sábado, 18 de diciembre de 2010

URL, EL SEÑOR DE LAS MONTAÑAS


  La terrible realidad venezolana en una premonitoria epopeya fantástica.

Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia, así como la relación de tiempo y espacio, existente o por existir. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin permiso previo del autor.
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1
  Altivo, con las dos piernas abiertas bien afincadas al suelo, Url escrutaba el horizonte desde el risco más alto de la montaña. En su mano sostenía una larga vara de madera mientras que de su hombro colgaba un lanzacohetes de corto alcance.
 Blanco, con el rostro curtido por las inclemencias del tiempo y la edad, vestía una harapienta batola de lino que ligeramente rozaba las puntas de sus botas de campaña. Un pedazo de cuero viejo anudado en uno de sus extremos le servía de cinto. Su abundante barba y despeinada cabellera entrecana enlazada en forma de cola de caballo, ondulaba al capricho de los vientos del norte.
  Estaba en el punto más empinado de toda la región, una especie de atalaya natural que los moradores del lugar llamaban Paraje del elefante porque la formación rocosa semejaba la cabeza de un elefante con su trompa enrollada y orejas expandidas, como si estuviese a punto de atacar.
  Ese día, un cuatro de abril, Url esperaba lo peor. Los combates fratricidas que habían estallado hace más de tres años estaban llegando a su punto culminante. Presentía que la batalla final estaba por llegar, pero no sobrevendría esa tarde.
  Url era el líder y comandante supremo de La Fuerza Libertaria de La Cordillera de la  Costa. Aunque la mayoría de los guerreros del Ejército del Bien nunca lo había visto, conocían de sus hazañas y prodigios y de las batallas ganadas pese a que las comunicaciones con los otros frentes eran muy precarias, casi nulas.
  Entre los valientes que luchaban por la libertad en las diferentes regiones del extenso territorio dominado por llanuras, mares y montañas, Url era el más excepcional de todos ellos, ya que poseía poderes extraordinarios, como ningún otro ser sobre la faz de la tierra.
  Esa tarde, ante la atenta mirada de más de un centenar de guerreros que lo acompañaban, un ruido, imperceptible para cualquier otro oído humano, que procedía de lo profundo del bosque, hizo que deslizara en movimiento instintivo el lanzacohetes del hombro para dispararlo hacia las copas de los árboles.
  Dejando una estela de humo a su paso el proyectil penetró el corazón del follaje. Su estallido ensordecedor fue seguido por otras detonaciones y lenguas de fuego. Por la cantidad de explosiones, presumieron que había hecho blanco en un pequeño convoy de blindados ligeros que se había colado en la montaña y abría paso sigilosamente por un angosto sendero.
  Cómo supo aquel hombre que La Fuerza del Mal había penetrado los dominios Libertarios, nadie siquiera lo imaginó.
 Impasible y con la mirada fija en la humareda, alzó el brazo y con la vara hizo señas a los vigías de las otras montañas vecinas para que estuviesen alerta.
  Sin moverse del acantilado, dirigió la mirada al cielo y entre la cresta de dos picos gemelos distinguió la silueta de tres cazabombarderos camuflado con un barniz negro mate que se acercaban hacia ellos a velocidad supersónica.
  Cuando los tuvo a distancia, indiferente a las ráfagas de metralla que escupían por sus bocas aquellos pájaros asesinos, extendió los brazos en forma de cruz y los volvió a cerrar dejando deslizar intencionalmente el lanzacohetes del hombro, el cual rodó dando saltos hasta sus pies. Aprisionó con fuerza la vara entre las manos, cerro momentáneamente los ojos, como buscando inspiración, y la apuntó hacia el supercaza más cercano.
  De aquel madero, que en su punta tenía tallado la cabeza de un majestuoso carnero, brotó un rayo que impactó en el aparato dejándolo hecho añicos en cuestión de segundos. Los otros dos corrieron la misma suerte.
  Del este y el sur apareció un par más, pero fueron derribados por las certeras baterías antiaéreas enclavadas en los flancos de las montañas.
  El regocijo fue tal, que desde los siete picachos que se elevaban en aquella región tan solitaria, se escuchó el chasquido de disparos al aire en son de triunfo.
  Una pertinaz llovizna comenzó a rociar la verde montaña, sin embargo Url siguió estático en el borde del Paraje del elefante a la espera de otra arremetida, pero esta no ocurrió.
  Convencido de que no habría más ataques, giró sobre sus talones, recogió el lanzacohetes del suelo y fue al encuentro de sus hombres, quienes a su paso lo vitorearon.
 Caminó entre ellos altivo. Su semblante no denotaba felicidad sino una profunda preocupación. Algo le perturbaba. De pronto se detuvo y preguntó a un grupo de guerreros sobre las bajas.
  –Son pocas, apenas nos tocaron –informó con el rostro pincelado de gloria un joven soldado que no debería pasar de los diecisiete años.
  –Me duele igual… No importa si fuese una o mil –respondió con frustración.
  –Los ataques están arreciando... Será difícil contenerlos por mucho tiempo. Tú, más que nadie, lo sabe… ¿Qué haremos?... –preguntó nervioso Longar, el fornido comandante negro que siempre estaba a su lado en las grandes batallas.
  –Nada… Seguiremos aquí. Es el punto más elevado y con más Libertarios que montaña alguna haya tenido. Aquí resistiremos hasta lograr la victoria y la libertad.
  –Pero señor, ya nos tienen ubicados y seremos blanco fácil de sus incursiones –señaló confuso Kunato, un joven de descendencia japonesa que luchaba junto a ellos hace un par de años.
  –El Padre me pide que permanezca aquí y así lo haré –concluyó Url sereno, sin dar más explicaciones.
  –Si así lo deseas, así se hará señor... –respondió con humilde obediencia achinando aún más sus rasgados ojos.
  Url sabía que un poder divino regía cada uno de sus actos pero no lograba comprender porqué. Aunque a veces era asaltado por perniciosas dudas, acataba sin consternación los sacros designios que le eran transmitidos desde lo más profundo de su alma. Su fe lo mantenía inflexible.
  – ¿Vas al valle? – indagó Kunato al verlo melancólico.
  – Después… Todavía tengo cosas que hacer –contestó sin ofrecer más explicaciones.
  Junto a Longar, uno de sus más fieles comandantes y capitán desertor de Las Fuerzas Armadas de la nación que ahora buscaba libertar, caminó por la boscosa vereda de eucaliptos que conduce al improvisado hospital de campaña construido en un desfiladero cercano. A pocos metros de la entrada, el olor a sangre y muerte se percibía en toda su profana crueldad.
  Al verlo descorrer la destartalada cortina que fungía de puerta con El báculo de la esperanza, como llamaban sus seguidores a la inseparable vara que siempre llevaba consigo, médicos, heridos y convalecientes, automáticamente hicieron silencio. Con la vista acompañaron sus movimientos mientras se desplazaba hacia el final de la barraca.
  Pese a los quejidos y requerimientos de algunos heridos, Url siguió caminado sin siquiera ver hacia los costados. Sus oídos estaban prestos a escuchar, pero no oían sus súplicas.   Tenía centrado los cinco sentidos en un código indescifrable que sólo él podía entender.
 Cuando lo creyó oportuno se desvió y fue hacia un hombre cubierto desde el pecho hasta el abdomen por gasas y vendas ensangrentadas. Yacía adormilado sobre un camastro con aspecto de féretro. Estaba tan débil que siquiera tenía fuerzas para lamentarse.
 Url se le acercó, posó su mano derecha en la frente del herido y, entre labios, rezó una confusa oración. Al terminarla, del vestíbulo de la muerte aquel guerrero volvió a la vida como por arte de magia.
 –Toda oscuridad huirá de ti… Así fue creado el mundo –dijo antes de retirar la mano.
 Ninguno volvió a quejarse, menos a pedirle ayuda. Sabían, de antemano y por experiencias vividas anteriormente, que su sola presencia en la enfermería era garantía de vida y que si había salvado a uno de muerte segura, los otros estaban fuera de peligro porque de otra forma también los habría protegido.
  Eso los reconfortaba y daba paz. Tanto, que después de sus visitas algunos afirmaban que un farol color esmeralda les iluminaba el sueño durante las noches, por lo que su recuperación casi siempre era atribuida a algo milagroso.
 Url dejó el hospital de campaña solo cuando estuvo seguro de que, al menos esa noche, no habrían más muertes.
 Desde el inicio de los combates habían transcurrido más de tres horas y la noche había arropado con su manto a la montaña.
 Al salir de la enfermería se dirigió lentamente hacia la cabaña que le servía de morada. Los fulgores y estallidos de bombas y morteros de luchas en otros frentes que se desdibujaban en la lontananza atrajeron su atención.
 Apoyado en el báculo, que a veces le servía también de bastón, se detuvo a mirar los destellos. Sus atisbos parecían distantes, tanto como sus pensamientos. De pronto dejó de ver y siguió bajando por el desfiladero aparentemente distraído. Algo imperceptible había en su expresión. Era tan insondable, que ni Longar, que marchaba a su lado, así como Kunato, que los alcanzó cuando los vio salir del hospital, pudieron advertirla.
 Ellos sólo hablaban de hazañas de guerra. De la lucha y de lo que devendría si La Fuerza del Mal, comandada por el sanguinario tirano Adolfo Láchez, seguía atacándolos de esa manera, tal como lo habían hecho esa tarde. Estaban realmente preocupados y no notaban nada extraño en el aspecto de su líder, el hombre que desde que llegó a las montañas los había llevado de una victoria a otra.
  Al llegar cerca de la cabaña, Url les hizo señas para que se retiraran. Los dos comandantes obedecieron sin decir nada y caminaron hacia el fondo de Valle Encantado, que había comenzado a emerger como un pesebre gracias a los candiles que encendían las sigilosas y combativas mujeres del valle.
 Al sentirse sólo, se despojó de un tirón de la parte frontal de su larga vestimenta, asió entre las manos la cadena con el Cristo de plata que pendía de su cuello desnudo y postrándose de rodillas comenzó a orar.



2

 

  Antes de convertirse en fiero guerrero, Url no era Url. En la época pacífica era un simple ingeniero, de poca o ninguna notoriedad. Cuando estalló la guerra fratricida entre su pueblo, tomó acciones. Participó en marchas y protestas contra el gobierno dictatorial. No obstante, pese a las marchas y contramarchas, sin ningún resultado viable contra el tirano, se sintió defraudado y deprimido.
 Por ello, sólo después que su único hijo y esposa perecieran en un accidente vial, se internó en una montaña ubicada al noreste de la gran ciudad.
 La guerra ya había estallado. A Url, cuyo nombre verdadero era Cristhian Odín La Vella, lejano descendiente de una noble familia italiana, no le importó nada. Su pesar, su luto y angustia era todo su bagaje de vida. Juzgaba que no había más sufrimiento que el suyo, ni pena más grande que consolar. Estaba tan atormentado, que en las noches poco o nada dormía. Las pesadillas y los recuerdos asaltaban su mente en frenética danza infernal. Además de su guerra interior, libraba otra batalla con sus ideas libertarias para acabar con la tiranía.
  Una nublada mañana, casi inmediatamente después de despertar y sin siquiera tomar café, se terció en la espalda un pequeño morral y, decidido, se alejó de la ciudad. Caminó hacia la más alta montaña que sus ojos veían. Y allá, entre el rompecabezas de árboles, follaje y pequeños arroyos, se quedó.
  Al cuarto día de destierro voluntario, desfallecido por el hambre y el frío, invocó a Dios. No obtuvo respuesta. Comió hojas de árboles y arbustos y una que otra fruta o flor silvestre que encontraba a su paso a fin de obtener fuerzas suficientes como para no morir.
 Pasó cuarenta y cinco días en ayuno impuesto, hasta que al tercer canto del gallo del día cuarenta y seis, mientras se bañaba en un pozo, de la pequeña cascada que la alimentaba la charca un palo arrastrado por la furia del torrente casi le da en la cabeza.
 Después de esquivarlo y viéndolo emerger de lo profundo, lo agarró. A pesar de haber tocado aguas casi congeladas, aquella vara quemaba.
 Sobresaltado, la soltó y se vio la mano. Estaba desecha y cubierta de llagas purulentas. Para mitigar el ardor la sumergió hasta el codo a fin de amainar el ardor.
 A los pocos segundos, al no percibir más dolor, la sacó y ante su asombro vio como la herida se reabsorbía ante su atónita mirada.
 Volvió a asir el madero, el cual ahora flotaba a su lado. Ya no estaba caliente. Lo examinó. Una hermosa talla que mostraba la cabeza de un majestuoso carnero con sus fuertes cachos invertidos hacía atrás, adornaba la punta. En su recia y plana frente el animal tenía esculpido, en alto relieve, un triángulo que en su centro encerraba un gran ojo, el cual parecía estar observando la inmensidad. Lo creyó obra de un tallador que la había perdido en la cima de la cascada y que la violencia de las aguas lo arrastró a través del manantial hasta el pozo donde ese mañana se bañaba.
 Aunque no entendía qué había pasado con su mano y porqué esa vara, a pesar de haber caído en aguas gélidas lo quemó, decidió llevárselo consigo.
 Tenía cuarenta y seis días viviendo como un ermitaño. Cuando decidió internarse en la montaña, en la mochila sólo puso una escuálida cobija, un suéter mangas largas, un pantalón, algunas latas de atún, un encendedor y una pequeña Biblia. Ese era todo su equipaje.
  Cristhian soportó estoicamente y sin lamentos todas las vicisitudes y penurias que le depararon aquellas interminables jornadas.
  Metido como un animal en la erosión de un cerro, que por su profundidad semejaba una cueva, la cual apuntaló con leños secos para que no se le desmoronase encima, estuvo meditando y viendo, desde lo alto, como su pueblo se desangraba en una guerra civil. Hubo momentos en que no resistía más, quería bajar y luchar juntos a sus hermanos, morir por su nación. No obstante, pese a su furia y llanto, nada pudo. Estaba paralizado. Su sufrimiento interior era mayor que sus deseos.
  Una noche, mientras dormía prendido de aquella vara que concebía como un amigo imaginario, el palo comenzó a vibrar entre sus brazos. Tanto, que lo despertó sobresaltado.
  Cuando abrió los ojos una luz resplandeciente iluminaba toda la cueva. Incrédulo se frotó con fuerza los ojos y trató de incorporarse del suelo. En ese instante el madero le habló: “Sigue el camino del Padre”, le dijo, y luego enmudeció.
  Creyó que estaba alucinando por el hambre, el frío y las pesadillas de los recuerdos. No hizo caso y volvió a dormirse.
  A la mañana siguiente meditó sobre lo ocurrido, pero no encontró respuesta alguna.
 Nunca hubo otra señal. No obstante, Cristhian entendió. Supo que el mensaje se refería a la libertad de su pueblo, el cual estaba siendo tiranizado por una dictadura cruel y sanguinaria.
  Pasaron otros tres días antes de que tomase una decisión. Al amanecer del cuarto, hurgó en el morral, sacó la Biblia y se la colocó debajo del brazo. Asió por una de las cintas el bolso, lo hizo girar con fuerza sobre su cabeza y lo lanzó hacia un profundo barranco.
 Le dio un último vistazo a la cueva que durante los últimos cuarenta y nueve días había sido su hogar y refugio y con serena placidez le hizo la señal de la cruz a manera de bendición. Tomó el madero y dándole la espalda a todo, a sus recuerdos y a su expiación, partió en dirección al este.
  Duró tres días caminando entre cimas y faldas de montañas. En la noche del primero, agotado y alimentándose únicamente de hierbas y flores silvestres, se echó bajo un frondoso apamate, el cual estaba repleto de brillantes y hermosas flores violetas que destilaban vida. Enseguida quedó dormido.
  Un par de horas después del amanecer y con el sol quemándole los parpados, despertó. Al abrir los ojos instintivamente miró hacia arriba. El día lucía esplendido, ni una nube robaba la quietud de aquel cielo azul celeste.
  Alegres pájaros de diferentes colores que no cesaban de trinar, así como algunas ardillas y pequeños lagartos de montaña, de color tan verde como la esmeralda, estaban a su lado como si no le importasen en nada su presencia.
  Contrario a los días precedentes, una dicha infinita lo colmó. Antes de dejar aquel remanso de paz, pausado acercó la mano al más próximo de los reptiles, el cual dócilmente se dejó acariciar el espinoso lomo.
  Se incorporó y pensó en el largo trayecto que tenía por delante. Sabía que en algunos sectores conseguiría puntos infranqueables y mortalmente peligrosos, pero estaba decidido.
  Sonreído volvió a dirigir la mirada hacia los bellos y mansos animales, tomó el madero, el cual había recostado al píe del apamate, junto a la Biblia, y comenzó a andar.
  Llegada la noche del segundo día estaba pisando La Cordillera de la Costa. Desde una de las cumbres percibía el olor a salitre y los vientos del norte, los cuales palmeaban su cara con frescor húmedo y un penetrante olor a pólvora.
  El inmenso mar estaba cerca, al norte, pero no podía verlo. Otra cadena de sierras, llenas de tupidos árboles, se lo impedía.
  Desde lo alto Cristhian distinguió un escampado y se dirigió hacia el con la intención de pasar ahí la noche. Exhausto, se acostó en el suelo y otra vez se puso a contemplar aquel fascinante cielo con encaje de diamantes que se abría a su vista.
  Con los ojos apuntando las estrellas estuvo meditando largo tiempo. Antes de dormirse tomó la Biblia y a la luz de la resplandeciente luna llena se puso a leer algunos de sus capítulos.
  Al terminar cerró el Libro Sagrado, tomó el madero, que se había convertido en su inseparable bastón, y comenzó a hacerle un minucioso examen al tallado.
  Primero pasó los dedos suavemente por los cuernos del carnero, a los que apreció fuertes y bien delineados. Luego deslizó la mano hacia el triángulo que encerraba aquel ojo de mirada lánguida, pero divina, que tenía cincelado en la frente el carnero. Al tocar las tres puntas del triángulo, notó que en cada uno de sus ángulos había una protuberancia casi imperceptible, pero por la poca visibilidad no pudo saber de qué se trataba. Después se concentró en explorar el ojo, el cual no tenía párpado alguno. Lo palpó una y otra vez sin advertir nada. A veces lo intuía gomoso y otras tan consistente y frío como el acero, pese a que era de madera. Parecía que su elemento real se transmutaba con el paso, a veces firme y otro delicado, de los dedos.
  Así, tendido sobre la hojarasca y acariciando al madero, quedó profundo.
  Al despertar, la luna y las estrellas se habían marchado. Un cegador sol que presuroso buscaba el cenit lo sacó de su modorra. Se levantó, batió la cabellera al viento, dirigió la mirada al este y siguió caminado entre valles, montañas y colinas hasta que al caer la tarde, luego de remontar una empinada loma, a la distancia distinguió el furor de una batalla. A hombres luchando. Decenas contra cientos. El combate era desigual.
  Como si supiese de qué se trataba, asió la vara y la apuntó hacia el grueso de los soldados. Nunca imaginó que aquel leño podría tener poder alguno. No obstante, de lo más hondo de su alma brotó un pensamiento: “¡Destrúyelos, Señor!”.
  Enseguida del madero salieron centellas de fuego como si se tratasen de misiles. Decenas de milicianos cayeron abatidos por las mortíferas descargas.
  Abajo todo era confusión. Los comandantes del batallón de uniformados, no entendían qué estaba ocurriendo ni quién los atacaba. Sólo sabían que un arma enemiga muy poderosa estaba siendo disparada contra ellos. Aterrados veían el resplandor que los apuntaba desde lo alto del cerro. Pese a las órdenes de sus superiores, las tropas del Ejército del Mal entraron en pánico y en desbandada corrieron a refugiarse en las profundidades de un bosque vecino.
  Desconcertado por lo que acababa de suceder, Cristhian estuvo a punto de soltar la vara. No entendía cómo pudieron salir rayos de aquel leño.
 Mientras trataba de reponerse, más de una docena de los guerreros salvados de muerte segura, unos a caballo y otros a pie, eufóricos salieron a su encuentro.
  Al estar frente al hombre del arma poderosa que lanzaba rayos, lo rodearon, alzaron en hombros y comenzaron a bajar por la pendiente gritando vítores.
  Cuando la embriaguez del triunfo se fue aplacando, un negro alto y fornido, que parecía ser el líder del grupo, se abrió paso entre los otros guerreros y se detuvo frente él.
  – ¿De dónde vienes y quién eres? –preguntó dejando resonar su gutural y autoritaria voz.
  –Soy Url y vengo de la montaña que domina la gran ciudad –contestó sin inmutarse.
  El negro guerrero lo observó inquisidoramente. No había que ser adivino para deducir que ese no era su verdadero nombre, pero no insistió. Los había salvado y por ahora se conformaba.
  Cristhian había mentido intencionalmente. Un alerta subconsciente lo impulsó a hacerlo. En esos momentos de persecuciones y asesinatos, el sólo hecho de revelar la verdadera identidad a personas desconocidas podría ser sinónimo de muerte.
  Durante los últimos años el territorio estaba plagado de traidores y sanguinarios bandoleros. La llamada “Peste Roja” había funestamente podrido y corrompido hasta a los más insospechados ciudadanos. Ya no se podía confiar en nadie. No había escrúpulos. Cualquiera podría atreverse a vender a su propia madre con tal de salvar el pellejo.
  Como apasionado de las computadoras, a las cuales permanecía atado más de doce horas diarias, Cristhian escogió adrede el nombre de Url por las siglas URL (Uniform Resource Locator, que en español quiere decir Localizador Universal de Recursos), que es pura y simplemente la dirección que identifica un sitio o documento en Internet. Era una forma de mantenerse, por ahora, a salvo y anónimo.
  Después del inesperado interrogatorio y el insólito episodio con el madero, Cristhian, ahora rebautizado gracias a sus propios instintos de supervivencia con el nombre de Url, recuperó el aplomo parcialmente perdido.
  – ¿Y quién eres tú? –preguntó irreverente, afianzando el madero en el suelo.
  – Soy Longar, comandante Libertario de Las Fuerzas del Este… ¿Ese no es tú verdadero nombre, verdad? –demandó sin exigencias dejando emerger de sus labios una bribona risa mientras se pasaba una mano por su brillante cabeza rapada.
  –Repito, me llamo Url y vengo a unirme a ustedes –afirmó desentendido, evadiendo la respuesta.
  –Serás bienvenido si El Consejo de Ancianos te acepta, mucho más después de lo que hiciste por nosotros.
  –No fue nada… Gracias… –precisó natural, aunque su mente bullía confusa por lo ocurrido.
 Por más que le daba vueltas a la cabeza no lograba comprender cómo aquel pedazo de leño hizo lo que hizo.
  – ¿Y tu arma?… ¿De qué infierno la sacaste? –indagó el negro comandante buscando entrar en confianza.
  –No viene de ningún infierno, sino todo lo contrario, ya que sólo puede ser utilizada por causas nobles y justas –respondió adivinando, pero con convicción, mientras aferraba fuertemente el madero–. Además, no me está permitido revelar por qué y cómo funciona, menos cuándo debo utilizarlo.
  No podía contestar de otra forma, ya que ni él mismo sabía qué lo hizo funcionar y cómo salieron esos rayos a través de los cuadrantes del triángulo, no así del ojo, el cual, pese al calor intenso que despidió el madero, seguía igual de incorrupto y frío.
  –Lo que tú digas… No me importa qué es ni de dónde viene… Mientras los dos estén de nuestro lado serán bienvenidos –expresó.
  – ¿Quiénes los atacaban?... –preguntó Url con premeditada ingenuidad mientras se acercaba a uno de los heridos para ayudarlo a levantarse del suelo.
  –Las tropas de Láchez... Esos malditos nos emboscaron mientras retirábamos las provisiones que nos lanzaron desde unos helicópteros… Gracias a Dios que llegaste, de otra forma nos hubiésemos quedado sin comida ni armas…Si quieres unirte a nosotros está bien, eres bienvenido, pero quiero confesarte que estamos pasando por malos momentos y…
  –Por eso estoy aquí, para incorporarme a la lucha contra el tirano –precisó sin titubeos.
  –Si es lo que quieres, eres…
  – ¡Bienvenido!, ya lo sé… –lo interrumpió remedándolo y mostrándole el madero, el cual alzó en forma de saludo.
  Longar sonrío. Le dio la espalda y se dirigió hacia sus hombres, a quienes ordenó auxiliar a los heridos y cargar las cajas de provisiones y armas que estaban esparcidas por el campo.
  Al terminar de recogerlas marcharon por un sendero hasta internarse en un espeso bosque.
  El recién llegado caminó silencioso al lado de Longar, quien de cuando en cuando lo miraba de reojo, tanto a él como a la larga vara que sostenía.
  Remontaron un cerro lleno de exuberante y florida vegetación, luego bordearon un río de baja profundidad hasta llegar a un grupo de cascadas cuyas blancas aguas, suavemente espumosas, se deslizaban como un tul sobre las piedras de la superficie. Sin hacer el más mínimo ruido corrían como hebras de cabellos relucientes sobre las rocas, las cuales las peinaban con ternura hasta posarlas entre las aguas.
  Aparentemente, ese era el final del camino, ya que frente a ellos se alzaba una enorme roca tan lisa e inexpugnable como una daga de acero, no obstante nadie se detuvo.
  Url estaba desconcertado, pero siguió a los otros, quienes en grupo de dos comenzaron a subir por una ladera tapizada de un musgo enano suave como alfombra.
  Al llegar al pie de la más grande de las cascadas, cuyas aguas fluían como una gran cortina blanca, los guerreros colocaron sus armas sobre la cabeza a fin de protegerse de los salpicones y siguieron caminado hasta adentrarse en ella.
  Era un pasaje secreto que conducía a través de un túnel interior al otro lado de la montaña.
  Estuvieron andando un centenar de metros entre paredes rocosas ennegrecidas por el oxido y la inmortalidad. Al sobrepasar un manantial fangoso llenó de hojas deshechas y putrefactas, ante los caminantes se abrió un paisaje majestuoso presidido por un valle rodeado de altas montañas surcadas de telarañas de caminos que descendían desde lo alto.
  Al llegar a la aldea enclavada en la explanada, la hazaña del guerrero de la vara milagrosa se expandió velozmente.
  Mujeres, hombres, niños y ancianos lo recibieron con gran alegría. Longar lo declaró Héroe de la Montaña ante los otros comandantes y capitanes del ejército Libertario allí estacionado.
  Por largas horas su proeza trasformó a la apacible aldea en lugar festivo. Estuvieron danzando y hablando de combates, libertad, justicia y muertes hasta que el cansancio y el sueño comenzó a invadirlos.
  Url fue acomodado cerca de un pequeño depósito de comestibles, el cual le serviría temporalmente de dormitorio. El nuevo integrante del Ejército Libertario estaba exhausto. Su agotamiento no se debía al sopor del viaje, el cual, ciertamente, había sido fatigoso, sino a sus meditaciones. No lograba entender cómo, gracias a la fuerza y decisión de su pensamiento, de aquel madero salieron lenguas de fuego.
  Tendido a ras del suelo sobre una endeble colchoneta, se preguntaba en sus adentros una y otra vez: “¿Por qué yo?… ¿Por qué yo, Dios?... ¿Qué méritos he hecho para obtener Tú bendición?... ¿Por qué a un pecador como yo?...”.
  –No preguntes porqué. Has sido ungido para llevar justicia divina sobre esta tierra maltratada. Con el tiempo sabrás porque fuiste elegido. Lee el Salmo 110 y comenzarás a comprender –escuchó que le decían casi acariciándole los oídos.
  Sobresaltado volteó hacia el lugar por donde creyó provenir la voz, pero no vio nada, sólo el polvoriento muro de barro de la parte posterior de la cabaña. Todo estaba en penumbras. Nada se movía. Siquiera los espectros de la montaña, que por aquellos parajes debían haber muchos debido a los crueles combates.
  Sin explicarse lo sucedido, tomó la Biblia que había colocado junto al madero y buscó frenético el Salmo 110, que era de David, y leyó: “Jehová dijo a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. Jehová enviará desde Sion la vara de tu poder; domina en medio de tus enemigos. Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder, en la hermosura de la santidad. Desde el seno de la aurora tienes tú el rocío de tu juventud. Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. El Señor está a tu diestra; quebrantará a los reyes en el día de su ira. Juzgará entre las naciones, las llenará de cadáveres; quebrantará las cabezas en muchas tierras. Del arroyo beberá en el camino, por lo cual levantará la cabeza”.
  Terminada la lectura, cogió en sus manos la cadena de plata que colgaba de su pecho, besó el Cristo y se sumergió en profunda oración hasta quedar dormido.
 Al día siguiente despertó mucho antes del amanecer. La aldea aún soñaba.
  Se asomó a la puerta y a través de las sombras vio las siluetas de centinelas que se movían en penumbra en lo alto de la montaña.
  Volvió a entrar a la cabaña, buscó una vela e iluminándose con ella fue al depósito de víveres.
  Escrutó en la oscuridad. A un lado, tirados sobre unos cajones de madera, vio unos sacos de harina vacíos. Los tomó y comenzó a destejerlos. Al terminar, con un trozo de vidrio le hizo varios cortes. Sacó un clavo de cabeza roma de una de las viejas cajas y pacientemente empezó a coser una larga batola utilizando como hilo las tiras que iba desprendiendo de los sacos.
  Al despuntar el alba había concluido. Se despojó de la harapienta franela y los jeans, que igualmente estaban andrajosos, y vistió su nuevo traje, cuya cintura sujetó con un pedazo de cuero de cabra que consiguió arrumado entre un montón de desechos.



3

  Ya habían pasado tres años desde que Url arribó a Valle Encantado, como le decían los guerreros a la ensoñadora aldea rodeada de montañas. Cruentas luchas y sanguinarias batallas se habían librado durante todo ese tiempo. Muchos murieron en el fragor de los combates, otros por la peste y enfermedades.
  Ahora, gracias a su valor e inspiración, el bastión que defendía junto a los guerreros Libertarios era impenetrable pese a la superioridad, tanto en armas como de hombres, del enemigo.
  Días tras día recibía más dones y ayuda divina. Su única presencia los mantenía en pie de lucha. Debido a su imbatibilidad y decisión, apenas al par de meses de haber llegado a la montaña lo convirtieron en su líder y guía espiritual, aunque nunca trató de convencer a nadie y, siempre que podía, evitaba hablar de religión. Sus acciones hablaban por si solas.
  Después de la última victoria, sintiéndose peligrosamente penetrados por La Fuerza del Mal comandada por Adolfo Láchez, un brutal dictador equipado con la más sofisticada de las tecnologías bélicas y de los grandes recursos monetarios que le proporcionaba el petróleo de la región, de cuyas plantas y pozos se había adueñado, Url convocó a sus siete comandantes a una reunión, a la cual asistirían también los miembros del Consejo de Ancianos formado por los patriarcas de las montañas vecinas.
  A las cuatro de la tarde del día convenido, en la afueras de Valle Encantado todo estaba listo para la reunión. Junto a El Hombre del Báculo, como algunos llamaban a Url, los comandantes Libertarios de La Cordillera de la Costa se sentaron uno al lado del otro formando un amplio círculo.
  Kunato, un joven empresario de origen japonés, avezado estratega y cultor del bushido, que había sido despojado de su industria de procesamiento de residuos químicos por La Fuerza del Mal, se situó a su derecha. En tanto que el inquieto Abraham, hijo único de un rico comerciante judío asentado en la región, que también fue esquilmado de su cuantiosa fortuna por las huestes del dictador, permanecía de cuclillas, a su izquierda, acariciándose impacientemente la poblada barba.
  Sentada en posición india, la deslumbrante y temeraria Katria, una bella ex modelo hábil en el manejo de casi todas las armas de combate, ya que desde niña fue entrenada por su padre, un viejo general brutalmente asesinado al oponerse al régimen de terror impuesto por Láchez, no dejaba de quitarle sus hermosos ojos verdes de encima.
  Al lado de la guerrera, visiblemente preocupado, estaba Silvio Torres, puertorriqueño por parte de padre y héroe de guerra que conquistó tres Medallas Púrpura en Irak durante La Madre de Todas las Guerras. Del otro, escoltándola como si fuese su hermano mayor, tenía a Doyle Hatch, ex gerente petrolero de descendencia norteamericana y experto ingeniero de sistemas, cuya familia fue asesinada por la Guardia de Honor del régimen del mal durante un asalto a la refinería enclavada al norte de Mar Azul, donde era Jefe de Operaciones.
  Recostado del tronco de una milenaria ceiba, José “Pepe” Alcántara, joven abogado hijo de inmigrantes catalanes, cuyos padres y pequeña hermana de apenas doce años fueron vilmente masacrados a mansalva durante “La marcha de las Antorchas” por soldados afectos al sistema, lucía pensativo.
  Con su piel brillando al sol, tanto que parecía habérsela pulido, el último de los comandantes reunidos allí esa tarde era Longar, el fuerte ex capitán del ejército regular, del cual desertó luego de condenar públicamente la corrupción, represión y asesinatos de los secuaces del dictador Láchez. Desde el mismo día en que conoció a Url, hacía ya más de tres años, se convirtió en su sombra protectora y en su más fiel e incondicional amigo.
  Sólo los acompañaban trece, de los diecisiete patriarcas de las montañas vecinas convocados a la reunión. Los otros habían perecido durante el último ataque.
  Los contornos del valle estaban protegidos por un cúmulo de nubes grises perforadas a instantes por pequeños haces de sol que impregnaban con su luz a los hombres reunidos en la falda del cerro.
  Antes de tomar la palabra, Url esperó que otro guerrero que se unió tardíamente al grupo se acomodase en su puesto. Era Giovanni Petracca, hijo de inmigrantes napolitanos que desde el inicio de la guerra combatía al lado de Los Libertarios y que por su valiente desempeño en el campo de batalla se había ganado un sitial de honor entre los guerreros. Cariñosamente lo llamaban El trovador, ya que nunca dejaba de entonar el estribillo de una hermosa canción italiana. Aún en las luchas más encarnizadas tenía una a flor de labios.
  De esa forma se cerraba el círculo humano que habían formado con sus cuerpos. Estaban a unos doscientos metros, colina abajo, de Valle Encantado. Todo era paz. Nada hacía presagiar vientos de guerra.
  –Los he reunido aquí porque el día de la gran batalla se acerca, aunque todavía nos faltan librar otros feroces combates… Para alcanzar la victoria final es imperativo que los valientes que resisten en las otras provincias del territorio se nos unan… –aseveró.
  –Por ahora eso es imposible –interrumpió Silvio Torres–. Casi todas nuestras líneas de comunicación han sido cortadas y las pocas que quedan están inservibles.
  –Lo sé, valiente guerrero… Me refiero a otra cosa que se las explicaré cuando llegue el momento –atajó evasivo–. De todas formas tenemos que prepararnos y luchar como un todo, como un solo hombre y una sola idea… Debemos trazar un plan infalible…
  – ¿Y cómo lograrlo si estamos dispersos, con pocas armas y a gran distancia unos de otros?   –interrumpió Katria, cuya belleza siquiera podía ser opacada por la desaliñada indumentaria militar que vestía.
  Url la observó inmutable, le sonrió, pese a que muy pocas veces lo hacía, y apacible contestó su interrogante.
  –Precisamente con paciencia e inteligencia… Donde cada eslabón tendrá que fusionarse dentro del otro como si se tratase de una cadena invisible, pero totalmente impenetrable, sólida y letal.
  – ¿En qué estás pensando? –indagó Longar, buscando entender las palabras de su líder mientras se acariciaba su pelada cabeza.
  –Llevar a cabo una guerra victoriosa –puntualizó apretando con fuerza el báculo que reposaba en sus piernas–. Diseñar una estrategia que permita someter al enemigo sin derramar mucha sangre… Las batallas no sólo se ganan estrictamente en el plano militar, de destrucción y muerte… –subrayó sin concluir la idea.
  Todos estaban atentos, pero no comprendían a qué se refería. Url sabía que aún mucha sangre sería derramada antes del día esperado por todos: la derrota del tirano y la conquista de la libertad, sin embargó prosiguió.
  –Tenemos que conseguir información precisa y detallada de los movimientos de las fuerzas de Láchez para penetrar y vulnerar su esencia, no sólo desde el punto de vista bélico sino también financiero y moral…Si logramos ese objetivo, su caída y derrota será inminente.
  – ¿Introducir espías entre ellos? –preguntó Kunato, con esa misteriosa agudeza oriental que le daba características secretas a cada una de sus palabras.
  –Has dado en el clavo, joven comandante… Si conocemos sus puntos débiles, allí radicará nuestra fuerza, aunque seamos inferiores en hombres, armas y recursos.
  –Pero si los descubren serán torturados y descuartizados brutalmente –intervino persuasivo Pepe Alcántara.
  –No si son bien escogidos –intercedió pausado Silvio Torres–. He sido entrenado por los Servicios Secretos y entiendo lo que nos pide Url. Con información de primera mano sabremos dónde, cuándo y con cuántos hombres atacar sin descuidar ningún flanco y con pérdidas mínimas de vidas y pertrechos.
  –Estoy de acuerdo con Torres… Todo depende de cómo y en qué momento movemos las piezas –aprobó Doyle Hatch, quien pese a su endeble contextura era muy respetado por su arrojo y valentía en el campo de batalla.
  –Tú tendrás mucho que ver con esto … Eres el único experto petrolero con que contamos y tus conocimientos serán vitales –expresó Url complacido al ver que el taciturno guerrero había intervenido, ya que nunca o muy pocas veces lo hacía en las reuniones del Consejo.
  Giovanni Petracca y Abraham Kamhazi escuchaban atentos, evaluando las reacciones de los otros. Lo mismo hacían los consejeros patriarcas de las montañas. No obstante, para tomar una decisión y comenzar a trazar un plan específico deberían estar todos de acuerdo.
  La reunión estaba por concluir y muchas interrogantes flotaban en el ambiente. La inquietud abrumaba a los comandantes. Url lo sabía y los entendía. Observó callado el tiempo suficiente para que llegasen a sus propias conclusiones. Cuando lo creyó oportuno, pidió silencio y se dirigió a Abraham.
  – ¿Qué piensas del plan, estás de acuerdo? –demandó fijando sus ojos en aquel rostro endurecido por el sufrimiento.
  –Lo veo factible. En una época el Mozard utilizaba las mismas tácticas y sus resultados fueron valiosos contra un enemigo que los superaba en hombres y territorio. Pero –inquirió– y me perdonas, no entendí lo de “la cadena”.
  – Se unirá cuando… –trató de explicar Url, pero fue interrumpido por una voz más que familiar. Era la de Giovanni.
  –Cuando tengamos en nuestras manos los detalles sobre sus puntos débiles formaremos una cadena circular y los exterminaremos en segundos… ¿Cierto, Url? –expresó sin dejar de mirar el imperturbable rostro de El hombre del báculo.
  –Claro, amigo… Si tenemos éxito, al final se hará algo parecido a lo que dices –contestó y dirigiéndose a todos los comandantes y a los líderes del Consejo de Ancianos, preguntó–: ¿Están todos de acuerdo con el plan?
  Un silencio áspero invadió el valle. La dudas no se fundamentaban sobre el plan en si mismo, sino en cómo llevarlo a cabo, cómo evitar más muertes si los combates arreciaban. Valor no les faltaba, pero si armas efectivas, más poderosas, y muchas municiones. Por ello vacilaban. Sólo contaban con la esperanza que les ofrecía aquel hombre que había prometido salvarlos gracias a la fuerza de su fe y el poder de un madero milagroso. Una férrea determinación, que ellos mismos no comprendían, los impulsaba a seguirlo.
  Cuando todos los patriarcas y comandantes levantaron la mano en signo de aprobación, a fin de asegurarse de que la decisión había sido del todo unánime e inequívoca, volvió a preguntar.
  – ¿Y ustedes, consejeros, están seguros de que podrán seguir adelante?
  Sin pronunciar palabra, asintieron con la cabeza. El Consejo de Ancianos siempre era el primero en certificar las estrategias de Url. Sus integrantes sabían que aquel hombre de tez blanca y rostro curtido por el sol, no sólo era un enviado de Dios sino un guerrero valiente y recio en las batallas.
  Al tener el consentimiento de los patriarcas del valle, Url levantó la sesión y llamó aparte a Silvio Torres, Hatch y Kunato.
  –Hoy mismo comenzaremos a diseñar el plan –comunicó a los tres comandantes–. Ustedes vayan a sus puestos y estén alertas –ordenó dirigiéndose a los otros–. Cuando tengamos algo en firme se los comunicaremos –advirtió.
  Antes de irse Katria se le acercó y estampó un beso en la mejilla.
  – ¡Qué Dios te ilumine, Señor de las Montañas! –le dijo esbozando una dulce sonrisa.
  Asombrado por la ocurrencia, ya que era la primera vez que alguien lo llamaba así, le dio las gracias y caminó hacia la gran barraca, especie de Cuartel General de Los Libertarios, escoltado por los otros tres guerreros.
  – ¡Con qué Señor de las Montañas! –repitió Torres satisfecho mientras descorría la cortina que fungía de puerta de entrada del comando.



4


  Url rayaba los cincuenta y tres años, pero era un hombre fuerte y vigoroso. De contextura atlética, no pasaba del metro setenta, auque parecía más alto de lo que era. Siempre caminaba erguido y su nariz aguileña le daba aire de confiabilidad, mientras que el largo cabello que a veces recogía en la espalda en forma de cola de caballo y la poblada barba entrecana, de sabiduría y sensatez.
  Nunca hizo gala de vanidad o presunción, mucho menos de soberbia entre Los Libertarios. Era todo lo contrario: mansedumbre y humildad con sus semejantes, pero indómito en el combate, aunque piadoso con el caído, al que socorría si estimaba mal herido.
  Se ganó con dignidad el sitial de honor que todos le habían conferido en la montaña. Las mujeres del valle se lo disputaban. Querían charlar con el o simplemente tocarlo, pero las evadía con sutileza. Su misión no le permitía momentos de distracción o banalidades. La vida o la muerte de muchos hombres estaban en sus manos y tenía que cumplir con la tarea divina de salvar a un pueblo que estaba siendo exterminado en forma cruel.
  Acostumbrado desde su niñez a no comer carne, excepto la de pescado, Url se alimentada de pan, semillas, frutas, legumbres, hortalizas y uno que otro hongos silvestres que encontraba en los valles y que sus bien educados ojos los hacían percibir inocuos. Tampoco bebía vino o licor alguno, pero si mucha agua y jugos frutales.
  Hacía una vida solitaria y dedicada a la meditación. Después de perder a sus seres queridos juró no volver a hacer familia. Aunque se sentía atraído por algunas mujeres, prefería alejar esos pensamientos de su mente. Nunca, siquiera en su juventud, las concibió como objetos sexuales, sino como seres de tan admirable pureza que podían concebir vida, aunque, también sabía, podrían convertirse en cuestión de segundos en víboras venenosas y letales.
  Por ahora todas sus energías estaban centradas en Dios y en salvar de las garras del tirano, y por ende de la esclavitud y la muerte, a su pueblo.
  Había sido librado de sus placeres mortales por mandato divino y él, Url, acataría, sin siquiera preguntar el porqué, cualquier señal que proviniese del Creador.
  Pese a que nunca había sufrido de insomnio, la noche anterior a la reunión con los consejeros y comandantes despertó inquieto. Algo que no podía descifrar martillaba su mente de tal manera que le impedía conciliar el sueño.
  Recordó muchas cosas. Algunas lo hacían sufrir terriblemente, otras no. Se echó encima una pesada manta de lana para protegerse del frío y, vara en mano, salió de la cabaña.
  Caminó cabizbajo cerca de los húmedos huertos y maizales que habían sembrado en el valle las hacendosas mujeres de Los Libertarios, aunque muchas de ellas también eran bravías guerreras, tan valientes como el más fuerte y aguerrido de los hombres.
  Mientras avanzaba, una fuerza invisible lo obligó a dirigir la mirada hacia el firmamento. En todo su invernal esplendor, presidiendo como un príncipe divino el cielo, vio la Constelación de Orión, cuya espada colgaba precisamente encima de su cabeza. Url la contempló con deleite. Formada por tres estrellas aparejadas oblicuamente, la espada resplandecía con fuerza.
  Su fascinación fue aún más grande al observar, a la izquierda de la constelación, un lucero que cambiaba de color de forma intermitente. Aquel astro, a veces rojo y otro moteado, semejaba un arco iris en la oscuridad.
  Sin apartarle la vista se hizo lentamente la señal de la cruz como si estuviese frente a la presencia de una imagen divina. Su rostro, inmaculado por una expresión de imperceptible dulzura, lo hacían predecir distante del valle y las montañas que lo circundaban. Mientras observaba aquel extraño lucero percibió en su extraordinario fulgor una señal muy clara, totalmente diferente a todas las que había recibido con anterioridad.
  Permaneció inmóvil instantes imprecisos en el tiempo mirando a aquella estrella que cambiaba de colores. Ni un pestañeo mientras absorbía con deleite embriagante un mensaje que sólo a él le estaba permitido recibir y descifrar.
  Toda la densa preocupación que había oprimido su espíritu esa noche se disipó como por encanto. Se sentía dichoso. Finalmente se le había revelado la solución para evitar más e inútiles derramamientos de sangre en una guerra intestina y cruel.
  Con la paz recobrada, sutilmente concibió una idea que, en su debido momento, informaría a todos sus comandantes y seguidores.



5


  –¡Hay agitación en la montaña, debemos ir allá! –precisó Longar descorriendo repentinamente la cortina de la barraca donde Url junto a Kunato y Silvio Torres planificaban la forma de introducir espías en las líneas enemigas.
  –Tranquilo…Ten calma y dime qué está sucediendo –atajó Url.
  –Los buitres que dormitaban en los farallones de La Montaña de las Aves emprendieron vuelo sin motivo aparente.
  –Eso no me gusta… ¡Vamos, no hay tiempo que perder! –urgió Url frunciendo el ceño.
  – ¿Y Hatch, dónde está? –preguntó Longar.
   –Diseñando unos mapas que nos serán muy útiles… ¡Iremos sin él! –puntualizó mientras iba hacia el rincón donde estaba recostado el madero sagrado.
 Al pasar por la mesa de trabajo, Kunato le extendió la rudimentaria alforja donde siempre llevaba algunas semillas de girasol, frutas y la pequeña Biblia de la que nunca se apartaba.
  – ¡Corramos, no hay tiempo que perder! –precisó mientras se la terciaba entre hombros y espalda.
  –Los animales están ensillados y nos aguardan afuera –indicó impetuoso Longar.
  Con agilidad Url montó Nube, una yegua blanca que los consejeros del valle le habían obsequiado. Seguido por sus comandantes y otros oficiales cabalgaron por las empinadas espirales abiertas en las faldas de la montaña hasta llegar a la cima. Lentamente dirigió el dócil animal hasta el peñasco más saliente de El paraje del Elefante.
  Ninguno de los Libertarios se atrevía a llegar hasta ahí con sus bestias. Las peligrosas vertientes de la gran roca, que casi siempre estaban húmedas y resbaladizas, hacían el paraje doblemente intrincado. Url era el único jinete que se arriesgaba a avanzar hasta esos bordes.
  Desde aquella altura el paisaje era ensoñador. La gran cadena de montañas y colinas, con sus verdes multicolores, se desdibujaban y confundían con las más lejanas entre un rosario de nubes blancas y plomizas que separaban el cielo de la tierra, al sueño de la realidad, como una obra maestra pincelada en el edén.
  El guerrero de larga cabellera y barba cana, se irguió sobre el lomo de Nube y comenzó a atisbar hacia el lugar donde sobrevolaban los buitres. Su vista era tan aguda, que no necesitaba de ningún aparato para ver más allá del horizonte.
  A un par de metros atrás, los otros comandantes escrutaban con los binoculares el punto indicado por los vigías.
  –¿Viste algo? –rompió el silencio Katria, quien tenía listo y a punto de disparo un lanzacohetes RPG-7, arma que Los Libertarios habían bautizado como El matasiete debido a su enorme poder destructivo.
  Era el mismo que hasta hace poco usaba Url. Se lo cedió a Katria después del último combate, día en que juró no volver a usar más nunca un arma de fuego. El báculo era más que suficiente.
  –¡Sí! –respondió Longar–. Hacía el sur de la montaña… Un reflejo parpadeó por instantes, pero ya no logro distinguirlo.
  Todos estaban alertas y con sus cinco sentidos puestos en aquel punto en el horizonte.
 Sólo el vuelo alto y solitario de media docena de buitres rompía la monotonía del lugar. Siquiera las ramas más delgadas de los árboles se movían. En esa parte de La Montaña de las Aves no soplaba viento porque otras elevaciones, de mayor dimensión, hacían una especie de muro de contención en torno a ella.
  –¡Protéjanse!... ¡Todos a sus puestos! –alertó de improviso Url.
  No había acabado de dar la orden, cuando la luminosa silueta de tres cohetes que avanzaban sobre ellos fragmentó el aire.
  Mientras los guerreros buscaban guarecerse, el estruendo de los proyectiles retumbó con eco mortal sobre la montaña.
  Url quedó firme sobre Nube. El animal apenas movió la cabeza al escuchar los estallidos.   
  Su jinete evitó moverse a fin de calcular con precisión el sitio de donde provenían los disparos.
  Con la vista hizo varios cálculos y, al estar seguro, apuntó el madero hacía el saliente de una gran roca. Con furia, del ojo del báculo brotaron fulminantes rayos de color azul-violeta que desprendieron gran parte de la cumbre montañosa provocando un derrumbe infernal que arrasó el lugar en instantes.
  Pronto la batalla estalló en todo su sangriento furor. Fuego de artillería, morteros y misiles se cruzaron en el aire para impactar contra sus blancos con rúbrica de muerte y dolor. Como salidos de un nido enclavado en los abismos del averno, un escuadrón de helicópteros Apache avanzó hacia Los Libertarios escupiendo su mortal carga de cohetes Hellfire.
  Amparado tras el tronco de un robusto eucalipto, Silvio Torres afianzó su lanzamisil “Stinger” sobre el hombro, miró a través del visor, centró a uno de los helicópteros en la retícula y disparó contra el blanco. En segundos aquel pájaro mortal quedó convertido en mil pedazos de hierros retorcidos y ardientes.
  Una polvareda salpicada de sangre y dolor rompió la quietud de las montañas. El horizonte se tiñó muerte y furiosos tornados de humo nacían de las entrañas de voraces incendios convirtió en más tétrico al campo de batalla.
  Como espectros, abriéndose paso a toda velocidad entre las nubes y las baterías antiaéreas, aparecieron varios mortíferos cazas Sukhoi, de fabricación rusa, y los escurridizos MiG-29 de los sanguinarios “Boinas Rojas del Aire” de la Fuerza Aérea del tirano Adolfo Láchez.
  Los misiles, seguidos de explosiones estridentes, infectaron de salpullido horripilante y purulento a la tierra.
  –¡Son muchos y superiores a nosotros! –advirtió Katria, quien se había quedado junto a Url en El Paraje del Elefante.
  El Señor de las Montañas observó los flancos. Desolación, confusión y muerte. Los Libertarios estaban siendo arrasados a mansalva. Debía actuar y pronto, de otra forma sería el final. Un final que no había sido predicho ni por las estrellas ni en sus sueños.
  Pensó por instantes, invocó con fe suprema a Dios, a su Dios Glorioso y Omnipotente, el único que podría establecer la diferencia en tan mortal batalla. Luego, decidido y destilando brillo de gloria a través de sus ojos, hizo girar en forma circular el madero sobre su cabeza y lo apuntó hacia los escuadrones aéreos de La Fuerza del Mal.
  Del ojo esculpido en el centro del triángulo se desprendieron potentes fogonazos de un vapor blanco que tejieron en el cielo un escudo cristalino de hielo sólido separando de esa forma a las dos fuerzas en pugna.
  Ante el asombro de los guerreros Libertarios, los aviones y helicópteros de la Fuerza del Mal fueron estrellándose uno tras otro contra la cortina protectora. Pedazos de fuselaje ardientes, alas y rotores se desplomaban como migajas inservibles entre peñascos y barrancos.
  Cuando el ruido de turbinas cesó, prodigiosamente aquella defensa celestial se fue disipando en el aire hasta convertirse en límpidas y blancas nubes.
  Todos exaltaron la proeza. El júbilo poseyó, otra vez, a Los Libertarios, pero la batalla no había terminado.
  Desde La Montaña del Tigre, custodiada por Kunato, decenas de escaladores Boinas Rojas de La Fuerza del Mal habían logrado sobrepasar las fortificaciones enclavadas en el lugar. Todos los hombres de montura cabalgaron velozmente y con sus armas prestas a fin de ofrecer ayuda al comandante de la guarnición en peligro.
  Cuando los refuerzos llegaron, Kunato ya tenía la situación parcialmente controlada. Estudioso de “El Arte de la Guerra” y proverbial amante de las enseñanzas de Sun Tzu, puso en práctica esos conocimiento ancestrales y les funcionaron a la perfección.
  Poco a poco los disparos se fueron apagando y la calma regresó a la montaña. Los heridos comenzaron a ser atendidos por la legión de médicos que desde que se inició la guerra se sumaron a Los Libertarios, y los prisioneros, varias decenas de ellos, puestos bajo custodia en sitio seguro.
  –Longar fue herido, pero no es nada grave –comunicó un mensajero que llegó a toda carrera ante Url.
  –¿Dónde lo tienen? –preguntó pausado.
  –En la cabaña de La Atalaya de los Susurros –precisó indicando con su mano hacia el norte.
  –Katria, debo ir a verlo… Ordena que los prisioneros sean tratados bien y que curen a los heridos como si fuesen nuestros propios guerreros. Otra cosa: por ningún motivo deben ser llevados a Valle Encantado ni saber que el lugar existe… Es imperativo, ¿entiendes?
  –No te preocupes, Señor de las Montañas, tus órdenes serán cumplidas al pie de la letra –respondió entornando sus hermosos ojos.
  Url sacudió la cabellera, le dio la espalda y fue en busca de Nube. Muy cerca un guerrero tenía al animal sujeto por las riendas.
  Al escuchar otra vez de sus labios Señor de las Montañas, como lo había llamado en varias ocasiones durante los últimos días, en forma instintiva giró hacia ella.
  Katria no había dejado de mirarlo. Admiraba a aquel hombre extraordinario y misterioso. Mientras lo veía, un torbellino de interrogantes sacudían su cerebro.
  –¿Otra cosa más, señor? –preguntó al verlo voltear.
  –¡Sí, por favor, deja de llamarme Señor de las Montañas! –fanfarroneó remedándola.
  La hermosa guerrera sonrió, levantó con firmeza su mano derecha hasta la punta de la frente, a manera de saludo militar, como para expresarle “¡Sí, mi comandante, lo que usted ordene!”.
  Url recogió el estribó, lo calzó en la bota y haló con firmeza las riendas de Nube para que virara.
  Katria no dejaba de clavarle sus hermosos y dulces ojos color verde llenos de fulgor.
  –Una cosa más, y esto va muy en serio –precisó indiferente a su mirada–. Necesito ropa limpia. Más de una docena de pantalones, franelas, zapatos y frazadas para mañana mismo. Diles a las mujeres del valle que se pongan a coser y remendar todo lo que tengan a mano –puntualizó.
  Aunque Katria era una implacable guerrera, no dejaba de ser mujer. Por ello de lo más profundo brotó su innata curiosidad femenina.
  –¿Y para qué necesitas tanta ropa? –indagó.
  Al notar la expresión en el rostro de Url inmediatamente se arrepintió de haber preguntado.
  Sin contestar levantó la mano a manera de despedida. Ella hizo lo mismo. Espoleó con fuerza a Nube y remontó las pendientes para dirigirse a La Atalaya de los Susurros.
 Fue la última imagen que ese día quedó grabada en aquellas pupilas verdes, especie de manzanos de primavera en flor, de la hermosa Katria.


6

  Adolfo Láchez se había entronizado en el poder desde hacía diez años. Lo que al inicio parecía ser un hombre de principios y amoroso con su pueblo, al cual había prometido acabar con la pobreza y la corrupción, a la vuelta de dos años se había convertido en un tirano inescrupuloso y malvado.
  Nunca terminó con la pobreza, sino la esclavizó. A los ricos y pudientes les confiscó sus bienes o, para quitárselos de encima, simplemente los desaparecía de la faz de la tierra. Miles de cementerios malditos, con osamentas de extraños que nunca fueron reconocidos o identificados por las autoridades del régimen, fueron apareciendo a la luz pública gracias a la meticulosa investigación de los medios de comunicación, la única voz y ojos que el pueblo tenía para saber qué estaba ocurriendo en la región.
  Cuando estos, los periodistas y jerarcas de las grandes editoriales y televisoras comenzaron a resultarle incómodos, el tirano les clausuraba los periódicos, cerraba los canales y los ponía a la orden del Estado. Pisoteó, pateó y mancilló la libertad de expresión, pero nunca la acalló totalmente.
  Pequeños bastiones de valerosos periodistas trabajaban en la clandestinidad para llevar al pueblo la verdad aunque el intento les costase la vida. ¡Libertad, dignidad o muerte!, gritaban algunos cuando se les restringía en su ejercicio profesional.
  El que osase oponérsele o entablarle juicio, nunca llegaba al veredicto final. Los demandantes, o se fugaban del país ante las funestas amenazas de “Los Círculos de la Muerte” del régimen, o simplemente perecían en un “accidente” cualquiera e inexplicable, urdido, por supuesto, por el sanguinario Ministerio de Relaciones Interiores de Láchez, el cual financiaba a escuadrones de la muerte, o a manos de la temible Guardia Nacional y su grupo de exterminio, los cuales eran comandados por coroneles pretorianos incondicionales a Láchez y su revolución.
  La educación privada desapareció y el monopolio de la enseñanza pasó a manos de terroristas, así como todo el gabinete del dictador, cuyos ministros eran ex convictos, guerrilleros comunistas, secuestradores y conocidos asesinos y criminales, cuyos prontuarios estaban en manos de la alta dirigencia mundial de los Derechos Humanos y Amnistía Internacional, quienes esperaban ansiosos enjuiciarlos por Crímenes de Lesa Humanidad.
  Lo mismo sucedió con la empresa privada, la cual fue estatizada por el Régimen del Terror después de acusar caprichosamente a empresarios e industriales de traidores a la patria a fin de acallarlos y despojarlos de sus bienes e industrias. La propiedad privada, simplemente desapareció como por arte de magia. Ahora todo era del Estado porque el Estado “proveía” de bienestar al pueblo. La riqueza personal se convirtió en crimen y los antiguos capitalistas eran perseguidos y asesinados bajo la acusación de ser agentes y espías del imperio de ultramar.
  El territorio vivía un estado de sitio permanente, donde la seguridad personal y los más elementales derechos del hombre eran objeto de burla, por lo que la vida no valía nada. La delincuencia se había adueñado del día y de la noche en todas las grandes ciudades y barrios. El parte de guerra diario sobrepasaba el centenar de muertos a manos del hampa. El régimen se cruzaba de brazos bajo el absurdo pretexto y pretensión que de esa forma acabaría con la delincuencia. “¡Qué se maten entre ellos mismos!”, afirmaban entre risas mientras degustaban finos manjares y el más caro escocés en sus reuniones revolucionarias, donde siempre estaban flanqueados por docenas de guardaespaldas bien armados por su temor a ser asaltados y robados al salir de aquellos lugares.
  Pese a que el Régimen de Terror de Adolfo Láchez había heredado leyes justas, los tribunales estaban infestados por los tristemente célebres Mercenarios de la Ley, como llamaba el pueblo a los Jueces de la Revolución, en su mayoría abogados inescrupulosos y “delincuentes de camisas rojas”, quienes simultáneamente tenían el descaro de ocupar cargos importantes en La Corte Revolucionaria de Justicia, el máximo, más denigrante y corrupto tribunal del país.
  En el mal llamado Palacio de Justicia se acataba una sola, única y absoluta ley, la del dictador Adolfo Láchez, un teniente coronel que se hizo del poder masacrando a la décima parte de la población. A la del hombre que en sus años de academia militar lo llamaban La piraña voladora debido a lo rapaz y hábil que era cuando integró el escuadrón de paracaidistas del ejército al cual ahora había disgregado, deshonrado y pervertido.
  En el territorio, el octavo más rico productor de petróleo del mundo, ya no se respiraba oxígeno sino monóxido de carbono. El dictador y sus secuaces habían envenenado con odio apestoso y destructor a toda la población.
  Cuando decretó La Guerra Petrolera en la región a fin de adueñarse, en propio provecho y de sus más próximos seguidores de toda la riqueza que le brindaba el subsuelo, el pueblo, sin distingos de razas, credos, nacionalidad, ni condición social, se unió para enfrentársele.
  Esgrimiendo su desacuerdo, más del ochenta por ciento de la población se declaró en desobediencia civil y pacífica y, empuñando como única arma la bandera nacional, comenzó a protestar contra el régimen con marchas y contramarchas.
  Sordo, el dictador ordenó a sus feroz y sanguinaria Guardia Nacional y a “Los Círculos de la Muerte” aniquilarlos.
  Fue así como devino la matanza. Todo el ancho territorio se tiño con sangre de personas inocentes y desarmadas.
  La Iglesia, siempre cómplice con su silencio y a fin de no ver vulnerado el gran poder conquistado a través de los siglos con baños de sangre, muerte, lujuria y asesinatos, ni un redoble de campanas en honor a los caídos se atrevió a tocar.
  El pueblo, sintiéndose solo y abandonado hasta en su fe, resolvió declararse en desobediencia civil y entonces devino la guerra fratricida.
  Decidió enfrentarse a un ejército bien armado y poseedor de los más sofisticados implementos de muerte, blandiendo con orgullo únicamente la bandera de la libertad, la de su territorio, vulnerado y humillado.
  En ese entonces en manos del pueblo sólo habían pocas y rústicas armas, ya que el dictador, en una engañosa y hábil razzia que denominó “Libros por armas”, desarmó a todos sus opositores a fin de dejarlos desguarnecidos y a merced de sus sanguinarios esbirros. Mientras tanto armaba hasta los dientes con fusiles de asalto rusos Kalashnikov AK-103 a sus “Círculos de la Muerte”, una especie de batallones populares integrados por drogadictos, ex convictos, delincuentes, proxenetas y prostitutas. En manos de La Fuerza del Mal y La Guardia Pretoriana del dictador estaban más de cuatrocientos mil de esos mortíferos fusiles que disparan seiscientas balas por minuto y con un alcance efectivo de 300 metros.
  Sin embargo no pudo acallar la voz del pueblo. Todo lo contrario, las protestas aumentaron en número y cantidad de personas. El pueblo contaba con un arma muy poderosa e indestructible: sus ansias de libertad y justicia, la cual estaba soldada a su insoslayable determinación de romper las cadenas que lo aprisionaban. En sus mentes y corazones tenían tatuada claramente la palabra libertad y eso el dictador jamás podría incautársela.
  Cuando la situación se volvió incontrolable, el dictador y su gabinete títere, ya que el verdadero sustento del poder de Láchez estaba en manos de su Fuerza Armada Pretoriana y sus aliados rojos de otros países, impusieron el toque de queda en todo el extenso territorio.
  Fue una medida desproporcionada y salvaje. No solo fue establecida para evitar las aglomeraciones, reuniones y marchas y prohibir la circulación de civiles desde las seis de la tarde hasta la seis de la mañana del día siguiente, sino que durante las horas del toque de queda se le eliminaba al pueblo los servicios de luz, comunicaciones telefónicas e Internet con el objeto de tener bajo control la noche. A los únicos que se le permitían esos servicios, pero bajo supervisión del Estado, eran a los hospitales, algunas clínicas, farmacias de turno y, por supuesto, a la policía y todos los entes del gobierno.
 Los lacayos del régimen no tenían ningún problema con cortar la luz eléctrica y la telefonía urbana, debido a que desde las centrales desconectaban los perímetros por ellos previamente escogidos y catalogados como “zonas escuálidas”, tal como denominaban a los sectores y urbanizaciones donde residían los opositores del dictador. Pero se toparon con serias dificultades con la telefonía celular, la cual, pese a que el gobierno controlaba y era dueño de la más grande central del país en ese tipo de comunicación, les era virtualmente imposible fiscalizar a todos los habitantes del territorio nacional.
  A fin de persuadir a la población, el Gobierno del Mal, a través de avisos desplegados a páginas completa en todos los periódicos nacionales y en emblemáticas cuñas transmitidas en emisoras de radio, televisoras y altavoces colocados en los sitios más neurálgicos y de mayor concurrencia en las principales ciudades del país, advertía amenazante que durante el toque de queda estaba terminantemente prohibido la utilización de celulares y que su uso clandestino sería castigado so pena de muerte, tanto para el que fuese sorprendido in fraganti como para el que durante las horas de restricción era sindicado, por mínimo tres miembros de “Los Círculos de la Muerte”, de tener en su poder el pequeño aparato encendido.
  Pese a las criminales amenazas, no se rompió la red informativa entre los opositores al Régimen del Terror. No obstante la dicha duró poco.
  El Ministro de la Red Revolucionaria de Comunicaciones adquirió un novedoso sistema de GPS que podía localizar a quien fuese con solo digitar el número celular de la persona.
  “Hagan la prueba, se van quedar asombrados –afirmaba complacido el alto jerarca del gobierno en reuniones del alto gabinete–. Solo con marcar el número del teléfono, es decir sin claves, pueden localizar y atrapar a quien sea. La tecnología de hoy en día nos ha rebasado. Cuando quieran saber dónde anda cualquier “escuálido” que traiga celular lo pueden ubicar fácilmente por triangulación de señal celular combinada con tecnología de GPS” –finalizaba soltando una sórdida carcajada.
  Semanas antes de que estallase la guerra fratricida, el gobierno del tirano Láchez decretó la prohibición de empleo de celulares y otros medios de comunicación similares, como Internet, también durante el día, por lo que comenzaron en todas las dependencias, gubernamentales o no, un decomiso masivo de aparatos y revisión meticulosa de las conexiones de las computadoras.
  Desde el día en que entró en vigencia tan desatinado decreto, sólo se podía utilizar ese tipo de teléfonos con un salvoconducto, el cual, por supuesto, emitía el Ministerio Revolucionario de Comunicaciones del régimen.
  Enseguida se inició un mercado negro de celulares y salvoconductos que tenía sobre ascuas a los secuaces del dictador, porque las comunicaciones entre los que después se denominaron Libertarios seguía con más fuerza y decisión, sin importar que fuesen o no identificados. Por supuesto usaban claves y códigos y se intercambiaban celulares para despistar a sus perseguidores. Otra de las tácticas que utilizaban a fin de no ser descubiertos, era “distraerles por minutos” el celular a la gente del gobierno mientras se emborrachaban en las lujosas discotecas de la región. Para ello disponían de una red bien compacta integrada por barman y mesoneros que adversaban el régimen de Láchez y a sus sanguinarios esbirros.
  Ya todas las libertades habían sido vulneradas y sólo quedaba el camino de las armas. Desde lo más profundo del corazón del pueblo brotó la “Insurrección Libertaria”. Sus líderes, muchos de los cuales habían sido identificados por el régimen, trabajaban en las sombras. Otros, perseguidos y torturados, y una gran mayoría vivía en la clandestinidad. Sobre sus cabezas colgaba el péndulo de la muerte inmediata y sumaria.
  Con ínfimos recursos de capital, debido a que la totalidad de los bienes de los que poseían fortuna habían sido confiscados o simplemente robados por el dictador y sus secuaces, el pueblo, unido en una sola voz, comenzó a dar la gran batalla a Adolfo Láchez.
  Unos se apertrecharon en Los Picos Nevados, otros, quizás los más numeroso, en Los Valles Verdes. Los pescadores y trabajadores de oriente en Mar Azul y los pobladores de la capital y otras grandes urbes, en La Cordillera de la Costa, donde luchaban Url y sus guerreros.
  El régimen no sólo poseía las armas más mortíferas, sino el petróleo, recurso económico que alimentaría por muchísimos años la construcción de un Estado de Muerte y un ejército inexpugnable. La riqueza que tenía que haber sido destinada al bienestar del pueblo, ahora se volvía contra este como arma asesina.
  Precisamente en esos días, cuando los combates comenzaron a arreciar en la gran ciudad y zonas aledañas, Cristhian, el ahora rebautizado gracias a los fragores de la guerra como Url, para evitar que sus sienes estallasen, decidió refugiarse en la espesura de El Águila, la alta montaña aledaña a la metrópoli donde vivía.
  Antes del fatal accidente donde perecieron su esposa e hijo, era uno de los más acérrimos detractores del régimen. No dejaba de participar en ninguna convocatoria del “Grupo de los Ilustrados”, una especie de alianza mágica que había logrado que todos los sectores adversos al dictador se uniesen en una sola voz y propósito. El régimen comenzó a perseguir a sus integrantes, ya que la estrategia del dictador se basaba en la división del pueblo con el objeto de reinar sin molestias.
  Láchez, desde la óptica de Maquiavelo, siempre le repetía a sus íntimos: “Mejor ruinas humeantes y unos pocos sobrevivientes acobardados, que reino ninguno… La primera preocupación para el príncipe no es el bienestar de sus súbditos, sino la continuidad en el poder”.
  Y eso era lo que realmente pretendía el tirano para su Estado-Reino: ruinas humeantes y hombres acobardados, porque significaba la continuidad de su poder.
  Los jerarcas del mal no lograron ese objetivo. Víctimas de su propia soberbia y prepotencia, en vez de desunir al pueblo lograron ensamblarlo en una sola fuerza, tan compacta y sólida como el acero, y ante que acobardarlos le inyectaron decisión y valor.
 Fue así como los sectores más irreconciliables de la sociedad, entre ellos empresarios y obreros, se aliaron en un sólo ideal: la libertad de su pueblo.
  En aquellos días Cristhian no podía hilvanar paz con sufrimiento, ni terror con batallas. Por eso hizo lo que hizo. Nunca rechazó el combate. No se consideraba cobarde ni valiente, sino simplemente un hombre común que, al igual que todos los demás, exigía respeto a la dignidad humana y a su don más preciado: la libertad, la cual había sido ultrajada por el Régimen del Terror implantado por Láchez.
  Luchaba para extirpar, de una vez por todas, el cáncer del odio que el dictador había sembrado en todo el territorio y acabar con la muerte, la miseria y el hambre del pueblo.
  En ese entonces Cristhian tuvo que soportar un doble dolor: el que confrontaba su región y sus hermanos de sol, quienes perecían en lucha desigual, y la de su pérdida, tan dolorosa como la que estaba aconteciendo abajo, en el valle, donde la gran ciudad capital se desangraba y lloraba.
  Sabía que la tiranía se había posesionado de almas y bienes. Sobretodo de la élite de generales y sátrapas corruptos, quienes como Judas vendían su voluntad al diablo, no por treinta monedas, sino por muchos millones de dólares que el dictador les ponía en bandeja de plata y en sitio seguro en bancos del exterior.
  La región se había convertido en reino de impunidad. La inversión de valores era el pan nuestro de cada día. Al que le asistía la razón y el derecho era delincuente, y el que tenía las armas y el poder, se convertía en único poseedor de la verdad y saber absoluto.
 Todo estaba al revés. Los principios habían sido mancillados y pisoteados tan vilmente, que la libertad se convirtió en una marioneta que giraba en un carrusel loco y desbocado.
  Lo peor era la cadena de persistentes asesinatos que día tras día iban tejiendo un manto con encajes de muerte sobre las ciudades más importantes del territorio.
  Todo, hasta las más viles de las afrentas, habían sido soportadas con dignidad.
  El aumento de los asesinatos y “desapariciones” sin sentido de muchas personas, cuyos cadáveres luego eran hallados en remotas zonas con despiadados signos de tortura, colmó la paciencia del pueblo, el cual, a una sola voz, salió en gran marcha hasta el palacio presidencial implorando libertad y condenado la represión.
  Miles y miles, quizás millones de hombres, mujeres, niños y ancianos, estudiantes, negros, blancos o mulatos, ricos, pobres o indigentes, gritando: “¡No tenemos miedo!... ¡Ni un paso atrás!… ¡Libertad!”... marcharon por largas y serpenteantes avenidas de la capital.
  Visto desde lo alto de los edificios, semejaba el más caudaloso de los ríos humanos. Siquiera la fantasía más prolífica hubiese podido jamás imaginar una cosa igual. Nunca ojo alguno sobre la Tierra había visto tan fiel y compacto caudal de decisión marchar por un mismo y único ideal: ¡La libertad! Con el atardecer, cuando el sol buscaba pesaroso su descanso, entre las miles y ondeantes banderas que enarbolaban aquellos seres ungidos de esperanza parecía brotar una aureola espiritual que se expandía hacia lo profundo del universo.
  En cada marcha se percibía el sollozo del alma. Se podía aspirar en cada paso, en cada movimiento, el latido de un inmenso corazón que clamaba libertad. Millones de almas palpitaban a un solo ritmo, en un solo ahogo.
  No obstante, ráfagas de metralla y francotiradores ubicados estratégicamente por el Régimen del Terror sobre techos de edificios y puentes, convirtió en alfombra llena de sangre y dolor a “La Madre de Todas las Marchas”, la cual desde norte y sur, este y oeste, se dirigía pacíficamente hacía el Palacio Blanco de Gobierno para exigirle al tirano elecciones libres.
  Niños y mujeres, ancianos y hombres, pobres y ricos, débiles y fuertes, desvalidos y mendigos, dejaron su último aliento en el caliente asfalto de calles y avenidas de la capital.
  No hubo tregua ni compasión, sino una matanza cruel y sádica. Varios miles, quién sabe cuántos, porque muchos cuerpos nunca aparecieron, fueron asesinados por las metrallas de los esbirros del dictador y “Los Círculos de la Muerte” que el mismo Estado había creado para masacrar a sus propios hermanos de sol.
  El fratricidio había dado a luz aquella tarde del 11 de abril.
  Los muertos se contaban por cientos en todas las calles. El odio se había desbordado en sangre con macilento dolor. Desde ese momento la consigna, el parte de guerra del pueblo, fue: “¡Abajo el tirano!... ¡Muera la opresión!”.
  De allí devino la cruenta lucha que Cristhian, ahora llamado Url, estaba librando junto a Los Libertarios, los sobrevivientes de las masacres y persecuciones del Régimen del Terror.


7


  Cuando Url llegó a La Atalaya de los Susurros, Longar ya había sido atendido por los médicos.
  –Fue sólo un rasguño –rezongó el aguerrido comandante mostrándole el hombro vendado, aunque era mucho más que eso, pero trataba de ocultarlo.
 –¡Déjame ver! –solicitó Url apartándole la mano con la que se cubría la herida.
 –Bien… Si quieres ver, mira… Pero no es nada grave –insistió.
 –¿Un rasguño, eh?...–musitó El hombre del báculo al ver las lesiones que le habían causado las esquirlas de una granada.
 Longar estaba en las afueras del hospital sentado en un desvencijado taburete de madera forrado con piel de cabra. Tenía la espalda recostada de la pared de tablas de la barraca y una de sus piernas estaba sujeta a un rudimentario cabestrillo atado con vendas. A su lado otros guerreros, con contusiones menores, habían sido acostados en improvisadas camillas hechas con troncos de eucalipto.
 Url se inclinó apoyándose en el madero divino y colocó la nariz muy cerca de la herida. Estuvo en esa posición apenas algunos segundos. Luego se incorporó.
 –Las esquirlas no tocaron ningún hueso… Pronto sanarás, pero debes cuidar tu pierna, porque con ese desgarre perderás mucha movilidad –pronosticó reposado.
 –¿Y cómo lo sabes, si aquí no tenemos equipo de rayos X? –interrogó el guerrero negro.
 –¡Adivina! –contestó haciendo un mueca y dándole la espalada se dirigió hacia el interior del hospital para atender a los otros heridos.
 Longar movió la cabeza apenado por estar, a estas alturas, preguntado algo tan obvio como inexplicable.
 Larga media hora después de estar con los otros combatientes Url buscó la salida. Silvio Torres lo esperaba.
  –¿Cuáles son las bajas? –preguntó al verlo.
  –Muchas, aún no tengo cifras… Algunos heridos están siendo auxiliados en el mismo lugar donde cayeron –notificó el joven comandante mientras sacudía el “aguijoneador” para removerle unos pequeños restos de barro que se le habían adherido durante la batalla.
  –¿Dónde están Alcántara y los demás?
  –Interrogando a los prisioneros… Los otros evaluando bajas y reparando algunas defensas –precisó.
  –Los prisioneros no deben ser llevados, por ningún motivo, a Valle Encantado –señaló con autoridad–. Katria tiene instrucciones al respecto y espero que, por nuestro bien –enfatizo– todos las cumplan.
  –No te preocupes, así se hará –aprobó el héroe de La Madre de Todas las Guerras.
Antes de dejar la atalaya le pidió a Silvio que convocase a todos los comandantes a una reunión que sostendrían la mañana siguiente, muy temprano, en la explanada de Valle Encantado, en el mismo lugar donde lo habían hecho siempre.
  Mientras cabalgaba de regreso, Url era aclamado por centenares de Libertarios, entre ellos las valientes mujeres-guerreras que se cruzaban en su camino, a quienes contestaba alzando el báculo, el cual sostenía en su mano izquierda.
  Al llegar a una pendiente repleta de pedruscos, se detuvo y haló suavemente la rienda para que Nube girara hacia el este.
  Miró hacia La Atalaya de los Susurros, único lugar de todas las montañas dominadas por Los Libertarios que tenía en su cima un pequeño bosque de altos y frondosos eucaliptos. En sus sombras los guerreros habían construido una bucólica chozuela de madera desde donde los centinelas dominaban parte de la inmensa Cordillera de la Costa. Cuando los radiotransmisores eran inutilizados por el enemigo, a través de ella se comunicaban con los otros vigías utilizando pedazos de espejos que hacían reflejar al sol.
  Entre el ceniciento verde de las laderas, donde apenas nacía una maleza silvestre y rastrojos enanos, aquel paraje parecía un oasis en la punta del cielo. Url la concebía como una obra maestra esculpida por la madre naturaleza.
  Mucho más fascinante era contemplarla durante el crepúsculo, porque tanto los grandes eucaliptos como la endeble choza, parecían suspendidos sobre nubes color miel que se refractaban en el infinito.
  El hombre del báculo esbozó una sonrisa de satisfacción, le echó un último vistazo y siguió bajando por los empinados desfiladeros.
  Antes de llegar palpó el talego que tenía terciado en la espalda para asegurarse que la Biblia aún estaba allí, que no la había perdido durante el fragor del combate. Al tocarla se tranquilizó e internó en la densa neblina que como sábana milagrosa protegía a Valle Encantado de las incursiones de los mortíferos Sukoi y de cualquier mirada curiosa que proviniese del cielo.
  Un grupo de alegres chiquillos que lo vieron acercar, así como mujeres y ancianos, corrieron a recibirlo.
  Cuando estuvo frente a la cabaña, desmontó. Un joven guerrero que esperaba su regreso tomó las riendas de Nube y lo condujo al establo para asearlo y darle de comer.
  –Fue sólo una batalla… Habrá otras… La guerra aún no ha terminado... –dijo para contener la embriaguez festiva de los lugareños que lo rodearon.
  No hubo forma de refrenarlos. Tampoco había porqué. Después de tanto sufrimiento, una victoria más era sinónimo de esperanza, de vida y nuevo amanecer.
  Los observó con afecto mientras se retiraban lanzando vítores, dio un paso al frente y dándoles la espalda entró a la cabaña. Apoyó el báculo de la pared, se despojó del talego y de su interior extrajo la pequeña Biblia. Con El Libro Sagrado entre las manos se echó sobre el camastro, la abrió al desdén y comenzó a leer.
  Estaba casi por cerrarla y disponerse a dormir, cuando de improviso sus ojos tropezaron con un pasaje que lo estremeció. Se irguió y volvió a leerlo. Las palabras ahí escritas respondían cristalinamente todas las dudas, todos los temores e interrogantes que se había venido haciendo. Le concedían la explicación que terca e inútilmente trataba de buscar en la lógica, pero no hay lógica en lo divino, en lo Omnipotente, en lo Supremo. Al fin pudo comprenderlo todo cuando leyó: Alzaré mis ojos a los montes. ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel. Jehová es tu guardador, Jehová es tu sombra a tu mano derecha. El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche. Jehová te guardará de todo mal, el guardará tu alma. Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre.
Al terminar la lectura aprisionó con fuerza entre las manos el cristo de plata que colgaba de su cuello, cerró el Libro Sagrado, lo posó en un extremo de la colchoneta y con la mirada fija en el rincón más oscuro se puso a meditar.
  “¿Por qué dudé Dios mío, por qué?”, se preguntaba una y otra vez desde lo más profundo de su ser... “¿Qué me hizo vacilar y por qué?”… ¡Dios, por qué lo hice!... ¿Por qué dudé?”… ¡Perdóname, por favor!”. Se recriminaba en silencio. No comprendía su repentina debilidad, su indecisión durante la batalla y porqué se sintió inseguro en aquellos instantes en que la vida y la muerte de casi un millar de guerreros y toda la seguridad del valle y del Ejército Libertario dependían de él y del báculo… ¿Qué le indujo a dudar del poder del madero cuando pensó crear un escudo de hielo para contener el ataque de los aviones enemigos?... ¿Por qué flaqueó si él sabía que el báculo funcionaba en concordancia con sus pensamientos?
  Por más que trató de hallar respuesta, no pudo encontrarla ese día, quizás jamás lo haría, pero se juró a si mismo que no volvería a flaquear. Nunca más se estremecería ante su decisión o pensamiento. Mucho menos después de leer el hermoso pasaje que le ofrendó El Libro Sagrado.

 

8

  Katria estaba sentada al pie de un risco balanceando distraídamente sus blancas y torneadas piernas al vacío. El lanzacohetes lo había apoyado a un costado, al alcance de sus manos.
  Los rubios rizos de su cabellera batían al capricho de las impertinentes ráfagas de viento. Estaba tan absorta en sus pensamientos, que siquiera se molestaba en quitárselos delante del rostro.
  Lucía agotada. En su mente se repetían escenas de guerras, muerte y sangre. Aunque ese día aquellos fantasmas de destrucción y desolación no la perturbaban tanto como la imagen de Url, sus movimientos, esa misteriosa mirada que no había podido descifrar y los latidos que le producía en el corazón de sólo verlo. Estaba atrapada en una paradójica encrucijada que no podía resolverse con balas ni con los más intrincados cálculos matemáticos. Advertía, aunque trataba infructuosamente de camuflarle ese sentimiento a la razón, que en su ser había germinado la semilla del amor. De un amor que ella misma no comprendía, pero que era tan transparente, real y puro como el agua del manantial que veía fluir por el desfiladero que tenía frente a ella.
  Mientras su corazón se debatía entre lo posible y lo imposible, en la parte baja de la montaña, entre una enramada tejida por el viento, vio a Abraham hablando con otros dos guerreros. Aunque por la distancia no pudo distinguir sus rostros, presumió que eran Libertarios.
  Aquella escena la alarmó y puso, instintivamente, sobre aviso.
  “¿Qué hacía ahí Abraham si su comando quedaba al sur de esa depresión montañosa?... ¿A qué se debía esa reunión aparentemente clandestina?… ¿Por qué no estaba con los otros comandantes interrogando a los prisioneros?”, se preguntaba confusa.
  Sin hacer ruido se incorporó y agazapada fue desplazándose sigilosamente hacia un costado con el objeto de ver mejor e identificar las personas que estaban con Abraham.
  Pese al esfuerzo y agilidad felina, cuando apenas alcanzó un punto de observación más directo, la imagen se desvaneció ante sus ojos.
  No obstante vio el momento de la despedida, cuando Abraham alargó la mano y estrechó, a manera de saludo, la de uno de los hombres, que durante todo el tiempo permaneció con la cara oculta tras unos arbustos.
  Enseguida aquellos espectros de la enramada desaparecieron entre la espesura.
  Desconsolada, sacudió la cabeza a fin de disipar los sombríos pensamientos que por instantes la asaltaron y regresó donde estaba sentada. Recogió del suelo el lanzacohetes, se lo echó al hombro y comenzó a caminar a hacia Valle Encantado.


  Url despertó muy temprano al día siguiente.
  Pese a que la reunión con los comandantes estaba fijada para las siete, antes del amanecer salió de la cabaña y caminó hacia la ladera este, donde las flores nacen con más color y brillo porque son rociadas por los primeros y milagrosos rayos de la mañana.
  A medida que avanzaba hacia un rápido reconocimiento a los puestos de vigilancia. Al verlo, algunos centinelas lo saludaban levantando sus armas, a lo que Url respondía moviendo el báculo sobre sus hombros.
  Antes de salir estuvo leyendo la Biblia iluminado por la luz de una gruesa vela que había colocado en lo alto de la cabecera de su rústica cama.
  En Valle Encantado todos los quehaceres se realizaban de día, por lo que no le estaba permitido a nadie hacer fogatas. Cuando en las noches tenían que desplazarse de un lugar a otro lo hacían con linternas. Las chozas, cabañas y pequeñas edificaciones de la aldea, se alumbraban con velas, la mayoría de ellas hechas de cebo de res. Sólo había un cobertizo, el cual era utilizado para los caballos. Las vacas, cabras, cochinos, conejos, gansos, gallinas y demás animales, pastaban y dormían libres, a la intemperie. Allí tanto el día como la noche comenzaban muy temprano, antes de que el sol se atreviese a salir o la luna a brillar. En ese solitario paraje nunca hubo vestigios de luz eléctrica. No obstante se tomaban precauciones para resguardar a Valle Encantado de cualquier incursión nocturna, la cual no había sido totalmente desechada por los comandantes pese a que todas las arremetidas de La Fuerza del Mal acontecían de día.
  Mientras caminaba utilizando el báculo como bastón, se repetía mentalmente unas frases que había leído momentos antes en la Biblia.
  Se sentía desconcertado. No lograba entender el significado real de la parábola que le advertía: ¡Libra mi alma, oh Jehová, del labio mentiroso y de la lengua fraudulenta!… ¿Qué te dará, o qué te aprovechará, oh lengua engañosa?
  Estuvo reflexionando sobre aquella extraña referencia hasta que llegó la hora acordada de la reunión.
  Con pasos firmes, báculo en mano y el cabello batiéndole en la espalda cada vez que brincaba uno de los terraplenes que dividían huertos y sembradíos, se dirigió hacia el sitio del encuentro.
  Todos, disciplinadamente, lo estaban esperando. Al arribar a la explanada los comandantes saludaron con afecto a su guía y salvador, quien como respuesta les brindó una sonrisa.
  Katria le indicó un lugar para que se sentase junto a ella.
Url se desplazó hacia el sitio señalado por la guerrera y se acomodó a su lado.
  –Hoy tendremos que tomar decisiones muy importantes –dijo después de sentarse–. De ello dependerá nuestra subsistencia y la victoria final sobre La Fuerza del Mal.
  –Se ha perdido mucha sangre… No creo que podamos soportar más destrucciones y sacrificios –interrumpió Giovanni, quien todavía tenía parte de su vestimenta manchada de sangre enemiga.
  –Por eso debemos apresurarnos –contestó Url sin inmutarse.
  El Hombre del Báculo no sólo era parte de la guerra. ¡Era la guerra en si misma y su solución!... Una solución, una respuesta, que esperaba que viniese del mismísimo Creador.
  –Muchos guerreros han muerto hoy… La gente va perdiendo la esperanza…–exhortó Longar, quien por sus heridas estaba recostado de un árbol sosteniendo en sus manos un par de muletas hechas con leños secos.
  –Lo sé… Sé que muchos, más de los que yo esperaba, han muerto… Sin embargo les pido calma…
  –Tú fe y tu valentía nos ha mantenido con vida hasta ahora, pero qué pasará mañana… ¿Qué pasará si esto dura otro año más?… –preguntó agitado Abraham, quien tenía anudado en la cabeza un pañolón verde oliva.
  –Nada pasará si seguimos firmes y unidos… No hay lugar para flaquezas… ¡Entiendan!... ¡Nuestra única fuerza es la fe! –expresó Url mostrando el báculo.
  –La guerra ha minado nuestra fe, pero estamos contigo… ¡Tú eres nuestra fe!... –terció Katria tratando de acabar con las dudas y temores que había entre los guerreros.
  –Gracias, bella comandante, pero me urge comunicarles algo… De ello dependerá nuestra subsistencia…
  –Eso es lo que nos gusta de ti… Siempre nos tienes sorpresas –expresó risueño “Pepe” Alcántara, quien tenía terciadas dos bandoleras repletas de cartuchos en el pecho.
  –Pareces adivino, Pepe, porque lo que les voy a comunicar parecerá disparatado, pero de ello dependerá nuestras vidas.
  –Dinos de qué se trata –interrumpió nervioso Doyle Hatch, quien sostenía un vaso lleno de jugo de naranja mezclado con zumo de zanahoria y remolacha, bebida la cual, según decía muy convencido, era elixir de dioses y un reconfortante muy poderoso.
  –Escuchen bien, porque lo que voy a decir es muy serio… Por eso presten bien atención –afirmó pausado Url.
  –¿Es tan grave la situación? –indagó Abraham más sereno, pero sin ocultar su preocupación.
  –Sí, terrible… Tanto, que tendremos, ahora más que nunca, que trabajar como un sólo hombre… Como un engranaje de precisión, de otra forma será el fin.
  –¿Qué peligro tan terrible nos amenaza?… ¿Qué más nos podría suceder? –preguntó confuso Kunato.
  –Escuchen bien y no olviden lo que voy a decir. Me fue revelado que debemos reunir toda la madera posible para construir navíos que tengan la suficiente capacidad para embarcar a todos los hombres, mujeres, niños, ancianos y animales que moran en Valle Encantado.
  Sus palabras causaron una reacción de inmediata perplejidad y confusión. Todos, incluso Katria, lo miraron asombrados. Esperaban que sus labios pronunciasen otra cosa. Todo, menos aquello. Por instantes creyeron que su conductor había perdido la razón.
  Url alzó los brazos para tranquilizarlos. Los comandantes callaron, no obstante el desconcierto persistió.
  –De qué hablas, ¿barcos sin tener mar? –preguntó con insolencia el más vigoroso de los Consejeros.
  Url aparentó no haberlo escuchado. Sus pensamientos estaban más allá de su cuerpo. Su fe era grande y superficialmente imperceptible. Un solo suspiro suyo bastaba para absorber el aroma de Dios a su alrededor.
  –Veo que no es el día… En otra oportunidad les hablaré de ello –enfatizó tolerante–. La segunda propuesta que traigo, aunque fue discutida en el anterior Consejo, es la de crear una red de inteligencia que penetre las filas enemigas… De eso ya he hablado con Kunato y Silvio, quienes me expusieron un plan que es de mi entera satisfacción… Lo último que quiero que aprueben –dijo respirando profundo–, es una operación relámpago para sabotear las instalaciones petrolíferas de El Haíto, en Mar Azul… El objeto es cortar la capacidad de refinación de la planta para disminuirle a Láchez los fondos para comprar más armas.
  Hizo silencio por unos instantes a fin de sopesar la reacción de sus comandantes, pero todavía estaban desconcertados con el anuncio de la construcción de los barcos.
  –Ese punto, el del saboteo –prosiguió imperturbable, pero sin dejar de acariciar el báculo–, está en manos de Hatch, quien es experto petrolero y conoce al detalle cada rincón de la refinería de El Haíto y sus puntos vulnerables… La acción –participó cauto– en caso de que se apruebe, la llevaremos a cabo con cinco comandos integrados por cinco hombres cada uno… La finalidad es ganar rapidez estratégica y evitar ser descubiertos. Es todo lo que quería decir… Los detalles sobre las operaciones están en manos de Kunato, Silvio y Hatch. Estoy listo a escuchar sus inquietudes –concluyó en tono suave, casi paternal.
  –Y lo de los barcos, ¿qué significa y quién estará frente a ella? –inquirió Longar, quien seguía de pie y apoyado en las rudimentarias muletas.
  –Veo que eres el único que ha escuchado con seriedad mis palabras… Por eso voy a insistir… Todos… Mujeres, niños, ancianos y todos los guerreros de que podamos disponer deberán aportar sus fuerzas para construir los navíos… Diez de ellos y muy grandes…
  –¿Barcos en la montaña?... ¿No estarás exagerando? –asomó despectivo Abraham.
  –No, querido amigo. Nada más lejos…
  –Entonces, ¡explícanos!... –intervino Giovanni, quien acomodándose su boina negra agregó con ironía –: ¿Góndolas en la cordillera?... Es lo único que me faltaba ver.
  La impertinencia turbó de tal forma a Katria, que resuelta salió en defensa de Url.
  –¿Son imbéciles o se lo hacen?... –Soltó furiosa por su sensual boca–. ¿No los ha guiado hasta ahora a la victoria?… ¡Sin su apoyo hubiésemos perecido hace mucho tiempo!… ¡Escuchen sus palabras porque están respaldadas por Dios!
  La reprimenda provocó un sepulcral silencio, el cual fue roto por Url.
  –Sé, amigos y guerreros, cuán eficaces y leales han sido, pero Katria tiene razón, no es una decisión mía, sino del Señor, a quien le debo mis dones y amor.
  Al escuchar la palabra “amor” Katria volteó instintivamente. Sus bellos ojos se adhirieron a los suyos como un adhesivo. Era la primera vez, durante todo el tiempo que había estado en la montaña, que pronunciaba esa palabra.
  –Pero, ¿con qué finalidad, y me disculpas, debemos construir barcos en estas desoladas montañas, si el mar está a más de cien kilómetros de distancia de aquí? –interrogó Silvio, el estratega, el hombre más avezado en tácticas de guerra entre todos los comandantes.
  –Está a mucho más de cien kilómetros de nosotros, en caso de que pudiésemos avanzar, pero eso es imposible, en línea recta hacia el mar –corrigió Url–. La finalidad… La finalidad, ya que eres el primero que lo pregunta, es la de evitar morir bajo las aguas…
  –¿Morir ahogado en tierra y nuestra única salvación serán unos barcos de madera? –inquirió confuso Pepe Alcántara mientras mecía la cabeza incrédulo.
  –¡Sí!... Así me fue revelado y así se los comunico a ustedes –contestó parco, pero seguro de lo que estaba diciendo –. Además, debemos crear inmediatamente –agregó ante sus sorprendidos comandantes– una red de correos que transmita esta decisión a todos los líderes Libertarios de las demás regiones… Tanto de oriente, como de occidente y sur o donde haya un bastión de guerreros que luchan por nuestra misma causa… Se tendrá que hacer con cautela a fin de no alertar al enemigo –concluyó con determinación alzando en alto El báculo de la Esperanza.
  –¡Mi voto es para que se haga lo que dice El Señor de las Montañas! –afirmó inmediatamente Katria para disipar cualquier indecisión entre los comandantes.
Al escuchar otra vez de labios de Katria lo de El Señor de las Montañas, Url la vio con embarazo.
  –Hasta ahora tú nos ha llevado a la victoria…Yo creo en ti tal como creo que Dios existe… ¡Mi voto también es para ti, Url, Señor de las Montañas! –expresó con su voz ronca y decidida el negro comandante Longar dejando caer una de sus muletas para alzar en alto la ametralladora MAG que sostenía en la mano.
  La aprobación de todos los demás, incluido el Consejo de Ancianos, prosiguió en estruendosa euforia.
  –¡Todos estamos contigo, Señor de las Montañas! –gritaron casi al unísono los fieles guerreros.
  Desde aquel momento y gracias a la persistencia de Katria, en la comarca todos comenzaron a llamarlo El Señor de las Montañas o, simplemente, Señor de las Montañas.
  El sol empezaba a calentar las laderas de Valle Encantado y algunos rayos que se colaban como ráfagas entre los árboles dieron por terminada la reunión.
  Todos a sus puestos –ordenó Url–. Veremos que nos depara este nuevo día.


9


  En el cuartel general de Defensa Estratégica, el Estado Mayor de La Fuerza del Mal afinaba los últimos detalles de lo que ellos llamaban “el plan maestro” para acabar con los sediciosos y rebeldes que se oponían al régimen de Adolfo Láchez.
  Mucas Picón, un general de tres soles, convertido por obra, gracia y capricho de Láchez en Mariscal de Campo, sin tener otro mérito que su incondicional servilismo para ostentar tan alto grado, se dirigía a los miembros del Estado Mayor.
  –Tenemos un problemita que debe ser resuelto por ustedes –comenzó diciendo–. Al parecer y según informes de inteligencia, un hechicero acantonado con los rebeldes en La Cordillera de la Costa está perturbando nuestras defensas–. Tomó aire, hizo un ademán de superioridad y con énfasis prosiguió–: Tal parece que un país del norte, el cual se considera a sí mismo Imperio, les está enviando armas desconocidas, hasta ahora, por nosotros.
  Mientras lo asistente escuchaban con atención, Mucas se arregló unas pesadas y brillantes medallas que colgaban del peto de su guerrera, cogió delicadamente entre dos dedos una fina copa de bacará que tenía al frente, sobre la mesa, y luego de tomar un largo un sorbo de agua, sentenció orgulloso.
  –Nosotros estamos muy cerca de construir, y de hecho ya lo tenemos casi formado, uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
  –¡Somos el poder, Láchez es nuestro Libertador!… ¡Láchez Libertador!... ¡Láchez Dios de la nación! –interrumpieron en marcial barullo los generales reunidos en la larga mesa.
  –Para lograrlo, para tener el Ejército más grande del mundo, cosa que alcanzaremos en apenas seis u siete meses gracias a nuestros aliados de China, Irán, Cuba, las FARC y Al Qaeda, debemos aniquilar a los rebeldes, a esos grupos de indigentes que están fastidiando nuestras operaciones tácticas.
  Mucas se acomodó la boina roja que escondía parte de su abundante cabellera negra, acarició con enfado la barbilla y utilizando un tono sutilmente amenazante, precisó a los treinta y cinco componentes de su Estado Mayor.
  –Espero de ustedes soluciones inmediatas… No sólo se lo pido yo, sino Adolfo Láchez, quien está inquieto con esta situación –finalizó intimidatorio.
  Los generales, almirantes y algunos coroneles miembros del Estado Mayor sentados en la gran mesa semejaban marionetas en posición de firmes pese a estar bien apoltronados en los mullidos asientos de aquel cuartel que, por su opulento decorado, parecía más bien un elegante salón de banquetes.
  El mariscal esperaba una rápida respuesta, pero esta no vino. Hizo un torpe y concluyente ademán con la mano invitando a los integrantes de su séquito a que tomasen la palabra. Pese a la persistente mirada con la que los incitaba y la sonrisa que jamás dejó de esbozar, el silencio prosiguió.
  De repente y ante la expectativa del mariscal, los miembros del Estado Mayor al unísono, como impulsados por un resorte extendieron su brazo con el puño cerrado en alto y gritaron.
  –¡Láchez!... ¡Láchez!... ¡Patria, revolución o muerte!
  –¡Calma!... ¡Calma! –exigió Mucas levantando la voz–. Eso está muy bien, pero lo que les estoy pidiendo es una solución a la cuestión del brujo que está en la cordillera.
  Todos volvieron a callar. Nadie osaba hablar del asunto, el cual, sabían de antemano y por desafortunadas experiencias, les había traído muchas bajas y pérdida de equipo sin ningún resultado satisfactorio. Todo lo contrario: cada incursión a la Cordillera de la Costa se convertía en un verdadero desastre para las huestes del Ejército del Mal.
  Mucas Picón esperó y como nadie se atrevió a responder su solicitud, estalló en furia.
  –¿Y es qué nadie va a decir nada, cuerda de imbéciles?
  Nada. Ni una mosca se atrevió a romper aquel silencio. No tenían explicaciones, mucho menos un plan para acabar con los rebeldes de La Cordillera de la Costa.
  De pronto, del borde más lejano de la larga mesa, se escuchó una voz.
  –Con su permiso mariscal, yo si tengo algo qué decir.
  –¡Entonces dilo!... ¿Qué estás esperando? –repuso con indignación Mucas.
  Quien se había atrevido a romper el mutismo era Luis Racía Carnero, un espigado y negro general, recién ascendido por su adhesión incondicional al Régimen del Terror. Soles que logró por dirigir una de las masacres más sanguinarias en la historia de la región, en la cual perecieron cerca de un centenar de civiles, entre hombres, mujeres, niños y ancianos. Todos ellos desarmados. Fue en la época de las grandes marchas y contramarchas cuando el pueblo, armado solo con la bandera de su territorio, exigía libertad y la renuncia del dictador.
  –Mariscal, debo decirle, con toda la seriedad que el caso amerita, que el líder que dirige las montañas del este, no es ningún brujo, babalao, o hechicero…Usted, mariscal, sabe que yo sé de eso y que he estudiado durante muchos años la magia negra y la brujería… Por eso le digo, con toda seriedad y convicción, que en el este no estamos batallando contra un brujo, sino contra un Dios, porque…
  Mucas no lo dejó terminar. Exasperado se dirigió a La Guardia de Honor.
  –¡Saquen a este loco de aquí!… –rumió fuera de sí–. ¡Rápido!... ¡Fucílenlo por traición a la revolución y a la patria!...
  Antes la incoherente orden de Mucas Picón, Carnero trató de sacar su arma, pero fue inmediatamente sometido por La Guardia de Honor, la cual, en grupo de a dos y fuertemente armados, había sido previamente apostados a pocos centímetros de cada uno de los asientos de los treinta y cinco componentes del Estado Mayor.
  Mucas, con una desfachatez propia de los criminales más despiadados, trató de justificar su decisión ante los otros miembros del Estado Mayor.
  –¡Cómo diablos me habla de Dios si el es un hereje asesino!… –afirmó–. Un cultor de las más perversas y diabólicas hechicerías… ¡Si habla de Dios es porque es un traidor a la patria y a la revolución!… ¿No lo creen ustedes? –demandó dirigiéndose con mirada alucinada a todos los generales y almirantes.
  Nadie osó abrir la boca siquiera para respirar, menos para responder a su petitorio.
  –¡Esto lo va a saber Láchez! –bramó–. ¡Un Dios en la montaña!... Realmente el hombre está loco.
  Mientras el mariscal Mucas Picón hablaba, el repiqueteo de tres ráfagas de ametralladoras provenientes del patio trasero de la comandancia, evaporó su voz, por lo que hizo una pausa. Al terminar los disparos, miró al conclave sonreído.
  –Bueno, no está loco… ¡Estaba! –sentenció con frialdad sádica.
  Una eufórica algarabía en adhesión a las últimas palabras del mariscal estremecieron las paredes del recinto del Estado Mayor.
  Para contenerla, el mariscal levantó los brazos y pidió calma. Esperó paciente que generales, almirantes y coroneles recobraran la compostura.
  –¿Alguien más tiene algo qué decir? –preguntó. En vista del silencio reinante, sentenció –: Por ahora se levanta la sesión… Tengo que ir con Láchez… Mañana, a la misma hora, nos reuniremos otra vez… ¡Y quiero respuestas precisas!... Escucharon bien, ¡respuestas precisas! –recalcó–. ¡Nada de brujería ni santería!... ¡Se levanta la sesión!... ¡Qué pasen un muy buen día!
  El ejército de Láchez contaba con más de un millón de hombres bien entrenados y con suficientes pertrechos de guerra y armas tan sofisticadas como los vehículos de combate blindados AFV y LAV-3, totalmente digitalizados, lo que le daba gran capacidad de ataque a sus tropas, aunque poca movilidad en terrenos tan escarpados como las montañas donde se había atrincherado La Fuerza del Bien comandada por Url. Sin decir de los cañones autopropulsados Crusander y tanques Abrams, los cuales les eran casi imposibles adecuar en los términos de lucha que habían impuesto los Libertarios en las escarpadas montañas.
  Los crueles Boinas Rojas del Aire de su Fuerza Aérea estaban dotados de varias “Comadrejas Salvajes” F-4G, infalibles aviones de combate que preparaban el terreno a los ataques de los Sukhoi 27 rusos y los MiG-29 Fulcrum, además de media docena de A-10 “Trueno”, un avión destructor de tanques y fuerzas terrestres y un par de “Cazas Furtivos” F-117A, los silenciosos atacantes, capaces de eludir cualquier tipo de radar, que siempre rondaban los predios de Los Libertarios, además de varios F-14 Tomcat y F-15 Eagle.
  Pero lo que más aterraba a La Fuerza del Bien eran las incursiones de los ultramodernos F-22, llamados “el cazador”, uno de los aviones de combate más temibles debido a su velocidad supersónica y baja visibilidad, así como las del potente helicóptero ruso MIL MI-28 “Havoc”, equipado con cañones de 23mm y misiles aire-aire, además de los mortíferos UH-60 Blackhawk y el AH-64 “Apaches”, un helicóptero que desarrolla 227 millas/h. y con poder de disparo de hasta 16 misiles “Hellfire” o 76 cohetes aire-tierra en sólo treinta segundos.
  Agriamente para Los Libertarios, los F-22 estaban artillados con misiles AGM-88 HARM y una ametralladora bajo el fuselaje que escupía 625 proyectiles por minuto, tanto de día como de noche, gracias al radar que le daba autonomía para vuelos nocturnos. Esos aparatos y los Sukoi rusos, se habían convertido en la más terrorífica pesadilla de los guerreros comandados por Url.
  La Fuerza Aérea de Láchez también poseía en su lista de armas destructivas a varios bombarderos B2 “Predador”, el F-117 Nighthawk, algunos F-111 y misiles Tomahawk y AGM-86, además de unos cuantos cazabombarderos “Joint Strike Fighter”, los aviones monoplazas de función múltiple más radicales en los combates de tierra y lugares tan escarpados como en los que estaban pertrechados Los Libertarios.
  En el mar, además de media docena de destructores de largo calado, un par de portaviones gigantes de la clase Nimitz, tenían bajo su dominio al eficaz DD-21, destructor propulsado por energía eléctrica, el cual, aunque con poca tripulación, era capaz de causar un desastre inesperado y sin precedentes.
  Gracias a los recursos millonarios del petróleo, el dictador había comprado una buena dotación de los poderosos misiles balísticos intercontinentales rusos SS-N-22 capaces de hundir cualquier nave y derribar cualquier avión por muy avanzado que sea. Así como una sofisticada red del sistema táctico-operativo de cohetes soviéticos Iskander E para la infantería, destinado a la preparación sigilosa y ataques eficaces contra blancos de “poca dimensión”. Este sistema se distinguía de otros similares por su alto grado de automatización en la preparación del lanzamiento, el poco tiempo que le tomaba y la elevada precisión del tiro. Durante las pruebas del cohete Iskander E efectuadas por el Ejército de Mal en los médanos cercanos a mar Azul, estos no se desviaron siquiera un centímetro de la ruta programada y daban justo en el blanco.
  La Fuerza Armada de Láchez también tenía en su poder el sistema ruso denominado Krasnopol, un cañón de tiro guiado que garantizaba el impacto en los blancos con el primer disparo a una distancia de hasta 20 kilómetros. Con los Krasnopol podían disparar simplemente hacia el sitio donde estaba el enemigo y el proyectil se encarga de encontrar el blanco, aunque fuese móvil, como tanques o carros blindados, a los cuales alcanzaba en el lugar más vulnerable, como la escotilla de la torreta.
  Lo último que el dictador había adquirido de sus amigos rusos fue el sistema Vijr, que figura entre las armas universales de alta precisión, la cual puede abatir tanques y carros blindados de infantería, blindajes en general, puestos de ametralladoras y las tropas enemigas. El cohete de este sistema perfora la coraza de un tanque a una distancia de hasta 10 kilómetros. Hasta ahora no ha sido creada un arma contra este cohete que vuela a velocidad supersónica y que recorre cuatro mil metros en escasos nueve segundos.
  Láchez aprobó que su Ministro Revolucionario de Guerra comprara caprichosamente los cohetes antitanques rusos Fagot y Concurs, dirigidos por rayos láser, considerados los mejores del mundo y el cohete antitanque Cornet teledirigido, que no tiene quien le haga competencia en la lucha contra objetivos blindados, sobre todo en las montañas.
  Pese a toda esa fuerza devastadora, en la montaña donde estaban Url y sus guerreros esas armas de nada o poco valían. El peligro potencial estaba en la fuerza aérea y, más que nada, en los cazas Sukoi, que fue lo último que adquirió Láchez, porque los demás aparatos por falta de un adecuado mantenimiento, impericia y total ignorancia, tenían poca operatividad y estaban casi en desuso pese a ser nuevos.
  El ejército de Adolfo Láchez se distinguía por el emblemático puño rojo cerrado, símbolo de fuerza, con el cual el dictador saludaba a sus seguidores. Las boinas rojas que portaban, tanto soldados como comandantes, tenían ese mismo emblema, así como sus cascos, pero en color negro.
  Sus naves llevaban la insignia pintada muy grande en la proa y los aviones en las alas, cola y fuselaje. La bandera de la Revolución del Mal, era roja como la sangre que día tras día se derrababa impunemente sobre la nación. En su centro tenía estampado el inmenso puño cerrado en color negro con ribetes blancos, para que desde lejos pudiese distinguirse en todo su terror.
  El Ejército del Mal había desechado la antigua bandera de la región para adoptar la de la revolución que pregonaba Láchez, que apenas era una vil caricatura del comunismo más rancio y arcaico del planeta tierra.
  La bandera nacional, conformada por tres grandes franjas horizontales color amarillo, azul y rojo, cruzadas por un arco iris de estrellas blancas, que representaban las veintitrés provincias de la nación, fue rescatada y dignificada por Los libertarios, quienes en todos sus combates la enarbolaban con honor, dignidad y gloria.
  Láchez había utilizado las incalculables sumas de dinero obtenidas por la extracción y venta de petróleo en la compra de material bélico de última generación y de instalar una fábrica, bajo supervisión rusa, de fusiles Kalashnikov, los precisos y mortales AK–103. Pero lo que lo hacía más peligroso para el concierto de naciones del mundo y para su propio pueblo, era el acuerdo secreto que había suscrito, develado posteriormente por los medios de comunicación, con otras naciones infieles para emplazar bases nucleares secretas en toda la inmensa región.
  Desplegados a grandes titulares, los más prestigioso rotativos del mundo libre hablaban de compras, a países afectos al Régimen del Terror, de cargas nucleares, satélites, de bombas de penetración subterránea, misiles balísticos ICBM, de alcance superior a los cinco mil kilómetros, de algunas armas biológicas y neutrónicas e incluso de los sofisticados ASAT, un sistema de armamento para destruir, dañar o perturbar el funcionamiento o cambiar la trayectoria del vuelo de cualquier satélite artificial que sobrevolase la Tierra.
  Su ambición asesina y cruel para dominar la región y otros países al norte y sur del continente, era incalculable.
  Los Libertarios carecían de poderío bélico de primera. Sus armas eran convencionales, a excepción de una muy buena dotación del pequeño, ligero, fiable y fácil de manejar lanzamisil FIM-92 “Stinger”, al que Los Libertarios llamaban “El aguijoneador”, porque era muy eficiente en los combates tierra-aire. Era la misma arma que los temerarios muyahidines utilizaron certeramente contra los aviones y helicópteros soviéticos en Afganistán.
  El “Stinger” era, más que nada, una especie de bazuca, muy moderna y de gran precisión, aunque de alcance limitado. Sus misiles eran absorbidos por el calor de las turbinas de los aviones enemigos, a los cuales perseguían hasta impactar en ellos o explotar a su lado derribándolos. Era el arma favorita del Ejército del Bien por ser liviana y de sencilla operatividad, mucho más en las montañas y escarpadas laderas donde tenían que enfrentar a un enemigo sanguinario y bien armado.
  También tenían una buena dotación, de fusiles M-4, dotados de lanzagranadas, rifles PSG-I, utilizados por los francotiradores Libertarios apostados en las colinas, el AR-15 MIG, subametralladoras MP5, minas direccionales y los viejos lanzacohetes contra tanques RPG, el popular Matasiete, el arma que en un principio usó Url y que después cedió a la bella Katria y muchos Kalashnikov que iban dejando sobre el terreno los soldados abatidos de La Fuerza del Mal.
  Los Libertarios no poseían un ejército como tal, sino un gran deseo de justicia y libertad. Tampoco endosaban uniforme ni ropas de campaña, sino sus propios atuendos marcados con un insignia rectangular negra que en su centro tenía bordada una paloma blanca en vuelo, símbolo universal de la libertad, que las mujeres de Valle Encantado zurcían en cada una de sus camisas y gorras, por más desgastadas que estas fuesen.
  A los únicos que se les permitía vestir ropa militar o de camuflaje, eran a los soldados, oficiales y comandantes rebeldes que habían desertado de La Fuerza del Mal para unírseles. Ellos mismos arrancaron de sus uniformes rango y condecoraciones y en su lugar cosieron el distintivo con la paloma blanca en vuelo.
  La verdadera y gran arma de Los Libertarios residía en su decisión y valor, puesto toda a prueba en las más encarnizadas de las batallas. Su determinación estaba signada por la libertad de su patria y en el amor a los derechos de todos y cada uno de sus semejantes, fuesen del color que fuesen y tuviesen el poder que tuviesen.
  Y ahora contaban con la ayuda de Url y su báculo divino.

 
10


  Mientras el Estado Mayor de La Fuerza del Mal estaba reunido en la comandancia con el mariscal Mucas Picón, en Valle Encantado Kunato y Silvio Torres concebían el plan que Url había sugerido para infiltrar una red de informantes dentro de las tropas enemigas.
  –Me gustaría utilizar tres tipos de espías –manifestaba Kunato–. En primer lugar unos agentes vigilantes, luego los nebulosos y por último los prescindibles.
  –¿Qué estás diciendo?... Amigo mío no te entiendo… –respondió Silvio sorprendido –. Menos con esos nombres que le has puesto… Si me lo detallas buscaremos darle forma al plan que tienes en mente –demandó el ex veterano de guerra.
  –Bien… Disculpa la ligereza –se excusó con parsimonia ancestral el joven japonés–. Te explicaré. Los espías vigilantes lo integrarán un grupo muy selecto de hombres sacados de nuestras propias filas. Escogeremos guerreros inteligentes, intrépidos, prudentes, de aspecto estúpido y apariencia inofensiva, pero con la suficiente habilidad y valor para abrirse paso hasta las filas enemigas sin ser descubiertos. Aunque, también –precisó–, deberán tener otras cualidades: soportar hambre, frío y todo tipo de vicisitudes, humillaciones y, si fuese necesario, hasta las más crueles de las torturas. En conclusión, deben ser guerreros élite, de primera.
  Kunato, cuyos ojos rasgados semejaban un boceto inconcluso de Picasso, calló por instantes. Quería escrutar si en el rostro de Silvio había algún vestigio de duda, pero como ni abrió la boca, prosiguió.
  –Los nebulosos serán reclutados entre los prisioneros que hemos capturado… Les prometeremos dinero y asistencia para que se pasen a nuestro lado…
  –Esa gente es pura escoria – interrumpió Silvio–. Yo no confiaría ni un segundo en ellos.
  –Lo sé, amigo… Precisamente de eso se trata. Como no tienen dignidad y mucho menos honor, no dudarán en venderse al primero que le ofrezca más dinero. Por eso a ellos les suministraremos información falsa. Eso confundirá temporalmente a nuestro enemigo y podremos cumplir impecablemente con nuestras verdaderas operaciones sin distracción alguna…
  –Me gusta… Es bastante aceptable. Yo había pensado algo semejante… ¿Pero de dónde sacaremos el dinero?
  –Todo será virtual, querido amigo… Promesas… ¡Sólo promesas! Les diremos que a fin de protegerlos, el dinero les será depositado en cuentas bancarias cifradas en el exterior y que las transacciones las haremos a través de Internet… Son ignorantes… Cuando se den cuenta del engaño la guerra ya habrá terminado…
  –¿Y si exigen efectivo?
  –Saben que no pueden hacerlo…Que correrían peligro de muerte si sus superiores los descubren con dinero en los bolsillos… Los ejecutarían de inmediato bajo el pretexto de traición a la patria a fin de desplumarlos… Recuerda que todos ellos, de coronel para arriba, son unos apestosos delincuentes y corruptos.
  Complacido por la forma como Kunato iba exponiendo el plan, Silvio asentía cada una de sus palabras moviendo la cabeza.
  El guerrero japonés estaba tan entusiasmado con su plan, que apenas se dio cuenta de que algunos jóvenes se detenían a ratos para escuchar lo que estaba diciendo.
  –Los agentes prescindibles serán campesinos de la zona. Ellos se convertirán en nuestros ojos y oídos a más de mil kilómetros a la redonda… Aunque sean útiles, no serán indispensables, por lo que podremos desecharlos y cambiarlos por otros a nuestro antojo… Si logramos compactar las tres ‘secciones’ de manera armónica, tendremos una Divina Red de información y espionaje a nuestra disposición –concluyó con su innata humildad oriental.
  –Eres muy fantasioso, pero no está nada mal – admitió Silvio-. Sin embargo me gustaría añadirle algunos detalles… Manejas muy bien la teoría, pero recuerda que en la práctica todo es diferente… Soy experto en eso y sé lo que digo… No todo es verde en la montaña… –manifestó sonriéndole en forma de chanza mientras se quitaba de la cabeza una pañoleta tipo pirata que usaba para protegerse del sol.
  –Debo confesarte que el plan no es totalmente mío… Los principios fundamentales los extraje de las enseñanzas descritas en El Arte de la Guerra de Sun Tzu, pero con algunas modificaciones –manifestó Kunato con humildad.
  –¡Son palabras mayores!… Ese misterioso guerrero chino fue un verdadero estratega, quizás tan o más grande que el mismo Alejandro Magno.
  Los dos comandantes estaban sentados a orillas de uno de los muchos manantiales que brotan de las entrañas del valle y que silenciosamente desaguan en un precioso pequeño lago interior enclavado en la hondonada, desde donde, junto a otros riachuelos, sigue su curso hacia el pasadizo secreto que alimenta las cascadas que dan acceso a Valle Encantado.
  Mientras definían el plan observaban de reojo a Katria, quien momentos antes se había zambullido en el lago para refrescarse.
  Nadaba tranquila, a sus anchas, sin percatarse que los dos hombres no le quitaban la vista de encima.
  Era tan hermosa, que su agraciada silueta se adivinaba hasta debajo de los harapientos pantalones que vestía, sus largas botas y el mugroso abrigo que le había quitado hace algún tiempo a un oficial enemigo caído en batalla. Siquiera esa indumentaria disimulaban sus voluptuosas formas y sensualidad.
  Su rubio y ondulado cabello, reluciente como finas espigas de oro al reflejo del sol, armonizaban con sus angelicales ojos.
  Todos los hombres la codiciaban, aunque nadie se atrevía, siquiera, a insinuársele. Era una comandante bravía y ninguno, por respeto a su rango y valor, osaba pretenderla, menos en esos aciagos momentos donde la vida y la muerte exigían una total concentración debido a la superioridad del enemigo y a su sanguinaria crueldad.
  Hace mucho tiempo Katria centraba todas sus energías y fuerzas en la derrota del tirano y sus secuaces, aunque, como mujer, sabía que era objeto de deseo y codicia de los hombres. Eso no le era extraño. Pero, por ahora, lo primordial era exterminar a La Fuerza del Mal y acabar, de una vez por todas, con ese imperio perverso y lleno de terror comandado por Adolfo Láchez.
  Después de divorciarse de un rico y poderoso magnate financiero, propietario de una amplia red de canales de televisión y hoteles, con quien estuvo casada durante seis años, no hubo ningún otro hombre. De eso habían pasado casi cuatro años, durante los cuales, antes de unirse a las fuerzas Libertarias, un desfile de pretendientes estuvo asediándola.
Katria siempre se mantuvo inalcanzable. Se refugió en la intimidad de su silencio para ahuyentar cualquier tentación. Sabía que algún día irremediablemente volvería a enamorarse, pero que ese momento estaba muy lejos de cualquier pretensión humana. Mucho más después de la traumática separación de aquel hombre de televisión que únicamente adoraba el dinero y el poder y despreciaba con arrogante humillación las cosas más sencillas en una joven pareja, como la dicha de formar familia.
  Resguardada por un pequeño jazmín que acababa de florecer, Katria salió del agua. Vestía un diminuto top blanco que se le adhería al cuerpo transparentando sus majestuosos pechos. Caminó hacia la orilla, recogió el cabello con las manos y lo trenzó para escurrirlo hacia un lado. Pequeños hilillos de agua rodaron sobre su espalda y hombros. Con tenue ademán estiró el cuello hacia atrás y batió vigorosamente la cabeza hacia adelante para que los mechones mojados se deslizaran sobre su rostro. Repitió el ritual hasta estar satisfecha. Después comenzó a desenredar lentamente el cabello con la punta de los dedos.
  Mientras lo hacía se percató de que los dos comandantes la estaban viendo.
 –¡Hey! –gritó–. …¡Silvio!… ¡Kunato!...
  Los dos hombres contestaron levantando la mano.
  –¡Espérenme!... ¡Voy con ustedes! –gritó la hermosa guerrera temida por sus enemigos, pero deseada y codiciada por muchos.
  Se ocultó tras unos arbustos y a los pocos segundos volvió a salir endosando su vestimenta de campaña. Pese a los años transcurridos desde su época de top-model, no había perdido la habilidad de vestirse y desvestirse en instantes.
  Sacudiendo constantemente el cabello a los lados para que terminase de escurrir el agua, pronto estuvo junto a ellos.
  –El Señor de las Montañas me pidió que hablase con ustedes... A eso venía –apuntó jadeante–, pero cuando vi el lago no pude resistir la tentación de echarme un baño –se excusó la guerrera, quien con su cabello semimojado se veía aún más fascinante.
–Somos puros oídos… ¿Cuál es el mensaje? –preguntó Silvio contemplándola con discreto disimulo.
  –Como ustedes son los encargados de la parte del espionaje –afirmó abriendo aún más de lo normal sus bellos ojos verdes–, Url me pidió que les dijese que encargó a las mujeres del valle remendar alguna ropa vieja para cambiarla con los uniformes de algunos prisioneros.
  –¿Y para qué?... De qué nos servirá eso –preguntó distraído Kunato.
  –Para que el plan tenga éxito –contestó Silvio con la intención de refrescarle todo lo que habían hablado.
  Obviando las penetrantes miradas de los comandantes Katria volvió a batir el cabello.
  –Quiere que ustedes hagan la selección, según grado y condición, para saber con cuales guerreros debemos intercambiar los trajes… ¿Comprenden?
  –¿Y con qué finalidad? –indagó otra vez con perpleja ingenuidad Kunato.
  –De infiltrar en las filas enemigas, con sus propios uniformes, a algunos de los nuestros –apresuró a responder Silvio.
  –Ciertamente es así –asintió Katria–. Aunque creo que es sumamente peligroso –dijo con inquietud–. En sus manos está llevarlo a cabo con éxito, aunque Url me pidió que les dijese que si las probabilidades son remotas, mejor era renunciar al plan.
  –Tenemos varios puntos a nuestro favor –se escuchó una voz ronca tras ellos–. Lamentablemente estamos luchando hermanos contra hermanos y por ende usamos el mismo idioma, las costumbres son similares y conocemos, por igual, el territorio por donde nos desplazamos.
  Era Longar, quien gracias al paso lento y silencioso que le consentían las muletas, se había acercado sin hacer ruido.
  –Aunque –agregó– estoy de acuerdo con Katria… Es aventurado, pero no imposible.
  –¡Bienvenido amigo! –saludó con agrado Silvio–. Has caído del cielo… Ni Kunato ni yo nos habríamos atrevido a tomar una decisión tan delicada… –precisó con alivio.
  –¿Cómo van tus heridas? –preguntó Kunato.
  –Url tenía razón. La que más me molesta es la de la pierna. El hombro sanará pronto… Ya estiro el brazo –afirmó haciendo una demostración de movimiento.
  Longar era el menor de tres hermanos, todos ellos descendientes de una familia de pescadores que desde épocas pretéritas se había asentado en una costa de la región llamada Margarita. Tanto sus otros dos hermanos como él, influenciados por su padre, habían tomado la carrera de las armas. De sus dos hermanos mayores, uno de ellos alcanzó el grado de teniente coronel y el otro de mayor del ejército. Al igual que él, formaban parte de Las Fuerzas Armadas de su patria antes de que Láchez se entronizara en el poder. Los tres hermanos, junto a decenas de otros oficiales, se declararon en “Desobediencia Legítima” al no estar de acuerdo con el régimen de terror del dictador.
  Todos fueron perseguidos. Los más afortunados aún se pudren en las repugnantes cárceles del régimen, otros fueron asesinados y, los que tuvieron la oportunidad de hacerlo, huyeron a las montañas y se unieron a Los Libertarios.
  Uno de ellos fue el entonces capitán de infantería José Antonio Longar y Páez. Sus hermanos corrieron con la peor de las suertes: tortura y fusilamiento en el paredón de la misma academia militar donde habían estudiado y prestado servicios con honor a la patria.
Con su metro noventa y cinco de estatura, ciento doce kilogramos de pura fibra y piel color azabache bruñido, la sola presencia de Longar infundía respeto, más a quienes conocían la estirpe de guerrero que poseía.
  –¡Todo esto es un matadero, queridos amigos! –sentenció apuntando sus grandes y blancos ojos a los contornos de la montaña–. Todos amamos la vida, pero ninguno de nosotros dudaría siquiera un instante en darla por la libertad de nuestro país… ¡Ese es el riesgo y todos lo asumimos!
  –Tienes razón Longar –aprobó Silvio–. Sabemos que es así y nunca vacilaríamos en dar nuestra vida por la libertad, pero es difícil decidir sobre la vida de otros –discernió–. Si Kunato y yo nos equivocamos en escoger a las personas adecuadas, morirán, por eso necesitamos tú ayuda –demandó dándole unas palmaditas en el hombro sano.
  Katria, escuchaba en silencio. Seguía recogiendo entre sus dedos abiertos en forma de horquilla mechones de cabello para luego escurrir las puntas.
  –Si al Señor de las Montañas concibió ese plan –intervino incorporándose–, asumo que pensó también en todo lo que ustedes ahora están discutiendo… Además, olvidan que su fiador es Dios y…
  Un estrepitoso trueno, que retumbó con eco ensordecedor en el valle, no la dejó terminar la frase. Todos, instintivamente, dirigieron su mirada al cielo.
  Mientras charlaban no se habían percatado de que una tormenta eléctrica se avecinaba. El cielo que momentos antes era de un inmaculado azul, matizado por profusas y blancas nubes, se había tornado en cenizo plomo. En cosa de segundos, grandes gotas penetraron la cortina de niebla de Valle Encantado para precipitarse sobre los comandantes acabando con ello la reunión.
  –¡A nuestros puestos! –sugirió Silvio.
  –Katria y yo ayudaremos a Longar a subir –manifestó Kunato.
  La urgencia se debía a que en Valle Encantado, nunca, después de la tormenta, venía la calma, sino la guerra, ya que La Fuerza del Mal, creyéndoles débiles, adormecidos o reparando los daños causados por la tempestad, atacaban sin piedad. Ya había ocurrido en otras oportunidades en otras montañas. Si el enemigo tenía pensado eso, a ellos no les tomarían desprevenidos.

 
11


  En la Montaña del Búho, a poco más de un par de kilómetro de Valle Encantado, los prisioneros estaban inquietos.
  Los habían recluido en “La Roca de los Lamentos”, lugar sumamente escarpado y circundado por infranqueables precipicios, de donde era casi imposible fugarse porque la única salida era un pequeño paso de cabras que conducía directamente al cuartel general de Abraham, al cual los guerreros llamaban “El Ojal de la Muerte”, ya que era más fácil que un elefante entrase por el ojal de una aguja que un prisionero se escapase por aquella pendiente.
  Los otros tres flancos de la montaña estaban compuestos por farallones tan profundos que ni en día soleados se podía ver el fondo y, por si fuese poco, sus paredes eran de rocas tan lisas y pulidas por el viento que parecían la hoja de una navaja. Siquiera el escalador más avezado se atrevería a intentar una aventura tan suicida.
  Habían pasado cinco días desde que amainó la tormenta y el malestar entre los prisioneros se debía a que de las tres chozas erigidas allí con troncos de eucalipto y otros árboles, dos habían quedado seriamente dañadas. Tanto, que durante las noches la fuerza del viento las hacía crujir de tal forma, que temían que en cualquier momento podrían desmoronarse por el abismo con todo y ocupantes.
  En el improvisado sitio de reclusión no había guardias ya que era virtualmente imposible huir de allí. Se les enviaba comida dos veces al día, una en la mañana y otra al atardecer, por lo que los prisioneros estaban a sus anchas. Conversaban de lo que querían, maldecían a quién quisiesen y urdían planes de fuga sin temor a ser escuchados por sus captores.
  Las quejas sobre el estado de las cabañas llegaron a Abraham a través de los guerreros comisionados en llevarles alimentos. El comandante judío hizo caso omiso a las peticiones, las cuales fueron escritas en un sucio trozo de papel y firmadas por un coronel y dos capitanes, los de mayor rango entre todos los soldados capturados durante el último asalto a la montaña.
  Abraham, ancestral heredero de las mañas de Moshé Dayán, héroe de la Guerra de los Seis Días librada entre Israel y otros estados árabes y quien era conocido mundialmente como El León de Sinaí, siquiera se molestó en contestarles. Adrede buscaba desesperarlos.
  Evitaba cualquier estéril interrogatorio porque de antemano sabía que siquiera con la más lacerante de las torturas podría sacarle lo que quería saber de boca de esos hombres entrenados para la muerte y la crueldad.
  Su intención era quebrarles el ánimo. Provocar fricción y dudas. Bajarle la moral a tal grado que los incitara a pelarse y crear incidentes que los constreñiría a maldecir y renegar a sus comandantes. Si esto ocurría, tal como lo presumía Abraham, les sería más fácil a los Libertarios obtener nombres, tácticas y posiciones. En fin, el plan era dividirlos y confundirlos para sacar provecho de sus informaciones.
  Abraham no pensaba siquiera tocarlos con el pétalo de una rosa, ya que en la montaña Url había terminantemente prohibido cualquier intento de tortura o vejación hacia el enemigo capturado. Allí todos los derechos humanos eran respetados, a diferencia de lo que ocurría en el Ejército del Mal, cuyos esbirros de la Policía Militar eran desalmados homicidas.
  El comandante judío aspiraba conocer, de primera mano y con rapidez, alguna señal, un pequeño detalle que revelase los planes de La Fuerza del Mal.
  Para obtener rápidos resultados introdujo a dos de sus hombres entre los prisioneros para que no sólo escuchasen de qué hablaban, sino para incitarlos a la desmoralización y la cólera.
  Para evitar que fuesen descubiertos, los proveyó de uniformes, los cuales obtuvo al despojar de ellos a dos soldados de La Fuerza del Mal caídos durante la última incursión en la montaña. Algo muy similar a lo que planificaba Url, pero enfocado de otra manera.
  Los guerreros que vistieron el uniforme enemigo eran los mismos hombres que Katria vio conversando con Abraham mientras estaba sentada en el borde del risco.
  Cuando a Abraham le avisaron de que la situación en “La Roca de los Lamentos” estaba llegando a un punto insostenible, les pidió a sus hombres que les trajesen al coronel y a los dos capitanes que firmaron la solicitud, además de otros siete prisioneros, los cuales escogerían al azar.
  Una hora más tarde los diez hombres estaban frente a él en el cuartel de campaña enclavado en el lado norte del “Ojal de la Muerte”.
  Los prisioneros, visiblemente deshechos moral y físicamente, sucios y malolientes, con un agotamiento mental que patéticamente se reflejaba en sus rostros, saludaron militarmente al comandante Libertario y tomaron posición de firmes.
  -¡Descansen!... –ordenó–. Soy puro oídos, pero hable uno sólo de ustedes –exigió con enfado mientras echaba con fuerza hacia atrás la silla para que el respaldar se recostara de la pared.
  Abraham sabía que en las instalaciones militares del Ejército del Mal, tanto a soldados como a oficiales, sin importar rango ni antigüedad, les lavaban el cerebro con videos subliminales y películas doctrinarias que exaltaban anacrónicos postulados comunistas, así como la idealización de la imagen de Láchez, a quien en los videos lo calificaban como El Libertador de esa gran nación, por lo que era virtualmente imposible sacarlos de su alucinación ideológica. Era parte de su entrenamiento, un entrenamiento diseñado para aniquilarles el poco discernimiento que les quedaba. Por lo tanto tenía que ser firme e inflexible. Su fidelidad a la “Revolución del Mal” rayaba en la enajenación, ya que erradamente estaban convencidos de que no existía fuerza en el mundo posible de derrotarlos.
  El coronel encargado de presentar las quejas habló con tanta arrogancia, que parecía habérsele olvidado de su condición de prisionero.
  Abraham escuchó tolerante sus palabras y lo dejó concluir sin interrumpirlo.
  Cuando al fin terminó, contundente y con frialdad, negó todos los requerimientos.
  –¡Ya no tendrán dos raciones de comida diaria, sino una! –afirmó categórico e indignado mientras golpeaba con el puño la pequeña mesa del comando de campaña.
  –Según La Convención de Ginebra y el Acuerdo Internacional sobre Prisioneros de Guerra, usted está obligado a… –trató de mediar en tono grave el oficial cautivo.
  –¡Ustedes no son prisioneros de guerra! –atajó con repugnancia incorporándose de la silla–. ¡Ustedes son unos asesinos al mando de otro loco asesino! –espetó casi escupiéndole la cara al coronel que se había atrevido a alzarle la voz.
  Abraham estaba provocando deliberadamente una situación explosiva para hacer salir de sus casillas a cualquiera de ellos.
  –Pero, señor, usted debe comprender que nosotros, como soldados, cumplimos órdenes superiores y…
  –¿Les ordenan asesinar al pueblo y la cumplen como borregos?... ¿Esa su misión?... ¿Eso es ser soldado?… ¡No, eso es ser animales, imbéciles asesinos descerebrados! –rugió antes de volver a sentarse.
  El comandante judío estaba rodeado por más de treinta guerreros Libertarios bien armados, quienes con histeria furibunda apoyaban cada una de sus palabras.
  –Por lo menos repárenos las cabañas –insistió el coronel, ahora en tono suplicante–. Tenemos varios heridos y ameritan un poco más de atención.
  –¿Por qué no los matamos a todos de una vez y no libramos de esta peste? –propuso Jorge, el segundo de Abraham.
  –¡Buena idea!... Así no tendremos que racionar más nuestra comida para dársela a estos asquerosos piojos… ¡Es despreciable quitarle el pan de la boca a nuestra gente para alimentar a estos animales! –maldijo con aversión otro de los Libertarios levantando el fusil sobre su hombro.
  –¿Vinimos a pactar, no?…Exigimos que se cumplan nuestros derechos –intercedió trémulo uno de los capitanes.
  –¡Ustedes son animales!… ¡Escoria!... ¡Han masacrado a un pueblo desarmado!... Y ahora hablan de pacto, de Derechos Humanos... ¡Comencemos a matar a estas ratas de una vez! –expelió reflejando un profundo odio Luis Felipe, un arisco Libertario que apuntaba amenazante su AK-103 al grupo de prisioneros.
  La situación dentro del comando tomó visos incontrolables. La excitación y la sed de venganza contagió a todos.
  –¡Empecemos por aquel, que se está riendo de nosotros!... ¡Matemos a estos inmundos animales! –clamó otro de los guerreros señalando con su índice a uno de los capitanes.
  –¡Y a ese otro también! –expresó Ana María, una de las más viejas y agresiva de las guerreras a la orden de Abraham y de las primeras mujeres en llegar a Valle Encantado.
  Abraham estaba entre la espada y la pared. Sus hombres le exigían justicia. La situación se le estaba escapando de las manos. Sabía que debía actuar pronto, de otra forma perdería el control y respeto de sus hombres. Los Libertarios no dejaban de gritar enloquecidos y destilando odio por cada uno de sus poros. La suerte estaba echada. No tenía alternativa.
  –¡Saquéenlos y fucílenlos! –ordenó señalando a dos de los soldados.
  Seis de los guerreros Libertarios sujetaron a los soldados indicados por Abraham y a empellones los sacaron de la cabaña.
  –¡Noooo!... Por favor tengan piedad... ¡Tengan piedad! –imploró uno de ellos sollozando.
  –¡Usted es un bruto criminal! – rezongó el coronel.
  –¡No me maten por favor, tengo tres hijos!... Le juro que les diré todo lo que sé, pero por favor no me maten... –suplicó el otro escogido para la ejecución.
  Los ruegos de los dos condenados no fueron escuchados. A los pocos segundos, detrás de la cabaña se escucharon disparos seguidos de gritos y tétricos gemidos.
  Con sus armas aún humeantes y el odio tatuado en el rostro, el pelotón de ajusticiamiento regresó al interior del cuartel.
  –¡Misión cumplida, comandante! –reportó uno de ellos.
  –¿Suficiente por hoy, o quieren más? –preguntó Abraham a los demás prisioneros.
  –¡Y después dicen que los animales somos nosotros! –masculló el coronel entre dientes.
  –Precisamente porque no somos animales como ustedes –respondió con insolencia Abraham– mañana mismo les enviaré el material que necesitan para que reparen las chozas… Y porque soy humano –agregó magnánimo–, mantendrán las dos comidas diarias… ¡Ahora llévenselos! –gritó furibundo haciendo un gesto a sus guerreros.
  Los prisioneros se retiraron temblando de pies a cabeza, no por el frío sino por el terror que les invadía. Un terror que conocían bien, porque fueron los autores de las más brutales masacres y asesinatos que tiñeron de sangre y muerte a la región. Ahora lo estaban viviendo en carne propia.
  Mientras eran conducidos de regreso a “La Roca de los Lamentos”, Abraham y sus hombres permanecieron callados.
  Cuando los presumieron lejos del comando, estallaron en fuertes carcajadas y entre silbidos y gritos se felicitaron entre ellos.
  Una euforia complaciente los invadió. Comentaban sobre lo aterrados que estaban los prisioneros. De la forma cobarde como se comportaron pese a su fama de temibles y aguerridos soldados.
  Abraham observaba a sus hombres mientras sorbía un humeante té de hojas y flores silvestres que uno de sus ayudantes le había servido momentos antes. Se notaba tranquilo.
  Contagiado por sus guerreros, también explotó en estruendosa carcajada. Luego calló, miró a su alrededor y se dirigió a uno de sus segundos.
  –¡Qué entren ya! –ordenó aún risueño después de limpiarse con la mano un residuo de saliva de su labio inferior.
  Varios soldados salieron a cumplir la orden.
  A escasos segundos los guerreros regresaron con los presuntos “ajusticiados”, que eran los dos espías que Abraham había infiltrado entre los prisioneros. Era la única forma de sacarlos de allí sin despertar sospechas entre los prisioneros.
  Nadie había muerto esa tarde. Todo obedecía a la “Operación esponja”, un plan que el comandante judío había urdido a fin de “absorber” el pensamiento de los prisioneros. Quería saber qué decían, cuál era su comportamiento en cautiverio y, sobre todo, averiguar qué sabían sobre los próximos desplazamientos del Ejército del Mal.
  La estratagema funcionó con precisión matemática. Fue pulcra y perfecta.
  Los resultados de la operación fueron indiscutibles, aunque contó con la sanción de Url y el Consejo de Comandantes, ya que Abraham no lo consultó y en la montaña todo se hacía democráticamente y con aprobación de la mayoría.
  Como castigo, le quitaron temporalmente el mando de La Montaña del Búho y lo encomendaron a labores, en su misma condición de comandante, de catequesis, como “General de almas en conflicto y recolector del bien de la humanidad”.


12

  No muy lejos de Valle Encantado y con la tarde brindando los últimos rayos de luz, Pepe Alcántara estaba sentado en el hoyo de una trinchera garabateando un pedazo de papel que tenía afincado sobre un trozo de madera.
  Le escribía una carta a su novia Isabel, quien se había ido a vivir con Don Ignacio, un tío de éste, en Puente de los Faros, una aldea enclavada en las faldas de Los Picos Nevados, lugar muy distante de las grandes batallas.
  Isabel se había marchado contra su voluntad y si no hubiese sido por la insistencia de su novio, estaría luchando junto a él. Don Ignacio, hermano mayor del padre de Pepe, el cual fue asesinado junto a su pequeña hermana durante “La Marcha de las Antorchas”, estaba muy enfermo y necesitaba atención permanente.
  Isabel, al igual que muchas otras mujeres de la región, estaba sola en el mundo. Pepe era lo único que le quedaba. Su soporte, aliento de vida y gran amor. Huérfana de padre desde temprana edad, su madre, al igual que cientos de otras mujeres, fue asesinada por los esbirros de la Revolución del Mal.
  Isabel y Pepe se amaban como adolescentes. Era tan puro su amor, que parecían respirar, soñar y vivir a través de un sólo cuerpo.
  Ella era jovial y dulce. Desde el mismo día en que la conoció durante una de las tantas marchas y contramarchas contra el Régimen de Terror de Adolfo Láchez, Pepe quedó inmediatamente prendado de ella. Del rostro blanco de Isabel, casi marmóreo, florecían unos carnosos labios rojos que eran envidia de muchas. No muy alta, ligeramente delgada y poseedora de unos hermosos y vivaces ojos negros, todos los que la veían le brindaban un suspiro a su paso.
  Era todo lo contrario de Pepe, quien por su musculatura y forma de caminar, siempre mostrando pectorales y bíceps a través de ajustadas franelas, parecía un irritado bulldog a punto de atacar. Lo único que tenían en común era el cabello color miel, ya que Pepe, al contrario de Isabel, poseía ojos pardos.
  No obstante su vasta experiencia como abogado, de redactar folios tras folio en sus días de ejercicio profesional, esa tarde no encontraba cómo darle forma a aquellas líneas. Sólo había escrito: “Amor mío: Ni te imaginas la falta que me haces y lo tanto que te quiero. Han pasado largos seis meses desde la última carta, pero hoy...”. Ese era el último párrafo. Ahí se quedaba. No encontraba cómo decirle lo que debía sin angustiarla. Quería comunicarle, más que nada, además de expresarle lo mucho que la amaba, la orden que había dado El Señor de las Montañas sobre la construcción de barcos, pero no hallaba las palabras adecuadas.
  “¿Cómo decirle a la mujer amada que tiene que ir a Los Picos Nevados para abordar en su cumbre un barco sin que sospeche que uno está loco de remate?”, se interrogaba hasta el cansancio.
  Ese era el gran dilema, no obstante debía encontrar, y pronto, la forma, sino ella y su tío correrían peligro de muerte.
  Tenía fe ciega en Url, pero el asunto de las naves lo consideraba descabellado y fuera de toda lógica, aunque nunca había lógica en las hazañas de aquel misterioso hombre.
  Presentía que algo terrible estaba por suceder. Las profecías de El Señor de las Montañas, por más paradójicas que pudiesen parecer, eran igualmente divinas, y él, como católico e hijo de practicantes cristianos españoles, lo sabía de sobra. Por ello la urgencia de notificárselo a Isabel.
  Sentado en el suelo de la trinchera y con la vista perdida en el vacío, Pepe trataba de hallar las palabras exactas que debía usar en esa carta que tan difícil se le había hecho.
De pronto escuchó que alguien se acercaba cantando. Era Giovanni Petracca, quien tarareaba La luna che non c’é, una hermosa canción italiana popularizada por Andrea Bocelli.
  –¡Hola Pepe!... ¿Qué haces? –preguntó al verlo acurrucado en aquel hoyo, cuyo alrededor estaba protegido por rocas camufladas con arbustos secos.
  –Trato de escribir una carta, pero no lo consigo –confesó con impotencia.
  –¿Cómo qué no puedes?... Si te he visto redactar maravillas en los panfletos que enviábamos a la capital –contestó extrañado Giovanni.
  -¡Te juro que no puedo!... Es muy difícil decir las cosas que debo decir sin alarmar a la persona a quien va dirigida la carta –explicó dándose unos golpecitos en la pierna con la tabla en la que asentaba la hoja de papel.
  –¡Espera!… ¡Espera, comandante-abogado!... No te angusties… Si me dice cuál es el problema, quizás pueda ayudarte –lo tranquilizó extrañado por la actitud de Pepe, quien siempre mostraba ser un hombre de temple sereno.
  Pese a sus veinticinco años, Giovanni era un hombre curtido en la vida y sus miserias. Hijo de inmigrantes italianos desembarcados en las postrimerías la Segunda Guerra Mundial en tierras extrañas y hostiles, tuvo que soportar vejaciones y maltratos desde la niñez. Sus padres le enseñaron desde temprana edad las leyes de la vida y la subsistencia en sus condiciones más precarias. De ellos heredó con temple, además de honor y dignidad, la tenacidad y humildad, puestas de relieve en la pureza de su corazón noble y valiente. Aunque largas y profundas cicatrices permanecen aún vivas en los laberintos de su alma, su gloria es el humanismo que refleja en las peores de las situaciones.
  Robusto, de un metro noventa de estatura, pelo negro rizado, el cual siempre lleva largo y rozándole los hombros, Giovanni esbozó una mirada alegre y se sentó al lado de su amigo, quien estaba sumergido en un dilema que no podría resolver sólo.
  –¡Tú angustia es también la mía, guerrero!... –expresó–. Quizás dos mentes puedan desatar la que perturba a la otra… ¡Dime cuál es el problema! –requirió con benevolencia.
Con cierto pudor y renunciando a su intimidad, Pepe le contó lo que le tenía el alma en un hilo.
  –Sobre ese asunto yo también he meditado mucho –manifestó preocupado cuando le refirió lo de las naves–. El problema es realmente angustiante… Pero vamos a lo de tú novia–. Pensó unos instantes mientras Pepe lo observaba inquieto y luego expresó–: Porqué no le escribes simplemente: “Querida Isabel: Te amo más que a mi propia vida y tú lo sabes... Si vas a los barcos que construyen en Los Picos Nevados pronto me reuniré contigo para abrazarte y besarte con la pasión de un guerrero que te ama más que a la libertad... No preguntes… ¡No me falles, amor”!… ¡Es todo!... ¡Suficiente!… Creo que no hay que decir más nada… ¿No te parece?
  –¡Eres un príncipe, Giovanni! –exclamó complacido Pepe–. Has salvado la vida de la mujer que más amo en el mundo y la de mi tío… ¡El amor te debe su gloria y yo mi reconocimiento! –gritó lanzando al aire el papel donde borroneaba la nota.
  –No es para tanto, amigo, apenas fueron unas frases –reconoció humildemente Giovanni mientras se alejaba de la trinchera entonando otra vez la vieja canción napolitana.


13

  Las diez naves que había ordenado construir Url aún no tomaban forma alguna pese a que entre Los Libertarios asentados en Valle Encantado se encontraban buenos y reconocidos arquitectos e ingenieros.
  La lentitud se debía, más que nada, a la carencia de algunos materiales esenciales para su ensamblaje.
  Reunido con un grupo de “astilleros de montaña”, les explicó la urgencia y que, lo más importante, no era que los barcos navegaran, sino que simplemente pudiesen flotar con una carga no mayor de trescientos hombres a bordo cada uno y que tendrían que proveerlos de buenos y fuertes desaguaderos para que el agua que podría caer del cielo, venir del mar o salir del mismo infinito, no los hundiese.
  De tanto decirlo y repetirlo, al fin los ingenieros comprendieron.
  –¿Lo que quieres son urna flotantes? –preguntó con ingenua gracia uno de los peritos.
  –Algo parecido, pero en vez de nuestros últimos habitáculos, serán nuestra salvación –contestó El Señor de las Montañas sin aspavientos–. Por favor, transmite esa idea y ejecútala… Recuerda que las naves no son para luchar, sino para sobrevivir…
  El ulular de las sirenas que alertaban sobre un inminente ataque, interrumpió la conversación.
  Cuando Url se detuvo a supervisar la construcción de las naves, se dirigía a La Montaña del Búho para notificarle a Abraham que le había sido levantada la sanción impuesta por quebrantar las reglas imperantes en Valle Encantado.
  Entre el estallido de bombas y cohetes y el repiqueteo de ametralladoras, morteros y baterías antiaéreas, de un salto se subió al lomo de Nube y enfiló hacía el comando de Abraham, ya que El Paraje del Elefante, su lugar de observación preferido, estaba muy retirado de donde se encontraba en esos momentos.
  Báculo en mano cabalgó sobre las cumbres entre una andanada de balas. Sospechaba que la ofensiva de La Fuerza del Mal no ameritaría su intervención, ya que era ligera, aunque contundente.
  A su paso, muy cerca de un desfiladero, una bomba estalló casi a los pies de Nube. El animal lanzó un relincho de espanto, movió nerviosamente su cuello de un lado a otro y en cuestión de segundos se elevó en sus dos patas.
  Url se asió fuertemente de las riendas a fin de caer, evadió el gran hoyo humeante que se había abierto delante de él y con Nube repuesta prosiguió hacia su destino.
  Al llegar a La Montaña del Búho, vio a Abraham accionando mortalmente su ametralladora M60, de seiscientos disparos por minuto, la cual sostenía fuertemente entre sus dos brazos mientras vomitaba hacia un lado centenares de cartuchos vacíos.
  Una nueva invasión estaba en pleno desarrollo. La incursión estaba encabezada por cuatro helicópteros artillados del tipo “Puma” y un par de “Apaches”, los cuales avanzaban protegidos por el vuelo exterior de dos cazas que a su paso dejaban caer un enjambre bombas mientras escupían ráfagas de metralla por su nariz.
  Url desmontó Nube atropelladamente y se unió a Abraham en el preciso instante en que uno de los guerreros tocó con sus balas la cola de uno de los rápidos y esquivos “Apaches” el cual, herido de muerte, comenzó a girar en espiral mortuoria hacia el desfiladero.
Por los lados de “La Roca de los Lamentos”, en el sector donde estaban recluidos los prisioneros, altas columnas de humo buscaban presurosas el cielo.
  Tanto los helicópteros como los cazas hicieron dos incursiones más. Luego, tal como habían aparecido, se fueron.
  En esta oportunidad El Señor de las Montañas no tuvo necesidad de utilizar el madero divino.
  –¿Por qué no usaste el báculo? –preguntó extrañado Abraham al calmarse la situación.
  –No era necesario… No venían por nosotros –dijo indicando hacia la humareda en “La Roca de los Lamentos”–. Además, cuando los tuve en la mira volaban sobre Valle Encantado… De derribarlos hubiese causado una tragedia aún mayor.
  La incursión de La Fuerza del Mal fue rápida y deliberada, aunque a su paso dejó una estela de muerte y desolación.
  –¡No entiendo porque cesó el ataque tan de improviso! –gruñó Abraham con los ojos saliéndosele de las órbitas…
  –Nosotros no éramos el blanco –indicó Url señalando hacia la montaña–, sino su propia gente. Exterminaron a todo los prisioneros a fin de que no abriesen la boca –sentenció.
Un mensajero que olía a pólvora y muerte, llegó presuroso con las buenas nuevas.
  –“La Roca de los Lamentos” es un gran cementerio. Pronto vendrán los buitres –afirmó
–Debemos calcinar los cuerpos de esos pobres desdichados –dijo dirigiéndose a Abraham–. Debe hacerse rápido o nuestras posiciones quedarán al descubierto por largo tiempo.
  –Me ocuparé de inmediato –respondió el comandante judío dando marcha atrás para dirigirse hacia el desfiladero que conduce a “El Ojal de la Muerte”.
  –Espera un momento –atajó Url–. Antes del ataque venía hacia acá para escuchar de tus labios las razones que tuviste para violar las normas de la montaña… ¿Por qué infiltraste a tus guerreros entre los prisioneros sin consultar a nadie?
  –Fue una estupidez, lo sé –reconoció Abraham–, pero dio buenos resultados… Lo hice de esa forma para proteger a mis hombres… Era una operación encubierta y muy peligrosa… No podía exponer sus vidas –afirmó a manera de disculpa–. Mientras menos personas lo supiesen, menos riesgo correrían.
  –Es cierto, pero no por ello se debía excluir al grupo de comandantes y consejeros… Quebrantaste nuestra confianza, pero el Consejo ya te levantó la sanción.
  –Fue una torpeza… No volverá a ocurrir –reconoció Abraham.
  El sector estaba repleto de Libertarios evaluando daños. Uno de ellos, vestido con un desteñido uniforme que tenía bordado en su espalda una gran paloma blanca en vuelo, se le acercó a Abraham.
  –Esta vez no hubo víctimas entre los nuestros, pero si daños de cierta consideración –informó.
  –¡Gracias a Dios! –exclamó Url levantando su mirada al cielo.
–Muy bien… Ahora ocúpense de las labores de incineración… Avísenme si consiguen algún sobreviviente entre los prisioneros… Yo los alcanzaré en instantes –indicó el comandante judío.
  Katria acababa de llegar al lugar. Se apeó del brioso alazán que montaba y secándose con la mano el sudor que bañaba su frente, se aproximó a ellos.
  –¡Hola! –saludó–. ¿Cómo les fue por aquí?
  –Sólo algunos daños y, gracias a Dios, ninguna víctima –contestó Url y volteando hacia Abraham, preguntó, retomando el tema de los infiltrados–: ¿Cuáles fueron los buenos resultados?
  –Esos soldados hablaban hasta por los codos. El coronel les prometía que muy pronto serían rescatados porque tenían un poderoso arsenal oculto en tres frentes. –afirmó Abraham visiblemente preocupado– Figúrate que…
  –Esa no es ninguna novedad… Esa bestia tiene armas por todas partes– lo interrumpió Katria iracunda.
  –Déjalo concluir, por favor… –le solicitó suavemente Url haciéndole señas de callar.
  –Bueno, figúrate que el más grande de esos arsenales está en Mar Azul, donde, gracias al Todopoderoso, hay bastante resistencia Libertaria, como tú bien sabes –expresó tuteándolo–. El otro en Los Picos Nevados de Occidente y el último aquí, en La Cordillera de la Costa, donde Láchez, de acuerdo al coronel, le dio un ultimátum al ejército para que en un plazo no mayor de tres meses acabe con todo lo que se mueva por estos lados, de lo contrario amenazó con fusilar a los miembros responsables del Estado Mayor –concluyó expeliendo con fuerza una gran bocanada de aire.
  –¡Te felicito!... La información es verdaderamente vital… Eso nos obligará a acelerar la construcción de las naves.
  –Por cierto –intervino otra vez Katria, pero esta vez con su educada serenidad–, Hatch me dijo que ya tiene listos los mapas de la refinería de El Haíto y la forma de cómo piensa sabotear sus instalaciones.
  –Bien, mientras ustedes hablan voy a ocuparme de la incineración de esos pobres prisioneros –se disculpó Abraham mientras emprendía hacia el “Ojal de la Muerte”, donde un piquete de guerreros lo esperaban con palas, picos y sacos de cal.
  –¿Hatch te comentó algo del plan? –preguntó Url.
  –No, dijo que preferiría discutirlo primero contigo antes de someterlo al Consejo –respondió Katria.
  –Hubo víctimas por allá.
  –¡No!... Sólo le hicieron algunos rasguños a la montaña –contestó mientras se acomodaba el lanzacohetes, cuya cinta se le había rodado del hombro.

14

  De regreso a Valle Encantado Url y Katria fueron al encuentro de Doyle Hatch. Estaba en su cabaña con Margarita, una bella morena, mezcla de india y flor silvestre, con quien hacía vida marital.
  Rubio, alto y de modales refinados, al verlos entrar Doyle los invitó a sentarse junto a él en la mesa de trabajo. Desplegó un mapa muy elemental que había dibujado la noche anterior.
  –Esta –dijo señalando con su índice el lugar en el plano– es la refinería de El Haíto. Aquí quedan los fondeaderos de Mar Azul –dijo indicando otro punto–. Por ese lado será difícil, casi imposible, penetrar. La Fuerza del Mal tiene ancladas ahí varias fragatas y las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la marina están en constante movimiento. Pero, por aquí –apuntó clavando un alfiler en el sitio–, por La Cola de la Ballena, si la buena suerte nos acompaña, podremos entrar sin ser notados –concluyó levantando la vista y buscando el consentimiento del Señor de las Montañas.
  –Me parece bien… Es el sitio adecuado –aprobó Url.
  La Cola de la Ballena era una especie de bahía cuya forma semejaba el extremo de uno de esos enormes cetáceos. Sus aguas eran pocos profundas, por lo que, tanto para penetrar la refinería, como en la retirada, una vez concluida la misión, sería perfecta.
Katria dejó a los dos hombres para que estudiasen los planos a solas y fue en busca de Margarita, quien estaba en el fondo de la choza. Las dos mujeres empezaron a conversar animadamente.
  –Una vez adentro –prosiguió Doyle extrayendo debajo de otros papeles un croquis–, el trabajo será enteramente mío. En este dibujo está reflejado el cerebro de la planta –dijo enseñándoselo–. Esto que ves aquí es la sala de programación y arranque. Todo se mueve gracias a una sofisticada red de computadoras. Este es el panel central –precisó indicándolo en el papel– y es aquí donde yo debo hacer mi trabajo. Después de poner en marcha la computadora central, introduciré en el sistema un virus que bloqueará toda operación posible dentro de la refinería. ¡Quedarán sin una gota de petróleo! … ¿Qué te parece? –preguntó para finalizar mientras doblaba meticulosamente el mapa en varias partes iguales.
  –¡Una maravilla! –afirmó entusiasmado El Señor de las Montañas.
  –Tardarán meses para liberar el virus del sistema…Yo, en caso de que la planta vuelva a nuestras manos, lo podría hacer en menos de una hora, ya que desarrollé un antivirus que obedece a un código que al introducirlo en la red y darle la orden, el mismo se autodestruye. Pero, lo importante ahora, es bloquearlos.
  –Me sigues asombrando, querido Doyle –exteriorizó Url con satisfacción. Luego, acariciando su larga y despeinada barba, agregó–: Debo reducir el número de comandos… Quizás tres sean suficientes… ¿Qué opinas? –preguntó.
  –Estoy de acuerdo contigo, Señor de las Montañas. Con menos personas hay menos probabilidad de errores –coincidió Doyle.
  –Bien, entonces llevaremos sólo tres comandos de cinco hombres cada uno. Tú capitanearás uno, el otro Katria y el último yo.


15

  La luna estaba entrando en cuarto menguante. Silvio Torres se apresuró en comunicarle a Longar y a Kunato que era el momento indicado para iniciar la “Operación virus” porque con la luna su favor los guerreros estarían protegidos por las sombras y podrían desplazarse con seguridad entre las filas enemigas.
  Url, Katria y Doyle estaban listos y sólo esperaban la confirmación de los encargados de escoger a los integrantes de la “Red Divina”, cuyos hombres, según habían acordado, bajarían junto a ellos por las cataratas que sirven de puerta de entrada a Valle Encantado. Una vez lejos de las montañas, los espías se dispersarían hacia los lugares establecidos por los organizadores del grupo, mientras los comandos tomarían rumbo a la refinería de El Haíto, a unos ciento veinte kilómetros de distancia de donde se encontraban.
  Establecieron, por razones de seguridad, que los guerreros de la “Red Divina” se desplazarían a pie, mientras que los comandos irían a caballo por los valles y montañas que conducían a Mar Azul y a la costa donde estaba enclavada la gigantesca refinería. Al finalizar la misión, el regreso, según las estimaciones de la ida, se haría por el mismo camino. Si algo salía mal tomarían una ruta alterna, mucho más peligrosa, que atravesaba enclaves de La Fuerza del Mal.
  Url descansaba en su choza, echado sobre el camastro leyendo la Biblia, cuando escuchó a Longar requiriendo su presencia.
  –¡Pasa, amigo! –indicó desde dentro.
  –Señor, la Red está lista –refirió el negro comandante, quien ya movía el brazo con ligereza, sin reflejar dolor–. Silvio sugiere que salgamos esta misma noche, con la luna en cuarto menguante, así su ruta estará protegida por la oscuridad.
  –Buena idea… Creí que no lo íbamos a lograr por la demora que ocasionó la conformación la Red… ¡Nos pondremos en marcha ahora mismo!... ¿Los otros ya fueron informados? –preguntó cerrando la Biblia y guardándolo en el talego.
  –¡Sí! –respondió con firmeza. Luego, con voz suave y curiosa, indagó–: ¿Qué tantos lees en la Biblia en medio de este infierno de balas y angustias?
  –La Biblia, querido amigo, encierra el pensamiento de Dios, el camino de la salvación, el perdón eterno, la condenación de los pecadores y la felicidad de los creyentes…–Hizo una pausa para que Longar asimilase sus palabras y prosiguió–: Su doctrina es santa, sus historias verdaderas y sus decisiones inmutables… ¡Léela y te convertirás en sabio! –finalizó sonriéndole mientras agarraba el báculo. 
  –Lo haré, te lo prometo –aseveró llevándose la diestra al corazón en forma de juramento.
  –Recuerda que después que parta quedas al mando. Suceda lo que suceda, lo más importante es que la construcción de las naves no se detenga. Si es posible haz que trabajen en varios turnos de día y de noche, con lluvia o sin ella y, por favor, eviten las fogatas… ¿Ya enviaste emisarios con los planos de las naves a las otras regiones? –consultó intranquilo.
  –Hace cuatro días fueron distribuidos a través de nuestros mensajeros… Creo que a estas alturas todos deben tenerlos en sus manos –contestó dubitativo el fornido comandante.
  –¿Le anexaste la carta donde subrayé lo vital que era construirlas?
  –Sí, pero he recibido pocas confirmaciones, recuerda que nuestras comunicaciones son precarias.
  –¡Sí, lo sé! –afirmó resignado–. ¡Quiera Dios que no lo echen al pote de la basura!
Url aprisionó el báculo con ambas manos y ponderado miró a su amigo.
  –En caso de que no regresemos o que nuestra misión falle, las naves deberán estar listas ante de la luna nueva –advirtió.
  –¡Claro que regresarán! –rezongó inquieto Longar.
  –Bien, pero mantén en secreto lo relativo a la construcción de los barcos. Sólo los ingenieros y nosotros, los comandantes, sabemos de qué se trata, no así los demás. A ellos se lo diremos a su debido tiempo. No tiene objeto alarmarlos ahora. Al referirte a las naves utiliza la palabra clave “Los Diez Mandamientos”.
  –¡Tus órdenes serán cumplidas Señor de las Montañas!


16

  La mayoría de los oficiales del Ejército del Mal estaban enardecidos con la ejecución del general Luis Racía Carnero, pero no se atrevían a contradecir los dictámenes del régimen porque sabían que correrían con la misma suerte.
  El mismo día que Url y sus comandos salieron hacia la refinería de El Haíto, Láchez convocó a su Estado Mayor y otros altos oficiales a una reunión urgente en el Palacio de Gobierno.
  El encuentro había sido pautado para las cero ocho horas, pero desde antes de las seis de la mañana casi todos los generales y almirantes habían llegado y charlaban animadamente en el Salón Dorado, contiguo al despacho presidencial donde se realizaría la junta.
  –¡Atención!... ¡Firmes!...–retumbó de pronto una orden marcial desde el fondo de la puerta de entrada.
  Cinco minutos antes de que el reloj marcase las ocho, el dictador, escoltado por su guardia de honor y un selecto y numeroso grupo de bien armados guardaespaldas, hacía su entrada en la sala.
  Al ver que la endiablada figura de Adolfo Láchez aparecía tras la puerta en toda su despreciable arrogancia, los ofíciales que estaban arrellanados en los mullidos sofás del salón se levantaron de los asientos como expelidos por un resorte y, en posición de firmes, saludaron con el puño cerrado en alto.
  –¡Viva Láchez y la revolución!… ¡Viva el padre del pueblo!.. ¡Viva Láchez, El Libertador!... –gritaron al unísono haciendo estremecer los ventanales y las relucientes lágrimas de los cuatro colosales candelabros que iluminaban el majestuoso y elegante salón.
Imperturbable, Láchez escrutó a sus partidarios con sus pequeños y achinados ojos negros, herencia de su mestizaje indígena. Parecía una víbora al acecho. Luego levantó la diestra e hizo señas de callar.
  Bien amaestrados y conociendo la voracidad sanguinaria del dictador, los altos oficiales obedecieron inmediatamente. Firmes y en silencio se quedaron inmóviles al lado de sus sillas a la espera de que Láchez llegase a la punta de la mesa, donde se ubicaría para presidir la reunión. Al llegar se sentó dándole la espalda a una enorme pintura suya que colgaba de lo alto de la pared, la cual finalizaba casi rozando el suelo. En el inmenso óleo Láchez aparecía vestido con un estrafalario traje de mariscal prusiano montado en el lomo de un hermoso caballo blanco erguido sobre sus patas traseras. Lucía altivo y con una expresión maléfica reflejada en el rostro, resaltada aún más por la fiereza con la que levantaba su puño izquierdo en alto.
  Arrellanado en la confortable poltrona dorada, la cual habían mandado a confeccionar especialmente para él en Europa, se quitó la boina roja y miró de reojo para cerciorarse de que sus guardaespaldas habían terminado de tomar sus posiciones. Luego, con un torpe movimiento se acomodó la gran cantidad de medallas y condecoraciones que pendían de la pechera de su uniforme militar, juntó las manos en forma de oración y se las llevó lentamente hasta la altura de la barbilla.
  –¡Hasta cuándo voy a orar por ustedes! –exclamó con voz gutural y seca–. Mi paciencia tiene un límite… Los he dotado con las mejores y más sofisticadas armas del mundo y no pueden acabar con un grupo de vagos que se refugian en las montañas… –Calló y los miró de arriba abajo. Nadie se aventuraba siquiera a pestañear. Golpeó con furia la mesa, se incorporó y preguntó punzante–: ¿Qué clase de soldados son ustedes?–. La mudez de los altos oficiales prosiguió. Aunque Láchez esperaba una explicación, esta no vino. Volvió a sentarse y prosiguió–: El plazo que les di está corriendo y, para bien de todos ustedes, quiero que se cumpla la orden, de otra forma no responderé de los actos del pueblo –advirtió amenazante y escudándose en un supuesto respaldo popular. No obstante, la rabia volvió a hacer presa de él y nuevamente gritó enardecido–: ¡Tienen que estrangularlos!... ¡Aniquilar a esos cerdos de las montañas!.. –Hizo otra pausa. El silencio era absoluto. Ni una mosca se atrevía a romperlo–. Bien, veo que están de acuerdo conmigo y me han entendido bien… Vayamos ahora a los detalles –dijo señalando a uno de los generales, que sacó de su portafolio una serie de papeles y los extendió sobre la mesa.
  Después de escuchar con desgano el informe, Láchez se disculpó y retiró del salón. Les pidió que siguiesen sin él porque tenía otra reunión con sus ministros.
 –Eso está bien, pero lo importante ahora es la cuestión de La Cordillera de la Costa… ¡No quiero más demoras! –le dijo ante de salir al general que seguía sacando informes y papeles del portafolios.
  Adolfo de la Encarnación Láchez era el menor de nueve hermanos provenientes de una humilde familia mestiza de agricultores llaneros. Su infancia estuvo signada por el hambre, privaciones y humillaciones. Dos de sus hermanos murieron, aún siendo niños, afectados por la desnutrición y paludismo. Sus progenitores, ante la imposibilidad de proveerles sustento y educación, a medida de que los varones iban cumpliendo los dieciocho años, los obligaba a enrolarse en el ejército.
  Despierto y ambicioso, Láchez fue el único, de otros tres hermanos, que alcanzó el grado de teniente coronel. Con mando dentro de las tropas, se fue ganando con astucia y engaños el cariño de sus subordinados, a quienes un buen día arrastró hacia una rebelión militar contra el gobierno imperante en aquel entonces. Después de un gran baño de sangre se hizo del poder y se autonombró Amo del Ejército y Padre del Pueblo.
  De aquel entonces ya habían pasado diez años. Y del hombre humilde y amante de su pueblo que revelaba ser en sus discursos populistas, se convirtió en un despiadado y sanguinario dictador al crear un poderoso y bien armado ejército, bautizado por sus detractores como El Ejército del Mal, con el cual ahora reprendía sin piedad contra ese mismo pueblo y a todo el que osase oponérsele.

17

  Url y los comandos llevaban dos días cabalgando. Sólo descansaban pocas horas. Con las estrellas aún sobre sus cabezas volvían a ensillar los caballos y proseguían viaje.
  El grupo élite había sido seleccionado entre los guerreros más disciplinados y de mejor movilidad táctica. Eran valientes, callados, decididos y con una determinación asombrosa.
  Conformaban el equipo perfecto. Los quince ensamblaban el brazo y la fuerza que necesitaba Url para salir airoso de esa peligrosa misión.
  La mañana del tercer día, mientras tres de los hombres mantenían sujetos por las riendas y en calma a los caballos, El Señor de las Montañas y el resto de los comandos se arrastraron hacia lo alto de una colina.
  Abajo Mar Azul se abría en toda su mansedumbre, enturbiada sólo por más de media docena de acorazados fondeados cerca de la costa. A la izquierda se alzaba majestuosa la inmensa refinería de El Haíto. Parecía un castillo encantado hecho de tubos, vigas y conductos humeantes y resplandecientes como la plata. Sus contornos estaban fuertemente protegidos por soldados y tanquetas del Ejército del Mal.
  Tendido sobre el suelo, Doyle examinaba la refinería con los binoculares. Lo mismo hacía Katria y los otros guerreros. Url, por el contrario, evaluaba, a golpe de vista, la distancia entre el mar y los acorazados y entre estos y las tanquetas. El trecho era bastante reducido. Un ataque por mar jamás hubiese resultado exitoso. Por aire tampoco, debido a que tenían varias docenas de caza tanques con cañones de 90mm y camiones antiaéreos Bofors 40/70 emplazados en forma de círculo a un par de kilómetros de la refinería, lo que le proporcionaba al Ejército del Mal un escudo perfecto, sin importar de qué punto cardinal procediese cualquier eventual ataque. No obstante, Url advirtió un flanco vulnerable: ¡La playa!
  –¡Huao! …¡Esto es una locura infernal!... Convirtieron a la refinería en un cuartel… ¡Ni la reconozco! –expresó espantado Hatch al ver a su antiguo centro de trabajo plagado de soldados, tanques y cañones.
  –Toda nuestra patria está en las mismas condiciones –sentenció con tristeza Katria.
  –¿Qué piensas? –preguntó Hatch girando hacia El Señor de las Montañas.
  –Percibo una sola forma de entrar en ese avispero, pero es muy arriesgada y…
  –¿Cuál? –interrumpió vacilante–. Porque yo veo todos los pasos cortados.
  –Por la playa –dijo– indicando la bahía donde estaban atracados unos surpertanqueros en labores de carga de crudo.
  –También me parece el sitio indicado –convino Katria–. Por el mar no entraría siquiera una canoa. Ellos se sienten confiados, por eso hay poca vigilancia. Apenas hay unos veinte soldados y la mayoría están descuidados o conversando con la tripulación de esos mastodontes que se llevan en sus barrigas nuestro petróleo –sentenció.
  –Es el punto más vulnerable –consintió Url seguro de lo que estaba diciendo–. Esperaremos la noche para bajar y guarecernos cerca de La Cola de la Ballena y cuando sea conveniente entraremos por el lado norte...
  Hatch lo miró indeciso, no obstante confirmó con la cabeza. Luego Url se dirigió a los otros guerreros.
  –¿Lo creen posible? –preguntó.
  –¡Sí, todo es posible con la protección del Señor de las Montañas! –exclamó con decisión Alfonso, el más joven del grupo élite.
  Los demás rieron la ocurrencia de su compañero y también asintieron.
  –Bien… Les recuerdo que lo más importante de esta misión es que Doyle entre al nervio motor de la planta, donde está el cerebro que la hace funcionar, sin que él ni su “arma” –dijo dándole unas palmaditas al morral que Hatch tenía en la espalda– sufra siquiera un rasguño… ¿Entendido?
  Url se refería a la pequeña computadora portátil que Hatch había llevado a Valle Encantado el día que decidió ingresar a las filas Libertarias. Siempre la cuidó con esmero, como si se tratase de un pequeño y frágil bebé. Sus pilas de cadmio, que eran la fuerza energética que la hacía funcionar, las limpiaba con “maternal” cuidado y ponía al sol durante varias horas para evitar que hongos y el pernicioso moho de la montaña pudiesen dañarlas. En aquella época, muchos se burlaban del celo exagerado con que Hatch preservaba la máquina, hoy en día convertida en una gran aliada y en el “arma letal” que podría salvar a mucha gente de muerte segura.
  Gracias a su ingenio, con el pequeño procesador Hatch había creado un virus que inutilizaría todo el sistema computarizado de la refinería de El Haíto.


18

  Sin la presencia de Url en las montañas, Longar se sentía vulnerable e inseguro. Buscando obtener una defensa más poderosa cambió de posición varias piezas de artillería, las más livianas, entre ellas el Obús de 105mm-56P, de fabricación italiana, que podía ser desmontado en doce segmentos para simplificar su transporte de un lado a otro.
  Como medida preventiva ordenó a Pepe Alcántara y a Giovanni que repartiesen entre los guerreros el último cargamento de armas que le habían enviado sus aliados de la UCTI, Unión Contra el Terrorismo Internacional.
  En el interior de las cajas que Giovanni comenzó a abrir junto a sus hombres había una buena provisión de fusiles automáticos pesados de 7,62mm, ametralladoras MAG, pistolas semiautomáticas Browning, lanzamisiles “Stinger” de 3,5mm y muchas granadas, además de otros pertrechos de guerra, mantas e impermeables, ya que la temporada de chubascos estaba por llegar.
  La montaña lucía triste y en máximo estado de alerta.
Después de abrirse paso durante toda la noche entre las filas enemigas, uno de los espías Libertarios regresó a Valle Encantado con noticias de primera mano. Reunido con Longar en el comando general, le informó que grandes desplazamientos de tropas se estaban realizando en los cuarteles del Ejército del Mal vecinos a la montaña, por lo que sospechaba que proyectaban una gran ofensiva contra ellos.
  El guerrero negro lucía exhausto. La tensión diaria y la responsabilidad que Url había dejado en sus manos, no lo dejaban dormir. En las noches supervisaba hasta entrada la madrugada la construcción de las naves, las cuales apenas estaban en su esqueleto, aunque los ingenieros le aseguraban que esa era la parte más difícil y que la recubierta sería rápida, cosa de días.
  No tenía noticias de Url y eso le mortificaba. Mucho más porque tercamente decidió no llevarse ninguno de los pocos radiotransmisores que tenían en la montaña so pretexto de no dejarlos incomunicados. El Señor de las Montañas le argumentó que cualquier tipo de transmisión podría ser interceptada por el enemigo y poner en peligro la misión. Aunque ese no era su motivo real. Los aparatos eran vitales en Valle Encantado para la comunicación con los otros frentes. Privarlos de ellos, más en esos momentos de frenéticas y repentinas batallas, los hubiese dejado desguarnecido y a ciegas.
  Era la mañana del tercer día desde que los comandos habían partido hacia El Haíto. Aunque sus heridas habían sanado, todavía caminaba con pesadumbre. Después de su habitual recorrido, el fornido comandante se alejó de los “astilleros” de montaña y fue a sentarse a la sombra de unos macizos peñascos.
  Giovanni tenía tiempo observándolo. Lo percibía intranquilo. Sabía que algo le molestaba y debía ir en su ayuda. Tarareando una canción caminó hacia él.
  –¿Cómo sigue tú pierna? –preguntó al llegar.
  –En un par de días podré correr como antes –contestó sin dirigirle la mirada.
  –Si es así, cuando estés listo te reto a una carrera –bromeó a fin sacarlo de su abatimiento.
  Como Longar no le respondió, dibujó una sonrisa en su rostro, como acostumbraba a hacerlo cuando alguien no estaba de humor.
  –Todos lo extrañamos, amigo… Pronto lo veremos regresar victorioso y entero – comentó cambiando el tono de su voz.
  –Para que así sea ruego a Dios todas las noches –afirmó Longar un poco animado.
  –¿Rezar tú? –soltó socarrón y asombrado su compañero de lucha.
  –¿No me crees?… Pues te lo demostraré –dijo sacando de uno de los bolsillos de la camisa una pequeña Biblia–. ¿Y ahora qué dices? –le preguntó mostrándosela.
  –¡Qué me dejaste pasmado! –exclamó abriendo de par en par los ojos.
  –Bueno, en realidad apenas la estoy comenzando a hojear… Un buen amigo me recomendó que la leyese… Deberías hacer lo mismo porque encierra el pensamiento de Dios, el camino de la salvación, el perdón eterno, la condenación de los pecadores y la felicidad de los creyentes… –expresó ceremonioso, repitiendo lo que Url le había dicho–. ¡También deberías leerla! –sugirió con aire de fingida sabiduría.
  –Ahora, además de pasmado, estoy aturdido –refirió Giovanni vacilante y tragando saliva, prometió–: ¡Lo haré!


19

  El reloj marcaba las 2:35 a.m. Los comandos habían tomado posición y esperaban tendidos boca abajo sobre la arena de la playa. Con más de medio cuerpo metido en el mar y sus rostros teñidos con betún semejaban tiburones al acecho. Las olas batían mansamente sobre sus espaldas, aunque nada podría distraerlos en ese momento. Estaban alerta y con los cinco sentidos enfilados en su objetivo. En la Cola de la Ballena el silencio era total. Apenas se escuchaba el susurro del agua que los acariciaba.
  Los guerreros más expertos estaban armados con fusiles de mira telescópica, otros con FAL y GALIL israelíes. Los más corpulentos sostenían en sus manos las letales ametralladoras HK21 de novecientos disparos por minuto. Silenciosos aguardaban la orden de Hatch, quien con su cronómetro medía el tiempo exacto de desplazamiento de un potente reflector que deslizaba su luz por el sitio escogido para penetrar en la planta.
  Cuando el foco dio vuelta en media luna, hacia la izquierda, Hatch hizo señas a uno de los comandos para que violentasen la cerca de alambre.
  Con sigilo tres guerreros se movieron entre las sombras y cortaron la alambrada que los separaba del interior de la refinería.
  De los quince guerreros que emprendieron la misión, al pie de la planta sólo estaban diez de ellos. Url le pidió al resto que se quedaran en la colina, unos cuidando los caballos y otros, expertos francotiradores, duchos en el manejo de rifles con mira telescópica infrarroja, atentos para protegerles la retirada.
  Al siguiente giro del reflector, Katria y su grupo entraron a las instalaciones. De último lo hizo Url y sus hombres.
  En silencio fueron deslizándose por los corredores. Hatch los guiaba. Durante trece años estuvo trabajando en aquella planta y conocía cada uno de sus recovecos a la perfección, aunque todos habían estudiado con atención el mapa del lugar que les había proporcionado días antes el mismo Doyle Hatch.
  Ni un ruido. Sólo el murmullo del mar, que en su sempiterno eco depositaba sus lágrimas de sal en la playa, se escuchaba a la distancia.
  El penetrante olor a petróleo que despedían los supertanqueros fondeados en Bajo Grande, arrancó un estornudo de la boca de Katria. Todos se detuvieron. Pronto la guerrera se repuso y continuaron caminando en la oscuridad.
  Se movían rápido, pero cautelosos. Pasados algunos minutos llegaron al punto neurálgico de la planta, “La madre” del complejo, como llamaban los petroleros al centro de computación. Sólo los separaba pocos metros de la puerta de entrada que estaba a un costado de donde se encontraban.
  Con precaución Hatch asomó la nariz para ver hacia el fondo del pasillo, el cual estaba totalmente alumbrado, pero enseguida retrocedió. Le dijo a Url que mirase.
Una docena de soldados, fuertemente armados y bien despiertos, vigilaban la puerta principal de la sala.
  Cansado de tantas muertes inútiles, Url les ordenó a todos que se quedasen tranquilos donde estaban, que no hiciesen uso de sus armas y que esperasen una señal suya. Le pidió a Katria que bajara su Matasiete y caminase junto a él.
  Con su cabellera cana enmarañada y goteando todavía agua de mar por la larga batola, tomó de la mano a la bella guerrera y cruzó como un aparecido la esquina que dividía los comandos de los soldados del Ejército del Mal.
  –¡Qué mierda es ésta! –exclamó poniendo a tiro su ametralladora el primero de los guardias que los vio.
  –¿Quiénes son ustedes?… ¡Alto, o disparo! –rumió el que estaba al lado de la puerta.
  –Soy el hombre que les viene a salvar la vida – expresó Url en tono indulgente mientras levantaba el báculo.
  Todos los soldados tenían a Katria y a Url en la mira y estaban a punto de halar del gatillo para acabar con los intrusos cuando el báculo divino irradió un rayo color violeta que en fracciones de segundos los neutralizó.
  –¿Están muertos? –preguntó Katria sorprendida.
  –No, sólo un poco dormidos –respondió mientras con un dedo tocaba la puerta del centro de computación, la cual se abrió de par en par sin siquiera introducirle llave o contraseña–. ¡Diles a los otros que vengan! –apremió.
  Url entendía que el báculo funcionaba sólo en caso de inminente peligro y que la única fuerza para activarlo era la de sus pensamientos, los cuales eran regidos por Dios. Él apenas era un instrumento y sus decisiones escapaban de toda comprensión humana. Sabía, sin embargo, que debía cumplirlas con fe y despojado de cualquier duda, ya que la duda pertenecía a los abismos del mal.
  El control maestro de la refinería estaba completamente iluminado. Construido en forma circular, albergaba decenas de computadoras, las cuales permanecían encendidas las veinticuatro horas del día durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Empotradas en paneles de aluminio e intercaladas en tres bandas superpuestas, semejaba el interior de una de esas fantásticas naves extraterrestres de las películas de ciencia ficción.
  Hatch le dio un breve vistazo y se dirigió directamente al sitio donde estaba un monitor que emitía ondas cruzadas por cuadros y números. Se le instaló al frente, sacó del morral el ordenador portátil, desconectó varios puertos del cerebro central, vinculó los cables del pequeño aparato a estos y lo encendió.
  Url y Katria se colocaron a su lado y observaban callados cada uno de sus movimientos. Dos de los guerreros tomaron posición al lado de Hatch y expectantes vigilaban la puerta de entrada. Afuera y protegidos por la oscuridad luego de que Url desactivara con el báculo las baterías de luces que alumbraban el pasillo, el resto de los comandos esperaban atentos.
  Hatch comenzó a pulsar el teclado de su computador. La sonrisa que delineaban sus labios hacía presumir que todo estaba saliendo a pedir de boca. El guerrero petrolero parecía inspirado. Sus ojos brillaban de satisfacción mientras vaciaba los datos que luego convertiría en el letal virus que anularía el cerebro de la refinería de El Haíto, la más grande e importante de la nación.
  El silencio fue súbitamente roto por el traqueteo de ametralladoras. Provenían del exterior de la edificación, pero se escuchaban bastante cerca. Katria y los guerreros que vigilaban la entrada corrieron hacia el pasillo para indagar qué estaba sucediendo.
Pasados un par de minutos volvieron alarmados.
  –¡Debemos irnos!... ¡Están por todas partes!... ¡Hay que evitar que nos rodeen! –manifestó la guerrera alterada.
  Evidentemente, habían sido descubiertos. De otra forma no se explicaba la refriega que había afuera.
  –Algo hicimos mal… ¡Pronto, Hatch, vámonos! –apremió Url.
  –¡Espera!... Espera… Falta muy poco… Si lo dejo así, todos nuestro esfuerzo habrá sido vano –contestó mientras sus dedos hacia funcionar el teclado febrilmente de la pequeña computadora.
  Las detonaciones se escuchaban cada vez más cerca.
  –¡Vámonos ya! –urgió inquieta Katria.
  –¡Esos malditos seguramente instalaron un sistema de seguridad en las computadoras!... Por eso nos descubrieron… ¡Mierda! –sentenció con desprecio Hatch.
  –Entonces tenemos que salir de aquí cuanto antes... ¡Déjalo así!... No vale la pena perder la vida por esto –sugirió Url.
  –Es cierto, Doyle, ¡vámonos! –lo apoyó Katria.
  –¡Noooo! –gritó fuera de sí Hatch dibujando en su rostro una mirada infernal–. ¡Esta refinería es parte de mi vida y no voy a dejar que esos desgraciados se salgan con la suya!... ¡Váyanse, que no me dejan concentrar! –espetó en sofocos.
   Al notar que su amigo estaba fuera de si, Url le hizo señas a dos de los guerreros para que lo sujetaran y corriesen con él hacia la salida.
  Al advertir que los hombres lo cogían por debajo de la axila y trataban de incorporarlo del asiento, Hatch buscó mediar.
  –¡No!... No es para tanto… ¡Voy con ustedes! – accedió levantándose de la silla.
   Comenzó a caminar junto a ellos. Aparentemente estaba resignado, aunque iba refunfuñando con cada paso que daba. Su trabajo había quedado inconcluso y con el la esperanza de un mundo mejor.
  El repiqueteo de ametralladoras y disparos de fusiles se escuchaban en todas direcciones y muy cerca de ellos. Katria, Url y los demás comandos estaban siendo atacados desde varios ángulos.
  Hatch y sus escoltas apenas habían sobrepasado la puerta de entrada de la central de computación. Los guerreros iban con las armas en alto y el dedo puesto en gatillo. En un descuido, Doyle los empujó y corrió hacia atrás para introducirse nuevamente en la sala de computación asegurando rápidamente la puerta tras de si. Los esfuerzos que hicieron sus escoltas para abrirla fueron vanos. Frustrados, corrieron para salir de aquel infierno por el mismo camino que habían entrado. A menos de cien metros se consiguieron con sus compañeros atrapados en un fuego cruzado disparando sus armas en todas direcciones. Url estaba inclinado en el suelo auxiliando a un guerrero que yacía herido. Trataba infructuosamente llevárselo a los hombros, pero el herido estaba tan desvanecido, que no podía.
  –¡Siga, Señor, nosotros nos encargaremos de él! –manifestó uno de los comandos al llegar donde estaba.
  –¿Y Hatch?... ¿Dónde está Hatch? –inquirió preocupado.
–Fue imposible detenerlo… Regresó y se encerró en la sala… ¡Ya no hay nada qué hacer! –precisó otro de los guerreros a fin de atajar a Url, que se disponía ir en su búsqueda.
  –¡El muy tonto se salió con la suya!... ¡Qué Dios lo proteja y tenga misericordia de su alma! –imploró.
  –¡Pronto!... ¡Por aquí hay una salida! –susurró Katria.
  En medio de una lluvia de balas y fuego de morteros, los comandos se abrieron paso hacia el sitio indicado por Katria descargando sus armas hacia el enemigo.
  Corrieron a través de una telaraña de ductos y tuberías de diferentes tamaños y formas hasta llegar a la ensenada de Bajo Grande, donde los supertanqueros se abastecían de petróleo.
  Protegidos por las sombras, uno tras otro se fueron metiendo en el mar. Oculto tras unos barriles, Url esperó la llegada de los comandos que traían al herido. Con su ayuda lo bajaron a las quietas aguas de ese inmenso litoral mientras otros guerreros que ya estaban con medio cuerpo metidos en el mar lo sujetaron por la cintura.
  Poco a poco y sin hacer ruido nadaron a ras de la costa hasta alcanzar La Cola de la Ballena.
  En la refinería todo era confusión. Pese a que Los Libertarios estaban fuera de alcance y lejos de sus miradas, los disparos no cesaban.
  Otros tres grandes reflectores se encendieron y comenzaron a alumbrar el mar. Igualmente hicieron desde los tanqueros, aunque con luces menos potentes. Ni rastro de ellos. Los gritos, maldiciones y órdenes seguían escuchándose por todo lo largo y ancho de la refinería. Estaban desesperados. Su seguridad había sido vulnerada pese a todas las medidas, armas y centenares de hombres que tenían apostados en las inmediaciones.
  Url y los comandos habían alcanzado la orilla de la playa y sin hacer ruido fueron internándose en la arenosa colina por donde habían bajado una hora antes. Subían velozmente, sin siquiera voltear hacía atrás creyendo que los guerreros que estaban apostados arriba, en la retaguardia, les cuidarían las espaldas.
  No fue así. Varios reflectores apuntaron hacia ellos dejándolos al descubierto.
  Ametralladoras y armas de todos los calibres escupieron plomo pesado hacia los comandos que subían como cabras cuesta arriba. Eran un blanco fácil. Entre explosiones y gritos, el terror cundió entre Los Libertarios.
  –¡Nos van a masacrar! –exclamó sobresaltada Katria.
  Url subía la inclinada pendiente agarrándose de pequeñas hierbas a fin de obtener velocidad. Los otros hacían lo mismo. Al escuchar a Katria se detuvo. Habían superado más de las tres cuartas partes de la colina, no obstante les faltaba todavía unos cuarenta metros para estar a salvo de las balas de los soldados del Ejército del Mal. Desde lo alto no se percibía respuesta. Estaban desprotegidos y atrapados por el fuego enemigo.
  Sudoroso, se irguió, clavó con fuerza el báculo en tierra y elevó el rostro y manos al cielo.
  En ese preciso instante, un obús disparado desde uno de los puestos de la refinería, hizo blanco en el madero. Url cayó envuelto en una tormenta de tierra y arena.
  –¡Mataron al Señor de las Montañas!... ¡Lo mataron!… ¡Desgraciados!... ¡Asesinos!... –chilló desconsolada Katria.
  Todos los comandos se detuvieron al escuchar los lamentos de la guerrera y dirigieron la mirada hacia donde hasta hace poco Url subía junto a ellos. Una espesa nube de polvo les impedía ver con claridad. Repentinamente los disparos cesaron. Ahora sólo se escuchaba el mar quejándose en los labios del viento.
  Como un fantasma surgido de los abismos del firmamento, la silueta de un hombre comenzó a tomar forma entre la polvareda. Era Url, quien sacudiéndose el polvo de su larga batola se levanto e hizo señas con los brazos a los comandos para que siguiesen subiendo. Milagrosamente había salido ileso.
  Totalmente repuesto y sin heridas visibles, observó a su alrededor tratando de ubicar al madero divino. A un lado, en el mismo sitio donde lo había apuntalado, permanecía de pie, sin siquiera un arañazo.
  Humeante, pero sin detonar, un pesado cartucho de 90mm yacía a su costado parcialmente inutilizado. El proyectil había atinado en el centro del Báculo de la Esperanza pero no lo destruyó.
  Invadido de una paz celestial que se reflejaba en su blanco rostro, lo desencajó, aprisionó con fuerza entre las manos y desde lo alto lo apuntó hacía sus atacantes y los poderosos reflectores que los tenían cegados y a merced de las balas.
  Enseguida una irradiación púrpura salió del báculo iluminando tierra, cielo y mar a todo lo largo y ancho de Mar Azul.
  Proveniente de la refinería se escucharon gemidos y desgarradores gritos de dolor.
  –¡Mis ojos!... ¡No puedo ver!... ¡Esa luz quema!... ¡Auxilio!… ¡Mis ojos sangran!... ¡Ayúdenme! –clamaban algunos de los soldados del Ejército del Mal.
Protegidos por ese manto de luz, Url y los suyos lograron remontar los pocos metros que faltaban para alcanzar la cima de la colina.
  –¡Qué carnicería, Dios mío! –exclamó con aflicción Katria al llegar a la cumbre.
Los guerreros apostados en la colina para protegerle la retirada yacían muertos sobre la calcinante tierra.
  Los signos de lucha dispersos en el lugar indicaban que fueron atacados a traición, por la espalda, y en gran número. Pese a que se defendieron heroicamente, no pudieron con la cobarde acometida. Al lado de sus cuerpos masacrados, una alfombra de cadáveres de milicianos de La Fuerza del Mal era el más grande testimonio a su valentía.
  La desigual lucha también fue teñida de atrocidad. Dos de los comandos que lograron sobrevivir a la emboscada fueron brutalmente torturados antes de que les dieran muerte. Los desollaron aún estando vivos y sus cuerpos atados a troncos secos mostrando parte de sus vísceras colgadas al aire.
  Url enmudeció ante tal barbarie. Fue recorriendo lenta y pensativo el sombrío escenario. Katria, que no lograba contener sus sollozos y rabia, lo seguía en cada uno de sus pasos.
  –No los dejaré aquí, a merced de los buitres… Son almas puras… Debemos sepultarlos… ¡Pronto, cavemos una fosa!... –dispuso hablando entrecortado, pero con voz firme, aunque su corazón parecía querérsele salir del cuerpo.
  Amparados por la Luz Divina que mantenía a raya a sus enemigos en Bajo Grande y toda la costa cercana a Mar Azul y El Haíto, en silencio abrieron un profundo hoyo y le dieron cristiana sepultura s sus compañeros víctimas de la masacre.
  Url reunió a los guerreros al lado de la fosa, abrió el talego que tenía terciado en el hombro y extrajo la pequeña Biblia de su interior. Buscó una página, pero no la encontró. Volvió a buscar y sus ojos se posaron sobre unas frases que nunca antes había leído.
  –He aquí, yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él. –Leyó. Luego inclinó la cabeza, aprisionó los párpados con tanta fuerza que parecía quererlos absorber en su interior, y expresó de memoria–: Ten piedad de ellos, oh Dios, conforme a tu misericordia, conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones y concédeles el descanso eterno en Tú morada.
   Al concluir la oración pidió que cubriesen la sepultura con abundante tierra y colocasen piedras sobre ella para evitar que los cuerpos fuesen pasto de buitres y otros carroñeros.
Katria estaba deshecha. No se apartaba del Señor de las Montañas. Durante la oración se recostó de su hombro y no pudo evitar sollozar con amarga impotencia.
  Cuando los guerreros terminaron de recubrir con piedras la fosa, Url recogió del suelo un par de ramas, las unió en forma de cruz y la clavó en el extremo del montículo que apuntaba hacia el este.
   Derrotados y turnándose sobre sus hombros al herido, el cual transportaban con sumo cuidado, emprendieron a pie el regreso.
  De los caballos ni rastro. Seguramente se habían desbocado durante la refriega o incautados por el enemigo.
  Estaba por concluir el cuarto días desde el inicio de la misión y la luna menguante aún protegía su retirada.
  Con la desgracia tatuada en sus rostros, cruzaron valles y ensenadas llenas de floridos árboles, los cuales no parecían percibir que todas las montañas olían a pólvora, guerra y muerte. Remontaron una cima tras otra, donde los vientos del norte les recordaban su hogar y la placidez de Valle Encantado.
  Una verde enramada que se tejía silenciosa cerca de un riachuelo plagado de incautos pececillos, les sirvió esa noche de cobijo y camuflaje para el descanso.
  Nadie se quejaba, siquiera el herido. Afligidos por la muerte de sus compañeros, en su mente fluía una sola idea: derrotar a La Fuerza del Mal y su régimen de terror. De ellos, sólo de ellos y de los demás Libertarios que luchaban en las otras regiones del territorio, dependía el futuro, la libertad y la paz de su pueblo.
  Al segundo día, casi al filo del mediodía, una agradable sorpresa alegró sus almas.
  No lejos de donde se encontraban, Nube y los demás caballos pastaban tranquilos en un claro.
  Al verlo, Url puso dos de sus dedos en la boca y expirando con fuerza emitió un silbido que sólo Nube podría reconocer.
  Al escucharlo el leal animal giró nerviosamente la cabeza, batió la blanca crin y seguido por los demás caballos galopó hacía el sitio de donde provenía aquel sonido tan familiar. Al estar frente a Url lo olfateó casi con devoción humana. Después echó sus patas delanteras hacia el frente y se hincó en forma de reverencia.
  A una señal, Nube se incorporó para dejarse montar mansamente. Los demás guerreros hicieron lo mismo con los otros caballos.
  Galoparon incansablemente. Url vigilaba la luna. Intuía que después de la luna nueva, en cualquier momento podría devenir el final que le habían presagiado.
  Al anochecer del quinto día, los comandos llegaron a La Entrada de la Lluvia, el grupo de cascadas que dan acceso a Valle Encantado. Poco a poco subieron la cuesta. Pasaron a través del pasadizo de agua, surcaron el túnel y de pronto allí, frente a sus ojos, aquel remanso de paz y quietud que pese a la guerra irradiaba la naturaleza salvaje del valle que se abría ante ellos como un paraíso.
  El primero en verlos llegar fue Longar, quien olvidando el dolor de las heridas, salió corriendo a su encuentro. Enseguida lo siguieron los otros comandantes, guerreros y pobladores del villorrio.
  Plenos de tristezas, los hombres relataron lo sucedido. Luego hablaron de fracasos y victorias, de libertad y justicia durante todo lo que quedaba de aquella noche.
  Abatidos por la muerte de sus compañeros y al mismo tiempo dichosos por el regreso de Url y los otros, estuvieron entonando himnos a la libertad y cantos que hablaban de amor y gloria.
  La pérdida de Doyle Hatch la consideraban absurda. Un sacrificio que podría haberse evitado.
  Aunque, en verdad, nadie sabía, a ciencia cierta, si aquel testarudo comandante había logrado su propósito. Menos si seguía vivo.
  Luego de la carnicería perpetrada con los comandos apostados en la retaguardia, nada bueno se podría esperar de ese ejército asesino. Hatch, irremediablemente, había corrido con la misma o peor suerte que ellos.


20

  La Fuerza del Mal preparaba su arremetida final en todos los frentes, y no sólo en La Cordillera de la Costa, como le había informado el espía Libertario a Longar.
Las órdenes de Láchez fueron contundentes, por ello la gran movilización de divisiones, batallones y blindados por todas las regiones.
  Cuando Láchez exigió a su Estado Mayor “estrangular” a las Fuerzas del Bien, no se refería sólo a someterlos –y ellos lo sabían bien–, sino de acabar con ellos para siempre y sin dejar huellas: cero prisioneros, cero rendiciones y cero vidas… ¡Los quería a todos muertos!
  Al mando de la fuerza que invadiría a los Libertarios asentados en La Cordillera de la Costa había ido asignado el cruel y sanguinario general Luis Felipe “Langosta” Charles, un hombre blanco, muy fornido y de casi dos metros de estatura. Quienes lo conocían decían que era un despiadado salvaje que asumía el destino, la vida o la muerte, tanto de sus propios soldados como del enemigo, con brutal desprecio, tal como le gustaba al dictador que se comportasen todos sus generales. Realmente, más que general era un infeliz carnicero con el cerebro más pequeño que el de un pollo.
  Charles había adquirido el apodo de “Langosta” de boca del mismo Adolfo Láchez, “mérito” que logró luego de dirigir un tenebroso ataque contra una manifestación pacífica de mujeres, donde fueron masacradas cuarenta y cinco de ellas en menos de unas horas. Nueve de manos del propio general, quien las tomaba por los cabellos y estrellaba contra el piso para después darles un tiro de gracia en la cabeza. Otras sesenta y ocho resultaron heridas, algunas de gravedad, y trasladadas a hospitales y ambulatorios lejos de la vista del criminal general.
  Entre las tropas que comandaba “Langosta” Charles no existía la palabra piedad, menos discrepancia, ya que al primer signo de oposición a sus órdenes, ejecutaba tanto a soldados como a oficiales superiores, sin importarle en lo más mínimo rango o antigüedad.
Todos, en Valle Encantado, conocían los estragos que dejaba a su paso en los campos de batalla, por lo que jamás les hubiese gustado enfrentarlo, aunque también todos deseaban su muerte. El destino lo ponía ahora en su camino.
  En una oportunidad Longar, quien antes de estallar la guerra fratricida estuvo bajo el mando de “Langosta” Charles cuando éste apenas era coronel, le contó a algunos miembros del Consejo de Ancianos sobre las atrocidades que en ese entonces cometía el aprendiz de asesino.
  “Ese infeliz no tiene escrúpulos. Mancha de sangre y deshonor el uniforme que lleva puesto con el más infame desprecio hacia la vida humana…–refería al contar las experiencias vividas en los cuarteles–. Una vez, cuando apenas me habían acabado de ascender a capitán, presencié el ajusticiamiento de un cabo que hacía limpieza en su despacho… El pobre, débil y enfermo, una mañana dejó caer el tobo de agua sucia sobre sus zapatos. Charles, sin siquiera escuchar las disculpas del cabo, arremetió a puntapiés contra el… No contento con eso y sin conmoverse por sus gritos y súplicas, el muy hijo de puta lo levantó como si fuese una pluma y lo estrelló contra el suelo… Al oír sus huesos crujir, el endemoniado soltó una desvariada carcajada… No pude hacer nada para evitarlo. ¡Ese maldito es un monstruo! –Condenaba Longar furioso, como si estuviese reviviendo el amargo momento–. Ese mismo día decidí abandonar a esos malditos y al ejército, aunque esa muerte la llevó como una cruz tatuada en mi memoria… Tuve miedo… Mucho miedo de informar sobre la novedad, porque el muy animal enseguida me amenazó: “El hombre se cayó y murió, entendido. En caso contrario, tú carrera y tú vida estarán acabadas”… Siempre me reprocho no haberlo denunciado ante mis superiores –relataba con sincero arrepentimiento–. Aunque no hubiese servido de nada, ya que desde ese entonces era uno de los protegidos del dictador y participaba en las orgías que, con hombres y mujeres por igual, montaban en palacio… ¡Todos son unos sádicos sodomitas!… ¡Unos degenerados asesinos!” –concluía asqueado.
  Url, quien esa tarde estaba junto a los ancianos del Consejo, se inquietó al ver tan desconsolado al comandante negro y trató de calmarlo. “Batallar contra uno mismo es una guerra inútil y dolorosa, amigo mío. Vencer los miedos y perdonar es alcanzar la libertad y la victoria más perfecta y la paz del alma… –expresó para tranquilizarlo –. Hiciste bien, eras muy joven… No te reproches por eso. No tenías alternativa –subrayó solidario–. No estaba en tus manos enjuiciarlo…Ten paz, porque la persona sin paz vive en permanente guerra consigo mismo, con el mundo entero y con todos sus fantasmas y eso lleva directamente al borde de la enajenación”.
  Las palabras de Url penetraron la mente de Longar como una bendición y después de tanto tiempo, de pronto dejó de sentir el peso de la culpa en su alma. Una culpa que le atormentaba porque se creía cómplice de “Langosta” Charles al no denunciarlo por su crimen. Ahora, como por divina gracia, comprendía que no era así y que su angustia había llegado al fin. Que el suyo no había sido un acto de cobardía, sino de humana supervivencia. Sintió un gran alivio. La pesada cruz que llevaba en su memoria se desintegró.
  Esa sensación se reafirmó en su interior cuando se percató que El Señor de las Montañas lo observaba paternalmente.
  “Matar a una persona por un ideal, no es defender un ideal, sino asesinar a un ser y a todos los ideales juntos…–expresó en tono humilde Url sin dejar de mirarlo–. Siempre que tengas dudas entre matar o morir, recuerda que si aplicamos el ojo por ojo, el mundo acabará ciego”.

21

  Encerrado en el centro de computación, Doyle Hatch persistía en su intento de inocular el letal virus en el sistema maestro para dañar todas las operaciones de la planta refinadora de El Haíto.
  Desde afuera escuchaba inmutable los esfuerzos que los soldados del mal hacían para echar abajo la puerta.
  Las manos de Doyle comenzaron a moverse con mayor rapidez sobre el teclado de su computadora portátil. Una ráfaga de metralla lo distrajo por instantes, sin embargo siquiera volteó a mirar qué había ocurrido y prosiguió en lo suyo.
  Al fin la puerta fue derribada y en tropel, dejando resonar sobre el piso de granito sus ruidosas botas, una veintena de milicianos rodearon a Hatch en cuestión de segundos.
  Un mayor del ejército, que estaba al mando del grupo, le arrebató de un manotón el pequeño ordenador de las manos, el cual fue a estrellarse estrepitosamente contra el piso.
  –¿Quién eres y qué haces aquí, maldito? –preguntó furibundo y mal encarado el oficial.
  –Un ex trabajador de la empresa –contestó Hatch sonreído e indiferente.
  –¿Y tus amigos, quiénes eran y qué hacían aquí?
  –¿Cuáles amigos? –respondió con desgano acariciándose la barbilla.
  –¡Maldito perro! –expelió con rabia el mayor mientras le lanzaba un puñetazo en la cara que lo hizo rodar cuan largo era por el suelo.
Hatch se incorporó delineando una incendiaria sonrisa en los labios, de los cuales manaba sangre.
  –¿De qué te ríes hijo de puta? –gruñó mal encarado el mayor.
  –¡De ti, maldito cabrón cobarde! –ripostó lanzándole un escupitajo salpicado de sangre en el rostro.
  Fuera de sí y apretando los dientes con furia, el militar le aprisionó entre las dos cejas la 45mm que llevaba en la mano y echó el gatillo hacia atrás con la intención de disparar.
  El comandante Libertario clavó retadoramente sus ojos en los del oficial enemigo. Sus labios vibraron con mueca de asco nauseabundo, pero en su semblante no había vestigio de miedo. Durante segundos se miraron fijamente destilando un pestilente odio.
  Confuso, el mayor emponzoñó sus ojos como una víbora a punto de atacar y, sin pensarlo siquiera, halo del gatillo.
  Hatch cayó a medio metro de distancia salpicando de sangre los uniformes de varios soldados. El mayor, no contento con su acción y para asegurarse que estaría bien muerto por siempre, se acercó al cuerpo inerte de Hatch y a mansalva le hizo otros dos disparos en el pecho.
  –¡Éste ya no cuenta!... ¡Recojan lo que tenía en las manos y vámonos de aquí! –ordenó a sus hombres satisfecho, como si hubiese cumplido un gran servicio a la patria.
  Los soldados levantaron del suelo la pequeña computadora, que había quedado parcialmente deshecha, le echaron un vistazo al cadáver de Hatch, que tenía el rostro casi totalmente destrozado, y emprendieron hacia la salida.
  –¡Mayor, espere, el control maestro no funciona! –se oyó alertar a uno de sus subalternos mientras corría para alcanzarlo.
  Doyle Hatch había logrado con éxito su propósito. Su vida fue ofrendada heroicamente por una causa noble y humana, de la cual dependía la vida o la muerte de muchas personas inocentes. Sabía que al cortarle los recursos económicos provenientes de la venta del petróleo, La Fuerza del Mal estaría imposibilitada de reorganizar con rapidez su aparato bélico cuando comenzasen a escasearle aviones, misiles y pertrechos de guerra. Eso le daba una oportunidad, aunque fuese remota, a Los Libertarios para triunfar en la batalla final, la cual creía próxima.
  Hatch era el único hijo varón de unos respetables ingenieros norteamericanos. Aunque vivió con sus abuelos maternos hasta que cumplió los ocho años de edad en Warrenton, una pequeña ciudad de Virginia cercana a Washington, había nacido en la tierra por la que combatía y no un extranjero de paso por la región, como creían algunos. Abrió por primera vez sus ojos a la vida en El Nido del Horizonte, un poblado petrolero ubicado a pocos kilómetros de la refinería en la cual ahora había entregado la vida, en la época en que esas instalaciones eran manejadas- por expertos ingenieros norteamericanos, quienes residían dentro de planta con el fin de capacitar al personal criollo para que por sí mismos administrasen en el futuro la industria. De ahí su imperiosa necesidad de servir a la patria con las armas que fuesen y sin importar el sacrificio que ello implicaría.


22

  Al día siguiente de su regreso a Valle Encantado, después de hacer algunos cambios en las posiciones de las tropas Libertarias, Url fue a inspeccionar la construcción de las naves. Se sorprendió al verlas casi concluidas.
  –¡Se han cumplido tus órdenes, Señor de las Montañas! –exclamó Longar saliendo detrás del casco de una de las embarcaciones.
  –¡Te felicito!... Creí que no lo lograríamos –contestó satisfecho.
   Totalmente rectangulares en su apariencia, pero ligeramente curvas en proa y popa, con una quilla muy rudimentaria, aunque herméticamente selladas, las naves semejaban inmensos sarcófagos al no estar provistas de mástiles, palos y velas. Cuatro grandes escotillas dispuestas a lo largo de la cubierta daban acceso a las bodegas a través de primitivas escaleras hechas con troncos de eucaliptos. No tenían hélice, pero si un sólido timón y anclas fabricadas con desechos de guerra. En su parte interior estaban rústicamente acondicionadas y lucían confortables para la ocasión. Varias pilas de literas bien sujetas al suelo y a la parte superior, tanto hacia estribor como a babor, y un conjunto de lavabos y letrinas que desaguaban a través de unos ingeniosos canales ideados por los arquitectos eran todo su “lujo”.
  –Los ingenieros sugirieron ponerle nombres a “Los Diez Mandamientos” –notificó Longar–, pero no quise autorizarlo sin tú aprobación… Me parece una buena idea, por lo que…
  –Esta no es ninguna armada y menos un juego, Longar –atajó Url–. De esos camastrotes dependerán nuestras vidas… Sugiero que para identificarlos simplemente los enumeren del uno al diez y debajo de cada número dibujen… –antes de terminar lo que iba a decir se interrumpió y preguntó–: ¿Hay pintura negra?...
  Longar contestó afirmativamente moviendo la cabeza, por lo que prosiguió.
  –Bien, entonces dile a los carpinteros que en la proa, debajo de cada número dibujen un ojo de pez, muy rústico… Tal como este –precisó tomando una rama del suelo para dibujar sobre la tierra húmeda dos líneas semicurvas las cuales unió en sus extremos. En el centro trazó un círculo y dentro de este otro más pequeño, a manera de pupila. Al terminar preguntó–: ¿Simple verdad?
  –Muy simple… –contestó el robusto negro alzándose de hombros y haciendo una mueca, fingiendo naturalidad, agregó parsimonioso–: ¡Elemental!
  –Bien, ve y diles… Y, por favor, que apuren el acabado porque nos queda muy poco tiempo.
  Cumpliendo el encargo, Longar comenzó a subir por las veredas que conducen a las otras montañas. A los lejos, los inmensos barcos parecían esculturas olvidadas en el tiempo.
De cuanto en cuanto se detenía y, frunciendo el ceño, de reojo los detallaba con curiosidad. Una curiosidad que se debatía entre desconcierto y perplejidad. “¿Para qué necesitamos barcos en la cima de estas montaña?… ¿De qué servirán?... ¡Armas, muchas armas y hombres es lo que nos hace falta!”, se decía mentalmente, pero por más que buscaba no hallaba una respuesta lógica en su cerebro.
  Al llegar los recibió Giovanni y Pepe Alcántara, quienes lo vieron subiendo por el cerro y lo esperaron al pie de un acantilado.
  Ellos también se hacían las mismas interrogantes. Al estar juntos conversaron sobre la utilidad de las embarcaciones, aunque no se atrevían a emitir juicio contra las órdenes de Url. Respetaban demasiado sus decisiones. Sólo albergaban curiosidad, pero no duda. Los había salvado muchas veces de muerte segura y ese era aval suficiente. Sólo hacían conjeturas. En especial sobre el anuncio que les hizo sobre una inminente y pronta batalla final.
  Los comandantes estaban tan distraídos, que no se percataron que Katria avanzaba hacia ellos.
  La guerrera tenía recogido su largo y rubio cabello a manera de cola de caballo, tal como lo llevaba en un tiempo Url. Había desechado el viejo abrigo y vestía unos ajustados pantalones negros y una camisa que una vez fue blanca, cuyas mangas tenía enrolladas hasta los codos. Un cinto repleto de cartuchos cruzaba entre sus senos y de su hombro pendía el inseparable Matasiete, al cual los guerreros de Valle Encantado llamaban El exterminador, gracias a su letal poder destructivo.
  –Ya hablé con Kunato y los otros –precisó con su aterciopelada voz al llegar frente a ellos–. El Señor de las Montañas me envía para decirles que a partir de este momento debemos estar en máximo estado de alerta y redoblar la vigilancia nocturna.
  –¿Qué pasó?... Si hace poco hablé con él y no me dijo nada –indagó alarmado Longar.
  –¡No lo sé! –contestó Katria extrañada–. La verdad es que por primera vez lo vi tan intranquilo –concluyó.
  –Quizás alguna revelación… –intervino Giovanni.
  –¡Quizás!... Lo cierto es que debemos estar alertas y obedecer sus órdenes –respondió Katria.
  –Bien, entonces vamos con nuestros hombres –precisó Longar disponiéndose a dejar el grupo, pero un pensamiento lo hizo retroceder.
  –¿Y los barcos, dijo algo de los barcos? –preguntó acomodándose el fusil-lanzagranadas en el hombro.
  –¡No!... Supongo que hay que camuflarlos con ramas, igual como lo hacemos todas las noches.
  –¡Entonces, manos a la obra! –apuró Giovanni.
  –¡Hostia!, porque siempre la peor parte me toca a mí –rezongó Pepe Alcántara, quien había permanecido callado hasta ese momento.
  La noche lucía pálida. Un lujurioso enjambre de nubes acariciaba con embeleso una sensual luna llena que a instantes se escondía entre sus brazos de algodón y pronto volvía a la vida más bella, más reluciente. Semejaba una danza de amor en los confines del universo.
  Una quietud inusitada, pero perceptible en el aire, arropaba cada rincón de Valle Encantado.
  Los constructores Libertarios habían cumplido con la labor encomendada impecablemente. “Los Diez Mandamientos”, si bien no eran una obra maestra de ingeniería, lucían estables, aunque su apariencia era muy primitiva. Nadie sabía, a ciencia cierta y menos se atrevía a aventurar un pronóstico, si esos inmensos sarcófagos podrían, alguna vez, flotar. No había forma de comprobarlo en una montaña tan abrupta, por lo que todo quedaba, en caso de que alguna vez los fuesen a utilizar, en manos del Creador.
  Una cosa era segura, sus cortes y uniones fueron selladas tan herméticamente, que ni el temporal más inclemente haría penetrar gota alguna de agua en su interior.
  La prueba de fuego fue superada con éxito durante el último temporal que cayó sobre Valle Encantado. De ello habían dado fe los propios ingenieros, quienes durante la tormenta durmieron toda la noche en el interior de las naves.
  –¡Ni una gota cayó sobre nuestros cuerpos! –aseguró uno de ellos cuando Url le preguntó.
  Al menos las naves eran impenetrables desde el cielo. Pero, el gran dilema era: ¿resistirían el peso de trescientos hombres y animales en medio de un vendaval o tormenta?
  Por la confianza que reflejaba en su rostro El Señor de las Montañas cuando las inspeccionaba, tanto comandantes como constructores creían que sí.
  Para ellos el beneplácito de Url tenía un solo significado y una única lectura: los barcos navegarían contra viento y marea, de no ser así Dios se lo hubiese revelado.


23

  Margarita lloraba agazapada en un rincón de la choza donde vivía junto a Doyle Hatch. Momentos antes Katria y Url habían ido a visitarla y buscaban en vano confortarla. Una y otra vez le explicaron que Doyle había muerto como un héroe, que dio la vida por la libertad de su pueblo, pero nada lograba sacarla de ese pesar tan profundo.
  Su aflicción no tenía tregua. Menos entendía explicaciones. El dolor se había clavado en su corazón como un filoso puñal. En sus oídos sólo retumbaban las palabras que ella misma se repetía en sollozos: “¡Por qué!... ¡Por qué, Dios mío!... ¡Por qué lo arrebataste de mi lado si sabías lo tanto que lo amaba!”.
  Los voluptuosos labios de la hermosa mulata, de los que Hatch presumidamente decía que habían sido pincelados por el espectro del mismísimo Leonardo Da Vinci, tomaron un rictus de opaco sufrimiento.
  La pena de Margarita parecía no tener fin ni consuelo. De pronto sobrevino un prodigioso cambio.
  –¡Escuchen! –les dijo enjugando sus lágrimas–. Voy a cantarles “Dios está hablando contigo”… Doyle me la enseñó… No, no me miren así… No he enloquecido –expresó para serenarlos al ver la forma como la observaban.
  Sorprendidos por la transformación, ambos asintieron moviendo ligeramente la cabeza y se dispusieron a prestarle atención.
  Margarita dejó el rincón donde estaba llorando sus penas. Se pasó las manos por el rostro a fin de secar el resto de lágrimas que rodaban por sus mejillas, se deshizo del delantal de flores que tenía sujeto a la cintura y con grácil armonía se movió hacia el centro de la choza. Al encontrarse cara a cara con sus amigos, comenzó a cantar celestialmente una antigua canción Cherokees que había aprendido, en idioma indígena, de labios de Hatch.

Un hombre susurró: ¡Dios habla conmigo!,
y un ruiseñor comenzó a cantar,
pero el hombre no oyó.
Entonces el hombre repitió:
¡Dios habla conmigo!,
y el eco de un trueno se oyó,
mas el hombre fue incapaz de oír.
El hombre miró a su alrededor y dijo:
¡Dios, déjame verte!,
y una estrella brilló en el cielo,
pero el hombre no la vio.

  Katria y Url la escuchaban deslumbrados. Dos grandes lágrimas brotaron de los ojos de Katria, quien no sólo estaba conmovida por las palabras de aquella canción que entonaba Margarita, sino del sentimiento que le imprimía a cada frase, a cada sílaba que salía de su boca. Posó suavemente su mano sobre el hombro de Url y siguió oyendo. De la melodiosa voz de Margarita brotaban frases tan dulces y plagadas de sentimiento, que jamás se atreverían a interrumpirla.

El hombre comenzó a gritar:
¡Dios, muéstrame un milagro!,
y un niño nació.
Mas el hombre no sintió el latir de la vida.
Entonces el hombre comenzó
a llorar y desesperarse:
¡Dios, tócame y déjame saber
que estás aquí, conmigo!,
y una mariposa se posó
suavemente en su hombro.
El hombre espantó a la mariposa
con la mano y desilusionado
continuó su camino triste, solo y con miedo.

  –¿Hasta cuándo tenemos que sufrir para comprender que Dios está siempre donde está la vida? –preguntó Margarita después de finalizar la canción– ¿Hasta cuándo tendremos cerrado nuestro corazón a los milagros de la vida que diariamente se revelan ante nuestros ojos?... Ya no sufro… ¡Dios está conmigo! –finalizó obsequiándole una redentora mirada a sus compañeros de lucha.
  Tanto a Katria como a Url se les hizo un seco nudo en la garganta. Por momentos quedaron sin aliento, pensativos. No encontraban palabras para interpretar aquel repentino cambio en Margarita. Era algo tan puro, tan profundo, que era de ella sola y de más nadie. Entenderlo no tendría objeto. Sin embargo, fue como presenciar el último adiós a un amor ido y prodigiosamente reencarnado en savia de vida, en alegría de vivir y volver a soñar. En dejar siempre latente la huella de un amor imperecedero. Nadie podría penetrar, y menos en ese momento, las entrañas del amor. De un amor convertido en el canto más sublime de la integración de dos almas nacidas para amar y vivir perpetuamente en la inmensidad.
  El de Margarita y Doyle había sido un amor sin barreras. La caricia de lo sagrado, donde lo verdaderamente importante era la fuerza poderosa e invisible que hace latir los corazones que aman sin condición. Que lo entregan todo, hasta lo más preciado, con una mirada, en un pestañeo. Era el ser y el no ser. El ser hombre y mujer a la misma vez. El escuchar campanas celestiales redoblando en lo infinito.
  Katria y Url se acercaron a Margarita con los ojos humedecidos y la estrecharon contra sus cuerpos.
  A lo lejos un susurro pregonó a los vientos: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe”.


24

  Desde que se impuso el estado de máxima alerta en Valle Encantado habían pasado dos días y nada anormal se apreciaba, excepto que las nubes se disiparon casi por completo, dejando ver el rostro del sol en toda su brillante candidez.
  En el valle el día transcurría con toda normalidad. El inicio de la primavera había hecho germinar un arco iris de flores, el cual serpenteaba la hondonada convirtiendo al valle en un encaje multicolor, pleno de vida. Pájaros, abejas, abejorros y un tropel de insectos danzaban a sus alrededores ávidos del néctar que les daría subsistencia.
  Riachuelos, quebradas y manantiales arrullaban con el canto de sus aguas cristalinas las labores diarias. Todo, pese a la guerra, rebosaba a aroma de vida y de paz.
  En un impreciso instante en el tiempo y el espacio, una sombra funesta arropó con mortal ruido al valle.
  Decenas de aviones y helicópteros, de todos los modelos y tamaños, oscurecieron el cielo y en rugido ensordecedor fueron dejando caer su carga mortal sobre las montañas Libertarias que en compacto círculo protegían a Valle Encantado.
  En cuestión de segundos la silenciosa paz se convirtió en horror y ruinas. Los guerreros del valle comenzaron a caer como moscas.
  Comandantes y lugartenientes respondieron con valentía las embestidas de aquel repentino ataque. No obstante, poco o casi nada podían contra esa poderosa fuerza destructora.
  Al tercer paso sobre cielo Libertario, panzudos aviones Hércules y helicópteros del tamaño de ballenas, eructaron de sus vientres a centenares de paracaidistas, quienes descendían escupiendo fuego por sus armas.
  Montado sobre Nube y con las balas silbándole los oídos, Url permanecía, como siempre lo había hecho, inmóvil en la cumbre de El Paraje del Elefante.
  Todo era confusión, dolor y muerte. A los lejos, en la hondonada, la mujeres de Valle Encantado recogían aterradas a su hijos para ponerlos a salvo.
  Dispersos por el inesperado ataque, algunos batallones Libertarios buscaban reagruparse para contener aquella avalancha infernal, aunque todo parecía inútil.
En su caída los paracaidistas descargaban a mansalva ráfagas de metralla sobre los guerreros del valle. Parecían enjambres de abejas ávidas de sangre. Pronto decenas de ellos comenzaron a posar su cólera asesina en las montañas exterminando con brutal saña todo lo que encontraban a su paso.
  Los incendios convirtieron en un infierno lleno de tinieblas todo el lugar. Columnas de humo se elevaban al firmamento huyendo con terror de la batalla. Nadie quería estar en aquel camposanto teñido de sangre, dolor y lágrimas.
  Con dificultad, los más audaces guerreros Libertarios rescataron a los heridos de manos de la furia del mal. Cadáveres diseminados entre rocas y arbustos sosteniendo aún entre sus manos inertes la bandera Libertaria, era el canto mudo a la maldad y opresión.
  El Señor de las Montañas no reaccionaba. Seguía estático en la atalaya observándolo todo. Ni un solo cabello de su abundante y enmarañada cabellera se movía.
  Parecía petrificado en los sueños, un ser sin realidad. ¿Qué pasaba por su mente en esos momentos?.. ¿Qué pensaba?... ¿Qué efectos producía en su corazón ver a tantos guerreros muertos y ensangrentados?... ¿Por qué no reaccionaba?... ¿Qué había sucedido con sus dones divinos? Eran algunas de las interrogantes que se hacían los guerreros que estaban a su lado.
  De pronto su rostro inmutable se transformó y volvió a tomar el aspecto que siempre había tenido, aunque su mirada no era la misma.
  Haló ligeramente las riendas de Nube para que el animal apuntase su hocico hacía la tierra que estaba siendo sembrada de espanto y con destreza hizo girar el báculo que sostenía en alto, en su mano izquierda, para dirigirlo hacia el sitio donde como insectos malignos se posaban los paracaidistas.
  Pasaron los segundos y todo seguía igual. Nada sucedía. El tiempo parecía haberse detenido. De pronto, tal como si fuesen expelidas de las mismas entrañas del infierno, desde cientos de huecos que se abrieron como capullos en flor sobre la dura tierra, comenzaron a salir centenares de víboras de todas las especies, tamaños, formas y colores.
Como dirigidas por un invisible encantador de serpientes que las guiaba con su flauta mágica, las víboras se arrastraron por la montaña a velocidad inusitada. Al alcanzar a los paracaidistas que se posaban sobre suelo Libertario, se erguían sobre su cola y en mortal latigazo clavaban sus venenosos colmillos en los cuerpos de los invasores.
  Uno tras otro fueron siendo aniquilados rápidamente. De las bocas de los soldados del Ejército del Mal, además de alaridos lacerantes que resonaban con eco aterrador en las montañas, salía una viscosa espuma verde antes de caer muertos sobre el suelo que habían osado invadir.
  Después de hundir sus letales colmillos en cuerpos, rostros, manos o piernas de los paracaidistas, las serpientes volvían a deslizarse hacia los hoyos. Las que todavía no habían logrado su cometido, como relámpagos ondeaban las laderas hasta encontrar y ponzoñear a su presa. Luego, con velocidad inusitada, surcaban la colina y se metían en las madrigueras por las que habían salido hasta desaparecer en las cavernas del centro de la tierra.
  Lo alucinante era ver como la tierra se reabsorbía después que las víboras terminaban de pasar su cola por la abertura dejando el paisaje, asombrosamente, igual que antes. La montaña quedó libre de la amenaza de los paracaidistas en cuestión de minutos, pero no de su olor a muerte.
  Envalentonados, los hombres de Url se lanzaron furiosos contra los pocos milicianos que habían logrado sobrevivir al ataque de los reptiles. Los guerreros festejaban aquella victoria, aunque la batalla apenas estaba por comenzar. La pesadilla no había terminado. Pronto sobrevino una segunda andanada.
  Desde todos los flancos un atronador fuego cruzado de morteros y cañones pesados escupían su poder demoledor sobre Los Libertarios. Mientras sucedía, batallones de cazadores Boinas Rojas, comandados por el propio “Langosta” Charles, trepaban con cuerdas y arneses por los riscos.
  El Señor de las Montañas pidió calma a sus hombres y ordenó no disparar hasta no tenerlos al alcance.
  Cuando llegó a Valle Encantado les explicó que las fortalezas montañosas eran castillos naturales casi inexpugnables. Que aunque el enemigo los doblara en hombres y fuerzas, difícilmente podrían ser derrotados, menos en un sitio tan escarpado como en el que estaban fortificados. Por ello, les pidió serenidad y paciencia.
  No obstante, esta vez los esquemas eran diferentes: Los soldados del Ejército del Mal los quintuplicaban y, además, contaban con muchos pájaros de muerte surcando el cielo.
  La artillería pesada del ejército de Láchez seguía horadando las montañas. Los guerreros Libertarios, protegidos en sus trincheras de tierra y piedras, esperaban intranquilos las órdenes de sus comandantes.
  Las bajas eran considerables.
  Url estimaba que por lo abrupto del terreno, hasta al ejército mejor entrenado le sería difícil penetrar aquellos dominios. Imaginaba que sólo algunos comandos se colarían hasta sus dominios, pero nunca miles de hombres, por ello estaba sereno, aunque a la expectativa.
  Las víboras habían realizado impecablemente su trabajo con los paracaidistas. La batalla sería dura, pero no imposible. Ya en otras oportunidades, cuando el enemigo había intentado destruirlos, los habían vencido.
  Su optimismo y cálculos se derrumbaron en instantes. Algo peor y totalmente devastador, estaba por suceder.
  Los aviones y helicópteros regresaron, esta vez con mayor fuerza ofensiva y decisión. El cielo y el sol volvieron a oscurecerse a su paso. La arremetida fue bestial. Nunca hombre alguno en el valle había visto sombra tan funesta opacar al día.
  Los Libertarios eran abatidos como si se tratasen de soldaditos de plomo. Explosiones, fuego, humaredas, olor a pólvora y fantasmas de muerte se alojaron en las sombras. Todo ardía, menos la vida. Fuego y cenizas, como si un volcán hubiese hecho erupción, se notaba en la lejanía.
  Hordas de Boinas Rojas alcanzaron las posiciones Libertarias apostadas en casi todas las cumbres. El último bastión a la libertad había sido miserablemente vulnerado.
  La Cordillera de la Costa se hallaba cubierta por una túnica de sangre y dolor. Parecía como si el reino de las tinieblas hubiese abierto sus puertas para que se desatasen los demonios sobre las montañas.
  Los comandantes estaban desesperados. Sabían que a esas abejas asesinas no podrían contenerlas la fuerza de un sólo hombre o sus pensamientos, aunque estos fuesen inspirados por Dios. Debían batallar, de otra forma serían diezmados.
  Seguida por los demás jinetes, Katria trotaba velozmente entre las balas en busca de El Señor de las Montañas, quien otra vez se había apostado en la atalaya.
Al llegar al Paraje del Elefante, el primero en hablar fue Longar.
  –¡Los están acabando a todos! –advirtió.
  Url no contestó.
  –Debemos ir hacia ellos enseguida –propuso Giovanni.
Otra vez permaneció callado. No percibía el pánico en las pupilas de sus hombres.
  –¡Ya penetraron La Montaña del Búho! –afirmó con voz trémula Abraham.
   Mientras sus comandantes le daban el parte y buscaban controlar sus briosos animales que se movían nerviosos con cada disparo, Url seguía con la vista perdida en el horizonte.
  –¡Es ahora o nunca! –apremió suplicante Katria al ver que su guía, el Hacedor de las Guerras y la Paz no reaccionaba.
  –¡Señor de las Montañas, mire! –indicó Pepe Alcántara señalando hacia La Montaña del Búho.
  Url giró lentamente hacia el picacho más alto. Vio como los batallones de Boinas Rojas que iban conquistando la cima arremetían con crueldad asesina contra Los Libertarios.
  –¡Vamos por ellos! –gritó Silvio mientras dejaba salir de su “aguijoneador”un certero disparo que fue a estrellarse en el corazón de un Apache que volaba hacia ellos.
  –¡Señor de las Montañas! –imploró otra vez Katria–. No están aniquilando y usted no hace nada para evitarlo… ¿Qué tenemos que hacer? –preguntó mientras trataba de calmar su alazán, que excitado por el estallidos de las bombas daba vueltas en círculo.
  –¡Aquí está su caballo, señor! –indicó Longar acercándole las riendas de Nube.
  –Quería impedir más derramamiento de sangre, pero veo que no será posible –contestó Url saliendo de sus cavilaciones–. Este no es el fin, aunque está próximo –sentenció tajante.
  –¿Qué quieres decir? –inquirió confusa Katria.
  –La Gran Guerra apenas está comenzado, pero saldremos victoriosos –respondió penetrando con dulzura los ojos de Katria.
  –¡Señor! –alertó Giovanni– …¡Están ganando terreno!
  –¡Canta, amigo, canta y vamos por ellos! –exclamó quitándole a Longar de la mano las riendas de Nube.
  Flanqueado por sus comandantes, El Señor de las Montañas trotó hacía el corazón de la batalla. Al verlos, los guerreros entendieron que les quedaba una esperanza y se sumaron a ellos.
  Las verdes laderas teñidas de sangre parecían ahora sonreír. Siete jinetes, montados sobre sus briosos corceles y con Url a la cabeza, cabalgaban como fantasmas por los contornos de las montañas entre un denso humo y lluvia de balas.
  Eran los únicos hombres que en arrebato de valor y heroísmo podrían salvarlo todo.
  Mientras la brisa y el fuego de artillería acariciaban sus mejillas, los comandantes apuntaban las armas hacia los invasores, aunque ahora sabían que su más grande arma era su fe y esperanza.
  De espaldas al sol los siete jinetes parecían espíritus sobre lomos de bestias salidas de ultratumba.
  Url, cuya desvencijada bata se confundía con el blanco y sucio pelaje de Nube, tenía esculpido en su semblante la victoria.
  El crepúsculo desdibujaba de negro aquellas siluetas que cabalgaban hacia la vida o la muerte, el triunfo o la derrota, la libertad o la opresión.
  En formación de “V” abierta, con El Señor de las Montañas a la cabeza y cobijados tras su decisión y valor, avanzaron hacia enemigo entre bombas y estallidos. A una orden, accionaron frenéticamente todas sus armas hacia el invasor. Mostrando el báculo en alto, Url no temía a la muerte. Sabía que cabalgaban hacia la gloria imperecedera y el fin de la tiranía.
  Cuando lo consideró oportuno, hizo girar con fuerza el báculo por encima de sus hombros y el madero despidió una polvorienta lava escarlata que fulminó en instantes a cientos de los soldados que entre bramidos ardieron como piras humanas.
  Desconcertado por los efectos de aquella arma, el general “Langosta” Charles, que iba al frente de un bien armado batallón y protegido entre decenas de guardias pretorianas que resguardaban su tétrica figura encerrándola en semicírculo, inició la retirada. Con el espanto reflejado en cada músculo de su cuerpo, sus sanguinarios milicianos dispararon sin objetivo preciso racimos de granadas con las M4.
  Protegidos por la densa capa de lava escarlata, los guerreros comandados por El Señor de las Montañas le cortaron el paso y penetraron sus filas. La batalla no se hizo esperar.
Alaridos y sangre germinada de espanto brotó en todos los confines de la montaña como preludio de muerte.
  Longar se consiguió frente a frente con “Langosta” Charles, quien al verlo se le encimó.
  –¡Traidor!... ¡Acabaré contigo con mis propias manos! –vomitó lleno de cólera el general lanzando al suelo su lanzagranadas.
  –¡Maldito asesino!... ¡Criminal!... ¡Al fin vengaré a todas tus inocentes víctimas! –espetó con rabia Longar arrojando también su arma.
  Los dos gigantescos soldados entablaron una salvaje lucha sin cuartel cuerpo a cuerpo.
Utilizando todos sus conocimientos de artes marciales, se lanzaron puntapiés, golpes de karate y patadas voladoras. La lucha era a muerte y su fuerza pareja.
  Ensangrentados, ambos cayeron al suelo en varias ocasiones. No se presentía un desenlace a favor de ninguno de los dos hasta que Longar lo tomó por el cuello y lo aprisionó con fuerza para estrangularlo.
  Casi sin aire y a punto de desfallecer, “Langosta” Charles extrajo un cuchillo de cazador que tenía enfundado a la altura de la pantorrilla y se lo clavó en el muslo mientras lo hacía girar sobre su filo. Longar, exhalando un gemido de dolor, lo soltó. El general aprovechó el momento para propinarle un fuerte puntapié en el rostro que hizo rodar, cuan largo era, al negro comandante a tierra.
  –¡Es tú fin, maldito traidor! –rumió “Langosta” arrojándose sobre el enardecido.
En un supremo esfuerzo, Longar, que estaba tirado con la espalda contra el suelo, le inmovilizó la mano con la que blandía el filoso puñal y dando una rápida voltereta atenazó con sus dos piernas la cabeza de “Langosta” Charles y se lo quitó de encima con un fuerte giro.
   Charles cayó a dos metros de distancia con el puñal todavía en sus manos. Se incorporó enseguida. Longar no pudo hacer lo mismo. La herida era profunda y manaba sangre a borbotones. Exhausto y totalmente bañado en sudor, apenas pudo levantarse a medias y apuntalar una de sus rodillas a tierra.
  –¡Muere negro bastardo! –rugió “Langosta” Charles mientras se le abalanzaba con aversión mortal.
  Longar abrió la boca buscando un poco de oxígeno y apretó con fuerza sus blancos dientes para contener la arremetida. Al tenerlo encima le sujetó el brazo con sus dos manos y utilizando su rodilla en tierra como palanca, se lo invirtió con fuerza para enterrarle su mismo puñal en el estómago hasta el mango.
  Con los ojos irrigados de alucinado estupor, “Langosta” Charles se desmoronó lenta y mortalmente en la tierra que había osado invadir. Quiso pronunciar palabras, pero estas no salieron de sus labios, los cuales temblaban epilépticamente mientras borbotones de una sangre casi negra manaba de su boca.
  –¡Púdrete en el infierno, maldito asesino! –sentenció el comandante negro mientras se incorporaba.
  Longar contempló el cuerpo inerte de su enemigo, quien quedó con los ojos abiertos apuntado hacia el lado de la montaña por donde había subido, sacudió el polvo de su desgastado uniforme, recogió el lanzagranadas del suelo y se reunió con sus guerreros, quienes batallaban fieramente.
  En las montañas del sur y del oeste, regimientos enteros, apoyados por escuadrones de blindados de La Fuerza del Mal seguían conquistando terreno.
  Cuando Url presenció a escasos metros de distancia como un niño-guerrero era abatido por ráfagas de metralla mientras hundía la bandera Libertaria en un montículo, ordenó el repliegue.
  El final estaba cerca. No había alternativa, sólo era cuestión de tiempo y lo sabía.
  Aunque con El Báculo de la Esperanza había abatido a aviones y helicópteros, entendía que, por más fuerza que le imprimiese a sus pensamientos, era casi imposible vencer a un ejército de tal magnitud y provisto de armas tan letales.
  Cabalgó sólo hacia la atalaya. Desde El Paraje del Elefante observó como sus guerreros eran arrasados.
  Moviéndose felinamente entre explosiones y balas, Katria fue a buscarlo.
 –¡Señor!... ¡Señor!... ¿Qué hacemos ahora? –preguntó descorazonada cuando estuvo frente a él.
  Su vestimenta estaba desgarrada y llena de polvo. Igual su bello rostro y ondeado cabello rubio, el cual lucía apagado, sin vida. Su arma, todavía humeante, la mantenía presta, pero estaba tan exhausta, que antes de que Url respondiese, el Matasiete se le deslizó de las manos y cayó al suelo.
  –¡No lo sé! –contestó El Señor de las Montañas sin dirigirle la mirada.
  Sus ojos apuntaban hacia los centenares de aviones que escupían muerte sobre las montañas y sus hombres.
  –¿Y el báculo? –preguntó Katria nerviosa.
  –Ya nada puede… Son muchos… –expresó.
  –¡Entonces éste es el final! –presagió al tiempo que levantaba del suelo el lanzacohetes para dispararlo contra un helicóptero que volaba rasante sobre sus cabezas.
  Herido de muerte, vio como aquel pájaro de acero se desplomó por el barranco. Al perder de vista los pedazos calcinados de la nave, volteó otra vez hacia Url.
  –¡Piensa, Señor de las Montanas!... ¡Piensa! –suplicó intranquila.
Animado por las palabras de Katria, tal como lo había hecho en otras ocasiones, dirigió la vista cielo.
  El silencio circundó a El Hombre del Báculo. Parecía poseído por una invocación divina. Su rostro blanco, curtido por los años y el sufrimiento, se tornó sereno. Una mansa brisa lo acarició y su cabellera cana fue a entremezclarse con la de Katria, quien estaba atenta al brutal ataque de La Fuerza del Mal.
  Modelada en el valor y las batallas más sangrientas, la bella guerrera recobró la compostura perdida momentos antes. Su serenidad duró poco porque boquiabierta vio como ante sus propios ojos El Señor de las Montañas comenzaba a transformarse. El rostro de aquel hombre tranquilo e inmutable, se torno de pronto en joven y tomó la plácida apariencia de un ángel. Una paz indescriptible parecía envolver todo su ser y de sus labios finos y delicados brotaron palabras y frases incomprensibles.
  –¡Alnitak!… ¡Alnilam!… ¡Mintaka!… Rigel… Betelgeuse… ¡Bajen!... ¡Bajen pronto!... ¡Se los ordeno!...
  Vocablos similares y otras voces confusas las fue repitiendo sin dejar de apuntar sus ojos al
cielo.
  Katria se desconcertó por instantes, pero al contemplar aquel rostro iluminado por una luz celeste, se tranquilizó. Lo conocía, y cualquier cosa, por imposible que fuese, Url podría hacerla, aunque nadie sabía cómo ni cuándo.
  Lo siguió observando. Trató de interrumpirlo, pero no pudo.
  El Señor de las Montañas cerró los ojos, apretó el báculo contra su pecho, como si se tratase del reencuentro con un hijo amado que tenía largo tiempo sin ver. Fue tanta la fuerza que hizo, que sus ojos volvieron a abrirse.
  De pronto rayos, truenos, vientos huracanados y centellas comenzaron a adueñarse del firmamento. De norte a sur y de este a oeste, todo el territorio parecía envuelto en una tormenta endemoniada mientras los aviones seguían haciendo caer su carga destructiva sobre las montañas.
  Como surgidas del recóndito universo y a la velocidad de la luz, de lo más alto de la bóveda celeste comenzaron a desprenderse miles de millones de pequeñas nubes rojas ribeteadas de ébano y amarillo incandescente. El cielo en instantes se volvió rojo carmesí. Diminutas motas titilantes desprendían con fulgor su luz por el espacio.
  Todos los que observaban desde tierra aquel extraño fenómeno entraron en pánico. Parecía como si la misma Constelación de Orión se hubiese desprendido y que, en caída libre, inevitablemente acabaría con todo, hasta con el mismo planeta.
  A pesar de la impresionante velocidad con la que se desprendían del universo, al arribar a un punto neutro de la estratosfera terrestre, las motas se detenían pausadamente forrando con espectral imagen al cielo. Abarcaban tanto espacio, que ni vista humana o aparato de medición, habría podido calcular la superficie que proyectaban en el infinito. Las nubes, de un rojo purpúreo, con tenues pinceladas de negro y amarillo en sus bordes, parecían tener vida propia, ya que en conjunto se movían rítmicamente, como en respiración fatigosa.
  El único, entre los miles de hombres que observaba el fenómeno, que permanecía sereno y complacido, era El Señor de las Montañas.
  No así Katria, quien estaba aterrorizada ante aquel pandemonium sideral.
Para serenarla, Url le pasó la mano por la espalda y la abrazó a su cuerpo.
  –Era un temible cazador –dijo mientras su rostro volvía a tomar sus facciones normales–. Se decía que era tan alto, que podía caminar por el fondo del mar con la cabeza fuera del agua, pero le arrancaron los ojos… Sin embargo él supo que volvería a ver cuando caminara hacia el sol.
  –¿De qué hablas? –preguntó Katria con voz temblorosa.
  –¡De él! –respondió apuntado su índice hacia arriba.
  –¿Quién?… ¿Qué?... –balbuceó la guerrera sin entender.
  –¡De Orión! –precisó El Señor de las Montañas.
  Por instantes los combates se detuvieron en el tiempo. Nadie, tanto las milicias de La Fuerza del Mal como Los Libertarios, apartaban sus ojos de la extraña colcha de nubes que semejaba ser parte de un organismo que respiraba en ahogos.
  Mientras observaban, el corazón de aquella acosadora y amenazante cobija cósmica que se cernía sobre ellos fue bombardeado por rayos curvos que salían de sus entrañas abriendo un descomunal agujero en su centro. De pronto la abertura irradió una luz de profundo blanco azulado y ante la vista de los asombrados pobladores y guerreros, de su boca brotaron cataratas de agua que despidieron fuego y luz sobre la poderosa Flota Aérea del Mal que todavía sobrevolaba las montañas Libertarias.
  En un soplo, helicópteros, cazas y bombarderos, comenzaron a caer como libélulas.   Rápidamente la flota quedó reducida a ruinas y escombros ardientes.
  Al no quedar más aviones en el cielo, el fuego cesó. No obstante, la gran catarata, cien veces más caudalosa e inmensa que la del Niágara y mil veces más alta que El Salto Ángel, siguió despidiendo agua a torrentes, convirtiendo a colinas, valles y montañas en un gran lodazal.
  Decenas de soldados del Ejército del Mal que trepaban las cuestas fueron arrastrados por ríos de barro hasta los profundos barrancos. Los Boinas Rojas que aún estaban abajo, morían víctimas de la cólera de las aguas y su caudal, que aumentaba su nivel tan aceleradamente, que era prácticamente imposible que alguien saliera vivo de aquella súbita inundación. Los que tenían la fortuna de poder nadar, sólo flotaban por breves instantes antes de ser tragados por frenéticos remolinos que giraban por las vertientes de las montañas.
  Qué significado tenía y a qué se debía aquel catastrófico fenómeno, nunca nadie jamás lo podrá explicar, ya que el terror paralizó mentes y pensamientos, discernimiento y lógico entendimiento.
  Sólo El Señor de las Montañas sabía la verdad, porque le había sido revelada semanas antes por el Altísimo.
  –¡Vamos, ha llegado el momento! –le indicó a Katria al observar hacia el norte.
Gigantescas olas, provenientes del mar, se abrían paso en la lejanía entre montañas, colinas y valles.
  –¿Cuál momento? –preguntó sin entender a qué se refería.
  -¡De abordar las naves, valiente guerrera! –apremió.


25

  En Los Picos Nevados, como en Mar Azul y en Los Llanos Verdes, el panorama era idéntico. Igual en las grandes ciudades de la región.
  Era como si la ira divina hubiese ordenado al gigante Orión salir de su soledad para convertirse en techo de esa gran nación subyugada por el tirano Láchez.
  El pánico se esparció por toda la comarca. En el palacio de gobierno los reportes eran aterradores. Las comunicaciones comenzaron a interrumpirse a todo lo largo y ancho del inmenso territorio.
  Láchez estaba desesperado. Ya nadie obedecía sus órdenes. A uno de sus más cercanos ministros lo asesinó con su propia arma al verlo tan espantado que daba lástima. Igual suerte corrieron dos de sus generales.
  Su temible y tristemente célebre Guardia Roja Pretoriana se había reducido a menos de la mitad. Unos huyeron, otros se escondieron quién sabe dónde.
  Las últimas informaciones recibidas en palacio indicaban que toda La Flota de Mar del dictador había sido reducida a cero por gigantescos sunamis que batieron las naves contra arrecifes y riscos. Los cruceros, torpederos y portaaviones quedaron hechos añicos al no poder sortear olas cruzadas de gran calado que las arrastraron como barquitos de papel hacia rompientes marinas en bahías, ensenadas y golfos.
  Igual suerte corrieron sus “Boinas Rojas del Aire”, como el dictador se jactaba en llamar a su Fuerza Aérea.
  Pese a todo ello, Adolfo Láchez, de temperamento frío y cruel, estaba impávido ante lo que acontecía, aunque no podía contener la rabia que le ocasionaba ver a sus generales y ministros correr como gallinas atemorizadas.
  Personalmente recibió un reporte de las lejanas tierras de Los Picos Nevados donde se informaba que grandes avalanchas de nieve y deslaves ocasionadas por las cataratas que caían del cielo, habían sepultado a casi toda su División Alpina y que de los sobrevivientes poco o casi nada se sabía.
  Cuando sus más allegados le dijeron que las aguas habían comenzado a inundar a la capital, donde estaba asentado el palacio de gobierno, Láchez ordenó a sus escoltas que preparasen su helicóptero a fin de dirigirse al pequeño aeropuerto secreto que había mandado a construir en una alta montaña situada al este del palacio, el cual le serviría, en caso requerido, de fortaleza o escape.
  El helicóptero del dictador, un Puma XL, una edición especial que el mismo se había mandado a construir cuando le hacía la corte al poderoso imperio del norte del continente, estaba artillado con los más sofisticados misiles, tanto de aire-aire como de aire-tierra, y tenía capacidad para veinte hombres.
  Al llegar al helipuerto, ubicado en la terraza de uno de los edificios más altos adyacentes al palacio de gobierno, Láchez salió del ascensor y esperó en la puerta hasta que uno de sus guardaespaldas le indicó que podía salir sin peligro.
  Incesantes, las centellas y relámpagos seguían desprendiéndose de aquella gran cobija de nubes rojas carmesí que había arropado a la nación. Aunque desde ese lugar las cataratas que salían del hoyo sideral se apreciaban lejanas, no así sus efectos, porque olas pequeñas y grandes, formadas por el ímpetu de poderosas ráfagas de viento crudo e indómito, eran transportadas sobre todo el territorio como si fuesen plumas, pero con una fuerza destructiva total. Todo lo que encontraban a su paso quedaba hecho trizas.
  Al ver la señal, el dictador, que llevaba como equipaje sólo un maletín negro de tamaño mediano, salió a pasos raudos junto a Rosa Isabel, su amante. Atrás venían ocho de sus perros falderos del gobierno y algunos de sus más temibles esbirros.
  Cuando Láchez iba a poner píe en la escalerilla –siempre era el primero en embarcar– una ola arremolinada de mediano tamaño que se había desprendido del mismo centro del hoyo sideral, hizo tambalear al helicóptero y resbalar dictador, quien del impacto soltó el maletín de sus manos.
  Miles de diamantes, de todas las formas y tamaños, se esparcieron por la plataforma del helipuerto. Láchez y Rosa Isabel, así como algunos de los ministros de Estado, se apresuraron en recoger las gemas para volverlas a introducir en el portafolio.
  Mientras lo hacían, una imponente ola surgida del norte arrasó con todos lo que se movía en la terraza. Lo último que se vio de Láchez fue el terror dibujado en su rostro mientras era tragado por el agua. Su comitiva corrió con el mismo fin.
  Agonizante y con las aspas girando moribundas sobre la cresta de la ola, el helicóptero presidencial se hundió a los pocos segundos en las turbulentas aguas. El palacio de gobierno y todo lo que estaba a su alrededor fue reducido a escombros.
  Sólo algunos pedazos de hormigón, vigas y esqueletos de ventanales y puertas, seguían el curso de la ola como si se tratasen de salmones que iban remontando un río.
  Fue el fin de Láchez y su secta de sanguinarios gobernantes.



26

  En grupos de diez los guerreros Libertarios fueron introduciéndose por las pequeñas escotillas que daban acceso a las bodegas de las naves.
  Cada uno de los comandantes dirigió el embarque a “Los Diez Mandamientos”. Primero los heridos, después los niños y ancianos, luego las mujeres, quienes llevaban consigo algunos animales, y de último los guerreros con víveres.
  A Katria le tocó comandar la nave número siete y estaba muy cerca de la de Margarita, a quien Url había nombrado capitán de la Misión Éxodo después de la muerte de Doyle Hatch. Ella tenía bajo su mando la seis, y estaba feliz de poder utilizar todos los conocimientos que le había enseñado su eterno amor.
  Los guerreros embarcaban sin armas ni pertrechos de guerra, ya que El Señor de las   Montañas les había ordenado dejar todo en tierra.
  Vientos de furia que arrastraban grandes olas, surcaban sobre sus cabezas dejando caer una pertinaz e incesante lluvia. Parecía el fin del mundo y, no obstante, todos reflejaban una gran paz, aunque estaban impacientes.
  Url les transmitía la fuerza espiritual que tanto necesitaban. Su sola presencia era garantía de vida.
  Las aguas iban velozmente aumentando su nivel. Las pequeñas colinas del oeste ya estaban anegadas. Longar lo advirtió.
  El guerrero negro, quizás por primera vez en su vida, sentía pánico en sus entrañas. Con unos improvisados trapos le vendaron la herida causada por “Langosta” Charles en el muslo, pero la hemorragia no había sido contenida totalmente, por lo que ribetes de sangre teñían de rojo la tela.
  –¡Señor de las Montañas!... ¡Señor de las Montañas!... –exclamó mientras cojeando se dirigía a toda prisa hacia él–. ¡Mire!... ¡Mire!... ¡Hacia el norte! –señaló exaltado una vez que estuvo a su lado.
  –Lo sé soldado... Por ello debemos apresurarnos.
  –¿Tú sabes lo que está pasando? –preguntó a punto de desesperación, mostrando sus dientes color de nieve.
  –Sí, amigo, pero no hay de que preocuparse si todos siguen las indicaciones que les di –expresó para tranquilizarlo–. Espero que todos hayan entendido bien… Por eso te pido que les recuerdes, tanto a capitanes como a la tripulación, que después que el último de los hombres haya entrado en las naves deben sellar con lona de caucho las fisuras de las tapas de la escotilla y que después cuidadosamente enciendan sus extremos. –Url hizo una pequeña pausa. Longar estaba inquieto. Al verlo recobrar la paz, prosiguió–: Cuando las lonas se hayan apagado, todos sus bordes deben ser sellados con silicona… La idea es lacrar las escotillas herméticamente para que no penetre ni una sola gota de agua por las ranuras… ¿Entendido? –inquirió.
  –¡Sí, Señor de las Montañas! –respondió Longar dócil, avergonzado por su desconcierto, aunque entre él y todos los demás Libertarios jamás existieron diferencias ni vanas soberbias. Todos eran iguales, aunque Url era el líder indiscutible.
  –Recuérdales también que no se asusten. Que la travesía durará una larga noche de varios días oscuros y que, por ningún concepto, ni por terror o claustrofobia, abran las escotillas… Sólo lo deberán hacer cuando entre ellas se filtre un rayo de luz –concluyó.
  –¡Así se hará! –asintió Longar dándole la espalda para ir a ejecutar sus órdenes.
  –¡Qué tengan presente que de ello dependerán sus vidas! –gritó al verlo alejar.
  –¡Tus mandatos se cumplirán al pie de la letra, Señor de las Montañas! –respondió penetrando en la bruma que comenzaba invadir los dominios de Valle Encantado.


27

  Los guerreros Libertarios, sus mujeres, niños y ancianos, tenían más de seis horas a oscuras en el interior de aquellas rústicas naves que permanecían clavadas en tierra.
  Era como estar encerrados en la barriga de una gran ballena de madera. Apretujados entre vigas hechas con troncos de árboles y tendones de ramas que complementaban aquella armazón que semejaba las espinas de un gran cetáceo, todos esperaban lo inevitable. Aquellos cascos no parecían poder resistir por mucho tiempo los embates de la tormenta, centellas, olas gigantescas, torbellinos y cascadas de agua que se desprendían con ira del cielo.
  Tomándolos por sorpresa y para agravar la angustia de sus ocupantes, las naves se bambolearon con estruendo de un lado a otro. Gritos de espanto se ahogaron en su interior. Fue tanto el crujir de los maderos, que hasta Silvio Torres, uno de los más valientes entre todos los comandantes, se hizo la señal de la cruz y comenzó a orar.
  Pronto, tal como vino, la tensión fue amainando. Lentamente “Los Diez Mandamientos” comenzaron a flotar y una turbadora calma reinó entre los tripulantes al percibir que no se hundirían en las profundas ciénagas de aquellas aguas oscuras e inconcebibles.
  La aparente paz se disipó en instantes cuando los gigantescos cascarones de madera comenzaron a ser arrastrados con furia y a la desventura. Durante minutos se escucharon gritos desgarradores de desaliento. Luego de las primeras arremetidas los navegantes callaban por instantes, como para recobrar aliento y gritar con mayor fuerza durante el próximo embate.
  Url había embarcado en la nave número uno y hacía esfuerzos por controlar la situación. Les hablaba con devoción y misericordia a fin de apartar de su mente pensamientos funestos.
  Sus palabras nada podían. Eran opacadas por el terror que se dibujada en el rostro de cada uno de los navegantes. Como último recurso sacó del talego la Biblia y alumbrado por una pequeña linterna comenzó a leer un hermoso pasaje a fin de sosegar aquellas almas confusas.
  –El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente –leyó, aunque, por el pánico imperante nadie escuchaba. Calló, observó como aterrados se abrazaban unos con otros y, piadoso, levantó la voz para acentuar–: Diré yo a Jehová: Esperanza mía y castillo mío… Mi Dios en quien confiaré. El te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. –Volvió a callar. Percibió en algunos un poco de tranquilidad y continuó–: Con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estarás seguro. Escudo y adarga es su verdad. No temerás al terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya.
  Dirigió otra mirada a la tripulación, la cual lentamente iba recobrando el sosiego. Vio a madres abrazar a sus hijos con ternura, a ancianos acercársele para escucharlo mejor y a guerreros mirándolo con admiración. El Señor de las Montañas esbozó una sonrisa de complacencia. Se sentía satisfecho, por eso prosiguió leyendo con más ánimo y dulzura.
  –Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra, más a ti no llegará. Ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos. Porque has puesto a Jehová, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación, no te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada, pues a sus ángeles mandará cerca de ti, para que te guarden en todos tus caminos.
  Con cada palabra suya aquellos rostros, que hace poco lucían descompuestos por el miedo, volvían a alcanzar la serenidad perdida. Url estaba satisfecho. Al fin había logrado mitigar sus angustias. Por ello reanudó, pero ahora lentamente, la lectura.
  –En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el áspid pisarás. Abatirás al cachorro del león y al dragón… Por cuanto en mi ha puesto su amor, yo también lo libraré, le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará y yo le responderé, con él estaré yo en la angustia. Lo libraré y lo glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación –concluyó ante una tripulación extasiada y expectante pero, sobre todo, con la fe recobrada.
  –¿Dónde estamos Señor de las Montañas? –preguntó una mujer con voz temblorosa.
  –En la inmensidad, hija mía, en la inmensidad… –contestó apacible.
  Url no mentía. Realmente estaban allí: en la inmensidad. Donde al principio todo fue fuego, luego agua y centellas y ahora la oscuridad infinita en un mar de tormentas.
Pasaron siete días tenebrosos y siete noches antes de que el primer rayo de luz se asomara por el horizonte. De pronto, las sombras y la tempestad fue cediendo.
  Nadie se atrevía, por advertencias de Url, a abrir las escotillas.
  Después de un rayo vino otro y tras el uno más. La luz penetraba las penumbras de aquel estómago de ballena de las naves.
  Al escuchar el susurro de las aguas mansas, como buen aventurero italiano, el primero de los comandantes que se atrevió en abrir la portezuela que de la oscuridad lo transportaría a la luz, fue Giovanni Petracca.
  Lo hizo de un modo muy peculiar: cantando el himno al amor y a la vida, que él entonaba con armoniosa voz.
  Al asomar la nariz por la escotilla, entre el lodazal y el agua que permanecía en cubierta, se dirigió hacia la proa y remontó su punto más alto para atisbar el horizonte.
  A menos de ochenta metros vio al “mandamiento” número uno. Allí, tal como él, en el punto más alto de la nave, estaba Url, impertérrito, con su báculo prendido de las manos, observando el extenso mar en que se había convertido la región.
  –¡Señor de las Montañas!... ¡Señor de las Montañas!... ¡Aquí!... ¡Aquí!... –gritó a todo pulmón Giovanni a fin de que le oyese.
  Al escucharlo, Url volteó y le hizo señas de calma con una de sus manos.
  Poco a poco, de cada uno de “Los Diez Mandamientos” se fueron asomando comandantes, guerreros, ancianos y mujeres. Las aves que habían embarcado salieron en raudo vuelo hacia el espacio glorioso. Animales y cabras y algunos marranos, también corrieron por proa y popa, otros a estribor y babor, acompañados por un desfile de gallos, gallinas y patos.
  El cielo otra vez había recobrado su brillo azuloso. Ya no había colcha roja escupiendo agua desde el infinito. Y, aunque pareciese increíble, garzas blancas, grullas, tucanes, papagayos y aves del paraíso venidas de Los Llanos Verdes, así como las incansables gaviotas, pelícanos y los alcatraces de Mar Azul, igual que las águilas y cóndores de Los Picos Nevados, revoloteaban sobre los barcos en un canto de alegría.
Otras naves, provenientes de otros distantes lugares, fueron incorporándose a aquella flota de paz.
  Unas se distinguían lejanas, aunque, por las características de su construcción, no cabía duda de que se trataban de naves Libertarias.
  Utilizando los grandes remos, algunas embarcaciones fueron acercándose a la del Señor de las Montañas y sus comandantes. De pronto, de una de ellas, un estallido de dicha rompió el silencio de las aguas mansas.
  –¡Isabel!… ¡Isabel!… ¡Amor mío, aquí estoy!... ¡Aquí!... –requería con emoción indescriptible Pepe Alcántara.
  De otro de los barcos se oyó la dulce voz de Isabel.
  –¡Pepe, gloria a Dios!… ¡Amor, amor!... ¡Espérame!… ¡Te amo!... –exclamó incrédula con lágrimas en los ojos.
  El Señor de las Montañas percibió en su corazón el alivio de la misión cumplida. Aunque, en lo más hondo de su ser, sabía que muchos habían muerto al hacer caso omiso a sus advertencias y no haber tomado en serio la construcción de las embarcaciones.
Eso lo hacía sufrir, por ello cada nave que atisbaba en el horizonte era motivo de infinito regocijo.
  Katria, quien comandaba “El Mandamiento” número siete, gracias a unos prodigiosos vientos nobles, ya que las aguas estaban en ese momento inertes, pudo acercar su nave a la de Url.
  A sus treinta y ocho años lucía espléndida. Estaba totalmente empapada y con la blusa desabrochada hasta más abajo de la comisura de los senos. La imagen de la guerrera ruda y hostil había desaparecido.
  Al llegar cerca, Url la miró con ojos serenos.
  –¡Hola guerrera! –saludó.
  –¡Gracias por amainar mi miedo, Señor de las Montañas! –exclamó dibujando en su rostro una sonrisa–. Y enseguida preguntó–: ¿Y ahora qué haremos?
  –¡Sólo esperar, bella guerrera!


28

   La capital y el palacio de gobierno y todas las sedes, politburó y cuarteles del Ejército del Mal quedaron hechos añicos por las aguas. Ninguna de las poderosas divisiones de blindados, acorazados, submarinos o aviones quedaron en pie.
  El paisaje, lo que había sido los dominios de Adolfo Láchez, ahora era desolación y destrucción.
  Ya no existía territorio, ni comarca, menos nación o país. Todo era agua. Un inmenso mar bañaba lo que otrora fuera el imperio del mal.
  La gran metrópolis yacía bajo las aguas con toda su funesta riqueza y podredumbre. A su alrededor siquiera sobrevolaban aves de rapiña, ya que la carroña era tan fétida que no se atrevían a acercársele.
  Ciudades enteras, con todos sus habitantes, fueron arrasadas. Sobre las aguas se percibía un pestilente olor a mugre producto de su degeneración.
   Una civilización, un modo de vida signado en la maldad, horror y muerte, había sido exterminada. Así como su salvaje sed de sangre y materialismo infiel.
  La mano de Dios, en su eterna Omnipotencia, había evaporado de la faz de la Tierra aquel feudo indigno, lleno de crímenes, depravación, corrupción y aberraciones, donde el hedonismo y los placeres más vergonzosos habían sido parte de una cultura deprimente y asquerosa.
  El sol había vuelto a salir. Esta vez más refulgente, cuyos rayos se proyectaban jubilosos hacia un nuevo amanecer con olor a vida y paz espiritual.
  El invierno fue desterrado. La primavera florida había vuelto a germinar en el pensamiento de la atmósfera, una vez plagada de maldad y muerte.
La luz, no era la misma luz, sino otra. Era como si el propio infinito cosmos hubiese cambiado las reglas del universo. Ahora la luz era de color esperanza, cuyos rayos blanco-violeta hacían predecir que el sueño añorado de Dios se patentizaría entre los hombres de la Tierra.
  “No habrá más vileza en el universo, ni en sus elementos. Todo lo contrario, el agua armonizará con el fuego, el aire con la tierra y todos ellos con la esperanza”, le había dicho Url a Katria antes de que todo sucediese.
  El Señor de las Montañas sabía lo que estaba por empezar y en cuánto tiempo devendría.
“Los Diez Mandamientos” seguían vagando a la deriva, sin norte alguno. Después de aquel descomunal maremoto y con las aguas quietas, las naves parecían migas sobre un plato de sopa fría, por ello los guerreros volvieron a inquietarse.
  Llegado el séptimo día del último día de la batalla, las aguas comenzaron a reabsorberse intensamente y en forma vertiginosa.
  Nadie, que no hubiese presenciado aquel milagro, lo habría jamás creído porque todo sucedió en cuenta regresiva.
  El Señor de las Montañas sabía que así ocurriría. Por ello, con los pocos radiotransmisores activos que aún tenían, comenzó a comunicarse con sus comandantes.
  La marea fue descendiendo tan rápida como baja un ascensor.
  Al sexto día después de la batalla final, las aguas se habían casi extinguido.
  Al quinto, las naves, como prodigio divino, posaron sus cascarones sobre las montañas que circundaban Valle Encantado.
  Al cuarto, todo comenzó a reverdecer.
  Al tercero la primavera había vuelto a florecer.
  Al segundo, estancias y edificaciones, salieron de sus cenizas y volvieron a erigirse.
  Al primero, aves, animales y hombres se abrazaron y cantaron en el círculo del amor y la fe.
  Todo había concluido. La tierra prometida, la nueva tierra, había resurgido en un mundo pletórico de paz y esperanza.
  Las armas que Los Libertarios habían dejado en tierra desaparecieron. En su lugar encontraron semillas y arados para construir una tierra nueva.
  Los comandantes no daban crédito a sus ojos. La violencia y las batallas habían acabado. Había que reconstruir los cimientos de una nación y ellos eran los elegidos para hacerlo. De hecho, tenían planes para ello.
  Pero, ¿cómo dejar a Valle Encantado?... ¿Cómo desligarse de su magia sin salir lastimado y, además, cómo protegerla en la eternidad?...
  Siquiera El Señor de las Montañas tenía una respuesta. Por ello, báculo en mano, volvió a El Paraje del Elefante para meditar en silencio.
  Con su cabellera cana batiendo al viento, altivo y con sus dos piernas bien afincadas al suelo, Url pensaba. Mantenía El Báculo de la Esperanza recostado de su hombro. Qué pensamientos podrían atormentarle en ese maravilloso momento, nadie jamás lo sabrá.
  Las batallas fueron ganadas y él había triunfado. Sus hombres, la mayoría de ellos, estaban a salvo. El territorio había sido liberado del tirano y una nueva era estaba por nacer. La gloria estaba en sus manos y, no obstante, se hallaba taciturno.
  Pasó horas mirando el horizonte. Siquiera se movía. Su mente vagaba hacia lo imposible. Hacia un sentimiento puro, que sólo Dios podía otorgarle: el amor.
  Todo le había sido concedido, menos el amor. Su poder, de esencia sobrenatural, no le pertenecía, sino era un legado divino. No obstante, el era hombre, cuya naturaleza no le impedía enamorarse.
  Absorto en sus pensamientos, no notó la presencia de Katria.
  La bella guerrera había ido a su encuentro al no verlo celebrar junto a los demás en Valle Encantado.
  –Te estuvimos buscando –dijo.
  –Lo sé –contestó entre labios.
  –Eres nuestro salvador y te queríamos entre nosotros –exteriorizó con dulzura.
  –Mi misión fue cumplida… El resto es de todos ustedes –arguyó Url.
  –¿Y tú?... ¿No eres parte de nosotros?
  –Ya he cumplido mi cometido… Quizás deba irme…
  –¡No puedes irte! –exhortó con dolor Katria.
  –Nadie puede evitarlo… No es mi decisión –expresó entristecido.
  Apenas terminada la frase, El Báculo de la Esperanza, el cual ahora Url sostenía, como siempre, en su izquierda, le fue arrebatado ligeramente de la mano por un viento divino.
Trató de atajarlo. Igual ademán hizo Katria. No obstante, el báculo fue elevándose lentamente ante sus ojos hacia la inmensidad. El madero levitaba. Absortos, los dos observaron su ascenso al cielo.
  Su vista lo siguió, como sigue el hombre el vuelo de un águila que se pierde en el lejanía en su viaje a la libertad. Url se sentía liberado de la misión divina.
  Se había ido el báculo, El Báculo de la Esperanza, pero no se llevó todo consigo, había dejado una semilla de vida, en la cual no sólo germinaría la esperanza, sino también el amor.
  La bella y valiente guerrera que luchó a sangre y fuego a su lado, lanzó un suspiro que se escuchó en toda la inmensa comarca.
  Url presintió el significado de aquel ahogo y volteó a verla. Ella entrelazó su mano.
  –¡Te amo, Señor de las Montañas! –exclamó serena.
  –¡Yo también! –respondió el fiero guerrero abrazándola y buscando sus labios le depositó un apasionado beso.
  En El paraje del Elefante los vientos del norte elevaron su eco al cielo entonando un aleluya, tal como si estuviesen tocando en el aire mil violines invisibles.
  Url y Katria escucharon las notas del viento abrazados y observando el horizonte mientras sus cabelleras eran acariciadas por una brisa celestial.