miércoles, 13 de octubre de 2010

21 de agosto.

SÓLO EN MI SILENCIO                                                            

  Y llegó el lunes. Día de mi cita en el bufete de Alfredo Díaz, cita que habíamos acordado el sábado, en la reunión de degustación de la porquetta.
  Otra dosis de lexo al despertarme, una aspirina y cuatro tazas de café bien tinto. Luego un baño con agua casi helada, ya que mi calentador -como casi la de todos los moradores de las cascaritas- es neurótico e impredecible. Nunca se sabe cuando funciona. Como son a gas y están instalados a la intemperie, en la parte trasera de las cabañas, el agua de la lluvia, los fuertes vientos y los rigores propios de la montaña y pese a su sistema “infalible” (según Robert, ya que son franceses y de buena calidad), uno nunca sabe cuándo se les ocurre surtir agua caliente por la grifería. Los dichosos aparatos son un fraude, contrario a lo que diga el mago de la montaña: el invencible Robert.
  Ya son las 10:10 p.m. y yo sigo en esto. Ya me he fumado no sé qué cantidad de cigarrillos (la cajetilla está feneciendo, pero me queda otra en el auto). He devorado media botella de ginebra pura en mi tacita de estrellitas azules, he escuchado no se cuántos discos y canciones de Soledad Bravo -tengo toda su colección-, y me estoy comiendo unas galletitas de soda porque esta noche estoy de huelga: ¡me resisto preparar la cena!, sin embargo persisto en la malsana costumbre de martirizarme.
  Aunque escribir apacigua mi ser, no sé en realidad porqué lo hago, ni quién leerá lo que escribo -o se atreverá a leerlo- algún día.
  ¿Lo escribo para mi querido Dorian?... ¿A fin de desahogar mi desesperación y reprocharle a Dios y al mundo su injusticia?... O para maldecir mi mala suerte. Aún no lo sé. Siquiera me importa, ni me interesa. Lo único que sé es que es una forma de catarsis, una liberación.
  Pese a la música, al canto de los grillos que me acompañan, un mudo silencio de la paz a mi mente. Un silencio reconfortante…
  Tomo un poco de agua, no porque me arda el estómago, sino para pasar el sabor de las galletas. Luego, otra tacita repleta de gin.

  Llegué a la oficina de Alfredo Díaz a las once y ocho minutos, sólo ocho después de lo pautado. Me recibió la secretaria, quien con cordial sonrisa informó:”El doctor viene en camino”. De la otra abogada, Marelby, ni pista. No estaba.
  Me senté en el recibidor muy callado. A los pocos segundos le pedí a la secretaria que me abriese la puerta para ir a fumarme un cigarrillo en el pasillo aledaño. Le dio a un botón situado en un extremo de su escritorio y abrió en forma automática.
  Alfredo Díaz era un fumador empedernido, pero después que le detectaron un incipiente cáncer en la lengua, prohibió fumar en el interior del bufete. Lo respeto. Respeto su decisión, aunque el día de la porquetta todos fumaron como turcos. Y él estaba allí, sonriente y feliz… Bueno, cosas de la vida y tolerante buena educación.
  Apenas terminado el cigarrillo regresé a la oficina. Me senté en la salita de espera. Estaba desorientado, con una terrible angustia oprimiéndome el corazón. Al rato llegó Marelby, quien me saludó afablemente y ofreció un café. Casi enseguida sonó su celular. Era un cliente del bufete, quien parecía reclamarle algo en tono airado.
  Gracias a Dios pronto, detrás de la amplia puerta de vidrio, apareció la robusta imagen de Alfredo Díaz. La situación me estaba incomodando y verlo fue como un regalo de Navidad.
  Yo mismo le abrí la puerta. Se disculpó por la demora y pidió que lo esperase unos minutos más porque tenía que reunirse con Marelby a fin de puntualizar estrategias sobre los casos que ese día tenían pendientes en los tribunales.
  Pasaron largos y tediosos minutos. No sé cuántos, pero fueron bastantes. De pronto la secretaria se acercó donde estaba y expresó: “Doctor -refiriéndose a mí- ya puede pasar”.
  Pausado, ya que los lexos que había tomado dos horas antes estaban en plena efervescencia y efecto, entré al despacho documentos en mano.
  En presencia de Marelby, indiqué que lo más urgente para mí era disolver la compañía que tenía con Luis David y que me preocupaba mucho lo de la falsificación de mi firma por parte de su abogado. Luego ofrecí otros detalles, muy funestos, sobre la personalidad de mí hasta ahora socio.
  Ambos coincidieron en que lo de la falsificación de la firma era algo insignificante. Pese a ello insistí. Les dije que quería desligarme de todo lo que oliese a ese hombre. Ellos prometieron que pronto iban a proceder y acabar con ese nexo comercial. Les di todos los teléfonos -casa, oficina y móvil- de Luis David advirtiéndole que lo llamaran antes de las doce del mediodía, porque a esa hora le da su ataque de hambre y sale corriendo hacia un restaurante cercano a la oficina llueva, truene o relampaguee. Una vez me contó que de niño sufrió mucha hambre en su pueblo natal, allá por Los Andes. Fue tanta, que una vez estuvo alimentándose durante tres largos meses sólo de papas con cebollas, las cuales robaba de un silo cercano. “La comida para mi no es un placer sino una necesidad esencial”, confió una vez.
  Le referí a Alfredo que Carolina no me deja ver a Dorian y pregunté qué debía hacer. Me dio un rosario de recomendaciones que en vez de reconfortarme me desmoralizaron. Aunque es mi amigo y un buen abogado, cuando Alfredo habla como tal es tan frío e insensible que hiela la sangre. No voy a contar los detalles porque yo mismo no quiero recordarlos.
  Poco antes de irme le comenté que hoy, precisamente hoy, 21 de agosto, mi pequeño Dorian cumple dieciséis meses de vida. Mi alegría le entró por un oído y le salió rápido por el otro. Impasible me dijo que odiaba a los niños, que los prefería grandes y que por eso se casó con una mujer que ya tenía tres hijos que pasaban de los doce.
  Su respuesta me desmoralizó. Él y sus influencias en los tribunales no me serían útiles ni la solución de nada. Me escucho sólo por cortesía. Nada más. Presentí que no estaba dispuesto a hacer mucho, menos de gratis por más amigos que fuéramos. Me despedí y atropelladamente fui hacia el estacionamiento en busca del auto. Quería desprenderme lo antes posible de aquellas palabras que jugaban una especie de ping-pong mortal con mis ideas.
  Salí del bufete derrotado, sin esperanzas y desanimado. Como un loco corrí hacia la montaña para refugiarme en mi dolor.
  En el camino llamé varias veces al celular de Carolina con la intención de darle el feliz cumplemés a Dorian. Misión imposible. Desconectó, suspendió o qué sé yo su teléfono, ya que en todos los intentos la línea siempre estaba ocupada. Al rato volví a marcar, ahora al teléfono de la casa. Como un tonto que habla para sí mismo, dejé grabado en la contestadota mis besitos, amapuches y felicitaciones a mi querido bebé. Espero que cuando regresen Carolina se lo haga escuchar, aunque lo dudo. Cuando se lo propone es tan maligna y perversa que ni Lucifer le gana en maldad.
  Mi Dorian es tan vivaracho y precoz que comenzó a caminar apenas cumplidos los diez meses. Cuando lo arrebataron de mi lado ya balbuceaba algunas palabras, como “agua”, “más” y “no” en perfecta pronunciación.
  ¿Ya estará hablando?... ¿Por qué tanta crueldad, porqué arrebatármelo de esa forma?... ¿Qué coño hice -porque desde mi punto de vista aún no entiendo nada- para que Carolina me lapidara de esa forma?
  Llegué a la cabaña desesperado. Me quería morir. Darme unos golpes contra la pared o únicamente tenderme en la cama. Abandonarme. Eso es lo que me provocaba y así lo hice.
  Primero se acostó mi dolor, luego yo. Cerré los ojos y quedé inmóvil. Pasaron algunos segundos, minutos, tal vez. Pronto recordé un letrero que durante mi regreso leí en una valla que promociona una famosa marca de whiky y salté de la cama como un resorte. El anuncio de la valla decía: No temas ir despacio, sólo teme quedarte parado. No recuerdo de quién es la máxima. Al parecer es un refrán chino o un aforismo anónimo, pero esas palabras me hicieron recapacitar. No debía quedarme parado. De otra forma la depresión vencería y me aniquilaría.
  Decidido volví a salir. Abandoné la cascarita y fui a un concurrido centro comercial del este de la ciudad. Paseé un rato como un sonámbulo entre la gente.
  Nadie notaba mi desespero, pero si mí presencia. Incluso algunas bellas jovencitas que al verme me sonrieron picaronamente.
  Seguí caminado. De un piso, subí al otro. Luego volví a bajar. Al rato estaba otra vez subiendo al nivel superior. Las personas caminaban aparentemente despreocupadas. Veía sus rostros, analizaba sus movimientos… Los psicoanalizaba. Buscaba penetrar sus mentes y conciencia. Saber qué pensaban y porqué. O a qué temían o atormentaba sus espíritus. Antes, cuando todo era paz y felicidad en mí ser, lograba descifrar lo profundo de la psiquis de mis semejantes, ahora todo es gris y sin aparente conocimiento. Perdí mis facultades… Siquiera sé verme y comprender a mí mismo…
  Qué difícil es entenderme y entender todo lo que escribo. A veces, yo mismo no sé lo que escribo. Es una historia, un tormento, ¿o qué?... ¿Es la vida, mí vida o lo que queda de ella? ¿La tengo todavía o ya desapareció?... ¿Qué soy ahora?… ¿Un fantasma?... ¿Y los fantasmas sufren?... No lo sé…
  Lo único que sé es que no resisto más.
  Confundido y aturdido, al rato regresé a la montaña con la intención de escribir estas notas ya que es lo único que evita que esté derrumbado en la cama pensando… Eso sería inercia y un camino inequívoco a la desvariación y la locura… ¿Ya lo estoy?... ¿Ya estoy loco y no me he dado cuenta aún?
Es tarde. Me encuentro tranquilo y en relativa paz. Otra vez, a esta hora de la noche, Soledad Bravo vuele a deleitarme con su canción No puedo ser feliz. No me atormenta, por el contrario, me transmite sosiego, muy alejado del goce masoquista. ¡Es qué esa gran mujer tiene voz de ángeles y sólo puede inspirarte paz y no otra cosa!
  La botella de gin está pereciendo. Yo adormilándome junto a ella mientras escucho el canto de los grillos, las ranas y mi música de siempre. La noche corre presurosa a fin de alcanzar el nuevo día. Añoro, añoro la luz del día y quiero que el alba despunte pronto. La luz es de Dios, la noche de los demonios, fantasmas y recuerdos funestos.
  Hoy dormiré tranquilo porque hay un sólo pensamiento en mi mente: ¡Volveré a ser feliz, con ella o sin ella!
  Se marchó la dicha, pero no la esperanza, ni la vida. El amor renacerá en mí. El amor todo lo puede, escribió San Pablo en Corintios 13. Y el amor, hacia todo y todos, es mi único patrimonio. Reverdecerá en mí el milagro del amor. ¿Por qué amar hace tanta falta para vivir?... Qué es más importante para la vida: ¿el oxígeno o el amor?
  Ya casi es la una y media de la madrugada y mi buen y noble brazo izquierdo (soy zurdo y esto es un manuscrito), me está pidiendo clemencia y un buen y merecido descanso. Además, acabé con la última gota de gin. Será hasta mañana, si sobrevivo.

MAÑANA:                                                                              
  Si esto es el infierno, no es tan malo como dicen. Pero si apenas es el vestíbulo, ¡coño!, no quiero ir más adelante.


 Diego Fortunato


 

 
...y abrió el pozo del abismo (1987)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 66 x 48 cm

Serie Apocalipsis, Cap. 9:2

martes, 12 de octubre de 2010

20 de agosto.

    Dios me ama, aunque estoy molesto con Él. Yo también lo amo, aunque Él esté molesto conmigo.
   Bueno, ¡qué coño!... ¿A quién le importa quién está molesto con quién? Debo escribir y lo voy a hacer aunque me cueste la vida… ¿Cuál vida?... Estoy otra vez alucinando… Le estoy dando carácter de vida a mi sufrimiento mortal... Alguna vez escuché que el hombre es un animal de costumbres. Parece que me estoy adaptando a esta mierda: sufrimiento y dolor desesperado… ¡No, mierda!... ¡Va de retro Satanás!
  Voy a escribir. Hay tantas cosas qué contar, que se me ocurre, hijo mío, decirte que casi todas mis heridas sanaron. En la cara únicamente me queda una pequeña costra. Las que aún me molestan enormemente son la del tobillo izquierdo, la rodilla derecha y la de espalda, un poco más arriba del riñón izquierdo. A pesar de los tubos de Tantum que les he aplicado, no creo que sanen pronto.
  Anoche, cuando me acosté, hijo mío, me sucedió algo insólito.
  El frío de la montaña, que en la madrugada fue más lacerante que de costumbre, me hizo despertar. No recuerdo qué hora era, tampoco me importaba. Pero sucedió. De improviso abrí los ojos y me vi envuelto en una neblina blanca que no me dejaba ver nada. Como todavía no tengo vidrios en las ventanas, supuse que debido a la condensación, la niebla me había atrapado dentro de la cabaña. De pronto sentí miedo, pero a medida que me fui acostumbrado, la sensación de pavor cambió por la de extrañeza y paz. Como si un fenómeno raro estuviese ocurriendo dentro de mi cabaña, y yo, como un imbécil, estaba atrapado en el, mirando como un bobo y sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. Entonces, después de abrir los ojos, de sentirme bien despierto y mirando todo a mí alrededor, perdí parte de la conciencia. No sabía si estaba flotando en el aire o acostado en la cama, no obstante me sentía feliz. Pero, lo más asombros, es que en ese paraíso de nubes e inconsciencia, percibí como levitaba y desplazaba de un lado a otro de la cabaña. Era como estar suspendido, atrapado por manos con forma de nubes. Fue sentir la vaciedad del universo. Percibir la mano extraña, pero tierna de la eternidad, debajo del cuerpo que me mecía hacía la paz, la cual, extrañamente, no era de color blanco, sino de rojo rubí. Después, entre ese algodón de nubes que transportaban mi ser, vi un triángulo de estrellas, tan perfecto como el que se admira en el cielo.
  Así, estando despierto y dormido a la vez, llegó el nuevo día. Un día maravilloso, que semejaba al de anoche, porque antes de despertar, soñar o vivir mi alucinación o anunciación, en el triángulo, dentro del ojo de Dios, te vi, como en una fugaz película, jugando y feliz.
  ¡Dios te bendice y cuida, hijo mío, yo también!... ¡Tú presencia es mi vida!
  Ya no me interesa nada. Nada tiene sentido ya. Confundo el día con la noche y me da igual.
  Quiero morir, pero también vivir y amar, pero, ¿cómo hacerlo con este dolor mortal? Fugitivos e incomprensibles son mis pensamientos. Nadan y divagan en mi mente como si encontrasen en el mismo centro de un huracán… ¡Sopor maldito que me roba vestigios de razón!
  La tonada “Para Elisa” del móvil dio tregua a mi infierno a las 8:52 a.m. Sé la hora que era con precisión matemática, porque así quedó grabada en el memoria del teléfono y así lo asiento en este Diario, bitácora de amor, dolor, sufrimiento y muerte.
 En mi letargo, el corazón volvió a la vida y latió con fuerza viva al escuchar esos retoques, ya que eran los que de antemano Carolina y yo habíamos establecido para nuestra comunicación directa e íntima.
  Cuando logré alcanzar el celular, este había cesado de repicar. No obstante, Carolina había dejado un mensaje: “Leonardo, tú sabes que estoy en Aruba…Que estoy bien… ¡Deja la llamadera!… ¡Deja la falta de respeto!… ¡Sinceramente estoy harta! Aquí me voy a quedar un buen tiempo… Agradezco que no me faltes más el respeto por teléfono… Yo soy una persona honorable… ¡Estoy cansada!... ¡Estoy cansada!... Sencillamente me cansé de todo… Pero no es para que me faltes el respeto con esos mensajes que me dejas en la grabadora… Me vas a obligar a cambiar todos los números del teléfono, del celular, de todo… Te agradezco, por favor…” (Terminó el tiempo de grabación y con este el mensaje).
  Segundo mensaje: 8:54 a.m. Estaba en el baño orinando (Sic): “Si quieres saber del niño, está bien… Aquí en sus vacaciones… Tranquilas, en paz… ¿Entiendes?... ¡Quiero paz y tranquilidad!... No hace falta que me estés vejando, maltratando e insultando con una gran cantidad de groserías cuando yo jamás he sido mujer de eso… Estoy cansada… ¡Lo que estoy es cansada de tú persona, de todo lo tuyo!... Yo no quiero saber nada de ti… Lo que quiero es paz y tranquilidad… ¡Deja de insultarme por teléfono!... ¡Déjame en paz!... Yo no quiero saber más nada de ti ¡y punto!… ¡Eso es todo!, pero deja…”. (Y se volvió a cortar la grabación).
  Luego entró una tercera llamada, la cual contesté con: “¡Dime Carolina!”, pero ella, al escuchar mi voz, enseguida cortó.
  Estaba confuso, pero luego de desperezarme, la ira me invadió. Escuché una y otra vez los mensajes que me dejó… No sólo la presentía con “otro”, en buena compañía… Luego pensé: ¡Qué tristeza!... Yo aquí, muerto de sufrimiento, encerrado en esta mísera montaña y ella pasándola de lo mejor en la playa, a pleno sol, con su sombrero de panela y lentes oscuros, saboreando un daiquirí o una piña colada, la cual sostiene con desenfado entre sus manos mientras el hielo granizado se va deshaciendo lentamente debido al calor, y su misterioso “amigo” poniéndole bronceador en la espalda.
  En ese preciso instante, sin siquiera pensarlo… Sin pensar en las consecuencias, obviando los consejos de Deepak Chopra, que tanto he leído, en un arrebato tomé el celular y le dejé varios mensajes, el primero a las 9:15 a.m., los cuales, para posterior corroboración, grabé en mi pequeña grabadora periodística.
  El contenido del primero es como sigue: “Carolina, no te he insultado en ninguna forma. No creo que estés en Aruba… Sé que te escondes… Sé que tienes otro celular y que me estás grabando… ¡Lo sé!... Deja la ridiculez… Deja de decirme esas cosas por teléfono… Yo sé muchas, pero muchas otras cosas más… ¡Qué te vaya bonito!”.
  Casi enseguida volví a marcar su teléfono y expresé: “¡Mira!, se me había olvidado decirte lo más importantes: El que no quiere saber nada de ti, so ¡yo!... Estoy hastiado… ¡Asqueado!.. ¿Entiendes?... ¡No quiero saber nada de ti!... Lo único que me preocupa es Dorian, no tú… ¡No te envanezcas!… No me interesas nada, en lo absoluto….Tú vida es tu vida y la mía la mía…Lo único que me interesa es ese pobre niño, al que tienes abandonado... No vayas a creer que te estoy persiguiendo… ¡Chao!”.
  Dejé de escribir. Me incorporé de la sillita, abrí la puerta y observé hacia afuera. Nadie anda por estos lados de las cascaritas.
  Hice pipí, tomé un sorbo de ginebra, volví a poner el CD “Con amor…”, de Soledad Bravo, el cual estoy escuchando desde que comencé a escribir. Su tema número 12, No puedo ser feliz, penetra hasta el fondo de mi alma. Es mi favorito. No puedo evitar una lágrima o dos.
  Días antes le dejé unas estrofas en el celular de Carolina. Sólo parte de la canción y después, de mí propia voz, afirmé: “¡Te amo!... ¡Te amo!”.
  Luego de tal “proeza”, suspirando, me acosté a dormir regodeándome en mí logro.
  Al día siguiente, al interceptar los mensajes de la grabadora de su celular, cosa que hago permanentemente (puedo escucharlos con facilidad debido a que no tiene contraseña de seguridad), lo borré, porque el “¡Te amo!... ¡Te amo!”, no alcanzó a grabarse al terminar el tiempo establecido. Sólo quedó registrada la canción.
  Hay un tercer mensaje, del que me arrepiento. Fue esa misma mañana. Encenderé la grabadorcita que tengo a mi derecha para transcribirlo textualmente. Fue a las 9:19 a.m. y dije: “Ah, mira, faltaba otra cosa. Tú sabes que yo no te quiero… Absolutamente nada. Se me rompió el amor… El 18 de septiembre, una vez que abran los tribunales yo, yo mismo, me voy a dar el gustazo de introducir la separación… ¡Yo!, porque ese gusto es mío y no te lo voy a conceder a ti… ¿Entiendes? Yo voy a introducir la separación… No es tuya, es mía, porque yo la deseo… ¡Chao, mi amor!”, finalicé con sarcasmo.
  A las 9:21 a.m., dos minutos después, volví a insistir con otro mensaje, esta vez malévolo, cargado de rabia, impotencia, dudas, irritación y un toque diabólico, pero no por ello deja de ser real, verdadero: “¡Mira!, y ya que tú armaste el tinglado con esas fotos… Toda esa cortina de humo que tendiste para tapar qué se yo…, con esas fotos de supuestas novias mías… Bueno, fueron novias mías hace cinco años atrás… Yo, de tus “álbumes privados”, que guardas con celo y mucho amor, saqué las fotos de Emiro y de otras de tus parejas… De varios novios… Las tengo guardadas en una caja fuerte (mentí)…Otra cosa, te respeté los pelos (vellos) que tú guardas empaquetados y bajo llave… No sé de quiénes son… Te los respeté y dejé ahí donde los escondes…”.
  PAUSA OBLIGADA: Estoy tratando de sincronizar la grabadora. Mientras lo hago Soledad está cantando No puedo ser feliz. Luego de una armoniosa instrumentación, en sus primeras partes la canción dice: No puedo ser feliz… No puedo olvidar… Siento que te perdí… Y eso me hace pensar que he renunciado a ti, ardiente de pasión… No se puede tener conciencia y corazón… Hoy, que ya nos separan la ley y la razón, si las almas hablaran, en su conversación las nuestras serían cosas de enamorados…”.
  Esta mañana me masturbe con el recuerdo de mis noches, días y tardes con Carolina. Nuestra pasión, nuestros ardientes besos y pródigas caricias, su recuerdo, todo me impulsó a hacerlo. La amo, la amé y la seguiré amando. No a su cuerpo, no a sus pensamientos, no a su voz, no a sus caricias, sino a toda ella entera.
  En la noche volví a hacerlo con mucha más fuerza, como si la pasión jamás hubiese desvanecido. Lo hice con la misma furia, el mismo amor y pasión de cuando ella se fue a Italia, a visitar a su hermana, y me dejó sólo en su casa. En ese entonces no estábamos casados. Éramos amantes. Fue un diciembre, el más frío que mi alma soportó. Dorian aún no estaba en nuestros sueños. Fueron momentos de soledad y silencio que sólo mi amor por ella pudo soportar. No obstante, ella, insegura de sí misma -antes y ahora- creía que estaba con ella por su dinero. ¡Qué equivocada e insegura, Dios mío!
  La tarde… ¡Qué maldita tarde fue la de este domingo 20!... Ya es de noche…, creo… ¿Estoy recordando o escribiendo hoy lo de ayer?... ¿O todavía es hoy y estoy borracho y siquiera sé que día es hoy, ni lo que digo o pienso, menos lo que escribo?
  Bueno, sea hoy o ayer el hoy, la cosa es que parecía un alma en pena. El deseo de verla, al igual que a Dorian y mis malditas dudas sobre la existencia de una tercera persona en su vida me tuvo dando vueltas por toda la ciudad.
  Como un bandido fugitivo, casi camuflado y ladeando oblicuamente el parasol del auto para ocultar parte de mi rostro, pasé en varias ocasiones por el enverjado de la entrada principal de la casa de sus padres. “Es domingo -me dije-. Hoy habrá almuerzo familiar”. Y no estaba equivocado. Muchas veces participé en ellos. Todos los coches, los de sus hermanos y cuñados, estaban aparcados en el espacioso garaje con vista a la calle. Vi a los niños de José Rafael, su hermano menor, risueños y dicharacheros, jugueteando alrededor de estos. Entonces, tragando la amarga hiel de mis angustias, pensé: “¡Ella también estará allí! … Andará en otro auto, ¡pero está ahí!”… Pero no… ¡No estaba!
  Desesperado, fumando como un condenado antes de ser llevado al patíbulo, dirigí el auto hacia La Manzanita, la exclusiva urbanización donde reside su hermano mayor, pero su auto tampoco estaba en el garaje de la residencia. Ya casi a punto de estallar, descorazonado, pasé frente a la casa de su hermana. Ni rastros de ella. Luego, mí vía crucis me condujo hacía la residencia de otra de sus hermanas y, ¡nada! Ni rastros de su auto ni de cualquier otro indicio que pudiese indicar que ella y mi bebé estaban en la ciudad.
  Desfallecido, derrotado e invadido por una sensación de impotencia y vacío mortal, estacioné el auto en una colina aledaña a la casa donde vivía con Carolina. Saqué los binoculares del portaguantes y me dispuse a husmear hacia los ventanales de la casa.
  Mi intención era ver algo, no sé qué. Algo, que por más doloroso que fuese, corroborase mis sospechas de la traición. Algo que, de una vez por todas, me matase o me regresara a la vida. La incertidumbre es la más maldita de las compañeras. A veces es mejor saber, cuánto antes mejor. Es el final o el principio. O te mueres o te liberas de una vez por toda de la pesadilla que te atormenta. La incertidumbre, la inseguridad, que conduce a la sospecha, es un veneno letal que en pequeñas dosis te administra la razón y te va matando lentamente, muy lentamente, y con crueldad infinita.
  Aparentemente tranquilo y con dominio de mi mismo, coloqué los binoculares cerca de los ojos. Mientras lo hacía, una fatigosa respiración escribía un poema de horror en la mente. Hasta un sordo hubiese podido escuchar los latidos de mi atormentado corazón.
  Siquiera pude enfocar el bendito aparato y eso que siempre lo hago al instante y con facilidad. Tuve que girar la perilla en varias ocasiones. Parecía que todo conspiraba contra mí. Mis movimientos eran torpes, propios de los prisioneros de la angustia permanente.
  Una vez que logré poner los gemelos a punto, vi hacia allá. Hice un croquis mental y visual, pero nada… ¡Nada se movía! No había signos de vida en la casa.
  No satisfecho con los sinsabores del día, en la noche, a esos de las siete y treinta, obviando los peligros de esa carretera tan tortuosa, la cual se hacía aún más peligrosa debido a los desatinos que causaban mi angustia, nervios y desesperación, volví a hacer el mismo tour. Resultado: ¡Nada!... Ni una luz encendida en la casa, ni asomo de vida por sus alrededores, menos de ella y Dorian.
  Derrotado, emprendí el regreso… A masturbarme con su recuerdo y dormir, pero no sin antes ingerir una buena y fuerte dosis de tranquilizantes. No tomé alcohol, apenas agua y un trozo de pan, el suficiente para sobrevivir.


MAÑANA:                                                                              SÓLO EN MI SILENCIO
En el año del silecio (1991)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 150 x 100 cm.
Serie MURMULLOS EN EL SILENCIO
Colección MUSEO CARMEN TINOCO
La Habana (Cuba).




lunes, 11 de octubre de 2010

19 de agosto.

FUEGO EN MI TORMENTO                                                       

  Esos benditos pájaros me van a volver loco. Al principio me agradaban, ahora no. Tienen días acosándome. Hoy estuvieron cuatro de ellos, muy cerca, dándole fuego a mi tormento. Al fin pude divisarlos en las copas de los árboles más altos. Dos estaban hacia el sur y los otros, muy cerca, al este. Su canto es acechador, para no decir culposo. Parecen estar reclamándome algo… ¿Qué?... Si yo soy la víctima, no el victimario. Con furia repetían insistentemente ¡cristofué!… ¡cristofué!... ¡cristofué!, haciendo especial énfasis en el fue, pareciendo referirse a mí. ¿Qué les pasa a esos pajarracos si yo no he hecho nada malo?… ¿O sí?...
  Aunque no lo saben, los tengo pincelados en mi memoria. Pese a que son tan escurridizos y se refugian en las ramas más altas, hoy avisté a dos ellos. Son de pico largo con los lados de la cabeza color negro, cresta amarilla limón y un collar blanco en la nuca. Su lomo es pardo tornasol y su garganta blanca y alas color terroso…
  ¡Qué esos pájaros me dejen en paz es lo que más te pido Señor!... Nunca he delinquido y si el escribir este Diario es un crimen, te diré que para mí consiste en un mecanismo para evadir malsanos pensamientos, aunque también se ha convertido en una agobiante pesadilla y en un instrumento para implorar Tú justicia, nunca un objeto de venganza… ¡Justicia!... ¡Justicia para los degradados y los deshonrados te pido mi Dios!... Mi honor y el de mi pequeño bebé fueron pisoteados y aun no he palpado justicia, ni la de los hombres ni la tuya, “Señor Todopoderoso”…
  Definitivamente, eres sordo e injusto, Dios… Apoyas a la maldad y te ríes de los humildes al soltar, por tú gran bocota, la patraña de “primero entrará un elefante por el ojal de una aguja que un rico al Paraíso”… ¡Qué farsante eres! ¿Y a quién coño le importa el utópico, irreal e improbable Paraíso tuyo, si a los humildes de corazón nos torturas en el infierno de la Tierra?... ¡Sólo nos das miseria y aflicción!... Pero a los ricos los premias con bondades, lujos, opulencia, prosperidad y abundancia… ¡Dios, eres un vil mentiroso!… Sigo pensando que eres Dios, Diablo y humano al mismo tiempo… ¡Esa es tú boba trilogía!... ¡Mátame ahora si te he ofendido!... ¿No puedes?... ¡Claro que no puedes!... No puedes porque eres irreal, una fantasía… ¡Sí!, una fantasía… Ja… ¡Jajá!... ¡Jajaja!… ¡Jajá!… ¡Jajaja!
  – ¡Hijo, querido Dorian, perdóname si he pecado, pero vivo horas azarosas, infames!
  –Después de tantas blasfemias, ¿ahora te arrepientes?
  – ¡Cállate conciencia, que tú nada sabes de sufrimiento!
  – ¿Te burlas de Dios y quieres su ayuda?... ¿Quién te entiende?
  – ¡Basura!... ¡Eres basura conciencia mía, igual que Carolina!… ¿Dónde estaba Dios y dónde tú cuando fui mancillado en mi honor y degradado como humano y hombre?... ¿Por qué no me alertaron?... ¿Por qué dejaron que tal vileza sucediese?... ¿Es qué ustedes también son lujuriosos?... ¡Contéstame!
  –No sabes lo qué dices. Estás atormentado… Blasfemas contra Dios y contra ti mismo.
  –Palabras, me respondes con palabras que tañen a amenazas… ¡Yo quiero respuestas ya!... ¡Basta de parábolas o eufemismos!... ¡Precisa, no te vayas por las ramas!
  –Tú alma cada día se hunde más en la miseria, porque te alejas…
  – ¡Bah, estúpida conciencia!... ¡No hagas caso Dorian!… Tú padre es bueno y te ama más que a su propia vida y ese no es un don divino, ni obra de Dios, sino de mi corazón, querido hijo.
  El tormento persiste como el primer día. La paz ha abandonado mi ser. Debo ser fuerte, pero no se cuán fuerte soy. No recuerdo con claridad qué hice en la mañana, ya que estoy escribiendo lo concerniente a ayer y un poco a lo de hoy. No hay claridad en mi memoria sobre las fechas. Las horas, el tiempo, no tienen sentido para mí.
  Algunas llamadas las tengo presente sólo porque quedan grabadas en el celular, lo demás navega en un mar de confusión. Trato de hilvanar tiempo y espacio lo más fiel posible aunque, la verdad, algunas de estas anotaciones, si bien pertenecen al ahora, es posible que las haya escrito veinticuatro horas después o cuando haya podido recobrar un poco de paz.
  Al menos, hoy recuerdo que después de sostener un diálogo íntimo nada profundo ni reconfortante conmigo mismo, el cual me robó parte de la mañana, estuve dando vueltas con el auto por la ciudad tratando de ubicar a Carolina y a Dorian, a quienes presentía en la ciudad.
  Ya bien entrada la tarde, desesperado y conteniendo un llanto interior que brotaba por todos mis poros, menos por mis ojos, me dirigí hacia la casa de Alfredo Díaz.
  Allí, en medio de mi tristeza, estuve departiendo con sus invitados hasta entrada la noche… ¿Les había contado que él me invitó a su casa? Bueno, qué importa si lo hice o no. La cosa es que Alfredo me puso a hablar con Marelby Landa, una abogada de su bufete, a quien le había comisionado mi caso.
  Con ella conversé, más que todo, sobre el cierre del semanario. Luego, entre los tragos, le referí brevemente por lo que estaba pasando y de mis atormentantes sospechas. En mis locas elucubraciones, pese a todo, defendí imbécilmente la “pureza” de Carolina.
  Marelby palpó mi dolor y pronto entró en confianza. Me contó parte de su vida. Confesó que, luego de siete años de matrimonio, también ella se estaba divorciando. Luego me habló de su tío, un conocido y extraordinario comentarista deportivo, el cual yo conocía. Éste había tenido un derrame cerebral hace ya bastante tiempo. Nunca pudo recuperarse y ahora estaba en estado crítico. Que esa tragedia tenía en vilo a toda la familia. Refirió que de los casi cien quilos que pesaba antes del derrame, hoy apenas tenía cuarenta. Le tapé la boca para que no siguiese. Su relato me conmovió. Últimamente estoy más sensible que nunca. No quería otro pesar, otra desdicha almacenada en mí corazón.
  Sentado en el bar contiguo al comedor del lujoso apartamento de Alfredo, Ralph y otros invitados me observaban con lástima o, al menos, así lo presentía yo. Era obvio que Alfredo y su esposa, la rubia y simpática Rosmarie, le habían comentado sobre mi desgracia.
  Pese a ello, con todos, especialmente con Ralph, charlé animadamente. Le referí que mi gran amigo Robert me había propuesto un proyecto para realizar una serie de veintitrés programas de televisión, a nivel hemisférico, que se llamaría Presidentes de América. Consistirían en una especie de “biografías-promocionales” sobre la vida y obra de los mandatarios latinoamericanos, los cuales, además de fácil realización, serían muy lucrativos para nosotros, los productores del serial.
  Mi fingido entusiasmo los atrapó. Algunos se ofrecieron a participar y aportar capital, ofertas las cuales rechacé, no porque el proyecto, el cual es totalmente válido y real, fuese irrealizable, sino por las condiciones de desesperanza en las que me encuentro. De esa forma, sin paz, nadie puede desarrollar nada, menos algo tan ambicioso, que requería viajes, antesalas y entrevistas por toda Latinoamérica.
  ¡Qué difícil es ser feliz mientras el corazón llora! Mi proyecto, el verdadero proyecto que ambiciona mi ser, el más grande de mi vida, es reconquistar a Dorian y… ¡sí!, ¿por qué no?... a Carolina.
  ¡Qué vil el ser que me critique!... Desposeído estoy, Dios, de felicidad, no obstante nunca, pero nunca, nunca dejaré de amar.
  Luego me puse a hablar con Muci, una señora morena que raya los setenta. Es una mujer muy espiritual y escribe poemas. Me recitó algunas estrofas de Desde el hangar, su poemario inédito. Hablamos de Dios, de Chopra, de la Biblia y algunos temas filosóficos. Quedó encantada conmigo, al punto de que me calificó de brillante y espiritual. ¡Ojalá Carolina creyese lo mismo de mí!
  Pasadas las nueve o diez, no recuerdo bien, de la noche me despedí y a toda velocidad regresé por la serpentinosa carretera que conduce a la montaña. Por instantes me sentí como un niño, dibujándola con mis dedos en un papel imaginario a medida que avanzaba…Quería y no quería morir… No lo sé. No obstante, el chirrido de los neumáticos en cada una de las curvas me devolvía a la vida e inundaban de un gozo infantil y mucha adrenalina. Sabía que a cada extremo habían precipicios de más de trescientos cuatrocientos metros de profundidad y que cualquier descuido me podría costar la vida, no obstante, una alegría, pincelada de vida y muerte, seducía ese paso por la noche y la muerte…
  ¿Por qué la noche invita a amantes y suicidas a abrazarse a su oscuridad?... ¿Es un delito morir por amor? … ¿Por qué siempre debe estar presente la furtiva noche?... ¿La noche es de Satán y el día de Dios?... O sea, que cada uno tiene su territorio bien definido… ¿Será esto real, o la sinrazón pura me atormenta?... ¿Sólo es delirio y borrachera?... ¿Y quién delira más: el que carece de razón o el que se aferra a ella sin saber que la tiene?
  Llegué dando tumbos y comiéndome a toda velocidad los últimos metros que en espinosa pendiente baja sobre barro y troncos hasta las cercanías de mi cabaña, mi refugio, donde puedo alojar sin temores mi sufrimiento.
  No era tan tarde, por ello algunas luces permanecían encendidas. Fernando y Sonia estaban en la entrada de su cascarita, que está a la izquierda de la mía, tomándose unos tragos y escuchando música. Al verme caminar por el terraplén que lleva a las cabañas, ya que los autos no pueden bajar hasta tan profundo, alegres y con gritos de regocijo me invitaron a compartir un rato con ellos. Acepté gustoso. Era otro alto en el camino.
  No estoy fastidiado ni me fastidia escribir. No obstante, estar todo el día metido en una cabaña fumando, bebiendo, metiéndose pepas de tranquilizantes e inmerso en funestos y chocantes pensamientos, para después masoquísticamente escribirlos, no creo que le haga bien a nadie, menos a mí, que estoy en la puerta… ¿De qué?... No lo sé… ¿O sí?... ¡Maldita Carolina!... En lo que me has convertido.
  Fernando y su mujer me sirvieron un trago e invitaron a escuchar changa, su música preferida. Hablamos de todo un poco: mujeres, amor, de mi desgracia, del proyecto de Patricio y otras cosas.
  La paz duró poco, ya que Danger rompió uno de sus collares y, libre de cadenas, comenzó a perseguir al hermano de Beto, uno de los guariqueños, quien se había aventurado a tomar un poco de agua de un grifo que está cerca de mi ventanal posterior, pero también al alcance del feroz can. El muchacho corrió tan veloz, que a su paso salpicó lodo y cemento, el cual está adherido a su piel desde que comenzó a trabajar en la montaña.
  Fernando, indolente, se regodeó con la escena. Era su indómito y fiero mastín, el perro de combate, el imbatible y feroz pitbull, el animal que adoraba tanto como a su propia mujer, según me dijo en varias oportunidades, el que había iniciado la mortal persecución.
  Le supliqué que detuviese a Ranger. Que le diese la orden de regresar, no obstante, con una frialdad, que me erizo, dijo:
  – ¡Déjalo!... ¡Déjalo que se entrene!... ¡Esos muchachos no valen nada!
  El muchacho fue más hábil que el perro. Sintiéndose acorralado, se lanzó por una pequeña hondonada a ras del suelo con sus posaderas rozando la tierra, muy cerca del farallón por donde yo había caído, ya que era menos empinado y de segura caída.
  Danger desistió de la persecución al sentir lejos de sus fauces al pobre chiquillo-obrero.
  Fernando reía como un imbécil tarado. Aquello que le pudo costar la vida al joven muchacho le parecía una gracia.
  Le recriminé su actitud con suavidad, a fin de hacerle entender que fue un juego muy peligroso. Le recordé que el mismo me había dicho que la presión que ejerce ese tipo de perros entre sus mandíbulas es de más de 3.200 libras y que no suelta a su presa hasta no verla destrozada.
  – ¡Bah!, esos muchachos son unos salvajes y saben como cuidarse –dijo a manera de disculpa.
  Uno a uno, los guariqueños, comandados por José Ángel, el mayor y más fuerte de todos, iracundos con lo que había sucedido con el hermano de Beto, comenzaron a subir de lo más profundo de la montaña, donde a esa hora y con improvisados tendidos eléctricos construían otra de las cabañas.
  Además de indignados, estaban repletos de canelita, una especie de licor dulce y barato, que tomaban para mitigar el hambre y el cansancio.
  Todos, uno tras otros, luego se incorporó el hermano de Beto, le reclamaron a Fernando lo sucedido.
  Envalentonado por el alcohol y su fuerza física y tamaño, Fernando, en vez de disculparse, le imprecó:
  –Esta es mi casa y nadie viene a tomar agua aquí sin mi permiso. Yo no tengo culpa de que Danger haya defendido sus dominios… Si lo hubiesen pedido… –dijo a manera de justificación– yo le habría dado toda el agua que quisiesen, pero Danger no entiende de eso.
  Aunque con resentimiento, los guariqueños, sin aceptar los alegatos de Fernando, volvieron a su trabajo.
  Yo, por mi parte, me despedí alegando que estaba cansado y me refugié en mi cascarita.
  Estoy aturdido. Ya es tarde pero no puedo conciliar sueño ni angustia.
  Al rato salí del encierro y, en la oscuridad, me fui a fumar un cigarrillo detrás de la cabaña, en los predios de Danger. Ya estaba otra vez encadenado. Fernando y Sonia, después del deprimente espectáculo que habían protagonizado, se habían ido a dormir.
  Boté la colilla y me acerqué con cierta reserva a Danger, ya que, después de lo acaecido momentos antes, era de temerle. Su fidelidad es total… ¡Me ama!… Mejor dicho, me quiere, ya que ninguno de los dos somos gay.
  El noble animal se me acercó, olfateó mis heridas, aún frescas, y comenzó a lamerlas con tanta compasión, que me conmovió. Lo hizo con insistencia en la más grave, la de la pierna izquierda… ¿Y cómo supo el animal qué esa era la más grave y la que más me molesta?... ¿Son ángeles los perros?... ¿Qué divinidad hay en ellos?... No lo sé… Lo cierto, y es en una de las pocas cosas en las que después de conocerlo estoy de acuerdo con Fernando, es que tenía razón sobre las propiedad curativas de la saliva de los perros.
  “Eso es bueno -me dijo cuando le referí la primera vez de Danger lo hizo-, porque la saliva del perro contiene enzimas que curan las heridas… ¡Déjalo que te lama hasta que te quite las costras!”, recomendó muy seguro.
  Aunque ese era su perro, el que había comprado con sacrificio y mucho dinero, a veces Fernando se mostraba celoso de mí por el afecto que Danger me tenía. No entendía porqué su bebé, como lo llamaba debido a que no tenía hijos, ni pensaba tenerlos con Sonia, estaba tan prendado de mí, si él, Fernando, lo había criado con tetero y chupones desde su más tierna edad.
  Feroz sí. Temible también. De mirada ignota, todos lo saben. Que su mordida es mortal, todos lo entendemos. No obstante Danger, heredero de la más pura y fina estirpe de los pitbull, más que un amigo, es mí aliado.
  ¿Quién es el lobo o el cordero?... ¿Cristina o yo, o viceversa?… ¿Su vocecita suave es símbolo de pureza y la mía, grave, de maldad?… ¡Dime idiota!... ¿Cuál es el disfraz que cobija al mundo?... ¿Tú Omnipotente bondad o Tú misericordiosa maldad?... ¿Dónde estás Dios, que nadie te encuentra?... ¿En qué abismo infinito te refugias para no ver la verdad y hacer justicia?... ¿Incitas al suicidio y luego lo condenas?... ¿Qué clase de Dios eres?... ¿Cuál es la paz que pregonas si nos hundes en el sufrimiento y la ignominia más cruel?...
  Por hoy no voy a escribir más. Me hundiré en mi alcohol, cigarrillos y tranquilizantes.
  Si este es el final, ¡qué así sea! No moveré un dedo para que no suceda. No obstante, si sigo vivo, si despierto con vida después de esta borrachera, te seguiré persiguiendo Dios, porque me has fallado y necesito respuestas precisas, no parábolas, porque esa mierda a nadie le interesa y nadie las entiende… ¡Dame claridad y déjate de pendejadas!... Pareces un político. Puro bla, bla, bla, y nada de concreto. ¡Ponte en mi lugar, huevón, para que sepas lo que es sufrimiento, lo que es agonía!... Sí, lo sé, no puedes hacerlo porque Tú eres el Todopoderoso…Entonces, ¿con quién coño cuento?... ¿Con el Diablo? …¡Sí, lo escribo con mayúsculas, porque parece ser tan arrecho como Tú o la misma persona! No obstante, me importa un carajo.
  Me voy a la mierda, “Dios querido”, a dormir, y me importa un carajo si proteges o no mi sueño, ya que viviré contigo o sin ti… ¡Verás, estúpido, que mañana despertaré!... ¡No te necesito, farsante!


MAÑANA:                                                                               
 ...De improviso abrí los ojos y me vi envuelto en una neblina blanca que no me dejaba ver nada.

 
Procesión (1983)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 60 x 50 cm.

domingo, 10 de octubre de 2010

18 de agosto.

  La noche se roba al día y con el la efímera paz de mi corazón. ¡Qué largas son las noches y cuán grandes los demonios que deja emerger! 
  La otra noche, no recuerdo cual de las últimas, me recosté cansado, con ganas de dormir. Entregarme a un sueño profundo a fin de evitar ser torturado por los pensamientos. Cerré los ojos y tras de ellos vino la oscuridad, profunda y absoluta. No obstante duró sólo pocos segundos, ya que de la oscuridad comenzaron a surgir sombras difusas que fueron tomando formas de seres humanos. Todas de color ocre con suaves salpicones teñidos de verde y vino tinto. Parecían como dibujados al pastel. Uno a uno, en total eran unos siete u ocho, me fueron rodeando. Otros se sentaron en la cama, junto a mí. No proferían palabra. Únicamente me observaban y yo los observaba a ellos, ya que aún teniendo los ojos cerrados los veía como si los tuviese abiertos. Mis párpados parecían transparentes. No me asusté, tampoco me causaron alegría, sino una gran curiosidad. Por ello los miraba y volvía a mirar. Uno de ellos, que se sentó cerca de mis pies, en la cama, tenía un suéter manga larga en forma de “V” con unos arabescos de un color verde desteñido y opaco. No dejaba de observarme y yo a él. Ese, al menos, parecía de mí época, no así la mayoría de los otros que, con sus largas y despeinadas barbas parecían haber salido de siglos muy lejanos. Me deleitaba observándolos. En sus ojos había paz, una infinita e indescriptible paz. En la lejanía, aunque no era tan lejos ni tan cerca, otros seres iguales, desdibujados pero visibles, se venían acercando a mí. Al principio parecían nubes marrones llevadas al desdén por el viento, pero a medida que se aproximaban comenzaban a tomar las mismas formas humanas que los demás. Todos eran hombres, de diferentes edades y estaturas. Ni una mujer pude ver entre ellos. No se por cuán impreciso tiempo los acompañé y dejé que me acompañasen. Me daban tanta paz, que hubiese estado junto a ellos toda la noche o quizás toda la parte de vida que me queda. Por ello, no entiendo qué impulso repentino me hizo abrir los ojos. Quizás subconscientemente quería indagar que no se trataba de una visión, sino que verdaderamente estaban allí, conmigo, en la cabaña. No obstante no fue así. Al abrir los ojos no estaba nadie junto a mí. Sólo las sombras propias de la noche y de los objetos. Ellos habían desaparecido. Volví a cerrar los ojos y por más que los busqué entre las penumbras de la ansiedad, no los encontré. Repetí el procedimiento varias veces y nada. Resignado, no quedó más remedió que dejarme abrazar por el sueño.
Hoy, a las 8:33 a.m. recibí una llamada de Luis David. Me participó que ayer desayunó con el doctor César Vásquez y Dulce Inés Ramos, una antigua amiga de Rosalía Urbaneja, ya que trabajaron juntas como ejecutivas de publicidad en la revista donde yo era director. Ella también es una celestina.
  El doctor Vásquez, a quien profeso un profundo respeto, era mi “vecino” en las combativas y ácidas páginas de opinión del diario La mañana. Lo admiraba como articulista y el a mi, según me expresó en infinidad de oportunidades.
  En nuestra corta conversación Luis David me dijo que el doctor Vásquez, hombre culto, quien tuvo muchos cargos de relevancia en los últimos dos gobiernos, estaba dispuesto a invertir sesenta millones en el proyecto de nuestro semanario.
  Seco, preciso y con un odio infinito hacia ese canalla, le ratifique mi decisión de no seguir con el proyecto y de disolver, lo más pronto posible, la empresa debido a que tenía otros proyectos en vista.
  Por supuesto que no tenía nada en mente. ¡Y qué coño voy a tener si vivo inmerso en un tormento! Se lo dije para esquivarlo.
  –Tú estás muy equivocado. Yo soy tú amigo –ripostó molesto haciendo alusión a la supuesta o real recriminación que le hacía con relación a Carolina.
  No hay nada oculto entre cielo y tierra y algún día toda esa podrida verdad saldrá a flote.
  Porqué no expresó: “Habla con ella y verás que no existe nada de lo que te imaginas. O: “Definitivamente me obligas a hablar con ella para aclarar las cosas”.
  El muy bruto se pone en evidencia siempre que habla conmigo. No me dijo lo que yo preferiría oír de su boca debido a que, de antemano, sabía que ella no estaba en el país, sino en Aruba o en otro lado y que, por los momentos, no tenía acceso a ella si, realmente, la muy puta estaba de viaje.
  ¿Por qué las “defensas” que Luis David me esgrime son lacónicas y no tienen fuerza ni contundencia, cuando desde que lo conozco siempre ha sido un gran manipulador, un hombre de mil palabras, como buen comerciante y vendedor que es?...¡Claro!, porque carece de razón y argumentos sólidos.
  ¡Qué difícil es hablar con una persona que presumes se está follando a tú esposa!… ¡Qué difícil!... Imaginártelos desnudos, en la cama y haciendo las cosas que hacía contigo y quién sabe qué otras aberraciones más, mientras se burlan y ríen del pobre pendejo que andas por ahí sufriendo, padeciendo y con ganas de suicidarse… No se figuran lo doloroso que es… ¡Por eso es que las matan!... ¡Me cago en ellos!
  Estoy fumando demasiado. Anoche me chupé dos cajas y si no fuese por el Lexotanil de seis miligramos, no hubiese pegado un ojo. Hoy ya llevo ocho. Trato infructuosamente de quitarme con una esponja de metal los tatuajes, porque ya no son manchas, de nicotina de ambas manos, y lo único que logro es dañarme los dedos. Me acabo de tomar otra dosis de 6 mg. de lexo. Me siento dopado, pero parece que es lo único que aplaca un poco mi espíritu atormentado.
  PAUSA DE DUDA: Durante la conversación con Luis David, cuando el me expresó que estaba equivocado, yo le riposté que poseía grabaciones y él no dijo ni pío. ¿Raro, no?
  De la tal Dulce Inés Ramos, publicista del emporio editorial donde yo trabajaba, debo decir que es una reconocida celestina, la mujer que le suministraba “muchachitas tiernas y complacientes” a Luis David cuando éste quería “agasajar” a alguien o a un grupo de personas con quien pensaba cerrar un negocio que lo beneficiaría. Por supuesto que dependía de la clase o tipo de individuo, aunque a la mayoría de los hombres les encantaba que los premien con sexo. Luis David es un psicólogo social nato. Antes de dar un paso estudia muy bien al o los personajes. Los interroga en busca de su lado débil y si se trata de mujeres y tragos, allí entraba en juego Dulce Inés Ramos. La llamaba por teléfono y le decía que le preparara el “escenario” para la velada. Que necesitaba tantas o cuantas mujeres, todas jóvenes y bellas, por supuesto, ya que en la noche llevaría a unos personajes de suma importancia a su apartamento. Que tuviese lista la música –le decía de qué tipo, según el o los invitados- y que en la tarde le enviaría con uno de sus empleados el whisky y los canapés. Que arreglase bien las habitaciones y rociase perfumador, porque la noche iba a ser caliente. También, por supuesto, le aseguraba un buen pago por sus servicios.
  Normalmente el tipo de personas que van a esos encuentros de placer son militares, diputados e individuos con cargos de relativa importancia dentro del gobierno.
  Sé todo esto porque antes de casarme con Carolina, Luis David me invitaba a participar en esas bacanales que Dulce Inés preparaba en su casa, mujer que, por cierto, yo le presenté. Fue durante la celebración de un cumpleaños de Dulce Inés, el cual se llevó a cabo en un elegante club privado del este de la ciudad. Ese día, no se porqué motivo, andaba con Luis David, y, como tenía pendiente ese compromiso, lo invité a que me acompañase. Estaba reacio en asistir, ya que tenía problemas con Dolores, su esposa. Su hogar siempre ha sido un infierno de mil demonios. Pero cuando le dije que las más bellas y putas de las mujeres de la ciudad asistirían, se dejó de dudas y accedió de inmediato en acompañarme.
  Fue una espléndida velada, llena de gente hermosa y alegre. Dulce Inés, quien siempre nos mantuvo a su lado, nos presentó a varias de sus chicas, a quienes no perdimos tiempo para demostrarles nuestros “encantos”. Todo se desenvolvió entre risas, champaña y buen whisky, salpicado de seducción y promesas de amor.
  Llegó la hora de cortar la tarta. Dispuesta en una mesa adornada con flores estaba un espléndido pastel repleto de fresas y chocolate, presidido por una larga y fina vela color miel. Los invitados nos reunimos a su alrededor a fin de cantar el consabido Cumpleaños feliz. Con mi yesquero encendí la mecha y antes de comenzar a cantar, Dulce Inés pidió que esperásemos unos segundos. Se sacó un fino anillo de brillantes de su dedo y lo ensartó en la vela a fin de que el aro se deslizara hasta el final de la tarta. Cantamos disparatados y con frenesí la canción de cumpleaños. Al finalizar, Dulce Inés apagó de un sólo soplo la vela y enseguida seguimos bebiendo como locos. Varias amigas de Dulce Inés se encargaron de repartir el pastel a los invitados mientras Luis David y yo charlábamos. Él con Dulce Inés, a quien ya había seducido, y yo con una bella, joven y tierna maracuchita, quien desde que llegué se prendió de mí.
  Cuando la celebración estaba por llegar a su final, Dulce Inés, cautivada por la personalidad y desplantes de Luis David, nos invitó a ambos y a la maracucha, quien formaba parte de su corte, a proseguir la celebración en su casa.
  Nos fuimos a su apartamento. Una vez allí, más relajados y fuera del alboroto del club y la celebración, comenzaron las insinuaciones y los juegos de de palabras con cierta carga sexual.
  Al llegar, Luis David y yo nos habíamos desprendido de los sacos y aflojado la corbata. Alguien, creo que la misma Dulce Inés, después de deshacerse de los tacones, poner música romántica a volumen discreto y destapar una botella de escocés, propuso que jugásemos la botella. Tanto Luis David como yo accedimos con gusto. Los cuatro, la maracucha, Dulce Inés, Luis David y yo, nos sentamos en posición india y circular en el suelo con nuestros tragos apoyados en el piso.
  Cuando estábamos listos para comenzar, Dulce Inés sacó una botella semivacía de vino de la alacena y la hizo girar en torno a nosotros.
  Risas, alborto y chiflas. Se habló de penitencias y castigos. La alegría nos cobijaba a todos y el deseo también. Como casi siempre el pico de la botella señalaba hacia mi cuerpo, yo, quien ya me había despojado de camisa y correa, debido a las “penitencias” que me impusieron, fastidiado por tan insulso juego a esa hora de la madrugada e intuyendo lo que por obligación iba a pasar, ante la tenue luz que Dulce Inés había regulado en el sitio donde estábamos, me desnudé completamente.
  Ese fue el detonante para que nos encerráramos, cada uno con su mujer, en las habitaciones. Luis David se fue con Dulce Inés a la habitación principal. Yo con la maracuchita al cuarto contiguo.
  ¡Era una diosa!... La maracucha era una diosa salida del Edén… ¡Qué bien y en qué forma me complacía! … Estaba extasiado y feliz. Habría pasado con ella tres días seguidos sin parar, si no hubiese escuchado unos gritos aterradores cuando la tenía sentada encima de la peinadora penetrándola con pasión y contemplando embelesado a través del espejo como agitaba con placer sus nalgas firmes y bien formadas.
  La maracucha y yo nos detuvimos por instantes y nos pusimos escuchar. De pronto, con arrebato, Dulce Inés comenzó a tocar mi puerta, la cual estaba bajo llave. Del otro lado nítidamente pudimos escuchar:
  – ¡Mi brillante!… ¿Dónde está mi brillante?... ¡Leonardo, ayúdame!...
  Vestí apenas el calzoncillo y aún medio excitado salí de la habitación para ver qué ocurría. Dulce Inés se prendó de mí con desesperación. Hablaba con tal aceleración, quizás producto de los tragos o su intranquilidad, que costó un par de minutos entender qué sucedía: ¡Su anillo más preciado, una diadema de brillantes, había desaparecido!
  Culpaba a Luis David, quien momentos antes estuvo con ella en la cama. Lo tildó de ladrón, de aborrecido perro sucio y lo botó de la casa pese a los vanos esfuerzos de éste por librarse de tal acusación.
  Ante la furia de Dulce Inés, a regañadientes y defendiendo en todo momento su inocencia, Luis David optó por una retirada digna. Y fue así, porque me consta. Fue digna, aunque yo también tuve mis dudas, ya que, en ese entonces, no lo percibía como ladrón.
  En su desvarío, la madame le exigió a mi tierna y encantadora maracuchita que se quedase en la habitación donde estaba y, agarrándome de la mano, me arrastró a la suya. Ella estaba ataviada con una bata de seda verde botella, yo en calzoncillos. Detrás de mí, luego de entrar a su “santuario” de placer -en el cual nunca había estado- pasó el cerrojo y comenzó a desparramar una gran verborrea, en la cual inculpaba a Luis David del robo de su diamante y a mí por habérselo presentado.
  Tal como lo había hecho desde que se in inició el incidente, defendí la honestidad de mi amigo, aunque no con mucha convicción.
  Después de tomarnos otro par de whiskies, aparentemente tranquila, Dulce Inés me aprisionó contra su cuerpo, presentó su boca y las dos se estrellaron en pasión desbocada. Enseguida metió la mano en mis genitales, se bajó y comenzó a chupar mi miembro. Lo que vino después no hay porqué contarlo. Sólo puedo decir que fue maravilloso, no tanto como el que momentos antes había disfrutado con la maracucha, bella, joven, sensual y de carnes firmes y frescas, sino de otras sensaciones y placeres que sólo las veteranas saben dar, dada su experiencia en vida, años y hombres.
  Lo insólito de todo esto es que como a eso de las dos de la tarde del día siguiente, mientras Dulce Inés y yo dormíamos desnudos aferrados el uno del otro en un solo cuerpo, el repicar de su teléfono privado, el cual estaba sobre una mesita de noche, nos despertó.
  Quien llamaba era una amiga de Dulce Inés. Entre risas y chanzas, le notificó que su anillo de brillantes lo había dejado terciado en el fondo de la gran vela de la tarta de cumpleaños y que como se había ido tan de inesperadamente, ella lo rescató y tenía en su poder. La felicidad de Dulce Inés, al escuchar esas palabras, no pudo ser mayor. Luego me pidió disculpas y rogó que se las transmitiese a Luis David. Que le dijese que todo fue por el furor de la noche y los tragos.
  Feliz, con su anillo recuperado, Dulce Inés pidió que me quedase con ella un rato más. Almorzamos desnudos y luego me fui.
  No hay remordimiento en mi alma, ni pecado alguno. En esa época estaba soltero. No soy promiscuo, ni nunca lo he sido. La ocasión y el momento me condujeron a serlo esa noche. No había alternativa. Después que conocí a Carolina, jamás la traicioné y, ni por error de ensueño, esas imágenes volvieron a aparecer en mi mente o seducir mí ser.
  ¡Qué gente tan bella, desprendida y reconfortante he conocido en los últimos días!
  Comenzaré por Patricio Leyton, el tío de Fernando y Sonia, su mujer, también bellísimas personas. Ellos son mis vecinos de la cascarita que está a la izquierda de la mía.
  Patricio es un chileno bonachón y vivaz. Algunos fines de semana se presenta en la montaña junto a su esposa con el objeto de visitar a su sobrino. Él me conocía por referencia debido a mis escritos y trayectoria en los medios de comunicación. Fernando y Sonia se establecieron en la montaña dos semanas después que yo. El domingo siguiente a su arribo me invitaron a una parrillada que habían organizado con el objeto de recibir a su tío.
  Luego de los primeros tragos y esperando que la carne y salchichas -era lo que menos nos importaba a todos- estuviese a punto, Patricio, zorro viejo y gran observador se dio cuenta enseguida de mi pena, la cual llevó tatuada en el rostro y pupilas como si fuese un aviso luminoso. A los minutos de llegar al sitio de reunión, detrás de la cabaña, casi en el mismo sitio donde Ranger y yo jugueteábamos antes de caer por el barranco, me percaté de la forma como, con vano disimulo, me observaba. Se estaría preguntando “qué hace un hombre cómo él en la montaña”. En un momento, a fin de atajar su mirada escrutadora, quise decirle, contestarle las interrogantes que tejían su mente. Apenas hice el intento de abrir la boca, me contuvo y pidió con gentileza que no le dijese nada. Por supuesto que no pensaba soltar nada, mucho menos la verdad. En todo caso, le hubiese dicho que estaba allí con la intención de escribir un libro. Sabía de antemano que no me creería, pero quedarían las dudas.
  Todos bebíamos como unos cosacos. Entre tragos, Patricio, hombre de aparente holgada posición económica, aunque su sobrino parecía tan indigente como yo (de otra forma no se podría concebir viviendo allí), me invitó a participar en un “plan familiar” que tenía en mente para desarrollar una “pequeñísima urbanización” por los lados de la montaña.
  Por aquí hay tanta tierra, aunque todas son montañas, que la idea no me pareció descabellada. El trabaja en bienes raíces, por ello nos encomendó a Fernando y a mí que fuéramos viendo terrenos, los cuales por estos lados hay muchos, y muy económicos, en venta. Nos dijo que el pondría el dinero para la compra y que para levantar las casas cada quien aportaría lo que pudiese. Que si no alcanzaba el dinero el pondría el resto. Afirmó que el plan consistía en unas seis u ocho casas, dos de las cuales eran para nosotros, para Fernando y para mí, y que las demás las alquilaríamos a “seres espirituales y con don de gente como nosotros”. En mi desesperación, el proyecto, aunque utópico, me pareció maravilloso en aquellos momentos de amargura.
  Patricio me encomendó que pensase un nombre para el “conjunto residencial”. Entre los vapores etílicos, que ya estaban haciendo su efecto, le contesté, de sopetón: “El remanso. El nombre será El remanso”, dije seguro de mí mismo. Le agradó muchísimo, mucho más la forma tan rápida como imaginé el nombre.
  ¡Qué personas tan plenas de desprendimiento son Patricio y su mujer! No creo que nos estuviese, o me estuviese engañando. No lo percibí. Él adora a Fernando y a Sonia. Me dijo que le encantaba que fuese su vecino. Durante la conversación me invitó a un party, en su villa de Los Naranjos, un lujoso conjunto residencial de la ciudad. ¡Qué hombre tan afable! En su mirada presentí paz y sabiduría y un gran sentido de pragmatismo. Mucho más cuando nos expresó que para la construcción de las casas utilizaríamos a los chiquillos-obreros, los guariqueños, quienes en total son nueve (Beto, José Ángel, Jhonny, Augusto, Ricardo, El indio, Martín, Antonio y Perucho, el más joven de todos). Todos ellos son seres muy nobles y serviciales.
  Hoy, al menos, sin siquiera pedírselo, Beto lavó mi auto. Desde que llegué les he ido regalando, a todos, parte de la ropa, camisas y franelas más que nada, que usaba muy poco.
  Los vecinos de la cascarita de la derecha, Antonello y Luna, también son excelentes personas. Mañana, creo, se mudará otra pareja en la cuarta cabaña de este grupo.
  Pese a la compañía me siento sólo y sin amor. Abandonado y derrotado y, por supuesto, desesperado.
  No sé si lo había dicho, pero Fernando es profesor de Kendo y Spinning en un importante gimnasio ubicado en un centro comercial del este de la ciudad. Da clases en las tardes y noches. En la mañana trabaja como instructor en un centro de rehabilitación cardiovascular propiedad de Patricio.
  Antonello es italiano. De Messina, Sicilia, para ser más preciso. No recuerdo ahora su apellido. Su pareja, Luna, es diseñadora gráfica y él era chef de una pequeña pizzería de su propiedad.
  Anoche, al cobijo de las estrellas, estuvimos conversando (¡y fumando!) hasta tarde. El me contó, en breves extractos, toda su vida. Me dijo que estudió filosofía en Berkeley, que estuvo casado con una italiana, que ahora vive en Roma con sus tres hijos y que, en segundas nupcias, se matrimonió con la hija de Octavio Lepanto, un gran dirigente político demócrata y varias veces ministro de Estado durante dos gobiernos, con quien tuvo un niño. Que duró con ella tres años, pero la cosa no funcionó, por lo que devino el divorcio. Que Luna, su actual compañera, de apenas veintidós años y el de treinta y nueve, es su soporte espiritual, su muleta hacia la nueva vida que emprendió en la montaña.
  La conversación se tornó tan límpida y despojada de todo engaño que, lo juro, me provocó brindar por su honestidad y sinceridad. Lo invité a pasar a mi cascarita, saqué de la “despensa” una de las dos botellas de ginebra que allí tenía guardadas, y comenzamos a beber. Al rato Luna se nos unió. Como comenzamos a hablar de arte, Luna regresó a su cascarita y volvió con unos dibujos para mostrármelos. Le elogié su trabajo, no fue hipocresía, ya que eran de excelente factura. Luego le mostré mis cuadros, tres que me había llevado de la casa, y un pequeño dossier con fotos de mis obras y el álbum con recortes de prensa de las exposiciones que había hecho.
  A Antonello le regalé mi último poemario, Más allá de la razón. La dedicatoria le emocionó. A Luna le obsequié uno de mis dibujos, lo cual agradeció con desprendido asombro.
  Después, entre tragos y tragos, los cuales yo servía en unas pequeñas tazas de café que había comprado días antes, comenzamos a filosofar sobre la vida. Hablamos de Kant, Aristóteles, Sócrates y quién sabe cuántos carajos más. Luego le dimos una pequeña ojeada a los grandes maestros de la pintura, sus logros y genialidades. Divagamos sobre el porqué lo habían logrado y a las circunstancias de la época en que vivieron. Más tarde se nos unió Joaquín, un joven administrador español, quien abandonó todo, su casa, familia y profesión para convertirse en el carpintero de las cascaritas, y un amigo que fue a visitarlos, un muchacho muy inteligente y agudo.
  Pasé una noche “gloriosa”. Por un momento mis pensamientos estaban lejos de Carolina y el sufrimiento que ello implicaba. Le agradezco a Dios esa tregua.
 En la tarde recibí otra llamada anónima. Al otro lado de la línea un hombre, hablando muy rápido y teniendo de fondo el ruido ensordecedor de una calle muy transitada, me decía cosas. Con tanta confusión y ruido, realmente no pude captar el mensajes, pero sí el nombre de Carolina.
  Fue como a las dos y treinta o tres de la tarde. Esta vez si anoté el número, el cual quedó grabado en el registro de llamadas entrantes de mi móvil. El número era el 9430299. Lo remarqué varias veces y por respuesta sólo recibí el mensaje de una grabadora que indicaba: “El número que usted marcó no puede ser procesado”.
  En la mañana lo estuve llamando al bufete de Alfredo Díaz, m amigo y abogado, pero no pude hablar con él. Al final, de tanto insistir, como a las cuatro de la tarde lo ubiqué a través del celular. Me comunicó que estaba todavía “almorzando”. Le referí mi urgencia, que necesitaba de sus consejos profesionales, por lo que me prometió que promediando las cinco estaría en el restaurante “Spada Vecchia”. Que lo esperase en la barra.
  Como andaba como alma en pena transitando por las inmediaciones, tratando de ubicarlo en esa zona plena de restaurantes donde el es habitué, lo que tuve que hacer fue retroceder el auto unos pocos metros, ya que instantes antes de hablar con el, mientras chequeaba su número celular en mi agenda de bolsillo, había pasado frente al “Spada Vecchia”.
  Aunque faltaba casi una hora para la cita, decidí entrar. Apenas pasé el lobby me encontré con Ralph Lepped, quien estaba con unos amigos. Lo saludé afectuosamente. Quiso brindarme un trago, cosa que rechacé. En cambio pedí un “piloto”. Hablamos. Me refirió detalles del nuevo proyecto que tenía para televisión. Él es productor de programas deportivos, muy exitosos por cierto. Por mi parte le referí que estaba sin hacer nada y lo del fracaso del semanario político que había fundado. A fin de sopesar su opinión fui a buscar en el auto un par de ejemplares que tenía guardados en el maletero y se los di. Le gustó y expresó su asombro sobre el porqué del fracaso, si era “tan bueno”. No le di detalles. Al rato se acercó Luis Muñoz, un superatleta ex pentacampeón de atletismo, quien hoy en día está adherido a las barras de bares y restaurantes. Me refirió que iría a las Olimpíadas. Que había recibido un buen contrato de los representantes de una conocida marca de teléfonos digitales para que prestase su imagen. Atormentado de tantos saludos y gente a mí alrededor, le pedí al mesero un whisky, el cual absorbí con furia, casi de inmediato. Seguí charlando con Ralph, Luis y con todos los que se aceraban a saludarnos, hasta que apareció Alfredo.
  Después de las habituales e hipócritas reverencias propias de esos encuentros, prosiguieron los chistes, chanzas y cuentitos, ya que todos nos conocíamos.
  En las precarias condiciones en que me encontraba, aunado al desespero, esa felicidad y risas que esbozaban al saludarse, orgullosos por los triunfos que estaban por venir o que habían sido logrados o que de momento inventaban para darse ínfulas de grandes y exitosos personajes, me obligó a pedir dos whiskyes más, los cuales apuré en largos y tormentosos sorbos.
  No me afectaba su frívola prepotencia, ya que esas escenas yo la protagonicé, en ese mismo lugar, infinidad de veces. Sólo me inquietaba verlos como si nada hubiese cambiado. Como si mi sufrimiento no importaba, que eso a ellos les sabía a mierda. Que se era mi peo y nada más. Era como si me dijesen “el muerto al hoyo y el vivo o al bollo”. Es doloroso sentirse en esa encrucijada, mucho más después de haber sido un gran triunfador, un hombre asechado siempre por adulantes y aprovechadores, entre ellos los que estaban allí, menos, quizás por Alfredo. ¡Eso me hizo sentir menos que un mojón! De todos modos fui fuerte y resistí los embates que me deparaba el destino en ese momento. Además, eso era nada comparado con el verdadero sufrimiento que me carcomía las entrañas.
  Cuando todo volvió a una aparente normalidad, le di la espalda a Ralph, quien estaba sentado a mi izquierda en la barra del restaurante, y me puse a hablar con Alfredo. Le expliqué, a grosso modo, lo que estaba pasando. Para tortura mía, la estridente música que sonaba de fondo hizo pésima nuestra comunicación. Creo, o mejor dicho, estoy seguro, que por los tragos que traía después de su tardío almuerzo, Alfredo entendió muy poco o nada de lo que le decía. O, quizás, adrede estaba evitando el funesto panorama que le estaba pincelando… Eran momentos de tragos y felicidad. No para soportar la cara de enterrador que tenía. Por ello me invitó, para el día siguiente, a un almuerzo que daría en su casa en honor a unos colegas abogados. Sin casi entender mi preocupación, Alfredo me decía: “Vamos a hornear una porquetta. Va a ser algo muy petit comité… Sólo tengo unos siete invitados especiales. Allí podremos hablar con calma”.
  Para evitar que volviese a tocar el tema de la separación, Alfredo me obsequiaba trago tras trago y en esa sucesión de brindis, cuando lo creyó oportuno, acercó su boca a mi oído y en susurro, cuya inquietud se denotaba pese a los tragos, me aconsejó que no me deprimiese, que lo más importante era yo y nadie más. Que no me preocupase tanto, que fuerte y que pronto saldría a flote. De Carolina, simplemente me dijo que era una loca. Su afirmación me sorprendió, por ello le pregunté con ingenuidad: “¿Cómo lo sabes?”. A lo cual contestó: “Desde el primer día que la conocí, aquí mismo -expresó indicando el lugar y refiriéndose al día en que en ese mismo restaurante yo se la presenté- me di cuenta. Pero tú la preñaste. No podías hacer más nada”.
  Antes de irme me ofreció toda su ayuda. Dijo que si no tenía para comer comería con él. Que si durante el día no tenía dónde ir, que me fuese a su bufete y que, por cualquier necesidad, enseguida lo llamase.
  Me preguntó dónde estaba viviendo. Al notar en mi cara evasión y duda, expresó: “Debe ser muy malo, ya que no quieres decirlo”.
  Conmovido con tanta bondad, le dije, a medias, en el lugar dónde vivía. Que estaba en la finca de un amigo, muy lejos de dónde nos encontrábamos y que la carretera era muy peligrosa, mucho más de noche. “Entonces vete ya”, sugirió. Apuré el trago que tenía delante, no se si el noveno o décimo, y salí hacia la montaña.


MAÑANA:                                                                   FUEGO EN MI TORMENTO.

Ensayo en el circo (1987)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre cartón 66 x 48 cm.
Colección familia Denis Bourne.