A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro, cuyo primer libro terminé de editar el pasado miércoles 8 de junio, pero si no lo ha leído y desea hacerlo, lo encontrará en su totalidad en el archivo del blog. La estrella perdida consta de 267 página word divididas en treinta y tres capítulos, por lo que la semana final publicaré los tres últimos. Al terminar La estrella perdida y a fin de concluir con la trilogía, editaré bajo el mismo procedimiento La ventana de agua, la tercera novela de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
Sinopsis
Un grupo de arqueólogos pertenecientes a la Cofradía del Omne Verum, reconocidos estudioso de los papiros de Getsemaní y de Jerusalén, descubren el misterio de la Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su muerte. Los escritos revelan que los esenios, hermandad de la cual formaba parte Jesucristo, la habían escondido en la cima del Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo gangsteril al servicio de la Iglesia, busca apoderase de ella, pero se topa con otro gran secreto: la aparición en la Tierra de los Nion, una especie de niños ángeles, quienes nacen asexuados. El doctor Aristócrates Filardo, un psiconeurólogo español de fama mundial, advierte que los Nion o Elegidos de Dios, tienen un par cromosómico muy diferente al de los humanos y que en una de sus células se observa una microscópica cruz brillante. Entre tanto, en una cueva subacuática de Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos, otro arqueólogo de la Cofradía del Omne Verum halla el enigmático Cuarzo de María Magdalena. En sus aristas la piedra tiene grabada una extraña inscripción con los códigos de la alineación del Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad, donde se revelarán nuevas e impresionantes profecías para la humanidad.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Caps. 26 al 30.
26
Las sombras tomaron formas humanas.
Filardo, Delamadrid y los Elegidos estaban completamente rodeados por más de una docena de Pax armados hasta los dientes.
Todos, excepto una persona que seguía semioculta en la oscuridad y recostada de una de las gigantescas columnas de granito rojo de la basílica, no llevaba vestimenta oscura. Un pálido reflejo blanco así lo hacía presumir.
A los rehenes los colocaron cerca del reloj solar. Delamadrid, un poco apartado de los demás, tenía los pies sobre la figura de un vigoroso Carnero que formaba parte del inmenso zodiaco incrustado en finas piezas de mármol en el piso del santuario.
Los Pax no hablaban, sólo cumplían labor de custodia. Parecían estar esperando instrucciones. Con sus piernas ligeramente abiertas, pero firmes como soldados pretorianos y sus armas apuntándoles la cabeza, mantenían a raya a los prisioneros. Filardo trataba de contener la sangre que le manaba por la nariz, aunque no era nada preocupante. El manotón que recibió para quitarle el celular malogró sus débiles fosas nasales. Los tres Elegidos se veían tranquilos, como si nada estuviese sucediendo. Delamadrid trató de caminar hacia donde estaba un cuadro que representaba el Martirio de San Sebastián, pero fue violentamente atajado y puesto junto a los otros. El arqueólogo no tenía ninguna intención de escapar, sino que un movimiento que apreció dentro de la pintura llamó su atención. Había sido una mera curiosidad científica y no un intento de escabullirse de sus captores.
La persona oculta entre las sombras encendió un cigarrillo revelando parte de su delgado rostro, el cual pudo verse recubierto en el celaje de humo. Tomó una bocanada y después otra. Al parecer desde la oscuridad observaba y decidía. Obviamente era el jefe de aquel grupo.
−Entonces sólo a la luz de Sirius podrán leer lo no leído. Estuve meditando sobre eso pero no le encuentro respuesta… Si quiere salir con vida de aquí usted me la dirá doctor Filardo −pronunció una dulce y melodiosa voz femenina con marcado acento italiano.
−Esa voz yo la conozco −afirmó sobresaltado Delamadrid−. Es… ¡Es la profesora Bertuccelli! −exclamó.
−Bravo anciano amigo −asintió en tono despectivo la mujer saliendo de su escondite−. Eres un hueso duro de roer, pero hoy también a ti te exprimiré todo lo que quiero saber −afirmó dejándose ver en toda su hermosura con el mismo taller blanco ajustado que llevaba cuando se los consiguió junto a su amiga Marcella en Piazza Barberini.
−No me podrás exprimir nada cara amica porque nada sé −contestó Delamadrid tratando de acercársele, pero fue empujado hacia atrás por un mal encarado Pax que parecía no haber sonreído nunca en su vida.
−Ya lo veremos viejo picaflor… Ya lo veremos… Primero comenzaré con Filardo −expresó señalándolo con la mano−. Tráiganlo acá −ordenó a dos de los matones que tenía bajo su mando.
Cumpliendo la orden, dos hombres caminaron hacia Filardo, lo tomaron bajo las axilas y casi a rastras lo llevaron hacia donde estaba la mujer.
− ¿Qué hora es?… ¿Qué hora es? –susurro el científico al pasar cerca de Delamadrid.
−Las ocho y cinco −respondió también en voz baja después de chequear el reloj.
− ¿Qué está pasando aquí? −reaccionó la Bertuccelli con tono grave−. ¿Por qué tanto empeño en saber la hora si dentro de poco puedes estar muerto? −interrogó intuyendo que algo extraño se traían los dos profesores.
−Es algo cabalístico… Nada especial −respondió rápido Filardo a fin de distraerla y evitar que sospechase sobre el verdadero motivo de su pregunta−. Mire, usted está parada encima del signo de Cáncer…Ve… Es algo cabalístico −manifestó ya frente a ella indicando con una mueca de su boca el enorme cangrejo del círculo zodiacal.
−Ustedes los viejos tienen cada cosa, pero yo no te creo viejo mentiroso −expresó lanzándole una fuerte bofetada.
La hermosa profesora tenía las manos protegidas por unos elegantes guantes de cuero negro y entre los dedos ajustada una puntiaguda manopla de brillante acero pulido.
La nariz de Filardo volvió a sangrar copiosamente. De su frente rojos hilillos de sangre comenzaron a rodar hacia pómulos y rostro.
−Yo no tengo ninguna prisa… Si es necesario pasaré aquí la noche… Pero tú me dirás todo lo que quiero saber, ¿entiendes? −dijo propinándole otro revés.
− ¿Qué quiere que le diga?... ¿Qué usted es muy bonita?... Bien, entonces la coplac…
Otro fuerte golpe, está vez en la boca, hizo callar a Filardo. Sus labios se abultaron como una coliflor de sangre. El arrugado pañuelo blanco con el que buscaba contener las pequeñas hemorragias había perdido totalmente su color original. Ahora parecía un ovillo de lana roja.
Los tres Elegidos permanecían callados. Siquiera se movían. No obstante, hacían girar sus ojos hacia ambos lados de la gran nave central de la basílica y el presbiterio. Irene, la joven muchacha, de preciosa cabellera negra, fijó en varias ocasiones su mirada en un enorme lienzo que representaba la Virgen entre siete ángeles. Delamadrid, inquieto, chequeaba a cada instante las manecillas del reloj.
−Espero que estés entendiendo que no estoy jugando… Que soy capaz de todo a fin de que me digas lo qué quiero saber… De todo, ¿entiendes? −expresó esta vez sosegada la Bertuccelli, a quien la entallada falda del taller blanco que vestía ponía al descubierto todo su hermoso y bien formado cuerpo.
− ¿Qué quieres saber? −preguntó resignado Filardo ante la insistencia de la resuelta mujer.
−Los escuché hablando de un Triángulo Divino… De una alineación hacia el Tabor… De un Cuarzo Sagrado con la inscripción Sólo a la luz de Sirius podrán leer lo no leído. Comenzaremos por ahí. ¿De qué cuarzo hablaban y qué quiere decir lo que tiene escrito? –preguntó sacudiendo con la punta de un dedo de su otro guante los residuos de sangre que habían quedado adheridos a la intimidante manopla de acero reluciente.
−No lo sé… Si escuchó lo que estaba hablando bien se pudo dar cuenta que tampoco sabía de qué se trataba −expresó sincero.
− ¡Mentiroso! −gritó casi fuera de sí la Bertuccelli levantando el brazo a fin de propinarle otro golpe, pero se contuvo. Bajó lentamente la mano y dijo−: Recuerde que yo también soy arqueóloga como ustedes… A mi no me pueden mentir.
−Usted se equivoca… Yo no soy arqueólogo, sino apenas un simple neurólogo −expresó con humildad.
− ¡Imbécil! −gritó golpeándolo−. Si todavía te quedan ganas de jugar yo tengo toda la noche para eso… Espero que resistas, viejo panzudo –sentenció dejando salir de su hermosa boca una neurótica risita. Parecía disfrutar ese sádico momento.
–Hablábamos de un cuarzo que encontraron en Marruecos… −manifestó Filardo resignado. Sabía que no podría resistir un golpe más. Que sus fuerzas lo estaban abandonando.
−Eso lo sé… Sé que José Pedro Aritema, otro del grupo de ustedes, estaba en el Ouzoud… También sé que lo creían muerto, pero dime ahora algo que no sepa o perderé otra vez la paciencia −afirmó amenazándolo con un nuevo golpe.
−Específicamente, qué quiere que le diga porque yo no sé más que usted…
− ¿Qué es el Triángulo Divino?... ¿De qué alineación y Cuarzo Sagrado hablaban?... ¿Por qué tiene que ser a las tres de la tarde?... ¡Responda!… Por favor hable profesor porque no me contendré −dijo mientras los dos fornidos Pax sostenían al regordete científico a fin de que no fuese a desplomarse en el frío mármol del piso.
−El Triángulo Divino, como usted bien sabe profesora, es el símbolo de la Santísima Trinidad... Padre, Hijo y Espíritu Santo −comunicó a fin de perder tiempo y no revelarle la íntima verdad, aunque El Triángulo Divino también era parte de esa trilogía.
− ¡No más cuentos profesor! −exclamó fuera de si descargándole un nuevo manotón.
Después del trompazo el doctor Filardo perdió el conocimiento. Los hombres que lo sostenían buscaron reanimarlo, pero no pudieron.
Delamadrid estaba indignado y aterrado a la vez. No entendía como aquella hermosa mujer podía ser tan brutalmente sádica y fina al mismo tiempo. Los tres Elegidos parecían sufrir en sus adentros, pero no pronunciaron ni una sola palabra. Estuvieron totalmente inexpresivos durante la brutal paliza. Sólo movían los ojos. Los hacían girar en posiciones y ángulos diferentes. A veces daban la idea de estar mirando los blancos capiteles de mármol de aquellas inmensas columnas de granito rojizo, otras las obras maestras, repletas de ángeles, arcángeles y querubines que adornaban las paredes de la basílica.
−Tráiganme al otro y traten de que éste vuelva en sí −ordenó con desprecio dirigiéndose a los Pax.
Los hombres fueron a cumplir con lo solicitado. Delamadrid, con su metro ochenta de estatura y porte atlético, no parecía temerle a aquel reto. “Si mi amigo lo soportó, yo también lo haré”, se dijo a sus adentros. Cuando los dos hombres estaban por tomarlo por debajo de las axilas, igual que hicieron con Filardo, este se opuso.
−Un momento. Iré por mis propios medios −dijo peinándose con sus dos manos hacia atrás su largo cabello castaño claro.
−Muy valiente, mí querido picaflor. Veremos cuánto te dura esa arrogancia que tienes dibujada en el rostro −manifestó la Bertuccelli dándole un fuerte manoplazo que lo hizo tambalear.
−No te tengo miedo… Miedo tendría pasar una noche a solas contigo, inmunda bruja −apuntó sarcástico y forzando una sonrisa en su boca ensangrentada.
−Las mismas preguntas que le hice a tú amigo que está ahí, como un saco de inmundicia, también van para ti −expresó señalando el cuerpo de Filardo que estaba tirado en el suelo con unos de los mercenario inclinado sobre él tratando de reanimarlo.
−Las mismas repuestas que te dio mi amigo, son las mías… No sé nada. ¿Entiendes?... ¡Nada!... −exclamó retándola mientras uno de sus captores lo mantenía inmovilizado con una Doble Nelson.
− ¡Imbécil idiota! −gritó mientras levantaba la mano con furia para darle otro manotazo con la reluciente de filosas puntas de acero a la altura de los nudillos.
− ¡Quietos todos!... ¡El qué se mueva lo mato! −conminó la voz de un hombre que en la oscuridad caminaba hacia ellos.
−Hans… ¡Hans Müller! −exclamó sorprendido Delamadrid al verlo salir de las sombras llevando en sus manos dos pistolas de alta potencia.
−Sus armas al suelo y acuéstense boca abajo −ordenó a los Pax mientras seguía caminado hacia el centro de la nave principal apuntándolos con sus armas− Usted también profesora y sáquese de los dedos ese ridículo juguete −manifestó refiriéndose a la manopla.
−Pero, cómo… ¿Qué haces aquí?... ¿Cómo nos conseguiste? −preguntó totalmente confundido Delamadrid.
−Los seguí… Hice lo mismo que hizo ésta mujer −expresó indicando a Susanna Bertuccelli, quien le dirigía una rabiosa mirada desde el suelo.
−Entonces la sombra que creí ver mientras iba hacia Piazza Barberini eras tú…
−Posiblemente… –contestó escueto.
−Tú fuiste el de los disparos… Tú salvaste al doctor Filardo, ¿no es así? −preguntó tratando de encajar todas las piezas en su mente.
−Así es profesor… Pero no se inquiete, yo estoy de su lado −afirmó Hans sonriéndole al ver que Delamadrid se estaba poniendo un tanto paranoico.
Extrañamente los tres Elegidos de Dios no se movieron de dónde estaban. Seguían con la misma actitud de girar los ojos en casi todas las direcciones de la fastuosa e inmensa basílica. No dieron ni un paso adelante. Tampoco levantaron alguna de sus manos o trataron de pronunciar palabra alguna. Siquiera articularon un dedo. Sólo observaban el entorno.
−Pero usted no era filólogo… ¿Qué hace con esas armas? −preguntó secándose con los dedos un hilillo de sangre que le molestaba cerca de la nariz.
− ¡Claro que soy filólogo! Pero también trabajo para ellos −manifestó señalando con una mueca a los tres Elegidos.
− ¿Para ellos?...
−Sí, para ellos y por favor ayúdeme con las armas… Recójalas y amontónela todas en un solo sitio −solicitó mientras con sus pies las quitaba del alcance de los Pax, quienes se habían tendido en el suelo boca abajo, igual que lo hizo la hermosa y sádica mujer.
−No entiendo… Un filólogo disfrazado de matón o es al revés.
−Ninguna de las dos cosas profesor… Sólo un hombre de Dios que trabaja para alcanzar la Tierra Nueva y al mismo tiempo expiar algunas atrocidades cometidas por sus ancestros…
− ¿Culpas de ancestros?... ¿Qué quiere decir con eso? −preguntó Delamadrid totalmente repuesto del golpe dado por la jefa de los Pax.
−Es una larga historia. Algún día se la contaré tomándonos un buen Brunello en un sitio tranquilo −expresó mientras se acercaba hacia el doctor Filardo, quien seguía tendido en el piso inconsciente.
−Intento frustrado, querido Hans −escucharon ambos hombres a sus espaldas−. Ahora quien tendrá que tirar esos juguetes será usted.
Los dos hombres voltearon instintivamente y frente a sus narices vieron a la también muy esbelta y elegante papiróloga Marcella Buti llevando en sus manos una poderosa metralleta UZI.
−Te demoraste mucho −recriminó la Bertuccelli levantándose del suelo−. Se arruinó todo mi traje blanco −afirmó sacudiéndole unas pelusas que se habían adherido al vestido.
−Me estaba divirtiendo un mundo viendo a este par de imbéciles celebrar su victoria −expresó mientras los apuntaba con cara de pocos amigos.
− ¿Usted también forma parte de esta conspiración?... Debí habérmelo imaginado −se recriminó Hans mientras dejaba sobre en el frió mármol del suelo su dos pistolas.
−Gato que caza ratón es cazado, ¿no lo crees?
−Qué quiere decir…
–Que mientras tú seguías a Susanna y a los profesores yo te seguía a ti… Nunca desestimes la astucia de una mujer.
− ¡Basta de tantas palabras! −ordenó la Bertuccelli, quien a todas luces era la que comandaba el grupo−. ¡Tomen nuevamente sus puestos! −indicó a los Pax−. Y tú −dijo dirigiéndose a Marcella−, encárgate de que estén bien vigilados, porque tengo que hacer una llamada… Otra cosa querida, recuerda que esta noche tú y yo vamos a celebrar esto muy juntitas −expresó lanzándole una seductora mirada y un beso mientras se alejaba hacia unas oscuras columnas que le brindarían privacidad y discreción a la llamada.
27
Giuseppe Pellegrino puso un CD de La Traviata en el estupendo equipo de alta fidelidad empotrado en un elegantísimo mueble de madera del mismo estilo veneciano de su escritorio y se sentó del lado contrario de la escribanía a fin de quedar cerca de donde estaba cómodamente arrellanado el cardenal Ribera.
−Las cosas están cambiando a nuestro favor −comentó luego que recibió una llamada con buenos augurios sobre las operaciones emprendidas aquel Domingo de Resurrección.
−Espero que mi gente también llame con agradables noticias −reflexionó Ribera levantándose del sillón.
−Las dos mujeres cumplieron cabalmente con su trabajo. La primera parte la lograron de forma impecable. Espero que en la segunda etapa también salgan triunfantes… Pero que sea rápido −sentenció.
−Dices que son expertas en el arte de hacer hablar a la gente…
−De lo mejor. Están muy bien entrenadas. La más joven y bonita parece la reencarnación femenina de Torquemada, el Príncipe de la Inquisición −expresó Pellegrino esbozando una satisfecha y sádica sonrisa.
−Usted exagera, monseñor.
−No, no es ninguna exageración. Por nada en el mundo me gustaría estar contra ellas… Menos mal que están de nuestro lado −subrayó totalmente seguro de lo que estaba diciendo.
−Pero son tan crueles así como usted dice −indagó Ribera incrédulo, acariciándose la perilla de su barba.
−Me han contado ciertas cosas que ponen los pelos de punta… Pero mejor dejemos ese asunto… ¿Qué horas es? −preguntó impaciente.
−Las ocho y treinta… Ya falta poco. No se inquiete hombre.
−Espero que les saquen la información antes de la hora −manifestó Pellegrino mientras vagaba por la oficina moviendo las manos al compás de la ópera de Verdi tal como si fuese un director de orquesta.
− ¿A qué hora dijo que debía ser el asunto ese de la alineación?
−A las tres de la tarde hora de Venezuela.
−Aproximadamente a las nueve de la noche de Roma −manifestó Ribera después de hacer unos rápidos cálculos mentales.
−Por favor, no venga con eso de aproximadamente. Tenemos que ser precisos −respondió el monseñor dejando de hacer aquellos estúpidos movimientos con sus manos.
−Es qué en realidad no estoy muy seguro del cambio de horario de Venezuela. Deben ser seis o seis horas y media de diferencia… Algo así…
−Yo no puedo sujetarme a “algo así” −expresó remedándolo Pellegrino−. Debo estar seguro. Voy a llamar al Departamento Internacional para que me informe con precisión −dijo mientras se dirigía hacia la pequeña central telefónica que estaba sobre su escritorio.
− ¿Y estarán a esta hora allí, hoy día de Pascuas?
−Sí, amigo mío. Cumplen tres turnos permanentes de ocho horas diarias las veinticuatro horas del día en los trescientos sesenta y cinco días del año y durante toda la vida mientras la Iglesia exista −precisó antes de tomar el teléfono y marcar.
− ¡Excelente organización la nuestra! −afirmó orgulloso el cardenal Ribera.
− ¡La mía cardenal!… La mía −recordó el viejo dándose con una mano en el pecho mientras con la otra mantenía el auricular cerca del oído en espera de respuesta.
Cuando los prelados hablaban sobre las dos mujeres que tenían bajo custodia al doctor Filardo, Delamadrid y a los jóvenes Elegidos de Dios en la Basílica Santa Maria degli Angeli e dei Martiri y se refirió a que la Bertuccelli era más cruel que Torquemada, se referían al Gran Inquisidor español, tristemente célebre por sus trágicas ejecuciones. El monje dominico, confesor de Isabel La Católica, fue la típica consecuencia de la endiablada sociedad española de su época. El despiadado inquisidor entorpeció todo el florecimiento intelectual español de toda la segunda mitad del siglo XV. Lo peor, es que nunca se arrepintió de quemar “herejes” o de expulsar vilmente a judíos de todo el territorio peninsular. Se decía que para él no contaba edad. Cualquier persona mayor de doce años, en caso de las niñas, y de catorce, en los varones, eran completamente aptos para la Inquisición y si eran hallados culpables irían a la hoguera como cualquier adulto. ¿Cómo podrían defenderse esas pobres e inocentes criaturas del sadismo de la Inquisición? Para el Santo Oficio bastaba que una persona no comulgara con las ideas de la Iglesia para ser calificada de “hereje”. Pero a los que perseguía con más saña, su gran botín de caza, era a los conversos, las personas que por miedo y para evitar el acoso religioso, se convertían al cristianismo para impedir ser calificados de “herejes”. De todas formas, a quien se le ocurriese ir contra la Inquisición era tildado de sospechoso y sometido a las más indignas torturas antes de ser masacrados. Las matanzas y crueldades en nombre de Dios duraron más de cincuenta años y costó la vida de millares de inocentes. Muchos libros y conocimientos fueron quemados por capricho de los inquisidores. Quién sabe cuántas joyas de la literatura se perdieron en esas grandes hogueras y cuántos nuevos inventos, descubrimientos y proyectos arquitectónicos que hubiesen podido despertar a España, mucho antes que a Italia, en el florecimiento del Renacimiento.
Torquemada se convirtió en el símbolo de la crueldad y fanatismo al servicio de la religión y no murió arrepentido, como se dice, por quemar miles de personas inocentes ni de expulsar judíos, pero sí viejo, paranoico, avariento y miserable.
La efectividad de la organización de inteligencia de la Santa Sede dirigida por Giuseppe Pellegrino, ex arzobispo de Milán y hombre clave del Vaticano, había sido puesta a prueba, aunque en una muy pequeña escala. No había pasado siquiera un minuto cuando el teléfono de su despacho sonó. Era uno de los monjes-agentes del Departamento Internacional que le suministrada la información que había requerido momentos antes.
−Usted estaba cerca de la respuesta correcta, pero no era la exacta −expresó tomando en sus manos la pequeña hoja de papel donde había anotado los datos suministrados por el agente−. La diferencia horaria entre Italia y Venezuela es de seis horas y media debido al horario de verano que entró en vigor el veintinueve de marzo a las cero dos horas y estará vigente hasta el veinticinco de octubre de este mismo año hasta las cero horas. La diferencia con Marruecos, país que no ha adoptado el horario de verano, es de exactamente dos horas hacia atrás −manifestó orgulloso de la información aportada después de leer la pequeña nota, la cual dejó caer suavemente sobre el escritorio.
− ¿Por qué tus efectivos hombres no te mandaron la información por fax? −preguntó punzante y envidioso, denigrando de aquella “efectiva organización”, tal como la llamaba el monseñor.
−No juegues conmigo Ribera, que no estoy para bromas… El dichoso aparato se dañó ayer y no han venido a reponerlo… Tú sabes, la Santa Pascua −expresó excusando la falta de eficiencia demostrada en aquel pequeño detalle.
−Está bien, tranquilízate… Sólo era una broma.
−Volveré a poner La Traviata o prefieres otra música… Otra ópera… −preguntó amable el viejo monseñor mientras se dirigía hacia el equipo de sonido.
−O sea −expresó reflexivo Ribera, volviendo al tema de las horas y obviando la pregunta sobre sus preferencias musicales−, que cuando aquí sean las nueve y media de la noche en el Kukenán serán las tres de la tarde… ¿Estoy en lo cierto? −indagó.
− ¡Correcto!… Ciertamente es así −contestó Pellegrino mientras volvía a levantar sus manos a los acordes de la música de Giuseppe Verdi, el inmortal genio musical italiano que llevaba su mismo nombre.
−Y en Marruecos con relación a nosotros serán las siete y media de la noche… ¡Qué extraño! −reflexionó en voz baja, casi para sus adentros, pero Pellegrino lo escuchó.
− ¿Qué te parece extraño? −inquirió.
−Es una tontería… Una estupidez de mi mente analítica.
−Está bien... Está bien, mi sabio amigo. Eres todo un gran científico −atajó Pellegrino curioso−. Pero me puedes decir qué es extraño.
−Qué todas las horas, al convertirlas en números, o sea 3 de la tarde, 9 y 30 de la noche y 7:30 llevan implícitos el número 3.
− ¿Y eso qué significa?
−No lo sé… Sólo algo extraño… Una coincidencia, quizás...
28
Aunque Filardo no podía escucharlo, José Pedro oyó perfectamente bien todas las indicaciones que el científico le daba a través de la línea telefónica. Pero ahora el grupo tenía otro problema. Estaban metidos en una hondonada y era muy difícil, por más experto que se fuese, ubicar con exactitud desde allí el Tabor para alinear el Cuarzo Sagrado.
El otro grave problema era que no tenían vehículo para buscar lo más rápido posible alguna pequeña colina desde donde hacer la alineación. La Hummer había quedado boca arriba y posiblemente no estaría operativa por todo el aceite y gasolina derramada.
Siquiera valía la pena tratar darle la vuelta porque en ese intento, el cual seguramente resultaría vano, perderían demasiado tiempo. Y tiempo, precisamente, era lo que no tenían. Las camionetas de los Pax estaban igualmente destrozadas. Anochecía muy rápido y deberían apresurarse si querían cumplir con las instrucciones de Filardo.
−Desde aquí no podrás apuntar el cuarzo. Yo tengo una pequeña brújula y sé que Jerusalén y, por lo tanto, el Tabor, está hacia el sur. Lástima que el GPS de la camioneta se destrozó… Con el hubiese sido todo más fácil −manifestó Dark.
− ¿Cómo sabes qué se dañó? −interrogó el joven arqueólogo.
−Cuando me metí a sacarlos lo vi… Está hecho añicos −dijo haciendo un gesto con las manos.
− ¿Entonces qué sugieres?... Tú eres el experto −indagó totalmente desorientado José Pedro.
−Comenzar a caminar hacia donde están los traficantes de armas… Es relativamente cerca de aquí… Allí hay una pequeña colina desde donde podremos intentar la alineación. ¿Qué piensan ustedes? −preguntó dirigiéndose a Simón y a Débora.
−Bien… Creo que es lo más indicado, pero debemos apresurarnos… Queda muy poco tiempo y la distancia no es tan corta como dices −respondió Débora mientras señalaba hacia un punto como si conociese el camino.
−Veo que todos coincidimos en darnos prisa… Entonces comencemos a caminar −sugirió José Pedro acomodándose nuevamente el morral con el Cuarzo de María Magdalena en la espalda.
−Esperen un momento −contuvo Dark−. Primero busquemos las cosas necesarias en la camioneta.
– ¿Cuáles cosas? −indagó curioso el arqueólogo.
−Nuestro salvoconducto, amigo… Nuestro salvoconducto…−expresó mientras iba hacia la Hummer.
Dark apoyó en el suelo la ametralladora que colgaba de su hombro, se echó al piso boca abajo y arrastró hacia el interior del vehículo accidentado. Al par de minutos salió con varias recargas, el bulto lleno de granadas que con el volcamiento había ido a parar al fondo de la camioneta, la subametralladora que dejó tirada José Pedro y su gorra del béisbol.
Otra vez de pie, sacudió el polvo de su ropa, se puso la gorra y recargó la pequeña HK-MP5. Cuando estuvo lista se la lanzó al arqueólogo, quien en excelente reflejo la atrapó en el aire.
−Ese es tu salvoconducto… El mío está aquí −precisó mientras introducía una caserina en la SAW de 5.56 mm. y terciaba entre hombro y espalda el bulto con las granadas. Ahora sí estoy listo −afirmó y comenzó a avanzar hacia el sur.
− ¿Habrá peligro más adelante? −preguntó precavido José Pedro.
Nadie parecía haberlo escuchado. Simón y Dark estaban muy ocupados abriéndose el paso hacia la carretera pavimentada.
−Por ahora no −contestó Débora mirándolo con ternura.
Presentía la inquietud del arqueólogo. El día había sido muy rudo con él, un hombre que muy pocas veces salía del mundo de los libros y las excavaciones y ahora se encontraba inmerso entre persecuciones y tiroteos
Dark volteó a verlos. Era el mayor de todos y la única persona con experiencia en cuestiones de combate. Débora y Simón apenas eran unos jovencitos, al igual que José Pedro. En sus manos tenía la responsabilidad de sus vidas. Estuvo a punto de perderlos una vez y se había prometido que eso no volvería a ocurrir. No se arriesgaría a dejarlos solos ni por un instante, siquiera para salvar su propio pellejo.
− ¿Qué hora es? −preguntó José Pedro dándole alcance a Dark, quien era el único del grupo que llevaba reloj.
−Las dieciocho y cuarenta y cinco −contestó sin dejar de perder el paso después de consultar su cronógrafo estilo militar−. Lo siento, las seis y cuarenta y cinco −corrigió enseguida al ver la cara de asombro que puso el arqueólogo.
−Disculpa Dark, podrías también decirme ¿qué hora podría ser en este momento en Venezuela? −interrogó dubitativo.
−Estamos en el paralelo sur, latitud 13 grados 3 segundos y 66 grados al oeste −comezó diciendo en broma pero con su cara muy seria mientras el arqueólogo lo observaba perplejo. Pronto dejo asomar una de sus pocas sonrisas y expresó: – No… No sé, José Pedro. Estaba bromeando, pero creo que deben ser algo así como la una y media o dos de la tarde.
−Son las dos y quince exactamente. Hay que apurar el paso −precisó Débora, quien ayudada por la mano de Simón fue la última en subir el desnivel que finalmente le haría posar sus pies sobre la carretera pavimentada.
−Desde este momento es mejor caminar en silencio y estar alerta −advirtió Dark−. No creo que esos hombres se dieron por vencidos así nada más… Seguramente mandaron a otros y en estos momentos podrían estar buscándonos. Aquí estamos al descubierto, por eso les ruego que hagan el menor ruido posible… Cero conversaciones, ¿de acuerdo? −advirtió a todos llevándose el índice a la nariz.
La noche ya había teñido con su manto aquel desolado y árido paisaje.
Semejante a espejismos, mortecinas luces de aldeas berebere surgían y se escondían en la distancia según el desnivel de la vía. Los cuatro viajeros caminaban en silencio en pos de un sueño.
Sólo dos de ellos, Débora y Simón, sabían cosas que, por ahora, no les estaban permitidas revelar. No obstante, su sola presencia les daba fuerza espiritual para seguir.
Dark, ya conocía sus poderes, y aunque para José Pedro era su primera experiencia divina, creía de todo corazón en ellos y en la anunciación de un mundo mejor, menos materialista, mercenario y rapaz. Estaba convencido de que el hombre se había convertido en el depredador más fiero y sanguinario del planeta y que de seguir así el mundo y todo lo que estaba dentro de el se aniquilaría a sí mismo. Que iba camino a una irremediable catástrofe y que, a toda costa, debía detener su furiosa carrera hacia la autodestrucción.
− ¡Allí!... ¡Allí esta Sirius! −exclamó en sofocos José Pedro.
− ¡Shuuuu! −susurró Dark mientras también miraba al cielo.
− ¿Estamos cerca de la colina? −indagó en baja voz el joven arqueólogo.
−Si, falta muy poco. Pero ten cerrada la boca porque creo haber visto sombras en la oscuridad. ¿Y tú Simón?... ¿Percibes algo Débora? −preguntó el veterano ex combatiente mientras les hacia señas a todos de echarse al suelo.
−Son seis a tú izquierda −precisó Simón−. Todos están armados.
−Otros cuatro vienen de frente a nosotros, pero no nos han visto −apuntó Débora−. Los seis que señaló Simón sí y se están comunicando por radio con el otro grupo.
− ¿Qué haremos? −interrogó alarmado José Pedro.
−Nos internaremos hacia allá −manifestó indicando un montículo rocoso−. Esta vez no nos separaremos. Tú te quedas al lado de Simón –ordenó dirigiéndose a José Pedro– Yo cuidaré de Débora −precisó mientras caminaba hacia el sitio señalado.
29
En Santa Maria degli Angeli e dei Martiri los interrogatorios habían comenzado nuevamente. La Bertuccelli ahora estaba más furiosa que nunca. El doctor Filardo seguía inconsciente tirado en el suelo. Delamadrid temió por un momento que hubiese muerto, pero de pronto un fuerte ronquido del viejo científico le hizo borrar esa idea de la mente. El pobre se la pasaba metido en su laboratorio casi sin dormir aunque si con mucho de comer, y el agotamiento debido a largas semanas de continuo trabajo se evidenciaba en las grandes ojeras que siempre le acompañaban, por lo que aprovechó la golpiza para darse un descanso y dormir un poco. Los jóvenes Elegidos parecían estatuas. Seguían sin moverse y con los ojos girando dentro de sus orbitas. Aunque ahora eran más intermitentes. Parecían recibir señales y órdenes de un sitio muy recóndito. Siquiera se notaba un mohín en sus rostros. No movían otra parte del cuerpo que no fuesen los ojos, no obstante se les apreciaba alerta. La jovencita Irene, que vestía un amplió pantalón color azul cielo y una franelilla blanca bastante escotada, dejó repentinamente de rotar los ojos y los fijó en el monumental órgano tubular que estaba en la capilla de San Bruno, en un lateral de la fastuosa basílica, que pese a las amortiguadas luces ella podía ver perfectamente bien.
−Ahora si estoy furiosa. Arruinaron mi traje nuevo… ¡La pagarán con su sangre! −explotó la profesora Bertuccelli, quien en un ademán muy típico italiano se mordió la pulpa interior de su dedo índice para indicar lo molesta y rabiosa que estaba−. Tráiganme acá al imbécil que lo hizo −expresó señalado con el mismo dedo derecho que se había mordido a Hans Müller y dirigiéndose a Delamadrid advirtió−: Descanse un poco profesor y vaya pensando bien lo que me va a decir porque después que termine con el alemán le tocará a usted −concluyó mientras dos fornidos Dei Pax llevaban al rubio filólogo ante su presencia.
Debido a los desplazamientos que hizo en el interior de la basílica minutos antes, Delamadrid había quedado con sus pies sobre la inscripción que señalaba Stellae Polaris, mientras que frente a sus narices y a corta distancia podía observar una placa de mármol blanco que estaba adherida a una pared lateral recubierta en inconfundible traventino rojo, en cuyo interior se leía claramente LA MERIDIANA DI S. MARIA DEGLI ANGELI.
Esa Stellae Polaris o Estrella Polar donde causalmente habían quedado posados los pies del arqueólogo, estaba debajo del crucero de la suntuosa edificación religiosa y formaba parte del Reloj Solar de la basílica, el cual fue construido sobre la base exacta del diseño original de Miguel Ángel por solicitud del Papa Clemente XI e inaugurado el 6 de octubre de 1702. Con dicho reloj se pretendía demostrar la exactitud del Calendario Gregoriano y determinar la fecha de la Santa Pascua a través de los movimientos del Sol y la Luna. Y en esa precisa fecha estaban ahora. En Domingo de Resurrección, el día más importante de la cristiandad, porque sin la Resurrección el catolicismo se vendría abajo por no tener otra bases de sustentación donde asentar la fe.
Dos Pax mantenían firme a Hans mientras la iracunda Susanna volvía a encajar en sus dedos la reluciente manopla con las cuatro mortales puntas de acero dirigidas a la cara del recién llegado.
−Hace rato dijiste que trabajabas para ellos. ¿Quiénes son ellos? ¿A quién te referías? −preguntó haciendo el contenido ademán de tirarle el primer revés con la punzante arma.
−Espere un momento −atajó Hans con educación−. No hace falta que se destroce sus dedos. Le diré todo lo que quiera saber, pero guarde esa cosa, por amor a Dios −solicitó muy dispuesto a hablar.
−Entonces empieza −respondió la hermosa mujer bajando la mano en que tenía puesto el siniestro aparato−. ¿Quiénes son ellos? −repitió más calmada, con voz grave, mirando directamente los ojos de Hans.
−Los Elegidos de Dios…Los seres cuya existencia la Iglesia niega con obcecada terquedad −respondió sincero.
Una rotunda carcajada resonó por toda la basílica. Los tres Elegidos, pese a la revelación de Hans seguían imperturbables, igual que siempre.
−Si vas empezar igual que el imbécil de Filardo, te dejaré peor que él… No más bromas disgrazziato e fetende nazi −maldijo en italiano− ¡Habla!… ¿Ellos te pagan?... ¿Quién son ellos en verdad? −preguntó con un gesto de asco señalando a los tres Elegidos.
− ¡Mujer de poca fe!... ¡Ellos son los Elegidos de Dios!… Los ángeles del milenio… Los Nion o Niños Luz o como quieras llamarlos… Entend… −un bestial revés con la manopla no le dejó concluir la frase.
El rostro de Hans comenzó a sangrar, aunque permanecía firme y con mirada retadora ante la Bertuccelli, quien pese a su sadismo y la furia que destilaba por los ojos, seguía viéndose hermosa. Nerviosa y confundida ante la respuesta dada por el joven filólogo alemán, comenzó a acariciarse con los dientes su carnoso labio inferior. Había tanta tensión en aquellas neurasténicas caricias, que un rocío de sangre brotó de su piel.
De pronto, como espectros salidos de las catacumbas que silenciosas serpentean con su ancestral olor a muerte el subsuelo de la milenaria Roma, unas extrañas figuras fueron materializándose delante y detrás de los Pax y los atenazaron fuertemente. Desprevenidos y sin esperárselo siquiera en su imaginación más virulenta, aquellos rudos hombres, curtidos en el salvajismo más despiadado, se aterraron al sentir el gélido frío de las manos que los sujetaban. Las caras de aquellas criaturas no eran de ninguna forma fantasmagóricas. Su piel color cal grisácea húmeda y el borde palpebral de sus ojos carente de pestañas de un límpido blanco, más bien transmitían un sufrimiento remoto y lacerante. En sus ojos estaba escrita toda la historia de la crueldad humana. Eran rostros plañideros, pero también ungidos de esperanza. De una larga esperanza que no murió con ellos, sino que siguió viviendo a través de los siglos en una sola palabra, la más corta pero también la más grande, hermosa e inmensa que humanidad y universo entero hayan podido escuchar nunca: fe. Jamás una sola palabra ha ganado tantas batallas y conquistado tan enormes y extensos continentes. Jamás una sola palabra ha estado tantas veces y por tanto tiempo en el corazón de las personas sin apartarse de ellos un solo instante. Jamás árbol alguno ha echado tan grandes y hermosos frutos. O raíz ha llegado tan profundo y penetrado océanos, ríos y surcado montañas hasta llegar al infinito. En los rostros de aquellos seres estaba escrito todo eso y mucho, pero muchísimo más.
La bella y sádica Bertuccelli, que instantes antes se vanagloriaba de tener el poder y todo el control en sus manos, ahora estaba aterrada. Temblaba como la hoja de una higuera a punto de desprenderse por la fuerza del viento.
– ¿Quiénes son ustedes?... ¿De qué infierno salieron? −preguntaba desvariada y fuera de si.
Sus ojos parecían querérsele salir de las órbitas. La ruda mujer se había convertido en un mansa y asustada gatita.
Marcella, en cambio, luchaba por desembarazarse de las heladas tenazas, pero sus intentos eran vanos. Sudaba y su hermoso rostro blanco, inmaculado como una perla, había tomado un aspecto tétrico. Hacía frenéticos esfuerzos por liberarse. La pintura rojo carmesí de sus sensuales labios se los había estrujado tantas veces sobre sus desnudos hombros, que ahora semejaban los de un payaso. Su cuerpo se humedeció tanto, que gotas de sudor impregnadas con el rouge de sus labios rodaban sobre su descotada franelilla blanca. De la ruda y amenazante mujer que llegó a la basílica metralleta en manos, no había quedado ni el recuerdo.
En el mismo instante que comenzaron a materializarse las figuras, los tres jóvenes Elegidos corrieron a socorrer al doctor Filardo, quien seguía inconsciente boca abajo en el suelo. Los dos varones le dieron vuelta y posando rodilla en tierra comenzaron a prestarle los primeros auxilios. Irene se arrodilló junto a su cabeza, la tomó con ambas manos y la mantuvo ligeramente elevada mientras el más espigado de los Elegidos comenzaba a secarle la sangre del rostro con un pañuelo.
−Va a estar bien… Pronto recuperará el sentido −dijo el joven Elegido al profesor Delamadrid, quien se había acercado a fin de ayudar.
− ¿Qué sucedió? … ¿Qué son esas cosas? −preguntó todavía bastante asombrado pero sin olvidar su nato oficio de investigador de cosas ocultas y extrañas.
−Mártires… Ellos viven aquí con todos nosotros −respondió con dulce naturalidad la muchacha alzando ligeramente la cabeza para clavar sus expresivos ojos en la imponente estampa del arqueólogo que estaba parada junto a ella.
−Con ustedes tres querrás decir −buscó aclarar Delamadrid.
−No, con todos nosotros… Somos muchos y vivimos aquí −reveló Irene como si lo que había dicho fuese lo más normal del mundo.
− ¿Muchos?... ¿Aquí?... ¿Dónde? −interrogó atropellándose con sus propias palabras y confusión.
−Abajo… Él sabe −expresó señalando a Filardo, quien comenzaba a mover la cabeza en evidente muestra de que estaba despertando.
Mientras los Elegidos y Delamadrid atendían a Filardo, el rubio profesor Müller estaba ocupado en recoger todas las armas de los Pax y de las perversas mujeres.
Susanna Bertuccelli, pese a haber estudiado y trabajado gran parte de su vida con momias y desentrañando tumbas en muchos remotos lugares del mundo, se había desmayado en brazos de una de aquellas figuras que, a pesar de que estaba inerte, no la soltaba. Ahora semejaba un descompuesto maniquí abandonado en el aparador de una vidriera.
− ¡Gracias, hijos! −expresó con afecto el doctor Filardo al volver en sí y ver a su alrededor a los tres Elegidos y las largas piernas de Delamadrid−. Tú qué haces allí parado −refunfuñó dirigiéndose al arqueólogo−. Debemos apurarnos… ¿Qué hora es? −preguntó mientras se incorporaba ayudado por los Elegidos.
−Creo que cerca de las nueve −contestó mientras también se aprestó a ayudarlo a parase.
−Profesor… Mí querido profesor, quiero saber la hora exacta −recriminó retornando a su acostumbrado mal genio.
− ¡Un cuarto para las nueve! −exclamó después de consultar su reloj pulsera−. ¡Qué rápido pasa el tiempo! −sentenció mientras veía acercarse a Hans.
−Entonces debemos darnos prisa… La hora está por llegar… ¿Mientras estuve dormido José Pedro volvió a llamar? −preguntó preocupado.
−No… Hiciste bien en quedarte en el suelo… Las cosas por aquí arriba estuvieron feas −dijo en son de broma Delamadrid−. Gracias a Dios que vino Hans a echarnos una manito, pero también quedó entrampado −contó y luego, como vio que Filardo no se extrañó ante la presencia del filólogo, discernió −: Sabías lo de Hans. No es así viejo zorro.
− ¡Claro!... Trabaja conmigo y los Elegidos… Se los iba a proponer como nuevo miembro del grupo en la próxima reunión del Omne verum.
−Entonces metí la pata… Estuve con él y le revelé algunas cosas que no debía −confesó arrepentido por la conversación que sostuvieron en el bar del hotel Tiberio.
−No metiste nada y tampoco soltaste nada importante −lo disculpó Filardo a fin de sacarlo del bochorno.
− ¿Y cómo lo sabes si no estabas allí? −preguntó confundido.
−El me llamó después que saliste del hotel para encontrarte conmigo.
−Entonces era un peine… Me estaban probando…
−Algo parecido, pero probando tú fidelidad jamás. Sabemos bien que eres hombre de fiar. Quería saber hasta que punto podrías manejar la bebida…
− ¿Y qué tal?... Porque hubo un momento que ya no sabía de mí.
−Saliste bien. Dijiste cosas confusas y otras que ya se sabían en el mundo donde nos movemos. No hay quejas −expresó Filardo tratando de sonreír, pero el dolor que le causaba el hematoma de la boca se lo impidió.
−Necesitamos cuerdas para atar a estos rufianes. Pronto los Mártires se irán −advirtió con preocupación Hans acercándosele−. Debemos movernos con rapidez −urgió con los ojos apuntados a Filardo en espera de una rápida respuesta de la ágil y analítica mente del científico.
− ¿Dónde vamos a conseguir cuerdas en una Iglesia? −preguntó Delamadrid levantándose de hombros.
− ¡Allí! … Esas servirán y hay muchas −comunicó señalando los cordeles divisorios que los encargados de seguridad de la basílica colocan para separar las áreas cuyo paso está restringido a turistas y visitantes ajenos a la instalación religiosa.
Hans corrió a buscarlos. Lanzó al suelo los tubos que los sostenían y comenzó a desenredarlos. Pronto recabó una buena cantidad de cuerda para amarrarlos a todos y se dirigió otra vez hacia donde las apariciones sostenían inmóviles a aquellos sujetos mal encarados que se encargaban del trabajo sucio de la Iglesia.
− ¿Y cómo los amarro ahora? −preguntó confuso a Los Elegidos al ver que los espectros aún los tenían fuertemente agarrados, unos por detrás y otros contra su pecho, de frente y mirándoles sus aterradas caras.
−Dales la vuelta y enlázalos juntos a los Mártires. Cuando los vayas teniendo seguros ellos irán desapareciendo −explicó el más joven de los dos varones, quien momentos antes le había dicho a Delamadrid llamarse Uriel y el alto Salatiel.
−El asunto se dará aquí −precisó el doctor Filardo poniéndose exactamente debajo del pequeño agujero del reloj solar que había en la pared de la basílica −y será a las nueve y media en punto…
Se había puesto debajo del gnomon, el agujero por el cual la luz solar pasa y cae en un punto variable medido por una línea de bronce de cerca cuarenta y cinco metros de largo trazada sobre el suelo de la basílica. La llegada de las estaciones era representada por las figuras zodiacales incrustadas en mármol y dispuestas en el suelo a lo largo de la línea. En un extremo se encontraba el signo de Cáncer, que representa el solsticio de verano, y en el otro lado el de Capricornio, que simboliza el solsticio de invierno.
Además de la línea del sol, también tenía agujeros en el techo para marcar el paso de las estrellas. Dentro de la oscuridad interior de la basílica, las estrellas Polaris, Arcturus y Sirius, eran visibles a través de esos agujeros, incluso en el mediodía brillante.
La construcción y colocación de dichos instrumentos no se debió a un capricho del Papa Clemente XI, a principios del siglo XVIII, como se dijo, sino a las revelaciones de unos papiros que reposan en la Santa Sede. Por tal motivo el Papa encargó al astrónomo y matemático Francesco Bianchini que construyese esa línea meridiana, una especie de reloj de sol, dentro de la basílica. Terminado en 1702, el objetivo principal del reloj era comprobar la exactitud de la reforma del Calendario Gregoriano y lograr una herramienta perfecta que predijese con exactitud matemática la Pascua, o sea la Semana Santa. Se eligió para la construcción de la basílica Las Termas de Diocleciano porque, al igual que otros baños de la Roma antigua, las Termas estaban orientadas hacia el sur y podía recibir sin ningún problema la exposición al sol. El mismo sur hacia donde se dirigían José Pedro, Dark y los dos Elegidos de Dios en Marruecos para alinear el Cuarzo Sagrado a fin de lograr el llamado Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad.
Otro de los motivos por los que se escogieron las Termas obedeció a la altura de sus muros, los cuales estaban sólidamente asentados a través de los siglos en el terreno, asegurando de esa forma que los instrumentos de observación colocados pudiesen ser perfectamente calibrados, lo que permitiría medir con total precisión los progresos del sol durante todo el año. También hubo otro motivo, banal y vanidoso. El Papa escogió el lugar de las Termas de Diocleciano para edificar la basílica porque quería dejar postrado allí un símbolo imperecedero de la victoria del calendario cristiano sobre el calendario pagano anterior.
− ¿Cuánto falta? −preguntó otra vez Filardo.
−Exactamente veintitrés minutos y algunos segundos para las nueve y media −contestó esta vez muy preciso Delamadrid.
−Avísenle a los otros que ya pueden subir −solictó el científico a los tres Elegidos, quienes desde que recobró la conciencia no se apartaban de su lado.
− ¡Corran, que esperan!... Vayan a avisarles a los otros. Tenemos poco tiempo −urgió nervioso Delamadrid al ver que los muchachos no se movían.
−Quédate tranquilo… Ya lo están haciendo −lo calmó el malogrado Filardo, a quien los abultados hematomas habían desfigurado parte de su rostro.
Delamadrid volteó de nuevo hacia los muchachos y vio como Uriel, Irene y Salatiel hacían girar intermitentemente sus ojos. Tal como lo estuvieron haciendo desde que los Pax, la Bertuccelli y Marcella Buti irrumpieron en la basílica. Era su forma de comunicarse. Un modo muy avanzado de telepatía a través de la cual podían sostener largas conversaciones y hasta “hablar” y despertar a los muertos. Eran los predestinados a conducir la humanidad hacia una Tierra Nueva sin odio, maldad o guerras, donde la convivencia humana tendría sólidos e indestructibles cimientos basados en el amor en todas sus espirituales y virtuosas formas.
− ¿Qué hacemos con este bulto? −preguntó Hans señalando a los facinerosos que había amarrado y tirado boca abajo en el frió piso.
−Déjalos ahí… No molestarán −indicó Delamadrid caminado hacia donde se había ubicado el doctor Filardo.
De pronto, niños y jóvenes de diferentes edades y razas comenzaron a salir de todos los recovecos de la gran basílica y caminaron en silencio hasta la abertura del reloj solar, donde estaba el grupo reunido. Los había blancos, negros, asiáticos e indios. Niñas que todavía estaban en edades infantiles y hermosas jovencitas como Irene. Muchachos apuestos y fuertes como Simón y rubias como Débora. Aunque eran todos y todas muy diferentes unos de otros, en todos ellos había un denominador común: la paz que reflejaban en sus miradas y un tenue fulgor, casi imperceptible, que emitían cuando caminaban por sitios oscuros. De ahí, además de la cruz lumínica descubierta en sus cromosomas X, provenía la denominación de Niños Luz, definición que luego el doctor Filardo abrevió con la palabra Nion, por ser más práctica para sus anotaciones científicas.
Pero esa era sólo una forma primaria de diferenciarlos de los niños comunes, porque aunque vestían, jugaban y se comportaban como niños y jóvenes cualquiera, entre ellos no existía distinción alguna, solo eran Elegidos. Los Elegidos de Dios anunciados a través de milenios en citas bíblicas, papiros y escritos milenarios provenientes de los cuatro puntos cardinales del mundo y en todas las leguas antiguas existentes. Además, todos ellos, sin excepción, tenían en su costado derecho el profético tatuaje que los identificaba como Elegidos de Dios, portadores del Ichthys, el pez, cuyo significado es Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador y en su interior la inscripción en arameo que decía Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola.
En cuestión de segundos cientos de Elegidos, salidos de los rincones más insólitos de la monumental edificación religiosa, se dirigían en silencio hacia donde estaba el doctor Filardo y el resto del grupo. Una áurea que se desprendía desde lo alto del techo de la basílica donde los hermosos frescos allí pintados parecían cobrar vida, iluminaba sus espaldas mientras caminaban hacia la nave central.
30
Después de alejar del peligro a Santiago, el hermoso caballo alado y su sagrado jinete regresaron a toda velocidad desde el infinito.
Abajo, Las Carrozas de la Oscuridad se habían reagrupado y ahora iban por Juan Diego y Luis Rafael, cuyos cuerpos se estremecían como diminutas pajas al soplo del viento. Seguían arrodillados y con los ojos cerrados.
Era tanto el temblor de sus manos, que a Juan Diego se le cayó dos veces la Biblia al suelo. Le intranquilizaban el olor a azufre y los aullidos diabólicos, los cuales con cada segundo que pasaba se escuchaban más cerca. Aunque no había calor, sino nubes de muerte tan negras como el miedo, comenzó a transpirar copiosamente. Los latidos de su corazón eran tan sonoros y fuertes que se confundían con el rechinar de los dientes de Luis Rafael. Estaba desesperado y aterrorizado a la vez, igual que su amigo.
De pronto se dejó llevar por la tentación de mirar hacia arriba. Su instinto de conservación era más fuerte que la advertencia de Santiago. Quería cerciorarse cuán cerca estaban los seres vestidos de terror. Se tapó los ojos con una de las manos y miró entre la rendija de sus dedos. Espantado los volvió a cerrar. Aferró la Biblia con ambas manos, la puso como escudo frente a su rostro y volvió a buscar la página que no pudo hallar momentos antes.
Al fin, las líneas que con tanta angustia necesitaba para su consuelo y protección, se presentaron como luz divina ante sus ojos. Era el Salmo 91. Marcó la página con la estampita de la Virgen de Coromoto y dándole un codazo a Luis Rafael para que repitiese junto a él, comenzó a leerlo en voz alta, auque el infernal pandemonium que hacían las carrozas amortiguaban su plegaria.
−El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo las sombras del Omnipotente. Diré yo al Señor: Esperanza mía y castillo mío. Mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora −leyó con fervor salpicado de espanto.
De tanto en tanto Luis Rafael recibía un codazo para que levantara la voz porque sus palabras casi no se escuchaban.
−Con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estarás seguro. Escudo y adarga es su verdad.
Juan Diego no había terminado de leer la frase, cuando en un arrebato Santiago, jineteando el celestial caballo alado, pasó como saeta al lado de la carroza de muerte que estaba más próxima a ellos y de certeros sablazos cortó las cabezas de las bestias que la tiraban. Los pestilentes engendros del demonio lanzaron terroríficos alaridos mientras las nubes negras donde cabalgaban reabsorbían sus cuerpos mutilados para regresarlos al infierno del que habían salido.
La lucha continuó en todo su sangriento fragor. Juan Diego no cesaba de leer el alentador Salmo, cuyas palabras parecían extraídas de la propia batalla que estaba aconteciendo en las alturas.
−No temerás el terror nocturno ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya. Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra, más a ti no llegará −continuó con Luis Rafael ahora más animado, sacando de lo hondo de su pecho y corazón una voz nítida, enérgica y plena de fe.
Las bestias y sus carrozas parecían triplicarse, pero Santiago y su alado caballo semejaban miles en uno por su velocidad y eficacia. Los roñosos y torpes seres del mal estaban confundidos. Iban cayendo uno por uno mientras regresaban a ser pastos de las llamas infernales donde purgarían por los siglos de los siglos todos sus pecados y maldad.
−Ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos. Porque has puesto al Señor, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación, no te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada. Pues a sus ángeles mandará cerca de ti, que te guarden en todo tu camino.
Juan Diego no había terminado de decir a sus ángeles mandará, cuando Santiago pasó en vuelo fugaz sobre sus cabezas. Instintivamente los dos hombres dirigieron la vista al cielo y vieron el vertiginoso paso de su ángel amigo, quien los observaba con una sonrisa en los labios. Alentados por su valor, permanecieron orando arrodillados sobre las punzantes rocas volcánicas.
−En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el áspid pisarás, hollarás al cachorro del león y al dragón −siguieron con más vigor mientras le devolvían la sonrisa a Santiago.
La batalla estaba por concluir. Cabezas pestilentes que de momento parecían descolgarse de las nubes para caer en la inmensa sabana que había a más de dos mil metros montaña abajo y perderse entre su extensa vegetación, despavoridas corrían de regreso a sus diabólicas madrigueras del inframundo. Semejaban horribles bolas de excremento mientras se introducían en un hueco que emanaba lava y polvo. Casi todas las bestias y sus monturas de ultratumba fueron abatidas por Santiago y su caballo alado. La derrota del maligno había sido consumada. Algunas de Las Carrozas de la Oscuridad, iban en desbocadas hacia la oscuridad que las había parido.
−Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré, le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará y yo le responderé. Con él estaré yo en la angustia. Lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación −concluían dichosos Juan Diego y Luis Rafael la lectura del Salmo 91 creyendo que todo había terminado y que al fin estaban a salvo.
Los dos se pusieron de pie.
Mientras Juan Diego cerraba la Biblia y volvía a colocar como señal la estampita de la Virgen de Coromoto en la página que momentos antes abrió, una diabólica carcajada estremeció los cimientos del universo. El caballo con alas de ángel relinchó e irguió en sus dos patas traseras. Santiago levantó la espada del Espíritu Santo, el de la verdad y de la justicia, y comenzó a buscar con sus ojos la procedencia de aquel horrible eco.
Sabía que al derrotar a sus pestilentes lacayos había despertado la ira del Rey de los Infiernos, al Satanás de la morada del mal, al Lucifer de los cuernos teñidos de muerte, quien subía de las moradas del averno para tomar venganza de su propia mano maldita.
El valiente Santiago, el Elegido de Dios para conducir a la humanidad hacia la Tierra Nueva, donde la paz, el amor, la compresión y el perdón serán los cimientos espirituales de los nuevos hombres, no se inmutó.
Sabía que la batalla contra el maligno sería difícil y mortal, pero el entregaría, por amor a Dios y por salvación de los hombres de buena fe, todo su coraje y astucia divina para vencerlo y regresarlo al inframundo donde pertenecía.
PRÓXIMO MIÉRCOLES Caps. 31 al 33 y último.
Adelanto...
Según una antigua leyenda, aquella estrella que ahora José Pedro, Dark, Simón y Débora tenían ante sus ojos, fue elegida en los primeros siglos por una tribu africana conocida como Los Hombres Estrellas de Dogon como símbolo de su festival religioso, el cual celebraban cuando Sirius completaba su rotación sobre Sirius, El cachorro, su estrella hija, acontecimiento estelar que para ellos sucedía cada sesenta años. La rotación, según los aborígenes, aumentaba las esperanzas de vida de los miembros de la tribu en más de quince años. Pero eso no tendría la más mínima importancia si la estrella fuese conocida por todos en la antigüedad, pero no era así. Era totalmente desconocida. ¿Cómo supieron los aborígenes de aquella tribu perdida en el corazón de África sobre la existencia de Sirius y su Cachorro si en esa remota época no existían telescopios ni otros métodos de observación más que los ojos?
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