lunes, 11 de octubre de 2010

19 de agosto.

FUEGO EN MI TORMENTO                                                       

  Esos benditos pájaros me van a volver loco. Al principio me agradaban, ahora no. Tienen días acosándome. Hoy estuvieron cuatro de ellos, muy cerca, dándole fuego a mi tormento. Al fin pude divisarlos en las copas de los árboles más altos. Dos estaban hacia el sur y los otros, muy cerca, al este. Su canto es acechador, para no decir culposo. Parecen estar reclamándome algo… ¿Qué?... Si yo soy la víctima, no el victimario. Con furia repetían insistentemente ¡cristofué!… ¡cristofué!... ¡cristofué!, haciendo especial énfasis en el fue, pareciendo referirse a mí. ¿Qué les pasa a esos pajarracos si yo no he hecho nada malo?… ¿O sí?...
  Aunque no lo saben, los tengo pincelados en mi memoria. Pese a que son tan escurridizos y se refugian en las ramas más altas, hoy avisté a dos ellos. Son de pico largo con los lados de la cabeza color negro, cresta amarilla limón y un collar blanco en la nuca. Su lomo es pardo tornasol y su garganta blanca y alas color terroso…
  ¡Qué esos pájaros me dejen en paz es lo que más te pido Señor!... Nunca he delinquido y si el escribir este Diario es un crimen, te diré que para mí consiste en un mecanismo para evadir malsanos pensamientos, aunque también se ha convertido en una agobiante pesadilla y en un instrumento para implorar Tú justicia, nunca un objeto de venganza… ¡Justicia!... ¡Justicia para los degradados y los deshonrados te pido mi Dios!... Mi honor y el de mi pequeño bebé fueron pisoteados y aun no he palpado justicia, ni la de los hombres ni la tuya, “Señor Todopoderoso”…
  Definitivamente, eres sordo e injusto, Dios… Apoyas a la maldad y te ríes de los humildes al soltar, por tú gran bocota, la patraña de “primero entrará un elefante por el ojal de una aguja que un rico al Paraíso”… ¡Qué farsante eres! ¿Y a quién coño le importa el utópico, irreal e improbable Paraíso tuyo, si a los humildes de corazón nos torturas en el infierno de la Tierra?... ¡Sólo nos das miseria y aflicción!... Pero a los ricos los premias con bondades, lujos, opulencia, prosperidad y abundancia… ¡Dios, eres un vil mentiroso!… Sigo pensando que eres Dios, Diablo y humano al mismo tiempo… ¡Esa es tú boba trilogía!... ¡Mátame ahora si te he ofendido!... ¿No puedes?... ¡Claro que no puedes!... No puedes porque eres irreal, una fantasía… ¡Sí!, una fantasía… Ja… ¡Jajá!... ¡Jajaja!… ¡Jajá!… ¡Jajaja!
  – ¡Hijo, querido Dorian, perdóname si he pecado, pero vivo horas azarosas, infames!
  –Después de tantas blasfemias, ¿ahora te arrepientes?
  – ¡Cállate conciencia, que tú nada sabes de sufrimiento!
  – ¿Te burlas de Dios y quieres su ayuda?... ¿Quién te entiende?
  – ¡Basura!... ¡Eres basura conciencia mía, igual que Carolina!… ¿Dónde estaba Dios y dónde tú cuando fui mancillado en mi honor y degradado como humano y hombre?... ¿Por qué no me alertaron?... ¿Por qué dejaron que tal vileza sucediese?... ¿Es qué ustedes también son lujuriosos?... ¡Contéstame!
  –No sabes lo qué dices. Estás atormentado… Blasfemas contra Dios y contra ti mismo.
  –Palabras, me respondes con palabras que tañen a amenazas… ¡Yo quiero respuestas ya!... ¡Basta de parábolas o eufemismos!... ¡Precisa, no te vayas por las ramas!
  –Tú alma cada día se hunde más en la miseria, porque te alejas…
  – ¡Bah, estúpida conciencia!... ¡No hagas caso Dorian!… Tú padre es bueno y te ama más que a su propia vida y ese no es un don divino, ni obra de Dios, sino de mi corazón, querido hijo.
  El tormento persiste como el primer día. La paz ha abandonado mi ser. Debo ser fuerte, pero no se cuán fuerte soy. No recuerdo con claridad qué hice en la mañana, ya que estoy escribiendo lo concerniente a ayer y un poco a lo de hoy. No hay claridad en mi memoria sobre las fechas. Las horas, el tiempo, no tienen sentido para mí.
  Algunas llamadas las tengo presente sólo porque quedan grabadas en el celular, lo demás navega en un mar de confusión. Trato de hilvanar tiempo y espacio lo más fiel posible aunque, la verdad, algunas de estas anotaciones, si bien pertenecen al ahora, es posible que las haya escrito veinticuatro horas después o cuando haya podido recobrar un poco de paz.
  Al menos, hoy recuerdo que después de sostener un diálogo íntimo nada profundo ni reconfortante conmigo mismo, el cual me robó parte de la mañana, estuve dando vueltas con el auto por la ciudad tratando de ubicar a Carolina y a Dorian, a quienes presentía en la ciudad.
  Ya bien entrada la tarde, desesperado y conteniendo un llanto interior que brotaba por todos mis poros, menos por mis ojos, me dirigí hacia la casa de Alfredo Díaz.
  Allí, en medio de mi tristeza, estuve departiendo con sus invitados hasta entrada la noche… ¿Les había contado que él me invitó a su casa? Bueno, qué importa si lo hice o no. La cosa es que Alfredo me puso a hablar con Marelby Landa, una abogada de su bufete, a quien le había comisionado mi caso.
  Con ella conversé, más que todo, sobre el cierre del semanario. Luego, entre los tragos, le referí brevemente por lo que estaba pasando y de mis atormentantes sospechas. En mis locas elucubraciones, pese a todo, defendí imbécilmente la “pureza” de Carolina.
  Marelby palpó mi dolor y pronto entró en confianza. Me contó parte de su vida. Confesó que, luego de siete años de matrimonio, también ella se estaba divorciando. Luego me habló de su tío, un conocido y extraordinario comentarista deportivo, el cual yo conocía. Éste había tenido un derrame cerebral hace ya bastante tiempo. Nunca pudo recuperarse y ahora estaba en estado crítico. Que esa tragedia tenía en vilo a toda la familia. Refirió que de los casi cien quilos que pesaba antes del derrame, hoy apenas tenía cuarenta. Le tapé la boca para que no siguiese. Su relato me conmovió. Últimamente estoy más sensible que nunca. No quería otro pesar, otra desdicha almacenada en mí corazón.
  Sentado en el bar contiguo al comedor del lujoso apartamento de Alfredo, Ralph y otros invitados me observaban con lástima o, al menos, así lo presentía yo. Era obvio que Alfredo y su esposa, la rubia y simpática Rosmarie, le habían comentado sobre mi desgracia.
  Pese a ello, con todos, especialmente con Ralph, charlé animadamente. Le referí que mi gran amigo Robert me había propuesto un proyecto para realizar una serie de veintitrés programas de televisión, a nivel hemisférico, que se llamaría Presidentes de América. Consistirían en una especie de “biografías-promocionales” sobre la vida y obra de los mandatarios latinoamericanos, los cuales, además de fácil realización, serían muy lucrativos para nosotros, los productores del serial.
  Mi fingido entusiasmo los atrapó. Algunos se ofrecieron a participar y aportar capital, ofertas las cuales rechacé, no porque el proyecto, el cual es totalmente válido y real, fuese irrealizable, sino por las condiciones de desesperanza en las que me encuentro. De esa forma, sin paz, nadie puede desarrollar nada, menos algo tan ambicioso, que requería viajes, antesalas y entrevistas por toda Latinoamérica.
  ¡Qué difícil es ser feliz mientras el corazón llora! Mi proyecto, el verdadero proyecto que ambiciona mi ser, el más grande de mi vida, es reconquistar a Dorian y… ¡sí!, ¿por qué no?... a Carolina.
  ¡Qué vil el ser que me critique!... Desposeído estoy, Dios, de felicidad, no obstante nunca, pero nunca, nunca dejaré de amar.
  Luego me puse a hablar con Muci, una señora morena que raya los setenta. Es una mujer muy espiritual y escribe poemas. Me recitó algunas estrofas de Desde el hangar, su poemario inédito. Hablamos de Dios, de Chopra, de la Biblia y algunos temas filosóficos. Quedó encantada conmigo, al punto de que me calificó de brillante y espiritual. ¡Ojalá Carolina creyese lo mismo de mí!
  Pasadas las nueve o diez, no recuerdo bien, de la noche me despedí y a toda velocidad regresé por la serpentinosa carretera que conduce a la montaña. Por instantes me sentí como un niño, dibujándola con mis dedos en un papel imaginario a medida que avanzaba…Quería y no quería morir… No lo sé. No obstante, el chirrido de los neumáticos en cada una de las curvas me devolvía a la vida e inundaban de un gozo infantil y mucha adrenalina. Sabía que a cada extremo habían precipicios de más de trescientos cuatrocientos metros de profundidad y que cualquier descuido me podría costar la vida, no obstante, una alegría, pincelada de vida y muerte, seducía ese paso por la noche y la muerte…
  ¿Por qué la noche invita a amantes y suicidas a abrazarse a su oscuridad?... ¿Es un delito morir por amor? … ¿Por qué siempre debe estar presente la furtiva noche?... ¿La noche es de Satán y el día de Dios?... O sea, que cada uno tiene su territorio bien definido… ¿Será esto real, o la sinrazón pura me atormenta?... ¿Sólo es delirio y borrachera?... ¿Y quién delira más: el que carece de razón o el que se aferra a ella sin saber que la tiene?
  Llegué dando tumbos y comiéndome a toda velocidad los últimos metros que en espinosa pendiente baja sobre barro y troncos hasta las cercanías de mi cabaña, mi refugio, donde puedo alojar sin temores mi sufrimiento.
  No era tan tarde, por ello algunas luces permanecían encendidas. Fernando y Sonia estaban en la entrada de su cascarita, que está a la izquierda de la mía, tomándose unos tragos y escuchando música. Al verme caminar por el terraplén que lleva a las cabañas, ya que los autos no pueden bajar hasta tan profundo, alegres y con gritos de regocijo me invitaron a compartir un rato con ellos. Acepté gustoso. Era otro alto en el camino.
  No estoy fastidiado ni me fastidia escribir. No obstante, estar todo el día metido en una cabaña fumando, bebiendo, metiéndose pepas de tranquilizantes e inmerso en funestos y chocantes pensamientos, para después masoquísticamente escribirlos, no creo que le haga bien a nadie, menos a mí, que estoy en la puerta… ¿De qué?... No lo sé… ¿O sí?... ¡Maldita Carolina!... En lo que me has convertido.
  Fernando y su mujer me sirvieron un trago e invitaron a escuchar changa, su música preferida. Hablamos de todo un poco: mujeres, amor, de mi desgracia, del proyecto de Patricio y otras cosas.
  La paz duró poco, ya que Danger rompió uno de sus collares y, libre de cadenas, comenzó a perseguir al hermano de Beto, uno de los guariqueños, quien se había aventurado a tomar un poco de agua de un grifo que está cerca de mi ventanal posterior, pero también al alcance del feroz can. El muchacho corrió tan veloz, que a su paso salpicó lodo y cemento, el cual está adherido a su piel desde que comenzó a trabajar en la montaña.
  Fernando, indolente, se regodeó con la escena. Era su indómito y fiero mastín, el perro de combate, el imbatible y feroz pitbull, el animal que adoraba tanto como a su propia mujer, según me dijo en varias oportunidades, el que había iniciado la mortal persecución.
  Le supliqué que detuviese a Ranger. Que le diese la orden de regresar, no obstante, con una frialdad, que me erizo, dijo:
  – ¡Déjalo!... ¡Déjalo que se entrene!... ¡Esos muchachos no valen nada!
  El muchacho fue más hábil que el perro. Sintiéndose acorralado, se lanzó por una pequeña hondonada a ras del suelo con sus posaderas rozando la tierra, muy cerca del farallón por donde yo había caído, ya que era menos empinado y de segura caída.
  Danger desistió de la persecución al sentir lejos de sus fauces al pobre chiquillo-obrero.
  Fernando reía como un imbécil tarado. Aquello que le pudo costar la vida al joven muchacho le parecía una gracia.
  Le recriminé su actitud con suavidad, a fin de hacerle entender que fue un juego muy peligroso. Le recordé que el mismo me había dicho que la presión que ejerce ese tipo de perros entre sus mandíbulas es de más de 3.200 libras y que no suelta a su presa hasta no verla destrozada.
  – ¡Bah!, esos muchachos son unos salvajes y saben como cuidarse –dijo a manera de disculpa.
  Uno a uno, los guariqueños, comandados por José Ángel, el mayor y más fuerte de todos, iracundos con lo que había sucedido con el hermano de Beto, comenzaron a subir de lo más profundo de la montaña, donde a esa hora y con improvisados tendidos eléctricos construían otra de las cabañas.
  Además de indignados, estaban repletos de canelita, una especie de licor dulce y barato, que tomaban para mitigar el hambre y el cansancio.
  Todos, uno tras otros, luego se incorporó el hermano de Beto, le reclamaron a Fernando lo sucedido.
  Envalentonado por el alcohol y su fuerza física y tamaño, Fernando, en vez de disculparse, le imprecó:
  –Esta es mi casa y nadie viene a tomar agua aquí sin mi permiso. Yo no tengo culpa de que Danger haya defendido sus dominios… Si lo hubiesen pedido… –dijo a manera de justificación– yo le habría dado toda el agua que quisiesen, pero Danger no entiende de eso.
  Aunque con resentimiento, los guariqueños, sin aceptar los alegatos de Fernando, volvieron a su trabajo.
  Yo, por mi parte, me despedí alegando que estaba cansado y me refugié en mi cascarita.
  Estoy aturdido. Ya es tarde pero no puedo conciliar sueño ni angustia.
  Al rato salí del encierro y, en la oscuridad, me fui a fumar un cigarrillo detrás de la cabaña, en los predios de Danger. Ya estaba otra vez encadenado. Fernando y Sonia, después del deprimente espectáculo que habían protagonizado, se habían ido a dormir.
  Boté la colilla y me acerqué con cierta reserva a Danger, ya que, después de lo acaecido momentos antes, era de temerle. Su fidelidad es total… ¡Me ama!… Mejor dicho, me quiere, ya que ninguno de los dos somos gay.
  El noble animal se me acercó, olfateó mis heridas, aún frescas, y comenzó a lamerlas con tanta compasión, que me conmovió. Lo hizo con insistencia en la más grave, la de la pierna izquierda… ¿Y cómo supo el animal qué esa era la más grave y la que más me molesta?... ¿Son ángeles los perros?... ¿Qué divinidad hay en ellos?... No lo sé… Lo cierto, y es en una de las pocas cosas en las que después de conocerlo estoy de acuerdo con Fernando, es que tenía razón sobre las propiedad curativas de la saliva de los perros.
  “Eso es bueno -me dijo cuando le referí la primera vez de Danger lo hizo-, porque la saliva del perro contiene enzimas que curan las heridas… ¡Déjalo que te lama hasta que te quite las costras!”, recomendó muy seguro.
  Aunque ese era su perro, el que había comprado con sacrificio y mucho dinero, a veces Fernando se mostraba celoso de mí por el afecto que Danger me tenía. No entendía porqué su bebé, como lo llamaba debido a que no tenía hijos, ni pensaba tenerlos con Sonia, estaba tan prendado de mí, si él, Fernando, lo había criado con tetero y chupones desde su más tierna edad.
  Feroz sí. Temible también. De mirada ignota, todos lo saben. Que su mordida es mortal, todos lo entendemos. No obstante Danger, heredero de la más pura y fina estirpe de los pitbull, más que un amigo, es mí aliado.
  ¿Quién es el lobo o el cordero?... ¿Cristina o yo, o viceversa?… ¿Su vocecita suave es símbolo de pureza y la mía, grave, de maldad?… ¡Dime idiota!... ¿Cuál es el disfraz que cobija al mundo?... ¿Tú Omnipotente bondad o Tú misericordiosa maldad?... ¿Dónde estás Dios, que nadie te encuentra?... ¿En qué abismo infinito te refugias para no ver la verdad y hacer justicia?... ¿Incitas al suicidio y luego lo condenas?... ¿Qué clase de Dios eres?... ¿Cuál es la paz que pregonas si nos hundes en el sufrimiento y la ignominia más cruel?...
  Por hoy no voy a escribir más. Me hundiré en mi alcohol, cigarrillos y tranquilizantes.
  Si este es el final, ¡qué así sea! No moveré un dedo para que no suceda. No obstante, si sigo vivo, si despierto con vida después de esta borrachera, te seguiré persiguiendo Dios, porque me has fallado y necesito respuestas precisas, no parábolas, porque esa mierda a nadie le interesa y nadie las entiende… ¡Dame claridad y déjate de pendejadas!... Pareces un político. Puro bla, bla, bla, y nada de concreto. ¡Ponte en mi lugar, huevón, para que sepas lo que es sufrimiento, lo que es agonía!... Sí, lo sé, no puedes hacerlo porque Tú eres el Todopoderoso…Entonces, ¿con quién coño cuento?... ¿Con el Diablo? …¡Sí, lo escribo con mayúsculas, porque parece ser tan arrecho como Tú o la misma persona! No obstante, me importa un carajo.
  Me voy a la mierda, “Dios querido”, a dormir, y me importa un carajo si proteges o no mi sueño, ya que viviré contigo o sin ti… ¡Verás, estúpido, que mañana despertaré!... ¡No te necesito, farsante!


MAÑANA:                                                                               
 ...De improviso abrí los ojos y me vi envuelto en una neblina blanca que no me dejaba ver nada.

 
Procesión (1983)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 60 x 50 cm.

domingo, 10 de octubre de 2010

18 de agosto.

  La noche se roba al día y con el la efímera paz de mi corazón. ¡Qué largas son las noches y cuán grandes los demonios que deja emerger! 
  La otra noche, no recuerdo cual de las últimas, me recosté cansado, con ganas de dormir. Entregarme a un sueño profundo a fin de evitar ser torturado por los pensamientos. Cerré los ojos y tras de ellos vino la oscuridad, profunda y absoluta. No obstante duró sólo pocos segundos, ya que de la oscuridad comenzaron a surgir sombras difusas que fueron tomando formas de seres humanos. Todas de color ocre con suaves salpicones teñidos de verde y vino tinto. Parecían como dibujados al pastel. Uno a uno, en total eran unos siete u ocho, me fueron rodeando. Otros se sentaron en la cama, junto a mí. No proferían palabra. Únicamente me observaban y yo los observaba a ellos, ya que aún teniendo los ojos cerrados los veía como si los tuviese abiertos. Mis párpados parecían transparentes. No me asusté, tampoco me causaron alegría, sino una gran curiosidad. Por ello los miraba y volvía a mirar. Uno de ellos, que se sentó cerca de mis pies, en la cama, tenía un suéter manga larga en forma de “V” con unos arabescos de un color verde desteñido y opaco. No dejaba de observarme y yo a él. Ese, al menos, parecía de mí época, no así la mayoría de los otros que, con sus largas y despeinadas barbas parecían haber salido de siglos muy lejanos. Me deleitaba observándolos. En sus ojos había paz, una infinita e indescriptible paz. En la lejanía, aunque no era tan lejos ni tan cerca, otros seres iguales, desdibujados pero visibles, se venían acercando a mí. Al principio parecían nubes marrones llevadas al desdén por el viento, pero a medida que se aproximaban comenzaban a tomar las mismas formas humanas que los demás. Todos eran hombres, de diferentes edades y estaturas. Ni una mujer pude ver entre ellos. No se por cuán impreciso tiempo los acompañé y dejé que me acompañasen. Me daban tanta paz, que hubiese estado junto a ellos toda la noche o quizás toda la parte de vida que me queda. Por ello, no entiendo qué impulso repentino me hizo abrir los ojos. Quizás subconscientemente quería indagar que no se trataba de una visión, sino que verdaderamente estaban allí, conmigo, en la cabaña. No obstante no fue así. Al abrir los ojos no estaba nadie junto a mí. Sólo las sombras propias de la noche y de los objetos. Ellos habían desaparecido. Volví a cerrar los ojos y por más que los busqué entre las penumbras de la ansiedad, no los encontré. Repetí el procedimiento varias veces y nada. Resignado, no quedó más remedió que dejarme abrazar por el sueño.
Hoy, a las 8:33 a.m. recibí una llamada de Luis David. Me participó que ayer desayunó con el doctor César Vásquez y Dulce Inés Ramos, una antigua amiga de Rosalía Urbaneja, ya que trabajaron juntas como ejecutivas de publicidad en la revista donde yo era director. Ella también es una celestina.
  El doctor Vásquez, a quien profeso un profundo respeto, era mi “vecino” en las combativas y ácidas páginas de opinión del diario La mañana. Lo admiraba como articulista y el a mi, según me expresó en infinidad de oportunidades.
  En nuestra corta conversación Luis David me dijo que el doctor Vásquez, hombre culto, quien tuvo muchos cargos de relevancia en los últimos dos gobiernos, estaba dispuesto a invertir sesenta millones en el proyecto de nuestro semanario.
  Seco, preciso y con un odio infinito hacia ese canalla, le ratifique mi decisión de no seguir con el proyecto y de disolver, lo más pronto posible, la empresa debido a que tenía otros proyectos en vista.
  Por supuesto que no tenía nada en mente. ¡Y qué coño voy a tener si vivo inmerso en un tormento! Se lo dije para esquivarlo.
  –Tú estás muy equivocado. Yo soy tú amigo –ripostó molesto haciendo alusión a la supuesta o real recriminación que le hacía con relación a Carolina.
  No hay nada oculto entre cielo y tierra y algún día toda esa podrida verdad saldrá a flote.
  Porqué no expresó: “Habla con ella y verás que no existe nada de lo que te imaginas. O: “Definitivamente me obligas a hablar con ella para aclarar las cosas”.
  El muy bruto se pone en evidencia siempre que habla conmigo. No me dijo lo que yo preferiría oír de su boca debido a que, de antemano, sabía que ella no estaba en el país, sino en Aruba o en otro lado y que, por los momentos, no tenía acceso a ella si, realmente, la muy puta estaba de viaje.
  ¿Por qué las “defensas” que Luis David me esgrime son lacónicas y no tienen fuerza ni contundencia, cuando desde que lo conozco siempre ha sido un gran manipulador, un hombre de mil palabras, como buen comerciante y vendedor que es?...¡Claro!, porque carece de razón y argumentos sólidos.
  ¡Qué difícil es hablar con una persona que presumes se está follando a tú esposa!… ¡Qué difícil!... Imaginártelos desnudos, en la cama y haciendo las cosas que hacía contigo y quién sabe qué otras aberraciones más, mientras se burlan y ríen del pobre pendejo que andas por ahí sufriendo, padeciendo y con ganas de suicidarse… No se figuran lo doloroso que es… ¡Por eso es que las matan!... ¡Me cago en ellos!
  Estoy fumando demasiado. Anoche me chupé dos cajas y si no fuese por el Lexotanil de seis miligramos, no hubiese pegado un ojo. Hoy ya llevo ocho. Trato infructuosamente de quitarme con una esponja de metal los tatuajes, porque ya no son manchas, de nicotina de ambas manos, y lo único que logro es dañarme los dedos. Me acabo de tomar otra dosis de 6 mg. de lexo. Me siento dopado, pero parece que es lo único que aplaca un poco mi espíritu atormentado.
  PAUSA DE DUDA: Durante la conversación con Luis David, cuando el me expresó que estaba equivocado, yo le riposté que poseía grabaciones y él no dijo ni pío. ¿Raro, no?
  De la tal Dulce Inés Ramos, publicista del emporio editorial donde yo trabajaba, debo decir que es una reconocida celestina, la mujer que le suministraba “muchachitas tiernas y complacientes” a Luis David cuando éste quería “agasajar” a alguien o a un grupo de personas con quien pensaba cerrar un negocio que lo beneficiaría. Por supuesto que dependía de la clase o tipo de individuo, aunque a la mayoría de los hombres les encantaba que los premien con sexo. Luis David es un psicólogo social nato. Antes de dar un paso estudia muy bien al o los personajes. Los interroga en busca de su lado débil y si se trata de mujeres y tragos, allí entraba en juego Dulce Inés Ramos. La llamaba por teléfono y le decía que le preparara el “escenario” para la velada. Que necesitaba tantas o cuantas mujeres, todas jóvenes y bellas, por supuesto, ya que en la noche llevaría a unos personajes de suma importancia a su apartamento. Que tuviese lista la música –le decía de qué tipo, según el o los invitados- y que en la tarde le enviaría con uno de sus empleados el whisky y los canapés. Que arreglase bien las habitaciones y rociase perfumador, porque la noche iba a ser caliente. También, por supuesto, le aseguraba un buen pago por sus servicios.
  Normalmente el tipo de personas que van a esos encuentros de placer son militares, diputados e individuos con cargos de relativa importancia dentro del gobierno.
  Sé todo esto porque antes de casarme con Carolina, Luis David me invitaba a participar en esas bacanales que Dulce Inés preparaba en su casa, mujer que, por cierto, yo le presenté. Fue durante la celebración de un cumpleaños de Dulce Inés, el cual se llevó a cabo en un elegante club privado del este de la ciudad. Ese día, no se porqué motivo, andaba con Luis David, y, como tenía pendiente ese compromiso, lo invité a que me acompañase. Estaba reacio en asistir, ya que tenía problemas con Dolores, su esposa. Su hogar siempre ha sido un infierno de mil demonios. Pero cuando le dije que las más bellas y putas de las mujeres de la ciudad asistirían, se dejó de dudas y accedió de inmediato en acompañarme.
  Fue una espléndida velada, llena de gente hermosa y alegre. Dulce Inés, quien siempre nos mantuvo a su lado, nos presentó a varias de sus chicas, a quienes no perdimos tiempo para demostrarles nuestros “encantos”. Todo se desenvolvió entre risas, champaña y buen whisky, salpicado de seducción y promesas de amor.
  Llegó la hora de cortar la tarta. Dispuesta en una mesa adornada con flores estaba un espléndido pastel repleto de fresas y chocolate, presidido por una larga y fina vela color miel. Los invitados nos reunimos a su alrededor a fin de cantar el consabido Cumpleaños feliz. Con mi yesquero encendí la mecha y antes de comenzar a cantar, Dulce Inés pidió que esperásemos unos segundos. Se sacó un fino anillo de brillantes de su dedo y lo ensartó en la vela a fin de que el aro se deslizara hasta el final de la tarta. Cantamos disparatados y con frenesí la canción de cumpleaños. Al finalizar, Dulce Inés apagó de un sólo soplo la vela y enseguida seguimos bebiendo como locos. Varias amigas de Dulce Inés se encargaron de repartir el pastel a los invitados mientras Luis David y yo charlábamos. Él con Dulce Inés, a quien ya había seducido, y yo con una bella, joven y tierna maracuchita, quien desde que llegué se prendió de mí.
  Cuando la celebración estaba por llegar a su final, Dulce Inés, cautivada por la personalidad y desplantes de Luis David, nos invitó a ambos y a la maracucha, quien formaba parte de su corte, a proseguir la celebración en su casa.
  Nos fuimos a su apartamento. Una vez allí, más relajados y fuera del alboroto del club y la celebración, comenzaron las insinuaciones y los juegos de de palabras con cierta carga sexual.
  Al llegar, Luis David y yo nos habíamos desprendido de los sacos y aflojado la corbata. Alguien, creo que la misma Dulce Inés, después de deshacerse de los tacones, poner música romántica a volumen discreto y destapar una botella de escocés, propuso que jugásemos la botella. Tanto Luis David como yo accedimos con gusto. Los cuatro, la maracucha, Dulce Inés, Luis David y yo, nos sentamos en posición india y circular en el suelo con nuestros tragos apoyados en el piso.
  Cuando estábamos listos para comenzar, Dulce Inés sacó una botella semivacía de vino de la alacena y la hizo girar en torno a nosotros.
  Risas, alborto y chiflas. Se habló de penitencias y castigos. La alegría nos cobijaba a todos y el deseo también. Como casi siempre el pico de la botella señalaba hacia mi cuerpo, yo, quien ya me había despojado de camisa y correa, debido a las “penitencias” que me impusieron, fastidiado por tan insulso juego a esa hora de la madrugada e intuyendo lo que por obligación iba a pasar, ante la tenue luz que Dulce Inés había regulado en el sitio donde estábamos, me desnudé completamente.
  Ese fue el detonante para que nos encerráramos, cada uno con su mujer, en las habitaciones. Luis David se fue con Dulce Inés a la habitación principal. Yo con la maracuchita al cuarto contiguo.
  ¡Era una diosa!... La maracucha era una diosa salida del Edén… ¡Qué bien y en qué forma me complacía! … Estaba extasiado y feliz. Habría pasado con ella tres días seguidos sin parar, si no hubiese escuchado unos gritos aterradores cuando la tenía sentada encima de la peinadora penetrándola con pasión y contemplando embelesado a través del espejo como agitaba con placer sus nalgas firmes y bien formadas.
  La maracucha y yo nos detuvimos por instantes y nos pusimos escuchar. De pronto, con arrebato, Dulce Inés comenzó a tocar mi puerta, la cual estaba bajo llave. Del otro lado nítidamente pudimos escuchar:
  – ¡Mi brillante!… ¿Dónde está mi brillante?... ¡Leonardo, ayúdame!...
  Vestí apenas el calzoncillo y aún medio excitado salí de la habitación para ver qué ocurría. Dulce Inés se prendó de mí con desesperación. Hablaba con tal aceleración, quizás producto de los tragos o su intranquilidad, que costó un par de minutos entender qué sucedía: ¡Su anillo más preciado, una diadema de brillantes, había desaparecido!
  Culpaba a Luis David, quien momentos antes estuvo con ella en la cama. Lo tildó de ladrón, de aborrecido perro sucio y lo botó de la casa pese a los vanos esfuerzos de éste por librarse de tal acusación.
  Ante la furia de Dulce Inés, a regañadientes y defendiendo en todo momento su inocencia, Luis David optó por una retirada digna. Y fue así, porque me consta. Fue digna, aunque yo también tuve mis dudas, ya que, en ese entonces, no lo percibía como ladrón.
  En su desvarío, la madame le exigió a mi tierna y encantadora maracuchita que se quedase en la habitación donde estaba y, agarrándome de la mano, me arrastró a la suya. Ella estaba ataviada con una bata de seda verde botella, yo en calzoncillos. Detrás de mí, luego de entrar a su “santuario” de placer -en el cual nunca había estado- pasó el cerrojo y comenzó a desparramar una gran verborrea, en la cual inculpaba a Luis David del robo de su diamante y a mí por habérselo presentado.
  Tal como lo había hecho desde que se in inició el incidente, defendí la honestidad de mi amigo, aunque no con mucha convicción.
  Después de tomarnos otro par de whiskies, aparentemente tranquila, Dulce Inés me aprisionó contra su cuerpo, presentó su boca y las dos se estrellaron en pasión desbocada. Enseguida metió la mano en mis genitales, se bajó y comenzó a chupar mi miembro. Lo que vino después no hay porqué contarlo. Sólo puedo decir que fue maravilloso, no tanto como el que momentos antes había disfrutado con la maracucha, bella, joven, sensual y de carnes firmes y frescas, sino de otras sensaciones y placeres que sólo las veteranas saben dar, dada su experiencia en vida, años y hombres.
  Lo insólito de todo esto es que como a eso de las dos de la tarde del día siguiente, mientras Dulce Inés y yo dormíamos desnudos aferrados el uno del otro en un solo cuerpo, el repicar de su teléfono privado, el cual estaba sobre una mesita de noche, nos despertó.
  Quien llamaba era una amiga de Dulce Inés. Entre risas y chanzas, le notificó que su anillo de brillantes lo había dejado terciado en el fondo de la gran vela de la tarta de cumpleaños y que como se había ido tan de inesperadamente, ella lo rescató y tenía en su poder. La felicidad de Dulce Inés, al escuchar esas palabras, no pudo ser mayor. Luego me pidió disculpas y rogó que se las transmitiese a Luis David. Que le dijese que todo fue por el furor de la noche y los tragos.
  Feliz, con su anillo recuperado, Dulce Inés pidió que me quedase con ella un rato más. Almorzamos desnudos y luego me fui.
  No hay remordimiento en mi alma, ni pecado alguno. En esa época estaba soltero. No soy promiscuo, ni nunca lo he sido. La ocasión y el momento me condujeron a serlo esa noche. No había alternativa. Después que conocí a Carolina, jamás la traicioné y, ni por error de ensueño, esas imágenes volvieron a aparecer en mi mente o seducir mí ser.
  ¡Qué gente tan bella, desprendida y reconfortante he conocido en los últimos días!
  Comenzaré por Patricio Leyton, el tío de Fernando y Sonia, su mujer, también bellísimas personas. Ellos son mis vecinos de la cascarita que está a la izquierda de la mía.
  Patricio es un chileno bonachón y vivaz. Algunos fines de semana se presenta en la montaña junto a su esposa con el objeto de visitar a su sobrino. Él me conocía por referencia debido a mis escritos y trayectoria en los medios de comunicación. Fernando y Sonia se establecieron en la montaña dos semanas después que yo. El domingo siguiente a su arribo me invitaron a una parrillada que habían organizado con el objeto de recibir a su tío.
  Luego de los primeros tragos y esperando que la carne y salchichas -era lo que menos nos importaba a todos- estuviese a punto, Patricio, zorro viejo y gran observador se dio cuenta enseguida de mi pena, la cual llevó tatuada en el rostro y pupilas como si fuese un aviso luminoso. A los minutos de llegar al sitio de reunión, detrás de la cabaña, casi en el mismo sitio donde Ranger y yo jugueteábamos antes de caer por el barranco, me percaté de la forma como, con vano disimulo, me observaba. Se estaría preguntando “qué hace un hombre cómo él en la montaña”. En un momento, a fin de atajar su mirada escrutadora, quise decirle, contestarle las interrogantes que tejían su mente. Apenas hice el intento de abrir la boca, me contuvo y pidió con gentileza que no le dijese nada. Por supuesto que no pensaba soltar nada, mucho menos la verdad. En todo caso, le hubiese dicho que estaba allí con la intención de escribir un libro. Sabía de antemano que no me creería, pero quedarían las dudas.
  Todos bebíamos como unos cosacos. Entre tragos, Patricio, hombre de aparente holgada posición económica, aunque su sobrino parecía tan indigente como yo (de otra forma no se podría concebir viviendo allí), me invitó a participar en un “plan familiar” que tenía en mente para desarrollar una “pequeñísima urbanización” por los lados de la montaña.
  Por aquí hay tanta tierra, aunque todas son montañas, que la idea no me pareció descabellada. El trabaja en bienes raíces, por ello nos encomendó a Fernando y a mí que fuéramos viendo terrenos, los cuales por estos lados hay muchos, y muy económicos, en venta. Nos dijo que el pondría el dinero para la compra y que para levantar las casas cada quien aportaría lo que pudiese. Que si no alcanzaba el dinero el pondría el resto. Afirmó que el plan consistía en unas seis u ocho casas, dos de las cuales eran para nosotros, para Fernando y para mí, y que las demás las alquilaríamos a “seres espirituales y con don de gente como nosotros”. En mi desesperación, el proyecto, aunque utópico, me pareció maravilloso en aquellos momentos de amargura.
  Patricio me encomendó que pensase un nombre para el “conjunto residencial”. Entre los vapores etílicos, que ya estaban haciendo su efecto, le contesté, de sopetón: “El remanso. El nombre será El remanso”, dije seguro de mí mismo. Le agradó muchísimo, mucho más la forma tan rápida como imaginé el nombre.
  ¡Qué personas tan plenas de desprendimiento son Patricio y su mujer! No creo que nos estuviese, o me estuviese engañando. No lo percibí. Él adora a Fernando y a Sonia. Me dijo que le encantaba que fuese su vecino. Durante la conversación me invitó a un party, en su villa de Los Naranjos, un lujoso conjunto residencial de la ciudad. ¡Qué hombre tan afable! En su mirada presentí paz y sabiduría y un gran sentido de pragmatismo. Mucho más cuando nos expresó que para la construcción de las casas utilizaríamos a los chiquillos-obreros, los guariqueños, quienes en total son nueve (Beto, José Ángel, Jhonny, Augusto, Ricardo, El indio, Martín, Antonio y Perucho, el más joven de todos). Todos ellos son seres muy nobles y serviciales.
  Hoy, al menos, sin siquiera pedírselo, Beto lavó mi auto. Desde que llegué les he ido regalando, a todos, parte de la ropa, camisas y franelas más que nada, que usaba muy poco.
  Los vecinos de la cascarita de la derecha, Antonello y Luna, también son excelentes personas. Mañana, creo, se mudará otra pareja en la cuarta cabaña de este grupo.
  Pese a la compañía me siento sólo y sin amor. Abandonado y derrotado y, por supuesto, desesperado.
  No sé si lo había dicho, pero Fernando es profesor de Kendo y Spinning en un importante gimnasio ubicado en un centro comercial del este de la ciudad. Da clases en las tardes y noches. En la mañana trabaja como instructor en un centro de rehabilitación cardiovascular propiedad de Patricio.
  Antonello es italiano. De Messina, Sicilia, para ser más preciso. No recuerdo ahora su apellido. Su pareja, Luna, es diseñadora gráfica y él era chef de una pequeña pizzería de su propiedad.
  Anoche, al cobijo de las estrellas, estuvimos conversando (¡y fumando!) hasta tarde. El me contó, en breves extractos, toda su vida. Me dijo que estudió filosofía en Berkeley, que estuvo casado con una italiana, que ahora vive en Roma con sus tres hijos y que, en segundas nupcias, se matrimonió con la hija de Octavio Lepanto, un gran dirigente político demócrata y varias veces ministro de Estado durante dos gobiernos, con quien tuvo un niño. Que duró con ella tres años, pero la cosa no funcionó, por lo que devino el divorcio. Que Luna, su actual compañera, de apenas veintidós años y el de treinta y nueve, es su soporte espiritual, su muleta hacia la nueva vida que emprendió en la montaña.
  La conversación se tornó tan límpida y despojada de todo engaño que, lo juro, me provocó brindar por su honestidad y sinceridad. Lo invité a pasar a mi cascarita, saqué de la “despensa” una de las dos botellas de ginebra que allí tenía guardadas, y comenzamos a beber. Al rato Luna se nos unió. Como comenzamos a hablar de arte, Luna regresó a su cascarita y volvió con unos dibujos para mostrármelos. Le elogié su trabajo, no fue hipocresía, ya que eran de excelente factura. Luego le mostré mis cuadros, tres que me había llevado de la casa, y un pequeño dossier con fotos de mis obras y el álbum con recortes de prensa de las exposiciones que había hecho.
  A Antonello le regalé mi último poemario, Más allá de la razón. La dedicatoria le emocionó. A Luna le obsequié uno de mis dibujos, lo cual agradeció con desprendido asombro.
  Después, entre tragos y tragos, los cuales yo servía en unas pequeñas tazas de café que había comprado días antes, comenzamos a filosofar sobre la vida. Hablamos de Kant, Aristóteles, Sócrates y quién sabe cuántos carajos más. Luego le dimos una pequeña ojeada a los grandes maestros de la pintura, sus logros y genialidades. Divagamos sobre el porqué lo habían logrado y a las circunstancias de la época en que vivieron. Más tarde se nos unió Joaquín, un joven administrador español, quien abandonó todo, su casa, familia y profesión para convertirse en el carpintero de las cascaritas, y un amigo que fue a visitarlos, un muchacho muy inteligente y agudo.
  Pasé una noche “gloriosa”. Por un momento mis pensamientos estaban lejos de Carolina y el sufrimiento que ello implicaba. Le agradezco a Dios esa tregua.
 En la tarde recibí otra llamada anónima. Al otro lado de la línea un hombre, hablando muy rápido y teniendo de fondo el ruido ensordecedor de una calle muy transitada, me decía cosas. Con tanta confusión y ruido, realmente no pude captar el mensajes, pero sí el nombre de Carolina.
  Fue como a las dos y treinta o tres de la tarde. Esta vez si anoté el número, el cual quedó grabado en el registro de llamadas entrantes de mi móvil. El número era el 9430299. Lo remarqué varias veces y por respuesta sólo recibí el mensaje de una grabadora que indicaba: “El número que usted marcó no puede ser procesado”.
  En la mañana lo estuve llamando al bufete de Alfredo Díaz, m amigo y abogado, pero no pude hablar con él. Al final, de tanto insistir, como a las cuatro de la tarde lo ubiqué a través del celular. Me comunicó que estaba todavía “almorzando”. Le referí mi urgencia, que necesitaba de sus consejos profesionales, por lo que me prometió que promediando las cinco estaría en el restaurante “Spada Vecchia”. Que lo esperase en la barra.
  Como andaba como alma en pena transitando por las inmediaciones, tratando de ubicarlo en esa zona plena de restaurantes donde el es habitué, lo que tuve que hacer fue retroceder el auto unos pocos metros, ya que instantes antes de hablar con el, mientras chequeaba su número celular en mi agenda de bolsillo, había pasado frente al “Spada Vecchia”.
  Aunque faltaba casi una hora para la cita, decidí entrar. Apenas pasé el lobby me encontré con Ralph Lepped, quien estaba con unos amigos. Lo saludé afectuosamente. Quiso brindarme un trago, cosa que rechacé. En cambio pedí un “piloto”. Hablamos. Me refirió detalles del nuevo proyecto que tenía para televisión. Él es productor de programas deportivos, muy exitosos por cierto. Por mi parte le referí que estaba sin hacer nada y lo del fracaso del semanario político que había fundado. A fin de sopesar su opinión fui a buscar en el auto un par de ejemplares que tenía guardados en el maletero y se los di. Le gustó y expresó su asombro sobre el porqué del fracaso, si era “tan bueno”. No le di detalles. Al rato se acercó Luis Muñoz, un superatleta ex pentacampeón de atletismo, quien hoy en día está adherido a las barras de bares y restaurantes. Me refirió que iría a las Olimpíadas. Que había recibido un buen contrato de los representantes de una conocida marca de teléfonos digitales para que prestase su imagen. Atormentado de tantos saludos y gente a mí alrededor, le pedí al mesero un whisky, el cual absorbí con furia, casi de inmediato. Seguí charlando con Ralph, Luis y con todos los que se aceraban a saludarnos, hasta que apareció Alfredo.
  Después de las habituales e hipócritas reverencias propias de esos encuentros, prosiguieron los chistes, chanzas y cuentitos, ya que todos nos conocíamos.
  En las precarias condiciones en que me encontraba, aunado al desespero, esa felicidad y risas que esbozaban al saludarse, orgullosos por los triunfos que estaban por venir o que habían sido logrados o que de momento inventaban para darse ínfulas de grandes y exitosos personajes, me obligó a pedir dos whiskyes más, los cuales apuré en largos y tormentosos sorbos.
  No me afectaba su frívola prepotencia, ya que esas escenas yo la protagonicé, en ese mismo lugar, infinidad de veces. Sólo me inquietaba verlos como si nada hubiese cambiado. Como si mi sufrimiento no importaba, que eso a ellos les sabía a mierda. Que se era mi peo y nada más. Era como si me dijesen “el muerto al hoyo y el vivo o al bollo”. Es doloroso sentirse en esa encrucijada, mucho más después de haber sido un gran triunfador, un hombre asechado siempre por adulantes y aprovechadores, entre ellos los que estaban allí, menos, quizás por Alfredo. ¡Eso me hizo sentir menos que un mojón! De todos modos fui fuerte y resistí los embates que me deparaba el destino en ese momento. Además, eso era nada comparado con el verdadero sufrimiento que me carcomía las entrañas.
  Cuando todo volvió a una aparente normalidad, le di la espalda a Ralph, quien estaba sentado a mi izquierda en la barra del restaurante, y me puse a hablar con Alfredo. Le expliqué, a grosso modo, lo que estaba pasando. Para tortura mía, la estridente música que sonaba de fondo hizo pésima nuestra comunicación. Creo, o mejor dicho, estoy seguro, que por los tragos que traía después de su tardío almuerzo, Alfredo entendió muy poco o nada de lo que le decía. O, quizás, adrede estaba evitando el funesto panorama que le estaba pincelando… Eran momentos de tragos y felicidad. No para soportar la cara de enterrador que tenía. Por ello me invitó, para el día siguiente, a un almuerzo que daría en su casa en honor a unos colegas abogados. Sin casi entender mi preocupación, Alfredo me decía: “Vamos a hornear una porquetta. Va a ser algo muy petit comité… Sólo tengo unos siete invitados especiales. Allí podremos hablar con calma”.
  Para evitar que volviese a tocar el tema de la separación, Alfredo me obsequiaba trago tras trago y en esa sucesión de brindis, cuando lo creyó oportuno, acercó su boca a mi oído y en susurro, cuya inquietud se denotaba pese a los tragos, me aconsejó que no me deprimiese, que lo más importante era yo y nadie más. Que no me preocupase tanto, que fuerte y que pronto saldría a flote. De Carolina, simplemente me dijo que era una loca. Su afirmación me sorprendió, por ello le pregunté con ingenuidad: “¿Cómo lo sabes?”. A lo cual contestó: “Desde el primer día que la conocí, aquí mismo -expresó indicando el lugar y refiriéndose al día en que en ese mismo restaurante yo se la presenté- me di cuenta. Pero tú la preñaste. No podías hacer más nada”.
  Antes de irme me ofreció toda su ayuda. Dijo que si no tenía para comer comería con él. Que si durante el día no tenía dónde ir, que me fuese a su bufete y que, por cualquier necesidad, enseguida lo llamase.
  Me preguntó dónde estaba viviendo. Al notar en mi cara evasión y duda, expresó: “Debe ser muy malo, ya que no quieres decirlo”.
  Conmovido con tanta bondad, le dije, a medias, en el lugar dónde vivía. Que estaba en la finca de un amigo, muy lejos de dónde nos encontrábamos y que la carretera era muy peligrosa, mucho más de noche. “Entonces vete ya”, sugirió. Apuré el trago que tenía delante, no se si el noveno o décimo, y salí hacia la montaña.


MAÑANA:                                                                   FUEGO EN MI TORMENTO.

Ensayo en el circo (1987)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre cartón 66 x 48 cm.
Colección familia Denis Bourne. 


sábado, 9 de octubre de 2010

17 de agosto.

EL TEMOR DE LA NADA                                                    
  Hoy no estoy tan acelerado. Bueno, a decir verdad, el alcohol y los tranquilizantes, aunque son pura mierda, a veces hacen milagros. ¿Será que son parte de Dios?... ¡Coño!, nunca se me había ocurrido eso, pero voy a racionalizarlo.
  ¿Por qué no?... Coño, si Dios está en todas partes, entonces, ¿por qué es tan descabellado pensar que también esté en un trozo de pastilla o en un líquido “espirituoso”, tal como llaman al licor esa pila de coños de madre que se la pasan por la vida borrachos y jodiendo a la humanidad?
  La vaina no es tan loca. Yo no soy ningún pendejo, ni estoy desquiciado, sólo atormentado, que no es la misma cagada. Bueno, lo siquiatras saben de esa mierda, y de mí sólo podrán decir: “Está pasando por un mal momento, pero no es nada preocupante ni grave. Pronto se le pasará”.
  ¡Cabrones farsantes!... ¿Qué coño saben ustedes de la mierda que destila la mente de los que sufren en el infierno?... ¿Acaso su profesor de psiquiatría fue el mismo diablo?... ¿La universidad donde se graduaron fue el averno?... Ellos adivinan, simplemente, adivinan y comparan. La psiquiatría todavía está en pañales o, mejor dicho, está por nacer aunque unos locos se aventuren en decir que conocen cómo funciona el cerebro humano y cuáles son las motivaciones que lo hacen actuar de tal o cual manera… ¡Pura mierda especulativa!.. Puro conductivismo imbécil… ¿Por qué si todos dicen que yo soy una persona cuerda, que actúo como cuerdo, que soy inteligente y demás, mi cerebro funciona en dirección contraria a la razón y el raciocinio más elemental aunque, a simple vista psiquiátrica se afirme que soy el Rey de la Cordura? ... ¡Bah, eso es basura!... Mejor me voy a lo de siempre porque hoy tengo muchas cosas que anotar en este Diario. Quizás nada trascendente, aunque para mi últimamente todo es trascendente.
  ¡Es todo tan doloroso!... Todo esto me mantiene vivo, pero al mismo tiempo me entierra poco a poco. No es fácil escribir, sea con odio, con ira o con maldad, sobre lo que uno más amó en la vida. Mucho más si de por medio está una angelical criatura. Es tan jodido, que nadie se lo imagina. Sólo los que lo han vivido, y habrá millones, saben lo que estoy pasando…
  ¡Qué duro es, Dios mío!... Supongo que esto, porque el sufrimiento no tiene sexo, juega igual para hombres como para mujeres. Bueno, como ellas, las del sexo débil son más fuertes que nosotros, los machos, presumo que se les hará más fácil soportar todo. Además, como tienen totona, la herramienta que abre todas las puertas, ¡hasta la del infierno!, y por la que Adán perdió el Paraíso e imperios completos han caído durante toda la historia de la humanidad, su recuperación debe ser más directa, penetrante y sumamente placentera.
  Aunque no soy gitano, a veces me lo creo. Debo tener algún gen, algún ancestro de ellos vive en mí. Estoy a punto de convencerme que es así.
  La irracionalidad me está seduciendo. La veo danzar cerca de mí, muy cerca. Busca meterse en mi cerebro, pero siempre que trata de penetrar en mi interior la esquivo con un movimiento rápido de cabeza… Tal como hacen los boxeadores.
  ¡No!, no es así… ¡Miento!... Es mentira, estoy burlándome de mí mismo. A veces, y más en mi tormento, un poco de humor amargo y negro como la peste me hace bien y sonreír. Sí, me río solo y de mí mismo. Eso, por instantes, me saca de las cavilaciones.
  He estado leyendo la Biblia, una pequeñita de bolsillo, que empaqué junto a mis cosas cuando me vine a la montaña.
  Esta mañana la abrí al desdén y mis ojos fueron a caer directamente en un Proverbio que dice: La insensatez del hombre tuerce su camino, y luego contra Dios se irrita su corazón.
  Me pareció que iba directamente dirigido a mí. Quizás Dios no es tan mudo como creo y me está hablando a través del Libro Sagrado… Quizás.
  He dejado de anotar muchas cosas en el Diario y no es por falta de tiempo, ya que me sobra.
  Aunque muchas de estas líneas están cargadas de rabia e indignación, son reflejo de la realidad. La realidad que vivo ahora, aunque cuando todavía no había vestigios de tormenta en mi alma, todo fluía con intensidad maravillosa, transparente y llena de amor, que es lo único que sé dar. A mí manera, claro está, pero no por eso deja de ser amor puro, sin velos y sincero. ¡No todo, por Dios, fue malo en mi vida!
  Si en estos momentos estoy amargado, a veces arrepentido por haber sido tan claro y sincero, es otra cosa. Quizás la de ahora sea una contrición temporal, pasajera, producto de la rabia que me agobia, arrastra y me hace sentir idiota y culpable. Culpable por haberme entregado con pureza. Pese a mi carga de defectos, inobjetablemente era un amor puro, despojado de vilezas y engaños. Es la única forma en que amé y amo a Carolina, aunque debido a mis reproches, producto de su personalidad misteriosa e inescrutable, a veces, o muchas veces, aunque no tantas, ella me decía que la hería. Soy impulsivo y extrovertido, lo sé. Por eso, todo lo que tengo por dentro, por pequeño que sea, lo desbordo. Lo suelto sin tapujos. Es un defecto, claro está. Pero un defecto producto de un amor devoto y limpio, donde cualquier vestigio de duda te desgarra el corazón. “¿Si me amas tanto -me decía Carolina- por qué me recriminas?”.
  Si no la hubiese amado, quizás nunca le hubiese reprochado absolutamente nada. Habría sido frío, falso e indiferente, pero como la amaba reaccionaba como un adolescente.
  Esta noche, a eso de las 7:30 p.m., le dejé en su grabadora del móvil algunas estrofas de la canción No puedo ser feliz, de Soledad Bravo. La estaba escuchando en mi reproductor y me identifiqué tanto con la letra, que no pude resistir la tentación de dejarle ese mensaje de amor. Luego, antes de cerrar, con voz cargada de lacónica tristeza, le recordé: “¡Te amo!... ¡Te amo!”.
Se debe estar riendo de lo lindo, porque, al parecer, no está en Aruba, sino aquí, en Caracas… ¡Qué se yo!
  En la mañana intercepté un mensaje que Rosalía, La Celestina, dejó en el celular de Carolina. Estas fueron sus palabras: “Carolina, necesito que me llames, tengo que hablar contigo. Me urge verte… ¡Chao!”. ¿Y su mejor amiga no sabía qué estaba en Aruba? Además Marieta, la tía pobre de Carolina y la más discreta de sus confidentes, vive alquilada en la parte de arriba de la villa de Rosalía. Marieta, al menos, tenía que saber dónde estaba Carolina y si ella lo sabía también debía saberlo Rosalía. Entonces, ¿por qué dejar ese mensaje a una persona que supuestamente regresaría a la ciudad a finales de septiembre o principios de octubre?
  He llamado a casa de la hermana de Carolina en diferentes horas y días, y nadie contesta el teléfono. ¿Dónde están? Y es que Carolina es tan misteriosa, que es difícil, casi imposible, saber lo que pasa por su atolondrada cabeza.
  Y mi hijo, ¿dónde lo tiene? Cómo estará. Dios mío, que angustiante y atormentadora situación. El pobre bebé ya se debe haber olvidado de mí. Ya han pasado tres semanas desde que lo alejó de mi cariño y presencia.
  ¿Juzgar o no juzgar? Sé que es malo, pero esa es la gran interrogante que ronda mi cabeza. Carolina es muy cruel, siempre que se molesta con alguien brota de ella una crueldad infinita. ¿Qué culpa tiene el niño si yo o ella hemos fallado?... ¿Por qué le arrebata mi cariño de esa manera? No es justo ni humano.
  La foto de Dorian es lo único que alegra mis recuerdos, pero a veces desvío la mirada para no verla. Aunque todavía no he estado en llanto, el manantial contenido en mis entrañas se quiere desbordar cuando veo el portarretrato con su foto. Sus ojitos, cuando veo sus ojitos que me persiguen por toda la cabaña, cierro los míos o repito la oración que me sugirió Cruz Lares, quien, por cierto, parece estar burlándose de mí (o sigue indicaciones de Carolina), porque el bendito depósito todavía no lo ha hecho. Ya han pasado muchos días. Debo tener dignidad en mis penurias y no volverla a llamar.
  ¡Mi hijo!… Hijo mío, qué Dios te bendiga siempre y te colme de dicha y felicidad. Sé un gran hombre. Enriquécete en la humildad, en la bondad de tú corazón. Ama a tus semejantes sin importar el color, condición social o raza y serás un Elegido, un hombre de Dios… Yo soy…, o era, así, pero me tocó en esta vida pagar una deuda kármica. La estoy asumiendo con valentía, con nobleza. Dios me dará fuerzas para resistir este duro golpe. Pero nunca, nunca jamás dejaré de amar a Dios. Aunque en estos momentos libro una feroz batalla interior con Él, nunca perderé la fe ni la esperanza. Seguiré adelante mientras Dios me siga dando fuerzas y alimentando mi atormentado espíritu. Pero jamás, jamás, abandonaré mi amor por Dios y el que profeso por ti… Te repito, ama, ama a todos. Hasta las cosas que ahora veas feas. En otro momento de tú vida te parecerán hermosas. Ama a la naturaleza, al aire que respiras y serás feliz, muy feliz, porque siempre estarás en comunión con Dios, el Omnipotente, el Omnipresente, el que todo lo sabe, ve y decide, porque Él es la inteligencia superior que mueve al mundo. Es amor y el amor en todas sus formas. Es el todo, la energía celestial. Cuando seas grande, siempre que puedas lee en la Biblia el capítulo 13 de Corintios I, y nunca te separes de sus sabias enseñanzas… ¡Nunca lo olvides!
  Hijo mío, termino estas líneas bendiciéndote y confesándote que, escribiéndolas, al fin brotaron lágrimas de mis ojos, aunque todavía no he estallado en llanto. No se si lo haré… Hijo, recuerda que el llanto es un sentimiento puro y que también los hombres lloramos. Voy ahora, después dejar el lapicero, a releer el capítulo 13 de Los Corintios. ¡Qué Dios te bendiga y te haga hombre de fe cristiana, hijo mío!... ¡Dios te ama y yo también!
  Hijo, son las 9:20 de la noche. Acabo de releer el capítulo 13 de Los Corintios y me volvió a conmover. Siempre que lo leo me sucede lo mismo.
  Pero no es eso lo que quería contarte. Sino que, leyéndolo, te presentí, te tuve en mis manos… Te vi a mi lado, jugando y riendo… Haciendo travesuras… ¡Te sentí a mi lado de carne y huesos mientras lo leía!... ¡Qué dicha indescriptible!
  En Corintios 13 hay un párrafo que dice: “El amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser… Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando fui hombre, dejé lo que era de niño… y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor”.
  La Biblia que tengo conmigo, hijo mío, es una pequeñita que le regalaron, según la dedicatoria, a tú madre el día de San Bernardino, y que estaba tirada en la habitación donde ella me confinó durante la dos últimas semanas que estuve en casa. Fue parte de mi equipaje cuando salí. Ahora está abierta, en ese mismo capítulo, al lado del portarretrato con tú foto… ¡Qué Dios te bendiga!
  Hoy no tengo ganas ni voluntad de seguir escribiendo. Quizás mañana anote mis desesperanzas de hoy… Por ahora no puedo más. Escucho tropeles de muerte que se avecinan y me asalta un miedo incontrolable. La debilidad y la torturante angustia minan mí amargo corazón. Además, estoy borracho, completamente borracho, tanto de odio como de alcohol… Dios, ¿dónde estás?... ¡Dímelo!…Dices que eres luz y sólo veo oscuridad… ¡Ayúdame!


MAÑANA:                                                                             
...de la oscuridad comenzaron a surgir sombras difusas que fueron tomando formas de seres humanos.




El descanso (1987)
Pintor: Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 122 x 76.5 cm.
Serie MUJERES DE PIEL DE SOMBRA
Colección Privada familia Nocerino.

viernes, 8 de octubre de 2010

16 de agosto.


UN CARRUSEL, UNA TORMENTA                                                     


  Muero poco a poco. Día tras días. El sufrimiento es el peor de los venenos. Es lento pero letal. Se que debo seguir, que la vida es lo más bello e importante y que uno no puede echarse a morir por un sentimiento de amor. Pero, ¡Dios mío, cómo horada el alma!... ¡Qué sensación de muerte tan cruel y desgarrante!
  Por más que me lo repito, no entiendo qué delito cometí contra la humanidad para que Dios me condene a tan doloroso castigo.
  Anoche estaba muy atormentado. No se si más que hoy o menos que mañana. Quizás hoy esté peor, no obstante, no voy a dejar de escribir. Es lo único que me hace palpar que estoy vivo.
  Poco a poco me voy acostumbrando a mi cascarita y a la vida en la montaña. Por ahora tengo tres fieles e incondicionales amigos: el cristofué, mi automóvil y Danger. Al menos tengo algo, otros tienen menos que yo...
  Sufro, ni se imaginan cuánto. No obstante, como me creo macho, soporto calladamente. Creo que entre mi dolor está el cielo y Dios y como nunca he pecado mortalmente, seré salvado…
  – ¿Estás divagando?, escuché que pregunta mi conciencia, la cual se halla escondida en algún recodo lejano de mi alma.
  –Si esto es divagación, la prefiero a la maldad del mundo exterior. Al menos aquí, en la montaña, no me siento agredido por nadie, sólo por mis pensamientos, a los cuales venceré –contesto para mis adentros.
  Anoche escribí atormentado, con ira… ¿Fue odio? No lo sé, ya que aun no sé distinguir las fronteras entre la ira y el odio. Tampoco cuál de los dos es más dañino. Lo que es a mí, los dos son pura mierda destructiva. No le hace bien a nadie. Más bien mata. Sí, el odio mata lentamente a aquél que odia. La otra persona, o sea la odiada, bien gracias. A veces ni se entera y está tranquila, gozando. ¿Quién carajo inventó el odio? Por supuesto que tuvo que ser el mismísimo diablo. El hijo de puta se divierte un mundo atormentándonos a los humanos. Nosotros somos sus payasos, su circo, su salón de juegos. El odio, oh Dios. ¡Qué daño hace! Ese sentimiento nunca en mi vida lo había palpado. Creo que me infectó. Que soy víctima de su maligna y venenosa ponzoña.
  No releo lo que escribo y nunca lo haré. Me importa un carajo lo que escribo, si lo hago bien o mal, pero una cosa es cierta, está salpicado de dolor y de sangre, de esa sangre que se desgarra silenciosa dentro de todo mí ser. Eso no importa… ¿A quién le importa?... Sólo sé que debo seguir adelante, escribir sin parar. De otra forma los pensamientos me arrojarán al caldero del infierno. No es masoquismo, sino la última voluntad, el testamento de un desesperado. Escribir. Sólo pido que Dios me deje escribir y no me atormente tanto la conciencia.
  El no pensar pensando es la mejor arma que he encontrado para sobrevivir y atenuar el sufrimiento. Ocupo mi cerebro en otras áreas: escribir, masturbarme, buscar cuarzos, limpiar la cascarita, soñar a través de la ventana y tratar de ganarle la guerra a hongos y humedad, ya que mis trajes están deshechos.
  El día tiene veinticuatro horas y el día siguiente también, y el otro y el otro igual. Si no pienso y duermo, todo está bien. Pero si pienso y no puedo dormir, todo está mal. La medicina que aprendí para sobrevivir es agotarme en otras distracciones a fin de evitar que la mente me flagele. Ella y yo estamos librando una gran batalla. Aunque ahora me esté ganando, al final espero triunfar.
  ¿Cómo hacerlo?... Por ahora no preguntes conciencia, porque no se qué contestarte. Por ahora déjame escribir antes de que mis pensamientos turben el recuerdo.
  Hoy, a las once de la mañana, llamé a Luis David a la oficina. Le expresé que le daba una semana de plazo para disolver la compañía y que si se resistía lo demandaría penalmente. “Y eso no te conviene”, amenacé.
  Quien hablaba no era yo, sino una persona diferente a la que siempre he sido. Mi voz tañía a rabia, inseguridad y maldición. Una agria pasta, amalgama de dolor, impotencia y debilidad, estaba inserta al final de mi garganta. Él la percató.
  –Estás equivocado. Eso no es así –manifestó refiriéndose a mi rabia, intuyendo que todo lo hacía por mi sospecha. De la supuesta la relación adúltera que sostenía con Carolina.
  Pero cuando le comuniqué la decisión de demandarlo, cambió de tono y contestó:
   – ¡A mí no me puedes hablar así! –y enseguida colgó.
  Esa no es la actitud, ni la respuesta de un “amigo” a otro, el cual, sabe, está sufriendo. Yo, en su lugar, habría esgrimido una y mil razones a fin de disipar toda duda o sospecha. Lo hubiese invitado a verme personalmente, para que, frente a frente, viéndonos a los ojos, comprendiese su error y se percatase de mí inocencia. Pero no, como se siente culpable y temeroso, no sabe qué decir ni qué argumentar. Su respuesta fue casi una admisión de culpa.

  Por la tarde estuvo por mi “refugio espiritual” -que quieres conciencia, ¿qué diga infernal?- un jeep patrulla de montaña. Los policías le preguntaron a los obreros de quién eran “esos automóviles” –refiriéndose al de Antonello y al mío–. Antonello, quien ese momento salía de su cascarita para dirigirse al suyo, les notificó que ese era su auto. Se subió en el, lo encendió y se fue. En cuanto al mío los guariqueños, los chiquillos-obreros que construyen las cabañas, le dijeron: “Ese es de un inquilino que vive allá abajo”.
  Yo apenas había regresado a la montaña unos minutos antes. Los estaba observando desde abajo, a través de una rendija de la cortina de bambú.
  Cuando los polizontes se fueron, los guariqueños se acercaron hasta mi cabaña y me informaron. “Eso es muy raro -aseveraron-. Ellos nunca vienen por aquí”.
  El hecho, aparentemente insignificante o supuestamente rutinario, llamó mi atención y me puso sobre aviso, ya que Carolina, entre la cadena de gritos, maldiciones y amenazas que profirió la mañana del ocho de agosto, dijo, entre otras cosas, que “me había denunciado ante la policía”, no sé porqué motivo. No lo recuerdo porque estaba tan histérica y chillaba tanto, que era humanamente imposible retener en la mente toda su loca verborrea, aún más para un alma atormentada.
 Echado sobre la cama quedé pensativo. Así duré más de una hora, dejándome patear por las ideas y deducciones.
  Casi como robot de juguetería me incorporé, fui hacia el baño y, como de costumbre, volví a golpearme la frente.
  Si mi padecer no me enloquece, lo van a lograr esos golpes en la cabeza. Entré, oriné y lavé la cara… ¿o fue al contrario? Bueno, qué importa, hice mis cosas, salí y comencé a carraspearme la garganta y luego pronuncié algunas palabras para probar mi voz, quería escucharme para oír que tan deprimente sonaba. Por supuesto que no dije el “¡Hola, Hola!... ¡Probando…probando!... Un… dos…tres…”, tal como hacen los locutores para afinar el sonido del micrófono antes de comenzar un espectáculo.
  Después del corto ensayo, creyéndome seguro y con temple, tomé el celular y marqué el número de Carolina y le dejé el siguiente mensaje: “Se que ya me tienes ubicado, mí amor. Fue un excelente trabajo policial y yo un imbécil descuidado. ¡Chao!... No, mejor dicho, “que te vaya bonito”, y temblando de desaliento colgué.
  Luego llamé a Doris, la doméstica que dos días a la semana va a casa para ocuparse de la limpieza general. Le pregunté por Elba, ya que tenía días sin poder comunicarme con ella. Esta me dijo que Carolina la había despedido.
  ¿Por qué?...Una mujer tan devota y cariñosa con Dorian. ¿Qué había sucedido? Si Elba estaba siempre con el bebé, le prodigaba más mimos y dedicación que su propia madre… ¿Será realmente cierto que Elba dejó la casa?... ¿Carolina la echó para meter sin espías ni remordimiento a algún hombre en la casa?... ¿Tenía miedo de que ella abriese la boca y me avisase?
  Sí, lo sé, son meras especulaciones. Pero con una mujer como Carolina, se tiene, obligatoriamente, que ser suspicaz.

  Casi al final de la tarde hablé con el doctor Valera. Me notificó que durante la entrevista con el doctor Alzurú éste le había ofrecido la ridícula suma de cuatro millones para concretar un acuerdo en la demanda. El pidió quince, de los cuales la tercera parte irían destinados a pago por sus servicios.
  Lo consultaré con la almohada que, por cierto, mañana tendré que asolearla porque huele a moho. No obstante, no aceptaré esa humillante oferta. Quizás veinte millones me harían recapacitar o, en todo caso, su oferta más un contrato de trabajo en el mismo emporio periodístico. Eso me place.


P/S: Cuando me califiqué de “imbécil descuidado”, lo dije porque hoy, antes de volver a la cascarita me acerqué hasta el supermercado donde hacía las compras con Carolina, el cual está cerca de mi antigua casa. Allí compré unos caramelos y dos botellas de ginebra. Al salir fui a la misma gasolinera donde iba con Carolina y rellené el tanque del auto.
  Estoy casi seguro que me siguieron hasta la montaña. Por ello la presencia del jeep policial en esa zona tan boscosa e intrincada.
  Me tiene sin cuidado si ubicaron “mi residencia”. Pero, si los acontecimientos cambian, escribiré de verdad las tres cartas-denuncia. Uno nunca sabe: Luis David siempre está rodeado por una tropa de malandros, a quien contrata para que presionen y “disuadan” a sus deudores a pagarle las viejas facturas que les deben. La otra, Carolina, siempre dice que tiene mucho poder y que gracias al dinero puede hacer lo que la da la gana. Las cartas no serán garantía de nada, pero si un instrumento para inculparlos y se haga justicia en caso de que sean tan locos y traten de hacerme daño.
  ¡No, definitivamente, no! No tengo miedo, ni pienso correr o volverme paranoico… ¡Coño, es que quiero joderlos de cualquier forma, no importa si eso me cueste la vida!

MAÑANA:                                                                                     
EL TEMOR DE LA NADA.

Esperando a Godot (1985)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 150 x 100 cm.
Colección Privada familia Aguilar.

jueves, 7 de octubre de 2010

15 de agosto. (ADVERTENCIA: CAPÍTULO NO APTO PARA MENORES).

  Hoy desperté muy temprano, antes de que despuntase el alba. Apenas dormí un poco. Estoy muy intranquilo. Comencé a dar vueltas por la cascarita. He perdido el apetito y estoy adelgazando aceleradamente. 
  Aunque tengo una buena provisión de comida, no me provoca probar bocado. Casi siempre que entro al pequeño baño me doy un golpe en la frente. No es que yo sea muy alto, sino que la puerta es muy baja y como siempre estoy inmerso en mis pensamientos, olvido agacharme al entrar.
 No sé qué hacer. Me tiendo en la cama y cierro los ojos. Las imágenes y funestos pensamientos me atropellan. Abro los ojos y el panorama que tengo delante de mí es aún peor. Los vuelvo a cerrar y para mis adentros comienzo a repetirme: No pienses… No pienses. No debes pensar… No debes pensar en nada… Nada, nada, nada, nada… No pienses, no pienses, no pienses, no pienses… Nada, nada, nada… Pon tu mente en blanco, en blanco puro, blanco….Blanco, blanco…No pienses…
  Así, a veces, duro horas, hasta que quedo extenuado o dormido. Sin embargo esta mañana los pensamientos fueron más fuertes que yo y me dominaron. En vista de ello, me puse unos jeans, una franelita y zapatos de goma, tomé mi cuchillo de supervivencia y salí a caminar por una vereda que une a la finca con otras montañas. Necesito contacto con la naturaleza, tan sabia y callada. La humedad circundante proporciona un aroma profundo y relajante a rastrojos, árboles y pastizales. Esa sensación de vida y armonía me concede paz.

Bajo y subo colinas. Luego vuelvo a bajar. Cuando veo un sitio, el cual creo indicado, comienzo a escarbar con mi cuchillo en la falda de la montaña en busca de cuarzos. Lo mismo hago en los pequeños riachuelos. Esta es una zona rica en cuarzos. Cada montaña es una cantera de ellos. No obstante, hay que saber buscar, porque saben camuflarse muy bien. Esos cristales, tan vírgenes, relucientes y pulidos, me han seducido desde niño. Presiento algo mágico y celestial en ellos, aunque sé que son simples vidrios de relativo valor económico.

Alzo la vista y entre los túneles que forman un enjambre de bambúes me deleito viendo a las ardillas correr y trepar. A veces, la luz de la mañana los penetra tenuemente y deja filtrar entre sus cañas haces de una sutil luz blanquecina que parecen emerger del infinito Edén. Me extasío observándolos y me pregunto en mis adentros si emanan de la mirada de Dios.

La naturaleza, la misteriosa naturaleza siempre me ha alucinado. En ella no se percibe odio ni rencor. Todo es amor y dulce silencio. No hay sentido de prepotencia, soberbia o de posesión. Conviven unos con otros sin hacerse el menor daño. Una hermosa flor muy bien germina a lado de una hierba mala, así como un gigantesco y majestuoso árbol le da cobijo a una frágil y delicada orquídea. Todos es paz en la naturaleza. En ella no hay traiciones, sino un lenguaje silente de armonía y sabiduría. Desde los principios de los siglos, la naturaleza nos enseñó los secretos de la clonación de las especies, pero los humanos, en nuestra insólita ceguera, nunca nos hemos detenido a observar y estudiar sus divinas enseñanzas. Creo que la naturaleza, toda ella, así como la luz, es parte del ojo invisible de Dios, que todo lo mira y todo lo sabe.

Hoy el día, aunque soleado, amenaza con chubascos. El viento me trae su olor y así lo percibo. No obstante, no me importa y sigo caminando montaña adentro. A la distancia, gracias al reflejo del sol, veo como un trozo de manto gris se desprende con furia del cielo para estrellarse contra una ladera. Es un pequeño chaparrón aislado que tiene una nube negra de sombrero. Camina rápido por la fuerza del viento y se dirige en dirección contraria a la mía.

Sigo caminando despreocupado, aunque alerta, ya que el sector está poblado de serpientes, unas muy venenosas, otras totalmente inofensivas.

De improviso siento que algo penetra mi cuerpo. Una luz diferente a todas las demás. Alzo la vista y veo un gran arco iris, como de gel, que proviene de un lugar que, por mi posición, no puedo ubicar. Una caravana de mariposas amarillas, que las hay por montones en el lugar, lo atraviesan como partiendo a otra dimensión. Me miró los brazos y debido al sudor noto que reflejan colores, miles de ellos. Vuelvo a mirar hacia el cielo y sigo el camino del arco iris. En ese instante me percato que estoy en su final. Totalmente debajo del arco iris. ¡Qué éxtasis! ¡Qué emoción tan indescriptible! Mis ojos se llenaron de lágrimas y sin siquiera proponérmelo caí de rodillas y elevé las manos al cielo rezando una oración.

No sé por cuánto tiempo estuve así. Mi espíritu se colmó de paz. Cuando salí del revitalizante sopor, el arco iris ya se había disipado. Mis rodillas, más la que me había lastimado en la caída, estaban adoloridas ya que las había posado sobre una alfombra de pequeños pedruscos. Al incorporarme miré en los alrededores y no vi a ningún gnomo, tampoco una caldera repleta de monedas de oro. No obstante, sentí unas incontenibles ganas de escarbar.

Saqué el cuchillo de su funda y comencé a abrir un hoyo donde había estado arrodillado. Fue tan frenética mi faena que casi daño la punta de la hoja. Estaba escarbando sobre piedras y guijarros, por lo que decidí no seguir, aunque con las manos me puse a limpiar la tierra sobrante que estaba alrededor del pequeño hoyo. De improviso uno de mis dedos topó con algo puntiagudo. Era un cristal de cuarzo en forma de péndulo el cual, apartando delicadamente la tierra de sus bordes, saqué sin dañarlo. Es bello, hermoso y tallado como diamante por la madre naturaleza. Es mí recompensas y estoy feliz de haberlo hallado.

Se acerca el mediodía y decido iniciar el regreso. De pronto suena el celular, del cual nunca me separo, y siempre llevo en el cinto del pantalón.

Era el doctor Marcos Varela. Me llamaba para informarme que su colega, el doctor Antonio Alzurú, se había comunicado con él a fin de llegar a un acuerdo sobre la demanda laboral que yo había incoado el año pasado contra mi antiguo centro de trabajo, un emporio periodístico presidido por un magnate de las telecomunicaciones. Varela me dijo que se reuniría al día siguiente con los abogados de la empresa y que me informaría sobre los resultados en cuanto los tuviese.

–Mas vale un mal arreglo que un buen juicio –expresó antes de colgar.

Sí, es cierto y estoy de acuerdo con esa premisa. Pero primero deberé saber cuál es el tenor de la propuesta…

¡Al fin una buena noticia!

Le di las gracias al Todopoderoso. Sé que está de mi lado y a mí lado y que no me desamparará.

Quizás esta misma semana obtenga otra buena noticia, ya que Samuel del Valle me recomendó con Luis Macarena, un alto jerarca del gobierno, para trabajar en El Universo, un nuevo diario que saldría a la calle antes de noviembre.

Por cierto, había olvidado escribir que anoche hablé por celular con Cruz Lares, una gran y espiritual amiga. Ella fue dueña de una vanguardista galería de arte donde expuse en varias ocasiones. (La cuenta del telefonito me va a salir un ojo de la cara y no tengo dinero).

El pasado 28 de julio, ante mi desesperada insistencia, había ofrecido ayudarme en la venta de unos cuadros. Yo también pinto, por si no lo sabían. (Esto último que asiento es para quién o quiénes encuentren este Diario).

La vez que hablamos, Cruz percibió lo apremiado de dinero que estaba. Sin darme ninguna explicación, generosamente me pidió el número de mi cuenta bancaria para hacerme un depósito. Una especie de adelanto, regalo o préstamo, qué se yo. Como todavía no lo había hecho, la llamé. Me atendió muy amablemente, como siempre lo ha hecho, y se disculpó diciéndome que había extraviado el papel donde había anotado el número. Se lo di nuevamente. Le conté muy escuetamente la situación que estaba atravesando y sobre las sospechas que tenía de Carolina, a quien ella conoce desde nuestra época de amantes y de quien siempre me advirtió que no era una mujer que estaba en sus cabales.

Cruz me reconfortó con palabras dulces y plenas de filosofía de vida. Durante nuestra conversación me repitió muchas veces, haciendo especial hincapié, que repitiese constantemente las siguientes palabras: NAM MIOJO RENGUE QUIO, que corresponden, según dijo, a una oración divina y mágica que provenía de no recuerdo que hermética secta mística. Que tuviese fe, ya que era infalible.

Bueno, es el caso que cuando comencé a subir la montaña de regreso a la cabaña, la venía repitiendo sin parar, tanto mentalmente como de viva voz. Aquí los únicos que pueden escucharme son los pájaros, ardillas y víboras. Por ello las gritaba a todo pulmón. No obstante, alguien más tuvo que escucharme. No si fue coincidencia, ni que significan o traducen esas palabras, ni de qué idioma se trata o de dónde proviene, pero ¡funciona!, ya que en esos precisos instantes entró la llamada del doctor Varela.

¡Alabado sea el Señor!… ¡Te adoro Dios!

Por cierto, hoy 15 de agosto, en la noche, chequeando esta misma agenda donde comencé a escribir el Diario, me percato, por las anotaciones que siempre hago al final de la página, que el 12 fue el cumpleaños de Luis David. O sea, el mismo día que yo llamé a Dolores. Ella no me dijo nada de la celebración, como tampoco lo hizo Luis David el día que lo visité en su oficina. ¿Raro, no? Él siempre me adulaba e insistía para que asistiese a sus fiestas de cumpleaños. ¿Será que no me invitó porqué Carolina estaba en Aruba y él ya sabía (por boca de Carolina) que estábamos separados? ¿Por qué siquiera me lo recordó? Cuando estábamos trabajando juntos siempre me repetía insistentemente que el día de su cumpleaños haría una gran fiesta en su chalet de montaña, por lo que rogó que Carolina y yo no le fallásemos. Cuando lo visité en su oficina no dijo nada del asunto.

Aunque el supiese que estaba separado (como de hecho sospecho que lo sabía), si tenía su conciencia limpia me hubiese participado lo de su cumpleaños. Pero, ¡no! Como es tan bocón, tuvo temor de que a algunos de sus arrabaleros y aduladores amigos, por la gracia de los vapores etílicos, se le hubiese escapado alguna infidencia que me diese a entender que el muy puerco se la estaba follando.

PAUSA IMPORTANTE. Un pequeño punto y aparte. Debo pasar de un tema a otro para atar cabos en mi mente.

Me asaltó el recuerdo de una llamada muy extraña que recibí de Nicola Sorrento (sólo llama cuando le interesa averiguar algo), un mafioso que conocí durante mis correrías de soltero con las misses, quien me hizo preguntas muy capciosas sobre mis relaciones con Carolina. Él también es gran amigo de Luis David. ¿Están confabulados contra mí? Como son de la misma calaña y ambos hacen negocios sucios, cualquier cosa se puede pensar… Cuando recibí esa llamada no había vestigios claros de una separación. Raro, muy raro.

A medida que reflexiono, aumenta mi decepción y dolor. Definitivamente, Carolina es una mujer psicológicamente muy enferma. Alguien, alguna vez, no recuerdo quién, me habló de que era maníaco depresiva. No sé cuál es el tenor de esa enfermedad pero, la verdad, es que ella se la pasa en una depresión continua, la cual data de hace muchos años. Según me decía durante nuestras tertulias de cama, sufre de insomnio y migrañas desde que era muchacha. En ese entonces creí que no era nada alarmante, pero después me dijeron que con el tiempo podría conducir a la locura. No sé que le deparará el futuro, pero temo por mi hijo.

Todos esos presentimientos, intuiciones, esas punzadas que sin estar enfermo percibía en el plexo solar, muy al lado del corazón, semanas después de comenzar a trabajar con Luis David y a las posteriores conversaciones de alcoba con Carolina, eran un alerta, un aviso de lo que vendría después.

Fui un ciego y un tonto, porque a pesar de que mi corazón me lo advertía a gritos, mi mente se resistía a darle crédito.

Ahora, más que nunca, entiendo las acérrimas defensas que hacía cuando yo intentaba, con toda razón y bases, de desenmascarar a Luis David. En sus argumentos Carolina daba entender que yo era un imbécil, un fracasado, un hombre, según me recriminaba constantemente, que “no podía pagarle ni un café”.

Soportaba calladamente todas sus humillaciones. Yo, que fui tan espléndido con los demás y tan desprendido cuando tenía dinero, debía escuchar semejantes palabras de mí esposa, la loca millonaria. Ambas cosas son ciertas: sus siquiatras y cuentas bancarias así lo confirman. Y lo será mucho más, no sé si más loca que millonaria, cuando su padre muera, acontecimiento funesto que ella ruega que pase lo antes posible, porque lo odia profundamente, odio el cual conjuga con su codicia de heredar parte de su fortuna. La ambición de Carolina rebasa los límites de toda cordura.

Cuando éramos amantes, durante los delirios que tenía después de tomarnos unos cuantos tragos y hacer el amor, en varias oportunidades me confesó el desamor por su padre. Es más, durante una noche de ebriedad y sexo, ante un sutil pero muy calculado interrogatorio mío, me contó que había sido… No, mejor no digo lo que dijo… ¡Da asco y no quiero repetirlo! De ahí, supongo, comenzó sus peregrinar por todos los siquiatras de la ciudad.

Me asombró y asqueó tanto aquella confesión, que nunca más toqué el tema, aunque se había clavado en mi subconsciente como una espina. Sin embargo, un buen día, cuando el alcohol y las continuas sesiones de sexo no había hecho tanta mella en mí, pero si en ella, le pregunté sobre la terrible confidencia. Quería indagar, quizás por una sádica curiosidad periodística, cómo había ocurrido aquello y porqué. Siquiera me dejó finalizar. Sin sorprenderse me dijo que ella nunca había dicho eso, que todo era una “elucubración mía, una deducción falsa”. Pese a lo embarazosa de la pregunta ella, que es tan explosiva y soberbia, siquiera se molestó. Esa noche hubo sexo “sucio” y aberrado, tal como le encanta a ella.

Me gusta el sexo. Vivo por y el placer. Quizás soy un aprendiz de hedonista, pero en mí el placer y deseos no se conyugan con las aberraciones. No sólo le encantaba que la penetrase las veces que quisiese por detrás, no sólo buscaba el orgasmo inmaculado de los amantes que se prodigan amor, sino demandaba un placer más allá del placer. Un placer “sucio”, incoherente. A veces teníamos cuatro o cinco orgasmos en una sola y continua sesión. No obstante, para ella eso no era suficiente, menos beberse mi semen con placentera devoción. ¡No!, ella quería más… ¡No, no es ninfómana!, hasta donde sé. Simplemente es una ¡depravada!

Sí, todo es cierto, y lo digo con vergüenza, no por venganza. ¿O quizás sí?… Bueno, sea como sea lo escribo para mí. Además, nadie leerá esto. Lo asiento en este Diario debido a los tiranos recuerdos y para hacerle honor a la verdad. Aunque, confieso, al menos estas y quizás otras confesiones, las anoto con una profunda rabia salpicada de odio. Lo confieso… Ese letal y amargo sentimiento me ha atrapado.

En nuestro tiempo de amantes, en unas de sus confesiones de alcoba, una vez me relató con precisión asquerosa detalles, de cómo su ex novio, un ingeniero, al igual que ella, utilizaba dos consoladores: uno se lo introducía por detrás y el otro por delante mientras ella se lo chupaba. ¡Es una maldita puta!

Recuerdo también que en más de dos oportunidades, mientras su amorfa anatomía desnuda estaba anudada a la mía, con su cara de tonta y vocecita de yo no fui, refirió con naturalidad:

–Uno está todavía ahí –expresó indicando la parte superior de una especie de armario que estaba ubicado a la derecha la habitación de su antigua casa, insinuándome que lo bajase y se lo metiese por el ano.

Me asqueé de tal manera que hice caso omiso.

¿Qué por qué seguí con ella? No lo sé. Esa pregunta me la hago una y otra vez sin hallar respuesta… ¿Qué coño sé y quién coño lo sabe?... Supongo que son cosas del amor o designios del destino.

Sí, eso es mierda, lo sé. Aunque, reconozco, no tengo una verdadera y sólida respuesta a esa interrogante.

En esos tiempos la estaba pasando muy bien y, ni remotamente, pensaba casarme con ella. Por ello, p’al carajo con todo.

Aunque hoy los recuerdos fluyen como manantial, dejaré, por ahora, de un lado las aberraciones de mi esposa, y me sumergiré en otro recuerdo.

Según me contó Carolina, la más grande de las venganzas que pudo consumar con éxito contra su padre, fue sustraerle de la caja fuerte el poder absoluto que le hizo firmar a todos sus hijos sobre el control de las compañías que poseía. Nadie, en ese entonces, podía mover ni un centavo ni un bien sin la aprobación del padre, quien era el hacedor, dueño absoluto y legal de toda la fortuna de la familia.

Sucedió durante el tiempo que su padre, Don Sanzio, tuvo que huir hacia Miami por el escándalo de una quiebra fraudulenta de un banco del cual era accionista principal. Ella, quien había indagado la combinación de la caja fuerte de la compañía, sustrajo el poder, forjó unos documentos y con la asistencia de una abogada amiga revirtió todo y vendió, en principio, una casa que su padre le había construido en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Con parte del dinero que obtuvo, se metió en el negocio de un hotel, cuyo presidente es un judío gordo y mofletudo que, luego me enteré, se ligó sexualmente con ella. ¿Una ladrona, una delincuente o una enferma mental? Que juzguen los demás, yo no.

“El que roba a su padre, es hijo que causa vergüenza y acarrea oprobio”, dice la Biblia. Para ella estas frases es papel para limpiarse su culo ajado.

El odio que hay entre padre e hija es tan fuerte, que en un e-mail que Carolina le envió a su hermana Sandra, quien vive en Italia, le relató que su padre le había dicho que no se montaría en un avión con ella ni muerto. Eso fue en la oportunidad que la familia estaba preparando un viaje para asistir al bautizo del pequeño hijo de Sandra.

–Yo voy a heredar una pequeña fortuna… Muy pronto (cuando muriese su padre, cosa que deseaba vehementemente) voy a tener mucho poder –me decía para seducirme cuando comenzamos a salir.

Yo no le hacía mucho caso, aunque la cosa me sorprendía nauseabundamente.

Creo que lo mismo se lo repetía y repetirá a todos sus hombres para atraparlos rápida y de forma contundente.

¿Quién coño se cree esa maldita?… ¿La reina de Saba? … ¡Porquería!

Sí, lo sé. Vengo de un supuesto encuentro espiritual y destilo más odio que el diablo. Me disculpan, pero no puedo contenerme. Mi ira es más grande que yo.

Son tantas las historias de sus desvariaciones y desviaciones, que podría escribir una novela de más de dos mil páginas con esas experiencias.

Y hablando de desvariaciones, que más bien son aberraciones sexuales, bajas y pueriles, con un ingrediente de depravación tal, que dan asco, ganas de vomitar, relataré que un día lúcida y serenamente -aunque dudo que así fuese, ya que vive siempre adormecida por un cóctel de drogas tranquilizantes- me contó de su relación con otro ex novio, a quien conoció mientras asistía a un simposium en el Mozarteum, una especie de charla sobre la vida y obra de Mozart.

Con frialdad y un aparente asco que la deleitaba, comenzó a narrarme de aberraciones y consoladores. Me causó tanta repulsión, que tuve que ponerle la mano en la boca para que no siguiese hablando.

Aún no entiendo porqué lo hacía. Yo soy un hombre sexualmente activo, ardiente y complaciente. Todas las mujeres que estuvieron conmigo me calificaban de buen amante y, por supuesto, ella también. En el sexo soy incansable. Doy todo, ya que mi máximo goce es complacerlas en la cama. Me encanta saberlas plenas, cansadas y satisfechas. Los gritos y los ahogos de éxtasis de las cientos de mujeres que estuvieron conmigo aún retumban en mis oídos. Quizás alguna fingió, es posible, pero nunca todas. De otra forma no me hubiesen llenado de regalos, amor, mimos y dinero… ¡No!, no piensen mal. No les cobraba. No soy ni era ningún gigoló. Ellas lo hacían para halagarme. Por su hacia amor mí. Y lo hacían sin ninguna presión o interés de mi parte. Sólo le gustaba la forma de cómo me les entregaba, intuían mi sinceridad, además, las complacía, las llenaba.

Pero con Carolina, mi maldita perra gorda y amorfa, aunque todo comenzó con una pasión desbordante, día tras día fue cambiando. Al parecer su enfermedad depresiva, no le hacía entender el verdadero sentido de la familia y el amor. En su trastorno lo que priva es la lascivia y el placer incontrolado por otros cuerpos y formas… No sé, eso me dijeron que pasa con los mitómanos, con los maníaco depresivos, con los que sufren un tipo de trastorno que se llama bipolar.

No sé si por el arco iris o por el diablo, que nunca me abandona, hoy tengo más voluntad y fuerzas de escribir que los días anteriores. La ira… ¿Cuál ira? ¡Esto ya es odio!... ¡Lo mío es puro odio! Lo percibo, tal como si fuese el aroma de un café recién colado, cuando desciende por mis entrañas y luego me abraza con rabia. No hago nada por librarle de él. Me gusta. Es mí válvula de escape.

¿Ay infortunio miserable por qué escucho el corazón y no me dejo llevar por la razón?

Sigo con los recuerdos, pese a que me atormentan. Pero no puedo ser objetivo ni leal a mí mismo, si no digo la verdad. Si la manipulo o tergiverso. Si no saco todo de adentro, aunque se profundicen las heridas de mi alma ya desecha.

Carolina se la da de gran señora, pero ese disfraz le queda muy grande, el que le ajusta es el de puta, aunque se crea muy santa y devota. Por eso no pierde oportunidad para, en un santuario improvisado que hizo aledaño al comedor de la casa donde vivía con ella, encender velitas a los santos, entre ellos a San Miguel Arcángel, Santa Bárbara y la Virgen de la Rosa Mística.

¡La muy puta ofende a los santos!... ¡Es una sacrílega!

¡Cuántas veces no me suplicó que la penetrara por el ano!, cosa que a mí no me da mucha nota. Y después se la da, entre sus amistades y familia, de santurrona y se persigna ante el más insignificante comentario de sexo honesto.

¡Hipócrita puta!… ¡Porquería es lo que eres!... ¡Falsa de toda falsedad!

Estoy escribiendo con odio, ahora más que nunca y me lo reprocho. Me hace sentir vil y cobarde… Pero metido en esta montaña sin nada, desesperado y con apenas un poco de aliento en qué más puedo pensar.

“Y qué pretendes, ¿disfrazar tú vida?... ¡Bah, al diablo con todo!”, escucho que aprueba en débil susurro mí conciencia.

En época de mis correrías de soltero anotaba en la agenda de trabajo, además de los recordatorios de cumpleaños, reuniones, compras y lugares y hora de eventos, detalles sobre todas y cada una de las mujeres con las que me acostaba. Comencé a hacerlo para protegerme de la constante amenaza del Sida, la cual siempre estaba latente sin importar condición social o moral de la mujer. Mucho más en mi caso, ya que casi nunca o muy pocas veces usaba protección. A las mujeres con las que me acostaba no les gustaba que usase condón. Muchas, si me lo ponía, se sentían ofendidas en “su amor propio”. Era una presunción de desconfianza. Y cómo iba yo a desconfiar de ellas, si me “amaban”. “Si tú eres el único hombre con el que me acuesto”, decían. Y toda ese rosario de cosas que siempre dicen las mujeres para hacerse ver ante nuestros ojos como castas, puras e inmaculadas, como si fuesen la mismísimas reencarnación de la Virgen María. Y uno, como es débil, terminaba por complacerlas y evitaba la protección. Por eso anotaba cada una de mis correrías en la agenda.

Era una especie de Bitácora de Amor. Al pie de la agenda escribía día, hora, tiempo de estadía, hotel o casa, las veces y cómo lo hacíamos y cuántos orgasmos lográbamos. No había aberración en mis anotaciones, sino supervivencia. Si por mala suerte me contagiaban de Sida no iba a acusar ni exponer a ningún inocente. De no haber llevado la Bitácora, en caso de infección hubiese tenido que señalarlas a todas ante los médicos y autoridades sanitarias. Figúrense el escándalo con las que estaban casadas. Sería someterlas al escarnio público. Le habría desgraciaría la vida a ella y a toda su familia. Sería criminal e imperdonable. Por eso me organicé de esa forma. Para deducir de dónde provendría cualquier eventual contagio, que en personas como yo era, siempre estaba latente. De esa forma, gracias a la Bitácora sabría a quién dirigirme e increpar. No habría falsas acusaciones y mantendría confidencialidad con las buenas e inocentes otras mujeres. Le recomiendo esa modalidad a todos los solteros. De esa forma se protegen y protegen. ¡Gracias a Dios que durante toda mi vida nunca me pegaron nada! Siquiera una pequeña infección… ¡Suerte la mía!

Cuento esto en el Diario, porque en víspera de mi separación, Carolina hurgó en mi biblioteca y consiguió tres de mis viejas agendas, cuya existencia casi había olvidado por completo, y comenzó a leerlas.

Las guardaba porque en las nuevas agendas anuales nunca actualizaba el directorio telefónico. En caso de hacerme falta equis número o dirección sabría dónde buscarlo. Me servían, pero nunca creí que servirían para mi propia destrucción.

Cuando Carolina “descubrió” las agendas, pongo comillas porque nunca estuvieron encubiertas, sino a la mano en mi biblioteca, explotó iracunda. Quizás fue parte de la puesta en escena que había maquinado desde hace algún tiempo. No lo sé. No sé si todo lo planificó cruel y fríamente ya que sabía de la existencia de las notas marginales, porque en una oportunidad se lo comenté, aunque creo que no sabía que ella también estaba incluida en ellas. Es posible, conociéndola como la conozco, que utilizó el asunto de las “agendas” como el detonante que acabaría con nuestra vida en común. Era el pretexto perfecto para justificar su aberrante conducta posterior.

Al parecer, leyó todo o parte de ellas, no sé. No obstante, hubo un sólo reclamo: la forma (en los casos donde se patentizaba su aberración) como yo describía su lascivia. Desvariada, negó todo. Que solo hacía el amor por el ano para complacerme (¡qué mitómana!), que se bebía mi leche porque yo se lo pedía y que era falso que después que terminaba, se iba al baño -la sorprendí en dos oportunidades- a masturbarse mientras se duchaba.

Nunca aceptó razones, menos los motivos que indujeron esas notas marginales. Sabía que cuando las comencé a escribir estaba soltero, que tenía cinco años de divorciado de mi segunda ex, y que lo hacía para protegerme del Sida, por ello ella la larga lista de anotaciones y de mujeres. En la época en que comenzamos a hacer el amor, yo no sabía quién era Carolina, menos que iba a ser mi esposa. La creía una más, por eso la incluí en mis agendas de “protección”.

La mayoría de los escritos le gustaron a “santa” Carolina, porque en ellos relataba lo tanto que la amaba y lo bien que la pasaba con ella. Mucho más donde reseñaba nuestros múltiples y seguidos orgasmos llenos de pasión y amor y lo tanto que la amaba, pero le molestó la parte en que la mostraba psicológicamente enferma.

Eso no le gustó. No le agradó la forma como conté la primera vez que la penetré por el ano: ella, como estaba muy impaciente y seca por detrás, y era lógico que así estuviese, comenzó a escupirse saliva en la mano, la cual iba poniendo en mi pene para que la introducción se diese rápida y sin dolor. Ese era, o es, su desespero: ¡Lujuria, placer llevado a los confines del hedonismo!

A veces la hacía llegar muy rápido, otras no podía. Es difícil hacer llevar al orgasmo a una mujer que se la pasa todo el día con un pepero encima, drogada con antidepresivos, obnubilada y con una carga de culpa y rollos más grandes que el Empire State.

No debía casarme con ella, lo sé. Fui un tonto y romántico soñador. Creía que su alma era pura y que, en todo caso, podría corregir en el camino todas sus desviaciones. Creía que todo se debía a carencia de afecto y amor. Que su problema era, precisamente, ese: ¡Falta de amor y afecto! Creí, falsamente, que al entregármele de cuerpo, alma y espíritu, cambiaría. No fue así. Era pedirle demasiado a la vida y al amor. Ya estaba dañada, mental, física y espiritualmente y yo no podría lograr el milagro… No soy un Dios.

Su indignación, presumo, no fue tanto por lo que escribí, sino porque alguien, por primera vez, la retrató fielmente como era. Nadie, supongo, jamás se lo había dicho tan cruda y lacerantemente. Yo la desenmascaré sin querer. Esas notas eran mías, parte de mi intimidad, de mi vida sexual con ella. Nunca las releía, ya que lo hacía a diario y todo sucedía muy rápido. Sé que muchas eran asquerosas, pero no menos ciertas. Por ello, cuando Carolina las leyó, las que más la involucraban en su depravada lascivia, las quemó inmediatamente en un caldero que puso a arder en la terraza del pent house donde vivíamos, según me reveló ella misma con rabia. En esa oportunidad, cuando aún la comunicación entre los dos no se había roto, me confesó que de las tres agendas sólo guardaba una, la cual tenía a buen resguardo en su caja de seguridad del banco a fin de utilizarla, cuando quisiese, para destruirme. Es tan sibilina, que seguramente guardó la que más le convenía para fines inconfesables.

Nunca, pero nunca, debí casarme con ella. Me dejé llevar por la soledad, ese tipo de soledad que, pese a que frecuentaba personas distinguidas y hermosas mujeres, sólo logra llenar el amor, la entrega sublime con una alma gemela. Y yo, estúpidamente, en ese entonces creí que era ella: la seductora “ingenua”, la mujer de voz dulce, suave y complaciente, que me arrastró al matrimonio como a un novato boy scout.

Fue un mal paso. Lo intuía, pero no quise hacerle caso a los alertas de mi corazón.

Mujeres tenía a granel, pero quería, más que nada en el mundo, consolidar una relación seria, un hogar, hijos y una familia. Quería, a toda costa, ¡ser feliz!... No a su dinero, como mil veces me lo recriminó, porque yo, en esa época, ni puta idea sabía quién coño era la muy perra… Lo digo con ira momentánea, pero, la verdad, es que realmente la amé, fuese puta, loca o aberrada. En el instante que el amor acaricia el alma de un hombre, no importa lo puta que pueda ser una mujer, ya que su corazón no lo percibe. Sí, lo reconozco, al principio no fue así. Simplemente la veía como a una más del montón, porque tanto en mi ciudad, como el resto del mundo, está lleno de almas que sólo buscan sexo más que amor.

Si no hubiese sido por la maldita insistencia de la celestina de Rosalía Urbaneja, la mejor amiga de Carolina, nuestra relación hubiese terminado enseguida. Desde el mismo momento en que estuvimos por primera vez juntos. Cuando se fue corriendo del hotel donde estábamos hecha un mar de lágrimas. Pero no, ella se empeñó, le doró la píldora.

En aquel entonces nos reconciliamos por la intermediación de Rosalía, quien insistió e insistió, llamándonos por teléfonos a uno y otro para que nos contentáramos.

Esa cabrona, que es una puta de muy vieja data y experiencia, solo socorre a “las amistades” que después por sus favores sentimentales puede sacarle provecho personal o económico.

Luego vino la plácida vida, el anuncio de que estaba embarazada y el repentino matrimonio.

Según los médicos, lo de su embarazo fue un milagro, ya que Carolina tenía apenas un pedacito de ovario, debido a que la otra mitad y media se los quitaron debido a una gastroplastia mal hecha, y las Trompas de Falopio obstruidas, por lo que no podía tener hijos. No tanto por el pedacito de ovario, que si hubiese podido salir embarazada, sino por las Trompas taponadas.

Si bien su gestación fue motivo de felicidad, también fue de desdicha, ya que se tuvo que apresurar la boda a toda velocidad.

“Qué dirán, un hija de Don Di Sanzio, madre soltera... ¡Válgame Dios, nunca en el mundo!… ¡Mi padre me matará!”, alegaba a fin de acelerar el matrimonio.

La escuchaba asombrado, ya que no percibía delito por ningún lado. No le veo delito a un embarazo, sino más bien felicidad. ¿O no?... ¿Lo hay? ¿Hay delito? Hoy en días más del cincuenta por ciento de las mujeres en el mundo son madres solteras y no pasa nada. El planeta sigue girando y cada quien en lo suyo. Nos hubiésemos podido casar después y con calma. Además, nunca me supe explicar de dónde provenían todas sus aristocráticas pretensiones, esas ínfulas de sangre azul que esgrimía a cada instante con prepotente soberbia, si su padre, hombre trabajador y muy respetable, era un inmigrante italiano que durmió casi en las calles durante mucho tiempo hasta que unos paisanos suyos le dieron trabajo en una sastrería. Luego fue obrero y albañil y pasó oscuros años antes de convertirse en constructor de grandes edificaciones, con las cuales amasó su gran fortuna. A él, que es hombre de pocas, muy pocas palabras, lo felicito, respeto y admiro, por su esfuerzo y abnegación. ¡Felicitaciones! Pero, ¿de dónde germinó el abolengo que ella cree poseer?... ¿De su mente enferma?... ¿De la fortuna que su padre amasó con tanto sacrificio?

¡Eso lo podría presumir yo, que desciendo en línea directa de Napoleón Bonaparte!... No, no es juego, ni estoy delirando. Eso al menos, es lo que está escrito en mi árbol genealógico.

Ya que la ira se ha clavado en mí corazón, la utilizaré a discreción: lo que más quiero en este instante es que Carolina y toda su familia se pudran en el infierno. Porque todos, sin excepción, me han lastimado, herido y espiritualmente humillado. ¡Pobre gente, qué lástima me da!

Definitivamente, la humildad es una virtud y ellos siquiera conocen esa sencilla palabra… ¡Dinero!... Dinero y poder, es lo único válido para ellos. Como si así, a través del dinero, se puede adquirir felicidad y amor. El amor no se compra. Se puede comprar una cama, una casa, un buen automóvil y sexo, pero nunca el amor.

Por esa desvirtuación de valores es que esa familia está toda enferma, tanto física como espiritualmente. Padecen de corazón, cáncer, úlceras, riñones, ovarios gastritis y mente, hasta donde sé, ya que no conciben que el éxito que tanto pregonan tener, no sólo se obtiene a través de los negocios y el dinero, sino también por el atesoramiento de una vida espiritual sana, la cual brinda salud y felicidad.

Todos ellos son seres materialistas y de poca fe. De misericordia y humildad nada saben, aunque todos los domingos vayan a misa como borregos. ¡Qué Dios los perdone y se apiade de ellos y les muestre el verdadero camino a la paz interior y al amor!

¿Soy una mierda?… Sí, pero animada por Dios, porque si contara detalle a detalle todas las aberraciones de Carolina, mi Diario se convertiría en una letrina, en una copia pornográfica de Los Placeres de Chun Fú, pero mi ética obliga a callar... Mi noble alma me lo permite.

No soy alcohólico, aunque en estos aciagos días estoy bebiendo mucho, más de lo que jamás había hecho. Presiento que de seguir así pronto podría convertirme en uno.

Estoy fastidiado. No sé porqué coño escribo si nunca nadie se va enterar de esto, de esta mierda que con dolor estoy garabateando.

Pero, coño, debo contarlo… ¿Por qué?... ¿Quién coño sabe el porqué?... Lo único que sé es que haciéndolo me siento vivo, me alejo un poco de la muerte. Mi mente deja de pensar en cosas oscuras, en cosas que puedan acelerar mi muerte. No puedo someterme a la tortura de mis pensamientos las veinticuatro horas del día. Debo alejarlos. Son dañinos. Escribir me mantiene vivo y me rescata del abismo.

Además, ¿qué puedo hacer en esta montaña?... ¿Masturbarme?… ¡Más todavía!... ¡No!... Lo único que me tiene vivo es el Diario….Es la vida, los recuerdos y el odio los que me mantienen de pie.

Oh, inconmensurable desierto de mis pensamientos: ¿Dónde está la vedad?... En mis ideas, o todo es un loco artilugio de la incontrolable mente... ¡Habla!... ¡Dime!... Vacía tú voz en mí para comprender los caminos del bien y del mal… ¿Dónde nace el manantial de la verdad y dónde el de mis pensamientos?… ¿Dónde comienza el día y dónde termina la noche?... ¿En el infinito o en nuestras mentes?… ¿Esa es la vida?... Sólo días y noches… ¿No hay aurora ni esperanza?... ¿Sólo blanco y negro?… ¿Dónde están los grises?... ¿Te olvidaste Dios?... Aunque todo es preludio de muerte, lo prefiero antes que este tormento.

– ¿Envanecido? –pregunta mi conciencia.

–No, nunca nadie se envanece del dolor y el sufrimiento –contesto de viva voz.

Estoy demasiado deprimido. Le voy a poner una P/D (posdata) a mi relato. Mañana, espero, será otro día. Hoy ya no puedo con mi alma. Me he tomado casi dos botellas de ginebra, y ni mis ojos, ni mi cuerpo y mucho menos mi mente pueden seguir garabateando el Diario.



MAÑANA:                                                                                                          
  Un carrusel, una tormenta.

Brucia (1987)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 66 x 48 cm.
Serie MUJERES DE PIEL DE SOMBRA
Colección Privada