A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro, cuyo primer libro terminé de editar el pasado miércoles 8 de junio, pero si no lo ha leído y desea hacerlo, lo encontrará en su totalidad en el archivo del blog. La estrella perdida consta de 267 página word divididas en treinta y tres capítulos, por lo que la semana final publicaré los tres últimos. Al terminar La estrella perdida y a fin de concluir con la trilogía, editaré bajo el mismo procedimiento La ventana de agua, la tercera novela de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
Sinopsis
Un grupo de arqueólogos pertenecientes a la Cofradía del Omne Verum, reconocidos estudioso de los papiros de Getsemaní y de Jerusalén, descubren el misterio de la Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su muerte. Los escritos revelan que los esenios, hermandad de la cual formaba parte Jesucristo, la habían escondido en la cima del Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo gangsteril al servicio de la Iglesia, busca apoderase de ella, pero se topa con otro gran secreto: la aparición en la Tierra de los Nion, una especie de niños ángeles, quienes nacen asexuados. El doctor Aristócrates Filardo, un psiconeurólogo español de fama mundial, advierte que los Nion o Elegidos de Dios, tienen un par cromosómico muy diferente al de los humanos y que en una de sus células se observa una microscópica cruz brillante. Entre tanto, en una cueva subacuática de Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos, otro arqueólogo de la Cofradía del Omne Verum halla el enigmático Cuarzo de María Magdalena. En sus aristas la piedra tiene grabada una extraña inscripción con los códigos de la alineación del Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad, donde se revelarán nuevas e impresionantes profecías para la humanidad.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Caps. 31 al 33 y último.
31
El grupo de Pax pasó muy cerca del montículo donde se atrincheraron Dark y los otros. Siquiera osaron respirar cuando los bandoleros marchaban despacio y muy callados a escasos centímetros de ellos. Milagrosamente siguieron de largo sin haberlos visto.
Algunos llevaban pistolas de alta potencia, otros metralletas de corto alcance, pero muy letales. Fueron segundos interminables. Dark tenía en la mira a los de las metralletas. De haber sido descubiertos serían los primeros que recibirían las mortales 5.56 mm. José Pedro estaba más pendiente de proteger el Cuarzo Sagrado que del arma que tenía en las manos. Siquiera la apuntaba a nadie. Dark posó ligeramente el índice en uno de sus ojos y le indicó hacia adelante, por donde circulaban los desalmados asesinos. El joven arqueólogo entendió la señal y dirigió el cañón del arma hacia ellos.
El croar de una rana peregrina alertó a los dos últimos Pax. Suspicaces retrocedieron y comenzaron a buscar entre los arbustos cercanos la procedencia del extraño sonido. Casi a los pies de uno de ellos la rana volvió a croar y de un largo salto se alejó del lugar. Bajando el arma que tenía a tiro, el más alto y robusto de los Pax con un movimiento de cabeza le indicó a su compañero de seguir adelante. Poco a pocos todos los mercenarios se fueron adentrando en la oscuridad hasta que sus sombras se desvanecieron.
Débora y Simón fueron los primeros en moverse de su guarida. Después lo hizo Dark y por último José Pedro. Sin pronunciar palabra, el ex veterano de Afganistán apuntó con su mano hacia el sur y comenzó a avanzar. Callados, los demás lo siguieron.
José Pedro volvió a abrocharse la cintura delantera de la mochila, la cual había aflojado a fin de tener más elasticidad de movimientos en caso de algún percance, y siguió al grupo. Del apuro dejó la metralleta recostada de un montículo. Dark se dio cuenta y con un gestó le indicó que volviese por ella. El arqueólogo regresó casi de puntillas, recogió el arma y se reunió con sus compañeros.
La noche había sido su aliada. Aunque su seguridad también dependió de Débora y Simón, porque de existir peligro, lo habrían manifestado. Por eso Dark no hizo ningún disparo cuando los dos hombres retrocedieron al escuchar la rana.
De los otros cuatro no supieron nada. Quizás el Pax que comandaba la operación los envió a cuidar algunos de los flancos contrarios por si algunos de ellos se les escapaban. Pero las cosas ocurrieron de diferente manera. Sus cálculos operativos fallaron y los viajeros comandados por Dark estaban a salvo.
El veterano ex capitán de asalto sacó al pequeño grupo de la carretera asfaltada y lo condujo por un camino lleno de arbustos y piedras. Era un poco pesado, pero seguro. Así evitarían ser rastreados, tal como ocurrió cuando marchaban a campo traviesa.
Todos iban callados y con una sólo idea en sus cerebros. Alinear el cuarzo a la hora indicada sin importar consecuencias o peligros, aunque tratarían de evitarlos. En el infinito cielo Sirius brillaba más que nunca.
Según una antigua leyenda, aquella estrella que ahora José Pedro, Dark, Simón y Débora tenían ante sus ojos, fue elegida en los primeros siglos por una tribu africana conocida como Los Hombres Estrellas de Dogon como símbolo de su festival religioso, el cual celebraban cuando Sirius completaba su rotación sobre Sirius, El cachorro, su estrella hija, acontecimiento estelar que para ellos sucedía cada sesenta años. La rotación, según los aborígenes, aumentaba las esperanzas de vida de los miembros de la tribu en más de quince años. Pero eso no tendría la más mínima importancia si la estrella fuese conocida por todos en la antigüedad, pero no era así. Era totalmente desconocida. ¿Cómo supieron los aborígenes de aquella tribu perdida en el corazón de África sobre la existencia de Sirius y su Cachorro si en esa remota época no existían telescopios ni otros métodos de observación más que los ojos?
Un verdadero misterio, porque Sirius fue descubierta por mera casualidad en 1862 mientras se probaba los alcances de un telescopio y no fue sino hasta el siglo XX que se pudo calcular el tiempo de rotación sobre su Cachorro en cincuenta y cuatro punto seis años. Otras mediciones más recientes dicen que su rotación dura cincuenta años cero nueve. ¿Quién tendrá razón? Eso poca importancia tiene. Lo realmente asombroso sería saber ¿Cómo calcularon su periodo casi exacto de rotación la tribu africana? ¿Cuál de todas las mediciones será la exacta: la de los ancestrales aborígenes o las actuales? Leyendas afirman que los antepasados de los Dogon llegaron a la Tierra provenientes de la estrella Sirius. ¿Podría ser esto posible? ¿Con cuál lógica humana se negaría?
− ¡Allí!… Allí hay una colina bastante elevada. Vayamos allá −exhortó José Pedro señalando un sitio que no debía tener más de trescientos metros de altitud.
−Si te parece adecuada iremos −aprobó Dark y dirigiéndose a Débora preguntó−: ¿Lo crees seguro?
−Por ahora sí −contestó confiada−. Sólo algunas cabras andan por los matorrales cercanos, pero nada más –recalcó inequívoca.
− ¿Y tú Simón?
−Estoy de acuerdo con Débora. Subamos. La hora se acerca.
Para Dark las palabras de los dos Elegidos era aval más que suficiente para remontar la colina, aunque su instinto de cazador y guerrero lo hacían estar alerta. Nunca bajaba la guardia. Comenzaron a subir en fila india con él al frente seguido por Débora y Simón. José Pedro se quedó en la retaguardia porque era la otra persona del grupo que tenía un arma.
Les tomó pocos minutos estar en la cima. Dark comenzó a orientarse con la brújula para establecer exactamente el sur. Simón y Débora se sentaron en el suelo muy callados y se pusieron a mirar el cielo. Tenían a Sirius a un costado de la bóveda celeste. Esa noche estaba tan inmaculada que parecía una perla perdida en el cielo de aquel remoto paraje del Gran Atlas. La miraban con devoción.
Con una rodilla en tierra, José Pedro hurgaba en el fondo del morral para sacar el cuarzo, el cual había envuelto en un grueso paño para protegerlo de golpes y raspaduras. Mientras lo hacia se percató de la placida y devota forma como los dos jóvenes dirigían sus ojos al cielo. Él hizo lo mismo. Se quedó unos instantes admirando a Sirius, luego se hizo la señal de la cruz y volvió a sus labores.
Ni un ruido en los alrededores. Sólo grillos y algunas ranas, pero nada más. Con el hermoso cuarzo en sus manos José Pedro volvió a leer Sólo a la luz de Sirius podrán leer lo no leído.
La inscripción del Cuarzo de María Magdalena se refería a la estrella Sirio o Sirius, que es el nombre de la estrella Alfa Canis Majors, la más brillante del cielo nocturno vista desde la Tierra. Está situada en la constelación del hemisferio celeste Sur Canis Majors, El Can Mayor, y es una estrella blanca del tipo espectral y su color va desde el azul hasta el verde amarillento. Sirius, llamada también estrella perro por la constelación a la que pertenece, en el Egipto de los faraones era utilizada para medir y saber con exactitud la temporada de inundaciones del Nilo.
−Lo tengo… El sur es hacia allá –dijo el veterano guerrero, quien estaba parado de espaldas en la punta de la colina y señalando un punto en la oscuridad− y el Tabor también debe estar ahí −afirmó con precisión.
− ¿Qué extraño? –contestó José Pedro.
−Porqué dices que es extraño −preguntó todavía de espaldas al grupo y con la brújula sobre la palma de su mano.
−La luz de Sirius también apunta hacia donde indicaste.
−Es la voluntad de Dios −expresó con su dulce y angelical voz Débora.
−La hora… Necesito la hora precisa −requirió inquieto José Pedro.
−Son las siete y…
−Vienen personas hacia arriba −interrumpió Simón con un leve susurro al oído de Dark cuando estaba por decir la hora −y son hombres muy malos.
Tras la advertencia del Elegido, el ex combatiente de Afganistán puso a punto su arma y les pidió que se echasen al suelo, boca abajo. Luego indicó la posición que debían tomar cada uno de ellos. Tenerlos a todos juntos en forma de racimo hubiese sido blanco fácil en aquel pequeño espacio de la cima de la colina. Lo mejor era dispersarlos y eso hizo. De esa forma también confundirían a sus atacantes haciéndoles creer que eran más de los que creían. Además, jamás se imaginarían que Débora y Simón eran Elegidos y no usaban ningún tipo de armas y que cuando utilizan su cuerpo o puños para defenderse jamás herían de gravedad a sus contrincantes. Tampoco podrían sospechar que José Pedro, aunque tenía una ametralladora en las manos, no sabía disparar.
− ¿Por qué lado vienen? − preguntó Dark.
−Son cuatro y suben en cono… Por separado −señaló Débora suave, como si estuviese hablando para sus adentros.
−No dispares hasta que yo te lo pida. Trataré de controlar la situación yo solo −le pidió el veterano ex capitán a José Pedro luego de arrastrase hasta su posición.
Al escuchar la confirmación del arqueólogo regresó donde estaba y apuntó su arma hacia la oscuridad.
32
Santa María degli Angeli e dei Martiri parecía un monasterio inmerso en oración profunda y sagrada. En el más absoluto silencio seguían llegando Elegidos de remotos lugares de la misma basílica, la cual había sido creada para fungir de iglesia y convento al mismo tiempo.
Los blancos rizos de la abundante cabellera del doctor Filardo parecían rulos plateados de querubines. Su grasiento rostro blanco, pese a los moretones, brillaba al vaivén de la lumbre de los cirios pascuales de todos los tamaños y grosores alineados a lo largo de la amplia basílica. El espigado Delamadrid permanecía a su lado, muy callado. Del otro Hans, quien de cuando en cuando se acomodaba sus dorados y pequeñas gafas circulares. Algo parecía molestarle en la visión. De momento se los quitó y limpió con un arrugado pañuelo que llevaba en uno de los bolsillos. Irene, Uriel y Salatiel estaban junto a ellos. El silencio era sepulcral. Todas las miradas apuntaban hacia el hueco del reloj solar.
– ¿Qué hora es? −preguntó suave Filardo a un Delamadrid que estaba extasiado viendo a todas esas personas, en su gran mayoría niños, de ambos sexos y diferentes edades, crear un semicírculo alrededor de ellos a medida que iban arribando.
−Las nueve y cuarto… Faltan quince minutos y… −contestó acercándose al oído de Filardo, pero un sordo chirrido no lo dejó concluir.
La puerta principal de la basílica de pronto se abrió de par en par y una inmensa sombra se proyectó sobre el pasillo central. Los cientos de niños y jóvenes Elegidos, así como los profesores, voltearon mientras veían acercarse una tenebrosa figura humana entre las sombras. A medida que avanzaba se iba haciendo cada vez más pequeña y menos tétrica. En ninguno de los rostros presentes había un dejo de alarma. Parecían saber quién era y su presencia no revestía temor alguno. Al estar un poco más cerca, las facciones de aquel ser de semblante alargado y blanco, como su brillante pelo negro lleno de vida y corpulento cuerpo, comenzaba a tomar forma.
−Llegas tarde −reprendió el doctor Filardo rompiendo el silencio.
− ¡Al fin llegué! −contestó el recién llegado con una complaciente sonrisa en los labios.
Ahora podía verse en toda su verdadera magnitud. Su apretada sotana negra lo hacía inconfundible entre todos los sacerdotes conocidos por Filardo. Era fray Benítez, la “mano derecha” del cardenal Francisco de Ribera y Mondariz, primado de Pontevedra, Arosa y Vigo, quien había viaja desde España para estar junto a todos ellos ese día tan especial y único para la humanidad. El fraile conocía desde hace tiempo a Aristócrates Filardo y sus estudios, los cuales compartía, tanto desde el punto de vista científico como espiritual. Creía con fe ciega en los descubrimientos de José Pedro, Delamadrid y Divor Klaus y sabía que una revelación estaba por ocurrir para bien del mundo. Tenía más de dos años trabajando con la Cofradía del Omne verum, con cuyos métodos comulgaba, no así con los de la Iglesia que el tanto amaba pero que lamentablemente había torcido el rumbo de la cristiandad. A la Cofradía le filtraba información de relevante importancia. Más que todo de los pasos y abusos del nuevo Inquisidor del Milenio, el cardenal Francisco Ribera y Mondariz, cuyos métodos disuasivos, manejo de bandas de mercenarios y delincuentes, como los Dei Pax, y torturas psicológicas eran ampliamente conocidas en sectores muy altos de la Iglesia.
Los cuatro desconocidos que iban tras el pellejo de Dark y su grupo remontaron sin fatiga la pequeña colina. Al llegar se consiguieron con una mayúscula sorpresa. En la cima no había nadie. Volvieron a hacer un rápido reconocimiento con la vista y nada. Los hombres por los que iban parecían haber desaparecido. Sin embargo estaba allí.
Como era virtualmente imposible escapar de las tenazas de sus acechadores porque subían el cerro en forma de cono, Dark recubrió a sus amigos con pequeñas ramas y restrojos secos. El camuflaje era perfecto y la noche otra vez su aliada. Hasta Sirius estaba de su parte porque el brillo de la estrella iluminaba hacia el sur, hacia Jerusalén y el Tabor, y no hacia donde estaban ellos.
Después de asegurarse de que todos estaban bien disimulados, el veterano guerrero se echó al suelo. Se acomodó la gorra de béisbol con la visera hacia atrás y con ambas manos se tiró algunas pajas y rastrojos sobre piernas y espalda, tomó la 5.56 mm que había apoyado en el suelo y la apunto hacia donde el ruido de pisadas era más fuertes.
El primero en asomarse fue un flaco desgarbado, de larga y sucia barba. Luego otros dos barbudos de mediana estatura, tan sucios y harapientos como el primero. Por último lo hizo un gordo alto y bastante obeso, también de barba y con un turbante musulmán sobre la cabeza. Todos llevaban en sus manos una mortífera AK47 con cargador cuervo de chivo, el rifle de asalto ruso de cuarenta disparos considerado una de las armas más letales del mundo. Aunque estaban acostumbrados a la oscuridad, al primer paso de sus ojos no vieron a nadie. Quedaron sorprendidos. No había nadie en la cima de la colina. “¡Qué extraño!”, sin duda se habrían dicho, ya que los estuvieron rastreando con unos potentes prismáticos de visión nocturna desde que iniciaron el ascenso.
Un ligero movimiento reflejo de la pierna de José Pedro, a quien se le había metido una araña por dentro de la bota del pantalón, los alertó. Los cuatro levantaron sus armas con la intención de disparar al montículo que se movía, pero más rápido fue Dark, quien los enfrió a todos en un instante.
Los muy imbéciles rufianes se habían apiñado unos con otros al llegar a la cima. Ese fue su error mortal. Ahora ya no podrían corregirlo porque el veterano ex capitán de asalto de Afganistán los mandó a todos a pudrirse en el infierno. Sólo uno de ellos logró accionar su AK al aire mientras caía hacia atrás mortalmente herido. Los otros tres siquiera hicieron un disparo con su 7. 62 mm.
−Disculpa, Dark −afirmó el joven arqueólogo mientras se levantaba del suelo sacudiendo frenéticamente una de sus piernas y con las manos batía el pantalón para que el arácnido saliese de donde se había metido−. No pude evitarlo −aseguró al momento que bajo la suela de sus zapatos convertía en tortilla al importuno e inofensivo bicho.
Débora y Simón también dejaron su posición y corrieron hacia donde cayeron abatidos los bandidos de montaña. Buscaban socorrerle si aún estaban con vida. Débora examinó al primero y nada. Estaba bien muerto. Simón hacía lo mismo con los otros. Al chequear al último, Débora se percató que aún respiraba. Era el flacuchento de larga y apestosa barba. No debía pasar de los treinta años, pero parecía tener sesenta debido a la gran cantidad de arrugas en su curtido y descuidado rostro. Su pulso era débil, pero aún estaba con vida.
− ¡Simón! −apremió la joven Elegida−. Crees que podamos hacer algo −preguntó al tenerlo cerca.
Simón se inclinó junto al moribundo y tomó una de sus manos.
−Creo que no –manifestó su compañero mientras le chequeaba el pulso–. Se está apagando.
Al percibir manos sobre su cuerpo el hombre abrió los ojos y trató de mover los labios. Buscaba decir algo. Con sus dos manos Débora le levantó la cabeza del suelo. Simón seguía con sus dedos en alicate sobre la vena del pulso, el cual era cada vez más lento. El hombre se iba y no había nada que hacer. No tenían con qué auxiliarlo y los Elegidos sólo pueden curarse a ellos mismos.
Dark terminó de hacer una pequeña inspección y fue a reunirse con ellos. De pie, al lado de los Elegidos, José Pedro curioso examinaba sus movimientos. Trataba de entender porqué lo hacían. Porqué querían salvar a aquel hombre que de haber tenido oportunidad los hubiesen asesinado a sangre fría y sin ningún remordimiento.
El moribundo pronunció unas palabras en árabe, pero Débora no logró entenderlas. Acercó su oído a la boca sangrante del barbudo por si volvía a hablar. Así se quedó hasta que repitió lo mismo que había dicho segundos antes. Luego, en un acto de piadosa misericordia, la joven Elegida marcó con la propia sangre del bandolero una cruz en su frente.
−Serás juzgado entre los muertos y en nombre de Dios yo te absuelvo −pronunció mientras le hacia el signo de la cruz y el hombre se dejaba ir en paz.
− ¿Le entendiste?… ¿Qué dijo? −preguntó curioso José Pedro, quien había dejado tirada su arma cerca de donde aplastó a la araña.
− Me arrepiento… ¡Qué Dios perdone mis pecados! −dijo en bereber−. Lo absolví porque había verdadera expiación en sus palabras de moribundo.
−La hora está por llegar. Vuelve a sacar el cuarzo −informó Dark.
− ¿Qué hora es? −preguntó todavía ensimismado José Pedro.
−Siete y veinte en punto –respondió el veterano guerrero acomodándose otra vez la gorra con la visera hacia delante y colgándose la ametralladora del hombro.
Monseñor Pellegrino y el cardenal Ribera seguían enfrascados en estériles discusiones. Ambos prelados era viejos zorros y duros competidores. Pese a que su trato parecía amigable, no eran para nada amigos. Cuando estaban uno frente al otro mantenían una discreta hipocresía, pero en realidad se odiaban. Pellegrino sabía que Ribera hacía todos los trabajo sucios y rudos a fin de ganar simpatías entre la alta jerarquía eclesiástica para que cuando él muriese quedarse a cargo de los Servicios Secretos Vaticanos. Sabía que en lo más profundo y hasta en sueños le deseaba la muerte para tener bajo su mando la SSV, siglas con las cuales eran conocida entre sus miembro la agencia de espionaje de la Santa Sede. Lo que no sabía Ribera era que Pellegrino estaba al tanto de sus intrigas y aspiraciones y que hace un par de años, exactamente cuando cumplió los setenta, había elegido su sucesor en caso de que falleciese repentinamente. Las autoridades del Vaticano habían aprobado la elección y, lo más importante, tenía el beneplácito de Sumo Pontífice. Tampoco Ribera sabía que Pellegrino manejaba informes en los cuales se le involucraba en una conspiración para envenenarlo durante una cena dada por la curia Toscana en el Palazzo Pitti de Florencia, a la cual ambos habían sido invitados. En aquella oportunidad un Dei Pax que formaba parte de la conspiración resultó muerto por la custodia de Pellegrino. De aquella muerte no se habló nada. Siquiera una nota salió publicada en los periódicos italianos. Tampoco hubo investigación policial. El monseñor y los agentes del SSV se encargaron de silenciarlo todo. Tan fue así, que ni los asistentes a la cena, entre quienes se encontraban autoridades gubernamentales locales y empresarios de la zona, se enteraron del suceso.
−Faltan apenas diez minutos y tu “hombre de confianza” no ha vuelto a llamar… ¿Qué está pasando con tu organización Ribera? −preguntó con socarrona mala intención Pellegrino mientras se pasaba distraídamente la mano por su pelada cabeza.
−No lo sé… Es raro. Fray Benítez nunca me ha fallado.
−Siempre hay una primera vez cardenal… ¡Siempre! −respondió incisivo el sagaz monseñor.
−Estoy totalmente de acuerdo contigo. Por cierto, qué ocurrió con tus infalibles mujeres. Hace tiempo que no te veo recibir una llamada de ellas −precisó también en tono áspero y picante−. Te he visto remarcar cien veces el celular que llevas en la mano pero nada que te contestan.
− ¡Bah!... Asunto de las líneas… Mala recepción y nada más… Llamaré directamente a la central de la basílica y verás.
− ¡Hágalo!… Puede ser una solución −contestó Ribera con una sardónica risita.
Pellegrino tomó el teléfono de la pequeña centralilla de su oficina y marcó el código de una extensión interna.
−Déme el numero de Santa Maria degli Angeli −solicitó descortésmente, sin siquiera saludar y pronunciar el consabido “por favor”.
−Dígamelo que lo marcaré desde el mío −expresó Ribera con su celular en la mano a fin de pulsar los números a medida que se los indicase.
−Un momento… Repítalos lentamente −pidió Pellegrino a la centralista−. 488.0812 –pronunció pausado para que Ribera tuviese oportunidad de marcarlos−. No, el fax no lo necesito −señaló y trancó.
−Tampoco contesta nadie… En la basílica no toman el teléfono refirió el cardenal−. A lo mejor las damas se fueron de compras… ¿Por qué no pones otra vez La Traviata? −sentenció a fin de exasperar a Pellegrino y vengarse de la afrenta que recibió cuando el viejo monseñor se refirió a fray Benítez en forma punzante.
33
Juan Diego abrazó con fuerza la Biblia y miró al cielo en busca del origen del eco diabólico. Luis Rafael, instintivamente y con el rostro pincelado de desaliento, cayó de rodillas.
En el lomo del caballo alado Santiago galopaba entre las nubes. Estaba a la espera. Había ubicado el lugar de donde surgía la diabólica risa. Provenía de un hueco negro más negro que las tinieblas, las cuales se iban agrandando y esparciendo por todo el infinito. El angelical caballo, que parecía estar dotado de razón y discernimiento, también lo había encontrado.
A medida que los segundos pasaban la estridente risa se iba escuchando cada vez más cerca y aquel pequeño hueco, hasta hace poco insignificante, se transformaba en morada diabólica.
Juan Diego volvió a abrir la Biblia. Pasaba las páginas del libro sagrado disparadamente, sin saber qué leer o dónde encontrar lo que debería leer. El devoto Místico, que siempre supo enfrentar las situaciones más desastrosas con decisión y temple, estaba desconcertado ante el diabólico espectro con cara de hombre-bestia que comenzaba a materializarse en el oscuro cielo teñido de cenizas.
− ¡Levántate, oh Señor, en tu ira! Álzate contra la furia de mis angustiadores y despierta en favor mío el juicio que mandaste −logró leer a duras penas mientras el cielo ahora se teñía de un rojo incandescente moteado de negro.
Esta vez Luis Rafael siquiera abrió la boca. Sus labios temblaban de tal manera que parecía estar orando para sus adentros, sin embargo no era así. El pánico lo había dominado.
−Me paré sobre la arena del mar y vi subir del mar una bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos y en sus cuernos diez diademas y sobre sus cabezas un nombre blasfemo −manifestó con etérea voz Santiago mientras levantaba su brazo izquierdo enseñando el poder de su espada.
Después de la invocación del joven Elegido de Dios con alas de ángel y vestido con la reluciente armadura del Espíritu Santo, una carroza construida con burbujeantes cerebros humanos surgió de lo más negro del universo.
Avanzaba lenta sobre un turbulento río de lava mientras a su paso salpicaba afiladas flechas de fuego. Cabezas humanas desgarradas de dolor e ira y reptiles repugnantes iban cayendo del carruaje diabólico mientras rodaba sobre la incandescente materia. Arrastrada por seis grandes y monstruosos vampiros con aspectos de hienas que reían de dolor y placer con cada latigazo del demonio, la carroza parecía tener vida propia.
Al ser arriadas al compás del coro mortal que entonaban horribles y diminutas criaturas que Satán tenía posadas sobre su cabeza, las bestias transformaban sus risas en espantosos chillidos cadavéricos. El maligno parecía entrar en éxtasis cuando fustigaba a los monstruos con su largo látigo de fuego. La punta del cordel satánico terminaba en afilados siete lazos de los que pendían pequeños tridentes. En perversa procesión, un inmundo ejército diabólico seguía la carroza del Príncipe de las Tinieblas.
−Y la bestia que vi era semejante a un leopardo, y sus pies como de oso y su boca como boca de león: Y el dragón le dio su poder y su trono y grande autoridad −recitaba Santiago mientras con su espada apuntada al cuerpo del maligno cabalgaba hacia la batalla.
El corazón de Satanás se traslucía entre su piel de roja lava incandescente. Era grande y amorfo como su maldad. A medida que Santiago y su caballo alado se le acercaban, le latía con furia y su sonido semejaba a un tambor de cuero cimbrado en el odio y la perversión.
−Vi una de sus cabezas como herida de muerte, pero su herida mortal fue sanada y se maravilló toda la tierra en pos de la bestia y adoraron al dragón que había dado autoridad a la bestia −vaticinó Santiago luego que de certero sablazo cortó la cabeza de Satán y esta volvió a renacer de su cuerpo.
Su risa fue aún más endemoniada después de recibir el primer golpe. A cientos de metros de distancia se podía oler su pestilente aliento salpicado de mugre y azufre ensangrentado mientras abría la boca en expresión de ira y de dolor. Santiago lo tenía a raya y evitaba que avanzara hacia el profundo barranco donde estaba La Vera Cruz, La Cruz de la Crucifixión de Cristo.
−Y adoraron a la bestia todos los moradores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo. Si alguno tiene oído que oiga −sentenció mientras de otro certero golpe la cabeza del demonio volvió a rodar cerca de la ruedas del carruaje.
Y otra vez su cabeza renació de entre su diabólico y deforme cuerpo.
− ¡Maldigo a tú Dios y te maldigo a ti! −exclamó la bestia−. Serás mío en el infinito y juntos dormiremos en las eternas llamas −manifestó fingiendo una voz tierna, como de querubín inmaculado.
−Si alguno lleva en cautividad, va en cautividad. Si alguno mata a espada a espada debe ser muerto. Aquí está la paciencia y la fe de los santos −afirmó Santiago mientras pasaba otra vez en el lomo de su blanco caballo, que ahora había desplegado alas de ángel para ser más veloz y darle muerte a la bestia y regresarla al averno de donde había surgido.
− ¡Padre!... ¡Padre!... ¿Por qué me has abandonado? −suplicó el venido de las tinieblas poniendo voz de Cordero.
−Pelearán contra el Cordero y el Cordero los vencerá, porque él es el Señor de señores y Rey de los reyes y los que están con el son llamados y elegidos y fieles y yo entre ellos porque tengo la espada del Espíritu Santo −respondió el joven Elegido sin caer en la trampa que le había tendido Satán.
Santiago y el angelical caballo tenían desconcertado al demonio, quien no lograba adivinar de dónde y cuándo lo atacarían. Sólo al tenerlo encima de su endemoniada figura se percataba de los movimientos del ángel, pero ya era tarde y su cabeza volvía a rodar a los pies de sus huestes diabólicas. Seis veces ya la había cortado Santiago y esta había vuelto a renacer. Sólo faltaba una, para que el maligno cayese derrotado bajo su espada, porque siete veces, como nombres malignos tiene, debía ser cortada su cabeza para que no volviese a aparecer hasta los próximos mil años.
−Después vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los del cordero, pero hablaba como dragón… −sentenció Santiago mirando fijamente a Lucifer en sus demoníacos ojos, quien también tenía la vista fija con sus pupilas rojas sedientas de muerte en aquel ángel blanco y delgado.
−Yo soy el mundo y la vida soy yo… Soy la reencarnación del mal. No hay bien sin el mal y yo soy el mal… La Cruz del Destino será mía −decretó Satán con voz de ultratumba y despidiendo de su boca llamas de azufre.
−Y todos adoraron a la bestia, cuya herida mortal fue sanada y ordenó que a todos se les pusiese una marca en la mano derecha o en la frente. Pero yo acabaré con el 666. Por seis veces he cortado su cabeza y sólo falta una para regresarla al pestilente infierno de donde salió −afirmó cuando volvió a pasar con su caballo alado sobre la inmunda figura para asestarle el séptimo y último sablazo a la cabeza.
Esta vez pasó tan cerca, que el pútrido aliento del diablo lo aturdió por instantes, cosa que aprovechó el maligno para esquivarlo y herirlo con su mortal y envenenado tenedor diabólico.
Al sentir las filosas puntas del tridente entrar en su cuerpo, Santiago se reclinó sobre el lomo de su angelical caballo, quien relinchó de dolor como si la herida hubiese penetrado también el suyo.
Sangraba profusamente por el costado derecho. La herida parecía ser grave. Si el Tridente Maldito había tocado algún órgano vital sería su fin. Su irremediable muerte, porque los Elegidos de Dios nombrados Venerados del Milenio, únicamente morían bajo la mano del demonio. No perecería como cualquier otro mortal o Elegido, sino que su cuerpo poco a poco comenzaría a desintegrarse y convertirse en un polvo muy fino, tanto que todo podía caber en el puño de una mano.
− ¡Polvo eres y en polvo te convertirás! gruño ahora henchido de placer diabólico Lucifer, el Rey de los Abismos y la Maldad.
En el rictus de Santiago estaba escrito todo el inmenso dolor que debía sentir. La sangre había traspasado su reluciente armadura y lenta se colaba por la pequeña rendija que une el peto con la parte de la espalda. Como pudo, el joven ángel elevó su rostro al cielo y dejó perder por instantes su mirada en el espacio. El Diablo observaba y reía a los acordes de los terroríficos relinchos de las bestias que halaban su carroza. Todos los súbditos de Satán golpeaban fuertemente con sus pies aquellas nubes de ébano y sangre convertidas en tan sólidas como el acero. Las fuerzas del mal parecían haberse adueñado del universo. El infinito retumbaba.
El devoto Juan Diego no cesaba de orar y Luis Rafael de temblar. Cuando se creyó que todo había sido consumado. Que el mal había triunfado sobre el bien, se escucharon truenos en el extenso universo. Pero otro tipo de truenos, muy diferentes a los que se oían cuando Satán subió de los infiernos. No se percibía maldad ni nada endiablado en aquel ruido. Más bien se apreciaba dócil y obediente.
Pronto cientos de caballos revestidos de piedra comenzaron a surcar el espacio y como dardos de vida y justicia divina se abalanzaron con furia sobre el maligno y sus huestes. Una estrella dejaba caer sus lágrimas del cielo y una lluvia de meteoritos incandescentes fustigó las bestias y sus demonios. Eran Las Lágrimas de San Lorenzo que se habían desprendido de Las Perseidas para ir en ayuda de Santiago y su ángel alado.
Al dirigir su mirada hacia aquel diluvio estelar, a las bestias infernales y seres del inframundo comenzaron a estallarle los ojos como si fuesen quebradizos bombillos calientes.
−Fiel Verbo hagámoslo por el Padre… Por el Dios Padre Todopoderoso, Señor del cielo, la tierra y todo el universo −le pidió pausado el valiente Santiago a su montura mientras con el escudo se cubría la herida causada por el Rey del Infierno.
El Elegido de Dios había revelado el nombre de su caballo alado, cosa que le era permitida sólo cuando fuese herido por el maligno. Verbo pronto alzó vuelo hacia el infinito. Lucifer lanzó una sórdida risa llena de pavor al ver como desde la constelación de Perseo enviaban otra lluvia mortal sobre su ejército diabólico.
Voló Verbo hasta la nube más lejana. Luego, con ímpetu y velocidad de saeta inició en picada su regreso fulminante sobre El Maligno, quien todavía no había salido de su estupor. Santiago blandió la espada del Espíritu Santo, la de la verdad y la justicia, y la apuntó hacia el corazón latente de odio de Satán. De su filosa punta una reluciente y diminuta estrella indicaba el camino y el objetivo. Esta vez no fallaría.
Luis Rafael estaba inmerso en el terror que le producían sus propios pensamientos. Sus miedos ancestrales. El mal se había librado de sus cadenas y prisión abismal y había desatado la furia de su instinto criminal sobre la tierra. No entendía lo que estaba pasando. En cambio, Juan Diego seguía devotamente leyendo cánticos y salmos de la Biblia. Su pequeña y gallarda figura se veía engrandecida. Su piel color bronce bruñido relucía aún más y en su rostro no se palpaba miedo, sino una gran fe revestida de misericordia inmortal.
Mientras Santiago descendía en picada sobre la grupa de Verbo con la espada del Espíritu Santo dirigida hacia Satán, una dulce música con acordes de violines, trompetas, arpas, flautas y clarinetes, comenzaron a escucharse en arco iris celestial. El cielo había abierto sus puertas y los ángeles entonaban su música.
Al sentirse acosado por todos los flancos, Satán asió fuertemente en su mano el tridente maldito, el cual estaba alimentado con todo el odio, engaño, maldad y crímenes de la humanidad, desplegó sus pestilente alas de murciélago y voló hacia Santiago para enfrentarlo en mortal lucha cuerpo a cuerpo.
−Por Dios, por El Redentor de los cielos y la tierra yo te devolveré a los abismos del infierno −sentenció Santiago cuando lo vio volar hacia él.
Con el Tenedor del Diablo apuntado al corazón de Santiago y de Verbo al mismo tiempo, Satán voló hacia la batalla. Iba tan veloz que semejaba una repugnante bola de fuego surcando el aire. El impacto era inminente y se produciría de un momento a otro.
Los acordes de violines, arpas y flautas ahora eran más fuertes y su tono celestial daba confianza y coraje a Santiago y a Verbo. De pronto devino el impacto. De la boca de Verbo salió una filosa lanza azul incandescente que perforó el corazón de Satán mientras que la diestra espada de Santiago hacía rodar su monstruosa cabeza hacia los abismos de donde había salido. Su ejército diabólico fue reabsorbido en instantes en un mar de lava que semejaba tierra movediza. La batalla había concluido. El bien, como siempre sucede, había triunfado otra vez sobre el mal.
El valiente Santiago, el Elegido de Dios para conducir a la humanidad hacia la Tierra Nueva, y su dócil y aguerrido Verbo, elevaron sus ojos al cielo y dieron gracias al Señor por concederles la victoria.
Todo comenzó a clarear de nuevo. Las nubes negras teñidas de sangre, volvieron a tomar su color blanco grisáceo. El cielo retornó a ser azul y el sol que se había ocultado volvió a resplandecer con mayor gloria.
Sanado totalmente de su herida por gracia divina, Santiago se dirigió a galope lento hacia Juan Diego y Luis Rafael, quienes ya no oraban ni temblaban. De pie sobre el rocoso suelo miraban agradecidos como su salvador se iba acercando a ellos con angelical sonrisa.
Al vencer a Satanás, la lesión causada por el Tridente Maldito se curó milagrosamente. Había ocasionado un pronunciado desgarrón de piel, pero nada grave y mucho menos mortal. De haber sido así, en segundos su cuerpo angélico se habría convertido en polvo y volado al viento.
Muy cerca de Juan Diego y Luis Rafael una brillante y violeta luz se proyectó desde el fondo del precipicio donde había caído Divor Klaus. Un silencio divino invadió el Kukenán y en instantes violines, arpas y flautas comenzaron a interpretar El Aleluya en el ahora límpido cielo.
Todos, incluso Santiago, miraron hacia la luz que resplandecía desde el voladero. Primero vieron asomar una mano que trepaba desde lo profundo del barranco. Después parte de un sombrero. A los pocos segundos el rostro radiante de Divor Klaus, totalmente sano, sin un rasguño.
El Elegido de Dios sabía que eso ocurriría si derrotaba al Rey de los Infiernos. Avanzó a trote lento hacia donde estaba y le tendió una mano para ayudarlo a terminar de salir del hueco. El arqueólogo llevaba en sus manos un pergamino no más grande que una simple hoja de papel enrollado. Le dio las gracias a Santiago y fue corriendo hacia el montículo donde había dejado su morral. Con desespero hurgó dentro. Buscaba algo, pero no lo conseguía. De pronto lo tenía en sus manos. Era el pequeño teléfono celular. Le dio a una tecla, el aparato se iluminó y su vista se dirigió hacia donde indicaba la hora. Y vio. Tres de la tarde en punto.
En Roma, en el interior de la basílica Santa María degli Angeli e dei Martiri, el reloj de Delamadrid marcaba las nueve y treinta de la noche. En ese preciso instante una poderosa luz se coló por la abertura del reloj solar y los iluminó a todos. El inmenso órgano que estaba en la nave central comenzó a tocar sólo, sin que mano humana lo operase, El Aleluya.
De las ochenta columnas romanas de mármol rojo que adornaban el templo comenzaron a desprenderse figuras de ángeles, arcángeles, querubines y serafines. Las esculturas de ángeles empotradas en las paredes de la iglesia tomaron vida y empezaron a volar en torno a los cientos de Elegidos de Dios allí reunidos dejando escapar a su paso un luminoso halo protector en torno a ellos. También de los inmensos cuadros de la basílica se descolgaron y tomaron vida los ángeles y querubines allí pintados.
− ¡El triángulo se ha completado! −exclamó lleno de satisfacción Filardo mientras estrechaba contra su cuerpo la delgada figura de Delamadrid, que de sus ojos dejaba descorrer grandes lágrimas de regocijo.
Hans se abrazó con fray Benítez, quien también tenía el rostro bañado en lágrimas. La dicha los invadía a todos.
Los vitrales de la iglesia relumbraban y parecían moverse a los acordes del órgano que estaba en la capilla de San Bruno. El retablo con La Aparición de la Virgen María a San Bruno se iluminó y el pequeño Niño Jesús pintado en su cuadro parecía sonreír.
Momentos antes de que se produjese la alineación y el Triángulo Divino proyectase su línea imaginaria en todo el universo, Hans, por sugerencia del doctor Filardo, dejó caer una navaja muy cerca de donde estaban amarradas Susanna Bertuccelli y Marcella Buti. La intención era dejarlas ir, pero no quería liberarlas en forma directa. Lo mismo hizo donde estaban amarrados los Dei Pax. La primera en darse cuenta de que el filoso objeto estaba tirado en el suelo fue la Bertuccelli. Con uno de sus pies fue arrimando la navaja hacia ella y ayudada por Marcella logró cortar las ligaduras que le ataban. Creyendo que no estaban siendo observadas, presuras huyeron hacia el vestíbulo circular de la entrada dejando abandonados a sus compinches. Delamadrid y Hans veían todo de reojo y estaban complacidos por la fuga.
Los Pax fueron más torpes. Lograron zafarse de sus ligaduras sólo a segundos de que se produjese la alineación y revelase el cambio divino en el interior de la basílica. Los tomó tan de sorpresa, que los que estaban por alcanzar la salida regresaron fascinados por el fenómeno. Los últimos en desatarse se pusieron de pie y con los rostros bañados en llanto caminaron hacia donde estaban Filardo y los demás. Habían decidido quedarse sin siquiera cruzar una palabra o mirada entre ellos. Un pequeño milagro había acontecido en la hora anunciada.
A los lejos se escuchó la estruendosa vibración de un fuerte terremoto que anunciaba que Divor Klaus había hallado La Vera Cruz. Todos, sin excepción, se postraron de rodillas y comenzaron a orar en silencio. En la Basílica Santa Maria degli Angeli e dei Martiri, siquiera una pluma se movió ni el candil de los cirios bambolearon.
En la solitaria colina cercana al Gran Atlas, en Marruecos, Débora, Simón y Dark, quien todavía tenía colgada la ametralladora del hombro, se habían acomodado alrededor del Cuarzo de María Magdalena que José Pedro había colocado sobre su mochila y lo tenía alineado hacia el Tabor, en Jerusalén, donde también iluminaba la estrella Sirius.
De pronto, a la misma hora y simultáneamente con lo que ocurría en Roma y el Kukenán, el cuarzo comenzó a brillar. La esplendida piedra sagrada emitía paradisíacos destellos color violeta. El ex capitán de asalto consultó el reloj. Eran exactamente las siete y media de la noche.
− ¡Mira! −exclamó Débora al ver que una inscripción se materializaba en el interior de todas y cada una de las aristas de la Piedra Sagrada.
José Pedro puso una rodilla en tierra y comenzó a leer sin mover ni tomar el cuarzo en sus manos. Únicamente movía la cabeza en dirección de las letras, todas escritas en arameo.
−Los 3 hablarán por Cristo, el Omnipotente, el Señor de los cielos y la tierra, el Redentor, el Omnipresente, el que estuvo, está y estará cuando todos los elegidos hayan nacido y multiplicado 3 veces 3 en el tiempo del día 3 −leyó guiado por el reflejo de Sirius.
Al terminar de leer la profecía un rayo que surgió del centro de Sirius tomó el rastro indicador de la luz del cuarzo. Estupefactos, todos lo siguieron con sus ojos hasta que en la lejanía donde mansamente fue a reposar, un gran relámpago encendió parte de la bóveda celeste.
− ¡Qué raro! −expresó extrañado el joven arqueólogo−. En la profecía el número tres está escrito en forma de número y no en letra o caligrafía aramea.
–Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches –expresó con dulzura angelical Débora.
–Ese es un versículo del Evangelio de Mateo… Yo lo recuerdo – manifestó sobresaltado José Pedro–. ¿Significa algo en este momento? –interrogó.
–La reina del Sur se levantará en el juicio contra esta generación y la condenará –agregó Débora citando otra frase recogida en el mismo Evangelio de San Mateo y dicha por Jesús cuando un día de reposo descansaba junto a sus discípulos en un sembradío de olivos.
En las oficinas del Servicio Secreto Vaticano reinaba el estupor y la confusión. Todos los noticieros del mundo anunciaban que a las nueve y treinta en punto de la noche del Domingo de Resurrección, el Vaticano había sido parcialmente destruido por un fuerte terremoto que tuvo su epicentro en los apenas 0.44 kilómetros cuadrados de las fronteras del Estado Pontificio. Ni una onda, de acuerdo a los expertos en asuntos sismológicos, había salido de la latitud y longitud de su perímetro. Su ensordecedor ruido se escuchó en toda la Ciudad Eterna, pero siquiera el más leve movimiento se percibió sobre calles, paredes o edificaciones romanas.
Sólo la Basílica de San Pedro, la plaza y las columnatas no habían sufrido daño alguno. En un primer informe las pérdidas habían sido cuantificadas como multimillonarias, ya que muchas obras de arte consideradas paganas por haber sido realizadas por manos de pintores y escultores ateos a través de los siglos y guardadas en los Museos Vaticanos, habían sido destruidas. No así otras importantes obras ejecutadas por las manos maestras de artistas considerados cristianos.
Las noticias también indicaban que aunque los daños materiales eran cuantiosos, sólo hubo dos víctimas que lamentar. Dos mujeres que a esa hora paseaban entre las grandes columnatas que circundan la Plaza San Pedro. El informe señalaba que murieron aplastadas al caerle encima la pesada escultura de granito de San Onofrio y que de las doscientas ochenta y cinco columnas con esculturas de santos que coronan toda la plaza, sólo esa se había derrumbado. “Quedaron abrazadas una de la otra bajo los escombros. Una de las manos de las mujeres, la cual todavía no ha sido identificada, señalaba con su índice hacia el sur. Se cree que eran dos jóvenes arqueólogas romanas”, afirmaba un reportero italiano durante un escueto boletín televisivo que transmitía para la RAI, en vivo y directo, desde el Vaticano.
Pellegrino y el cardenal Ribera tenían sintonizada el mismo canal televisivo. Mudos y temblorosos escuchaban las noticias.
− ¡Dios está castigando todos tus pecados y los de la Iglesia! −espetó con asco y rabia el cardenal Ribera a Pellegrino.
− ¡Serán tus torturas y asesinatos, maldito criminal! −contestó el anciano monseñor llevándose una mano al pecho aquejado de un fuerte dolor intercostal.
−Los papiros decían la verdad, estaban en lo cierto. Encontré La Vera Cruz pocos segundos antes de que una fuerza poderosa me devolviese de las profundidades y fue precisamente a las tres de la tarde −explicó pleno de regocijo Divor Klaus.
−La hora que expiró Jesús en el Gólgota −contestó el joven Elegido.
−Así es Ángel Santiago −confirmó Divor despojándose de su sombrero.
− ¿Y cómo sabes su nombre? −indagó sorprendido Luis Rafael, quien ya había recuperado la calma y el color de su rostro.
−Aquí está la profecía de La Vera Cruz −anunció el arqueólogo mostrando el papiro con el que había subido, obviando adrede la pregunta de Luis Rafael–. Tú sabías que la Cruz estaba aquí −afirmó dirigiéndose a Juan Diego−. Por eso no querías que bajara, ¿no es así?
−No podía revelarle a un desconocido un secreto que fue guardado por nuestros ancestros durante milenios. Los antepasados decían que vendría alguien y la encontraría, pero no hablaron de una profecía −respondió El Místico con honestidad.
−Yo tampoco te podía revelar mi secreto porque estaba escrito que no debía hacerlo −expresó el joven arqueólogo refiriéndose a su terquedad de querer bajar al precipicio pese a sus advertencias.
Divor Klaus había ido al Kukenán a buscar La Vera Cruz porque en los papiros envueltos en la lanza de Longino que encontró en el Monte Tabor, se aseveraba que fue llevada allí por los esenios en el año 33 d.C.
Años antes de comenzar sus prédicas Jesús estuvo mucho tiempo con los esenios, una casta de judíos muy mística y espiritual, asentada a orillas y colinas adyacentes al Mar Muerto, donde se hallan las famosas cuevas del Qumram. Jesús era su discípulo predilecto.
La fraternidad de los esenios, compuesta por hombres y mujeres santos, se consideraban guardianes de las Divinas Enseñanzas. Poseían un gran número de manuscritos antiguos, muchos de los cuales provenían del inicio de los tiempos. Algunos de sus miembros pasaban años descifrando códigos de papiros que después traducían a otras lenguas a fin de perpetuar y preservar su avanzado conocimiento espiritual.
A través de otros escritos el arqueólogo descubrió que la mayor parte de los llamados años perdidos de Jesús, que fueron de los doce a los veintiséis años, estuvo con los esenios, aprendiendo y estudiando sobre la vida ascética. Ellos fueron sus maestros y guías espirituales, de quienes también adoptó su vestimenta de lino blanco con la que siempre predicó por toda Palestina.
Santa Ana, José y María, Juan el Bautista, Juan el Evangelista, así como la gran mayoría de seres místicos a quienes se les atribuye la fundación de lo que tiempo después se conoció como cristianismo, fueron esenios.
El lugar donde estuvieron asentados fue en épocas remotas refugio del Rey David y en sus cuevas escondieron fragmentos de los Libros del Génesis, algunas de las citas más antiguas de los Diez Mandamientos, el Deuteremonio, Salmos, algunos Evangelios posteriormente atribuidos a discípulos de Jesús, pero que en realidad fueron escritos por ellos en papiros hechos, en su mayoría, con piel de cabra.
A través de la lectura de los pergaminos Divor Klaus se enteró que una madrugada, al tercer día después de la muerte de Cristo, o sea el mismo Día de la Resurrección, un grupo de esenios, conformado por 33 de sus más fuertes hombres, salieron hacia el Monte del Calvario, que quedaba exactamente a 33 kilómetros de donde ellos tenían sus asentamientos a orillas del Mar Muerto, a buscar La Vera Cruz, La Cruz de La Crucifixión, y la llevaron hasta una cueva cercana al Qumram. Allí fue ungida con oleos perfumados y recubierta con fino lino blanco. La cueva fue tapada y custodiada durante las veinticuatro horas del día.
Durante un día de ese mismo año de la muerte y Resurrección de Jesús, los esenios vieron una gran estrella que surcaba los cielos con dirección a la tierra y decidieron llevar La Vera Cruz en el sitio donde cayese aquella bola de fulgurante luz violeta. Así programaron un largo viaje.
Desde el Mar Muerto salió una gran caravana compuesta por 3.333 piezas, entre hombres, bestias y carretas para iniciar la búsqueda del sitio donde había caído la estrella. La caravana la integraban los hombres más fuertes, místicos y jóvenes, escogidos entre los más aptos esenios. Entre ellos iban también mujeres y niños que habían sido educados desde temprana edad en las enseñanzas ascéticas. Todo el pueblo esenio que se quedó en las márgenes del Mar Muerto, se encomendó en devota y continua oración hasta que los viajeros regresasen con buenas nuevas del largo y peligroso viaje.
En los escritos hallados por Divor Klaus se aseguraba que los integrantes de la caravana emplearon 33 años en encontrar el sitio donde había caído la estrella. Recorrieron desiertos y países extraños y desconocidos preguntando y tomando notas sobre la estrella perdida. Muchos de ellos fueron dejando sus vidas en el camino a manos de salteadores y asesinos.
Casi al final de los 33 años, de tanto buscar e indagar llegaron a lo que es hoy el continente americano y después a lo que luego sería Venezuela. Cómo hicieron para pasar el océano, nadie lo sabe porque ningún escrito lo relata. Al llegar a La Gran Sabana los pocos que quedaban, que apenas eran 333 de todos los que partieron, fueron recibidos con júbilo por los aborígenes locales, los ancestros de toda la etnia pemón, entre ellos los de Juan Diego y Luis Rafael, y conducidos a lo alto del Kukenán, donde les dijeron que había impactado aquella gran estrella color violeta venida del cielo.
Guiados por los pemones, todos los 333 esenios que quedaban de la gran expedición, subieron al tepuy y en el precipicio donde había caído Divor Klaus, vieron lo mismo que los ojos del joven arqueólogo, un gran y deslumbrante cuarzo color violeta, tan grande como un estadio de fútbol, que emitía destellos divinos. Era la estrella perdida. Bajaron hasta allí y en ese lugar sagrado depositaron La Vera Cruz. Encomendaron su custodia a los amigables pemones con la advertencia de no decirle a nadie dónde estaba la cruz que ellos habían llevado desde las remotas tierras de Jesucristo.
A fin de resguardar el santo lugar, los pemones inventaron la historia de que el Kukenán estaba maldito y que quien osase remontar su cima luego se suicidaría. En esos mismos días comenzaron a llamarla La Montaña de los Suicidios. De esa forma, al divulgar la tenebrosa leyenda en toda la extensa y soberbia Gran Sabana, evitaron durante milenios que La Vera Cruz fuese profanada.
Desde aquel entonces la Cruz Sagrada estuvo protegida siempre, hasta que Divor Klaus descubrió el misterio de dónde estaba y quiénes la habían llevado desde la antigua Palestina hasta tan lejos.
Mientras reponían fuerzas para emprender el largo viaje de regreso y notificar a su pueblo que la misión sagrada había sido cumplida, los 333 esenios sobrevivientes de la larga expedición, se quedaron entre los pemones enseñándoles doctrinas de paz y amor. Durante el tiempo que permanecieron entre ellos su número se fue reproduciendo y multiplicando porque sus mujeres fueron alumbrando nuevos críos, todos puros porque nunca se mezclaron con los aborígenes, ni los pemones intentaron mezclarse por creerlos dioses venidos del inmenso universo. Cuando su número se multiplicó de tal forma que de 333 se convirtieron en 3333, emprendieron regreso.
Con la ayuda de los pemones ya habían construido todo lo que necesitarían para el viaje. Antes de partir les dijeron que el día signado por el destino y escrito en los cielos, un hombre, el mismo día en que se celebraba la Resurrección de Cristo, sería enviado allí para encontrar La Vera Cruz y que únicamente lograría su misión si verdaderamente su fe era maciza como roca y que el hallazgo sólo podría hacerse a las 3 de la tarde de un Domingo de Resurrección.
Los 3333 refortalecidos y aprovisionados esenios, vestidos con sus impecables batas de lino blanco, emprendieron el largo viaje de regreso. Con ellos se llevaron un pequeño pedazo de aquel inmenso cuarzo color violeta de La Estrella Perdida. Fue el mismo que mucho antes de morir María Magdalena, acompañada algunos de sus más fieles y santos seguidores, escondió en Las Cascadas del Ouzoud para que en el tiempo previsto por Dios pudiese realizarle la alineación y con ella El Triángulo Divino.
Otros 33 años les costó el retorno a los esenios y esta vez únicamente 33 de todos los que habían partido llegaron con vida y contaron la historia, la cual se fue transmitiendo de generación en generación durante todo el tiempo que perduró su casta asentada en las márgenes del Mar Muerto y el resto de Jordania.
−Vi un cielo nuevo y una Tierra Nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más… −sentenció Santiago extasiado mientras acariciaba la crin de Verbo−. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron. Y me dijo, yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida −concluyó proféticamente mientras con angelical sonrisa miraba a los dos pemones.
−Ahora sí terminó todo, ¿verdad? −preguntó Luis Rafael, quien no cabía de contento al ver que La Gran Sabana había recobrado su brillo y resplandecía de vida bajo el radiante sol.
−Si… El maligno se ha ido a dormir por otros mil años −contestó el joven ángel.
−Lee lo que has traído de abajo, de la cruz –propuso Juan Diego mientras acariciaba el lomo de Verbo, quien dócil se dejó tocar por aquel devoto pemón de piel cobriza.
Divor Klaus miró a Santiago y éste le dio su aprobación moviendo la cabeza. El arqueólogo desplegó el pequeño trozo de piel de cabra tan fino como una hoja de papel donde estaba escrita la Sagrada Profecía de La Vera Cruz y a la luz del sol sus ojos se posaron sobre aquellas extrañas letras.
−Su texto es corto, pero fácil de comprender −afirmó sosteniendo con delicadeza santa el papiro para que no se le fuese a destruir entre las manos, y leyó−: Regresaré a la tierra en el 33, el preciso día en que todos los 3 del tiempo estén perfectamente alineados en el universo.
− ¿Y sabes qué quiere decir eso? −preguntó Luis Rafael curioso.
−Creo que sí −aseveró Divor Klaus−, pero eso no debe preocuparte. Lo que si debe intranquilizar a la humanidad es la otra profecía.
− ¿Cuál? −preguntó Juan Diego mientras Santiago daba una suave palmada en la grupa de Verbo.
Enseguida el hermoso caballo alado con mirada de santo acató la orden y comenzó a volar hacia el infinito y claro cielo. Su tiempo en la tierra había terminado y su misión cumplida.
−El de la peste... Una especie de virus que se transmitirá a través del dinero y acabará con más de un tercio de la humanidad −afirmó con seguridad mientras el joven pemón abría sus ojos de par en par.
− ¿Qué es eso de virus?... ¿Cuándo vendrá la peste? −preguntó alarmado Luis Rafael creyendo que después de la pesadilla que acababa de vivir pronto tendría que pasar por otra terrible experiencia.
−El virus es una plaga muy mortal. Una forma de castigo que nace de la propia naturaleza a la cual los hombres han maltratado despiadadamente a través de los siglos −explicó ante el sobresaltado pemón−. No sé cuando ocurrirá, pero pienso que mucho antes del día de todos los 3 −agregó sincero.
Divor Klaus no había podido descifrar en tan corto tiempo todo el contenido de la profecía. Aunque esa parte, en especial, la tenía bastante clara. Le faltaba encajar unos símbolos que no entendía, aunque sabía que pertenecían al arameo antiguo, el que se hablaba en los tiempos de los profetas y de Jesucristo. El temerario arqueólogo miró a Santiago en busca de ayuda, pero el Elegido de Dios le hizo señas de no poder ayudarlo encogiéndose de alas y hombros.
−No comprendo −afirmó confuso el más joven de los pemones.
−Se los explicaré con palabras sencillas −expresó Divor Klaus buscando en su mente la forma más elemental de decirlo−. Va a ser una enfermedad que mutará de los árboles debido al excremento, la pupú, de algunos pájaros que anidan en los bosques de donde se saca la madera para fabricar el dinero −manifestó mientras Juan Diego y Luis Rafael seguían sus palabras con la boca abierta−. Es un líquido que le da un color verdoso al papel moneda. Será transmitido de mano en mano a través de los billetes y se esparcirá por el mundo causando millones de muertes en apenas pocos días.
− ¡Ahhh!... ¡Ahora si entendí! −exclamó Luis Rafael embobado.
−Debo irme −interrumpió Santiago a quien el Espíritu Santo lo había despojado delicadamente, tal como se la había puesto, de armadura, escudo y espada después de la batalla, aunque no de sus alas.
– ¿Por qué no te quedas con nosotros? −solicitó con humildad Juan Diego.
−No puedo −aseveró lacónico, pero con paz celestial en su rostro al sentirlos seguros y por no haber sufrido daños ni heridas durante los embates del maligno.
Santiago les dio la espalda y comenzó a caminar hacia la saliente de un risco. Subió hasta lo más alto de uno que tenía el pico encorvado y desde allí contempló la hermosa sabana que tenía abajo.
A los pocos segundos volteó para ver nuevamente a sus compañeros de aventura. Los tres hombres lo miraban con santa admiración y agradecimiento.
−Amen a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ustedes mismos y los problemas del mundo desaparecerán… ¡Nunca olviden estas palabras! −recomendó con etérea sonrisa.
Contempló por otro instante sus rostros iluminados de fe y sincera esperanza, giró el cuerpo hacía la inmensa sabana y posó sus ojos sobre aquel paraíso pincelado de verde y ocre.
− ¿Cuándo nos volveremos a ver?… ¿Dónde nos encontraremos? −gritó con desespero Divor Klaus al verlo dispuesto a partir.
− ¡En La Ventana de Agua! −exclamó desplegando sus anchas alas blancas.
− ¿En La Ventana de Agua? −repitió extrañado Divor mientras lo veía desprender vuelo hacia el corazón de La Gran Sabana.
PRÓXIMO MIÉRCOLES
Primeros cinco capítulos de LA VENTANA DE AGUA