A fin de hacerla más lenta, provechosa y de fácil lectura, iré publicando semanalmente cinco capítulos de esta novela que forma parte de la trilogía de El Papiro, cuyo primer libro terminé de editar el pasado miércoles 8 de junio, pero si no lo ha leído y desea hacerlo, lo encontrará en su totalidad en el archivo del blog. La estrella perdida consta de 267 página word divididas en treinta y tres capítulos, por lo que la semana final publicaré los tres últimos. Al terminar La estrella perdida y a fin de concluir con la trilogía, editaré bajo el mismo procedimiento La ventana de agua, la tercera novela de esta interesantísima saga de suspenso, aventura y acción.
Sinopsis
Un grupo de arqueólogos pertenecientes a la Cofradía del Omne Verum, reconocidos estudioso de los papiros de Getsemaní y de Jerusalén, descubren el misterio de la Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su muerte. Los escritos revelan que los esenios, hermandad de la cual formaba parte Jesucristo, la habían escondido en la cima del Kukenán, el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo gangsteril al servicio de la Iglesia, busca apoderase de ella, pero se topa con otro gran secreto: la aparición en la Tierra de los Nion, una especie de niños ángeles, quienes nacen asexuados. El doctor Aristócrates Filardo, un psiconeurólogo español de fama mundial, advierte que los Nion o Elegidos de Dios, tienen un par cromosómico muy diferente al de los humanos y que en una de sus células se observa una microscópica cruz brillante. Entre tanto, en una cueva subacuática de Las Cascadas del Ouzoud, en Marruecos, otro arqueólogo de la Cofradía del Omne Verum halla el enigmático Cuarzo de María Magdalena. En sus aristas la piedra tiene grabada una extraña inscripción con los códigos de la alineación del Triángulo Divino, el de la Santísima Trinidad, donde se revelarán nuevas e impresionantes profecías para la humanidad.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Intrigas, muertes y confabulaciones se apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece la alineación del Triángulo Divino.
Caps. 11 al 15.
11
José Pedro, Simón y Débora dejaron el bosque de olivares donde se sentaron a descansar y secar la ropa y se dirigieron hacia unas pequeñas colinas que se levantaban hacia el norte de las cascadas. Pensaban que desde arriba verían algún camino o, en el mejor de los casos, una aldea desde donde poder llamar por teléfono y solicitar ayuda.
Todavía era temprano. El sol daba una pincelada magistral a los desfiladeros de El Abid, los cuales se veían imponentes.
Marchaban callados. Sólo sus insondables pensamientos los acompañaban. Se sentían seguros, aunque exhaustos.
No había que ser adivino para suponer que los malhechores que buscaron secuestrarlos estarían merodeando y haciendo preguntas en los alrededores del Hotel Assounfou, donde se hospedó José Pedro. Por nada pensaba volver allá. Además, el poco equipaje que llevó, así como sus apuntes, estaban mojados, pero bien seguros en la mochila.
−Descansemos un rato –solictó José Pedro–. No estoy entrenado para esto… Cuando regrese a Caracas me pondré a hacer ejercicios –manifestó jadeante.
Grandes goterones de sudor rodaban por frente y sienes del arqueólogo y sus acompañantes.
−No te preocupes. También estoy que no puedo más −lo secundó Débora sentándose a su lado.
−Estoy tan molido como ustedes… A veces la tensión cansa más que el ejercicio físico −puntualizó Simón echándose junto a ellos.
−Falta poco. Espero que desde arriba podamos ver la carretera o algún camino −reflexionó el arqueólogo mientras con sus dedos se rascaba la cabeza.
−Un presentimiento me dice qué sí −contestó Débora risueña, como si supiese que ese era el camino que los sacaría de allí y que la decisión que tomaron fue la correcta.
− ¿Un presentimiento? −interrogó mirándola extrañado.
−Si, algo me indica que ésta es la vía y que encontraremos ayuda.
−Con ustedes no discuto… Saben cosas que yo no sé y tampoco sé cómo lo hacen… Por ahora no buscaré entenderlos, estoy muy cansado… Pero los seguiré dónde vayan.
−Gracias por tú confianza −expresó complacido Simón poniéndose de pie−. Debemos seguir −agregó haciendo señas de que se levantasen del suelo.
−Recuerda que somos tus ángeles protectores −lo animó Débora con una dulce sonrisa al tiempo que se incorporaba.
− ¡Gracias! −manifestó el arqueólogo y tomó la mano que le extendía para ayudarlo.
Se asió de ella y simulando un gesto de desvanecimiento que reflejaba cansancio, se paró.
−No podemos quedarnos todo el día aquí, hay cosas qué hacer −urgió Simón al verlo tan desanimado.
−Lo sé y no sabes lo mucho que me importa y lo tanto que deseo descifrar de una vez por todas el acertijo −subrayó refiriéndose al cuarzo.
−Lo harás y pronto. Tenemos plena fe en ti −manifestó Débora regalándole otra de sus sonrisas.
−También tengo mucha fe en ustedes −dijo retribuyéndole los elogios y la confianza que habían depositado en sus capacidades científicas.
Mientras subían una arcillosa cuesta llena de espinos y centenarios olivares, José Pedro se detuvo y echó una mirada a Las Cascadas del Ouzoud, las cuales se veían lejanas y semiocultas entre los arbustos. No pudo evitar un suspiro. Hasta desde aquella distancia y cubiertas de matorrales lucían majestuosas.
− ¡Estás encantado! −exclamó Débora pasándole el brazo sobre los hombros.
− ¿Quién no lo estaría ante tanta belleza?... Ahora que sé su secreto las veo de forma espiritual −explicó al tiempo que un pequeño arco iris se dibujaba en el centro semioculto de las cascadas.
−Lo sé… A nosotros nos sucedió lo mismo −confesó.
– ¡Apúrense!... Ya falta poco −alentó Simón.
− ¡Allá vamos!… –gritaron al unísono y apuraron el paso para alcanzar a su compañero que estaba a pocos metros de la cima.
Con su larga cabellera batiendo al viento, Simón miraba los alrededores. Gargantas profundas y cuevas misteriosas abiertas por el tiempo y la erosión, rodeaban el Azilal y la quebrada Wadi el Abid. Desde esa altura podía verse toda la meseta en su incógnito misterio.
−Ouzoud en bereber significa oliva. Las cascadas tomaron ese nombre porque hay muchos olivares por aquí −explicó Débora mientras corría los últimos metros para alcanzar a Simón.
José Pedro quedó rezagado. Tanto, que sus compañeros estaban fuera del alcance de su vista. Aunque de porte atlético y sin aparente sobrepeso, el arqueólogo estaba realmente agotado. Daba los últimos pasos con tanto esfuerzo que no parecía tener apenas veintiocho años.
− ¡Quédate dónde estás y no te muevas! −escuchó a sus espaldas seguido del chasquido seco de la carrilera de una pistola que regresaba a su posición de tiro.
El arqueólogo quedó inmóvil. Siquiera se atrevió a mover un músculo. Por su cerebro pasaron muchas interrogantes, pero un solo pensamiento quedó grabado en su mente: “Moriré sin descifrar el misterio del cuarzo”.
Presintió que era el final. Que los hombres que con tanto ahínco lo buscaban al fin lo encontraron en medio de la nada y solo, sin la ayuda de sus amigos. “¿Dónde se fueron a meter los que se decían mis ángeles protectores? ¿Por qué me abandonaron?”, se preguntó en desesperada reflexión interior.
Pese a no quedarle fuerzas para un paso más, un destello de energía y decisión invadió todo su cuerpo. Defendería el preciado tesoro a costa de su propia vida. El Cuarzo Sagrado no podía caer en manos profanas.
Giró resuelto y en el preciso momento que iba a golpear con el morral al extraño, escuchó un grito.
− ¡John es nuestro amigo! –alertó inquieto Simón y comenzó a correr cuesta abajo.
Al escuchar aquella voz salvadora José Pedro se dejó caer sentado sobre el arcilloso suelo y con ambas manos se tomó la cabeza.
− ¡Qué susto, Dios mío! −alcanzó a decir luego de una fuerte y liberadora exhalación.
−Esperaba verte en la cima… ¿Desde hace cuánto estás aquí? −preguntó el fortachón al recién llegado.
−Bastante. Unos trituradores de granos me dijeron que unos extraños estaban buscando a un profesor occidental, por eso decidí subir por este lado…
−Hiciste bien…
−Además, todos los descensos están custodiados por esos tipejos −explicó el recién llegado mientras guardaba su reluciente pistola en el cinto del pantalón.
Alto, muy atlético, pero no tan fornido como Simón, el desconocido vestía camisa caqui y pantalón de camuflaje color marrón, muy similar a la tierra calcárea de la zona. En su cabeza llevaba una gorra de béisbol con las iniciales NY tejidas en la parte superior, arriba de la visera. Parecía ser un hombre común y corriente, pero para nada lo era.
−Estuve llamando, pero tú celular y el de Débora están “muertos”.
−Se quedaron abajo con nuestras cosas… Los tendrán los bandidos que nos atacaron −señaló Simón.
−Entonces tienen mi número… Si son expertos ya deben saber nuestra posición y podrán rastrearnos −precisó.
Sacó de uno de los bolsillos el celular que llevaba, lo abrió, quitó la pila y volvió a cerrarlo. De esa forma evitó que sirviese de transmisor. Con la pila puesta, aunque el aparato esté apagado, funciona como emisor de señales y con una pequeña antena satelital se puede saber ubicación y coordenadas exactas del portador. El hombre que estaba con ellos lo sabía porque en sus tiempos de guerra de esa misma forma había localizado y destruido a muchos de sus más encarnizados enemigos.
−Esperemos que no lo logren… Con lo de allá abajo ya fue suficiente −expresó Simón mientras volteaba hacia el joven arqueólogo−. Disculpa José Pedro −se excusó sonreído−. Te presento a John Dark, un gran y leal amigo. Y a ti John, al profesor que esos bandidos están buscando.
−Aunque lo vi de espaldas, imaginé que debía ser el bendito profesor. Tenía que asegurarme… Por estos lados no se puede confiar en nadie –dijo a manera de disculpa.
−Por poco me matas del susto −manifestó extendiéndole la mano. −Es un placer tenerlo de nuestro lado.
−También para mí es un placer saber que estás con nuestra causa.
− ¿Cuál causa? −preguntó intrigado José Pedro.
−Es una forma de decir, profesor… Sólo una forma de decir…
−Él también conoce a Santiago. Lo salvó de morir −intervino Débora, quien también había bajado hasta donde estaban, a fin de evitar que el intrascendente asunto de la “causa” tomase un rumbo espinoso.
− ¿De morir?... ¿Cómo fue eso?
−Es una larga historia profesor… Algún día se la contaré. Lo importante es que ahora está vivo.
− ¿Y tú sabes dónde?... ¿Qué hace? −quiso saber José Pedro.
−Nadie, al menos de los que estamos aquí, sabe dónde está y mucho menos qué está haciendo…−indicó el rudo y extraño personaje que hablaba y actuaba muy diferente a Simón y Débora−. Usted es muy joven profesor y todavía le falta conocer y vivir muchas cosas… Paciencia. Cuando tengamos un poco de tiempo lo ilustraré… Por ahora lo más importante es salir de aquí.
−Desde arriba vi una carretera. Creo que es la que va hacia Khemis-des-Oulad −señaló Simón dirigiéndose a John.
−En aquel desfiladero tengo oculta la Hummer −expresó señalando el lugar−. Nos desplazaremos en ella hasta salir a la carretera 1811. Luego tomaremos la número 8. En unas dos horas, o quizás un poco más, estaremos en Marrakech.
− ¿Pasaremos por Tammelet? −preguntó Débora batiendo al viento su despeinada cabellera rubia.
−Sí, pero primero pararé en Kelma-des-Sranghna, donde debo recoger un paquete que me hará sentir más seguro.
− ¡Armas! −adivinó Simón moviendo la cabeza en forma de desaprobación− .Sabes que estoy contra ellas.
−Lo sé amigo, pero a mi me hace sentir mejor cuando las tengo a mi lado, muy cerca de mi −dijo señalando una de sus piernas−. Y mucho más ahora, con esos cazadores de cabezas buscándolos… ¿Por qué preguntaste si pasábamos por Tammelet? −indagó dirigiéndose a Débora mientras comenzaba a bajar la colina.
−No por nada. No tiene ninguna importancia… Si debemos ir hacia allá iremos −respondió la joven restándole importancia al asunto.
−Debemos porque es la vía hacia Marrakech… Si hay otra no la conozco… Al menos en los mapas no sale −expresó Dark quitándose la gorra−. Hacía allá −indicó señalando un grupo de matorrales−. Ahí esta el vehículo.
− ¿Dark era “el presentimiento” que tenían, verdad?... La ayuda que esperaban encontrar −preguntó bromeando José Pedro quien hasta ese momento iba muy callado detrás ellos.
−Te teníamos esa sorpresa −contestó Débora sonreída.
− ¡Y qué sorpresa!... Casi me mata del susto.
−Tampoco nosotros sabíamos que estaría en la colina… Lo esperábamos encontrar abajo, cerca de la carretera, pero él siempre nos encuentra primero. No sé cómo lo hace pero siempre lo logra −explicó con total honestidad la joven cuyos ojos acaramelados se veían radiantes con los estertores del ocaso.
− ¿Tienen hambre? −preguntó Dark al verlos tan deshechos y agotados−. Hacia los lados de Bin-El-Ouidane venden unas truchas exquisitas y sólo cuestan unos pocos dirham. Antes de subir para acá, me comí un par de ellas. Se las recomiendo. Son realmente deliciosas −afirmó con la intención de animarlos.
− ¿Queda lejos de aquí? −preguntó Débora.
−Un poco… Nos desviaríamos sólo unos cuantos kilómetros, pero vale la pena.
−Es mejor no salirnos de la ruta Dark. No hace falta… En nuestras mochilas teníamos unos panecillos de jamón y eso fue suficiente para nosotros… ¿No es verdad Débora?
−Así es y estoy de acuerdo con Simón. Es mejor no desviarnos.
−Yo tampoco tengo hambre. Comí muchísimo antes de subir previendo que no lo volvería a hacer hasta la noche −señaló José Pedro al ver que nadie preguntó sobre su apetito.
−Bien, entonces sigamos y olvidémonos de las truchas. Será en otra oportunidad. En la Hummer tengo otros “juguetes”. No te vayas a poner nervioso −comunicó el recién llegado a Simón dándole unas palmaditas en la espalda.
−Algún día tus “juguetes” nos harán pasar un mal rato −contestó resignado, pero sin demostrar molestia.
−Pero también evitarán que nosotros lo pasemos −sentenció Dark deslizándosele por un lado para tomar la vanguardia−. Recuerden, nada de paradas hasta que yo lo diga. Si tienen que hacer pis háganlo ahora o reviéntense en el vehículo.
Quien estaba impartiendo órdenes e indicando la ruta a seguir, era John Dark, el ex veterano capitán de asalto de la décima tercera brigada aerotransportada del ejército norteamericano que luchó en Afganistán e Irak y que rescató junto a Raquel y el Remedón a Santiago del Monasterio de San Felipe, donde estaba siendo torturado por un grupo de teólogos capuchinos que creían que el muchacho era un enviado de Satán, un falso profeta.
Meses después del rescate y puesta a salvo de Santiago en un paraje selvático de La Gran Sabana, ese mismo John Dark fue contactado por Simón y Débora y otras personas del mismo grupo para trabajar unidos a fin de alcanzar lo antes posible la Tierra Nueva revelada en las profecías entregadas por Santiago a Raquel para que fuesen reveladas al mundo.
La difusión del mensaje se cumplió, aunque no fue muy tomado en cuenta. Pocos periódicos la publicaron con cierta importancia y respeto. En la gran mayoría de noticieros y diario pasó como noticia de segunda. La Iglesia le restó significado y condenó el escrito. Todo se olvidó muy pronto y nadie más insistió en el asunto, aunque a puertas cerradas y tras los muros del Vaticano se analizaba punto por punto y en forma meticulosa la exégesis del mensaje.
Otros miembros de la Iglesia dedicados a la fenomenología cambiante del universo, seguían como sabuesos los rastros de los niños que nacían con cola y que en su costado derecho tenían una inscripción en arameo cuyo significado ellos desconocían. Sabían que existían hombres igual a Santiago en otras partes del mundo, pero hasta ahora no habían podido capturar ni conocer el paradero de ninguno de ellos.
Los tenían bajo sus narices, pero se empeñaban en buscarlos entre gente extraña o con anatomía amorfa. Sus pistas e intentos siempre se convertían en fracasos.
Si hubiesen dirigido sus miradas hacia gente normal, quizás sus resultados habrían sido otros. Simón y Débora eran dos ejemplos de ello. Tenían cola y tatuado en su costado derecho, a la altura de la quinta costilla, una especie de triángulo color paja quemada de unos siete centímetros de grosor con la forma de un pez semejante a los que dibujaban en las cavernas los primeros cristianos. En su interior, en claro arameo tenía la inscripción del papiro 3J3 que decía: Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola.
José Pedro conocía la inscripción del papiro 3J3. Lo había descifrado de memoria tiempo después que Santiago le había mostrado su tatuaje en el laboratorio de la universidad de Caracas. Por eso no se alarmó cuando la cola de Simón se transparentó bajo los rayos del sol mientras nadaba en la poza del Ouzoud. Presumía que también Débora debería tenerla, por eso no insistió para que se quitase la ropa mojada después de huir de sus atacantes.
Tanto Santiago, como Simón y Débora y quién sabe cuántos otros más en el mundo, tenían en sus cuerpos el profético tatuaje que los identificaba como Elegidos de Dios, portadores del Ichthys, el pez, cuyo significado es Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador y no personas diabólicas como presumían algunos jerarcas de la iglesia católica.
12
Delamadrid seguía con la cara tirada sobre la mesa. Parecía profundo. El profesor Müller no sabía qué hacer. Se movía nervioso y estaba apenado por la situación que se le acababa de presentar. En su rostro podía leerse una gran disculpa hacia los que le observaban.
No sabía si irse y dejar al famoso arqueólogo tirado en la mesa, pasando la mona, o quedarse hasta que despertara. Estaba indeciso. Otra oportunidad como esa, de estar a solas y de tú a tú con Delamadrid, una de las autoridades mundiales más reconocidas dentro del campo de la arqueología y papirología, sabía que difícilmente se le presentaría otra vez.
Su incomodidad era evidente. Además, aborrecía las bebidas alcohólicas. Aceptó lo tragos con otra intención. Sus funestas consecuencias las había sufrido en carne propia desde muy joven. Debido a ello se convirtió en una suerte de abstemio que sólo bebía en raras ocasiones. Cuando era inevitable y la situación así lo ameritase. Y esta vez lo ameritaba, y mucho. Más en ese preciso instante, cuando el profesor estaba a punto de revelarle, ante su aparente y deliberada indiferencia, algo que supuestamente revolucionaría al mundo científico y pondría a la humanidad de cabeza.
Otro par de minutos fueron más que suficientes para que Müller se decidiera dejar el local.
La bochornosa situación le incomodaba. Creía que la gente que estaba en el bar, así como los meseros que de cuando en cuando pasaban por su lado, lo miraban con desprecio. En su imaginación suponía que le recriminaban su apática actitud, aunque en verdad no sabía qué hacer.
Vació el resto del brandy que quedaba en su copa en un cenicero repleto de arrugadas servilletas de papel y se dispuso a llamar al mesero para pedir la cuenta, pagar e irse.
Aquel simple acto de tomar la copa entre sus dedos y vaciarla en el cenicero hizo que su mente fuese asaltada por funestos recuerdos de la juventud, los cuales estaban desde hace tiempo enterrados en las cavernas de su memoria. Como si lo estuviese viviendo nuevamente, en aquel instante recordó las miles de veces que se encontró en la misma situación en su Alemania natal cuando su padre, el finado Heinrich Müller, quien llevaba el mismo nombre y apellido de su tío, el tristemente célebre y sanguinario Heinrich Müller, mano derecha de Hitler, yacía borracho en la misma posición que el profesor Delamadrid en un maloliente bar. Y él a su lado, observándolo y sin saber qué hacer. En ese entonces apenas contaba con dieciséis años y su padre, pese a sus negativas, se lo llevaba a sus juergas. “Esto te convertirá en hombre”, le decía. Por más que lo intentaba, el delicado y flacuchento Hans no podía zafarse de las exigencias de su padre, un fornido estibador del puerto de Lübeck, ciudad inmortalizada por el escritor Thomas Mann, y en la cual vivían en ese entonces. Cuando el viejo Müller se emborrachaba, que era casi todos los días, a veces se vanagloriaba de llevar el nombre y apellido del temido Heinrich Müller, nacido como él en Munich, criminalista y General de División de la SS, conocido bajo el remoquete de “Gestapo Müller”, Jefe de la Sección IV de la RSHA, o sea la temida Gestapo. Otras, según fuesen los rigores del aturdimiento y la intoxicación etílica, el viejo Müller se lo recriminaba. Su psiquis se movía al vaivén de los recuerdos, frustraciones o alegrías que el alcohol le producía mientras durase su efecto. Pero, la gran realidad era otra. Cuando estaba sobrio le asqueaba llevar a cuestas ese apellido tan despreciable y nauseabundo.
Debido a una de las tantas impertinencias alcohólicas de su padre, Hans llevaba como segundo nombre el de Reinhard, ya que en su niñez había conocido a Reinhard Heydrich, la terrible mano derecha de Himmler y uno de los creadores de la Policía Secreta del estado alemán, la cual más tarde fue conocida como Geheime Staats Polizei y cuyas siglas se convertirían en el terror de toda Europa.
Como jefe de la Gestapo, el Müller al que Hans le debía su desastroso apellido, participó en la Conferencia de Wannsee para coordinar la llamada Solución Final que acabaría con “el problema judío” y fue quien ordenó y firmó el Decreto Bala, mediante el cual autorizaba a matar a balazos a los prisioneros de guerra que intentaran escapar. Müller dirigió asimismo operaciones de inteligencia y contraespionaje en toda la Alemania nazi.
Mientras estaba inmerso en sus tristes y dramáticas remembranzas, Hans no se percató que el profesor Delamadrid hacia pequeños movimientos y estaba a punto de despertar.
Su mente extraviada en el refugio donde sólo los recuerdos pueden llegar y nadie puede ver o palpar, aunque son tan lacerantes como una punzante daga, lo había secuestrado del universo real por algunos momentos.
−Disculpa… Tuve una pequeña baja de azúcar, pero ya pasó todo −dijo el arqueólogo como si no hubiese sucedido nada.
Alargó la mano para tomar la copa de brandy que estaba delante de él y de un sorbo tomó el resto de bebida que quedaba.
− ¡Al fin, profesor!... Me tenía preocupado… −expresó Hans dejando atrás sus cavilaciones.
−A veces me sucede. Más que nada cuando estoy emocionado. Gracias a Dios, que no es tan seguido −se excusó, queriendo disfrazar su adicción al alcohol–. ¿De qué estábamos hablando? −preguntó fresco, mientras sus ojos comenzaban a buscar a un mesonero.
−De nada importante profesor... De algo que usted llamó Nion −dijo ex profeso y con desgano a fin de disimular el inmenso interés que verdaderamente tenía sobre el asunto, pero esta vez pronunciando bien, sin afectación, el nombre Nion.
− ¿Cómo qué de nada importante? −repitió el profesor mordiendo el anzuelo otra vez−. Si supieras lo importante que es no te expresarías de esa manera… ¡Revolucionará a la humanidad!... ¡Los Nion, los Niños Luz, revolucionarán a la humanidad! −profirió casi gritando mientras levantaba la mano requiriendo la presencia de un mesero.
−Si usted lo dice, profesor, respeto su opinión. También habló de algo sobre los cromosomas y una luz.
−Oh, si…Cierto… Ese mesonero si se demora −refunfuñó viendo hacia el sitio donde estaba el tabernero− ¿Qué me decías? −repreguntó conteniendo el impulso de pararse de la mesa e ir el mismo en busca de un trago.
La figura de un empleado que salió detrás de una columna e iba en dirección de donde estaban sentados lo contuvo.
− ¿Dije lo de la luz?... No lo recuerdo…
−Sí, y que todo podía verse a través de un microscopio electrónico.
− ¡Hummm!... ¡Al fin llegaste hombre! −exclamó al tener al mesonero junto a él−. Por favor tráeme un brandy… Del mismo que estaba tomando. O, mejor dicho, que sean dos… Tengo que controlarme la tensión. La debo tener muy baja −dijo viendo en forma cómplice a Hans, quien lo observaba aturdido y a punto de pegarle un grito.
El joven lingüista alemán estaba ansioso, casi al borde de la desesperación. Quería seguir hablando sobre del tema del cromosoma X y la luz. Era imperativo. Su curiosidad se desbordaba y el viejo profesor sólo estaba pendiente de los tragos y eso lo tenía molesto. Mucho más por la forma como se iban sucediendo las interrupciones y todas por un bendito trago.
− ¿Y qué vas a tomar tú, Hans? −preguntó en tono de disculpa por haber cometido la descortesía de haber ordenado antes sin preguntarle que le apetecía.
−Lo que sea… Lo que sea −afirmó fastidiado mientras se acomodaba sobre su nariz los pequeños espejuelos redondos.
− ¿Cómo qué lo qué sea? −repitió Delamadrid−. Estamos en Roma y aquí no se puede pedir lo que sea…
−Es que no estoy acostumbrado a beber… Menos cosas fuertes −dijo el apático el joven profesor.
−Bueno en ese caso te recomiendo un buen vino, un Brunello di Montalcino… ¿Lo tienen aquí? −preguntó volteándose hacia el mesonero.
−Sí, señor. Pero es muy costoso −advirtió el empleado al ver al profesor Delamadrid vestía de manera muy informal y desaliñada.
−Entonces traiga una botella… ¿No es así? −indagó con su colega quien estaba totalmente aislado de su conversación con el mesonero.
−Tenemos un Castello Banfi del 2002 que es excelente. Pero debo advertirle nuevamente que es…
− ¡Claro!... Fue una de las mejores cosechas de los últimos años… −interrumpió al empleado sin dejarlo terminar−. Figúrate que le pusieron una clasificación de cinco estrellas −expresó con cierto engreimiento infantil a fin de demostrar sus grandes conocimientos enológicos.
Estaba sumamente feliz. Para celebrar lo que en su interior calificaba como una acertada escogencia, dio unos toquecitos sobre el hombro de Hans, pero éste remotamente sabía de lo que estaban hablando.
−Entonces primero traiga una botella, quiero verla. Quizás nos tomemos dos y apúrese con los brandys −urgió el arqueólogo sin dejarlo concluir.
Delamadrid sabía que el Brunello di Montalcino era uno de los mejores y más caros vinos del mundo. La última vez que fue a Pisa visitó los viñedos de Montalcino, en Toscana, donde se hizo muy amigo de uno de los dueños del pequeño pero poderoso consorcio vinícola. Allí, a las sombras de un centenario olivar y teniendo de fondo los famosos viñedos, pudo degustar, entre música y bailes, algunas de las cepas del preciado vino. Ese día se metió una mona tan grande, que unos amigos tuvieron que montarlo en el coche y llevarlo al Grand Hotel Duomo, a sólo cincuenta metros de la famosa Torre inclinada, donde se hospedaba.
−Una botella es mucho profesor. Con un trago hubiese sido más que suficiente – consideró Hans después que se retiró el camarero.
−Lo sé. Pero a ese bueno para nada le faltó poco para tratarme como un pordiosero. Lo hice a propósito… Debe ser un empleado nuevo… Venirme a decir a mí con esas ínfulas y esa cara que puso, “es muy costoso” −dijo remedando al mesero–. ¿En qué estábamos? −preguntó echándose hacia atrás en la silla.
−Me estaba contando lo del cromosoma X −le recordó con respeto.
−Además, una botella no es mucho. Si tú no te la tomas, me la tomaré yo y asuntó concluido… ¿No te parece? −resolvió salomónicamente insistiendo en el tema del vino.
−Lo que usted diga profesor, ¿pero podemos continuar con el asunto que estábamos hablando?
− ¡Claro!... Claro, amigo mío −afirmó en tono liberador, como si el asunto del vino hubiese sido una disputa.
− ¿Y bien?
− ¿Y bien, qué? −contestó extrañado Delamadrid.
−Los cromosomas, profesor… El cromosoma X…
−Es cierto, amigo. No sé si conoces algo de neurología −manifestó viéndolo fijamente en los ojos mientras Hans le hacia señas de “más o menos” con las manos−. Bien, entendido. No obstante te diré que las neuronas son las células funcionales del tejido nervioso. Ellas se interconectan formando redes de comunicación que transmiten señales por zonas definidas del sistema nervioso −relató circunspecto y didáctico. Hizo una breve pausa. Tomó un sorbo de brandy y prosiguió−: Las funciones complejas del sistema nervioso son consecuencia de la interacción entre redes de neuronas, y no el resultado de las características específicas de cada neurona individual −precisó mientras hacia otra corta pausa para tomarse el resto de brandy que quedaba en su copa.
Hans escuchaba atento, aunque intranquilo por las sucesivas interrupciones.
−Prosiga profesor. No se detenga −indicó al ver que Delamadrid miraba ansioso hacia los lados donde se apostaban los meseros que no tenían tareas que cumplir.
−Bien. Como te estaba diciendo, la forma y estructura de cada neurona se relaciona con su función específica, la cual puede ser recibir señales receptoras sensoriales… ¡Si se demora ese imbécil mesonero! −espetó con contenida furia.
Con cada interrupción su amigo se ponía aún más impaciente.
−No haga caso y prosiga… No debe tardar… –señaló llenándose de paciencia.
−Cuando llegue recuérdame ordenar también un poco de prosciutto… Me está dando hambre.
−Seguro, profesor… Seguro…
Apenas había terminado de decirlo, como salidos de la nada aparecieron dos camareros con la orden. Delamadrid esperó a que acomodase la primera copa de brandy, la cual el empleado colocó ordenadamente sobre una pequeña servilleta de papel, frente a él y la otra a su izquierda, un poco retirada, a fin de que no fuese a voltearla con el codo. El otro mesero, el cual fungía de maître, le mostró la botella de vino, mientras un tercero arribaba con el depósito de hielo y su soporte, el cual presto colocó a un lado de Hans y tal como llegó se retiró.
Delamadrid cogió la botella y la examinó.
−Año 2002… Muy bien… Excelente reserva la de ese año −aprobó devolviéndole el envase verdoso que en su “barriga” tenía adherida una bella etiqueta con la imagen de un legendario caballero de reluciente armadura y bordón cabalgando sobre un brioso caballo blanco por los viñedos del Castello Banfi.
El empleado la tomó en sus manos cubiertas por inmaculados guantes blancos y con un elegante sacacorchos niquelado la destapó. Sirvió un poco. Delamadrid tomó la copa entre índice y pulgar e hizo un ligero movimiento circular. Luego la puso a la altura de sus ojos, vio el líquido a través del cristal y la inclinó para detectar su cuerpo. A fin de completar aquel ritual se la llevó bajo la nariz, aspiró el bouquet y tomó un pequeño sorbo, el cual agitó ligeramente en la boca. Esperó unos segundos y tragó el delicado vino color rubí.
− ¡Excelente!... Realmente excelente… Puedes dejar la botella −aprobó mientras el mesero llenaba la copa a Hans.
Antes de retirarse, el servicial maître recubrió la botella con una inmaculada servilleta de algodón blanco y la puso en el cubo de hielo.
− ¡Al fin!... Creo que ya no tendremos interrupciones −suspiró Hans.
−Tranquilízate… Esto es parte de la vida. No todo debe ser dedicación y estudios… Un poco de placer no le hace daño a nadie.
−Lo sé profesor. Estoy de acuerdo con usted… Pero, me decía que las neuronas tienen diferentes funciones…
−Ciertamente es así. Las neuronas pueden recibir señales y conducirlas como impulsos nerviosos que consisten en cambios en la polaridad eléctrica a nivel de su membrana celular y trasmitirlas a otras neuronas o a células efectoras...
−No entiendo mucho de eso profesor y ya me perdí. Me encantaría que me dijese en forma simple y llana que tiene que ver eso con los Nion y los cromosomas −lo interrumpió.
Ansioso, de un sorbo vació toda la copa de vino. Luego alargó la mano para asir la botella y servirse más.
−Menos mal que no tomas y tampoco te gustan las bebidas alcohólicas −observó risueño el profesor al verlo empinar otra copa.
−Es que esta conversación me está dando mucha sed −manifestó a fin de excusar su ansiedad y comportamiento−. Siga usted profesor −requirió calmado mientras dejaba la copa vacía sobre la mesa.
−El asunto es, amigo Hans −prosiguió otra vez con voz engolada por efecto de la bebida− que en el núcleo de la neurona, pero no de cualquier neurona, sino en la llamada neurona Alfa está el…
El estridente resonar de unos tambores africanos que provenían del timbre de su celular lo interrumpió.
− ¡Aló!... Hablando del rey de Roma y él que se asoma −manifestó contento pero sin poder disimular la gran borrachera que tenía. Luego, asumiendo una postura casi sobria, agregó: − Si entiendo. Estaré allá lo más pronto posible… ¡Adiós!... Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est −dijo antes de trancar la llamada.
− ¿Quién era? −preguntó Hans sin disimular su curiosidad.
−Un amigo y colega −contestó en tono preocupado Delamadrid.
−Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo. Eso traduce lo que dijo en latín, ¿es cierto?
−Sí… Es una forma de comunicarnos entre amigos… ¿Cómo lo sabías? −indagó mientras se levantaba de la silla.
− ¿A dónde va profesor? −preguntó con aprehensión.
− ¡Al baño, hombre!... Al baño… Voy a lavarme la cara y hacer pis.
13
Luis Rafael observaba aterrado como Juan Diego rodaba hacia la boca del barranco por el que cayó Divor Klaus.
No podía evitarlo. Estaba muy lejos y petrificado de miedo. Aunque corriese a la velocidad de una gacela lo atajaría. Tampoco tenía las fuerzas necesarias para hacerlo. Sólo con la potencia y empuje de un toro bravío evitaría la despeñada y él no la tenía. “Únicamente un milagro podrá salvarlo”, pensó mientras veía a su compañero ir hacia una muerte segura.
− ¡Danos, oh Señor, la salvación, danos, oh Señor, la victoria! … ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!... Desde la casa del señor los bendecimos: el Señor es Dios, él nos ilumina.
Escuchó decir a sus espaldas. Volteó para ver de dónde provenía la voz, pero sólo percibió un fuerte aleteo sobre su cabeza. Creyó que una gran águila arpía, de esas que sus ancestros decían que se posaban a descansar en las cimas de los tepuyes, andaba perdida en la oscuridad. Confundido y tembloroso, volvió a mirar hacia el precipicio y vio como una fuerte mano rescataba Juan Diego cuando se desprendía al vacío.
Luis Rafael creyó alucinar. Algo parecido a un gran pájaro, pero con cuerpo humano, elevaba vuelo con su amigo agarrado por el brazo. Luego, batiendo ligeramente sus largas y anchas alas blancas, bajó y lo posó como si se tratase de una pequeña paja sobre un risco seguro.
Alejado del peligro y las profundidades, Juan Diego se incorporó del suelo y con una extasiante sonrisa llena de dicha observó como su salvador volaba hacia los cielos para enfrentar a los monstruos infernales que los atacaban. En su mano izquierda empuñaba una reluciente espada y en la otra un dorado escudo con encajes de brillantes y piedras preciosas. Sus brazos estaban protegidos por sólidas muñequeras de metal con extraños símbolos e inscripciones.
Juan Diego se hizo la señal de la cruz y lo bendijo entre labios, tanto por salvarlo como por el valor de ir a entablar lucha tan desigual contra aquellas pestilentes criaturas.
− ¡Dios, libera estas almas del infierno!... ¡Te lo suplico, Dios! … ¡Escucha el ruego de tú siervo!... ¡Devuélvelas a los abismos de donde han salido! −exclamó aquel ser mitad ángel mitad muchacho.
Como impulsado por un fulgor divino fue ascendiendo hacia la oscuridad. Movía sus alas con fuerza mientras de la punta de su filosa espada se desprendían resplandecientes centellas.
Con la cruz bien en alto, Luis Rafael corrió a reunirse con su compañero. Al llegar se postró de rodillas, hizo la señal de la cruz y comenzó a orar callado, aunque con embeleso infantil seguía cada uno de los movimientos del ser alado.
−Padre Dios, te doy gracias por tu infinito amor. Por enviar a tú hijo Jesús por mí y en mí ayuda. Te entrego todo mi corazón para poder estar en el centro de tú voluntad. Recibo con fe a Jesús como mi Señor y Salvador −recitaba en devoto cántico aquel sublime ser venido del cielo mientras los tormentosos espectros se alejaban despavoridos hacia la endemoniada morada de donde habían salido.
− ¿Quién es?... ¿De dónde salió? −preguntó Luis Rafael poniéndose de pie y con la cruz alzada por encima de su cabeza.
− ¡Un ángel!... ¡Un ángel!... ¡Dios lo envió para salvarnos! −exclamó Juan Diego desbordado de dicha.
Tenía aprisionada contra el pecho su inseparable compañera de viaje, como llamaba a veces a su vieja Biblia.
−Pero es un hombre… Un muchacho con alas… Y viste blue jeans –respondió con inocente confusión Luis Rafael.
− ¿Y qué te esperabas?… ¿Un ser mitológico?...
−Otra cosa, menos un muchacho… Además, tiene puesta una franela con un dibujo en el centro… −replicó haciendo gala de ser un gran observador, virtud que deben tener todos los indígenas para asegurar su subsistencia cuando van de caza.
−Así son los ángeles… Pueden tomar cualquier forma. Una flor, un caballo… Lo qué sea, ¿entiendes? −respondió sin quitarle la vista a aquel ser que luego de ahuyentar a los demonios había regresado de las alturas y se posaba lentamente sobre el suelo, cerca de donde estaban.
−No, no entiendo… −expresó Luis Rafael, quien de pronto contuvo la respiración y no terminó lo que iba a decir.
El ángel caminaba hacia ellos. Había envainado la larga y reluciente espada y el escudo terciado en la espalda para mantener firmes sus alas, las cuales había recogido. Su voz se escuchaba cada vez más cerca y el roce del plumaje contra el suelo intimidaba con cada paso que daba.
−Mejor es confiar en el Creador, tu Dios, que confiar en el hombre. Mejor es confiar en el Creador, tu Dios, que confiar en el poderoso −testificaba de viva voz y de memoria el venido de los cielos mientras iba hacia ellos.
Recitaba los versículos 8 y 9 del Salmo 118. El centro de la Biblia. Los mismos que Juan Diego leyó cuando las criaturas aparecieron. Delgado, muy blanco, nariz ligeramente aguileña y de una celestial y penetrante mirada, aquel ser venido de la nada se dirigía lento, sin apuro, pero con porte altivo, hacia los dos pemones.
− ¡Shuuu!, ya está aquí! −musitó Juan Diego al oído de su compañero al ver que estaba apenas a unos pasos de distancia.
−Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo −dijo extendiendo su mano a manera de saludo mientras sus grandes alas, cuya puntas rozaban ligeramente el suelo, se agitaban armoniosamente al vaivén de sus movimientos.
−Juan Diego, mucho gusto −se presentó intranquilo e indicando a su compañero, dijo: − y él es Luis Rafael −afirmó estrechándole la mano con timidez salpicada de profunda satisfacción.
–Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia −señaló el ángel con dulzura.
Aquellas palabras correspondían textualmente a las primeras líneas de la Epístola Universal escrita por el apóstol Santiago en el Nuevo Testamento y Juan Diego las conocía al dedillo.
−No… No soy el que tú crees. También me llamo Santiago… Santiago, El Pobre −dijo despojándose del gran sombrero de ala ancha que llevaba en su cabeza para dejar al descubierto una larga y ondulada cabellera castaña−, pero no soy el apóstol Santiago, como crees −aclaró ante las miradas estupefactas de los dos pemones que no lograban desatar sus ojos de las grandes alas de la angelical figura que además de salvarlos también acababa de leerle el pensamiento.
Juan Diego apresuradamente pensó que el ser que estaba frente a ellos era Santiago, el apóstol hijo de Zebedeo y Salomé, llamado El Mayor, a fin de diferenciarlo del otro Santiago, hijo de Alfeo.
Por sus largos estudios de la Biblia, el curtido pemón sabía que Santiago era hermano de Juan, quien tiempo después se convirtió en San Juan y que los dos santos fueron testigos, junto a San Pedro, de muchas revelaciones de la vida de Jesús. El pemón era un apasionado de las Sagradas Escrituras, por eso conocía que a Santiago y a su hermano Juan, por su carácter impetuoso, Jesús los llamaba hijos del trueno. Eran asimismo, junto a Pedro, los apóstoles predilectos de Jesucristo.
Lo que siquiera se imaginaba Juan Diego, era que Santiago, El Mayor, estuvo predicando el Evangelio durante un tiempo en España y que de regreso a Jerusalén, de acuerdo a testimonios descritos en los Hechos de los Apóstoles, Herodes Agripa ordenó decapitarlo. Se cree que su ejecución se llevó a cabo alrededor del año 42 ó 44, durante la fiesta de Pascua o poco después, fecha idéntica a la actual en La Gran Sabana y el resto del mundo católico. ¿Qué significado o coincidencia tenían los antiguos hechos con los actuales? ¿Sería por qué la Oración sobre las Ofrendas dice que Santiago fue el primero de los apóstoles que bebió del cáliz de Cristo? ¿Tenía esto algo que ver con La Vera Cruz que fue a buscas Divor Klaus en el Kukenán?
Eran acertijos sin respuestas. Un misterio de principio a fin porque después de su muerte el cuerpo de Santiago fue llevado a España, perdiéndose desde entonces todo rastro sobre el apóstol. Su tumba fue encontrada, en tiempos del obispo Teodomiro de Iria, en el año 830, gracias al resplandor de una estrella que indicaba el sitio de su sepultura. ¿La espada? Tiempo después ese lugar comenzó a llamarse campo de la estrella, "Campus Stellæ" en latín, es decir Compostela. ¿Qué significado tendría la aparición del ángel con un nombre igual al del primer apóstol mártir?
Por ahora era un enigma que posiblemente nunca se resolvería.
El Santiago que tenían los dos pemones frente a ellos no era ninguno de los dos seguidores de Cristo en la Jerusalén de la época de los romanos. No. Este era otro. Era el Santiago al que se refirieron José Pedro, Simón, Débora y John Dark en Marruecos. Era el muchacho que predicada y hacia milagros en el barrio La Bombilla, el mismo al que lo monjes del Monasterio de San Felipe torturaban y fue rescatado por Dark, Raquel y El Remedón. Era el Santiago que debajo de su tetilla derecha, en el mismo lugar donde Longino le clavó la lanza a Jesucristo mientras estaba crucificado en El Gólgota, tenía la marca del pez con la inscripción del papiro 3J3 que vaticinaba Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola.
−Como los percibo dudosos −señaló el venido del cielo−, les repetiré lo escrito por el apóstol Santiago en su evangelio: Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada, porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra.
−Mi fe es incorruptible. No hay dudas en mi corazón −afirmó sin vacilación Juan Diego viéndole fijamente en los ojos a fin de que palpase la sinceridad de sus palabras−. Lo que no entiendo es la maldad de los hombres, la cual no tiene fin… A veces me resisto en creer que muchos de ellos sean criaturas de Dios −finalizó en tono filosófico.
−Lo sé, amigo. Aunque no te conozca sólo con verte sé que eres sincero y no mientes… Tú preocupación también es la mía y la de mi hermanos −afirmó con mansedumbre dirigiendo la mirada al cielo, el cual todavía estaba tan negro como cuando llegó.
− ¿Qué eran esas cosas? −preguntó más conciso y menos espiritual Luis Rafael.
−Demonios, ánimas rebeldes que esperan castigo, detritos de maldad y muchas otras cosas que serían difíciles explicarte y aún más difícil que lo entendieras −comunicó con humildad.
−Eso suponía yo. Seres tan horribles y pestilentes no podían ser otra cosa, pero no nos has dicho quién eres, de dónde vienes, porqué estás aquí −indagó el joven pemón ávido por saber de dónde había salido aquel ser de alas y blue jeans que tenía enfrente y con quien hablaba de tú a tú.
−Soy Santiago, ya se los dije. He venido a ayudarlos. Sólo eso puedo decirles ahora… Hay cosas que no me están permitidas revelar… Vendrá el momento esperado y sabrán lo deberán saber −respondió claro, sin rodeos.
Volvió a mirar el ennegrecido espacio. El más joven de los pemones estaba lleno de interrogantes.
−Pero, porqué estás aquí, en el Kukenán… ¿Cómo llegaste? −preguntó otra vez Luis Rafael sin quitarle los ojos de encima a la blanca franela que endosaba, la cual tenía estampada en el centro una imagen de Jesús con corona de espinas.
−Pronto sabrán porqué estoy aquí… Y, ¿no me viste?… ¡Llegué volando! −respondió con una sonrisa dibujada en los labios.
−Hace poco hablaste de hermanos… ¿Hermanos tuyos, seres como tú? −preguntó está vez más directo Juan Diego, reflejando en el tono de sus palabras un eterno agradecimiento por haberle salvado la vida y por estar ahí con ellos.
−Sí, somos muchos… Una gran familia y pronto los llevaremos a todos a la Tierra Nueva… Para eso estamos aquí.
− ¿Y dónde están los otros?... ¿Tus hermanos?... ¿Cuál Tierra Nueva?... ¿Otra Gran Sabana?
−Ten fe Luis Rafael… Pronto lo sabrás… −Se interrumpió. Giró y escudriñó entre las sombras, hacia donde estaba tirada echa un amasijo de poliéster la carpa de los dos pemones. Se dio la vuelta y miró fijamente al inquieto y curioso joven−: Ten fe y ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Nunca lo olvides… Es la única forma de salvar a la humanidad y al mundo –indicó.
−Trato de hacerlo… Siempre busco no desviarme de la palabra divina −expresó y nervioso miró hacía arriba.
Las grandes nubes negras que tenían sobre sus cabezas se movían de un lado a otro sin motivo aparente y de forma extraña.
−Si todos los humanos lo hiciesen, si amasen a su prójimo como a sí mismos, si cumpliesen ese único Mandamiento de Dios, este mundo sería un Paraíso Terrenal −precisó dirigiendo también sus ojos hacia aquel manto negro con aspecto de cielo.
− ¿Crees qué vuelvan?… ¿Crees qué esas bestias volverán? −indagó Juan Diego, quien notó su preocupación.
−Con ellas nunca se sabe… Es posible −manifestó en el preciso instante que el viento, que minutos antes había cesado casi por completo, recrudeció. Ahora soplaba más fuerte que al principio.
Santiago entregó su sombrero de ala ancha a Luis Rafael para que se lo aguantase. Posó su mano sobre la dorada empuñadura de la espada, la cual tenía grabada en bajo relieve la figura de un pez muy simple, de sólo dos trazos curvos. Idéntico a los encontrados dibujados en las cuevas donde se refugiaban los primeros cristianos que huían de las legiones romanas que los perseguían y mataban.
Juan Diego lo observaba con atención. Cada uno de sus movimientos consistía para él una revelación, tan mágica como divina.
− ¿Qué dice dentro del pez? –preguntó sin ocultar su curiosidad al ver las extrañas letras que plenaban el vientre de aquella figura acuática.
−Es el Ichthys −contestó de forma natural Santiago.
− ¿El Ichthys?... ¿Qué es eso?... ¿Qué idioma es ese?
−Es arameo… Ichthys quiere decir pez y su significado es Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador.
14
Monseñor Pellegrino y el cardenal Ribera no se habían movido de la oficina pontificia del cuarto piso de Via Veneto. Esperaban ansiosos noticias de Marruecos pero estas no llegaban. Sabían por intermedio de fray Benítez que la Hermandad extendió la búsqueda por sectores y poblados vecinos a Las Cascadas del Ouzoud y que desde Rabat mandaron un helicóptero, el cual rastrearía desde el aire los caminos que conducen a Marrakech, donde creían que se dirigían los prófugos. Estaban seguros que de un momento a otro recibirían noticias, por ello no se apartaban de sus celulares y estaban pendientes de las lucecitas o repiques de la pequeña centralilla telefónica que estaba ubicada a la derecha del gran escritorio de madera labrada.
− De los espías no se ha sabido nada. Y eso es raro. Saben que tienen que mantenernos al tanto −comentó monseñor Pellegrino haciendo una mueca con su boca.
−Confío muy poco en ellos, monseñor. Son buenos para pedir dinero y resolver cosas pequeñas, pero cuando se trata de algo en que hay que ponerle pecho y corazón de verdad, son lentos e ineficientes. Veremos cómo salen los nuevos reclutas de monseñor Maiale. Me prometió una lista. Dice que son buenos y están listos para el servicio −respondió el cardenal dando poco crédito a las habilidades de aquella especie de red de espionaje del Vaticano, en cuyas filas también militaban mujeres.
El monseñor al que se referían los dos prelados era Maciel Maiale, fundador de la organización católica Legionarios de Jesús y Director de la Sagrada Congregación para la Vigilancia y Propagación de la Doctrina de la Fe de la Santa Sede. Muchos lo tachaban de proceder oscuro y tenebroso. Se le había acusado de pedofilia en varias ocasiones pero nunca se abrió una investigación al respecto. Sus detractores decían que tenía hijos en varios países del mundo y que, incluso, había abusados sexualmente de uno de ellos. También se le acusaba de vicioso drogadicto y hasta de transportar heroína en sus viajes ecuménicos. No obstante, era uno de sus más incondicionales colaboradores.
Ese mismo Domingo de Resurrección y desde el domingo anterior, que había sido de Ramos, más de cuatro mil estudiantes universitarios habían acudido a Roma desde todas partes del mundo para participar en el foro de UNIV y acompañar al Papa Benedicto XVI durante los actos de la Semana Santa. El foro celebraba su cuarenta y dos aniversario bajo el lema Universitas: un saber sin fronteras y fue impulsado en sus inicios por Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, hoy convertido en santo.
La UNIV o Unión Internacional de Estudiantes Universitarios Católicos, cuyo objetivo era reunirse para debatir asuntos académicos y participar en distintos actos culturales y religiosos durante todo el período de la Semana Mayor, se había convertido en un excelente semillero de nuevos reclutas.
Entre los conductores del foro estaba monseñor Maciel Maiale, buen amigo del cardenal Ribera, aunque éste último perteneciese al Opus Dei.
Maciel era un gran adoctrinador y experto reclutador de jóvenes pronto a graduarse para sumarlos a la red de espionaje de la Iglesia. Los buscaba muy jóvenes para así tenerlos siempre en el saco, bajo sus dominios y potestades. Los investigaba tan meticulosamente que hasta sabía las tallas de sus vestidos, postres favoritos y placeres ocultos, desviaciones de las cuales él participaba. Era un pederasta obsesivo e incurable, pero gracias a su poder dentro de las Iglesia nunca se puso en tela de juicio su aberrada conducta criminal. Justificaba su proceder entre los sacerdotes amigos diciendo que con su “sacrificio” la Iglesia se beneficiaba.
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en sus discursos en la Universidad de Ratisbona y de La Sapienza, en Roma, invitó a los estudiantes a superar el miedo para hablar de la verdad en el ámbito moral, científico, humanístico y social. “La idea de verdad no está enfrentada con la libertad personal de cada uno, ni con el respeto de las creencias”, dijo en forma clara el Santo Pontífice. “La UNIV quiere contribuir a que se revisen tales postulados a través de un diálogo real entre personas y entre saberes en la universitas. Entre fe y razón, entre ciencia y revelación, entre técnica y ética, entre creyentes y no creyentes”, afirmó en su discurso ante los miles de de estudiantes participantes al foro, a quienes el miércoles santo recibió en audiencia en el Vaticano.
El cardenal Ribera estaba muy atento a las conclusiones de dicho foro ya que monseñor Maciel le había prometido una lista de los nuevos reclutas, de los cuales dijo eran de primera categoría.
–Espero que la dichosa lista de Maciel sea en realidad prometedora y no llena de unos cuantos haraganes buenos para nada –manifestó no muy convencido el cardenal.
−Lo sé. Pero siempre hay algunos que son hábiles… Fanáticos que toman el asunto para sí como un reto, como si se tratase de algo de vida o muerte.
−Cada uno en su área y cada loco con su tema, como decimos en España, monseñor… ¿No le parece?
−La vida está llena de caminos muy complejos. Muchos quieren acortar el sendero a Dios con indulgencias pecaminosas, pero es cuestión de ellos. La Iglesia no tiene nada que ver con eso −se excusó monseñor Pellegrino evadiendo cualquier responsabilidad, tanto suya como de la Iglesia, en los métodos que utilizaban los hombres a sus servicios y sobre lo que pronto harían los nuevos reclutas.
−Es una buena forma de lavarse las manos, monseñor. Yo reconozco mis errores y, si he pecado, ha sido en nombre y beneficio de la Iglesia –aseveró poniendo mucho énfasis en las últimas palabras−. De evitar que los demonios la invadan o que el mal la profane −concluyó a manera de expiación.
−Ese es su problema cardenal, y muy personal. Si usted se siente sucio, ni la Iglesia ni yo tenemos nada que ver con eso −respondió categórico el poderoso monseñor amigo del Papa librándose de cualquier culpa.
−Usted tiene una venda en los ojos, estimado Pellegrino… El que tenga ojos que vea y el que tenga oídos que oiga… Yo no pretendo ser un Pilatos. Asumo como hombre de Dios todas mis responsabilidades.
−Quien tiene la venda en los ojos es usted Ribera y, por favor, dejemos esta conversación hasta aquí porque no beneficia en nada nuestra misión. Además, profana este recinto −sentenció molesto Pellegrino levantándose bruscamente de la butaca donde estaba cómodamente sentado.
−Quien lo profana es su terquedad, monseñor. Recuerde que usted ordenó el uso de armas a la Hermandad, cuando…
− ¡Cállese, por favor!... Era por una santa causa y usted no es…
El diálogo estaba tomando visos de disputa. Faltaba poco para que se fuesen a las manos. El sonoro repique del celular del cardenal Ribera puso un alto a aquella tirante conversación.
− ¡Aló!... ¡Aló! −contestó en forma furibunda y con voz entrecortada Ribera−. ¿Quién es?
Al oír una voz familiar del otro lado del hilo telefónico, el cardenal se tranquilizó. Retomando la compostura de siempre, le dirigió una mirada de alerta a Pellegrino para avisarle que la llamada que esperaban con tanta ansiedad había llegado.
−Sí, dime. Te escucho. No, aquí no hay nadie. Puedes hablar tranquilo −expresó a fin de darle seguridad a la persona que lo llamaba y garantizarle la privacidad de la conversación que tendrían.
− ¿Quién es? −preguntó en susurro impaciente el monseñor.
−Si, puedes hacerlo. Te autorizo a hacerlo, pero, por favor y en nombre de Dios, no se excedan −aprobó a las solicitudes que le hacía la persona que lo llamaba mientras llevaba su dedo índice a la altura de la nariz para indicarle al monseñor que se quedase de momento callado.
La Hummer se desplazaba a toda velocidad por la polvorienta vía que conduce a Kelma-des-Sranghna. Al volante iba John Dark, quien se había despojado de la gorra de béisbol para ventilar un poco sus rubios cabellos parcialmente empapados de sudor. A su lado Simón, bastante incómodo, porque en el piso de la camioneta, rozándole los pies, estaban dos ametralladoras. Una M-249 SAW ligera de 5.56 mm. de 800 disparos, de las mismas que usan los grupos de asalto, y una malograda pero operativa sub-ametralladora alemana HK-MP5 de 9mm., considerada fundamental en la operación 'Chavín de Huántar', como se llamó en 1997 al rescate de setenta y dos rehenes que durante cuatro meses permanecieron secuestrados en el interior la embajada japonesa en Lima, tomada por catorce terroristas del grupo guerrillero del Túpac Amarú. El poder destructivo de la MP5 es letal y su efectividad puesta a prueba en muchos combates. En el fondo, muy cerca de las ametralladoras, también estaba un bolso con cartuchos, granadas, minas explosivas y de humo y otros pertrechos de guerra, listo para ser usados.
Atrás, muy cómodos y aparentemente distraídos, Débora y José Pedro miraban por la ventanilla con los vidrios cerrados, aprovechando las virtudes del aire acondicionado y librarse del asqueroso polvillo blanco y a veces rojizo que levantaba el vehículo a su paso.
Todos iban callados, inmersos en sus propios pensamientos y tan atolondrados por el cansancio y el hambre, que no les quedaba fuerzas siquiera para hablar. En sus rostros reflejaban la inmensa dicha de haber salido bien librados del inesperado encuentro con los bandidos en el Ouzoud. No sólo habían salvado sus vidas, sino tenían en su poder el preciado tesoro que fueron a buscar.
De cuando en cuando José Pedro levantaba el morral que apoyó en el suelo, muy junto a sus pies, y con una de las manos inspeccionaba a través de la lona si el Cuarzo de María Magdalena aún seguía ahí. Era una forma de asegurase que nadie lo tomó durante uno de sus esporádicos cabeceos producto del cansancio y el vaivén de la camioneta al transitar por una vía repleta de rocas y pedruscos.
Dark manejaba como un endiablado la poderosa H1 color amarillo, cuyo modelo se remontaba a finales de los noventa, aunque estaba en óptimas condiciones. La había alquilado dos días antes junto a Simón y Débora en el rental-car del aeropuerto de Rabat, donde arribaron procedentes de Roma, ciudad en la que estuvieron reunidos con un viejo profesor amigo de todo ellos.
La maltrecha vía y la forma de conducir de Dark, que no utilizaba para nada el poderoso sistema de frenos del vehículo, hizo desistir a José Pedro de seguir intentado sus pequeñas siestas.
− ¿Falta mucho para salir de esta montaña rusa? −preguntó bromeando el arqueólogo mientras con sus manos se estrujaba los ojos y dejaba escapar un largo bostezo que dejó al descubierto gran parte de su cavidad bucal.
−Si, algo −contestó lacónico Dark y dirigiéndose a Simón solicitó−: Por favor vigila mi flanco derecho. Desde el destartalado puente que acabamos de pasar vi una polvareda y quiero saber de qué se trata.
− ¡Okey! −contestó el fortachón, quien enseguida comenzó a escrutar por la ventanilla los alrededores.
Pobreza, tierra árida e infecunda y un horizonte lleno de incógnitas se abrían ante los ojos de Simón, pero nada de actividad humana.
− ¿Pasa algo? −indagó un tanto alarmado José Pedro.
−No, y tampoco quiero que pase nada −expresó sincero Dark−. De todas maneras agarra fuerte ese morral… Porque si llegase a suceder algo, lo que buscan está ahí dentro.
−Conmigo está seguro. No te preocupes, no lo dejaré solo ni un instante −aseveró.
Por si las dudas, recogió el bulto y lo puso sobre su regazo.
−Por cierto, ¿sabes disparar una ametralladora? −preguntó Dark señalando las armas que estaban junto a los pies de Simón.
−En mi vida he tocado un arma. Siquiera cuando era niño… Mis juguetes eran mapas, estalactitas, brújulas, compases y cosas por el estilo −manifestó el joven arqueólogo.
−Nunca es tarde para aprender −juzgó irónico el veterano soldado.
−En la montaña dijiste que pararías cerca de Kelma-des-Sranghna. Aprovecharé para comprar algo de comida y bebidas para todos… José Pedro debe estar muriéndose de hambre. ¿Crees qué tengamos tiempo?... −preguntó Débora a fin de acabar con el tema de las armas, las cuales le causaban repulsión, aunque sabía que en el convulsionado mundo donde se movía a veces eran necesarias.
Un contundente golpe debajo de la camioneta, seguido de un precipitado bamboleo mucho más intenso que todo los anteriores y enseguida un rodar suave, les indicaba que habían dejado la carretera de tierra y accedido por un borde a la 1811, la autopista que los conduciría hacia Marrakech.
− ¡Al fin, ya era hora! −exclamó aliviado José Pedro mientras se masajeaba con ambas manos la espalda a la altura de los riñones.
−No vi nada… Siquiera el polvo levantado por alguna cabra extraviada −notificó Simón, quien desde que Dark se lo había pedido, estuvo pendiente del camino en toda la panorámica que sus ojos alcanzaban a ver desde la ventanilla del auto.
−Gracias, amigo… Quizás fue mi imaginación, pero casi podría jurar que vi algo… Que algo muy grande levantaba polvo en la lejanía.
Después del traqueteo precedente, ahora parecían desplazarse en el interior de una limusina último modelo que corría a toda velocidad sobre una pista alfombrada. Ni un ruido, ni un movimiento.
Después de su experiencia en Venezuela, de conocer a Santiago y de enterarse de la divina misión del joven Elegido, Dark puso de lado todos sus empeños, se desprendió de los pocos bienes de fortuna que poseía, los cuales puso a nombre de su familia, y emprendió la batalla más grande y gloriosa de su vida al ser contactado por un grupo de Elegidos de Dios. Desde ese entonces trabaja con ellos sin más recompensa que lo necesario para la subsistencia y seguridad del grupo. Nada de sueldos, nada de exigencias, nada de lujos. Sólo una vida austera, casi ascética. “Se duerme dónde se puede y se come lo que hay”. Exigía, entre otras, su nueva forma de vida. Aunque nadie le impuso nada, sabía que para poder alcanzar la meta que llevaría a la humanidad hacia un nuevo mundo, albergaba una cuota de grandes sacrificios, los cuales asumía con devoción mística. Sabía que, por sobre todas las cosas, debía proteger a los Elegidos de Dios y preservar el secreto de su existencia hasta que llegase el Día de la Revelación, el cual sería anunciado con ayuda de Santiago.
Dark estaba feliz de trabajar por una causa que no sólo revolucionaria al mundo sino que cambiaría el sentido vital, la concepción de ser de la humanidad. Un camino que conduciría hacia un renacer totalmente espiritual, alejado de guerras, odios y hambre, donde la felicidad, unión y amor, sentarían las bases del hombre nuevo. Era el despertar añorado que todos deseaban y para lograrlo pondría todo sus esfuerzos y capacidades.
−Pronto llegaremos a la intersección de Kelma-des-Sranghna −informó el ex capitán de asalto a Débora− Me detendré en el primer lugar de comida que vea para que compres lo que necesites. Para mí sólo una gran botella de agua mineral, no más. Todavía no he digerido las truchas... ¿Será que me intoxiqué con la invasión de moscas que había en el cuchitril donde me las comí? −bromeó acariciándose el estómago.
− ¿Y lo qué tú ibas a buscar? −preguntó con su dulce voz la joven mientras se hacia una cola de caballo, la cual ató con una pequeña liga.
−Después… Es más adelante. Hay que entrar por un camino de tierra peor del que dejamos atrás y pasar un puente de madera que está a punto de caerse… Cerca de allí hay una pequeña aldea bereber. Ese es el sitio −precisó volviéndose a poner la gorra de béisbol.
−Me encantaría bajar contigo Débora, pero no quiero dejar esto solo −manifestó José Pedro mientras con la mano le daba unos golpecito a la mochila.
−Yo la acompañaré. Además, tengo que hacer una llamada. Mejor te quedas con Dark −sugirió Simón volteando hacia el puesto trasero.
−Estoy de acuerdo contigo. Por nada, y menos en esta tierra de nadie, podemos exponernos −aprobó Dark.
−Bien… Entonces me quedo. Además de lo que vayas a traer, ¿podrías comprarme un gran chocolate negro? −preguntó José Pedro con cara de glotón mientras hurgaba en los bolsillos en busca de dinero.
−No hace falta nada, yo me encargo −expresó Débora para que no siguiese buscando.
La Hummer avanzaba rápido. Sólo se escuchaba el monótono ronroneo de los cauchos que se deslizaban sobre el asfalto. Adentro siquiera el latido del corazón de los cuatro viajeros. En silencio todos miraban. Unos hacia fuera. Otros hacia adentro, en su jungla interior. Callados buscaban verdades y respuestas donde los sueños se tejen de ilusiones y esperanzas.
15
Hans estaba intranquilo. Habían pasado más diez minutos y Delamadrid no regresaba del baño. Aunque no estaba acostumbrado a beber, impertinentemente agarraba la botella y se servía un trago, aunque muy pequeño, y lo sorbía con deleite.
Meditaba en lo revelado por el profesor. Aunque él era filólogo, no hacía falta ser muy inteligente para entender aquel aparente enredo. De la dichosa neurona Alfa realmente no comprendía absolutamente nada. Estuvo a punto de preguntarle en varias ocasiones, pero no se atrevió desviar la concentración de su colega. Le aterraba pensar que durante la interrupción se pusiese a hablar de vino o pedir otro trago de brandy. Se decía entre si que cuando lo tuviese otra vez frente a él le pediría que fuese más conciso y obviara los detalles neurológicos, los cuales poco comprendía y tampoco le importaban mucho por, precisamente, no saber de qué se trataban esos enredos biológicos.
El ruido de una silla que rodaba aparatosamente por el piso hizo que voltease. A un costado vio como el espigado profesor se inclinaba para recoger el asiento ayudado por un mesero que presto fue a socorrerle. Solucionado el pequeño contratiempo siguió su camino.
Al llegar junto a la mesa donde lo esperaba Hans, el arqueólogo se veía totalmente repuesto. Estaba pulcramente peinado y con su cara bien lavada. Daba la impresión de que no se hubiese tomado un solo trago.
− ¡Uf, libre al fin! −exclamó al llegar junto a su turbado colega−. Últimamente la próstata no me está funcionado del todo bien −aseveró echando hacia atrás el asiento a fin de acomodarlo para sentarse.
−Muchos encuentros femeninos en su juventud, profesor −elogió Hans con benévola picardía.
−Ah, ni tantos… Creo más bien que el “aparato” venía malo de fábrica, ¿entiendes? −respondió restándole importancia al comentario.
−Quise comunicarme con el amigo que me llamó, pero no pude. En el baño no hay señal −se excusó al percibir que el rubio colega observaba el celular que todavía llevaba en sus manos.
−Bien, prosigamos. De aquí no podemos movernos porque el temporal sigue tan fuerte como al principio −advirtió Hans señalando un ventanal vestido con una delicada cortina por cuyos pliegues podía verse una de las calles laterales del hotel.
−Totalmente de acuerdo contigo profesor –asintió después de mirar a través del pequeño resquicio que dejaba el cortinaje−. Voy a dejar a un lado el tedioso asunto de las neuronas e iré directo al grano con el cromosoma X, ¿le parece?
− ¡Claro!… ¡Perfecto! −aprobó seguido de un largo suspiro interior Hans.
“Como si me hubiese adivinado el pensamiento”, se dijo en su interior y celebró la ocasión con una socarrona sonrisa.
− ¿De qué te ríes? −preguntó extrañado Delamadrid.
− ¡Oh, de nada! −exclamó su joven amigo recobrando la compostura y seriedad característica.
−Bien. Como sabes, el cromosoma X es uno de los cromosomas que define el sexo en personas y otros mamíferos. En los humanos está situado en el llamado par 23. Cuando en el par 23 se da XX, el sexo es cromosómicamente femenino. En caso de que sea XY será macho.
− ¿Qué tiene que ver eso con los Nion que usted citó?
−Mucho... ¡Muchísimo! −exclamó reflexivo−. Los Nion, son los mismos Niños Luz, los hijos de luz descritos en el Evangelio de San Juan, los mismos que se citan en algunos papiros hallados en Getsemaní y Jerusalén, los cuales anunciaban que comenzarían a nacer en diferentes partes del mundo a partir de 1996…
−Sigo sin entender, profesor. Todo suena muy enredado… Además, está atropellando mucho las palabras −recriminó en tono irreverente el filólogo, aunque, más que nada, lo hizo para que le diese una pausa a las copas.
El arqueólogo hizo caso omiso y continúo con su explicación.
–San Juan, en el 12:36 afirma, palabra más o palabra menos, creed en la luz para que seáis hijo de la luz. Estas cosas habló Jesús… ¿entiendes?
–Si, algo… Prosiga, usted.
–Los llamados Niños Luz también son conocidos como Elegidos de Dios, al que algunos les dicen ángeles y nacen… −se interrumpió para llevarse la copa a los labios y luego advirtió−: Agárrate fuerte porque lo que voy a decirte sólo pocas personas lo saben y consiste en uno de los hallazgos científicos más importantes de la humanidad. −volvió a callar, lo miró escrutadoramente con sus pequeños ojos de lince, los cuales destilaban sabiduría y cierta desconfianza, y con sobriedad afirmó–: Los Elegidos nacen con el cromosoma XZ+ −soltó en forma liberadora, como si de su boca hubiese salido un misil lleno de conocimientos.
− ¿XZ y el símbolo de la suma? −repreguntó el joven profesor totalmente confundido por aquella revelación y con evidentes visos de no haber entendido absolutamente nada.
−Sí, el signo de adición, del más, que también representa una cruz, la cruz… −recalcó el profesor haciendo énfasis en la palabra cruz.
− ¿Y eso que quiere decir según su apreciación?
−No, la mía no. Yo soy un simple observador en este asunto. Sino la de un experto neurólogo… De un científico, un sabio −precisó con contundencia y convicción el arqueólogo.
− ¿Y qué dijo el fulano sabio? −preguntó Hans ansioso pero también bastante fastidiado con toda esa historia que parecía un cuento sin sentido, al cual no le encontraba ni pies ni cabeza.
−Por favor, llama al mesonero… Entretanto me serviré un poco de vino de tú botella −precisó Delamadrid mientras tomaba por el pico el envase que estaba en la cubitera y vertía un poco en su copa vacía.
−Está bien profesor −dijo el apuesto alemán chasqueando los dedos con una de sus manos en alto.
Un mesero que pasaba cerca con una bandeja repleta de tazas, les hizo señas de esperar.
−Me estaba explicando profesor sobre el dichoso cromosoma que tiene incorporado una cruz, prosiga usted −pidió al ver que el arqueólogo seguía con la vista los pasos del mesero que momentos antes pasó cerca de ellos.
− ¡Ojalá no se le olvide volver por aquí! −expresó distraído.
− ¿Y?... El cromosoma… ¿Qué pasó con el cromosoma ese y los supuestos ángeles? −solicitó a punto de desesperación Hans levantando un poco la voz al ver que el profesor seguía distraído con el tema del camarero y la bendita bebida.
− ¿Qué? −respondió casi gritando Delamadrid−. Ah, sí… Prosigo… Ese mesonero del diablo −maldijo, pero pronto recobró la serenidad y aseveró−: Son asexuados… Los Nion son asexuados… Los que nacen con el cromosoma XZ+ no son hombres ni mujeres, sino seres asexuados, ¿entiende?... ¡No tienen órgano reproductor! −exclamó en sordo sussurro, como si le estuviese revelando el secreto más grande de su vida−. Ninguno de los dos… −agregó con mirada penetrante.
Hans lo observaba entre estupefacto e incrédulo.
−Eso no es posible… Es una locura… Ángeles, cromosomas y gente sin sexo… Es una locura −repitió exaltado−. Su amigo está equivocado o es un borrac…
Al darse cuenta que iba a decir algo descortés y totalmente fuera de contexto en ese instante porque el arqueólogo estaba muy entero, se llevó la mano a la boca arrepentido por lo que pronunció a medias.
− ¿Un borracho cómo yo, ibas a decir? −preguntó al ver el rostro de su turbado colega−. No te preocupes. Quédate tranquilo… Estoy acostumbrado y eso ya no me hiere. No te abochornes.
−Disculpe, profesor… Con todo respeto discúlpeme. Es que estoy un poco cansado y este asunto es tan disparatado que me hizo estallar −expresó a fin de excusar su insolencia.
−No es nada. Ya le dije. Estoy acostumbrado −lo tranquilizó en el preciso momento en que el mesero que le había hecho señas de esperar estaba a su lado.
− ¿Ordenen ustedes señores? −solicitó muy circunspecto.
−Tráiganos por favor otra botella de Montalcino, idéntica a esta −dijo mientras le daba la vuelta a la botella vacía y la ponía con el pico hacia abajo en la hielera−, dos brandy y suficiente prosciutto e formaggio reggiano −pronunció en perfecto italiano−. Suficiente para dos personas −gritó mientras el mesero se alejaba.
−Discúlpeme, sinceramente lo siento profesor −insistió apenado Hans.
−Bah, hombre. Déjese de tonterías y sigamos con nuestra plática −lo animó para sacarlo de su mortificación−. Te decía que los Elegidos de Dios o Niños Luz nacían asexuados y que no tenían genitales. En el lugar donde deberían ir los genitales, tanto hombres como mujeres tienen un orificio, del tamaño de un euro, por donde orinan −afirmó cerrando su índice y pulgar en forma de círculo para demostrarle figurativamente el tamaño del hueco.
−Usted me está tomando el pelo o me quiere enloquecer profesor −sentenció el rubio filólogo moviendo la cabeza negativamente.
−Eso mismo dije cuando me lo explicaron, estimado colega. Pero eso no es todo. El orificio tiene una membrana muy parecida a las viejas cámaras fotográficas de sistema réflex, que se contrae y cierra casi herméticamente después que hayan expulsado el líquido. ¿Entiendes?... −preguntó a un Hans que seguía cada una de sus palabras con la boca abierta−. El orificio está situado en el mismo sitio donde tienen los genitales una persona común y corriente y a su alrededor tienen pelo púbico, al igual que usted y yo profesor.
−Pero, de ser cierto, eso revolucionará a la humanidad, al mundo científico…
−Claro… Eso fue lo que te dije antes. Pero, cuidado… Mucho cuidado. De aquí no debe salir ni una sola palabra. El asunto todavía está en proceso investigativo y no se puede decir nada, menos a miembros de la Iglesia. Pocas personas lo saben y ahora tú entre ellas. Me tienes que prometer que no le dirás nada de esto a nadie −demandó mientras empinaba todo el resto de bebida que quedaba en su copa.
El arqueólogo despegó la copa de sus labios y fue bajándola lentamente. La depositó suave sobre la mesa y pensativo retiró la mano con la que la sostenía. Parecía arrepentido de haber revelado aquel secreto a una persona que muy poco conocía.
Hans, por su parte, estaba en otro mundo. Lo que le reveló Delamadrid lo había aturdido y mucho. Pero en ese momento otro misterio ocupaba sus pensamientos. El hombre que tenía frente a él, que minutos antes se apreciaba totalmente ebrio, ahora inexplicablemente se veía entero y en sus cabales pese a la gran cantidad de alcohol ingerido. No cabeceaba y su voz ya no se escuchaba engolada. Estaba confundido. Segundos antes de que fuera al baño llegó a creer que de un momento a otro caería en el piso totalmente borracho. Pero estaba ocurriendo todo lo contrario. Ahora quien se sentía mareado era él, que en raras ocasiones bebía. “¿Qué pasó entre el trayecto y su estancia en el baño?”, se interrogaba mentalmente. “La silla que tropezó cuando regresaba del urinario fue más por distracción que por efectos de la bebida.”, cavilaba.
−Debo irme… Ya es tarde −comunicó de improviso Delamadrid levantándose del asiento.
− ¡No!… −gritó Hans aparentemente fuera de control ante un asombrado profesor Delamadrid.
− ¿Qué pasa?… ¿Te sientes mal? −preguntó.
−No profesor, no puede irse. Todavía está lloviendo mucho. −precisó esbozando una fingida sonrisa y repuesto de aquella salida casi demencial.
−Creí por un momento que la bebida te había caído mal… Que te habías emborrachado igual que yo −afirmó explayando una sonora carcajada.
−Solamente un poco encendido, pero estoy bien profesor… Quédese otro par de minutos… Además, mire −expresó señalando hacia la pulida barra de la taberna del hotel− Está llegando nuestra orden… El exquisito vino y el proscitto −expresó en un pésimo italiano pese a ser especialista en lingüística.
−No puedo. Tengo una cita y debo apresurarme. A la persona que voy a ver no le gusta para nada esperar… Se pone como un energúmeno cuando llego algunos minutos tarde −alegó severo.
−Pero no terminó de decirme el asunto de Los Elegidos. Usted habló en la reunión de un supuesto Evangelio inédito de San Juan, del actual capítulo 12:36, donde se habla de los hijos de la luz y del papiro trascrito por el profesor Gagliardi que decía como testigo fiel el cielo, nacerán con aura de cristal los nuevos ungidos. El día que el sol ilumine delante de mí serán esparcidos por toda la Tierra.
−Veo que tiene buena memoria −dijo mientras sacaba de su cartera tres billetes de cien euros más uno de veinte−. Creo que con esto es suficiente. Los veinte son para usted −afirmó mientras se los extendía al mesonero que había traído la orden−. Debo marcharme, querido profesor… Otro día será… Ah, si falta más dinero el profesor se lo dará −expresó amable, sonriéndole al empleado.
−Me repetí esa cita mentalmente muchas veces, por eso la aprendí. Realmente me impactó −aclaró Hans desconsolado y molesto porque el profesor se iba dejándole muchas interrogantes en su mente de investigador.
−Hasta luego amigo… Será hasta la próxima −se despidió Delamadrid llevando su mano a la frente, imitando el riguroso saludo militar de los jóvenes cadetes de West Point, y comenzó a caminar hacia la salida a paso firme y recto, como un soldado que marchaba en un desfile militar.
Pese a que el curtido catedrático no notó nada extraño o alarmante en el comportamiento de Hans, no fue honesto con él. Le reveló sólo algunas cosas. Verdades a medias y manipuladas adrede. Lo más importante del descubrimiento no lo dijo. En realidad el cromosoma XZ+ no existía. Sólo fue producto de su imaginación, una ocurrencia de momento.
El secreto de su amigo el científico seguía inviolado. Aunque quería gritarlo al mundo, compartirlo con sus colegas, se contuvo. Esa tarde sólo hizo un simulacro de revelación. Estuvo tentado, muy tentado, pero sabía que no podía ni debía decir nada, mucho menos en el lugar donde estaban y entre tragos. Por eso transformó los hechos e inventó el dichoso cromosoma XZ+, el cual en realidad no existía, pero si el XA+, que correspondía al prototipo masculino y el XO+, al femenino. La clasificación, muy particular y totalmente revolucionaria, era obra de un científico amigo de Delamadrid. Llegó a esa conclusión porque después de estudiar el ADN cromosómico del ejemplar macho a través de la lente de un potente y muy sofisticado microscopio electrónico, se encontró en el interior de la cadena con algo muy brillante parecido a la letra griega Alfa y a su lado el inconfundible símbolo, inclusive microscópicamente hablando, de una minúscula cruz. En el caso de la especie femenina estudiada, el sabio amigo de Delamadrid halló, en el mismo lugar donde había hecho el otro descubrimiento, la letra griega Omega y a su lado, al igual que sucedió con el macho, la pequeña cruz incandescente.
Eso era demasiado para una tarde de tragos. Delamadrid prefirió callar y darle rienda suelta a su imaginación. De ahí nació el asunto del cromosoma XZ+. Todo lo demás era relativamente cierto y se ajustaba, literalmente hablando, a la verdad conocida hasta ese momento por él.
Tampoco el arqueólogo le dijo que entre los Elegidos de Dios o Niños Luz, a los que su amigo científico comenzó a llamarlos con la abreviatura Nion, tanto los hombres como las mujeres podían hacer pis parados en un baño público, pero lo normal era que lo hiciesen agachados, sentados en un bidet o a campo traviesa. Se reservó igualmente, a fin de no trastornarlo, de decirle que la diferencia sexual principal entre hombre y mujer en los Elegidos de Dios, no residía solamente en su par 23, como en cualquier humano o mamífero, sino también en su sistema endocrino y hormonal. A cambios en su hipófisis e hipotálamo.
Hubiese sido muy tedioso explicarle a Hans que los cromosomas sexuales son uno de los 23 pares de cromosomas humanos y que el cromosoma X mide más de 153 millones de pares de bases lo que representa un total del 5% del ADN en células de mujer y un 2,5% en las del hombre.
Cuando comenzó a decirle a Hans que cada persona tiene un par de cromosomas sexuales por cada célula y verlo con su bocota abierta, y después agregarle que las mujeres poseen dos cromosomas X, mientras que los hombres tienen un cromosoma X y un cromosoma Y, se dio cuenta que no debía seguir con su relato porque sería como hablar con la pared. No le iba a entender nada. Se le habría hecho muy engorroso explicarle que el cromosoma contiene ácido nucleico, ADN, que se divide en pequeñas unidades llamadas genes y que estos determinan las características hereditarias de la célula u organismo.
Mucho menos porque ahí, precisamente, residía el gran secreto. Su sabio amigo, a fin de observar los cromosomas durante la metafase, cuando el ADN se había duplicado y la cromatina estaba muy condensada formando las cromátidas, o sea las dos hembras de ADN todavía unidas por un solo centrómero, utilizó un poderoso microscopio electrónico y a partir de fotografías obtenidas con un aparato infrarrojo creó el cariotipo, agrupando los cromosomas por parejas. Durante ese proceso el amigo de Delamadrid descubrió, por mera casualidad científica, debido a que estaba buscando otra correlación, la cruz lumínica, primero en el par del macho y luego en el de la hembra. Un hallazgo desconocido, el cual revolucionaría el concierto científico mundial.
Aunque era arqueólogo, el profesor Delamadrid sabía que la identificación de los genes que se encuentran en cada uno de los cromosomas es una de las áreas más activas en la investigación científica. En ese estudio había pasado más de la mitad de la vida su amigo, a quien le costó toda una tarde explicárselo a fin de que pudiese entender, que nadie, aún hoy en día y en pleno siglo XXI, sabe cuántos genes contiene en realidad el cromosomas X. Se especula que está cerca de los 1.336, genes de los cuales veinte están esperando todavía por su identificación. Y, ahora, después del asombroso descubrimiento del científico amigo de Delamadrid, sólo quedarían dieciocho.
El sexo en los Nion no tiene ninguna importancia, ya que no se reproducen. No se les concedió la capacidad de reproducirse. No pueden tener hijos y todas sus funciones sexuales están inhibidas. Nacen por mandato divino y pueden vivir eternamente, aunque también son tan vulnerables como los mortales. Es decir, pueden morir por causas y a efectos de la mano humana, del hombre. No son, de ninguna manera, inmunes a balas, heridas de navajas o traumatismos producto de un grave accidente, aunque tienen la facultad de prevenirlos y evitarlos con tiempo de anticipación. Horas a veces y sólo minutos en algunos casos, únicamente cuando su vida o la de cualquier otro Elegido corren peligro. No ocurre lo mismo si el que está en inminente riesgo es un humano común y cualquiera.
Se comunican entre ellos y pueden sostener conversaciones simultáneas entre un o más Elegidos en forma telepática. Para lograr la nitidez y recepción del mensaje en sus mentes únicamente deben mover los ojos en forma circular o unidireccional, tal como si se tratase de un micrófono o sensor que recibe y emite señales.
Asombrosamente los Elegidos tienen la capacidad de cambiar la percepción del dolor por uno placentero o “no doloroso” en cuestión de segundos gracias a cambios estructurales en su hipotálamo. Debido a esos cambios pueden, igualmente, resistir al frío más gélido porque regulan a su antojo la temperatura corporal. Igual sucede con su necesidad de dormir, la cual controlan y consiguen estar hasta tres o más días sin dormir sin que afecte, en lo absoluto, a sus demás funciones corporales. Por si fuese poco, la capacidad de llorar les fue suprimida debido a que en la Tierra Nueva ya no habrá más dolor ni llanto.
Sólo a muy pocos y escogidos Elegidos de Dios, a quienes ellos mismos llaman Venerados del Milenio, Dios les concedió la inmortalidad y las capacidades y virtudes celestiales de ángeles y arcángeles. Se pueden transformar, transmutar, evolucionar y su presencia física puede estar en dos y hasta tres lugares diferentes del planeta o del universo, sin importar distancia o situación. Poseen el don divino de la ubicuidad.
Santiago era uno de ellos, aunque tenía su lado débil. Podría ser derrotado por Satanás en lucha cuerpo a cuerpo si el Príncipe de las Tinieblas lograba herirlo con su tridente infernal en puntos vulnerables. Entonces, se desintegraría y en polvo se convertiría.
PRÓXIMO MIÉRCOLES Caps. 16 al 20.
Adelanto...
Cuando creyeron que el peligro había pasado, a menos de trescientos metros de la barricada un auto viejo atravesado en el camino les impedía seguir adelante. Era una vieja y sucia artimaña de los Pax. Su seguro de muerte, por si lograban pasar la primera barrera. Dark frenó estrepitosamente. No podía seguir adelante. Antes tenía que estudiar la situación, pero debía darse prisa.