miércoles, 1 de junio de 2011

EL PAPIRO (QUINTA ENTREGA)

Caps. 21 a 24.


   A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.

SINOPSIS

   Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.




21

Serafino se paseaba inquieto en su despacho del recinto clerical. En las manos sostenía un libro abierto, pero lo que menos hacía era leerlo.

Durante las últimas cuarenta y ocho horas no había sabido nada de John Dark y eso le preocupaba. Habían acordado comunicarse al menos una vez al día, preferiblemente en las noches, pero el Justiciero no cumplió con lo pactado.

Suponía que la reprimenda que le pegó cuando llamó borracho, le hizo desistir del encargo.

La obsesión del monje, el hecho de estar tan próximo a desentrañar el misterio del Anticristo, de ver con sus propios ojos la marca que evidentemente tendría Santiago tatuada en el cuerpo, en la cual imaginaba encontrar el apocalíptico 666, lo tenía más perturbado que de costumbre.

Cuando volvió a pasar cerca del escritorio se detuvo de golpe, dejó el libro a un costado y toscamente tomó entre índice y pulgar la campanilla de bronce y la agitó con insistencia.

De inmediato aparecieron ante la puerta tres monjes, entre quienes se encontraba Lucindo con su perversa expresión de siempre diseñada en el rostro.

–Quiero que todos, en este mismo instante, dejen sus labores y se dirijan a la capilla… ¡Quiero que oren profundamente!… Quiero… Quiero que abatan al diablo, pero que al mismo tiempo lo invoquen para que pronto esté entre nosotros… ¡Quiero al diablo aquí, hoy mismo!…–exclamó en total estado de ebriedad mental–. ¡Debemos, por el Dios Todopoderoso que guía nuestros pasos, conocer la figura de Satán!

Serafino se refería a Santiago, a quien, en su demencial ofuscación, creía la viva reencarnación del demonio.

– ¡Tranquilícese prior! –demandó Lucindo abrazándolo y llevándoselo contra el pecho ante el asombro de los otros dos monjes.

– ¡Estoy desesperado! –lloriqueó el regente de la Misión–. ¡Lucindo!… Lucindo… –balbuceó jadeante–, ayúdame a revelar la verdad… ¡Ayúdame a rescatar al Cristo que abandoné!

–No diga tonterías abad… Usted es nuestro guía y nosotros lo seguimos como a un enviado del Redentor…–pronunció el jorobado.

–Hay que extirpar al mal o el lo hará con nosotros –sentenció con el rostro ensombrecido el prior.

–Pronto, muy pronto, abad, tendremos en nuestras manos lo que con tantos y sacrificados estudios de teología buscamos entender…

– ¡La Iglesia es la representación de la verdad absoluta y quien esté contra ella es un hereje y debe morir! –sentenció con patética frialdad Serafino agitando las manos.

– ¿De qué están hablando ustedes? –intervino uno de los monjes que acudió al alerta.

– ¡Retírense! –ordenó categórico Lucindo–. Yo me encargaré de todo… Lo importante es que sigan la orden del prior y vayan a la capilla a rezar e invocar al… –cortó sin concluir y luego precisó–: Nosotros los alcanzaremos enseguida.




  A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.

Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del alumbramiento.

De pronto se detuvo y comenzó a trinar. El canto de aquella extraordinaria ave, nunca antes vista por esos parajes, silenció mágicamente la sofocante llanura. Por instantes todo quedó estático en el tiempo. Sólo el eco de su canto y el de una bandada de cristofué que momentos antes habían llegado para posarse en las ramas de unos árboles cercanos, se escuchaban en la inmensidad de la planicie.

Pese al estridente coro de los cristofués, fácil era adivinar la melodía que entonaba aquella paradisíaca ave de vistoso plumaje. Con sonoridad celestial, de su garganta salían acordes de flautas y violines que exclamaban “¡Aleluya! … ¡Aleluya!”, y como si se tratase de celebrar un hallazgo esplendoroso, extendió sus largas alas y comenzó a batirlas en veloz y frenética alegría. Al dejar de agitarlas, recogió del suelo algo parecido a un pedazo de raído cartón. Lo aprisionó con firmeza entre su pico y, señorial, estiró su hermoso cuello circundado de relucientes aros blancos y lo apuntó hacia el ancho cielo en dirección al este infinito.

Había un motivo para tal regocijo. En su pico, de un color tan rojo que semejaba la sangre de Cristo, el ave sujetaba el único trozo de piel recocida por el sol que quedaba de la inocente criatura brutalmente destrozada por Claudio Figueroa.

De improviso, tal como apareció, remontó vuelo llevándose el preciado tesoro. Fue tan vertiginoso el ascenso, que pronto su silueta se perdió entre un manto de nubes blancas que tapizaban el cielo ese día.

Muy cerca, el padre Vinicio, al igual como lo venía haciendo durante los últimos veinte años, descansaba de su caminata matinal sentado al pie de una gigantesca ceiba.

Estuvo todo el tiempo observando fijamente los movimientos de aquel curioso pájaro.

En su rostro esbozaba adrede una placentera sonrisa. Debió haberse imaginado muchas cosas, ya que por la distancia que lo separaba del ave era virtualmente imposible que pudiese ver qué sostenía en el pico. No obstante, el monje aparentaba entenderlo todo.

Imitándolo, estiró el cuello a más no poder y dirigió la mirada al firmamento. Luego, como si fuese un pájaro, comenzó a volar imaginariamente en la profundidad de aquel cielo que se abría ante sus ojos como un espejismo único e irrepetible.

El éxtasis del padre Vinicio era inagotable. Sus pequeños ojos color miel tomaron angelical expresión durante su viaje imaginario.

Parecía haber entrado en los jardines del Edén guiado por el vuelo del ave, y que esta, a su paso, le iba mostrando los caminos que conducen a Dios y a la corte celestial.

El monje siquiera pestañeaba. Quedó inmóvil hasta mucho después de perder de vista al pájaro.

Pasados algunos minutos, instintivamente, como si nada hubiese sucedido, volvió a tomar su posición normal y lanzó un profundo y prolongado suspiró.

Se quedó un rato más sentado bajo el frondoso árbol, en cuya sombra se percibía un aroma apaciguante. Después tomó la pequeña rama que reposaba a su lado, la cual le servía de bastón y, sin apartar la vista del firmamento, se incorporó.

Con una áurea luz reflejada en el rostro y el fatigar de los años a cuestas, emprendió camino de regreso por la larga vereda que conduce al monasterio.

– ¡Aleluya!… ¡Aleluya!… Vino a buscar la marca para entregársela a Dios… ¡La marca está a salvo! –repetía en susurros profundos y alegres mientras caminaba.

A medida que se alejaba y mientras más lejos estaba, su voz semejaba el silbido de trompetas con acordes de vida y esperanza.

22


Santiago aceleraba frenéticamente la moto. Quería llegar lo antes posible al refugio. Igual hacía Fernando, quien estaba a punto de alcanzarlo.

Pasada la entrada de la urbanización Santa Fe, el predicador dirigió la máquina hacía el empalme donde un pequeño pulpo de vías conecta a la autopista con otros centros residenciales. Indeciso, subió por el puente que va hacia el Club Hípico.

En la parte más alta Fernando logró alcanzarlo y, sin siquiera pensarlo, con premeditada alevosía golpeó reciamente el parafango trasero de la motocicleta.

Santiago y la moto rodaron hasta el borde del viaducto. Del impacto, Fernando perdió el control del vehículo y raspó bruscamente la defensa de concreto del puente en varias ocasiones. Figueroa, quien iba sentado en el puesto trasero y sin el cinturón de seguridad ajustado al cuerpo, se dio un duro golpe en la cabeza.

Recuperado el dominio del auto el comisario pisó a fondo el pedal de frenos y después de un fuerte chirrido se detuvo. En fracciones de segundos se bajó pistola en mano y corrió hacia el sitio donde había caído el predicador.

Con esfuerzo Santiago trataba de incorporase. Sangraba por frente y codos, aunque las heridas no eran profundas. Sólo ligeros raspones.

– ¡Agarra rápido a ese hijo de puta! –gritó Basilisco mientras seguía a corta distancia a su compañero.

Dos largas zancadas bastaron para que Fernando lo tuviese bajo control y con la pistola clavada en el pecho.

Al instante apareció Basilisco, quien con los ojos maníacamente desorbitados, apartó a Fernando, volteó a Santiago boca abajo y se le sentó encima a fin de inmovilizarlo.

– ¡Si te mueves te quemo aquí mismo! –amenazó mientras del bolsillo trasero del pantalón sacaba unas esposas.

Aturdido por el golpe, Figueroa se bajó a duras penas y recostó del barandal de aluminio del puente. En ruegos vagamente audibles lanzaba gritos de socorro a su hijo.

Basilisco estaba ocupado con el predicador por lo que desatendió los pedidos de su padre. Al escuchar el click de los grilletes de acero que daban por finalizado su trabajo, se incorporó lentamente y dirigió la mirada hacia su progenitor, quien lo observaba suplicante en la seguridad de que iría en su ayuda.

Basilisco caminó hacia él bosquejando en el rostro una inescrutable expresión de paz y liberación. Al verlo ir en su auxilio, Figueroa le sonrió. “Mi hijo, mi amado hijo, viene a ayudarme”, pensó orgulloso.

Cuando el joven estuvo a un par de pasos de su padre, los ojos se le inyectaron en sangre. Sus pupilas ahora hablaban de odio y muerte.

Al notar el cambio, Figueroa intuyó sus intenciones. Desesperadamente trató de aferrarse a las defensas del puente, pero fue inútil. El empujón fue tan poderoso, que nadie hubiese podido contener la caída.

– ¡Muere, viejo de mierda, muere! …¡Púdrete en el infierno por darme la vida! –fue lo último que se escuchó mientras el cuerpo de Figueroa volaba por los aires antes de estrellarse quince metros más abajo.

Gélido como un témpano desprendido del refrigerador del infierno, Basilisco se asomó desde lo alto y esbozó una diabólica sonrisa al ver como los autos que se desplazaban en la parte inferior hacían infructuosos esfuerzos para evitar hacer contacto con el cuerpo inerte de su padre, el cual por los impactos se balanceaba de un lado a otro de la vía semejando un despojo picoteado por buitres.

Durante lo que ellos mismos denominaron burlonamente “Operación secuestro”, el auto en que viajaban quedó atravesado en el puente impidiendo el paso de otros vehículos. Los demás conductores comenzaron a hacer resonar las bocinas impacientes.

A unos veinte metros de distancia, John Dark, con un pie apoyado en el estribo de la puerta del auto para elevar un poco más su punto de observación, había visto todo. Detrás de él, la tranca comenzaba a crecer.

Después de amordazar y asegurar a Santiago en el asiento trasero, Fernando esperaba al volante el regreso de Basilisco, quien desde lo alto del puente seguía regocijándose con las maromas que hacían los autos para no pasar encima de los restos de su padre.

– ¡Apúrate!... ¡Todos nos están mirando! –gritó el comisario con media cabeza afuera de la ventanilla a fin de apresurar su regreso.

Basilisco le hizo señas de que se tranquilizara y caminó sin ninguno apremio hacia el auto.

Apenas entró y cerró la puerta, Fernando apoyó la pistola en el asiento, entre sus dos piernas, y aceleró a fondo. Al pasar cerca de la moto que estaba en el pavimento, la golpeó tan violentamente que la hizo girar en molinete.

Sin esperar que los otros autos se moviesen, Dark los sobrepasó rasgando puerta y parachoques contra la defensa del viaducto mientras a su paso dejaba una estela de polvo y concreto envuelto en centellas. En pocos segundos estaba tras ellos.

El comisario tomó hacia la carretera montañosa de El Placer, la cual en pocos minutos desemboca en uno de los tantos ramales de la Autopista del Centro que, casi directamente, conduce a San Felipe y de allí a la Misión Capuchina.

Estuvo chequeando un buen rato los espejos laterales y el retrovisor. Al percatarse que nadie los seguía, se pasó la mano por la frente para secar parte del sudor que le corría hasta la barbilla. Después giró el rostro hacia Basilisco. Éste, inexpresivo, no apartaba la vista del camino. Su camisa estaba empapada de sudor, pero no parecía incomodarle.

– ¿Por qué lo mataste, hijo de perra? –explotó Fernando sin poder aguantar más la fría indolencia del joven.

–Si me vuelves a llamar así te perforo el cerebro aquí mismo –rumió Basilisco poniéndole el arma en la sien.

– ¡Está bien!… ¡Está bien, chico! … No es para tanto. Pero dime porqué lo empujaste –preguntó el comisario apartando suavemente de su cabeza el cañón de la pistola.

–Es una larga historia –le explicó mientras apoyaba el arma en su muslo sin quitar el dedo del gatillo–. Ese maldito viejo de mierda merecía morir desde hace mucho tiempo… Lo que pasa es que nunca se me había presentado una oportunidad tan preciosa como la de hoy.

–Pero, ¿era tú padre o no? –indagó curioso Fernando.

–Sí, pero déjalo de ese tamaño… Ese no es problema tuyo y no quiero oír más del asunto.

El comisario notó que el joven estaba por enfurecerse otra vez. Para calmarlo le dio una palmadita en el hombro.

– ¡Está bien, compañero!… Ni una palabra más –expresó–. Pero recuerda que había muchos testigos y podrían reconocerte… Lo mío lo puedo justificar diciendo que era un procedimiento policial, pero tú…

– ¡Me importa un carajo!… ¡Lo hecho hecho está!... Mejor te concentras en la vía porque el camino es largo.

–Bien, ni una palabra más –transigió el comisario a fin de evitar mayores problemas. Luego tomó la pistola que reposaba entre sus piernas y alargando la mano abrió la guantera y la guardó.

Aunque presumía hacia dónde iban, John Dark los seguía, esta vez a muy corta distancia, ya que al quedar destrozada la moto de Santiago se quedó sin receptor de señales.

Pasadas las seis de la tarde y después de un recorrido de más de cuatro horas y media bajo un sofocante sol, Fernando y Basilisco se dieron cuenta que habían extraviado el camino.

Se detuvieron en un polvoriento pueblo y preguntaron por la Misión. Pese a que la ruta que le indicaron unos campesinos de la zona fue bastante precisa, volvieron a perderse.

Sólo cuando la noche había caído sobre la carretera avistaron a la distancia el viejo campanario de la Misión.

Durante casi todo el trayecto Fernando y Basilisco permanecieron callados. Apenas cruzaron algunas palabras a fin de cerciorarse que los desvíos que estaban tomando eran los correctos, pero nada más.

En la parte trasera, tirado en el piso del auto, Santiago respiraba con dificultad. Basilisco lo había amordazado con tape de embalaje y cubierto el rostro con una capucha de tela negra con un hueco a la altura de la nariz, lo suficientemente grande para que pudiese llegar vivo a la Misión.

– ¿Quién coño eres tú carajíto?… ¿Por qué esos curas te quieren joder? –preguntó el joven rompiendo el silencio mientras le quitaba capucha y mordaza.

Sus palabras más que odio denotaban desorientación. En Basilisco no había propósito sano. Quería averiguar, a través de una presunta inocente conversación, el verdadero valor que tenía aquel endeble muchacho para sacarle una mayor ganancia al secuestro.

–Soy el hombre que iluminará tú camino y el de toda la humanidad –contestó luego de recobrar el aliento y que su respiración volviese a la normalidad.

– ¡Tú lo qué eres es un pendejo! … ¡Bájate de esa nube y dinos la verdad! –recriminó con enojo.

– ¡Déjalo tranquilo, hombre!… ¡Qué coño nos importa a nosotros quién es!… Cobramos y nos vamos. Ese fue nuestro trato… Además, ya no tenemos que repartir el dinero entre tres –comentó punzante a fin de distraerlo y que dejase en paz al predicador que ya bastante lastimado estaba.

–No seas tan ingenuo –espetó viendo al comisario con desprecio–. Si nos están pagando esa bola de billetes, quiere decir que este carajito vale que jode… Mucho más de lo que nos van a dar –concluyó ambicioso, muy parecido a su ahora finado padre.

–Basilisco, después que seas incinerado, resucitarás en un hombre sin odio y bondadoso –sentenció compasivo Santiago.

– ¿Coño, y cómo sabes mi nombre?–preguntó confuso y exaltado el joven parricida.

–Yo sé muchas cosas… Sé lo que está por venir y lo que vendrá.

– ¡Matémoslo de una vez! –propuso con saña–. ¡Éste coño es un diablo!...

–Nos lo pidieron vivo y vivo lo vamos a entregar… ¡Deja la paranoia por un momento!... –replicó iracundo Fernando.

–Los curas te harán hablar más rápido que inmediatamente. Ellos conocen a la perfección el arte de la tortura –dijo a fin de acobardarlo–. Para que te libres de ese suplicio mejor hablas con nosotros… ¡Todavía estás a tiempo! –argumentó con falsa compasión Basilisco.

Santiago no respondió. Giró el cuerpo como pudo y se acomodó cerca del respaldar.

– ¡Bah! … ¡Vete pal’ carajo y púdrete en el infierno! –rumió dándole un manotón después de volverle a tapar la boca con cinta adhesiva y retomar su posición en el asiento. Ya de espaldas a su víctima, resignado agregó–: Por lo que a nosotros concierne, tomamos el dinero y nos vamos de aquí… ¡Qué los curas te jodan! …Yo no voy a gastar mis balas en ti.

Un par de kilómetros antes de llegar al intrincado sendero que lleva a la Misión, Basilisco tomó el celular y se comunicó con el padre Serafino. Era su tercera llamada desde que emprendieron viaje con su botín humano a bordo.

El monje denotaba una impaciencia irresistible a través del auricular. Al fin podría ver el rostro del Iluminado y, lo más importante, examinar minuciosamente su cuerpo.

Antes de colgar, el abad le indicó que al llegar a la Misión detuviesen el auto justo frente al campanario y luego, en cortos intervalos de tiempo, hiciesen tres cambios de luces. Al asegurarse que la contraseña era la convenida, saldrían a su encuentro.

Una opaca luna llena se desdibujaba entre las caprichosas nubes para ser testigo de la entrega.

Al pasar por una vereda repleta de cipreses a ambos lados del camino y con el campanario ante los ojos, Fernando aminoró la marcha. Aparcó el auto, desactivó el encendido del motor y tal, como habían acordado, accionó los tres cambios de luces con un intervalo de unos cinco segundos entre uno y otro. Luego volteó hacia Basilisco y le hizo señas de que callase y estuviese atento.

Con la adrenalina fluyendo a borbotones por los laberintos de sus cuerpos y los sentidos en estado de máxima alerta, esperaron la llegada de los monjes. Siquiera el sonido del viento perturbaba aquella lúgubre quietud que hablaba de desolación y muerte.

Sólo una sinfonía de grillos y sapos se atrevieron a impregnar de vida la noche.

Con los faros del auto apuntando hacia el ala central de la Misión, los dos hombres vieron como varias figuras fantasmagóricas empezaban a acercárseles. En alto, sobre sus cabezas, llevaban lo que parecían lámparas de kerosén. El mortecino reflejo de lumbre agigantaban y desdibujaban en la noche aquellas figuras que a ratos se perdían en las sombras.

Camuflado en los murmullos de la noche se escuchaba el escabroso rasgueo de sandalias arrastradas con pesadumbre, las cuales eran acompasadas por el tenebroso crujir de viejas sotanas embadurnadas por el uso y el tiempo. Todo hacía presumir que una procesión de monjes iba hacia ellos.

Temiendo una trampa, Basilisco empuñó la pistola y la apuntó hacia afuera. Fernando sacó la suya del portaguantes y lo imitó.

Cuando los tenían casi encima, con las pupilas dilatadas hasta el estallido por el esfuerzo que hacían para penetrar la luctuosa oscuridad, pudieron distinguir al viejo abad y a otros ocho monjes, entre ellos al fuerte y jorobado Lucindo.

Ambos lanzaron un liberador bufo, bajaron las armas y engancharon con los dedos las manillas de las puertas con la intención de abrirlas e ir a su encuentro. Fernando lo logró, pero el viejo abad trabó la acción de Basilisco al meter la cabeza y larga barba por la ventanilla de su lado.

– ¿Dónde está? –preguntó ansioso buscando con la vista en el interior del auto.

– ¡Aquí atrás! –indicó Basilisco sin parpadear–. Y más atado que un saco de papas –señaló regocijado.

– ¿Y Figueroa, por qué no vino? –interrogó mientras con el farol iluminaba el asiento posterior.

– ¡Se acobardó! –afirmó tajante el joven–. Te aseguro que nunca más lo volveremos a ver –agregó con monstruosa ironía.

–Bien, después me explicas. Ahora no hay tiempo que perder. Llevémoslo adentro –precisó el abad sin dar mucha importancia a la ausencia de Figueroa.

Muy cerca, usando unos binoculares infrarrojos, John Dark los tenía a todos en la mira.

El veterano ex combatiente observaba cada uno de sus movimientos y en su mente calculaba estatura, peso, edad y fortaleza a fin de tener una radiografía exacta de cada uno de ellos en caso de que, obligatoriamente, tendría que entrar en acción.

Vio cuando entre Lucindo y Basilisco sacaron del auto a Santiago y se lo llevaron a rastras hacia el interior de la Misión y como, luego de que el último de los monjes entraba, aseguraban con cadenas el viejo portón.

Dark estaba irritado. Le habían arrebatado su presa. Había viajado desde tan lejos para que unos novatos se la escamotearan. Se sentía defraudado y, otra vez, engañado, esta vez por la Iglesia. “¿Por qué me llamaron si tenían otros planes con ese grupo de principiantes ineptos?”, se preguntaba.


23

  Ese mismo día, mucho antes de que el gallo cantara tres veces, Raquel tuvo otra visión del pastorcillo, quien le informó sobre el secuestro de Santiago y lo que pretendían hacer con él.

Con una lacerante angustia que le incendiaba el estómago, fue en busca de Juan, El Remedón. Tocó la puerta de su rancho con tanta fuerza que se lastimó los nudillos. Nadie contestó. Insistió, pero nada, ni las sombras se movían dentro. Quería que el muchacho la condujese en su viejo automóvil hasta la Misión de San Felipe, donde el pastorcillo le indicó que llevarían a Santiago.

Descorazonada, regresó a su rancho y se tiró sobre la cama a llorar. Así estuvo gran parte de la mañana. No sabía qué hacer ni a quién acudir por ayuda. Agotada de tanto llorar, se quedó dormida.

Al filo del mediodía, un persistente silbido la despertó.

Era Juan, El Remedón, quien con su típico chiflido y golpeando con ímpetu la puerta, demandaba su presencia.

Sin dar crédito a sus oídos, Raquel se incorporó rápidamente y fue hacia la entrada del rancho.

– ¡Juan, amigo, te estuve buscando toda la mañana! –manifestó al abrir la puerta.

– Si, alguien me dijo… ¿Cuál es el apuro? –preguntó curioso el muchacho.

– ¡Van a matar a Santiago!… Debes ayudarme a evitarlo –exclamó agitada conteniendo el intenso dolor que le oprimía el pecho.

– ¿Qué?... ¿Quién?... ¿Yo?... –balbuceó Juan.

– ¡Sí!… Pero tenemos que darnos prisa… No hay tiempo que perder... En el camino te lo explicaré todo.

– ¿Cuál camino? –interrogó suspicaz.

– ¡El de San Felipe! –precisó Raquel saliendo del rancho con un bolso colgado del hombro.

– ¿Queeeé? –soltó incrédulo otra vez El Remedón.

Faltando algunos minutos para las nueve de la noche, y después de una descabellada carrera, el cacharro de Juan estaba en las cercanías de la Misión. Al divisar entre las sombras al monasterio siguió avanzando despacio hacia unos matorrales aledaños y detuvo la marcha. Parecía un refugio perfecto. Desde allí podrían observar sin ser vistos.

Su propósito, el de llegar a la Misión, lo habían logrado en forma impecable, pero ahora se les presentaba otro dilema: qué hacer, cómo entrar sin ser vistos y por dónde empezar.

Resguardados por la penetrante oscuridad, bajaron del auto y se recostaron del capó con la vista fija en la edificación religiosa.

–Esto no me gusta –comentó Juan–. De sólo ver el campanario me dan escalofríos.

– ¿Cómo vamos a entrar?... Nos hay escaleras y tampoco tenemos cuerdas –razonó cabizbaja Raquel haciendo caso omiso al comentario de su amigo.

No hubo respuesta ni más palabras. Preocupados y en silencio comenzaron a cavilar en sus adentros la forma cómo penetrar en el monasterio que, vista de lejos, parecía una fortaleza inexpugnable.

Absortos en sus reflexiones de pronto sintieron a sus espaldas dos fuertes manos que le atenazaban el cuello. Era tanta la presión que imprimían aquellas garras, que siquiera lograron voltear, mucho menos podían moverse.

Sofocados, comenzaron a abrir desesperadamente la boca en busca de un poco de aire para respirar. El terror se remarcaba en cada línea de sus rostros. Cuando estaban a punto de perder el sentido, fueron liberados bruscamente y empujados hacia adelante.

Como una aparición, mientras trataban afanosamente de recuperar el aliento, frente a ellos se plantó la figura de un hombre alto y rubio, que los veía con cara de pocos amigos. Era John Dark.

– ¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? –indagó el Justiciero de Dios apuntándolos con una pistola.

–Venimos a salvar a mi novio –tartamudeó Raquel, mientras Juan tosía petrificado de miedo y sin reponerse todavía del agarrón.

– ¿Tu novio?... ¿Y quién es tu novio?

– ¡Santiago, El Iluminado, lo tienen preso en el monasterio y lo van a matar! –afirmó temblando de pies a cabeza.

– ¿Te refieres al predicador? –preguntó Dark.

– ¡Sí, al santo que hace milagros en mi barrio!... ¿Usted lo ha visto? –indagó con ingenuidad tratando de disimular el pánico.

– ¿Santo?... ¿Milagros? –repitió extrañado Dark.

–Sí, señor, Santiago es un hombre muy bueno y ha curado a muchos enfermos que estaban por morirse… ¡Es un santo! –repitió.

–Entonces fui engañado… No es un...

– ¿Un qué? –increpó la joven.

– ¡Nada!… No tiene ninguna importancia… Niña, ¿estás segura de lo que estás diciendo?

–Señor, yo no soy ninguna niña, y no solamente yo estoy segura, sino toda la gente de mi barrio y de otros vecinos y quién sabe de cuántos otros más… ¡El es un santo!... ¡Un enviado de Dios! –precisó enfática y con tal fervor que conmovió hasta a la noche.

–Para mí es un Dios –intervino también Juan mientras se palpaba el cuello–. De eso estoy seguro… ¿Y usted quién es?

–Entonces ese muchacho no debe morir –sentenció Dark obviando contestar–. Los voy a ayudar, pero con una condición… Deben seguir al pie de la letra mis instrucciones, de otra forma no sólo el predicador morirá, sino también nosotros.

–Haremos lo que usted diga –accedió Juan carraspeando la garganta y sin dejarse de sobar el cuello.

– ¡Entonces apurémonos!... ¡Ojalá todavía esté vivo! –apremió Raquel desesperada.


24

Las paredes del Vaticano bullían de conmoción. Los máximos jerarcas de la Iglesia, los que sabían de la existencia del Justiciero de Dios en Venezuela y los motivos de su misión, estaban impacientes.

John Dark tenía varios días sin reportarse con sus superiores y la intranquilidad comenzaba a hacer pasto en ellos. Los teléfonos de algunas abadías en Ravenna y Roma repicaban incesantemente. El cardenal Nocerino no encontraba más qué explicaciones dar.

Una inusitada llamada del Papa al convento de Ravenna puso a todos sobre alerta.

–Nadie debe saber nada sobre el contenido del papiro archivado con el número 3J3, de lo contrario la Iglesia se hundirá –advirtió el Santo Pontífice severa y contundentemente a Nocerino. Después ordenó–: Infórmele a su hombre en Venezuela que es preciso que cumpla rápida y calladamente con la obligación que se le encargó, de otra forma asegure su inmediato regreso.

–No se preocupe Santo Padre. Es una persona es muy especial. Estoy seguro que a riesgo de su propia vida ejecutará en forma rápida e impecable el mandato que le asignamos.

–Nocerino, espero que, por su bien, así sea –expresó lacónico el Papa antes de colgar.

– ¡Así se… –alcanzó a decir el cardenal antes de escuchar del otro lado de la línea el click que cortaba la comunicación.

La inquietud de la Santa Sede era evidente, ya que los altos prelados sabían, con harta comprobación científica, que además del papiro numerado con las siglas 5Q9, cuya marca creían encontrar tatuada en el cuerpo de Santiago, existían otros fragmentos donde se ponía al descubierto una sombría verdad: el fraude atribuido a San Mateo, quien irrefutablemente se copió “su Santo Evangelio” y el de San Pablo, cuyas Epístolas no son propias, sino burdas transcripciones de los escritos de los esenios.

También ocultaban, en aras de sustentar el poder omnímodo de la Iglesia Católica, otros terribles y siniestros plagios cometidos por los primeros cristianos y sus líderes.

No obstante, el secreto que más les abrumaba era el del fragmento signado con el número 3J3. Su contenido únicamente era conocido por el Papa, el cardenal Giuliano Vespa, a quien en una oportunidad se le ligó a la Mafia, y por otros tres misteriosos altos miembros de la Iglesia. ¿Qué terrible profecía podía contener aquel trozo de papiro para tener a la Santa Sede en vilo?

Desde las postrimerías de la década de los ochenta, entre los estudiosos de Los Papiros del Mar Muerto se sabía, con milimétrica sustentación científica, que Jesucristo, el llamado Jesús de Nazareth, y base fundamental de toda la fe católica, era un asceta que había sido educado durante su adolescencia bajo la tutela y control de una secta esenia que estaba asentada en las orillas del Mar Muerto, en Jordania, donde se dice que estuvo durante sus años perdidos, que fueron desde los doce a los treinta años. Ningún escrito, siquiera los Evangelios, revelan dónde estuvo Jesús durante ese largo período. Sus prédicas comenzaron a los treinta años, según algunos estudiosos y, para otros, sólo predicó un año antes de su muerte, acaecida a los treinta y tres.

Se cree que el joven Jesús, seducido por la pureza y virginal doctrina ascética de los esenios, se convirtió pronto en uno de sus más devotos seguidores y líderes. Impaciente y aún no maduro en las enseñazas, decidió volver a Judea para verter al pueblo los nuevos conocimientos adquiridos. No obstante, en sus sermones repetía, simple y cacofónicamente, todo lo que un siglo antes habían escrito, digerido y dilucidado los esenios. Al contar Jesucristo su experiencia a los apóstoles, entre ellos San Pablo y San Mateo, éstos también fueron a visitar a los esenios ubicados en el Qumrán.

De ellos extrajeron su gran aprendizaje, pero también copiaron, casi al carbón, sus escritos místicos, los cuales fueron la esencia total de sus Epístolas y Evangelios. En realidad, todo fue el vil hurto de unas enseñanzas que propiciaban una vida mejor, noble y signada en la verdad pura e inobjetable. San Pablo y San Mateo fueron de los primeros plagiaros de la humanidad que no recibieron castigo, sino loas, por su delito.

El Vaticano lo sabía, por ello mantenía bajo cien llaves y en total secreto los papiros que develaban el plagio de que fueron víctima los esenios por parte de algunos de los más “virtuosos” cristianos.

De descubrirse esa verdad, de acusar a santos y apóstoles de rateros, todos los fundamentos de la Santa, Apostólica y Romana Iglesia Católica se irían a pique y con ellos el Papa, cardenales, prelados y todo lo ligado a la Iglesia se desmoronaría como una torre de naipes porque sus bases estaban putrefactas. O sea, sería el fin de la Iglesia Católica y de sus ramificaciones.

Por supuesto que el problema era grave, muy grave, por ello la inquietud de sus máximos conductores.

En su ceguera, pese a las sacras e inobjetables, además de contundentes revelaciones de los papiros, la Iglesia se resistía en creer que hombres puros, inspirados en la palabra de Dios, tal como lo era Santiago, pudiesen existir en una época tan materialista y mucho menos que se tratase de un nuevo profeta.

Siquiera se tomaron la molestia de investigarlo o conocerlo de cerca y personalmente a fin de poder concluir un juicio firme, claro y totalmente objetivo sobre el basamento teológico de sus prédicas antes de descalificarlo y enviarlo al matadero.

A la Santa Sede nada le importaba. Sus dictados eran aterradores, casi diabólicos: Ordenar el asesinato de un joven predicador basado solamente en la suposición de que pudiese ser un anticristo, era criminal y todo por preservar el poder de una Iglesia decadente e hipócrita.

Si se hubiesen incomodado en hurgar en la profundidad del pensamiento de Santiago, habrían concebido en su verbo los evidentes destellos de una figura divina. No obstante eso no se hizo, pero si se decretó su muerte sumaria y despiadada.

En realidad, al tratarse de la Iglesia aquello no era nada sorprendente, ya que peor aún fue lo sucedido con Juan Pablo I, El Papa Efímero.

John Dark, como miembro de una exclusiva secta secreta de la Iglesia, tenía una teoría muy particular sobre esa oscura muerte. Discretamente la investigó con obcecada obstinación y sobre sus sospechas había elaborado un informe, el cual mantenía a buen resguardo. Sólo unos cuantos habían recibido sus reportes.

Una de las hipótesis sobre la cual trabajó, y que a la postre era la que le complacía por estar más cerca de la verdad, señalaba que Albino Luciani, llamado Juan Pablo I, había sido asesinado, a escasos treinta y tres días de haber sido investido con la Bula Papal, con una especie de arsénico vegetal después que le anunció al Sacro Colegio Cardenalicio que a través de una encíclica, la cual bautizaría con el nombre de Vita Nova, iba a revelar al mundo los secretos de Los Rollos del Mar Muerto y, entre ellos, especialmente el numerado con las siglas 3J3.

El veneno utilizado fue tan meticulosamente disimulado y letal, conjeturó Dark, y así lo asentó en sus escritos, que ni la más minuciosa y científica de las autopsias hubiese podido detectarlo, ya que era el resultado de un compuesto de cristales de ácidos vegetales ligados con ázoe y carbono.

Debido a ello, dedujo, el escueto parte médico de la época sólo se limitó a decir que “el Santo Padre sufrió un colapso y su corazón dejó de latir”. Por supuesto que fue un infarto, debido a que “ese tipo de arsénico produce una paralización del músculo cardíaco”, concluyó Dark cuando ahondó en sus investigaciones.

El método utilizado para asesinarlo, consideró el ex veterano de guerra y Justiciero de Dios, fue a través de sus medicamentos, el Efontil y el Cortiplerx, los cuales tomaba para controlar su hipotensión.

“Posiblemente el homicidio -deducía Dark en sus anotaciones- se llevó a cabo durante la noche, cuando se le suministró el Efontil, que es un jarabe. El sicario pudo introducir en el líquido la pequeña porción de arsénico vegetal que acabó con la vida del Papa rápida y silenciosamente”.

La inobjetable verdad, la cual sigue oculta y se seguirá ocultando siglo tras siglo, es que Juan Pablo I fue víctima de su propia Iglesia. Quién o quiénes conspiraron para cometer el crimen, se sabía, aunque nunca se supo el nombre de pila del verdugo, la mano siniestra que acabó con su vida. Lo cierto e indudable es que fue un miembro de la Iglesia.

En ello centraba Dark ahora sus pesquisas. Sabía que la hora exacta de la muerte de Juan Pablo I nunca fue establecida. El certificado de defunción, el cual absurdamente carecía de firma, indicaba escuetamente que el Santo Padre murió de “un paro cardíaco fulminante”. Y, como cosa curiosa, en su embalsamamiento no se le extrajo ni una gota de sangre para ser analizada y la autopsia se realizó apresuradamente, a menos de catorce horas de haberse encontrado el cadáver, cuando las leyes italianas especifican, y son muy estrictas en ello, que bajo ninguna circunstancia, trátese de quien se trate, la autopsia debe ser hecha antes de las veinticuatro horas de sobrevenida la muerte.

Después del asesinato de Juan Pablo I, ocurrido entre las 9:30 de la noche del 28 y las 4:30 de la madrugada del 29 de septiembre del año 1978, mucho se especuló sobre su muerte, pero nada en claro se concluyó en ese entonces.

Casi treinta años después, John Dark se había propuesto reabrir el caso e ir hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias, si no era antes descubierto en sus actividades, las cuales realizaba solo y en el más absoluto sigilo.

Muchos sabuesos, entre ellos el periodista David A. Yallop, especialista en investigar crímenes no resueltos, señalaron poco después del homicidio que El Papa de los 33 Días había sido asesinado porque descubrió los estrechos vínculos que había entre sus más altos colaboradores y la Mafia, los negocios bancarios fraudulentos, el lavado de dólares y el crimen organizado.

Dark conjeturó que Yallop estuvo, en ese entonces, sobre la pista correcta, pero que en su obsesión por desentrañar la relación de las altas autoridades de la Iglesia con la Mafia y el fraude bancario, le hizo descuidar las revelaciones, a manera de mea culpa, que iba a publicar el Papa Juan Pablo I en su encíclica Vita Nova, una especie de expiación de los pecados de la Iglesia. Ahí radicaba el verdadero motivo del homicidio y no en los vínculos de la Iglesia con la Mafia, que desde hace décadas bien se sabían o sospechaban.

En las páginas de la silenciada y desaparecida encíclica, el Papa asesinado no sólo revelaría los secretos de Los Papiros, sino también explicaría al mundo el porqué la Iglesia se estaba alejando cada vez más de la gente y seguía el camino de una aberrante y continúa seducción hacia la esclavitud del dinero. Igualmente desenmascararía la desunión e hipocresía reinante entre obispos y cardenales, su afán irresistible de propiedad y las aberraciones mentales y sexuales de sus sacerdotes, características que estaban llevando a la Iglesia hacia el abismo.

Entre los acorazados muros del Vaticano se sabía que el tema principal y base fundamental de la encíclica en la que trabajaba Juan Pablo I, era el anuncio a la humanidad de la existencia del papiro 3J3 y de otros de significativa importancia que, según su criterio, lejos de acabar con el catolicismo lo reforzaría porque, pese a que las enseñanzas de Jesucristo provenían de los esenios, no por ello dejaba de ser hijo de Dios. Esa confidencia, el sólo deseo de revelar al mundo lo que durante tantos años la Iglesia había ocultado, fue su sentencia de muerte.

Los apuntes, borradores e incluso el papel y la máquina de escribir en la que el Papa redactaba la encíclica, desaparecieron, así como sus dos secretarios, de quienes hasta ahora no se sabe nada y ya nadie pregunta. ¿Estarán muertos, huyeron, cambiaron de identidad o simplemente están enterrados en algún pasadizo secreto del Vaticano?

En sus investigaciones Dark se remontó al año 1972, a las circunstancias que rodearon el asesinato de Juan Pablo I, para poder entender el porqué la Iglesia se molestaba tanto y ponía a girar todo su poderoso engranaje para asesinar a Santiago, un predicador insignificante y sin ningún aparente peligro para el catolicismo o sus instituciones.

En esa fecha, en los albores de la década de los setenta, se comenzaba a vislumbrar lo que vendría. La olla podrida había sido destapada.

Los primeros indicios de podredumbre salieron a la luz pública cuando el Banco Católico del Véneto, llamado el banco de los “sacerdotes”, sobre el cual el Banco del Vaticano tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones, fue vendido por Paúl Marcinkus, presidente del Banco del Vaticano, a Roberto Calvi, del Banco Ambrosiano, en Milán.

Las pesquisas de Dark arrojaron que el Papa Juan Pablo I ordenó investigar a Marcinkus y a Calvi, cosa que lo condujo al nombre de Michele Sindona, un oscuro banquero siciliano residente en Milán.

Pese a su tenebroso pasado, Sindona había sido un gran colaborador de Montini, luego llamado Papa Pablo VI, cuando este era Arzobispo de Milán. La relación entre ambos era muy estrecha y amigable, por ello cuando Montini fue elegido Papa, Sindona fue nombrado enseguida Consejero Financiero del Vaticano.

Todas estas sucias maniobras fueron descubiertos por Juan Pablo I, sucesor de Pablo VI, quien con detestable furia se enteró que la venta del Banco Católico del Véneto había sido producto de una transacción ilegal y fraudulenta hecha por Marcinkus, Calvi y Sindona a fin de obtener jugosas ganancias a expensas de la Iglesia.

Los obispos y cardenales montaron en cólera, aunque nada de ello salió a la luz pública ni a través de la prensa.

Eso lo tenía bien claro Dark, quien estuvo husmeando entre unos documentos que el cardenal Vittorio Nocerino tenía a buen resguardo en una caja de caudales oculta detrás de un gran cuadro de la Inmaculada Concepción que colgaba de la pared principal de su despacho.

A través de esos papeles, cartas, inventarios y balances cifrados, se enteró que Marcinkus y Sindona eran estrechos colaboradores del Papa y protegidos incondicionales de éste. De esa forma se evitó un gran escándalo, el cual, luego del asesinato de Juan Pablo I, salió a flote sobrepasando los límites de la imaginación debido a la serie de ajusticiamientos mafiosos que lo siguieron y a la cadena de fraudes descubiertos, no sólo en Italia sino en otros países del mundo.

El peligro que corría Santiago era espeluznante. Más si se recuerda los prontuarios de los siete grandes sospechosos del asesinato de Juan Pablo I, los cuales John Dark había estudiado minuciosamente antes de meterse de lleno en la investigación.

Entre los involucrados más temibles, cuyo historial sobrepasa cualquier fantasía por tratarse de la Iglesia y el Vaticano, estaban:

Paúl Casimir Marcinkus, alias El Gorila, un sacerdote que fue guardaespaldas del Papa Pablo VI. Años más tarde fue nombrado obispo e inmediatamente, sin tener experiencia alguna, secretario del Banco Ambrosiano. En 1973 fue investigado por el FBI por su participación directa en el lavado de dinero de la Mafia por parte del Banco Vaticano. Fue quien encontró, a las 6:45 de la mañana, al Papa Juan Pablo I muerto. Él vivía fuera del Vaticano. Su presencia allí, tan temprano, nunca fue explicada. Michele Sindona, alias El Tiburón, un contrabandista siciliano ligado a la Mafia y al mercado negro de Palermo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1946 fue recomendado por el arzobispo de Messina, Sicilia, para trabajar en Milán para una firma de consultores de negocios. Tenía clientes de la Mafia y se sospechaba que él fuese también miembro de la organización delictiva. En 1957 la Familia Gambino, la organización mafiosa más poderosa del mundo, se puso en contacto con Sindona y sus parientes sicilianos, los Inzerillo, para lavar dinero proveniente de la heroína. Poco tiempo después de esta reunión, Sindona compró su primer banco. Hacía los 60 Sindona siguió comprando bancos por todo el mundo con el objeto de lavar dinero de la Mafia y falsificar los enlaces financieros con el Vaticano. El Papa Pablo VI lo nombró su consejero financiero y desde entonces recibió múltiples reconocimientos internacionales, entre ellos “El Hombre del Año” en los Estados Unidos. A pesar del poder que detentaba, su castillo de naipes se fue al suelo en 1974 por sus desaciertos financieros y huyó a Ginebra. Ese mismo año fue arrestado en los Estados Unidos por malversar fondos sobre veintitrés cuentas bancarias. En 1979, un abogado que lo investigaba y otros dos hombres que tenían estrecha vinculación con el caso, fueron asesinados. En el mismo año 79 Sindona arregló un autosecuestro con la participación de la Familia Gambino con el fin de pasar los fondos del rescate a la Mafia. Durante toda su vida Sindona demostró ser un hombre despiadado y sin escrúpulos, a quien la vida humana poco le importaba. En 1980 fue arrestado y declarado culpable de los cargos de fraude, conspiración, malversación de fondos, extractos de cuentas falsas y perjurio. Mientras esperaba la condena intentó suicidarse cortándose las venas e ingiriendo una droga, pero sobrevivió. Hoy en día paga condena de veinticinco años de presidio. Roberto Calvi, alias Il Cavaliere, Gerente General del Banco Ambrosiano y estrecho amigo de Sindona y del Obispo Marcinkus. Lavando dinero de la Mafia compró bancos en todas partes, uno de ellos en Venezuela y otro en Nassau, donde Marcinkus participaba de la Junta Directiva, haciendo operaciones ilegales con el Banco Ambrosiano. Viéndose asediado por Sindona, quien lo quería chantajear, se refugió en Uruguay, luego en Perú, Argentina y Venezuela, manteniendo estrecho contacto con las mafias italianas de esos países, como los Gelli, Di Seronimo y Ortolani. En 1979 el juez Alessandrini, quien investigaba las operaciones de Calvi ligadas a Sudamérica y el Banco Ambrosiano, fue asesinado. Luego la Familia Gelli ordenó desde Sudamérica el asesinato de Roberto Rossone, gerente general del Banco Ambrosiano, quien intentaba limpiarlo. No obstante el hombre sólo resultó con pequeñas heridas. Desde ese momento algunos constructores italianos fueron hallados muertos en Venezuela sin motivo o causa aparente. El 17 de junio el cuerpo inerte de Roberto Calvi fue encontrado colgando del puente de Blackfriars, en Londres. Licio Gelli, un hombre sin casi ninguna formación académica, quien a pesar de ser italiano fue espía de la SS en Italia y trabajó para los nazis como oficial de enlace durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra los ayudó, cobrándole exorbitantes sumas de dinero, a escaparse hacia Sudamérica. Fue amigo de Juan Domingo Perón, presidente de Argentina en esa época, y espió para los comunistas y la inteligencia norteamericana. Su especialidad eran los expedientes secretos de políticos, multimillonarios y banqueros. Fundó la logia Masónica, ligada a la Mafia, Raggruppamento Gelli–P2. Con ello se disponía a controlar la derecha y formar un Estado dentro del Estado para evitar la propagación y desarrollo del comunismo. A los pocos días que fue nombrado Caballero de Malta y del Santo Sepulcro, como paradoja, Mino Pecorelli, un periodista que trataba de chantajearlo por su presunto robo a los rentas del aceite del gobierno italiano, fue asesinado, al estilo mafia. Debido al Escándalo Gelli y a los lazos que éste mantenía con los máximos dirigentes políticos a través de la Francmasonería, el gobierno italiano se vino abajo. Gelli fue hecho preso, enjuiciado y condenado a cuatro años de prisión, no obstante pronto salió bajo fianza. Luego de esa experiencia Gelli huyó a Montevideo, Uruguay, desde donde traficó con armas, logrando del gobierno venezolano la compra y el envío de misiles Exocet para que Argentina los utilizara en la Guerra de Las Malvinas contra un estado superior en armas, fuerzas y apoyo internacional, como Gran Bretaña. Un jerarca del gobierno venezolano de ese entonces, engañando a su presidente, ordenó los envíos de los Exocet a través de Gelli a Argentina, por cierto en su mayoría malogrados y fuera de uso. En 1982 Gelli fue detenido en Suiza con pasaporte falso al intentar una transferencia de cincuenta y cinco millones de dólares a su cuenta bancaria en Uruguay. En 1983 escapó de la prisión suiza y hoy en día vive en algún lugar de Sudamérica, presumiblemente Venezuela o Uruguay. Umberto Ortolani, especialista en contraespionaje durante la Segunda Guerra Mundial de las dos más grandes unidades del servicio de inteligencia militar italiana. Fue principal funcionario del P2 (La “P” significa Propaganda, una logia histórica del siglo XIX) y un hombre con grandes influencias en el Vaticano. Fue el artífice para que Montini, a través de un terrible secreto que se coló desde la Santa Sede, fuese electo como el Papa Pablo VI. Hace algunos años adoptó la nacionalidad brasileña. Por su íntima relación con Gelli y Calvi durante los días antes del asesinato del Papa Juan Pablo I y su relativo y total acceso al Vaticano sin ninguna credencial, lo hace, como a todos los demás, sospechoso del asesinato del Papa. Jean Patrick Cody, cardenal de Chicago, Illinois. Despiadado y frío hombre de negocios, el cardenal estaba contra todo elemento de la vida humana con tal de ver sus arcas plenas. Desfalcó dos millones de dólares en acciones al invertirlos ilegalmente y en forma improductiva en el Penn Central. Días después la empresa quebró. Sin siquiera participarlo al Vaticano, abandonó su puesto en las diócesis de Nueva Orleáns y Ciudad de Kansas, dejando cuantiosas deudas. Se convirtió en el Inquisidor de la Nueva Era. Siendo una persona aberrada, lasciva y torturador de voluntades, abrió más de un millar de expedientes a supuestos sacerdotes y monjas sospechosos de deslealtad. Por ello persiguió a inocentes curas, cerró escuelas y todo el dinero que malamente recababa iba a la cuenta de una joven mujer que era su amante. Cody y Marcinkus eran amigos, no sólo en sus depravaciones, sino que hacían negocios a través del Banco Illinois Continental, de Chicago, y el Banco del Vaticano. Fue cuando ambos planearon que muchos de los fondos del Vaticano debían ser destinados a Polonia, para ayudar a Karol Wojtyla y a Lench Wallesa en su lucha contra la opresión de su pueblo. No obstante, y de antemano, todos los sospechosos implicados en la muerte de Juan Pablo I, veían a futuro que “un Papa polaco no sería obstáculo para seguir con sus negocios sucios”. En 1982, Cody murió y con él la investigación de todos sus crímenes. Jean Villot, Ministro de Relaciones Exteriores del Papa Pablo VI y Secretario Interino del Papa Juan Pablo I. Era tan poderoso, que después del asesinato de Juan Pablo I tuvo el control y mandato de la Iglesia al asumir el papel de chambelán. Su actitud y posterior posición fue considerada sospechosa, ya que fue el mismo Villot quien retiró del dormitorio del Papa los frascos de medicinas, papeles que sostenía en su manos –¿algún borrador de la encíclica Vita Nova?–, los lentes y las pantuflas. Ninguno de esos artículos fueron más nunca vistos y tampoco nadie sabe cuál fue su destino final. Imperturbable ante la muerte del Papa, de quien se decía su amigo, Villot tomó el control total del Vaticano, mintió a la prensa, se opuso a la necesidad de una autopsia y, para contrarrestar todo los comentarios negativos que enseguida se regaron como pólvora, convocó al conclave para elegir lo antes posible al nuevo Papa. La intención de Villot era desviar toda la atención de los feligreses y la prensa sobre la inesperada y súbita muerte de El Papa del los 33 Días. ¿Qué buscaba presurosamente esconder? Villot murió en marzo de 1979 llevándose su secreto a la tumba.

John Dark, entre los involucrados en la persecución y “silenciamiento” de Santiago, era de los pocos que sabía todo eso y mucho, pero muchísimo más. Él conocía, desde hacía tiempo y al detalle, las intrigas que acontecían diariamente en el Vaticano.

Del caso del asesinato de Juan Pablo I y de otros asuntos relativos a las altas jerarquías eclesiásticas estaba bien informado. Desde que conoció al cardenal Nocerino éste lo tenía al tanto sobre los más recientes eventos, ya que el prelado era un obseso perseguidor de la verdad, la cual “no está nada clara”, decía al referirse a la muerte del Papa.

Dark, en realidad, no era lo que aparentaba ser, sino un agente encubierto de los servicios secretos norteamericanos infiltrado en el oscuro mundo de las sotanas y rosarios con la misión de investigar la muerte del Papa y su relación con la Mafia, así como el lavado de dinero proveniente del narcotráfico en bancos norteamericanos.

Fue enviado primero a Roma, después a Ravenna, donde fue puesto a las órdenes del cardenal Nocerino gracias a la colaboración y complicidad de Robert Sutenfordikov, arzobispo de Nueva York, quien lo recomendó ante las más altas autoridades eclesiásticas por pedido expreso de la misma CIA. El padre del arzobispo Sutenfordikov había sido “Agente de línea” del espionaje norteamericano en la Unión Soviética durante la Guerra Fría y condecorado post mortem con la Orden de Gran Soldado.

Toda la documentación de Dark sobre tiempo, cargos y logros dentro del sacerdocio, así como sus servicios en favor de la Iglesia como exorcista, tanto en los Estados Unidos como en varios países islámicos, donde supuestamente desde muy joven había sido destacado como misionero, fue falsificada por los servicios secretos con la intención de mantenerlo muy cerca de los círculos de toma de decisiones de la Santa Sede.

El nombre clave de Dark era Peter Duncan, un agente especial adscrito a la Agencia de Seguridad Nacional (ASN), cuyo cuartel general está enclavado en Fort Meade, Maryland.

La ASN es una agencia compuesta por analistas, ingenieros, físicos, matemáticos, programadores y supersecretos y bien entrenados agentes expertos en investigaciones financieras ligadas a la Mafia y otras organizaciones criminales, así como al narcotráfico y lavado de dinero.

La actividad principal de la ASN, cuyo presupuesto sobrepasa los veintiún mil millones de dólares, es coordinar, dirigir y llevar a cabo actividades altamente especializadas para proteger los servicios secretos de los Estados Unidos y producir información extranjera, provenga de donde provenga, sin excluir el Vaticano. A esa misión había sido asignado John Dark.

Los detalles sobre sus progresos en el Vaticano eran enviados periódicamente al presidente norteamericano, quien de manos de la CIA recibía una carpeta azul con letras labradas en rojo que decían “Top Secret”, en la que se incluía, igualmente, los informes de otra media docena de agencias de espionaje regadas por el mundo.

La CIA coordinaba las actividades confidenciales, consideradas vitales, de Dark. Todos los días, a las 7:30 de la mañana, se le entregaba al presidente norteamericano un resumen de sus informes. Luego que el Jefe de Estado las leía eran inmediatamente destruidos por el agente asignado en llevársela.

Durante la guerra de Afganistán, además de ser capitán de asalto del grupo aerotransportado, Dark también pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa, un buró federal adscrito a las Fuerzas Armadas Norteamericanas que se ocupaba del espionaje y contraespionaje de los miembros más prominentes de la Alianza Norteña, como de las tropas extranjeras asentadas en Kabul, Kandahar, Mazar-i-Sharif y Herat, ya que conocía el pushtu y algo de dari y urdu, idioma este último que hablaban sus aliados paquistanís.

El anciano inválido que se le acercó durante su visita al hospital de Kabul y luego asesinado en las puertas de la Mezquita Azul en Mazar-i-Sharif, era un informante local que trabajaba bajo la protección de la Agencia de Inteligencia de Defensa.

El cardenal Nocerino era pieza clave en las investigaciones de Dark porque conocía, mucho antes de que algunos de ellos muriesen, a todos los sospechosos involucrados en el asesinato de Juan Pablo I. Sabía cómo se movía el ajedrez dentro de la Iglesia. Por ello desechaba, por carecer de seriedad, las versiones que se manejaron, y aún se manejan, en torno a la muerte del Papa de los 33 Días. Sobre ese tema el cardenal se había convertido en un empecinado escéptico. Tan era así, que cuando se refería al asunto, más que hombre de Dios parecía un ateo, ya que los maldecía a todos, incluidos santos, vírgenes y apóstoles.

Debido al perfil que presentaba el cardenal, la ASN movió sus hilos para que Dark estuviese siempre a su lado o lo más cerca que pudiese de él.

Nocerino no conocía la verdadera identidad de Dark, pero se encariñó tanto con él, que le confió varios de sus secretos. Aunque, en verdad, lo hacía más que nada para proteger y resguardar sus investigaciones. No quería llevarse a la tumba todos sus hallazgos, los cuales le costaron años de trabajo y muchas noches de vigilia, sin que se esclareciese el caso del asesinato pontificio. Si llegase a morir antes de concluirlas, otros podrían seguir con sus pesquisas.

Por ello convirtió al ex veterano de Afganistán en su discípulo preferido y depositario de todos sus conocimientos y de los clandestinos arcanos de la Iglesia.

Fue de boca del propio cardenal Nocerino como Dark se enteró de la existencia de Los Justicieros de Dios, secta secreta a la que fue admitido luego de ser sometido durante varios meses a interrogatorios, peligrosas pruebas, tanto de abstinencia, caridad, despiadada crueldad y habilidades en el manejo de armas e ingenio en la tortura.

Durante todas las pruebas, tanto él como sus custodios y jueces, endosaban una fina capucha púrpura de seda que encajaba tan perfectamente en sus rostros como una máscara de hule. La misma tenía un doble propósito. El más importante: ocultar la identidad de sus miembros, pues un pequeño desliz en ese sentido pondría en peligro la hermética sociedad de Los Justicieros de Dios, la cual durante siglos había sido salvaguardada de investigaciones o miradas curiosas por desconocer el mundo de su existencia. El otro, para que durante las pruebas, harto difíciles, la visibilidad de los aspirantes fuese indudablemente perfecta para no minar sus destrezas.

Las demostraciones sobre habilidades físicas se hacían en una especie de pequeño coliseo subterráneo secreto, adonde los aspirantes eran llevados con los ojos vendados en unas camionetas especiales.

Nadie se había acercado tanto a la verdad como John Dark. Aunque en los inicios su misión era desentrañar los enigmas que se ocultaban tras la muerte del Papa Juan Pablo I, sus órdenes fueron cambiadas.

Ahora el misterio de Los Papiros y la persecución de un joven predicador al que la Iglesia había sentenciado a muerte sin juicio previo o cargo aparente, ocupaba toda su atención y prioridad.

Mientras el cisma del cristianismo y los principios de la fe podrían derribarse de un momento a otro, el planeta Tierra, habitado por más seis mil millones de seres humanos, seguía su curso sin desvelo.

Sólo dos personas ajenas a la curia sabían lo que estaba ocurriendo y porqué en el seno de la Iglesia: Santiago, por su divinidad, y Dark, por sus precisas investigaciones.

No obstante, el fatídico secreto que encerraba el papiro signado con la marca 3J3, por el cual murió un Papa y quién sabe cuántas otras personas, únicamente era conocido por muy pocos.


PRÓXIMO MIÉRCOLES CAPS. FINALES - DEL 25 AL 27

Adelanto...
   –En el centro de la marca hay un pez… ¡Un pez! –exclamó Consentino acongojado y aún sin reponerse del impacto que le causo el descubrimiento, agregó–.: Un pez igual al que los antiguos cristianos pintaban en las cuevas donde alababan a Dios…
   – ¿Y la inscripción?… ¿Qué dice la inscripción? –preguntó Serafino fuera de sí.
   –En claro arameo dice: Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola –balbuceó trastornado, Consentino.

martes, 24 de mayo de 2011

EL PAPIRO (CUARTA ENTREGA)


Caps. 16 al 20.




  A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de la novela, la cual forma  parte de la trilogía El Papiro. En total son 287 páginas, divididas en veintisiete capítulos, por lo que la semana final dividiré en dos partes los últimos siete. Al terminar, se editará bajo el mismo procedimiento La estrella perdida y, al finalizar, La ventana de agua, las dos siguientes novelas de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.

SINOPSIS

   Ante el temor de estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina inician la despiadada persecución de un joven predicador. La Santa Sede aprueba la acción porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el propósito de asesinar al predicador. Enigmas, romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde hasta las sombras tiemblan.



16

   Era viernes. Un viernes como cualquier otro en el barrio. La noche comenzaba a tender su manto festivo sobre la ciudad, y el barrio era parte de ella, por lo que desde muchos de los ranchos se escuchaba música de todos los colores y calibres. Los muchachos se contaban cuentos y hacían chistes mientras se tomaban sus mediajarras bien fría o fumaban un pito de marihuana. Los malandrines, algunos recién bañados y vestidos con sus mejores atuendos, se disponían a bajar a la gran ciudad. Para ellos no era el fin de semana, sino el comienzo de una noche de “trabajo” productivo. Los viernes, y los sabían bien, eran los días que conseguían los botines más suculentos, tanto cerca de los bares y restaurantes lujosos, como en las buenas casas de los alrededores del barrio, a las cuales preferían saquear porque si se les presentaba algún inconvenientes o los acosaba la policía, se refugiarían rápidamente en el barrio, donde los gendarmes no entrarían ni que les doblasen su paga mensual.

Ese día, ese viernes que se presagiaba agitado, Santiago no se alejó de su refugio. Había decidido no subir a La Bombilla. Se quedó en casa.

A través de la ventana podía vérsele arrodillado con la cabeza inclinada frente a una cruz artesanal hecha con dos robustas ramas. En el centro tenía trenzado un ramillete de flores lilas y blancas que parecían recién cortadas.

Rezaba abstraído. Tenía los dos brazos entrecruzados en forma de equis sobre el pecho y cada una de las manos ligeramente apoyadas en sus hombros.

Semejaba una imagen etérea. Estaba tan inmóvil, que la distancia cualquiera lo hubiese podido confundir con una estatua de mármol y no con un ser vivo inmerso en profunda oración, a no ser por el insólito evento que estaba por ocurrir.

El dorso de sus blancas manos, en la que se dibujaban con precisión la ruta de las venas, comenzó a teñirse con rosetones que poco a poco se transformaron en manchas de sangre que parecían fluir sin detenerse. Siquiera una gota, sólo sangre viva, germinaba de ellas mientras seguía arrodillado, orando.

En esa posición y con las manos brotadas en sangre, estuvo quieto un tiempo indeterminado. Luego, lentamente, los contornos de su cuerpo se fueron iluminando y comenzó a elevarse del suelo despacio, muy despacio, frente a la cruz, cuyas flores ahora brillaban con destellos vivos, casi humanos. Después, poco a poco, todo se fue tiñendo de blanco, un blanco reluciente y aperlado.

En ese estado de contemplación, nunca hubiese podido imaginar que alguien, desde fuera, lo miraba.

No obstante Raquel, la joven adolescente del barrio La Bombilla estaba allí, observándolo amparada tras una vieja pared de concreto. Hace semanas sabía donde vivía. Una noche, lo siguió junto a Juan, El Remedón, su entrañable amigo del barrio, en el desvencijado cacharro que este había comprado meses antes. Era su tercer intento para conocer dónde se metía Santiago y qué hacía en las noches y, esa vez, al fin tuvo éxito.

Raquel lo observaba con tierna complacencia. Por lo incómodo de su ubicación sólo lograba verle parte de la cabeza, la cual resplandecía. Creyó que era debido al farol que lo alumbraba. Inquieta, estiraba su cuerpo. Hacía esfuerzos para alcanzar a ver un poco más, pero no lo lograba. Sospechaba, al igual que cualquier otra mujer enamorada, que el hombre que amaba en silencio estuviese con otra. Que por eso no había ido esa noche, la noche de un viernes, al barrio.

Las dudas, esas incontrolables imágenes que los sentimientos vierten sobre la razón para turbarla, jamás le hicieron sospechar que el hombre que llevaba paz y sosiego al barrio, estaba sumido en un estado divino, levitando ante sus ojos.

Era evidente que desde hacía tiempo su interés por Santiago no era estrictamente espiritual, sino también femenino. Que cuando la veía, sus ojos no tenían otro camino que su cuerpo. Lo amaba en silencio, un silencio que la ahogaba. Aquel muchacho delgado, de palabras suaves y aterciopeladas, se prendó de tal forma de su corazón, que estaba a punto de desgarrarlo. Todo su ser latía con la energía y pasión de un amor incontrolado.

En su alma había fabricado un nido, pero estaba vacío, porque el pájaro no conocía el rumbo y ella quería revelárselo… Lo idealizaba tanto, que en sueños se veía atrapada en sus brazos, acariciándola con ternura mientras el crepúsculo desvanecía las penas en el horizonte.

En el barrio todos sabían que un amor puro y cristalino había germinado entre la miseria de los ranchos, pero nadie se atrevía a hacer comentarios. No querían herir la inmaculada imagen de Santiago, ni la de la dulce muchacha, a quien todos querían y estimaban mucho. “Se le pasará, son cosas de adolescentes”, decían.

Su ansiedad la arrastraba a hacer locuras, como la de esa tarde, pero no le importaba. Todo valía la pena, si con ello podía conquistar el amor de Santiago. Quería gritar con todo su aliento cuánto lo amaba. Revelarle al mundo las campanas y el coro de ángeles que escuchaban sus oídos apenas lo tenía frente a sus ojos.

Raquel sólo buscaba una señal, una chispa, para revelarle todo su amor… Decirle lo mucho que temblaba su cuerpo y cómo se le oprimía el corazón cuando lo tenía cerca.

Ese amor no correspondido, lejano, la ahogaba. Sólo la ilusión de ser querida algún día por Santiago, la sacaba de su aflicción y le devolvía, por instantes, la paz. Una paz que a veces no podía controlar. Por eso su alocada aventura de ir a espiarlo.

Agobiada por las dudas y el desespero, de no poder alcanzar a ver lo que quería, de no saber con quién estaba o qué hacía, la hizo, impulsivamente, subir por las escalinatas a medio construir que conducían a lo alto de la edificación.

A esa misma hora que Raquel comenzaba subir hacia el refugio de Santiago, en el cerro La Bombilla, confundidos entre la multitud que se había reunido esa noche para escuchar a Santiago, se encontraban Figueroa junto a Basilisco y el comisario Fernando Lisias.

Había más personas que de costumbre porque el predicador había dicho que ese viernes haría importantes anuncios, pero éste no se presentaba. Normalmente Santiago comenzaba sus prédicas a las siete de la noche, pero ya eran cerca de las siete y media y no aparecía. La multitud estaba impaciente y algunos comenzaron a dejar el grupo para regresar a sus ranchos y a sus sempiternos quehaceres.

De pronto una fuerte y bien timbrada voz se escuchó escaleras arriba.

–Jesucristo es la verdad… Es el camino, la verdad y la vida. Y yo, como hijo de Dios he venido a ustedes a dar testimonio de la verdad y alertarlos sobre los próximos acontecimientos… Para eso he nacido y por ello estoy aquí, con ustedes.

Era Santiago, quien bajaba con los brazos juntos en forma de cruz sobre el pecho. Nunca antes había aparecido de esa forma tan teatral e inesperada. Siempre, antes de comenzar sus prédicas, llegaba al lugar de encuentro antes que los demás, tiempo que aprovechaba para conversar con los primeros en arribar. Todos quedaron pasmados. Inmutable Santiago bajó unos cuantos escalones más y se detuvo en el sitio desde donde siempre acostumbraba a dirigirse a los habitantes del cerro.

–Todo el que esté con la verdad en su corazón escuchará mi voz y comprenderá que lo que les digo escrito está… –afirmó luego de un pausado suspiro–. Jesucristo es Dios, un Dios que por amor a nosotros se hizo hombre. Su misión era y será siempre la de sacarnos del error y del pecado, para luego perdonarnos y llevarnos junto a Él para que disfrutemos de la vida eterna... –precisó.

Los que se habían alejado, regresaron. Los de los ranchos cercanos, que pensaban escuchar sus palabras desde el interior de las casas, salieron. El grupo se fue haciendo poco a poco más grande y compacto.

–Para que disfrutemos de la vida eterna, para que eso suceda –repitió haciendo sobrevolar la mirada sobre los presentes–, hay que escuchar a Dios y abrir el corazón para que Él entre en ustedes. Y recuerden... Y nunca lo olviden, amigos míos, que Jesús nos salvó… Salvó a los hombres, amando y obedeciendo al Padre en todo. Su compromiso en la tierra lo llevó a entregar su vida por amor... Sufrió y murió en la cruz por nuestros pecados… ¡Por esta cruz!... –exclamó extendiendo los brazos hacia los lados, en forma de Cristo.

De pronto calló. El silencio se hizo prolongado, pero dulce. La multitud esperó absorta, sin hablar. Siquiera un suspiro se escuchó en el barrio. Todos lo observaban atentos. Con esfuerzo y sin pronunciar siquiera una sílaba, Santiago inclinó el cuerpo hacia adelante. Sus torpes movimientos hacían presumir que algo muy pesado, pero imperceptible al ojo humano, cargaba sobre su espalda.

Profusas gotas de sudor invadieron la frente de aquel joven que se había convertido en líder espiritual del barrio. Tambaleante, trató de dar unos pasos hacia el borde de las escalinatas, pero no pudo. Se notaba muy fatigado. Con dificultad alzó el rostro, que hasta ese momento apuntaba al suelo, y su semblante irradió un sufrimiento indescriptible.

– ¡Por esta cruz!... ¡Por esta!... ¡Cristo murió por esta cruz! –repitió desconsolado, mientras movía una de las piernas hacia adelante para recobrar el equilibrio.

Con mofa Figueroa y sus acompañantes se miraron burlones. Era una forma de disfrazar su confusión. Habían sido estremecidos, no tanto por las palabras del joven, sino por la inesperada escena y la extraña sudoración del predicador.

Sin darle mayor explicación a aquella unción espiritual que acababan de presenciar, cada uno comenzó a examinar minuciosamente a Santiago, el lugar donde estaban y el tipo de personas que asistían a sus prédicas, único motivo que los había llevado hasta lo alto del cerro esa noche.

–Ese muchacho está perdiendo el tiempo hablando de Dios. –rompió mordaz el silencio Fernando Lisias–. Eso no da dividendos. Si con esa pasta de líder, ese carisma que tiene, se hubiese metido a político, ya estaría bien enchufado en el alto gobierno.

–Vinimos a otra cosa y me parece estúpido que distraigamos nuestra atención en tonterías –recriminó tenso Basilisco, haciendo gala de su mal humor y talante infernal.

– ¡Tranquilízate, chamo!… Esto es pan comido. A ese muchacho me lo llevo yo con una sola mano –puntualizó Ferrnando a fin de serenar a su impaciente amigo.

–Es verdad, hijo. Tiene razón. Si perdemos la calma, toda esta gente se nos vendrá encima... Esperaremos el momento preciso y cuando el comisario lo indique actuaremos –recomendó Figueroa casi susurrándole al oído en tono conciliador.

–Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres, decía San Mateo y tenía razón… ¡Mucha razón!... –sentenció Santiago–. En esas palabras no hay ningún enigma, sino el anuncio de la venida del hombre, de nuestro Dios –precisó tajante y calló.

Al oírlas Figueroa se estremeció de pies a cabeza. Comenzó a temblar epilépticamente y sintió como un frío mortuorio recorría cada centímetro de su cuerpo. Segundos después, tal como vino, el temblor desapareció. Cuando pensó que el peligro había sido conjurado, que el malestar experimentado se debía a una súbita baja de tensión y que sus signos vitales estaban reestableciéndose rápidamente, fue sorprendido por un sofocante calor. Sus poros, los millones de ellos que se juntaban milímetro a milímetro en los espacios de su piel, se abrieron descomunalmente empapándole la ropa. El corazón se le aceleró de tal forma que creyó que un infarto estaba a punto de hacerlo estallar. Aterrado, levantó los ojos en busca de ayuda y se encontró con los de Santiago, quien lo miraba fijamente. En ese instante las pupilas del médico se tiñeron de horror al ver a poco centímetros de su nariz, como si se tratase de la proyección de una película en cámara rápida, las escenas del momento que masacró al neonato en San Felipe y el instante en que arrojó el cuerpecito del bebé en la zamurera para que los buitres carroñeros se lo comieran.

El silencio de Santiago fue breve, no así el terror y la angustia de Figueroa. El predicador desató sus ojos de los del médico e imperturbable prosiguió con el sermón.

–No pretendo ser apocalíptico, pero ya se están viendo las señales cósmicas que precederán la llegada del final de los tiempos… Reflexionen sobre lo que les voy a decir. Escuchen bien, porque aunque estas palabras salgan de mi boca, no son de mi invención –anunció. Luego, en tono profético, señaló–: Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la Tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Él enviará a sus ángeles con sonoras trompetas y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro…

Santiago inclinó la cabeza y volvió a callar. Dejó volar entre los fieles el mensaje que acababa de transmitir, aunque sabía que esas alegorías no podían ser absorbidas en toda la profundidad que el hubiese querido por los humildes moradores del barrio.

Figueroa, intranquilo, trataba de secarse con un ridículo pañuelo de cuadros verdes el copioso sudor que no cesaba de manarle de la frente. Todavía confuso por lo que le había ocurrido, no comprendía el interés de Serafino por aquel muchacho que parecía inofensivo. Sus sermones no representaban peligro para nadie y mucho menos para “la Iglesia, su poder y ramificaciones”. Pensó que el prior de la misión exageraba o, en el peor de los casos, comenzaba a tener los primeros síntomas de Alzheimer. “La edad lo ha convertido en un viejo paranoico que ve demonios hasta en la sopa”, se dijo a si mismo.

En el cerro la multitud permanecía expectante. Quería escuchar de boca de Santiago los importantes anuncios que había prometido, pero estos no llegaban.

Sereno, el predicador retomó la palabra.

–Aprendan de la parábola de la higuera que dice: Cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca… Así también ustedes, cuando vean que lo que les digo se avecina, sabrán que Él, El Omnipotente, el Dios del cielo y la tierra, está cerca.

Santiago no estaba hablando por hablar, ni recitando frases inconexas o proverbios extraídos al azar de la Biblia. No, trataba de alertar a la muchedumbre sobre lo que pronto devendría, aunque para ello citaba párrafos de Las Sagradas Escrituras. No podía revelar con palabras llanas lo que sabía, lo que por designio divino conocía, ya que habría causado un gran pánico y desconcierto.


 
  Sin hacer el más mínimo ruido Raquel subió por las derruidas escaleras. Cuando se encontró frente a la puerta del apartamento de Santiago no sabía qué hacer. Dudaba. Se debatía entre tocar o dar media vuelta atrás e irse. Su indecisión se disipó al golpear instintivamente la madera con sus frágiles nudillos.

Esperó. No obtuvo respuesta. Segundos después volvió a tocar, pero con mayor fuerza e insistencia. Aguzó los oídos para percibir cualquier ruido que viniese del interior y aguardó callada. Nada, nadie contestaba. Intranquila, porque sabía que Santiago estaba ahí, volvió a hacerlo, pero esta vez en forma impertinente y decidida. De pronto, desde adentro el silencio fue roto por una interrogante.

– ¿Quién es?

– ¡Soy yo, Raquel! –afirmó tímidamente la joven.

– ¿Raquel?... –se escuchó con asombro desde el fondo del apartamento–. ¿Qué haces aquí?… ¿Cómo supiste dónde vivía? –preguntó mientras abría la pequeña puerta de par en par.

–Discúlpame, Santiago, pero necesitaba verte –refirió al tenerlo frente a ella.

El predicador tenía la camisa ligeramente desabrochada, dejando al descubierto los incipientes vellos castaños de su pecho.

– ¡Pasa y cuéntame!... ¿Qué sucede? –inquirió afectuoso mientras abotonaba con premura la camisa.

–No, no es nada… Perdóname que haya venido a molestarte… Tenía un presentimiento y quería saber si estabas bien… Que nada malo te había ocurrido –argumentó mintiendo a fin de disculpar su presencia.

–Todo está bien Raquel. Pero cómo te enteraste que vivía aquí.

–Disculpa… ¡Qué locura!... Bueno, una vez te seguí con Juan, un amigo mío del barrio… Tú lo conoces –expresó meciendo apenada la cabeza–. Fue una estupidez… Una niñería... Vine porque creí que estabas en peligro –concluyó para justificarse.

–Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no hoy, querida amiga… Todo acabará por el bien de la humanidad –aseveró sereno.

– ¿Queeeé?... ¿Qué dices?... –soltó abriendo de par en par sus espléndidos ojos azules–. Entonces tenemos que… –intempestivamente se contuvo al ver que las manos de Santiago estaban vendadas–. ¿Qué te pasó?... ¿Quién te hizo daño? –preguntó.

–No es nada…Nadie me lastimó… Sólo son unos rasguños… Estuve trabajando en la moto y tuve un pequeño accidente, pero pronto estaré bien –refirió con disimulo sin saber dónde esconder las manos.

–No me mientas, por favor… Lo de tus manos te lo creo, pero, por Dios, dime quién te quiere hacer daño… ¡Dímelo, porque quiero ayudarte!… En el cerro hay mucha gente que daría la vida por ti –afirmó maternalmente.

–Gracias amiga, pero no hay nada que se pueda hacer ni nada que pueda evitarse –respondió tranquilo–. Sólo debo esperar la voluntad de Dios… Él sabrá qué hacer conmigo… –precisó metiendo las manos en los bolsillos del pantalón a fin de ocultarlas–. Es su voluntad, yo sólo soy su instrumento –concluyó.

Raquel lo escrutó de arriba a abajo. Tan aguda fue su mirada, que Santiago bajó la cabeza. Después la fue subiendo lentamente y fijó los ojos en un punto neutro de la pared.

–Mis acciones no son mías, sino de Dios y su amor es mi amor… Es el amor del mundo el que habla…– afirmó como si estuviese distante, fuera de la presencia de de cualquier otra persona.

Raquel no podía contener los nervios, pero asintió moviendo la cabeza, como si entendiese lo que decía, aunque estaba totalmente perdida.

Al terminar la última frase, Santiago repentinamente entró en una especie de trance espiritual y comenzó a recitar en voz suave, casi en susurro, pero con tal claridad que cada una de sus palabras parecían desprenderse del cielo.

–Si yo hablase lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o como címbalo que retiñe… Y si tuviese el don de la profecía y entendiese todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy…Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve… El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido. No busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. No se goza de la injusticia, más se goza de la verdad… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…

Por momentos Raquel creyó que Santiago había enloquecido. Trató de interrumpirlo, pero sus esfuerzos fueron vanos. Se echó sobre el viejo sillón que había en la sala y no le quedó más remedio que escucharlo. De la incredulidad pasó al embeleso al oír aquellas palabras que salían de su boca.

–El amor nunca deja de ser, pero las profecías se acabarán y cesarán las lenguas y la ciencia acabará… Porque en parte conocemos y en parte profetizamos, más cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte acabará… Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño… Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido… Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor –finalizó con un suspiro.

Al concluir Santiago quedó inmóvil. Su mirada seguía fija en el mismo lugar de la pared donde minutos antes la había hundido. Su rostro reflejaba una paz indescriptible.

– ¡Aquí estoy!... ¡Epa!... ¡En el sofá!… –exclamó la joven agitando las manos para recordarle su presencia.

– ¡Lo siento, Raquel!… Estaba pensando en otra cosa y de repente me distraje.

– Lo sé… ¡Me di cuenta!... De eso no me queda la menor duda porque hasta te olvidaste que estaba aquí…–dijo sonriéndole.

Raquel no se molestó en preguntarle el porqué de su súbita abstracción.

Era evidente que por la experiencia vivida antes de que ella llegase, el predicador había entrado en un profundo éxtasis, en un desdoblamiento, por lo que declamó con santa devoción el capítulo trece de la primera epístola de San Pablo a Los Corintios.

Después de aquello Raquel quedó totalmente convencida de que Santiago era una persona diferente y muy especial. Como un ángel enviado por Dios para aplacar las aflicciones y angustias de los pobres del barrio. Además, ella lo amaba tan intensamente, que nunca hubiese percibido nada malo en sus acciones. Todo lo que hacía estaba bien y su comportamiento no necesitaba explicación o razón alguna para ella.


17


A la misma hora que Raquel conversaba con Santiago en el refugio del Alto Hatillo, a unos diez kilómetros de distancia de donde se encontraban, Figueroa, Basilisco y el comisario Fernando Lisias, no daban crédito a lo que acababan de ver en lo alto del cerro La Bombilla: El mismo Santiago, que hasta hace sólo instantes estaba frente a ellos pronunciando un sermón, desapareció como por arte de magia.

Todo sucedió en instantes, al mejor estilo de los grandes magos. Moradores y extraños presenciaron atónitos como, en un parpadeo, el predicador se evaporó ante sus propias narices.

Estupefactos, los más jóvenes se dividieron en pequeños grupos y comenzaron a buscarlo. Aunque el barrio es grande y con muchos escondrijos, era difícil moverse entre sus veredas sin ser notado. Allí hasta las sombras tenían ojos. Los más acuciosos escudriñaron en cada recoveco posible donde podría haberse escondido. Preguntaron aquí y allá, pero nadie supo decirles dónde estaba o qué había pasado con Santiago. El suceso tomó tan de sorpresa a los habitantes del cerro, que muchos, más que todo las ancianas, se retiraron a sus viviendas a rezar. Los muchachos, los que todavía no habían cumplido los nueve o diez años, asumieron la cuestión deportivamente y empezaron a tejer las más disparatadas conjeturas y hacer chistes sobre lo ocurrido.

No hubo humo ni bambalinas o magia blanca o negra detrás del escenario. Santiago, que momentos antes estaba pronunciando el sermón en un rincón de las escalinatas, de pronto se esfumó.

John Dark, por instrucciones recibidas desde la Misión, también estaba esa noche en el cerro La Bombilla. Fue otro de los testigos de la desaparición.

El veterano ex capitán no se sentía desorientado. Después de las penurias sufridas en Afganistán ya nada podría espantarlo. Hace tiempo que había perdido toda capacidad de asombro. En su mente tenía una sola idea: atrapar al tal Santiago. “He viajado desde tan lejos para cumplir con un encargo y no habrá nada ni nadie en el mundo que me detenga, menos un simple juego de prestidigitación”, se decía mentalmente.

Entendía que su misión como Justiciero de Dios era sagrada. Que era un monje guerrero y que debía cumplir, lo antes posible, con el divino y secreto compromiso que le había sido confiado.

Aunque no se quebraba ante ningún peligro o misión por más dura que esta fuese, Dark tenía un lado oscuro. Un secreto que le era difícil controlar, y que él, más que ninguna otra persona en el mundo, lo sabía: dependía del alcohol. Era un enfermo, un alcohólico que a veces no podía dominar el diablo que vivía dentro de cada copa.

Durante toda su vida manejó a la perfección las situaciones más difíciles, tanto en combate como en la sociedad civil, pero en ocasiones el alcohol se convertía en su oponente más letal. No obstante, tenía a su favor que en más de una oportunidad, cuando se lo proponía, dejaba de beber por varios meses…Su haraquiri mental consistía en una desintoxicación espontánea, por muy dolorosa que fuese. Buscaba la sobriedad y al alcanzarla la cumplía con rigidez militar en las sombras de su propia conciencia. Era una forma de autocontrol, de decirse a sí mismo que aún estaba vivo.

Al salir del barrio, pese a no haber adelantado ni un milímetro en la misión encomendada, se sentía satisfecho. Por ello se concedió un momento de relax y se instaló en la barra del Tamanaco, hotel donde había decidido permanecer algunos días más.

En la turbulencia de su mente planificaba, entre tragos y tragos, la forma y el momento en que debería capturar a Santiago y cómo se las arreglaría para llevarlo, de acuerdo a las órdenes recibidas de Ravenna, ante la presencia del abad y los monjes de San Felipe.

Ignoraba que tenía competidores, aunque esa misma noche estuvieron sólo a unos pasos de él. Una cosa segura tenía entre cejas y cejas: “A ese conejo me lo llevó mansito al monasterio capuchino. Ese triunfo nadie podrá arrebatármelo”, se decía.

Mientras sorbía en silencio su séptimo whisky, pensaba que el mundo en el que vivía era transitorio y la vida del hombre efímera, tal como el vuelo de un ave que en instantes rasga el cielo libre, feliz y al otro, antes de llegar al nido, podría caer muerto y sin saber porqué.

En el fondo de su alma atormentada, estaba plenamente convencido de que la vida definitiva, pura y real, se alcanzaba complaciendo la voluntad de Dios, y que, como recompensa, El Señor lo trasladaría a un paraje infinito donde no habría más dolor, ni llanto, ni enfermedad, pues la muerte habría sido vencida definitivamente y que él, John Dark, aunque no conocía el motivo, ni el porqué, debía someter y asesinar, si era preciso, a Santiago. Creía, firmemente, que era un elegido, El Sagrado Elegido, que cumplía un designo divino y que con su acción ganaría el perdón eterno y el tan añorado y misterioso paraíso.



18


Un vendaval que amenazaba a lluvia azotaba los predios de la Misión.

En un pequeño dormitorio ubicado en el fondo del monasterio, Lucindo, recostado cuan largo era en un rústico catre de hierro, fumaba despreocupado el cigarrillo que había encendido momentos antes.

Al notar que la manija de la pesada puerta de madera giraba, botó la colilla al suelo y esperó a que la puerta se abriese.

Segundos después, como una sombra apareció debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.

No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró y tras él aseguró con llave la puerta.

Los dos monjes se miraron y en silencio recorrieron con la vista sus cuerpos.

Lucindo deshizo su posición inicial, se incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al descubierto medio cuerpo.

Ni una señal. Los dos monjes sólo se entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.

Con impaciente lascivia reflejada en el rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso pantalón de gamuza color verde oliva.

Pasados algunos instantes, lentamente, como si se tratase de un ritual, descorrió la cremallera del pantalón sin apartar la vista de la protuberancia que de ella asomaba. Cuando estuvo totalmente abierta, metió la mano en su intimidad, tomó el miembro erecto del jorobado monje y se lo llevó a la boca.

Instantes de silencio monacal. A los pocos minutos se escucharon jadeos y suspiros secos de placer, hasta que Lucindo se vino y Serafino englutió en su boca el caliente semen de su compañero de votos.

Afuera la tormenta ya había tomado cuerpo. Rayos y relámpagos tronaban en el oscuro cielo, el cual parecía querer partirse en mil pedazos.

Todavía jadeante, el viejo prior de la Misión se tendió del lado contrario del lecho. Lucindo se incorporó, tomó la caja de cigarrillos que estaba sobre una rústica mesita de madera y encendió dos. Se acercó a Serafino y le puso uno entre los labios.

– ¿Has sabido algo del Justiciero? –preguntó tirando la cerilla al suelo.

– ¡Nada!… Espero que ese demente se comunique pronto conmigo –dijo después de exhalar una gran bocanada de humo.

Allí, como dos amantes furtivos, permanecieron conversando unos quince minutos más. Hablaron de la forma como debían dirigir el interrogatorio de Santiago al tenerlo entre sus manos y quiénes podían estar presentes cuando se diese el momento.

Recuperado de la fatiga, Serafino se incorporó de la cama, se acarició el estómago y le sonrió a Lucindo.

– ¡Vamos!… Hay muchas cosas que hacer –expresó y ambos salieron asegurando tras ellos la puerta de la celda con un candado.

En la noche la tormenta había desencadenado toda su furia. La calma reinante en la Misión sólo era rota por el sonido del agua que presurosa corría por los drenajes del techo para bajar y estrellarse con estrepitosa violencia sobre las viejas baldosas de terracota del patio trasero.

Serafino dormitaba en la mecedora de su despacho cuando escuchó el insistente repiqueteo del teléfono.

Con hastío se incorporó y fue a atender la llamada.

Era John Dark totalmente borracho. Solicitaba su aprobación para matar a Santiago en caso de que fracasase en su intento de llevarlo con vida a la Misión.

Serafino encolerizó. Le prohibió terminantemente hacerlo. Le dijo que antes él y los otros monjes debían interrogarlo y examinar minuciosamente su cuerpo. No obstante, para tranquilizarlo, le aseguró que, de comprobarse lo que sospechaba, podría hacerlo después, cómo y dónde quisiese, siempre y cuando no dejase ningún rastro que involucrase a la Misión.

Antes de colgar, el prior le rogó que no volviese a llamarlo en las condiciones que estaba, de otra forma elevaría una queja ante sus superiores en Italia. Le recordó la extremada confidencialidad del asunto, cosa que el monje-guerrero sabía de sobra, y que su importancia iba más allá de la vida o la muerte, porque de ello dependía la subsistencia de la Iglesia Católica.

Al escuchar las recomendaciones, John, debido a su estado etílico, soltó una grotesca carcajada.

–Dios es mi guía y nadie podrá destruir a mi Iglesia, porque yo vine aquí a instancias del Señor y El Señor me dio la espada para acabar con todo impío que camine sobre la faz de la tierra –recitó con voz firme, sin titubeos y dominio absoluto de su voz pese a la borrachera, algo que seguramente había aprendido durante su estancia en Roma.

–Pero a este no lo matarás, ¿de acuerdo?... ¡Te lo prohíbo! –censuró el monje.

–No ahora, quizás después, o cuando Dios me lo ordene –afirmó Dark, pero esta vez con voz engolada.

Para dar por terminada la espinosa conversación, Serafino consintió a regañadientes y colgó el auricular con disgusto.

Comenzaba a dudar sobre las destrezas y cordura del Justiciero de Dios que le enviaron, pero debía resignarse. No tenía alternativas, aunque, bajo la sotana, guardaba otro as: Figueroa.

Pese a que el torpe médico había acabado con la única prueba tangible que habría podido tener en sus manos después de tantos años de intensa búsqueda, el monje confiaba en su astucia y malicia. Él podría ser la carta de triunfo en caso de que el Justiciero fallase. Conocía el terreno que pisaba y a su gente, aval suficiente para triunfar en tierras pobladas de picardía y desconfianza.

Mientras Serafino permanecía enfrascado en sus reflexiones balanceándose otra vez en la mecedora, el padre Agustín, el más viejo de la Misión, bruscamente abrió la puerta y entró al despacho clerical.

–Prior, estuve meditando mucho todas estas noches, y al releer a Mateo me di cuenta de muchas cosas que, todavía a mi edad, no había comparado con la actualidad presente –expresó con agitación.

– ¡Dime!... ¿Qué es lo que te inquieta ahora? –preguntó arrogante el Superior.

–Cuando Mateo relata: “Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán”, podría significar que el tal Santiago que usted y nosotros perseguimos podría ser un anticristo, un hijo de Satán ¿Es eso correcto?

–Totalmente cierto, amigo mío. Más aún cuando Mateo prosigue: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras. Mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca pero aun no es el fin, porque se levantará nación contra nación y reino contra reino, habrá pestes y hambre y terremotos en diferentes lugares”… ¿Y no es eso lo que está ocurriendo en todo el mundo, padre Agustín?... ¿Y usted todavía lo duda?

–No me hable usted de dudas a mi, que si las tengo y muchas, pero entre ellas jamás la de la eterna gracia y misericordia del Señor. Pero sí dudo sobre la presunta peligrosidad del joven Santiago… ¿Qué le hace a usted presumir que es algo diabólico?

–Ya que hablas de Mateo, recuerda que él dijo que “muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos, y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”… ¡Cómo el de usted, padre Agustín!... No lo entiendo, ¿a su edad y aún dudando?... ¡Por favor!

– ¡No!, no dudo de Dios, prior, sino de las intenciones de usted –refutó Agustín imperturbable y preciso.

– ¡Cómo se atreve, padre Agustín!... –respondió exaltado el Superior–. Lo perdono por su senilidad. Sin embargo, por su atrevimiento lo confino a tres días de oración, ayuno y encierro en su celda y con una sola ración de pan y agua al día… ¡Qué Dios purifique tu alma!

Terminada la última frase Serafino hizo resonar una estridente campanilla de bronce que estaba sobre su escritorio.

Dos monjes entraron presurosos al despacho. Con un ademán indicó que sacasen al padre Agustín.

– ¡Acompáñenlo a su celda, aseguren bien la puerta y tráiganme de vuelta la llave! –ordenó.

Agustín lo miró desorientado. No entendía qué cosa tan grave había dicho o cometido para desatar esa repentina ira en el prior, no obstante aceptó el castigo.

–Usted nos miente a todos… Está ocultando algo… Pero, juro por Dios, que lo averiguaré –sentenció antes de salir.

– ¡Bah!... ¡Sáquenlo! –escupió con despreció incorporándose con arrebato de la mecedora.

La personalidad turbada y sádica de Serafino estaba muy acorde con su hedonismo, el cual no lo percibía desde la óptica de Eudoxo de Cnido, quien a principios del siglo IV a.C. consideraba que el placer era el bien supremo de todos los seres. Aunque Eudoxo se refería al placer a la vida, a la belleza en sí misma y al placer de amar al amor con pureza infinita para obtener la felicidad.

Pero, por sus desviaciones, a fin de justificar lo glotón y depravado que era, Serafino lo interpretaba con errónea malicia desde el punto de vista de Epicuro de Samos.

Para el prior de la Misión, la presencia del placer era sinónimo de ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción, como el hambre, la tensión sexual o el aburrimiento. Por ello su relación sodomita con Lucindo, ya que pensaba que “ningún placer era malo en sí mismo”.

A veces, durante los momentos de intimidad con Lucindo, le decía: “Yo no sé cómo se puede concebir lo bueno si eliminamos los deleites del paladar y los placeres del amor, o los del oído y las emociones confortantes causadas por la visión. ¡Eso sería como eliminar el placer de querer y amar a Dios!”.

Para justificar su aberración Serafino evadía pensar conscientemente que en la realidad las situaciones que producen algunos placeres conllevan a alteraciones que muchas veces son mayores que los mismos placeres, como la locura, pérdida total de la razón y los principios más elementales de la moral y la vida, tal como se hallaban él y Lucindo.


19


Después de estar con Santiago en el Alto Hatillo hasta muy entrada la noche, Raquel regresó a La Bombilla.

Mientras avanzaba por el sombrío sendero que conduce a lo profundo del barrio, notó un alboroto poco común. Ávida por saber qué estaba pasando, apuró el paso y comenzó a subir de dos en dos los inclinados escalones.

Entre un grupo distinguió a Juan, El Remedón, que estaba junto a otros jóvenes de su misma edad. A paso veloz se dirigió hacia ellos.

Al verla los muchachos corrieron a recibirla y virtualmente la aturdieron. Cada uno quería contarle lo acontecido en el barrio, pero hablaban tan atropelladamente, que Raquel no lograba comprender nada.

–Un momento –atajó–. Vamos a organizarnos y comiencen a hablar uno por uno, porque, en verdad, no entiendo lo que me están diciendo... Empieza tú, Juan –pidió señalándolo con el dedo.

Desordenadamente y con su característica forma de hablar, Juan le narró la forma cómo desapareció El Iluminado ante la presencia de todo el mundo.

–Yo estaba muy cerca, Raquel… Tú sabes que siempre me acomodo en el piso, a unos pasos de donde El predicador comienza a hablar… ¡Lo vi todo clarito!... ¡Bien clarito! –concluyó el muchacho.

Después, casi como si se tratase de una copia al carbón, un desgarbado negrito de ojos saltones daba su versión, aunque la dibujó de macabro terror. Al finalizar le tocó el turno a otro, y después a otro. Todos los relatos eran confusos y absurdos. Cada quien le ponía su pizca de fantasía al suceso, por lo que pronto atontaron a la pobre muchacha.

– ¡Basta, ya entendí!… –los contuvo molesta–. ¡Eso no puede ser!... Es imposible porque yo estaba…

– ¡Claro qué fue posible!… Ocurrió a mi ladito, Raquel… ¡Nunca había visto una vaina como esa! –refirió todavía perplejo Juan.

–Eso fue así: ¡puffff! –dijo expeliendo de su boca aire con fuerza otro de los muchachos, y haciendo con sus manos movimientos aerodinámicos como si se tratase de un acto de magia, agregó–: y el carajo ya no estaba… ¡Se esfumó!

– ¡No le digas carajo!... ¡No te lo permito! –recriminó Raquel.

– ¡Coño!, no te pongas así… Es una forma de decir… Tú sabes que lo queremos que jode…

–Es verdad –ratificó El Remedón saliendo en defensa de su amigo–. Yo a veces lo veo como si fuese mi hermano mayor, aunque no tengo hermanos… Bueno, como a mi padre, que tampoco se quién carajo es… Bueno… ¿Tú entiendes, verdad?...

– ¡No!, no te entiendo Juan, y a veces me das vergüenza… Y, por favor, no vuelvas a decir groserías delante de mí… ¡Respétame! –reprochó molesta, pero con dulzura la joven.

– ¡Está bien!... Está bien, discúlpame… Te voy a decir la verdad, pero no se vayan a reír –pidió Juan dirigiéndose a todos los del grupo–. ¡Lo veo como a un santo, coño! –afirmó radiante, con los ojos brillando de dicha.

Raquel le dirigió una mirada rabiosa por la grosería que había vuelto a decir, pero pronto la borró de su rostro. La afirmación de su amigo la había enternecido de tal manera que sus labios esbozaron una placentera sonrisa.

–No eres el único, Juan. Yo, al igual que muchos otros, lo vemos así. No te apenes en decirlo… Todos sabemos que es casi un santo…Un verdadero santo –concluyó convencida, expresando, tal como lo hizo Juan, su pensamiento más profundo.

–Yo creo que es más que eso –discrepó Juan moviendo la cabeza–. ¡Pa’mí es un Dios! –insistió.

– ¡Ay, no!… –exclamó Raquel–. Eso es imposible… Es tan joven que no podría ser un Dios… Prefiero que sea un hombre espiritual, aunque con dones divinos… Pero no, por favor, un Dios ¡no!

Raquel pensaba como mujer. Una mujer profundamente enamorada. En su corazón la idea de que Santiago fuese un Dios le aterraba. No concordaba con sus deseos femeninos. Le bastaba con que fuese un predicador bien parecido, un hombre misericordioso, dulce y hasta milagroso, pero hasta ahí. Eso era más que suficiente. Lo quería como a un ser humano de carne y huesos, al que pudiese tocar y palpar, pero nunca como a un Dios.

Después de hablar con Juan y los muchachos, Raquel se acercó a otros vecinos. Le contaron la misma historia. Algunas versiones eran más exageradas que otras, pero el denominador común siempre era el mismo: la desaparición mágica de Santiago frente a todo el barrio.

Raquel se quedó un buen rato charlando con ellos. Al percatarse de la hora, de lo tarde que se le había hecho, se disculpó y en largas zancadas fue hacia su rancho.

Al entrar su madre, Doña Ruth, estaba de espaldas, frente a una cocinilla de gas. Recalentaba un café con leche en una ollita que, por las magulladuras que tenía, parecía haber sobrevivido a las más horrendas calamidades.

– ¡Hola, ma’! –saludó con afecto.

– ¡Muchacha!... ¿Dónde te habías metido?… Estaba bien preocupada… –afirmó con un suspiro de alivio al verla.

–Después te cuento, ma’ –respondió cerrando suavemente la puerta del rancho, confeccionada con pedazos de cartón piedra de diferentes tamaños y colores y sus bordes burdamente reforzados con tiras de hojalata para que pudiese resistir un poco más antes de que el tiempo la derrumbase.

–Estoy recalentando un cafecito… ¿Quieres un poquito, mija? –indagó con maternal cariño. Enseguida agregó –: ¿Cenaste?... ¿Quieres que te prepare una arepita?... En el refrigerador hay masa y en un momentico te la pongo a freí pá que te la comas calientica– dijo afectuosa.

–No, ma’… Gracias, pero no tengo hambre.

– ¡Tienes qué comé mija!... Si sigues así va a desaparecé –insistió Doña Ruth a fin de persuadirla.

–Ya comí ma’ –se excusó mintiendo a fin de que su madre no perseverase más, tal como solía hacerlo.

El cerebro de Raquel estaba por estallar con lo que le habían contado sobre Santiago. Pensaba en todo, menos en comer. Su apetito lo había centrado en otro bocadillo. El de su amor solitario, que con tanto celo atesoraba en su corazón de joven e inocente adolescente.

–Cuéntame, ¿qué pasó por aquí mientras no estaba? –preguntó desentendida a su madre a ver si le decía algo sobre la desaparición.

Necesitaba con ansias que le desmintiesen todo lo que había escuchado, que el asunto de Santiago era sólo un invento estúpido de la gente del barrio. Una fantasía. Que al que vieron esfumarse fue otra persona. Que era imposible que fuese Santiago, porque a esa misma hora ella estaba con él en El Alto Hatillo. Nadie mejor que su madre podría darle una versión clara de lo ocurrido en el barrio.

– ¡Ay, mijita, muchas cosas!… ¿Ya te dijeron lo del Iluminado?

–Si, ma’ –asintió Raquel–. Pero no les creo nada…

–Pero fue verdá, mija… Yo estaba ahí –aseveró–. Fue algo raro, milagroso, creo yo…

–Si tú lo viste, a ti te creo ma’… –respondió la muchacha resignada, pero más confundida que al principio, ya que esperaba otra respuesta de su madre.

– ¿A qué hora fue eso?… ¿A qué hora, supuestamente –dijo deletreando las palabras– se “esfumó” Santiago?

–Nada de supuestamente, mija… Yo lo vi con mis propios ojos –expresó señalándose ambos con los dedos índices–. Fue a eso de la siete y media, si este relojito que me regalaste el Día de las Madres todavía dice la verdá… Estoy segura, porque al ratico una vecina me preguntó la hora y...

– ¡Claro que está bueno má!... Me costó unos cuantos riales y es de buena marca –interrumpió para disimular el pasmo que sintió cuando su madre le puntualizó la hora.

–Por ahí andan diciendo que unos extraños estuvieron escuchando a Santiago... Que eran personas malas y que uno de ellos era policía… De la secreta, de la matagente –manifestó Doña Ruth extendiéndole un tazón repleto de café con leche.

–Pero, ¿cómo pueden estar tan seguros de que eran personas malas?…Yo no entiendo, ma’.

–Bueno, mija, por la actitud... Yo no los vi, tampoco sé quiénes son, pero la gente del barrio sabe de esas cosas y los tiene “fichados” por si vuelven a aparecé por aquí.

Antes y después de la hora señalada por Doña Ruth y hasta pasadas las nueve y media de la noche, Raquel charlaba con Santiago en su refugio del Alto Hatillo, muy distante del cerro. La muchacha no entendía cómo podría haber estado en dos sitios al mismo tiempo.

Navegaba en un mar de confusiones. Los pensamientos le laceraban la mente. En busca de una explicación lógica, de pronto le vino la idea de que la persona que había desaparecido podría haber sido un doble, un hermano gemelo de Santiago, pero enseguida la desechó. Era muy difícil que un doble o dos hermanos, por más gemelos que fuesen, tuviesen la misma vocación católica y fuerza espiritual. Además, Santiago le había dicho que aborrecía la mentira, porque era la contraseña del diablo.

No hallaba la forma de decirle a su madre que todo ese asunto no pudo haber sucedido porque a la hora que decían que ocurrió la desaparición, ella estaba con Santiago en su casa. Que estuvieron juntos, conversando hasta tarde, y que ninguno de los dos se movió del lugar… “¿Era realmente tan tarde?”, se interrogó mentalmente, pero enseguida concluyó: “Deben haberse equivocado en cuanto a la hora”. Tratando de convencerse a sí misma de que así había sido puso, de momento, punto final al asunto de la “desaparición”. Insistir era enloquecer.

– ¡Estoy muy cansada, má! –afirmó bostezando a fin de cortar la conversación con su progenitora.

Bien, mija… Vete a dormí, porque mañana tengo un día pa’ locos… Si supieras… ¡Mejó ni te cuento!... Sucedió que…

– ¡No, ahora!...Ahora no, má… No me cuentes nada… –atajó Raquel intuyendo que le vendría, tal como lo hacía siempre, con otro de sus largos y pesarosos cuentos.

–Esta bien hijita. Lo dejaremos para mañana…

–Anda a dormir má… Te ves más molida que yo… Anda, y mañana me cuentas… Yo voy dentro de un ratico. Primero voy a lavá los corotos.

Raquel estaba demasiado turbada como para prestar atención a los cuentos de su madre. Además, su apariencia denotaba la fatiga de día inusual en su vida.

Se levantó del taburete donde estaba sentada, fue hacia el fregadero y se puso a lavar los trastos sucios. Al terminar fue hacía donde estaba recostada su madre, le dio un beso en la mejilla, le pidió la bendición y dio un par de pasos hacia su cama, la cual estaba a centímetros de la de su progenitora. Una cortina cosida a mano con dibujos de grandes rosas rojas las separaba. La mayoría de los ranchos del sector eran casi todos iguales. Un sólo ambiente, el cual era dividido con cortinas y tablones, dependiendo del número de personas que habitaban en el, piso de tierra o cemento rústico y paredes y techo fabricados con laminas de zinc y maderas de deshecho. El tamaño dependía del gusto o el pedazo de tierra ociosa que el humilde “constructor” conseguía en el cerro.

Esa noche Raquel no pudo conciliar el sueño. Estuvo retorciéndose inquieta sobre la cama. Cuando apenas lograba dormitar un poco, pavorosas y locas pesadillas la despertaban.

Amor, dudas y duendes vestidos de luto cabalgaban sobre sus pensamientos de joven enamorada. No podía apartar la imagen de Santiago del sitio del corazón donde lo había anclado.

Los eventos de ese viernes tan agitado y nada común, la tenían despabilada. Pensaba que todo era una absurda locura. Un invento sin sentido de la gente del barrio. Pero, lo que más le intranquilizaba, era lo que el mismo predicador le había dicho en el Alto Hatillo: “Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no ahora”.

Al día siguiente, todavía somnolienta y tendida sobre la cama con los ojos cerrados, pensaba. Pensaba mucho. La necesidad de ir buscar a Santiago para alertarlo sobre los hombres que estuvieron merodeando el barrio y haciendo preguntas, la tenían vacilante.

De pronto, como impulsada por un resorte, se levantó y descalza caminó hacia el pequeño altar que su mamá había construido en un rincón del rancho.

Dos velones amarillos colocados sobre un delgado listón de madera alumbraban varias estampitas de vírgenes y santos. Unas estatuillas de yeso del Sagrado Corazón de Jesús, San Miguel Arcángel y La Milagrosa, la virgen más santa entre las santas después de María, presidían el altar.

De un pequeño cajón ubicado en la base del altar tomó una delgada vela blanca, la encendió y colocó frente a una estampita descolorida de la Virgen de Fátima que se hallaba en el sitio más profundo del modesto santuario. Se arrodilló sobre el frío piso de cemento, cerró los ojos y comenzó a orar.

Estaba tan sumergida en sus rezos, que no notó un resplandor que comenzaba a iluminar el rancho.

Pasados algunos minutos, un sonsonetillo, parecido al gorjeo de un ave, atrajo su atención. Instintivamente volteó hacia el sitio donde creyó escuchar el sonido.

Envuelta en una aureola luminosa que a duras penas pudo advertir, creyó ver la diminuta figura de un niño que le sonreía. Incrédula, se frotó los ojos y volvió a mirar hacia el fondo del rancho, pero no distinguió nada. Volvió a girarse hacia el altar, juntó las manos y siguió orando, esta vez en forma entrecortada porque seguía percibiendo esos extraños ruidos.

Cuando estaba por terminar las últimas líneas del Padre Nuestro, oyó a sus espaldas la voz de un niño.

– ¡No te asustes!... He venido a prevenirte… Tú serás mi clarín… –le decía.

Espantada, se incorporó tan impulsivamente que casi pierde el equilibrio. Miró a los lados pero no logró ver nada. Buscó nerviosa la procedencia de la voz, pero otra vez nada. De pronto advirtió un raro fulgor que se desplazaba de un lado a otro del rancho. Quedó paralizada y con el corazón saliéndosele del pecho, pero alerta y con los ojos fijos en aquella luz.

–He venido a ti para que seas mi mensajera. Quiero que le reveles al mundo lo que pronto habrá de acontecer sobre la Tierra –oyó en eco apagado la voz infantil.

– ¿Quién eres?... ¿Dónde estás? –atinó a pronunciar sobresaltada.

–No busques verme, porque no lo lograrás –precisó suave, pero en forma dulce la etérea criatura que le hablaba–. Cuando crea que estés lista me mostraré… Ahora presta atención a la profecía de Nuestra Señora de Fátima, la misma que ha sido ocultada durante años al mundo, porqué lo que voy a decir no lo repetiré: Los hombres abandonaron los Mandamientos de Dios y dejaron que el demonio se posesionara del mundo, sembrando odio, muerte y destrucción por todas partes. Con las propias armas de su invención, ellos acabarán con el mundo en poco tiempo, por lo que la mitad de la humanidad será horrorosamente aniquilada. Una purificación comenzará contra los imperios y hará tambalear sus cimientos creando el caos entre órdenes religiosas, porque también los sacerdotes han sido poseídos por Satán –escuchó desde lo profundo de aquella luz que parecía tener vida propia.

– ¿Cómo entraste?... ¿Qué quieres de mi? –preguntó estremecida mientras seguía buscando el origen de la voz, la cual ahora apreciaba más cerca.

–Soy Francisco, el pastorcillo de Fátima –afirmó con quietud divina aquella imagen de mejillas rosadas, piel blanca y cabellos color de miel, que poco a poco se fue materializando frente a ella–. No tengas miedo… No te hagas preguntas que no puedas contestarte y escucha con fe mis palabras… –dijo sosegado a fin de calmarla.

El tono de la voz, que parecía emerger del mismo paraíso, tranquilizó a Raquel, quien pronto dejó de temblar. La expresión de su rostro ahora era de fascinación, más que de miedo.

– ¿Qué quieres de mi? –insistió–. ¿Por qué estás aquí?

–No preguntes, porque nada puedo decir y nada entenderás… Sólo abre tú corazón y deja penetrar en él la verdad divina, porque pronto Dios consentirá que los fenómenos naturales, como el granizo, el gélido frío, el agua, el fuego, el aire y devastadores terremotos, maremotos y huracanes purifiquen la Tierra… Contra esos desastres los hombres nada podrán… Ni con su ciencia ni con sus armas lograrán detener lo que vendrá…

– ¿Por qué tanta destrucción? –preguntó alarmada.

–No es destrucción joven niña, sino purificación. Será necesaria… Forzosamente necesaria, porque en su ciega maldad la humanidad no se ha dado cuenta que la única forma de vencer las guerras no es con armas, ni con dinero o poder, sino a través de lo más simple y puro: la fe y el amor a Dios.

– ¿Y a nosotros, los humildes, qué nos espera?… Nosotros nada tenemos y nada hemos hecho –indagó.

Raquel estaba repuesta completamente de sus temores. Mientras hablaba, la aparición, ahora más visible, se movía tranquila por el rancho. Al llegar al punto más apartado de la humilde vivienda, aquel niño, mitad luz y mitad cuerpo, se sentó en el suelo y la observó inmutable.

– ¡Oh, pobreza santa, a la cual Dios recompensará con el Reino de los Cielos y la vida bienaventurada! –exclamó–. En el mundo se habla hipócritamente de paz y tranquilidad, pero el castigo vendrá…

– ¿Cuál castigo? –averiguó temblorosa–. ¿A qué te refieres?

–Un hombre muy importante para la humanidad será asesinado y provocará la guerra y la aniquilación de la peste más dañina que ha invadido la tierra, que no es otra que el odio… Ese odio profundo que ha minado a la humanidad. Una armada muy poderosa se desplazará a través de Europa y América hacia Oriente y la Guerra Nuclear se desatará. Musulmanes y judíos se aliarán –profetizó–. Un solo Cristo, resucitado en cuatro, unirá en un solo cuerpo al islamismo, al budismo, al hinduismo y al cristianismo, en una única religión en Dios… Esa guerra destruirá todo y la oscuridad caerá sobre los hombres… Luego, en una noche muy fría, diez minutos antes de la media noche del Año Nuevo Diez, un gran terremoto sacudirá a la Tierra durante siete horas perpetuas… Esa será la tercera señal para que el mundo comprenda que Dios es el que gobierna y dirige al mundo. Los buenos y los que propaguen este mensaje, que fue dado por la Madre Santísima encarnada en la Virgen de Fátima hace ya muchos años, no deberán temer, porque el manto divino de Nuestro Señor los protegerá.

Raquel estaba paralizada. Las palabras de aquel niño divino y los augurios anunciados, la dejaron sin habla.

–Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, que a nadie le importamos? –preguntó con sus bellos ojos azules pincelados de desesperación.

–A Dios, el Ser Supremo, que todo lo sabe y todo lo ve, sí les importan… ¡Y mucho!... Por eso, cuando llegue el momento, arrodíllense y pidan perdón a Dios –sugirió aquel niño de pómulos rosados llenos de vida, que más que una aparición semejaba una figura de pesebre–. No salgan de sus hogares y no dejen que nadie extraño entre en él –advirtió– porque sólo el bueno no estará en posesión del mal y sólo el alma incorrupta sobrevivirá a la catástrofe…

– ¿Cómo sabremos cuando llegará ese día? –tartamudeó con evidente desconcierto.

– No dejen de percibir la señal de sus espíritus porque el alerta llegará cuando la noche se convierta en muy fría y soplen fuerte los vientos del norte… Habrá angustia y en pocos momentos toda la Tierra comenzará a temblar... Cierren puertas y ventanas y no hablen con nadie que no esté en sus casas. No miren hacia fuera, no sean curiosos, porque sería ir en contra de la ira del Señor… Enciendan velas benditas, ya que durante tres días ninguna otra luz se encenderá…

– ¿Por qué me lo dices a mí? … ¿Qué tengo que ver con esto? Apenas soy una muchacha de barrio… Nada malo he hecho y…

–Para que transmitas mis palabras a los hombres… Recuérdales que sólo los que tengan fe y creen en Dios se salvarán –expresó con amor divino mientras de sus mejillas rosadas se desprendía un polvo luminoso que comenzó a borrar su figura como si alguien estuviese pasando un paño sobre un espejo empañado.

– ¡No te vayas!... ¡Por favor, no te vayas! –imploró Raquel–. Antes dime, cómo puedo lograr que los demás me escuchen y entiendan lo que has dicho… ¿Cómo puedo transmitir tú mensaje?

–El Elegido de Dios en la tierra te ayudará. El Todopoderoso no reclama cosas imposibles… Él derramará sobre ti sus bendiciones y será tu defensor, tu consolador, tu redentor y tu recompensa en la eternidad –se oyó en reverberación lejana antes que todo volviese a la normalidad en la soledad del rancho.

Desconcertada, la joven se tendió sobre la cama. No sabía qué hacer. Estaba tan aturdida que no entendía si lo que había visto era algo real o simplemente un sueño, una alucinación producto del trasnocho, de la mala noche anterior.

En las últimas veinticuatro horas había experimentado cosas nunca imaginadas. Presentía que debía controlar su angustia, de otra forma enloquecería.

Sólo la vívida presencia de Santiago en su mente, el olor de su piel, sus ojos y esa mirada que sólo Dios sabe prodigar, la tranquilizaron y dieron fuerzas para seguir adelante. Para decirse y repetirse mentalmente que no estaba loca y que todo había sucedido tal cual como lo había vivido.

De un salto fue hacia un pequeño armario elaborado con pedazos de tablones viejos pintados de amarillo. Descorrió la desteñida cortina de tela que una vez fue rosada y de su interior sacó unos jeans y una franelilla. Se deshizo del camisón de dormir dejando su cuerpo desnudo a las miradas vacías del tiempo, y se vistió. Se inclinó y de abajo de la cama extrajo unos viejos y desgastados zapatos de goma, los calzó y salió del rancho. Del apuro olvidó cerrar la puerta.

Descendió a la carrera las escalinatas y se dirigió hacia las empinadas callejuelas por donde pasa el transporte que cubre las rutas del cerro. Se trata de unos jeep especialmente acondicionados que transitan constantemente desde las faldas del cerro hasta el punto más empinado del barrio, siempre y cuando exista un camino en el lugar. Cobran apenas una módica suma, pero apretujan en sus asientos a casi una docena de personas para que el negocio les sea rentable. Últimamente bajar o subir del cerro se había convertido en una suerte de ruleta rusa. En una aventura peligrosa en la cual la vida no valía nada. Podía llegarse rápido y sin problemas, pero si por mala suerte se topaban con los malandros del sector, jóvenes criminales que apenas rozaban los quince años de edad, se corría el peligro de morir abaleado sólo por robarle un par de zapatos nuevos, si es que les gustaban, o por unos pocos billetes. Centenares de chóferes y pasajeros han sido víctimas de su brutalidad. Más de una docena de conductores son atracados y asesinados mensualmente en los diferentes barrios de la capital por estos desadaptados y peligrosos criminales. El dinero de sus fechorías lo utilizan para comprar drogas, las cuales también trafican, y alcohol.

De pronto Raquel detuvo la carrera. Recordó haber dejado la puerta abierta. Miró hacía atrás y, haciendo un ademán, prosiguió rauda cerro abajo. Tuvo la buena fortuna de que al llegar a la parada una camionetica, como llaman comúnmente a esos vehículos, estaba a punto de salir. Presurosa subió.

– ¡Buenos días! –saludó con viva voz y en tono cordial a todos los presentes.

La amabilidad y los buenos modales era costumbre entre la gente del barrio, quienes pese al rosario de penurias que debían soportar y humilde condición en la que vivían, mantenían intacta su habitual gentileza.

– ¡Buenos días! –contestó la mayoría, algunos con pereza o mecánicamente, otros con auténtica sinceridad.

Esos armatostes son una bala letal. Bajan con tanta velocidad y sin ninguna prevención, que al menos uno, cada dos o tres meses, desbarranca, no por la impericia de los conductores, que son tan hábiles como cualquier avezado piloto de Fórmula 1, sino por defectos mecánicos. No hay dinero para mantenimiento y todo se hace con las uñas y a la buena de Dios.

Un poco más de una hora le tomó a Raquel estar frente a la casa de Santiago. Tocó la puerta y enseguida éste le abrió. Esta vez no hubo asombro ni sorpresa.

–Te esperaba –dijo–. Pasa y siéntate… Te traeré un vaso con agua porque te ves extenuada –expresó afectuoso invitándola a entrar.

– ¿Cómo que me esperabas?... Si hace apenas un rato decidí venir para decirte… –indagó la joven mientras Santiago iba en busca del agua.

–Qué unos hombres me andan buscando… Sí, no te extrañes, ya lo sabía… Pero hay otra cosa que tienes que decirme y que también sé, pero esta vez prefiero escucharla de tú boca.

– ¿También? –preguntó confusa–. Entonces, señor sabelotodo, dime, aunque dudo mucho que lo sepas, qué vine a decirte, además de aquellos hombres extraños que…

–Que tuviste una visión divina –expresó sin dejarla terminar.

– ¿Queeé? …¿Y cómo lo sabes? –inquirió esta vez incrédula, incorporándose tan bruscamente de la vieja butaca que derramó parte del agua sobre el piso.

–Sólo te diré que lo sé, porque tú serás mi mensajera en caso de que me pase algo… Aunque, no obligatoriamente, me deberá suceder.

–Disculpa Santiago, pero no entiendo tu trabalenguas… Podrías ser un poco más preciso. Recuerda que yo sólo estudié hasta el primer año de bachillerato.

–Te diré, en parte, lo esencial… Lo demás no me está autorizado… De todas formas, si te lo revelara, nada podrías entender, no porque no seas inteligente, que sí lo eres, sino porque no son cosas de este mundo y…

–Pero tú… –trató de interceder Raquel.

Santiago levantó mansamente una de sus manos para atajarla. Raquel se percató que sus vendas ya no estaban. Quiso preguntar, pero otra vez el predicador le indicó que se quedase tranquila.

–Por favor, no me interrumpas y escucha, porque quizás esta sea la última oportunidad que tenga para entregarte algo que escribieron mis manos anoche. –Calló, y sosegado, como si lo que estaba diciendo era muy normal, prosiguió–: Aunque lo que allí está escrito no fue dirigido por mi mente sino por una fuerza divina, tienes el deber, tal como te lo dijo el pastorcillo –precisó haciendo entrever que conocía los detalles de la revelación que había experimentado– de difundir el manuscrito que te voy a entregar. No digas cómo –expresó intuyendo otra interrupción–, sólo hazlo… Pase lo que pase, aunque te sientas impotente o acorralada, no desmayes… Habrá fuerzas que correrán en tu ayuda… –subrayó para indicarle que no estaba sola–. No trates de preguntarme nada porque nada diré –finalizó y dándole la espalda se dirigió hacia la única habitación del pequeño refugio.

– ¿A dónde vas?... ¡Explícate porque no entiendo nada de lo que me has dicho!... No me dejes sola, ven…

–Nunca te dejaré sola… Sólo voy buscar el escrito… Espera, vuelvo enseguida…

Raquel estaba otra vez pasmada. No salía de un asombro para entrar en otro. Se sentía perdida en un laberinto lleno de situaciones sin sentido. Todo, en las últimas horas, en cada segundo, a cada instante, parecía atentar contra su cordura.

– ¿Cuáles fuerzas? –preguntó sin aliento antes de que Santiago entrase al cuarto.

– ¡Las de tú fe! –contestó noble, pero enfático el predicador.

Tranquilo, como si nada le perturbase, Santiago caminó despacio hacia el dormitorio.

–No te impacientes… Vuelvo enseguida… expresó para serenarla y sin mirar hacia atrás . Voy a buscar el manuscrito…

Raquel estaba muy confusa. Sus vivaces ojos comenzaron a moverse impertinentemente. Parecían buscar en el aire una respuesta a aquel acertijo lleno de palabras ambiguas que la tenían turbada.

Como Santiago demoraba en volver, se levantó del asiento e impaciente comenzó a caminar por la diminuta sala. Al pasar cerca de la habitación, notó la puerta entreabierta. Pasó frente a ella y, disimuladamente, dejó volar con curiosidad el rabillo del ojo por el resquicio, pero no vio nada. Dio vuelta atrás con la intención de retornar a la butaca, pero inmediatamente cambió de parecer.

Regresó de puntillas y atisbó por la rendija. Entre las sombras vio claramente a Santiago con los pantalones bajos desatándose unos papeles que tenía sujetos con esparadrapo en uno de los muslos. Discreta, conteniendo cada suspiro para evitar ser descubierta, siguió observando hasta que el predicador se inclinó para recoger el pantalón, el cual había rodado hasta la altura de los tobillos.

En ese instante Raquel apenas pudo contener un chillido aterrador al notar que del cóccix de Santiago, de una abertura que había en su ropa interior, a unos diez centímetros más arriba del ano, pendía un rabo de más de medio metro de longitud.

Horrorizada, corrió hacia el sillón donde momentos antes estaba sentada. Se derribó sobre el y entrecruzó las piernas para aplacar el temblor que estremecía casi todo su cuerpo. No pudo hacer ni una cosa ni la otra. No lograba disimular el pánico, mucho menos los impertinentes movimientos de sus piernas, que se movían con tal fuerza que tuvo que sujetárselas con ambas manos para controlarlas.

Mientras lo hacía, escuchó ruido de pisadas. Santiago salía del dormitorio y regresaba a la sala. Siquiera volteó a mirarlo.

Sosteniendo unos papeles, no más de dos páginas escritas a mano, y un acolchado sobre amarillo, se detuvo justo frente a ella.

– ¡Hoo...la! –tartamudeó Raquel.

Santiago no respondió. Dobló los papeles en cuatro partes, los guardó en el sobre, el cual rotuló con una gruesa cinta adhesiva que sacó de uno de los bolsillos del pantalón, y se los extendió.

– ¡Guárdalo! –solicitó mansamente–. Protégelo con tú vida si es necesario… Esconde el paquete en un sitio seguro y, por ninguna circunstancia, lo abras… Sólo podrás hacerlo a las tres de la tarde del primer viernes de Pascua, día en el que comenzarás a difundir su contenido al mundo.

Aunque Raquel estaba a punto de desfallecer a los pies de Santiago, tomó el pequeño fajo y se lo llevó al regazo.

Temblando, tanto de miedo como de decepción, al haber visto que el hombre que amaba en silencio era un ser infrahumano, mitad animal y mitad quién sabe qué otra cosa, no articuló palabra.

– ¿Qué es esto?… ¿Qué me estás dando? – preguntó desconfiada a los pocos instantes.

–La vida del mundo… Su presente y su futuro… Todo lo que, en su momento, tendrá que suceder.

– ¿Quién eres en realidad? –requirió la muchacha contundente, aplacando por instantes la turbación que le afligía.

–Simplemente Santiago… Un hombre común y corriente, como cualquier otro… Sólo si no me vuelves a ver podrás abrir el paquete antes de la fecha prevista –advirtió.

Atolondrada, Raquel asintió con la cabeza.

–El peligro universal se ha extendido… La maldad ha contaminado el mundo… La avaricia es hija del crimen… El dinero el pasaporte al Infierno… El materialismo aniquila el espíritu… La prepotencia la fe… La arrogancia a los sentidos… Todo está por terminar –fue sentenciando telegráficamente el predicador.

– ¿Qué está pasando?... Esto parece un testamento –expresó Raquel aparentemente repuesta aferrando el bulto que le había entregado–. Si eres un hombre de fe, ¿por qué huyes?... ¿Por qué no me dices la verdad? … ¿Si estás en peligro, por qué tú Dios no te ayuda?... ¿Quién eres en realidad?...

–Mi bella y querida amiga, no huyo –explicó suavemente para que la joven comprendiese–. Sólo busco evitar un inútil derramamiento de sangre y que muchos inocentes sufran por acciones de la que ellos nada tienen que ver… Esa es la voluntad de Dios y eso es lo que quiere que haga y yo no me opongo a sus intenciones, las comparto.

– ¿Podrías ser un poco más explícito?... Tú no eres un hombre violento, sino todo lo contrario. ¿Cómo, entonces, puedes hablar de sangre y muertes?

–Es algo que pronto entenderás. Por ahora es suficiente con lo que te he dicho… Ten fe y no seas tan ansiosa… Ahora, más que nunca, deberás tener fe... –solicitó–. Prueba que mis palabras no fueron sembradas en el vacío y que aprendiste algo de mis enseñanzas… ¡Confía en mí porque por mi fuiste la escogida!

La mañana olía a jazmín en flor. Los sembradíos ubicados al noroeste, sobre la explanada del Alto Hatillo, estaban siendo rociados con poderosos dispositivos de presión que hacían girar el agua en grandes círculos, como si fuesen molinos de lluvia plantados en el viento.

En el barrio, en cambio, todo olía a estiércol. Las montañas de basura que se acumulaban día tras día en cada uno de sus rincones sin que nadie la recogiese, semejaban estatuas fantasmagóricas erigidas en honor a la pobreza y a la miseria.


20

Después de pasar horas y horas hablando a fin de trazar una buena estrategia, no fue sino hasta entrada la madrugada que Figueroa, Fernando Lisias y Basilisco se pusieron de acuerdo con el plan que deberían seguir para llevar a Santiago hasta la Misión Capuchina.

El frío del aire acondicionado, que tenían al máximo de sus posibilidades, y la pesadumbre causada de tanto pasar y repasar insistente y obstinadamente los detalles, así como las tres botellas del escocés que se empinaron hasta la última gota, los obligó a recostarse un rato antes de, a la mañana siguiente, emprender la acción.

Con la luz del nuevo día cegándoles las pupilas, los tres hombres despertaron instintivamente y casi al mismo tiempo. Pese a la gran cantidad de whisky ingerido, lucían vivaces y dispuestos a afrontar la tarea que se habían impuesto.

– ¡Es la hora! Debemos apurarnos si queremos atrapar al tal Iluminado –alertó Fernando mientras se alisaba el cabello con las manos.

–Espero que todo salga como lo planificamos, si no lo quemo –espetó Basilisco, quien permanecía acostado y arropado con una larga cobija que apenas le dejaba ver el rostro.

– ¡Estoy listo!… Sólo falta asearme y… –trató de terciar con cara de trasnocho Figueroa, cuando fue interrumpido por su hijo.

–Revisemos las armas antes de salir… Estas mierdas que nos trajiste a veces se atascan –afirmó Basilisco, ya fuera de la cama, dirigiéndose al comisario.

Claudio Figueroa lo observaba complacido. Se sentía dichoso, más que nada por tenerlo junto a él y por haber accedido a compartir su habitación del hotel Melía. Percibía que al fin, después de tanto tiempo, lo tenía entre sus brazos y que la maldad que lo arrebató de su lado había sido conjurada. En su sangre fluía como manantial el orgullo de padre. No le agradaba el asunto de las armas. Pese a haber nacido y crecido en una región donde el abigeato, las trifulcas y los arreglos de cuentas se dirimían a punta de pistola, sólo había tenido en sus manos libros de medicina. Se conformaba con creer que sólo servirían para intimidar al predicador y no para matarlo.

Superados los fugaces chispazos de amor paterno, vio con tristeza como su hijo manipulaba con exquisito placer una vieja pistola Taurus. Aunque él había cometido varios despreciables “asesinatos clínicos”, en ese momento cruzó por su mente el juramento Hipocrático y, sin poder contenerla, del subconsciente le brotó la interrogante: “¿Qué hace un médico como yo aquí?”.

– ¡Vamos, Figueroa!… ¡Despabílate, hombre, que estamos sobre la hora! –protestó acentuando su voz ronca el comisario Fernando Lisias.

El médico agarró toscamente su chaqueta a cuadros que en la noche había dejado colgando en el respaldar de una silla y trató de endosárselo, pero, quizás por efectos de la resaca o el temor a las armas, no pudo. Después quiso ir a cerrar las cortinas que habían dejado abiertas toda la noche, pero dio vuelta atrás y las dejó como estaban.

Con la puerta abierta, Basilisco esperaba recostado del resquicio a sus compañeros. Tranquilo, sin la evidente excitación de los otros, de su mirada brotaba un sádico goce.

El plan que concibieron después de horas de charlas y tragos para atrapar a Santiago era muy elemental, aunque para coordinarlo les tomó toda una noche.

De tanto planificar y planificar, concluyeron que si seguían a Santiago después de que éste saliera de su refugio, en la primera oportunidad que se le presentara darían con el auto un pequeño golpecito a la motocicleta para arrojarlo al pavimento. Una vez en el suelo y antes de que pudiese incorporase lo atraparían y meterían en el vehículo. Después había que tomar velozmente hacia el cruce que lleva a la urbanización El Placer para de allí conectar con la Autopista del Centro y tomar el camino a la Misión Capuchina.

“El procedimiento”, tal como llaman en el argot policial a estos asuntos, era infantil y bastante mediocre, pero factible, incluso en una ciudad tan caótica e impredecible como Caracas, siempre abarrotada de un tráfico infernal.

Aproximadamente a las diez y treinta de la mañana, muy cerca de la salida del refugio, los tres hombres aguardaban dentro del auto alquilado por Figueroa. Al volante estaba el comisario Fernando Lisias, quien aparcó a un costado de la carretera. Adentro, los tres hombres se entretenían fumando un cigarrillo tras otro y escuchando la radio a bajo volumen. Como los minutos pasaban y Santiago no aparecía, comenzaron a inquietarse.

Ahora Basilisco era el más ansioso. Siquiera esperaba que su cigarro se consumiese. Poco después de encenderlo impulsivamente lo lanzaba por la ventanilla y se llevaba otro a la boca. Al parecer, la adrenalina fluía por su cuerpo con más fuerza que en la de sus compañeros.

La espera duró largas dos horas. El grupo había investigado con antelación la hora en que salía el predicador en las mañanas, pero ese día se retrasó más que de costumbre, por ello la intranquilidad.

“¿Qué demonios habrá pasado?... ¿Salió antes?... ¿Alguien lo alerto?” –se interrogaba Figueroa en silencio.

Durante la espera no hubo diálogos. Sólo movimientos torpes, gestos, tufos y una que maledicencia lanzada al vacío. El nervioso mirar de las manecillas de los relojes y el encender y apagar cigarrillos fueron los códigos mudos de su comunicación.

Cuando estaban por abandonar la misión, el roncar de los pistones de una motocicleta que se acercaba los puso sobre aviso.

De pronto vieron a Santiago despuntar la colina a bordo de su moto roja. Al pasar a un lado del auto, Fernando aceleró ligeramente y comenzó a seguirlo a corta distancia para que no se le escabullese.

Debido al entusiasmo los tres hombres no se percataron que a pocos metros John Dark, quien también había estado desde temprano espiando la zona, los seguía a bordo de otro auto.

La persecución se inició con cautela. Después, debido al desequilibrante tráfico, Fernando comenzó a desesperarse al perder momentáneamente de vista a Santiago. Para alcanzarlo hizo imprudentes maniobras que le costaron los insultos de otros conductores que transitaban la vía, la cual ese día no estaba tan despejada como pensaron.

Santiago había tomado El Camino de la montaña, como le dicen a la carretera vieja de El Hatillo, una suerte de serpiente de asfalto que bordea el sureste del Valle de Caracas entre pequeñas colinas. Pese a que era domingo, la vía estaba atestada de autos.

El predicador descendía veloz por el camino que conduce a la intersección que une a La Tahona con otras urbanizaciones del este de la ciudad. De ahí tomó hacia la autopista. De vez en cuando miraba hacia atrás con el rabillo del ojo. Era evidente que no iba a La Bombilla, su lugar preferido de predicación, ya que tomó una vía más larga y opuesta a la que siempre hacía.

John Dark se quedó atrás, muy atrás, tanto de la moto como del auto donde iban Figueroa, Basilisco y Fernando al volante.

Estaba tranquilo, escuchando por una emisora de radio Emperador, un concierto para piano de Beethoven, mientras musicalmente movía la cabeza y las manos, como si estuviese sosteniendo una baqueta imaginaria con la cual dirigía la filarmónica.

Su imperturbable actitud tenía un motivo. Experto y cauteloso, el ex veterano de guerra era de los hombres que no dejaba escapar a sus presas con facilidad. Había sido entrenado no sólo para matar sin compasión, sino también en las artes del espionaje y camuflaje. La misma noche que Figueroa y sus secuaces tejían el plan para secuestrar al predicador, se coló entre las sombras e instaló un microsonar en la moto de Santiago. Su poderoso radio de acción le permitiría ubicar a la máquina y, por ende a su conductor, a más de diez kilómetros de distancia gracias a un diminuto receptor portátil. El dispositivo era tan sofisticado, que no sólo transmitía coordenadas sino, con precisión milimétrica, también el lugar exacto, indicando calle o avenida, con un margen de error de apenas algunos metros, siempre y cuando el programa fuese alimentado con anterioridad con el mapa de la ciudad o sitio de búsqueda. Un tipo de GPS especial, con códigos para el espionaje urbano y de seguimiento.

Santiago abandonó la autopista y dirigió la moto hacia la desembocadura de la urbanización Las Mercedes. En el empalme de dos vías frenó bruscamente, dio vuelta en “U” y tomó otra vez, pero esta vez en sentido contrario, hacia la autopista que va a Prados del Este, un lujoso complejo del este de la ciudad. Al parecer tenía intención de regresar al refugio. No tenía sentido que después de adelantar tanto hiciese marcha atrás y tomase el mismo camino, pero al revés.

Fernando, bajo el coro de maldiciones y vulgaridades que escupían por la boca Figueroa y Basilisco, hizo un viraje forzoso, mordió la acera y casi se estrella contra otro auto a fin de no perderlo de vista.


PRÓXIMO MIÉRCOLES CAPS. 21 AL 24

Adelanto...

   A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.
  Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del alumbramiento.