esta, a su paso, le iba mostrando los caminos que conducen a Dios y a la corte celestial.

El monje siquiera pestañeaba. Quedó inmóvil hasta mucho después de perder de vista al pájaro.

Pasados algunos minutos, instintivamente, como si nada hubiese sucedido, volvió a tomar su posición normal y lanzó un profundo y prolongado suspiró.

Se quedó un rato más sentado bajo el frondoso árbol, en cuya sombra se percibía un aroma apaciguante. Después tomó la pequeña rama que reposaba a su lado, la cual le servía de bastón y, sin apartar la vista del firmamento, se incorporó.

Con una áurea luz reflejada en el rostro y el fatigar de los años a cuestas, emprendió camino de regreso por la larga vereda que conduce al monasterio.

– ¡Aleluya!… ¡Aleluya!… Vino a buscar la marca para entregársela a Dios… ¡La marca está a salvo! –repetía en susurros profundos y alegres mientras caminaba.

A medida que se alejaba y mientras más lejos estaba, su voz semejaba el silbido de trompetas con acordes de vida y esperanza.

22


Santiago aceleraba frenéticamente la moto. Quería llegar lo antes posible al refugio. Igual hacía Fernando, quien estaba a punto de alcanzarlo.

Pasada la entrada de la urbanización Santa Fe, el predicador dirigió la máquina hacía el empalme donde un pequeño pulpo de vías conecta a la autopista con otros centros residenciales. Indeciso, subió por el puente que va hacia el Club Hípico.

En la parte más alta Fernando logró alcanzarlo y, sin siquiera pensarlo, con premeditada alevosía golpeó reciamente el parafango trasero de la motocicleta.

Santiago y la moto rodaron hasta el borde del viaducto. Del impacto, Fernando perdió el control del vehículo y raspó bruscamente la defensa de concreto del puente en varias ocasiones. Figueroa, quien iba sentado en el puesto trasero y sin el cinturón de seguridad ajustado al cuerpo, se dio un duro golpe en la cabeza.

Recuperado el dominio del auto el comisario pisó a fondo el pedal de frenos y después de un fuerte chirrido se detuvo. En fracciones de segundos se bajó pistola en mano y corrió hacia el sitio donde había caído el predicador.

Con esfuerzo Santiago trataba de incorporase. Sangraba por frente y codos, aunque las heridas no eran profundas. Sólo ligeros raspones.

– ¡Agarra rápido a ese hijo de puta! –gritó Basilisco mientras seguía a corta distancia a su compañero.

Dos largas zancadas bastaron para que Fernando lo tuviese bajo control y con la pistola clavada en el pecho.

Al instante apareció Basilisco, quien con los ojos maníacamente desorbitados, apartó a Fernando, volteó a Santiago boca abajo y se le sentó encima a fin de inmovilizarlo.

– ¡Si te mueves te quemo aquí mismo! –amenazó mientras del bolsillo trasero del pantalón sacaba unas esposas.

Aturdido por el golpe, Figueroa se bajó a duras penas y recostó del barandal de aluminio del puente. En ruegos vagamente audibles lanzaba gritos de socorro a su hijo.

Basilisco estaba ocupado con el predicador por lo que desatendió los pedidos de su padre. Al escuchar el click de los grilletes de acero que daban por finalizado su trabajo, se incorporó lentamente y dirigió la mirada hacia su progenitor, quien lo observaba suplicante en la seguridad de que iría en su ayuda.

Basilisco caminó hacia él bosquejando en el rostro una inescrutable expresión de paz y liberación. Al verlo ir en su auxilio, Figueroa le sonrió. “Mi hijo, mi amado hijo, viene a ayudarme”, pensó orgulloso.

Cuando el joven estuvo a un par de pasos de su padre, los ojos se le inyectaron en sangre. Sus pupilas ahora hablaban de odio y muerte.

Al notar el cambio, Figueroa intuyó sus intenciones. Desesperadamente trató de aferrarse a las defensas del puente, pero fue inútil. El empujón fue tan poderoso, que nadie hubiese podido contener la caída.

– ¡Muere, viejo de mierda, muere! …¡Púdrete en el infierno por darme la vida! –fue lo último que se escuchó mientras el cuerpo de Figueroa volaba por los aires antes de estrellarse quince metros más abajo.

Gélido como un témpano desprendido del refrigerador del infierno, Basilisco se asomó desde lo alto y esbozó una diabólica sonrisa al ver como los autos que se desplazaban en la parte inferior hacían infructuosos esfuerzos para evitar hacer contacto con el cuerpo inerte de su padre, el cual por los impactos se balanceaba de un lado a otro de la vía semejando un despojo picoteado por buitres.

Durante lo que ellos mismos denominaron burlonamente “Operación secuestro”, el auto en que viajaban quedó atravesado en el puente impidiendo el paso de otros vehículos. Los demás conductores comenzaron a hacer resonar las bocinas impacientes.

A unos veinte metros de distancia, John Dark, con un pie apoyado en el estribo de la puerta del auto para elevar un poco más su punto de observación, había visto todo. Detrás de él, la tranca comenzaba a crecer.

Después de amordazar y asegurar a Santiago en el asiento trasero, Fernando esperaba al volante el regreso de Basilisco, quien desde lo alto del puente seguía regocijándose con las maromas que hacían los autos para no pasar encima de los restos de su padre.

– ¡Apúrate!... ¡Todos nos están mirando! –gritó el comisario con media cabeza afuera de la ventanilla a fin de apresurar su regreso.

Basilisco le hizo señas de que se tranquilizara y caminó sin ninguno apremio hacia el auto.

Apenas entró y cerró la puerta, Fernando apoyó la pistola en el asiento, entre sus dos piernas, y aceleró a fondo. Al pasar cerca de la moto que estaba en el pavimento, la golpeó tan violentamente que la hizo girar en molinete.

Sin esperar que los otros autos se moviesen, Dark los sobrepasó rasgando puerta y parachoques contra la defensa del viaducto mientras a su paso dejaba una estela de polvo y concreto envuelto en centellas. En pocos segundos estaba tras ellos.

El comisario tomó hacia la carretera montañosa de El Placer, la cual en pocos minutos desemboca en uno de los tantos ramales de la Autopista del Centro que, casi directamente, conduce a San Felipe y de allí a la Misión Capuchina.

Estuvo chequeando un buen rato los espejos laterales y el retrovisor. Al percatarse que nadie los seguía, se pasó la mano por la frente para secar parte del sudor que le corría hasta la barbilla. Después giró el rostro hacia Basilisco. Éste, inexpresivo, no apartaba la vista del camino. Su camisa estaba empapada de sudor, pero no parecía incomodarle.

– ¿Por qué lo mataste, hijo de perra? –explotó Fernando sin poder aguantar más la fría indolencia del joven.

–Si me vuelves a llamar así te perforo el cerebro aquí mismo –rumió Basilisco poniéndole el arma en la sien.

– ¡Está bien!… ¡Está bien, chico! … No es para tanto. Pero dime porqué lo empujaste –preguntó el comisario apartando suavemente de su cabeza el cañón de la pistola.

–Es una larga historia –le explicó mientras apoyaba el arma en su muslo sin quitar el dedo del gatillo–. Ese maldito viejo de mierda merecía morir desde hace mucho tiempo… Lo que pasa es que nunca se me había presentado una oportunidad tan preciosa como la de hoy.

–Pero, ¿era tú padre o no? –indagó curioso Fernando.

–Sí, pero déjalo de ese tamaño… Ese no es problema tuyo y no quiero oír más del asunto.

El comisario notó que el joven estaba por enfurecerse otra vez. Para calmarlo le dio una palmadita en el hombro.

– ¡Está bien, compañero!… Ni una palabra más –expresó–. Pero recuerda que había muchos testigos y podrían reconocerte… Lo mío lo puedo justificar diciendo que era un procedimiento policial, pero tú…

– ¡Me importa un carajo!… ¡Lo hecho hecho está!... Mejor te concentras en la vía porque el camino es largo.

–Bien, ni una palabra más –transigió el comisario a fin de evitar mayores problemas. Luego tomó la pistola que reposaba entre sus piernas y alargando la mano abrió la guantera y la guardó.

Aunque presumía hacia dónde iban, John Dark los seguía, esta vez a muy corta distancia, ya que al quedar destrozada la moto de Santiago se quedó sin receptor de señales.

Pasadas las seis de la tarde y después de un recorrido de más de cuatro horas y media bajo un sofocante sol, Fernando y Basilisco se dieron cuenta que habían extraviado el camino.

Se detuvieron en un polvoriento pueblo y preguntaron por la Misión. Pese a que la ruta que le indicaron unos campesinos de la zona fue bastante precisa, volvieron a perderse.

Sólo cuando la noche había caído sobre la carretera avistaron a la distancia el viejo campanario de la Misión.

Durante casi todo el trayecto Fernando y Basilisco permanecieron callados. Apenas cruzaron algunas palabras a fin de cerciorarse que los desvíos que estaban tomando eran los correctos, pero nada más.

En la parte trasera, tirado en el piso del auto, Santiago respiraba con dificultad. Basilisco lo había amordazado con tape de embalaje y cubierto el rostro con una capucha de tela negra con un hueco a la altura de la nariz, lo suficientemente grande para que pudiese llegar vivo a la Misión.

– ¿Quién coño eres tú carajíto?… ¿Por qué esos curas te quieren joder? –preguntó el joven rompiendo el silencio mientras le quitaba capucha y mordaza.

Sus palabras más que odio denotaban desorientación. En Basilisco no había propósito sano. Quería averiguar, a través de una presunta inocente conversación, el verdadero valor que tenía aquel endeble muchacho para sacarle una mayor ganancia al secuestro.

–Soy el hombre que iluminará tú camino y el de toda la humanidad –contestó luego de recobrar el aliento y que su respiración volviese a la normalidad.

– ¡Tú lo qué eres es un pendejo! … ¡Bájate de esa nube y dinos la verdad! –recriminó con enojo.

– ¡Déjalo tranquilo, hombre!… ¡Qué coño nos importa a nosotros quién es!… Cobramos y nos vamos. Ese fue nuestro trato… Además, ya no tenemos que repartir el dinero entre tres –comentó punzante a fin de distraerlo y que dejase en paz al predicador que ya bastante lastimado estaba.

–No seas tan ingenuo –espetó viendo al comisario con desprecio–. Si nos están pagando esa bola de billetes, quiere decir que este carajito vale que jode… Mucho más de lo que nos van a dar –concluyó ambicioso, muy parecido a su ahora finado padre.

–Basilisco, después que seas incinerado, resucitarás en un hombre sin odio y bondadoso –sentenció compasivo Santiago.

– ¿Coño, y cómo sabes mi nombre?–preguntó confuso y exaltado el joven parricida.

–Yo sé muchas cosas… Sé lo que está por venir y lo que vendrá.

– ¡Matémoslo de una vez! –propuso con saña–. ¡Éste coño es un diablo!...

–Nos lo pidieron vivo y vivo lo vamos a entregar… ¡Deja la paranoia por un momento!... –replicó iracundo Fernando.

–Los curas te harán hablar más rápido que inmediatamente. Ellos conocen a la perfección el arte de la tortura –dijo a fin de acobardarlo–. Para que te libres de ese suplicio mejor hablas con nosotros… ¡Todavía estás a tiempo! –argumentó con falsa compasión Basilisco.

Santiago no respondió. Giró el cuerpo como pudo y se acomodó cerca del respaldar.

– ¡Bah! … ¡Vete pal’ carajo y púdrete en el infierno! –rumió dándole un manotón después de volverle a tapar la boca con cinta adhesiva y retomar su posición en el asiento. Ya de espaldas a su víctima, resignado agregó–: Por lo que a nosotros concierne, tomamos el dinero y nos vamos de aquí… ¡Qué los curas te jodan! …Yo no voy a gastar mis balas en ti.

Un par de kilómetros antes de llegar al intrincado sendero que lleva a la Misión, Basilisco tomó el celular y se comunicó con el padre Serafino. Era su tercera llamada desde que emprendieron viaje con su botín humano a bordo.

El monje denotaba una impaciencia irresistible a través del auricular. Al fin podría ver el rostro del Iluminado y, lo más importante, examinar minuciosamente su cuerpo.

Antes de colgar, el abad le indicó que al llegar a la Misión detuviesen el auto justo frente al campanario y luego, en cortos intervalos de tiempo, hiciesen tres cambios de luces. Al asegurarse que la contraseña era la convenida, saldrían a su encuentro.

Una opaca luna llena se desdibujaba entre las caprichosas nubes para ser testigo de la entrega.

Al pasar por una vereda repleta de cipreses a ambos lados del camino y con el campanario ante los ojos, Fernando aminoró la marcha. Aparcó el auto, desactivó el encendido del motor y tal, como habían acordado, accionó los tres cambios de luces con un intervalo de unos cinco segundos entre uno y otro. Luego volteó hacia Basilisco y le hizo señas de que callase y estuviese atento.

Con la adrenalina fluyendo a borbotones por los laberintos de sus cuerpos y los sentidos en estado de máxima alerta, esperaron la llegada de los monjes. Siquiera el sonido del viento perturbaba aquella lúgubre quietud que hablaba de desolación y muerte.

Sólo una sinfonía de grillos y sapos se atrevieron a impregnar de vida la noche.

Con los faros del auto apuntando hacia el ala central de la Misión, los dos hombres vieron como varias figuras fantasmagóricas empezaban a acercárseles. En alto, sobre sus cabezas, llevaban lo que parecían lámparas de kerosén. El mortecino reflejo de lumbre agigantaban y desdibujaban en la noche aquellas figuras que a ratos se perdían en las sombras.

Camuflado en los murmullos de la noche se escuchaba el escabroso rasgueo de sandalias arrastradas con pesadumbre, las cuales eran acompasadas por el tenebroso crujir de viejas sotanas embadurnadas por el uso y el tiempo. Todo hacía presumir que una procesión de monjes iba hacia ellos.

Temiendo una trampa, Basilisco empuñó la pistola y la apuntó hacia afuera. Fernando sacó la suya del portaguantes y lo imitó.

Cuando los tenían casi encima, con las pupilas dilatadas hasta el estallido por el esfuerzo que hacían para penetrar la luctuosa oscuridad, pudieron distinguir al viejo abad y a otros ocho monjes, entre ellos al fuerte y jorobado Lucindo.

Ambos lanzaron un liberador bufo, bajaron las armas y engancharon con los dedos las manillas de las puertas con la intención de abrirlas e ir a su encuentro. Fernando lo logró, pero el viejo abad trabó la acción de Basilisco al meter la cabeza y larga barba por la ventanilla de su lado.

– ¿Dónde está? –preguntó ansioso buscando con la vista en el interior del auto.

– ¡Aquí atrás! –indicó Basilisco sin parpadear–. Y más atado que un saco de papas –señaló regocijado.

– ¿Y Figueroa, por qué no vino? –interrogó mientras con el farol iluminaba el asiento posterior.

– ¡Se acobardó! –afirmó tajante el joven–. Te aseguro que nunca más lo volveremos a ver –agregó con monstruosa ironía.

–Bien, después me explicas. Ahora no hay tiempo que perder. Llevémoslo adentro –precisó el abad sin dar mucha importancia a la ausencia de Figueroa.

Muy cerca, usando unos binoculares infrarrojos, John Dark los tenía a todos en la mira.

El veterano ex combatiente observaba cada uno de sus movimientos y en su mente calculaba estatura, peso, edad y fortaleza a fin de tener una radiografía exacta de cada uno de ellos en caso de que, obligatoriamente, tendría que entrar en acción.

Vio cuando entre Lucindo y Basilisco sacaron del auto a Santiago y se lo llevaron a rastras hacia el interior de la Misión y como, luego de que el último de los monjes entraba, aseguraban con cadenas el viejo portón.

Dark estaba irritado. Le habían arrebatado su presa. Había viajado desde tan lejos para que unos novatos se la escamotearan. Se sentía defraudado y, otra vez, engañado, esta vez por la Iglesia. “¿Por qué me llamaron si tenían otros planes con ese grupo de principiantes ineptos?”, se preguntaba.


23

  Ese mismo día, mucho antes de que el gallo cantara tres veces, Raquel tuvo otra visión del pastorcillo, quien le informó sobre el secuestro de Santiago y lo que pretendían hacer con él.

Con una lacerante angustia que le incendiaba el estómago, fue en busca de Juan, El Remedón. Tocó la puerta de su rancho con tanta fuerza que se lastimó los nudillos. Nadie contestó. Insistió, pero nada, ni las sombras se movían dentro. Quería que el muchacho la condujese en su viejo automóvil hasta la Misión de San Felipe, donde el pastorcillo le indicó que llevarían a Santiago.

Descorazonada, regresó a su rancho y se tiró sobre la cama a llorar. Así estuvo gran parte de la mañana. No sabía qué hacer ni a quién acudir por ayuda. Agotada de tanto llorar, se quedó dormida.

Al filo del mediodía, un persistente silbido la despertó.

Era Juan, El Remedón, quien con su típico chiflido y golpeando con ímpetu la puerta, demandaba su presencia.

Sin dar crédito a sus oídos, Raquel se incorporó rápidamente y fue hacia la entrada del rancho.

– ¡Juan, amigo, te estuve buscando toda la mañana! –manifestó al abrir la puerta.

– Si, alguien me dijo… ¿Cuál es el apuro? –preguntó curioso el muchacho.

– ¡Van a matar a Santiago!… Debes ayudarme a evitarlo –exclamó agitada conteniendo el intenso dolor que le oprimía el pecho.

– ¿Qué?... ¿Quién?... ¿Yo?... –balbuceó Juan.

– ¡Sí!… Pero tenemos que darnos prisa… No hay tiempo que perder... En el camino te lo explicaré todo.

– ¿Cuál camino? –interrogó suspicaz.

– ¡El de San Felipe! –precisó Raquel saliendo del rancho con un bolso colgado del hombro.

– ¿Queeeé? –soltó incrédulo otra vez El Remedón.

Faltando algunos minutos para las nueve de la noche, y después de una descabellada carrera, el cacharro de Juan estaba en las cercanías de la Misión. Al divisar entre las sombras al monasterio siguió avanzando despacio hacia unos matorrales aledaños y detuvo la marcha. Parecía un refugio perfecto. Desde allí podrían observar sin ser vistos.

Su propósito, el de llegar a la Misión, lo habían logrado en forma impecable, pero ahora se les presentaba otro dilema: qué hacer, cómo entrar sin ser vistos y por dónde empezar.

Resguardados por la penetrante oscuridad, bajaron del auto y se recostaron del capó con la vista fija en la edificación religiosa.

–Esto no me gusta –comentó Juan–. De sólo ver el campanario me dan escalofríos.

– ¿Cómo vamos a entrar?... Nos hay escaleras y tampoco tenemos cuerdas –razonó cabizbaja Raquel haciendo caso omiso al comentario de su amigo.

No hubo respuesta ni más palabras. Preocupados y en silencio comenzaron a cavilar en sus adentros la forma cómo penetrar en el monasterio que, vista de lejos, parecía una fortaleza inexpugnable.

Absortos en sus reflexiones de pronto sintieron a sus espaldas dos fuertes manos que le atenazaban el cuello. Era tanta la presión que imprimían aquellas garras, que siquiera lograron voltear, mucho menos podían moverse.

Sofocados, comenzaron a abrir desesperadamente la boca en busca de un poco de aire para respirar. El terror se remarcaba en cada línea de sus rostros. Cuando estaban a punto de perder el sentido, fueron liberados bruscamente y empujados hacia adelante.

Como una aparición, mientras trataban afanosamente de recuperar el aliento, frente a ellos se plantó la figura de un hombre alto y rubio, que los veía con cara de pocos amigos. Era John Dark.

– ¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? –indagó el Justiciero de Dios apuntándolos con una pistola.

–Venimos a salvar a mi novio –tartamudeó Raquel, mientras Juan tosía petrificado de miedo y sin reponerse todavía del agarrón.

– ¿Tu novio?... ¿Y quién es tu novio?

– ¡Santiago, El Iluminado, lo tienen preso en el monasterio y lo van a matar! –afirmó temblando de pies a cabeza.

– ¿Te refieres al predicador? –preguntó Dark.

– ¡Sí, al santo que hace milagros en mi barrio!... ¿Usted lo ha visto? –indagó con ingenuidad tratando de disimular el pánico.

– ¿Santo?... ¿Milagros? –repitió extrañado Dark.

–Sí, señor, Santiago es un hombre muy bueno y ha curado a muchos enfermos que estaban por morirse… ¡Es un santo! –repitió.

–Entonces fui engañado… No es un...

– ¿Un qué? –increpó la joven.

– ¡Nada!… No tiene ninguna importancia… Niña, ¿estás segura de lo que estás diciendo?

–Señor, yo no soy ninguna niña, y no solamente yo estoy segura, sino toda la gente de mi barrio y de otros vecinos y quién sabe de cuántos otros más… ¡El es un santo!... ¡Un enviado de Dios! –precisó enfática y con tal fervor que conmovió hasta a la noche.

–Para mí es un Dios –intervino también Juan mientras se palpaba el cuello–. De eso estoy seguro… ¿Y usted quién es?

–Entonces ese muchacho no debe morir –sentenció Dark obviando contestar–. Los voy a ayudar, pero con una condición… Deben seguir al pie de la letra mis instrucciones, de otra forma no sólo el predicador morirá, sino también nosotros.

–Haremos lo que usted diga –accedió Juan carraspeando la garganta y sin dejarse de sobar el cuello.

– ¡Entonces apurémonos!... ¡Ojalá todavía esté vivo! –apremió Raquel desesperada.


24

Las paredes del Vaticano bullían de conmoción. Los máximos jerarcas de la Iglesia, los que sabían de la existencia del Justiciero de Dios en Venezuela y los motivos de su misión, estaban impacientes.

John Dark tenía varios días sin reportarse con sus superiores y la intranquilidad comenzaba a hacer pasto en ellos. Los teléfonos de algunas abadías en Ravenna y Roma repicaban incesantemente. El cardenal Nocerino no encontraba más qué explicaciones dar.

Una inusitada llamada del Papa al convento de Ravenna puso a todos sobre alerta.

–Nadie debe saber nada sobre el contenido del papiro archivado con el número 3J3, de lo contrario la Iglesia se hundirá –advirtió el Santo Pontífice severa y contundentemente a Nocerino. Después ordenó–: Infórmele a su hombre en Venezuela que es preciso que cumpla rápida y calladamente con la obligación que se le encargó, de otra forma asegure su inmediato regreso.

–No se preocupe Santo Padre. Es una persona es muy especial. Estoy seguro que a riesgo de su propia vida ejecutará en forma rápida e impecable el mandato que le asignamos.

–Nocerino, espero que, por su bien, así sea –expresó lacónico el Papa antes de colgar.

– ¡Así se… –alcanzó a decir el cardenal antes de escuchar del otro lado de la línea el click que cortaba la comunicación.

La inquietud de la Santa Sede era evidente, ya que los altos prelados sabían, con harta comprobación científica, que además del papiro numerado con las siglas 5Q9, cuya marca creían encontrar tatuada en el cuerpo de Santiago, existían otros fragmentos donde se ponía al descubierto una sombría verdad: el fraude atribuido a San Mateo, quien irrefutablemente se copió “su Santo Evangelio” y el de San Pablo, cuyas Epístolas no son propias, sino burdas transcripciones de los escritos de los esenios.

También ocultaban, en aras de sustentar el poder omnímodo de la Iglesia Católica, otros terribles y siniestros plagios cometidos por los primeros cristianos y sus líderes.

No obstante, el secreto que más les abrumaba era el del fragmento signado con el número 3J3. Su contenido únicamente era conocido por el Papa, el cardenal Giuliano Vespa, a quien en una oportunidad se le ligó a la Mafia, y por otros tres misteriosos altos miembros de la Iglesia. ¿Qué terrible profecía podía contener aquel trozo de papiro para tener a la Santa Sede en vilo?

Desde las postrimerías de la década de los ochenta, entre los estudiosos de Los Papiros del Mar Muerto se sabía, con milimétrica sustentación científica, que Jesucristo, el llamado Jesús de Nazareth, y base fundamental de toda la fe católica, era un asceta que había sido educado durante su adolescencia bajo la tutela y control de una secta esenia que estaba asentada en las orillas del Mar Muerto, en Jordania, donde se dice que estuvo durante sus años perdidos, que fueron desde los doce a los treinta años. Ningún escrito, siquiera los Evangelios, revelan dónde estuvo Jesús durante ese largo período. Sus prédicas comenzaron a los treinta años, según algunos estudiosos y, para otros, sólo predicó un año antes de su muerte, acaecida a los treinta y tres.

Se cree que el joven Jesús, seducido por la pureza y virginal doctrina ascética de los esenios, se convirtió pronto en uno de sus más devotos seguidores y líderes. Impaciente y aún no maduro en las enseñazas, decidió volver a Judea para verter al pueblo los nuevos conocimientos adquiridos. No obstante, en sus sermones repetía, simple y cacofónicamente, todo lo que un siglo antes habían escrito, digerido y dilucidado los esenios. Al contar Jesucristo su experiencia a los apóstoles, entre ellos San Pablo y San Mateo, éstos también fueron a visitar a los esenios ubicados en el Qumrán.

De ellos extrajeron su gran aprendizaje, pero también copiaron, casi al carbón, sus escritos místicos, los cuales fueron la esencia total de sus Epístolas y Evangelios. En realidad, todo fue el vil hurto de unas enseñanzas que propiciaban una vida mejor, noble y signada en la verdad pura e inobjetable. San Pablo y San Mateo fueron de los primeros plagiaros de la humanidad que no recibieron castigo, sino loas, por su delito.

El Vaticano lo sabía, por ello mantenía bajo cien llaves y en total secreto los papiros que develaban el plagio de que fueron víctima los esenios por parte de algunos de los más “virtuosos” cristianos.

De descubrirse esa verdad, de acusar a santos y apóstoles de rateros, todos los fundamentos de la Santa, Apostólica y Romana Iglesia Católica se irían a pique y con ellos el Papa, cardenales, prelados y todo lo ligado a la Iglesia se desmoronaría como una torre de naipes porque sus bases estaban putrefactas. O sea, sería el fin de la Iglesia Católica y de sus ramificaciones.

Por supuesto que el problema era grave, muy grave, por ello la inquietud de sus máximos conductores.

En su ceguera, pese a las sacras e inobjetables, además de contundentes revelaciones de los papiros, la Iglesia se resistía en creer que hombres puros, inspirados en la palabra de Dios, tal como lo era Santiago, pudiesen existir en una época tan materialista y mucho menos que se tratase de un nuevo profeta.

Siquiera se tomaron la molestia de investigarlo o conocerlo de cerca y personalmente a fin de poder concluir un juicio firme, claro y totalmente objetivo sobre el basamento teológico de sus prédicas antes de descalificarlo y enviarlo al matadero.

A la Santa Sede nada le importaba. Sus dictados eran aterradores, casi diabólicos: Ordenar el asesinato de un joven predicador basado solamente en la suposición de que pudiese ser un anticristo, era criminal y todo por preservar el poder de una Iglesia decadente e hipócrita.

Si se hubiesen incomodado en hurgar en la profundidad del pensamiento de Santiago, habrían concebido en su verbo los evidentes destellos de una figura divina. No obstante eso no se hizo, pero si se decretó su muerte sumaria y despiadada.

En realidad, al tratarse de la Iglesia aquello no era nada sorprendente, ya que peor aún fue lo sucedido con Juan Pablo I, El Papa Efímero.

John Dark, como miembro de una exclusiva secta secreta de la Iglesia, tenía una teoría muy particular sobre esa oscura muerte. Discretamente la investigó con obcecada obstinación y sobre sus sospechas había elaborado un informe, el cual mantenía a buen resguardo. Sólo unos cuantos habían recibido sus reportes.

Una de las hipótesis sobre la cual trabajó, y que a la postre era la que le complacía por estar más cerca de la verdad, señalaba que Albino Luciani, llamado Juan Pablo I, había sido asesinado, a escasos treinta y tres días de haber sido investido con la Bula Papal, con una especie de arsénico vegetal después que le anunció al Sacro Colegio Cardenalicio que a través de una encíclica, la cual bautizaría con el nombre de Vita Nova, iba a revelar al mundo los secretos de Los Rollos del Mar Muerto y, entre ellos, especialmente el numerado con las siglas 3J3.

El veneno utilizado fue tan meticulosamente disimulado y letal, conjeturó Dark, y así lo asentó en sus escritos, que ni la más minuciosa y científica de las autopsias hubiese podido detectarlo, ya que era el resultado de un compuesto de cristales de ácidos vegetales ligados con ázoe y carbono.

Debido a ello, dedujo, el escueto parte médico de la época sólo se limitó a decir que “el Santo Padre sufrió un colapso y su corazón dejó de latir”. Por supuesto que fue un infarto, debido a que “ese tipo de arsénico produce una paralización del músculo cardíaco”, concluyó Dark cuando ahondó en sus investigaciones.

El método utilizado para asesinarlo, consideró el ex veterano de guerra y Justiciero de Dios, fue a través de sus medicamentos, el Efontil y el Cortiplerx, los cuales tomaba para controlar su hipotensión.

“Posiblemente el homicidio -deducía Dark en sus anotaciones- se llevó a cabo durante la noche, cuando se le suministró el Efontil, que es un jarabe. El sicario pudo introducir en el líquido la pequeña porción de arsénico vegetal que acabó con la vida del Papa rápida y silenciosamente”.

La inobjetable verdad, la cual sigue oculta y se seguirá ocultando siglo tras siglo, es que Juan Pablo I fue víctima de su propia Iglesia. Quién o quiénes conspiraron para cometer el crimen, se sabía, aunque nunca se supo el nombre de pila del verdugo, la mano siniestra que acabó con su vida. Lo cierto e indudable es que fue un miembro de la Iglesia.

En ello centraba Dark ahora sus pesquisas. Sabía que la hora exacta de la muerte de Juan Pablo I nunca fue establecida. El certificado de defunción, el cual absurdamente carecía de firma, indicaba escuetamente que el Santo Padre murió de “un paro cardíaco fulminante”. Y, como cosa curiosa, en su embalsamamiento no se le extrajo ni una gota de sangre para ser analizada y la autopsia se realizó apresuradamente, a menos de catorce horas de haberse encontrado el cadáver, cuando las leyes italianas especifican, y son muy estrictas en ello, que bajo ninguna circunstancia, trátese de quien se trate, la autopsia debe ser hecha antes de las veinticuatro horas de sobrevenida la muerte.

Después del asesinato de Juan Pablo I, ocurrido entre las 9:30 de la noche del 28 y las 4:30 de la madrugada del 29 de septiembre del año 1978, mucho se especuló sobre su muerte, pero nada en claro se concluyó en ese entonces.

Casi treinta años después, John Dark se había propuesto reabrir el caso e ir hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias, si no era antes descubierto en sus actividades, las cuales realizaba solo y en el más absoluto sigilo.

Muchos sabuesos, entre ellos el periodista David A. Yallop, especialista en investigar crímenes no resueltos, señalaron poco después del homicidio que El Papa de los 33 Días había sido asesinado porque descubrió los estrechos vínculos que había entre sus más altos colaboradores y la Mafia, los negocios bancarios fraudulentos, el lavado de dólares y el crimen organizado.

Dark conjeturó que Yallop estuvo, en ese entonces, sobre la pista correcta, pero que en su obsesión por desentrañar la relación de las altas autoridades de la Iglesia con la Mafia y el fraude bancario, le hizo descuidar las revelaciones, a manera de mea culpa, que iba a publicar el Papa Juan Pablo I en su encíclica Vita Nova, una especie de expiación de los pecados de la Iglesia. Ahí radicaba el verdadero motivo del homicidio y no en los vínculos de la Iglesia con la Mafia, que desde hace décadas bien se sabían o sospechaban.

En las páginas de la silenciada y desaparecida encíclica, el Papa asesinado no sólo revelaría los secretos de Los Papiros, sino también explicaría al mundo el porqué la Iglesia se estaba alejando cada vez más de la gente y seguía el camino de una aberrante y continúa seducción hacia la esclavitud del dinero. Igualmente desenmascararía la desunión e hipocresía reinante entre obispos y cardenales, su afán irresistible de propiedad y las aberraciones mentales y sexuales de sus sacerdotes, características que estaban llevando a la Iglesia hacia el abismo.

Entre los acorazados muros del Vaticano se sabía que el tema principal y base fundamental de la encíclica en la que trabajaba Juan Pablo I, era el anuncio a la humanidad de la existencia del papiro 3J3 y de otros de significativa importancia que, según su criterio, lejos de acabar con el catolicismo lo reforzaría porque, pese a que las enseñanzas de Jesucristo provenían de los esenios, no por ello dejaba de ser hijo de Dios. Esa confidencia, el sólo deseo de revelar al mundo lo que durante tantos años la Iglesia había ocultado, fue su sentencia de muerte.

Los apuntes, borradores e incluso el papel y la máquina de escribir en la que el Papa redactaba la encíclica, desaparecieron, así como sus dos secretarios, de quienes hasta ahora no se sabe nada y ya nadie pregunta. ¿Estarán muertos, huyeron, cambiaron de identidad o simplemente están enterrados en algún pasadizo secreto del Vaticano?

En sus investigaciones Dark se remontó al año 1972, a las circunstancias que rodearon el asesinato de Juan Pablo I, para poder entender el porqué la Iglesia se molestaba tanto y ponía a girar todo su poderoso engranaje para asesinar a Santiago, un predicador insignificante y sin ningún aparente peligro para el catolicismo o sus instituciones.

En esa fecha, en los albores de la década de los setenta, se comenzaba a vislumbrar lo que vendría. La olla podrida había sido destapada.

Los primeros indicios de podredumbre salieron a la luz pública cuando el Banco Católico del Véneto, llamado el banco de los “sacerdotes”, sobre el cual el Banco del Vaticano tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones, fue vendido por Paúl Marcinkus, presidente del Banco del Vaticano, a Roberto Calvi, del Banco Ambrosiano, en Milán.

Las pesquisas de Dark arrojaron que el Papa Juan Pablo I ordenó investigar a Marcinkus y a Calvi, cosa que lo condujo al nombre de Michele Sindona, un oscuro banquero siciliano residente en Milán.

Pese a su tenebroso pasado, Sindona había sido un gran colaborador de Montini, luego llamado Papa Pablo VI, cuando este era Arzobispo de Milán. La relación entre ambos era muy estrecha y amigable, por ello cuando Montini fue elegido Papa, Sindona fue nombrado enseguida Consejero Financiero del Vaticano.

Todas estas sucias maniobras fueron descubiertos por Juan Pablo I, sucesor de Pablo VI, quien con detestable furia se enteró que la venta del Banco Católico del Véneto había sido producto de una transacción ilegal y fraudulenta hecha por Marcinkus, Calvi y Sindona a fin de obtener jugosas ganancias a expensas de la Iglesia.

Los obispos y cardenales montaron en cólera, aunque nada de ello salió a la luz pública ni a través de la prensa.

Eso lo tenía bien claro Dark, quien estuvo husmeando entre unos documentos que el cardenal Vittorio Nocerino tenía a buen resguardo en una caja de caudales oculta detrás de un gran cuadro de la Inmaculada Concepción que colgaba de la pared principal de su despacho.

A través de esos papeles, cartas, inventarios y balances cifrados, se enteró que Marcinkus y Sindona eran estrechos colaboradores del Papa y protegidos incondicionales de éste. De esa forma se evitó un gran escándalo, el cual, luego del asesinato de Juan Pablo I, salió a flote sobrepasando los límites de la imaginación debido a la serie de ajusticiamientos mafiosos que lo siguieron y a la cadena de fraudes descubiertos, no sólo en Italia sino en otros países del mundo.

El peligro que corría Santiago era espeluznante. Más si se recuerda los prontuarios de los siete grandes sospechosos del asesinato de Juan Pablo I, los cuales John Dark había estudiado minuciosamente antes de meterse de lleno en la investigación.

Entre los involucrados más temibles, cuyo historial sobrepasa cualquier fantasía por tratarse de la Iglesia y el Vaticano, estaban:

Paúl Casimir Marcinkus, alias El Gorila, un sacerdote que fue guardaespaldas del Papa Pablo VI. Años más tarde fue nombrado obispo e inmediatamente, sin tener experiencia alguna, secretario del Banco Ambrosiano. En 1973 fue investigado por el FBI por su participación directa en el lavado de dinero de la Mafia por parte del Banco Vaticano. Fue quien encontró, a las 6:45 de la mañana, al Papa Juan Pablo I muerto. Él vivía fuera del Vaticano. Su presencia allí, tan temprano, nunca fue explicada. Michele Sindona, alias El Tiburón, un contrabandista siciliano ligado a la Mafia y al mercado negro de Palermo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1946 fue recomendado por el arzobispo de Messina, Sicilia, para trabajar en Milán para una firma de consultores de negocios. Tenía clientes de la Mafia y se sospechaba que él fuese también miembro de la organización delictiva. En 1957 la Familia Gambino, la organización mafiosa más poderosa del mundo, se puso en contacto con Sindona y sus parientes sicilianos, los Inzerillo, para lavar dinero proveniente de la heroína. Poco tiempo después de esta reunión, Sindona compró su primer banco. Hacía los 60 Sindona siguió comprando bancos por todo el mundo con el objeto de lavar dinero de la Mafia y falsificar los enlaces financieros con el Vaticano. El Papa Pablo VI lo nombró su consejero financiero y desde entonces recibió múltiples reconocimientos internacionales, entre ellos “El Hombre del Año” en los Estados Unidos. A pesar del poder que detentaba, su castillo de naipes se fue al suelo en 1974 por sus desaciertos financieros y huyó a Ginebra. Ese mismo año fue arrestado en los Estados Unidos por malversar fondos sobre veintitrés cuentas bancarias. En 1979, un abogado que lo investigaba y otros dos hombres que tenían estrecha vinculación con el caso, fueron asesinados. En el mismo año 79 Sindona arregló un autosecuestro con la participación de la Familia Gambino con el fin de pasar los fondos del rescate a la Mafia. Durante toda su vida Sindona demostró ser un hombre despiadado y sin escrúpulos, a quien la vida humana poco le importaba. En 1980 fue arrestado y declarado culpable de los cargos de fraude, conspiración, malversación de fondos, extractos de cuentas falsas y perjurio. Mientras esperaba la condena intentó suicidarse cortándose las venas e ingiriendo una droga, pero sobrevivió. Hoy en día paga condena de veinticinco años de presidio. Roberto Calvi, alias Il Cavaliere, Gerente General del Banco Ambrosiano y estrecho amigo de Sindona y del Obispo Marcinkus. Lavando dinero de la Mafia compró bancos en todas partes, uno de ellos en Venezuela y otro en Nassau, donde Marcinkus participaba de la Junta Directiva, haciendo operaciones ilegales con el Banco Ambrosiano. Viéndose asediado por Sindona, quien lo quería chantajear, se refugió en Uruguay, luego en Perú, Argentina y Venezuela, manteniendo estrecho contacto con las mafias italianas de esos países, como los Gelli, Di Seronimo y Ortolani. En 1979 el juez Alessandrini, quien investigaba las operaciones de Calvi ligadas a Sudamérica y el Banco Ambrosiano, fue asesinado. Luego la Familia Gelli ordenó desde Sudamérica el asesinato de Roberto Rossone, gerente general del Banco Ambrosiano, quien intentaba limpiarlo. No obstante el hombre sólo resultó con pequeñas heridas. Desde ese momento algunos constructores italianos fueron hallados muertos en Venezuela sin motivo o causa aparente. El 17 de junio el cuerpo inerte de Roberto Calvi fue encontrado colgando del puente de Blackfriars, en Londres. Licio Gelli, un hombre sin casi ninguna formación académica, quien a pesar de ser italiano fue espía de la SS en Italia y trabajó para los nazis como oficial de enlace durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra los ayudó, cobrándole exorbitantes sumas de dinero, a escaparse hacia Sudamérica. Fue amigo de Juan Domingo Perón, presidente de Argentina en esa época, y espió para los comunistas y la inteligencia norteamericana. Su especialidad eran los expedientes secretos de políticos, multimillonarios y banqueros. Fundó la logia Masónica, ligada a la Mafia, Raggruppamento Gelli–P2. Con ello se disponía a controlar la derecha y formar un Estado dentro del Estado para evitar la propagación y desarrollo del comunismo. A los pocos días que fue nombrado Caballero de Malta y del Santo Sepulcro, como paradoja, Mino Pecorelli, un periodista que trataba de chantajearlo por su presunto robo a los rentas del aceite del gobierno italiano, fue asesinado, al estilo mafia. Debido al Escándalo Gelli y a los lazos que éste mantenía con los máximos dirigentes políticos a través de la Francmasonería, el gobierno italiano se vino abajo. Gelli fue hecho preso, enjuiciado y condenado a cuatro años de prisión, no obstante pronto salió bajo fianza. Luego de esa experiencia Gelli huyó a Montevideo, Uruguay, desde donde traficó con armas, logrando del gobierno venezolano la compra y el envío de misiles Exocet para que Argentina los utilizara en la Guerra de Las Malvinas contra un estado superior en armas, fuerzas y apoyo internacional, como Gran Bretaña. Un jerarca del gobierno venezolano de ese entonces, engañando a su presidente, ordenó los envíos de los Exocet a través de Gelli a Argentina, por cierto en su mayoría malogrados y fuera de uso. En 1982 Gelli fue detenido en Suiza con pasaporte falso al intentar una transferencia de cincuenta y cinco millones de dólares a su cuenta bancaria en Uruguay. En 1983 escapó de la prisión suiza y hoy en día vive en algún lugar de Sudamérica, presumiblemente Venezuela o Uruguay. Umberto Ortolani, especialista en contraespionaje durante la Segunda Guerra Mundial de las dos más grandes unidades del servicio de inteligencia militar italiana. Fue principal funcionario del P2 (La “P” significa Propaganda, una logia histórica del siglo XIX) y un hombre con grandes influencias en el Vaticano. Fue el artífice para que Montini, a través de un terrible secreto que se coló desde la Santa Sede, fuese electo como el Papa Pablo VI. Hace algunos años adoptó la nacionalidad brasileña. Por su íntima relación con Gelli y Calvi durante los días antes del asesinato del Papa Juan Pablo I y su relativo y total acceso al Vaticano sin ninguna credencial, lo hace, como a todos los demás, sospechoso del asesinato del Papa. Jean Patrick Cody, cardenal de Chicago, Illinois. Despiadado y frío hombre de negocios, el cardenal estaba contra todo elemento de la vida humana con tal de ver sus arcas plenas. Desfalcó dos millones de dólares en acciones al invertirlos ilegalmente y en forma improductiva en el Penn Central. Días después la empresa quebró. Sin siquiera participarlo al Vaticano, abandonó su puesto en las diócesis de Nueva Orleáns y Ciudad de Kansas, dejando cuantiosas deudas. Se convirtió en el Inquisidor de la Nueva Era. Siendo una persona aberrada, lasciva y torturador de voluntades, abrió más de un millar de expedientes a supuestos sacerdotes y monjas sospechosos de deslealtad. Por ello persiguió a inocentes curas, cerró escuelas y todo el dinero que malamente recababa iba a la cuenta de una joven mujer que era su amante. Cody y Marcinkus eran amigos, no sólo en sus depravaciones, sino que hacían negocios a través del Banco Illinois Continental, de Chicago, y el Banco del Vaticano. Fue cuando ambos planearon que muchos de los fondos del Vaticano debían ser destinados a Polonia, para ayudar a Karol Wojtyla y a Lench Wallesa en su lucha contra la opresión de su pueblo. No obstante, y de antemano, todos los sospechosos implicados en la muerte de Juan Pablo I, veían a futuro que “un Papa polaco no sería obstáculo para seguir con sus negocios sucios”. En 1982, Cody murió y con él la investigación de todos sus crímenes. Jean Villot, Ministro de Relaciones Exteriores del Papa Pablo VI y Secretario Interino del Papa Juan Pablo I. Era tan poderoso, que después del asesinato de Juan Pablo I tuvo el control y mandato de la Iglesia al asumir el papel de chambelán. Su actitud y posterior posición fue considerada sospechosa, ya que fue el mismo Villot quien retiró del dormitorio del Papa los frascos de medicinas, papeles que sostenía en su manos –¿algún borrador de la encíclica Vita Nova?–, los lentes y las pantuflas. Ninguno de esos artículos fueron más nunca vistos y tampoco nadie sabe cuál fue su destino final. Imperturbable ante la muerte del Papa, de quien se decía su amigo, Villot tomó el control total del Vaticano, mintió a la prensa, se opuso a la necesidad de una autopsia y, para contrarrestar todo los comentarios negativos que enseguida se regaron como pólvora, convocó al conclave para elegir lo antes posible al nuevo Papa. La intención de Villot era desviar toda la atención de los feligreses y la prensa sobre la inesperada y súbita muerte de El Papa del los 33 Días. ¿Qué buscaba presurosamente esconder? Villot murió en marzo de 1979 llevándose su secreto a la tumba.

John Dark, entre los involucrados en la persecución y “silenciamiento” de Santiago, era de los pocos que sabía todo eso y mucho, pero muchísimo más. Él conocía, desde hacía tiempo y al detalle, las intrigas que acontecían diariamente en el Vaticano.

Del caso del asesinato de Juan Pablo I y de otros asuntos relativos a las altas jerarquías eclesiásticas estaba bien informado. Desde que conoció al cardenal Nocerino éste lo tenía al tanto sobre los más recientes eventos, ya que el prelado era un obseso perseguidor de la verdad, la cual “no está nada clara”, decía al referirse a la muerte del Papa.

Dark, en realidad, no era lo que aparentaba ser, sino un agente encubierto de los servicios secretos norteamericanos infiltrado en el oscuro mundo de las sotanas y rosarios con la misión de investigar la muerte del Papa y su relación con la Mafia, así como el lavado de dinero proveniente del narcotráfico en bancos norteamericanos.

Fue enviado primero a Roma, después a Ravenna, donde fue puesto a las órdenes del cardenal Nocerino gracias a la colaboración y complicidad de Robert Sutenfordikov, arzobispo de Nueva York, quien lo recomendó ante las más altas autoridades eclesiásticas por pedido expreso de la misma CIA. El padre del arzobispo Sutenfordikov había sido “Agente de línea” del espionaje norteamericano en la Unión Soviética durante la Guerra Fría y condecorado post mortem con la Orden de Gran Soldado.

Toda la documentación de Dark sobre tiempo, cargos y logros dentro del sacerdocio, así como sus servicios en favor de la Iglesia como exorcista, tanto en los Estados Unidos como en varios países islámicos, donde supuestamente desde muy joven había sido destacado como misionero, fue falsificada por los servicios secretos con la intención de mantenerlo muy cerca de los círculos de toma de decisiones de la Santa Sede.

El nombre clave de Dark era Peter Duncan, un agente especial adscrito a la Agencia de Seguridad Nacional (ASN), cuyo cuartel general está enclavado en Fort Meade, Maryland.

La ASN es una agencia compuesta por analistas, ingenieros, físicos, matemáticos, programadores y supersecretos y bien entrenados agentes expertos en investigaciones financieras ligadas a la Mafia y otras organizaciones criminales, así como al narcotráfico y lavado de dinero.

La actividad principal de la ASN, cuyo presupuesto sobrepasa los veintiún mil millones de dólares, es coordinar, dirigir y llevar a cabo actividades altamente especializadas para proteger los servicios secretos de los Estados Unidos y producir información extranjera, provenga de donde provenga, sin excluir el Vaticano. A esa misión había sido asignado John Dark.

Los detalles sobre sus progresos en el Vaticano eran enviados periódicamente al presidente norteamericano, quien de manos de la CIA recibía una carpeta azul con letras labradas en rojo que decían “Top Secret”, en la que se incluía, igualmente, los informes de otra media docena de agencias de espionaje regadas por el mundo.

La CIA coordinaba las actividades confidenciales, consideradas vitales, de Dark. Todos los días, a las 7:30 de la mañana, se le entregaba al presidente norteamericano un resumen de sus informes. Luego que el Jefe de Estado las leía eran inmediatamente destruidos por el agente asignado en llevársela.

Durante la guerra de Afganistán, además de ser capitán de asalto del grupo aerotransportado, Dark también pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa, un buró federal adscrito a las Fuerzas Armadas Norteamericanas que se ocupaba del espionaje y contraespionaje de los miembros más prominentes de la Alianza Norteña, como de las tropas extranjeras asentadas en Kabul, Kandahar, Mazar-i-Sharif y Herat, ya que conocía el pushtu y algo de dari y urdu, idioma este último que hablaban sus aliados paquistanís.

El anciano inválido que se le acercó durante su visita al hospital de Kabul y luego asesinado en las puertas de la Mezquita Azul en Mazar-i-Sharif, era un informante local que trabajaba bajo la protección de la Agencia de Inteligencia de Defensa.

El cardenal Nocerino era pieza clave en las investigaciones de Dark porque conocía, mucho antes de que algunos de ellos muriesen, a todos los sospechosos involucrados en el asesinato de Juan Pablo I. Sabía cómo se movía el ajedrez dentro de la Iglesia. Por ello desechaba, por carecer de seriedad, las versiones que se manejaron, y aún se manejan, en torno a la muerte del Papa de los 33 Días. Sobre ese tema el cardenal se había convertido en un empecinado escéptico. Tan era así, que cuando se refería al asunto, más que hombre de Dios parecía un ateo, ya que los maldecía a todos, incluidos santos, vírgenes y apóstoles.

Debido al perfil que presentaba el cardenal, la ASN movió sus hilos para que Dark estuviese siempre a su lado o lo más cerca que pudiese de él.

Nocerino no conocía la verdadera identidad de Dark, pero se encariñó tanto con él, que le confió varios de sus secretos. Aunque, en verdad, lo hacía más que nada para proteger y resguardar sus investigaciones. No quería llevarse a la tumba todos sus hallazgos, los cuales le costaron años de trabajo y muchas noches de vigilia, sin que se esclareciese el caso del asesinato pontificio. Si llegase a morir antes de concluirlas, otros podrían seguir con sus pesquisas.

Por ello convirtió al ex veterano de Afganistán en su discípulo preferido y depositario de todos sus conocimientos y de los clandestinos arcanos de la Iglesia.

Fue de boca del propio cardenal Nocerino como Dark se enteró de la existencia de Los Justicieros de Dios, secta secreta a la que fue admitido luego de ser sometido durante varios meses a interrogatorios, peligrosas pruebas, tanto de abstinencia, caridad, despiadada crueldad y habilidades en el manejo de armas e ingenio en la tortura.

Durante todas las pruebas, tanto él como sus custodios y jueces, endosaban una fina capucha púrpura de seda que encajaba tan perfectamente en sus rostros como una máscara de hule. La misma tenía un doble propósito. El más importante: ocultar la identidad de sus miembros, pues un pequeño desliz en ese sentido pondría en peligro la hermética sociedad de Los Justicieros de Dios, la cual durante siglos había sido salvaguardada de investigaciones o miradas curiosas por desconocer el mundo de su existencia. El otro, para que durante las pruebas, harto difíciles, la visibilidad de los aspirantes fuese indudablemente perfecta para no minar sus destrezas.

Las demostraciones sobre habilidades físicas se hacían en una especie de pequeño coliseo subterráneo secreto, adonde los aspirantes eran llevados con los ojos vendados en unas camionetas especiales.

Nadie se había acercado tanto a la verdad como John Dark. Aunque en los inicios su misión era desentrañar los enigmas que se ocultaban tras la muerte del Papa Juan Pablo I, sus órdenes fueron cambiadas.

Ahora el misterio de Los Papiros y la persecución de un joven predicador al que la Iglesia había sentenciado a muerte sin juicio previo o cargo aparente, ocupaba toda su atención y prioridad.

Mientras el cisma del cristianismo y los principios de la fe podrían derribarse de un momento a otro, el planeta Tierra, habitado por más seis mil millones de seres humanos, seguía su curso sin desvelo.

Sólo dos personas ajenas a la curia sabían lo que estaba ocurriendo y porqué en el seno de la Iglesia: Santiago, por su divinidad, y Dark, por sus precisas investigaciones.

No obstante, el fatídico secreto que encerraba el papiro signado con la marca 3J3, por el cual murió un Papa y quién sabe cuántas otras personas, únicamente era conocido por muy pocos.


PRÓXIMO MIÉRCOLES CAPS. FINALES - DEL 25 AL 27

Adelanto...
   –En el centro de la marca hay un pez… ¡Un pez! –exclamó Consentino acongojado y aún sin reponerse del impacto que le causo el descubrimiento, agregó–.: Un pez igual al que los antiguos cristianos pintaban en las cuevas donde alababan a Dios…
   – ¿Y la inscripción?… ¿Qué dice la inscripción? –preguntó Serafino fuera de sí.
   –En claro arameo dice: Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola –balbuceó trastornado, Consentino.

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